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La polémica secreta entre Julio Herrera y Reissig y Horacio Quiroga (II): El poder poético en el 900: dos rivales y una estética

Pablo Rocca1





De una a otra buhardilla los respectivos jefes se vigilaban celosamente, el torrero en su correspondencia con Edmundo Montagne exponía sin clemencia todos los reparos que le merecía el primer libro de Quiroga. Este, por su lado, debió encararlo una vez en una reunión en lo de Fernández Saldaña ya que en 1906, conversando con Andrés Demarchi, corroboró que «J. Herrera y Reissig se ha resentido gravemente conmigo por chismes literarios [...]. [Opina que ya soy] falso, muy falso, envidioso, hablando mal de todos por incapacidad envidiosa, etcétera. [...] Mucho me temo que tales dezires (sic) hayan nacido después de la última vez que nos vimos en tu casa».

En 1901 Quiroga había publicado su primer libro: Los Arrecifes de Coral (Montevideo: El Siglo Ilustrado, 164 pp.). Breves textos en prosa, algunos cuentos y un manojo de poemas. No se trata solamente de la prehistoria literaria del gran escritor, resultó el primer libro modernista uruguayo, cosa que hasta el propio Herrera le reconoció, aunque creyera que en las tres cuartas partes del mismo «no pasa de malísimo». Algo había en esos versos del novísimo poeta que proclamaba «el sordo cascabel de mi locura» (p. 76) que irritaba al jefe de la «Torre»: «falta de lenguaje, de elegancia, de ritmo, de eufonía», le dirá a Montagne. Otro tanto lo hacía el temor de encontrarse ante un rival de sus años que se había arriesgado a publicar un libro antes que él, que muy poco tiempo atrás se había integrado al credo modernista. Casi ningún joven podía disputarle el trono poético si la inmensa mayoría, treinta de ellos, le «formaban corte de honor». Si Quiroga era tan mediocre, tan vulgar, ¿por qué distraer tanto tiempo en acribillarlo en privado, y eso mientas personalmente lo felicitaba? (Véase en recuadro: Herrera y Reissig juzga a Quiroga).

Esta división de la personalidad en Julio Herrera refleja una búsqueda desesperada de su propio yo, tan fuerte y desesperada que, como señala Otto Rank, desencadena en un desequilibrio patológico de los afectos con el mundo y consigo mismo en la medida que es imposible toda relación armoniosa, dado el «interés anormalmente fuerte en la propia persona, sus estados psíquicos y su destino»2.

La rivalidad entre los dos jefes de los cenáculos era profunda. En vano Delgado y Brignole nos hicieron creer durante muchos años en la «cordialidad» de las relaciones entre los «Consistoriales» y los catecúmenos de la «Torre». No hay más que consultar la correspondencia de uno y de otro, el elocuente documento que hemos encontrado en el Archivo Quiroga cierra la espinosa relación (véase en recuadro: Quiroga juzga a Herrera y Reissig).


Final de fiesta

Tales enconos subterráneos no existieron antes de Los Arrecifes de Coral. Alguna vez los dos caminaron junto a la mayor figura del dandysmo por la Ciudad Vieja, según lo evocó el propio Quiroga en su madurez, en el mismo artículo que sostenía la precedencia de la poesía de Lugones sobre la de Herrera:

«Recuerdo así habernos encontrado una tarde, en marcial terceto, Herrera y Reissig con sus guantes nuevos y sus botines antagónicos de siempre, Roberto de las Carreras con un orioncillo de color verde cotorra, y yo con un sombrero boer cuya cinta de color oro rabioso pendía en lazo por bajo del ala. Teníamos entonces veinte años, bien frescos»3.



Es que entonces los hermanaba el deseo de inofensiva venganza, disfrazada de provocación, con la tranquila y próspera burguesía de la aldea. Alguien que ignoraba por completo la existencia de la nueva promoción literaria, alguien que nadie podría incluir entre los anarquistas del 900, el ministro de la Legación Británica Robert J. Kennedy, escribió a su gobierno en 1907:

«(Montevideo) se enorgullece de ser una cuidad culta, centro de la inteligencia del país [...] pero la idea predominante entre los hombres es la de hacer dinero y la de las mujeres de las clases ricas es cómo gastarlo [...] en un vulgar despliegue de magnificencia ostentosa»4.



No tenían otra alternativa, ya no era posible que la clase dirigente se identificara con la poesía. Analizando la poesía de Baudelaire, Walter Benjamin ha explicado que entre el mecenazgo y el mercado, desaparecido el primero y no asumido el segundo, el escritor del fin de siglo anterior tenía un solo sendero: la bohemia5. Porque, como señala José Emilio Pacheco, desde mediados del siglo XIX, una vez fracasada la revuelta de 1848 en París:

«El avance técnico encierra el arte en la torre de marfil. El arte que comienza a tener dudas acerca de su función y deja de ser inseparable la utilidad es obligado a hacer de la novedad su mayor valor»6.



Pocas veces los ojos de los montevideanos pudieron sorprenderse con tan curioso y hoy mítico terceto caminando por Montevideo, como la llamaba Herrera. Pronto el destino los separaría para siempre: Quiroga, ensombrecido por la muerte de su amigo Ferrando, se radicará en la otra orilla del Plata; la vida de Roberto se hundirá en la locura; los días de Julio, que estaban contados y él lo sabía, se extinguirán con la primera década del siglo.








Carta inédita de Horacio Quiroga a César Miranda7

Quiroga juzga a Herrera y Reissig


San Ignacio, diciembre 1, 1913

Mi estimado amigo: recibí y leí su conferencia, con todo el placer que supondrá. Es lo cierto que bien o mal, poco o mucho, pertenezco a la carnada de la calle Buenos Aires.

Lamentablemente cuando usted llegó a aquella yo me había escapado para B[uenos] Aires de donde el desagrado de no haberlo conocido. Mi opinión sobre Herrera, usted lo sabe, discrepa un poco de la suya, poniéndome de su lado por reconocer en aquel muchacho grande el más fuerte espíritu poético que hayamos tenido.

Acaso el exceso de eso le haya perjudicado. Creo también que lo que le faltó a Julio H[errera] para ser realmente un gran poeta fue personalidad. Hablaba y resonaba constantemente sin tiempo para pulsarse a sí mismo. ¿No cree usted que hay culpa de esto?

Mis últimas relaciones con H[errera] fueron muy curiosas, por procesarse de un modo espantable en cada uno de los tres últimos encuentros la diferente orientación de cada uno. Algún día le contaré esto a usted, de todos modos, poeta hasta darle con un palo, insisto en que un poco menos de sentimiento -visión- decisión poéticas le hubiera sentado bien.

Y con el afecto de siempre, le saluda su amigo.

Horacio Quiroga






Correspondencia a Edmundo Montane8

Herrera y Reissig juzga a Horacio Quiroga


(I) «Le envío para que forme juicio -y a solicitud de su autor, que es algo pedantuelo, Los Arrecifes de Coral-. Horacio Quiroga, que como usted sabrá me visita a menudo tiene algún talento. Si no imitase tanto tanto a Lugones, su pariente y maestro -y a sus abuelos literarios Regnier, Samain, Mendes, Silvestre, Montesquieu, Dubus y D'Annunzio, valdría seguramente mucho más-. Versifica bastante bien, y en las prosas aunque tiene mucho de tonto, insustancial, arrítmico y reminiscente, demuestra valor artístico. Es joven y rubio, barba [...] y cabello a lo Daudet, 25 años y 25000 esperanzas de gloria [...]».


(1901, s/d)                


(II) «[...] Quiroga se me hace un muerto. Le noto pálido, silencioso, agriado, turbio, ensimismado. ¡Quién sabe qué pensará de lo porvenir! Él esperaba que el pedantón Lugones escribiera en público sobre su obra. No lo ha hecho a lo que parece, pues, se ha limitado a escribirle una carta confidencial que aún no he leído. Es por eso que Quiroga se muere, por momentos. Los diarios apenas han acusado recibo. Una sola crítica se ha publicado -la que le envío- de un íntimo, de un co-bohemio de cuarto, una crítica adulatoria, bajamente servil y estúpidamente cortesana para Lugones y para el autor, Ferrando, que es el que suscribe, es hasta ahora un desconocido de las letras [...] Lugones los patea a su sabor, al verlos tan gusanitos, y ni hace caso de sus lisonjas de colegiales. [...] Roberto de las Carreras [ha leído su carta] y dice que usted no se equivoca un ápice en lo que dice de Los Arrecifes. En efecto, yo opino que 3/4 partes del libro pasa de malísimo. ¡Cuánto defecto deforma! ¡Cuánta tontería abstrusa, cuánta imitación servil, cuánto acertijo sin arte, cuánto alambicamiento insulso, cuánta falta de lenguaje, de elegancia, de ritmo, de eufonía! Es un desbarajuste de principiante que quiere comenzar por lo alto! Esto se lo digo a usted en intimidad, pidiéndole una reserva sin fin, pues, usted supondrá que por mera galantería, al darle gracias a Quiroga por el envío del libro, lo he tenido que felicitar [...]. Le devuelvo la carta de usted a Quiroga. Por lo demás Quiroga es un muchacho de talento y equilibrado, un poco pedante acaso, de excelente carácter bondadoso y buen amigo [...]».


(Diciembre de 1901)                


(III) «¿Qué dice de Quiroga y de su obra sangrienta? Es un pobrecito ingenuo -cada vez me afirmo más en la idea de que es un pobrecito pedante, ineficaz en todo sentido-. Su libro ha sido el fracaso más merecido. La carta que le escribió Lugones es reventadora. En síntesis le dice que el libro es discreto, pero, después de haberle fustigado desdeñosamente, diciéndole que los sonetos son pésimos, y que le falta mucho cincel e ideas originales. Le aconseja Lugones que deje el Verso [sic] y se dedique a la prosa [...]».


(Junio 1 de 1902)                




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