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ArribaAbajo- VIII -

Confundidos Casiana y yo entre el gentío fastuoso y el de medio pelo que paseaba en la Castellana o el Retiro solíamos encontrarnos con Leona la Brava, acompañada de su amiga María Ruiz. Una tarde, bajando de la Casa de Fieras al Parterre, nos sorprendió la   —94→   voz de Leonarda, a quien vimos bebiendo un vaso de agua en la Fuente Egipcia. No iba con María Ruiz sino con una doncella de servir llamada Pilar, que a Casiana conocía por haber dado juntas no pocos pasos en las correrías mundanas. Reunidas las tres mujeres y yo, seguimos deambulando.

Leona, que en otras ocasiones había mostrado simpatía por Casiana, estuvo aquella tarde más expresiva, diciéndole entre otras cosas amables: «Mujer, no te des tanto tono. ¿Por qué no has ido a mi casa como me prometiste aquella noche que nos vimos a la salida de la Zarzuela? Tendré mucho gusto en que comas conmigo. Después de comer iremos al teatro, donde se nos agregará tu gallardo caballero, que no vive separado de ti».

Contestaba Casiana modosita y con infantil cortedad... Balbuciente, ya se excusaba con finura encogida, ya contemporizaba prometiendo acceder a la invitación. La Pilar, aunque se hallaba en servidumbre, miraba con cierta protección compasiva a la pobre Casiana, considerándose como término medio entre el esplendor de su ama y la obscuridad de la que en otros tiempos fue su igual en la vida galante.

Desmedido era el contraste entre la vestimenta magnífica y un poquito estrepitosa de Leona y los trapos caseros de mi humilde amiguita. Esta me había dicho mil veces que no sentía envidia de la dama de Mula, a pesar del rumbo que gastaba, y andando el tiempo me dio pruebas mil de su encantadora   —95→   modestia. Cuando salíamos del Paseo de las Estatuas a la calle de Alfonso XII, me dijo La Brava con su poquito de misterio:

«Este año tardaré un poco en salir a mi veraneo, porque Alejandrito tiene un asunto... un negocio... un proyecto de ferrocarril que ha de ir por Miraflores a Segovia y La Granja... ya te contaré... y hasta que no se lo despachen no saldremos... No sé si sabes que los moderadotes están que echan bombas: todo lo quieren para sí, les belles places, les gros affaires, la lune et le soleil... Y a propósito: Alejandrito les ha vuelto la espalda, arrimándose a Romero Robledo y a López de Ayala, que le han prometido echar los bofes para sacar adelante su asuntillo. Cuando esto sea, nous partirons pour la France. Pasaremos una temporadita en Arcachón y luego nos vendremos a Biarritz».

Terminó Leona sus confidencias diciéndome que Carlota Pastrana se iría pronto a San Juan de Luz, y que María Ruiz estaba aux abois, porque el suyo, que era empresario de casas de juego, dio el trueno gordo y tuvo que salir escapando de Madrid para que no le matasen.

En la Cibeles nos separamos. Cuando íbamos hacia nuestra casa, la discreta Casiana consagró a la dama de Mula estos juicios sinceros: «Leonarda es linda, simpática y cariñosa. Viste muy bien y tira el dinero que es un gusto... Pues con todo eso, yo no quiero parecerme a ella. Según tú, La Brava y yo nos asemejamos en que las dos hemos querido   —96→   instruirnos para pasar de burras a personas. Pero no es lo mismo, Tito. La de Mula hipa por la grandeza, aprendió el habla fina, luego el francés, y todo su aquel es tratarse con hombres ricos. Busca el boato, la bambolla, y así como otras se pintan la cara para ser más bonitas, Leona se pinta el alma con la ilustración para que se enamoren de ella los Duques, los Príncipes y hasta los mismos Reyes.

»Yo soy de otra manera; no pretendo más que saber leer y escribir, y unas miajas de Aritmética para llevar las cuentas de mi casa. Muy corto es mi genio, pero más cortos son mis deseos. Con un poquitín de lo que Dios reparte a sus criaturas tengo asegurada la felicidad: un hombre bueno que me quiera, una casa modesta y limpia, un pasar mediano y sin ahogos, un vivir tranquilo, cuidar a mi hombre y tenerle todo a punto y muy arregladito, y para colmo de contento mi plancha, mi aguja y mi estropajo».

Entre San Juan y San Pedro, entrada de verano, cambiamos Casiana y yo el escenario en que exhibíamos nuestras bien aderezadas personas. Abandonamos la Castellana y el Retiro, y vestidos cómodamente y sin pretensiones nos íbamos por las tardes a la Fuente de la Teja o a la Pradera del Corregidor. La libertad del vivir plebeyo al aire libre nos encantaba, mayormente cuando llevábamos merienda o cena y nos la comíamos tumbaditos sobre la hierba.

Era nuestra delicia la sociedad de los ventorrillos,   —97→   donde escuchábamos las conversaciones más graciosas; los musiquejos mendicantes nos divertían, y el vocerío alegre regocijaba nuestros corazones. Por cierto que una tarde encontramos a María Ruiz, una de las amigas de Leona, paseando del brazo de un gallardo sargento de Caballería. Al poco rato bailaban una mazurca, bien agarrados, al son de los atronadores organillos. Otra tarde se nos apareció el masón llamado burlescamente Epaminondas, a quien conocí en la tertulia de Candelarita Penélope. Le convidamos a merendar en un ventorro; aceptó, y apenas nos sentamos los tres, empezó a discursear de esta manera:

«Ya tenemos a Periquito hecho fraile, ya tenemos a Sagasta metido en la legalidad. ¿No leíste la semana pasada el artículo de La Iberia? Pues bien claro lo dice. Los elementos procedentes del amadeísmo y del unionismo, juntamente con los restos del antiguo progresismo que no están con Zorrilla, quieren ahora formar un partidito que a un tiempo se llame liberal y borbónico. ¿Entiendes esto; lo entiende usted, señora?

-Sí que lo entiendo, querido Epaminondas -respondí yo- Ni el elemento liberal ni el elemento borbónico quieren perecer. Para vivir y pescar lo que se pueda, se alían, se juntan, y buscan un dogma que encuentran en seguida... Aquí hay dogmas para todo, hasta para las combinaciones y mezcolanzas más extravagantes... Encontrada la fórmula, se aprestan todos a comulgar en la iglesia   —98→   alfonsina que hoy abre de par en par sus puertas al culto del Funcionarismo. No te asustes de nada, Epaminondas. Sagasta formará un partido liberal dinástico que alterne con el de Cánovas en la gobernación de estos Reinos venturosos.

-A eso iba -prosiguió el masón, mostrando en su rostro el júbilo y la vanagloria de contar un suceso que él solo sabía-. Óyeme. Puedo asegurarte, como si lo hubiera visto, que ayer y hoy se han reunido Sagasta y Cánovas en casa de este último, Fuencarral, 2. Encerrados estuvieron más de dos horas cada día, tratando de... La conversación entre ambos prohombres no he de referírtela, porque no la oí... Pero te diré, si te interesa saberlo, la hora exacta con minutos en que entró Sagasta y la hora en que salió. Lo sé por Ramón, el ayuda de cámara de don Antonio, que es paisano y amigo mío, y todo me lo cuenta... Total, es claro como el agua que los empingorotados corifeos conferenciaron acerca de la forma y modo de fundar el nuevo partidito, bajo la base del equilibrio de los elementos dinásticos, conforme al credo borbónico.

-En mi sentir -respondí yo- todo lo que me has dicho es la pura realidad. Por mi parte, debo declarar que no patrocino el nuevo partido ni me opongo a su creación, y así lo hago por dos razones: la primera es que sucederá lo que debe suceder, y la segunda, que todo ello me tiene sin cuidado».

Disertamos un poco más sobre el asunto,   —99→   cada cual según su temperamento y estilo, hasta que el amigo Epaminondas se fue con unas mozas barbianas que salieron del merendero próximo.

Transcurrieron días calurosos, tardes de holganza placentera en las soledades campesinas, noches serenas que empezaban tibias y concluían con dulce frescura matinal. Más de una vez, la aurora risueña nos acompañó a Casiana y a mí al tornar a nuestra vivienda.

El primer suceso público que relatan mis crónicas en la declinación del verano fue la recrudescencia de las sofoquinas que a don Antonio daban los moderados. Los antagonismos en el seno del Ministerio parecían ya irreductibles. Se tiraban los trastos a la cabeza por si las primeras elecciones de la Restauración habían de hacerse con el sufragio universal o con el restringido. Cánovas del Castillo, que a sus grandes talentos unía un arte sutil para deshacerse de los revoltosos y amansar a los díscolos con el sencillo gesto de abandonar el Poder, dejando tras sí como emblema de castigo el vacío de su persona, inventó un Ministerio Jovellar que fue plasmado rápidamente en esta forma: Romero Robledo, Ayala y Salaverría conservaron sus carteras de Gobernación, Ultramar y Hacienda. En Guerra, con la Presidencia, quedó Jovellar. Y entraron: en Estado, don Emilio Alcalá Galiano, Vizconde del Pontón; en Fomento, don Cristóbal Martín Herrera; en Gracia y Justicia, don   —100→   Fernando Calderón Collantes, y en Marina, Durán y Lira.

Heroico remedio fue para la turbada política el mutismo de don Antonio, mejor dicho, medio mutis como los que en las acotaciones de las comedias se designan con la siguiente fórmula: hace que se va y se queda. Para estos pasos escénicos tenía el maestro Cánovas una singular destreza, casi estoy por decir travesura, y de ello dio nuevos ejemplos en posteriores épocas de su mando. El flamante Ministerio correspondió dócilmente a los fines que motivaron su presencia en el retablo político, y el 1.º de Octubre, tras una gestación que no debió ser muy laboriosa, la señora Gaceta dio a luz un decreto estableciendo que el nuevo Parlamento se formaría con arreglo a la ley electoral de 1870. El sufragio universal había vuelto a levantar la cabeza, y los moderados, con excepción del inflexible don Claudio Moyano, bajaron la cresta convencidos de que se quedarían fuera de la circulación política si continuaban encerrados en las covachas del tiempo viejo.

Desembarazado de los engorrosos obstáculos que le ocasionó la cuestión electoral, Cánovas volvió a ser cabeza visible de la Situación en la Presidencia del Consejo. A Jovellar dio el mando supremo de Cuba, prebenda que fue muy del agrado del General. En Guerra entró Ceballos; en Fomento el Conde de Toreno. Martín Herrera pasó a Gracia y Justicia, y don Fernando Calderón Collantes a Estado. Los demás Ministros,   —101→   excepto Alcalá Galiano, siguieron en sus puestos.

Ante un público de amigos inquietos y ambiciosos, congregado en el Circo del Príncipe Alfonso el 7 de Noviembre, celebró Sagasta con endechas tribunicias el advenimiento del partido liberal monárquico y la felicidad que había de resultar del turno pacífico, del equilibrio, del balanceo metódico entre los dos elementos que diferenciaban e integraban la política general, sirviendo a la Nación y al Rey cada cual con su credo, cada cual con su dogma, sin perjuicio de comulgar ambos en el ideal común, en el ideal dinástico, etc... No expresó don Práxedes su pensamiento con los vocablos y frasecillas que aquí empleo. Yo no asistí a la reunión; pero creo interpretar fielmente la substancia del discurso utilizando las notas tomadas al oído que me trajo el diligente informador Epaminondas.

Que Sagasta puso en las nubes la Constitución del 69 y pisoteó la del 45, no hay para qué decirlo. Hizo un discreto elogio de los derechos individuales y de la libertad de conciencia, armonizando estas conquistas con el estricto mantenimiento del orden, y concertó las notas chillonas del Himno de Riego con la grave salmodia de la Marcha Real. El Partido Constitucional combatiría con el mismo ardimiento los excesos de la demagogia y las atrocidades de la reacción... Todo iba bien, muy bien. Los liberales dinásticos, provistos ya de las necesarias recetas para entrar con   —102→   salud en la política activa, andaban por Madrid a fines del 75 como chiquillos con zapatos nuevos. Faltaba que el Gobierno convocase al pueblo a los comicios, que se efectuaran las elecciones, y que se supiera quiénes salían triunfantes del seno hermético de las urnas.

Perdonadme, lectores de mi alma, que pase como gato fugitivo por este período de una normalidad desaborida y tediosa, días de sensatez flatulenta, de palabras anodinas y retumbantes con que se disimulaba el largo bostezar de la Historia. Todo este fárrago de convencionalismos resobados pasó de las manos caducas del año 75 a las tiernas manecitas del 76. Funcionó el artefacto electoral, y para haceros comprender su eficacia me bastará decir que Romero Robledo estrenó entonces su extraordinaria maestría en la fabricación de Parlamentos. Con tiempo y saliva designó y encasilló a los padres de la Patria, formando a su gusto el montón grande de la mayoría conservadora y el montón chico de la minoría liberal dinástica, sin olvidar unas cuantas figuras sueltas, sacadas de las urnas o de los cubiletes con un fin ornamental y pintoresco. Fue al Congreso Emilio Castelar por el cariño que Cánovas le tenía, y para que no estuviera solo pusieron a su lado al señor Anglada. Una vez más, y aquella vez más que otras, lució sobre Madrid y España la espléndida mentira de la Soberanía Nacional.

Ya sé, ya sé que mis lectores me agradecen   —103→   mucho que no les cuente la teatral apertura de las Cortes el 15 de Febrero de 1876, con la fastuosa mascarada palatina, ni el discurso del Rey, ni los subsiguientes trámites rutinarios de elección de Mesa, examen de actas y constitución definitiva en las dos Cámaras. Todo esto, visto a cierta distancia, es aburridísimo, letal, y el que lo contase de buena fe o lo leyere con paciencia moriría de un ataque agudo de fastidio. Las Cortes alfonsinas habían de empezar sus tareas pergeñando una nueva Constitución, pues la del 12, la del 37, la del 45, la del 54 y la del 69, todas incumplidas, o barrenadas como suele decirse, estaban ya inservibles.

Aunque el pío lector no me lo agradezca, doy de lado la discusión del Mensaje, juego de pirotecnia verbosa en el cual cada orador respiraba por sus heridas, conforme a la postura política en que le habían dejado los sucesos de los últimos años. Pidal se revolvía contra don Antonio por no haber traído este a la Restauración las furias ultramontanas; Moyano execraba la Revolución de Septiembre, pintándola como un criminal esparcimiento demagógico; Sagasta, cantando por todo lo alto, izaba el gallardete de la Soberanía Nacional; Castelar y Pavía disertaron extensamente sobre el pro y el contra del 3 de Enero del 74; Cánovas, con derroches de lógica elocuente, contestaba a unos y otros requiriéndoles a la paz y concordia en los altares de la legalidad alfonsina; todos, en fin, se encastillaban en las ficciones o decorosas   —104→   pamplinas que les servían de plataforma en aquella encrucijada de los destinos de España.

Sospecho que estas páginas tendrán más amenidad hablando en ellas de mí mismo, de la honda depresión de mi ánimo en aquellos días de amodorrante sensatez. Sin que pudiera decir que estaba enfermo, yo me sentía desganado y triste; apenas salía de mi casa; ni una sola vez traspasé la puerta del Congreso; huía de la rarificada atmósfera de los que llaman Círculos, y para colmo de mi desdicha, en los meses transcurridos del año 76 no me visitó la vaga Efémera, ni tuve más relaciones con mi adorada Madre que la cobranza de mi asignación en la portería de la Academia de la Historia, sin que a la entrega de fondos acompañara carta ni referencia directa de la divina Clío. Llegué a creer que mi Madre yacía en grave postración espiritual o que se hallaba en estado de catalepsia, única enfermedad que acomete a los Dioses cuando no tienen nada que hacer, o se creen dispensados de intervenir en las acciones humanas.

También la vida de este pobre Tito había llegado a ser vida de durmiente o cataléptico. Sus horas se deslizaban una tras otra lentas, pardas y sin ruido. El ayer, el hoy y el mañana eran un solo día: esfumábanse los recuerdos, extinguíase la esperanza... De improviso, una noche me sacudió y me puso en pie restituyéndome bruscamente a mi ser normal un suceso inopinado, un relámpago   —105→   de vida, la visita de un amigo queridísimo a quien yo no había visto en algunos años. Este amigo era Segismundo García Fajardo, el rebelde más tenaz y el revolucionario más gracioso que ha existido bajo el limpio cielo de los Madriles.

En los días trágicos de la muerte de Prim y en todo el año 70, fecundo en emociones y disturbios, derrochó Segismundo su agudeza satírica y los donaires de su feliz ingenio en soliviantar las masas populares de Lavapiés y las Peñuelas. Grande amigo de Romualdo Cantera, recibió de este albergue y sustento en los azares de la vida más desordenada y tormentosa que cabe imaginar. Aquel trueno de la política, bala perdida en la sociedad, era como sabéis sobrino carnal del Marqués de Beramendi, caballero talentudo y de alta posición, que se cansó de proteger al mozo cuando las extravagancias de este llegaron a ser escandalosas. Abandonado del tío y de sus padres, Segismundo se dejó arrastrar por la desesperación revolucionaria, y aunque no tuvo arte ni parte en el conato de regicidio contra don Amadeo, fue perseguido con tanta saña que salió por pies y no paró hasta París. En aquella capital permaneció largo tiempo entre los innúmeros españoles que conspiraban para cambiar radicalmente las cosas de España.

Cansado, al fin, de soportar humillaciones, hambre y desnudeces, se valió de sutiles arbitrios para repatriarse. Atravesó toda Francia empleando los más inverosímiles medios   —106→   de locomoción gratuita, y protegido por un fogonero vino de Irún a Madrid... Cuando ante mí se presentó, su rostro estaba tan desfigurado por la miseria y su vestimenta era tan haraposa que hubo de decirme su nombre más de una vez para que yo pudiera reconocerle... Le abracé conmovido, hícele sentar a mi lado, y él, con voz doliente y asmática, eco de un cuerpo vacío, me dijo: «No vengo a pedirte albergue, querido Proteo, que ese, aunque no mejor que la guarida de una bestia, ya lo tengo. Vengo a pedirte un pedazo de pan...».




ArribaAbajo- IX -

Mi respuesta fue dar voces llamando a Ido para que nos sirviera al instante la cena. «Cenarás conmigo -dije a Segismundo-, y con esta señorita, Casiana Coelho, que si no es ya una profesora de instrucción primaria, lo será muy pronto. Ya sabes que diariamente, desde esta noche, habrá siempre en mi mesa humilde un plato para ti». Por causa de la turbación de su ánimo, o quizás por la vacuidad de su estómago, el pobre Segismundo no pudo expresar su gratitud más que con truncadas frases expresivas.

Apenas tragó García Fajardo las primeras cucharadas de sopa y media copa de vino, pudo advertirse que recobraba su perdido vigor. Ya era otro hombre, y a medida que   —107→   avanzaba en la ingestión de alimento, su gesto hacíase menos desmayado y su voz más segura y vibrante. «Gracias a mi antigua camarera y aposentadora, la benéfica Señángela -nos dijo-, no duermo a la intemperie. Aquella fiera, tan deslenguada como caritativa, me ha dado cobijo en un cuchitril inmundo de la calle de Cabestreros. Allí tengo unos palmos de terreno donde estirarme, sobre un montón de trastos y rollos de esteras. El amigo Balbona ya no está en la taberna de la calle de Toledo, y Romualdo Cantera se ha ido a vivir lejos de Madrid... Todo mi guardarropa se reduce hoy a estos venerables guiñapos que ves colgados sobre mi cuerpo.

-No te apures, noble hijo de España -le contesté yo-. Nosotros te proveeremos de ropa con algunas prendas mías y otras del amigo Ido, que próximamente mide tu estatura. Todo es cuestión de tijera y aguja. Aquí tenemos a Casianita, que es una gran sastra y arregladora de vestimentas para todos los gustos. Te adecentaremos... no te rías... y podrás salir a la calle con elegancia de figurín barato. Ya sabes que la elegancia es el signo de los tiempos. Bien apañadito, como un estirado señorete que viene de París, podrás presentarte a tu ilustre tío el Marqués de Beramendi, y a tu amigo Vicente Halconero».

Poniendo breves pausas en el buen comer, mi huésped replicó así: «En el fondo y aun en la superficie de su espíritu, mi tío Beramendi es un rebelde a macha martillo; pero su mujer, sus hijos y la sociedad en que vive   —108→   no le permiten sustraerse a esta atmósfera de artificios convencionales y de mentiras aparatosas. Los hombres de ideas más avanzadas se vuelven suspicaces y medrosicos, y se acomodan a vegetar dentro de esta cárcel fastidiosa de la sensatez monárquica, mayormente si poseen buenas rentas para tratarse a cuerpo de rey mientras dure su cautiverio. En cuanto los jesuitas establezcan aquí esos Colegios elegantes de que ya se habla, los primeros niños que entren en ellos serán los de mi tío Pepe. Así lo quiere María Ignacia y así será.

»Lo mismo te digo de Vicentito Halconero. Es un chico excelente, talento claro de los que miran al porvenir y a la regeneración de este pobre pueblo. Pues hostigado por su madre, Lucila, y por sus suegros los Calpenas, solicitó el acta de La Guardia; le encasilló Romero Robledo, y ahí le tienes, entre los borregos de Cánovas... no, me equivoco... entre los de Sagasta, que viene a ser lo mismo. Te diré ahora que la hermosa Lucila, al cabo de los años, se siente un poco ultramontana y papista. No hace mucho tiempo hizo un viaje a Roma con su esposo don Ángel Cordero, el sutil economista, sin otro objeto que besar la sandalia de Pío IX, y recibir la bendición pontificia... Con que ya sabes, a esta sociedad que me execra y me maldice, no puedo yo acercarme sin recibir desaires y sofiones».

Avanzada ya la cena, añadió Segismundo a las manifestaciones anteriores confidencias   —109→   de un orden más delicado. Poniendo en su acento el respeto que a su madre debía, díjome que esta, Segismunda Rodríguez, esposa del primogénito de los García Fajardo, se había dedicado en los últimos años al negocio de préstamos usurarios, y laboraba sigilosamente tras la pantalla de testaferros sin conciencia. Amasado un grueso capital desplumando lindamente al prójimo, la buena señora hipaba por la grandeza y era rabiosa alfonsina. Se desvivía por pescar un título nobiliario, y no siéndole fácil conseguirlo de los de Castilla resignábase a tenerlo pontificio, que como es sabido resultan muy económicos.

De sobremesa volvimos a tratar la cuestión de indumentaria. Casiana, movida de repentina inspiración, sacó de su cesta de costura la cinta-metro que usan los sastres y modistas, y puesto en pie Segismundo, le tomó las medidas a lo ancho y a lo largo. La señorita de Coelho cantaba los números y yo los iba apuntando en un papelejo. Hecho esto, y cuando Segis se despidió con demostraciones de gratitud, bien provisto de tabaco, le aseguré que a la tarde siguiente encontraría en mi casa el remedio de su indecorosa desnudez.

Coincidiendo en una resolución práctica, habíamos pensado Casiana y yo que la más expedita obra de misericordia era vestir al desnudo con un traje de El Águila. En efecto, a la mañana siguiente adquirimos, por las medidas que llevábamos, un terno modestito   —110→   y de buen ver. Luego, en la calle de Toledo, compramos tres camisas y otras prendas interiores, a las cuales agregamos un sombrerete blando adquirido en Las Tres B B B de la Plaza Mayor... Con toda esta carga nos volvimos a casa satisfechos y gozosos, pues nada era tan grato para mí, y lo mismo para Casianilla, como aplicar nuestros limitados recursos a una obra esencialmente cristiana y altruista.

Por la tarde, cuando se nos presentó el infeliz repatriado y le mostramos las para él lujosas prendas de vestir, advertimos que se humedecían sus ojos y que su boca tembliqueante no acertaba a formular las oportunas frases de reconocimiento. Con un tonillo evangélico, que maquinalmente me salía del pensamiento a los labios, le hablé de este modo: «Amigo, mejor será decir hermano mío, coge estas ropas y tenlas por tuyas sin reparar en la mano que te las entrega; corre a tu morada, y una vez que purifiques tus carnes con santas abluciones, vístelas con la decencia que Dios te ha deparado».

El hombre infeliz, recogiendo parte de su equipo para hacer con él un lío, me contestó en el tono más sencillo y familiar: «Benditos sean los que practican el amor al prójimo con verdad y donosura. Muchos se precian de socorrer a los desvalidos; pocos hay que posean el arte de la caridad. Yo acepto estos dones y admiro la gracia con que se me ofrecen... Permitidme, mis queridos amigos, que no traslade a mi casa toda la ropa interior;   —111→   me llevo sólo una muda; lo demás aquí queda, pues mi desmantelado cubil se me antoja que no es, no ya el Puerto, sino el Golfo de Arrebatacapas».

Con toda la presteza que su contento le infundía, el desgraciado y ya favorecido Segismundo partió, llevándose su ropa envuelta en un pañuelo. Casiana y yo nos quedamos discurriendo nuevas manifestaciones del arte de la caridad. Al otro día sorprendíamos al menesteroso caballero con una pañosa nuevecita y unas botas de becerro mate adquiridas en un bazar de calzado. Todo resultó a las mil maravillas: cuando resurgió a media mañana el amigo, bien lavoteado y vestido de limpio, parecía otro. Obsequiole Casiana con unas corbatitas de colorines en las que había trabajado la noche anterior. El espléndido regalo final de la capa y botas puso al buen Segismundo en un estado de beatitud seráfica. Yo reventaba de gozo, Casianilla no cesaba de reír, y los dos creíamos hallarnos en presencia de un muerto a quien acabábamos de resucitar.

Tras un largo rato de ocioso charloteo, en que intervino Ido con su cándido filosofismo, nos sentamos a la mesa. El muerto resucitado, dueño ya de los varios registros de su inteligencia, nos contó interesantes casos y episodios del vivir azaroso de los emigrados españoles en París. Habíalos allí de todas castas y procedencias: republicanos federales del 73, zorrillistas de la última extracción con afiliados civiles y militares, carlistas de   —112→   todas las épocas, especialmente de la última, pues la causa de la legitimidad iba de capa caída y muchos partidarios del Pretendiente pasaban la frontera ansiosos de buscarse la vida en un país pacífico y libre. El Pasaje Jouffroy y el Café de Madrid hervían de españoles aburridos y famélicos. Algunos, embozados en sus capitas, acechaban el paso de un amigo que les diera un Napoleón o les convidase a un almuerzo de dos francos cincuenta; otros se instalaban en las mesas del café, y allí pasaban largas horas en tristes añoranzas, o planeando medios de trabajo para poder matar el gusanillo. Los más prácticos apencaban con los rudos oficios y se metían en una cerrajería, en una tahona o en talleres de encuadernación.

«Me han contado -dije yo- que republicanos y carlistas fraternizan allí, unidos por la común desgracia, y se buscan la vida dando lecciones de español.

-Así es -prosiguió Segis-. Yo me asocié con un ex-capitán carlista, natural de Azpeitia, excelente chico, que no hablaba bien más que el vascuence. Pereciendo de hambre, anunciamos una Gran Academia de Lenguas en la cual, el vascongado y yo, y un andaluz muy despierto que se nos agregó, ofrecíamos dar lecciones de español, de latín y de griego. El resultado fue desastroso... Debo añadir que de la emigración zorrillista poco podíamos esperar, porque los prosélitos de don Manuel, mal que bien, tenían para vivir y se cuidaban poco de los demás, como no fuera para   —113→   darnos de vez en cuando un corto auxilio.

»De Ladevese recibí yo algún socorro que le agradeceré toda mi vida... La conspiración zorrillista labora en España tratando de mover las fuerzas militares para producir los tan acreditados pronunciamientos. En París se manifiestan con un ojalaterismo rosado y transparente que a muchos deslumbra, a mí no, pues de los pronunciamientos no espero nada bueno para mi Patria... Desesperado de la inutilidad de mis esfuerzos para resolver el problema vital, abandoné el Pasaje Jouffroy, donde todo se volvía cháchara sin substancia, y planté mis reales en el Café Cluny, Boulevard Saint Michel, Barrio Latino.

-Dime, Segis, ¿no has visto por allí a Estévanez?

-Sí; pocos días antes de mi salida, llegó de Portugal. Está muy desalentado, y cree que todo intento revolucionario, ya sea zorrillista, ya sea de otro orden, quedará hecho polvo bajo el peso de esta oligarquía de tres cabezas: la femenina aristocrática, la militar masculina y la papista epicena... Como decía, me instalé muy a gusto en el Barrio Latino, que es para mí el París luminoso, la urbe de la ciencia y el arte. Allí están todos los focos del saber y de la enseñanza pública; allí están la Sorbona, el Collège de France, la Universidad; allí las Escuelas Superiores de Medicina, de Farmacia, de Ingenieros, el Observatorio Astronómico, innumerables Institutos, Laboratorios y Bibliotecas; allí todos los grandes editores de París; allí, en fin, la   —114→   inmensa cátedra de escolares, estudiosos los unos, otros afiliados a la graciosa hermandad que llaman bohemia. Sobre este inquieto y juvenil personal flota la nube de poetas más o menos parnasianos, y de pintores más o menos impresionistas.

-¡Hermosa y florida República -exclamé yo-, esperanza de un gran pueblo!

-En el Café Cluny y en otro que está junto al Odeón, tenía yo mis Círculos predilectos. Hice amistad con unos chicos mejicanos y chilenos, pensionados para estudiar Medicina. Sociedad más a mi gusto jamás la conocí. Los americanillos eran estudiosos, y de la piel del diablo. Ellos, y un pintor español que hacía paisajes melancólicos, me arrastraron a la bohemia, para lo cual es condición precisa tener los bolsillos vacíos. Gocé y me divertí cuanto pude, y mis calaveradas extravagantes dejaron memoria en aquel rincón del París ático y bullicioso. Para que nada me faltase, tuve mi griseta, que me adoró durante dos días y medio.

»También aquel barrio era campo de acción de muchos expatriados españoles, que se administraban por un presupuesto absolutamente negativo. Con algunos de estos me lié yo en sociedad comanditaria al objeto de arbitrar recursos honradamente. Un tal Boneta, cantonal, me propuso un negocio que consideraba de resultados infalibles. ¡A trabajar se ha dicho! Alquilamos una tienda en la rue Grenelle, y nos instalamos en ella sin muebles ni cosa alguna. Pero en la fachada pusimos   —115→   este anuncio sugestivo, Misterios de la vida parisién, y en la puerta un rotulillo que decía en letras bien claras, Entrada, un franco. A mi cargo corría la cobranza, mientras Boneta se paseaba en el salón vacío. El primer día cayeron algunos incautos, que al ver aquellas paredes desnudas preguntaban: «¿Pero qué es lo que se enseña aquí?». Boneta contestaba con voz estruendosa: ¡Rien! Intervino la Policía obligándonos a cerrar el establecimiento. Con los francos recaudados tuvimos para cenar algunas noches.

-Esa broma o ese timo, querido Segis -repuse yo-, no habríais podido darlo en Madrid.

-Claro es -siguió diciendo el pícaro-. Pero tú no sabes que París es el pueblo más novelero del mundo. Verás ahora otro caso de la maravillosa inventiva de un emigrado español muerto de hambre. Un tal Catuelles, carlista, anunció en la prensa que estaba dispuesto a reconocer todos los hijos ilegítimos no reconocidos por sus padres. En el anuncio, redactado con frases muy patéticas, declaraba que lo hacía por lástima de las pobres criaturas, y deseoso de que estas pudieran entrar decorosamente en la vida social. Lo demás ya se supone: precios convencionales. Pues este hombre que en España habría pasado por loco, en París y en poco más de seis meses, reconoció ciento dieciocho hijos y ganó doce mil duros.

-¡Ay qué gracioso, qué hombre más listo! -exclamó Casiana riendo a carcajadas-.   —116→   Pero usted, don Segis, ¿qué intentaba para ganar dinero y salir de su miseria?

-¡Ah, hija mía! Yo no tenía la travesura de Boneta ni el genio de Catuelles. Cuando llegué a los extremos de la necesidad me dejé llevar por dos amigos, uno cantonal y otro carcunda, a las conferencias religiosas que en cierta calle próxima a San Sulpicio daba una Sociedad Catequista. Aunque mis dos compañeros eran librepensadores, casi ateos, y yo no tengo creencias religiosas, apencábamos con aquella farsa porque los catequizadores recompensaban nuestro falso catolicismo con un modesto socorro. Por las noches nos hacían oír unas pláticas estúpidas y soporíferas. Pero ¡ay! esto no bastaba: querían los señores dar público espectáculo de nuestra piedad y mansedumbre, como éxito notorio de la labor catequizante y triunfo de Nuestra Santa Madre Iglesia. Eramos como unos doscientos, entre hombres menesterosos y beatas vejanconas. Todas las mañanas nos llevaban a confesar y comulgar en San Sulpicio, y hasta que ingeríamos el pan espiritual no nos daban el franco, óbolo remunerador de nuestras edificantes devociones.

-¡Pero tú comulgabas, Segis, tú...! -exclamé yo, vacilando entre la incredulidad y la risa-. ¿Es posible?

-¡Ya lo creo! Como que si no comulgaba no comía... ¡Ay, amigos del alma! Si ahora que estoy decentito me decido a presentarme a mi madre, ya sé lo primero que me dirá. Me parece que la estoy oyendo: «Hijo mío,   —117→   ¿vienes dispuesto a sentar la cabeza y a enmendarte de tus errores? Si así es, tu madre te bendice, y lo primero que te recomienda es que entres resueltamente en la grey cristiana y cumplas con la Iglesia». Yo le responderé: «¡Ah, madre querida; bien cumplido y purificado vengo de París. Traigo cumplimiento para lo que me resta de vida».




ArribaAbajo- X -

Desde aquel día, el náufrago salvado de las olas del infortunio quedó unido a mí por vínculos fraternales. Casiana y yo partíamos el pan y la sal con Segismundo, y él nos mostraba un cariño respetuoso que más parecía veneración. Juntos salíamos los tres de paseo, tranquilos, alegres, ni envidiados ni envidiosos, y por las noches no perdonábamos nuestra partidita de café en los de Zaragoza, Venecia o San Sebastián donde poníamos el paño al púlpito despotricando, ora en tonos enérgicos, ora en sarcástico estilo, contra la oligarquía dominante. Aunque perorábamos para una posteridad remota, los parroquianos que nos oían con la boca abierta celebraban nuestras locas arengas, cual si en ellas viesen una palpitante actualidad.

En nuestra casa teníamos luego una segunda soirée más interesante y divertida, porque en ella gozábamos la inefable libertad del disparate sin acortar el vuelo de nuestros   —118→   arrebatados pensamientos. Reforzada nuestra trinca con la conspicua personalidad de Ido del Sagrario y la de un estudiantillo muy despierto llamado Gayoso, recorríamos hasta lo infinito los espacios quiméricos.

Allí se oyeron afirmaciones aplastantes y atrevidísimas hipótesis. Por ejemplo, oid a Segismundo: «Si en España viniera un cataclismo, pongo por caso, como dice Orovio en sus discursos... un cataclismo, es un suponer, que decía el General Infante, y fuéramos llamados Tito y yo a ejercer la dictadura, ¿qué haríamos?». El estudiante Gayoso saltó en seguida sosteniendo que no dominaríamos la situación si no consagrábamos los tres primeros días de mando a cortar cabezas, la mar de cabezas...

De esto protestaba Sagrario, movido de un alto espíritu de humanidad, y decía con enfático acento: «No se cuiden los señores dictadores de cortar cabezas, sino de cortar abusos, y esto se hará fácilmente blandiendo en una mano el cetro de la Ley y en la otra la antorcha de la Verdad. Sí; con ley, verdad, justicia y honradez ciudadana todo irá como una seda. Matar no, no. Me opongo a la horca y a la guillotina. Todo lo más que admito es el cartel que diga pena de muerte al ladrón, sólo como amenaza contra los timadores y descuideros».

A esto repliqué yo adoptando un término medio entre los feroces procedimientos de Gayoso y la indulgencia de don José. Este me interrumpió con atinadas razones: «Yo lo fío   —119→   todo al progreso, y harto saben los preopinantes que el progreso es benigno, suave, mirando siempre a la Voluntad Nacional... Ya que los señores se dignan escucharme, les diré que no veo más dictadura que la del denodado señor Duque de la Victoria».

Tomó entonces la palabra Segismundo para expresar estas ideas, propias de su elevado cacumen: «Yo, conforme con el sesudo Sagrario, enarbolo los pendones de la ley, la verdad y la justicia; pero ¿cómo hemos de salvar el espacio mediante entre los furores del cataclismo y la normalidad fundada en esos ideales? Al constituirnos necesitamos Ejército. ¿Cómo pasamos del pretorianismo indisciplinado a la posesión de una fuerza regular que apoye la acción gubernativa? Será indispensable conciliar los intereses de los ricos con el bienestar relativo de los menesterosos. Hemos de crear un presupuesto novísimo, descargando las cifras asignadas al Clero y Milicia para reforzar las dotaciones de Enseñanza y Obras Públicas. Y yo pregunto a los preopinantes: ¿Cómo nos defenderemos de las fieras que, azuzadas por esta radical alteración del presupuesto, caerán sobre nosotros ansiosas de devorarnos? Por todo lo dicho y por algo más que se me queda en el magín, yo renuncio a la dictadura que galantemente me ha ofrecido el amigo Proteo, y la transfiero, como propone el señor Ido, al Príncipe de Vergara, Duque de la Victoria y Conde de Morella».

Casianilla, que había permanecido muda   —120→   y atenta ante el varonil senado, se arrancó al fin con este juicio tan tímido como discreto: «Déjenme pedir a los señores opinantes que no se devanen los sesos por la incumbencia del dictado, que entiendo es el encaminar a la Nación para que del tumulto pase a la paz... Porque yo digo, del mucho orden sale siempre el desorden, es a saber, los motines y la rabia del pueblo, y de esto sale siempre la tranquilidad o verbo y gracia quedarse todo como una balsa de aceite. Dios Nuestro Señor ha dispuesto que tras de la calma tengamos las tempestades y tras de las tempestades la calma y el cielo sereno. ¿Que viene cataclismo? Pues que venga. El cataclismo se encargará de volver las cosas a la norma... o como se diga. ¿Me explico?».

Los cuatro le aseguramos que la entendíamos muy bien, y ella, cobrando ánimos, concluyó de este modo: «No quiero que Tito ni Segismundo se metan a dictar estas cosas. Si España se alborota, ya sabrá ella desalborotarse, y por lo que voy viendo, buen desalborotador será ese Duque mentado por don José y que, según yo calculo, no es otro que el señor de Espartero».

Aplaudimos todos, y disolví la reunión. El primer suceso memorable del día siguiente fue que Segismundo, al venir a casa, se encontró a Sebo, el cual ya tenía conocimiento de que en su repatriación García Fajardo había mudado de piel como las culebras. Díjole Telesforo del Portillo que el señor Marqués de Beramendi deseaba ver a su sobrino,   —121→   y que él tenía orden terminante de llevarle a su presencia de grado o por fuerza. Yo aconsejé a Segis que se dejara querer, pues algo bueno resultaría de su entrevista con el bondadoso prócer oligarca.

El segundo suceso histórico de aquel día fue la terminación de la guerra civil. Desde fines del año anterior andaban muy atropellados los carlistas. No tenían dinero, no tenían generales de empuje. El atontado Carlos VII puso al frente de sus tropas a don Alfonso de Borbón y de Habsburgo, Conde de Caserta, hermano del ex-Rey de Nápoles Francisco II, e hijo en segundas nupcias de Fernando, el llamado Rey Bomba. El pobre Conde de Caserta, con toda la hinchazón de su regia prosapia, carecía de dotes para regir una poderosa hueste en quien iba faltando la interior satisfacción. En tanto, el Gobierno de Cánovas, viendo ya maduro el fruto de la paz, organizó dos grandes Ejércitos con nutrido contingente de todas armas, mandado el uno por Martínez Campos y el otro por Quesada. El primero llevaba consigo a los Generales Blanco y Primo de Rivera; Quesada iba en la compañía de hombres tan expertos y conocedores del territorio como Moriones, Loma, Villegas y otros.

Ambos Ejércitos adquirieron fáciles ventajas, así en el suelo navarro como en el país vascongado y límites de Santander. Martínez Campos emprendió su famosa marcha hacia el Baztán, iniciando el movimiento envolvente a lo largo de la frontera que pronto dio   —122→   sus frutos. Primo de Rivera, después de sacudir duras palizas a las partidas facciosas, no ya Cuerpos de Ejército, en Santa Bárbara de Oteiza, La Solana y línea del río Egea, entró en Estella el 19 de Febrero del 76. Tan importante suceso y la victoria alcanzada por el General Blanco en Peña Plata determinaron la desbandada de las tropas carlistas. Estas gritaban ¡traición, traición! y en grupos salían por pies hacia el Pirineo.

Segismundo García Fajardo, después de hablar con su tío el Marqués de Beramendi, me refirió las opiniones de este sagaz hombre de mundo que sabía poner la realidad por encima de los engañosos convencionalismos. Según el Marqués, las ventajas obtenidas se debían en primer término a la eficacia de las armas liberales, después al influjo de la plata repartida entre los pobres carlistas, descalzos, hambrientos, aburridos ya de un heroísmo inútil. Viendo ya seguro el fin de la guerra, Cánovas dispuso que don Alfonso fuese al Norte a recoger abundante cosecha de laureles. Entró el Rey en Tolosa el 21 de Febrero, aclamado por alfonsinos y carlistas. Un batallón guipuzcoano se sublevó en Leiza a los gritos de ¡Mueran los traidores! ¡Nos han vendido!, teniendo que retirarse Carasa con su Estado Mayor y escolta, no sin que le insultaran. El batallón de Guernica se insurreccionó contra sus jefes, y en todas partes se repetía: Esto se ha concluido.

Completo esta página histórica con otra que me dictó Segis. Dando a tal página toda   —123→   la importancia que merece, la copio al pie de la letra: «Mi tío Pepe me recibió con benévola conmiseración. Oyó el relato que tuve que hacerle de mis andanzas y miserias, y al reprenderme por mi vida borrascosa, atenuaba su severidad con inflexiones regocijadas. Harto conocía yo la rebeldía interna, así en lo político como en lo social, de mi señor tío; pero yo era pobre y él rico, yo no tenía casa ni hogar y él vivía en la dorada farsa de un mundo artificioso. Por esta fundamental diferencia, la rebeldía y el dogmatismo revolucionario de Beramendi eran no más que un adorno mental, florecillas del espíritu que el buen prócer sacaba a relucir tan sólo en la intimidad de sus amigos.

»También María Ignacia, que al oír mi voz entró en el despacho, mostrose conmigo indulgente y compasiva. Tratando ante mí de aliviar mi desdichada suerte en la forma más práctica, Beramendi me notificó que estaba dispuesto a pagarme pupilaje decoroso y buena comida en cierta casa de huéspedes regida por una señora llamada doña Leche. Añadió que hoy mismo daría a Telesforo del Portillo las órdenes oportunas para que fuera yo recibido sin dilación en mi nueva morada, Relatores, 4. Acto seguido, María Ignacia puso en mi mano dos dobloncitos de a cuatro, para mis gastos menudos de tabaco y café, advirtiéndome con sequedad melindrosa que si yo no era económico y sensato no repetiría la dádiva».

Cuando esto decía el buen Segis, sacó las   —124→   moneditas de oro con el aleve intento de pasarlas de su bolsillo al mío. Como yo me resistiera enérgicamente, intentó ponerlas en la mano de Casianilla; pero esta rechazó la oferta con más jovialidad que indignación, diciendo: «Eso es para usted, don Segis; Tito y yo somos ricos por nuestra casa, ya usted lo sabe, y del amigo queremos la amistad y el cariño, no el vil metal, como dice don José cuando se le habla de oro».

Pasados unos días, el 20 de Marzo de 1876, propuse a Segismundo que fuésemos los tres a presenciar la entrada de Alfonso XII en Madrid al frente de las tropas victoriosas en el Norte, pues según anunciaba la Prensa tendríamos un acontecimiento grandioso, vibrante, solemne, un himno a la paz cantado al unísono por el pueblo y las altas clases sociales. Esta indicación mía dio motivo a un sustancioso juicio histórico del rebelde, que merece el honor de la letra de molde. Ahí va:

«Detesto la guerra civil dinástica, y es tan vivo mi odio a ese medio siglo de lucha fratricida sin gloria y sin fruto, que nada encuentro en él que pueda contentarme. Tanto me amarga esa guerra que me incomodan hasta las victorias, me carga el heroísmo y me revientan los laureles. Para mí, la contienda de familia debió quedar acabada y finiquita el mismo 34, a los pocos meses de entrar en España por Elizondo el inmenso mentecato don Carlos María Isidro, cuando Martínez de la Rosa lanzó la frase de un faccioso   —125→   más. En este desdichado país no había entonces sentido político ni militar sentido, ni el vigoroso estímulo de la conservación nacional. Por la flaqueza de estos sentimientos, los españoles no supieron extirpar el mal aplicando con dureza implacable el procedimiento quirúrgico. La querella dinástica se hizo crónica, y la repugnante dolencia creció invadiendo el cuerpo social en el curso del siglo. Todavía ¡pobre España!, todavía tienes sarna que rascar para largo tiempo.

»En vez de resolver a rajatabla el problema Vendeano, diose tiempo a los carlistas para que se tomaran la beligerancia, para reclutar hombres y allegar dinero formando ejércitos casi regulares, para proveerse de una pequeña Corte y erigir un Estado minúsculo, dotado con todos los engorros burocráticos y administrativos. Los liberales, a su vez, se preparaban apercibiendo los resortes complejos del viejo mecanismo histórico. En seguida empezaron los encuentros, las batallitas, el correr y perseguirse por los ásperos montes y los verdes oteros, que fueron y son campos del fanatismo. Para mayor desdicha de la Patria, ambos Ejércitos eran valientes, incansables. Los triunfos y los descalabros se compartían por igual. El heroísmo flameaba en uno y en otro bando; victorias hubo aquí, victorias allá, mas ninguna bandera logró desgarrar definitivamente la bandera contraria.

»En el rápido crecimiento de la grey militar, muchos veían ventajas positivas. Si   —126→   acertaban estos ilusos España era un país felicísimo y envidiable, pues en los fatídicos tiempos de la guerra civil, las frecuentes concesiones de grados por méritos efectivos multiplicaron profusamente la cifra de Oficiales y Jefes. Muchos, hermanando el valor con la fortuna, pasaron muy pronto de Tenientes a Generales. De esta categoría teníamos caudillos bastantes para mandar los Ejércitos de Napoleón. Naturalmente, bromas tan sangrientas en el campo de la Historia no podían ser de larga duración. A los siete años de un batallar tenacísimo, los dos Ejércitos, fatigados y anhelantes de la paz, cayeron en la cuenta de que lo más conveniente y positivo para entrambos era pactar franca reconciliación, abrazarse y lanzar el Todos somos unos. Tal como lo pensaron lo hicieron, conviniendo en mantener y dar valor efectivo a los grados, empleos y condecoraciones ganados por una y otra hueste en siete años de rabiosa porfía. ¿Por qué, Señor, a santo de qué? Por si debía reinar varón o hembra.

»El huevo de Vergara fue ciertamente un huevo de paz. Pero de él, al calor de nuestras incurables tonterías políticas, ha salido una gusanera que es incubación de todo aquello que creíamos muerto y sepultado. Te dije antes que en las guerras intestinas me cargan los heroísmos, los laureles marchitos apenas ganados, y ahora te digo que me carga también la paz, porque aquí la paz es el huevo de que sale otra generación con la misma   —127→   estúpida manía del pleito familiar dinástico, de la demencia bélica, de la multiplicación de Generales... Ya ves lo que ha pasado en los últimos años. Otra vez parece que tenemos paces. Pero no te fíes...

-En este momento entra don Alfonso en Madrid -dijo Casiana-. ¿No oyen ustedes los tambores y cornetas que suenan lejos, lejos?

-Oímos, sí -prosiguió Segis-. Además de oír, desde aquí veo yo el contento del Rey y el júbilo del pueblo inocente y confiado que le aclama. ¡Pobrecitos! Llaman paz a una tregua cuya duración no podemos apreciar todavía.

-Tienes razón -afirmé yo-, y es posible que los carlistas no vuelvan a tomar las armas, porque verdaderamente no lo necesitan. Los vencedores se han traído acá las ideas de los vencidos, creyendo que en ellas consolidarán el trono flamante.

-Todo queda lo mismo -continuó García Fajardo, con gran seguridad en su juicio-. El Borbonismo no tiene dos fases, como creen los historiadores superficiales, sino una sola. Aquí y allá, en la guerra y en la paz es siempre el mismo, un poder arbitrario que acopla el Trono y el Altar para oprimir a este pueblo infeliz y mantenerlo en la pobreza y en la ignorancia. Lo único positivo en ese cortejo brillante que ahora atraviesa las calles de Madrid es un sinfín de Generales, Jefes y Oficiales nuevos, agregados a los que ya teníamos, una caterva de funcionarios viejos o novísimos que fundarán sobre el doble catafalco,   —128→   Altar y Trono, una política de inercia, de ficciones y de fórmulas mentirosas extraídas de la cantera de la tradición. Todo esto va decorado con el profuso reparto de honores, distinciones y títulos nobiliarios. Pronto veréis, amigos míos, el Anuario de la Grandeza empedrado de Condes y Marqueses. En lo de acuñar nobles al por mayor y en la prodigalidad de los Excelentísimos, Ilustrísimos y Reverendísimos, no hay país en el mundo que nos iguale. ¡Oh desmedrada España! Cada día pesas menos, y si abultas más atribúyelo a tu vana hinchazón».




ArribaAbajo- XI -

Ya supondrán los píos lectores que habiendo paz en España ardió Madrid en fiestas, conforme al ceremonial de alegría pública que amenizaba nuestra Historia desde que volvió del destierro Fernando el Deseado en 1814. Vestían los balcones abigarradas percalinas, las más de ellas de respetable ancianidad, pues ya figuraron en el regocijo de 1860, cuando entraron las tropas vencedoras en África, y en el regocijo del 68, entrada de Serrano vencedor en Alcolea. De noche fulguraban las hileras de gas en los edificios públicos, y en el caserío lucían de trecho en trecho los farolitos de aceite con parpadeo mustio y lacrimoso. La iluminación pública era la misma que esmaltó las noches en diferentes   —129→   ocasiones de júbilo, como el nacimiento del Príncipe y las Infantas, o la traída de aguas del Lozoya.

Salimos una noche a ver los festejos los tres inseparables; mas no tuvimos paciencia ni valor para correr el largo trayecto desde la Cibeles a Palacio, entre un gentío espeso, silencioso y embobado, que a mi parecer personificaba de un modo gráfico el aburrimiento nacional. Nos dijeron que en algún sitio de la carrera se alzaba un armatoste de pintados lienzos. Era sin duda lo que llaman un arco de triunfo, quizá un templete del género clásico fastidioso como el que pusieron en el popular regocijo de 1830, cuando María Cristina vino a casarse con Fernando VII. Toda esta balumba de tonterías no nos interesaba y la dimos por vista, acogiéndonos a la sociedad amable, risueña y chispeante del café de Las Columnas.

Y ahora, lector mío, a mi modo continuaré la Historia de España, como decía Cánovas. En cuanto terminaron los desaboridos festejos, las Cortes enredáronse en el arduo trajín de fabricar la nueva Constitución, la cual si no me sale mal la cuenta, era la sexta que los españoles del siglo XIX habíamos estatuido para pasar el rato. Naturalmente, se nombró una Comisión cuyos individuos trabajaban como fieras para pergeñar el documento, y a este propósito os diré que la última nota del regocijo público, en los jolgorios de la paz, la dio don Antonio Cánovas con una frase graciosísima que vais a conocer. Hallábase   —130→   una tarde en el banco azul el Presidente del Consejo, fatigado de un largo y enojoso debate, cuando se le acercaron dos señores de la Comisión para preguntarle cómo redactarían el artículo del Código fundamental que dice: son españoles los tales y tales... Don Antonio, quitándose y poniéndose los lentes, con aquel guiño característico que expresaba su mal humor ante toda impertinencia, contestó ceceoso: «Pongan ustedes que son españoles... los que no pueden ser otra cosa».

Cuando ya conocimos la letra y el espíritu de la Constitución, Segismundo recitaba algunos fragmentos dándoles un sentido contrario al que textualmente tenían. El tercer párrafo del famoso artículo 11, que trata de la cuestión religiosa, lo volvía del revés en esta forma: «Todo ciudadano será molestado continuamente en el territorio español por sus opiniones religiosas y por el ejercicio de su respectivo culto, conforme al menosprecio debido a la moral universal». Otras cláusulas del mismo Código ponía mi amigo en solfa, asegurándonos que a tales burlas le incitaba una vena profética posesionada de su espíritu. Sin atormentar su fantasía contemplaba en los días futuros la sistemática violación de aquella Ley, como violadas y escarnecidas fueron las cinco Constituciones precedentes. En el propio estado de pérfida legalidad seguiría viviendo nuestra Nación año tras año, hasta que otros hombres y otras ideas nos trajeran la política de la verdad y la justicia, gobernando, no para una clase   —131→   escogida de caballeros y señoras, sino para la familia total que goza y trabaja, triunfa y padece, ríe y llora en este pedazo de tierra feraz y desolado, caliente y frío, alegre y tristísimo que llamamos España.

Del pesimismo profético de Segis participaba yo, haciéndolo aún más lúgubre por la negra melancolía que empezó a invadir mi alma poco después de las fiestas de la paz. Rápidamente creció aquel malestar insufrible, no sé si cerebral o nervioso, que en años anteriores me llevó a los mayores delirios. Durante algunos días conseguí sobreponerme a los fenómenos más enojosos de la dolencia, como la percepción de voces susurrantes que atormentaban mis oídos. Los seres invisibles hurtábanme el sosiego, y en giros vertiginosos se revolvían en torno mío, diciéndome palabras dulces, palabras tétricas o burlonas.

Cuando me encontraba junto a Casiana y Segis, apetecía la soledad, y si estaba solo deseaba cualquier compañía, aunque fuera la de la insignificante Nicanora. Enfadábanme la casa, y al buscar alivio en el aire libre y en el bullicio de la muchedumbre, la calle se me hacía también insoportable. En mi turbación hondísima, discurría yo que una de las causas de aquel desvarío borrascoso era el abandono en que me tenía mi divina Madre, pues aunque puntualmente me entregaba la portera de la Academia mi estipendio, ya no venía este acompañado de cartita o mensaje, y para mayor soledad no volvió a   —132→   llegarse a mí la espiritual mandadera de Clío, la voladora Efémera.

Los cuidados y mimos de Casiana y las gracias de Segis me aliviaron un tanto a la entrada de verano. Llevábanme a dar largos paseos por las afueras, y alejándome del caserío de la Villa y Corte notaba yo en mis nervios efecto sedante. Un día nos íbamos por el Abroñigal, otros por Bellas Vistas, Amaniel y Arroyo de San Bernardino, o bien Manzanares arriba hasta cerca de El Pardo, o Manzanares abajo más allá del Canal. Aunque prohibí a Segismundo que me hablase de política, este no podía contenerse, y en forma jovial y guasona me daba cuenta de sucesos en los cuales yo no vi ningún interés. Con prodigiosa memoria repetía trozos del Breve que largó el Papa condenando el artículo 11 de la Constitución. Sus chanzas no me divertían; mandábale yo callar diciéndole que, pues éramos más súbditos de Pío IX que de Alfonso XII, debíamos concretarnos a gemir bajo la sandalia que nos aplastaba.

Ni la cólera pontificia, ni la promulgación del sexto Código fundamental, producto de los ocios políticos, ni el presupuesto alfonsino, ni la cuestión foral, atraían mi dislocado pensamiento... Pasaron tardos y tediosos los meses caniculares con suave mejoría de mi dolencia, y a la entrada de otoño creí notar que lo que ganaba en salud física lo perdía en facultades mentales, pues sentíame tonto, muy lento en el discurrir y en formar juicio   —133→   de las cosas. En la soledad de mi casa, suspendidas ya las caminatas campestres, el buen Segis trataba de sacudir mi pereza mental refiriéndome pormenores de la maquinación sediciosa. En París habían llegado a un acuerdo Salmerón y Ruiz Zorrilla, concertando un pacto del cual esperaban grandes frutos los amigos de don Manuel. Contra este convenio tronó Emilio Castelar en carta dirigida a Morayta desde Garrucha. En tanto, los zorrillistas seguían conspirando de lo lindo en Francia y en Madrid. Segis me aseguró que en una vivienda obscura de la calle de la Aduana tenían Ladevese y Santamaría la oficina revolucionaria, en que tramaban un alzamiento combinado de paisanaje y tropa. Llegaron al Gobierno soplos de esta conjura, y una mañana fueron presas más de doscientas personas entre civiles y militares.

Escuchaba yo esto como quien oye llover, y no presté mayor atención a las parrafadas de Segis comentando el bill de indemnidad (dicho a la inglesa para entenderlo mejor) que Cánovas pidió a las Cortes en Noviembre. Sagasta y el Duque de la Torre, capitaneando con bravura el Partido Constitucional recién empollado, pedían ya el Poder, que era como pedir la luna. Al discutirse la reforma de las leyes municipal y provincial del año 70, don Antonio se batió con ellos, con Castelar y con los moderados, en memorables sesiones de indudable interés teatral.

Leíame Casiana los discursos del malagueño; decía Segis a este propósito cuantos disparates   —134→   se le ocurrían, y yo, recobrando por un momento la lucidez de mi espíritu, pude aventurar esta gallarda opinión, que mis interlocutores oyeron estupefactos: «Conozco el pensamiento de Cánovas; penetro en su cerebro por privilegio que me ha dado mi excelsa Madre. El hombre de la Restauración sacude a un lado y otro los latigazos de su potente oratoria porque ve en peligro su obra, la ensambladura del Altar y el Trono; sospecha que los enemigos del régimen se preparan a reconquistar por la fuerza el Poder que por la fuerza se les arrebató en Sagunto.

»Advierto que me miráis con incredulidad un poquito burlona. ¿No sabéis que puede existir y en mil casos existe el contacto espiritual entre dos, tres o más cerebros situados a larga distancia? Pues si esto ignoráis, yo lo sé y os lo digo para que lo creáis como artículo de fe, y no se os ocurra tomar estas cosas a broma. La vibración pensante se comunica de aquel cerebro al mío por arte magnético desconocido de los tontos, y aquí tenéis al pobre Tito fiel transmisor de las ideas del Jefe del Gobierno».

Pausa expectante y fúnebre. Casianilla y Segis se miraron perplejos, y luego volvieron sus ojos hacia mí con expresión de lástima cariñosa. Creían sin duda que yo no estaba en mis cabales, o que mi dolencia nerviosa derivaba marcadamente hacia la locura. Los dos llevaron la conversación a un tema jovial, como para desviar mi mente de las obsesiones monomaníacas... Debo añadir   —135→   que empezaba yo a tomar entre ojos al buen Segismundo, por su insistencia en contrariarme y por su afán de traerme noticias que, a mi parecer, eran más que Historia chismografía. También Casiana me causaba cierto enojo y fastidio por la prolijidad de sus cuidados, que los enfermos solemos ser ingratos con las personas que nos asisten.

Una tarde, a la hora del crepúsculo, salimos de paseo los tres. Casiana y Segis iban delante, yo detrás, por la calle de las Huertas abajo. Fuera porque ellos se adelantasen o porque yo me retrasara, lo cierto es que les perdí de vista. Avancé hacia el Prado revolviendo mis ojos de una parte a otra, y al llegar cerca de la fuente de las Cuatro Estaciones vi un grupo de niñas grandullonas que, cantando y cogiditas de la mano, jugaban al corro. El ruedo era muy extenso: formábanlo unas veinte o veinticinco rapazuelas, vestidas con luengos ropajes flotantes de distintos colores. Acerqueme, y creyendo reconocer a una de aquellas ninfas juguetonas, la saqué violentamente del corro y le dije:

-Ven aquí; tú eres Efémera.

-Sí, sí -me contestó-. Todas las del corro somos Efémeras.

-¡Ah! Sí, sois muchas. Ya lo sabía yo. ¿Tú me has visitado algunas veces?

-No puedo asegurártelo. Mensajeras veloces, tenemos alas eternas, pero nuestra memoria no dura más que un día... Y cuando no nos mandan a recorrer las esferas jugamos, ya lo ves.

  —136→  

-Hijas del aire, ¡sed compasivas conmigo! Cogedme entre todas, que bien podéis hacerlo, y llevadme adonde está mi divina Madre».

Prorrumpió en alegres risas la sílfide picaresca, y desprendiéndose de mi mano volvió al corro con sus gráciles hermanas. Corrí yo hacia ellas; pero a mis primeros pasos me cegó una ráfaga de luz vivísima, sulfúrea, violácea, y tuve que detenerme. No vi más a las Efémeras; oía su canto, un murmullo ciclónico que se desarrollaba en espirales cada vez más lejanas. Mi oído pudo percibir estas cláusulas: En el Salón del Prado -no se puede jugar -porque hay muchos mocosos -que vienen a estorbar. -Con un cigarro puro -vienen a presumir: -más vale que les dieran -un huevo y a dormir...

Andando a tropezones, medio ciego y en un estado de turbación indecible, traté de orientarme para volver a mi vivienda, sin pretender encontrar a Segis y Casiana. Mis ojos, encandilados por aquel resplandor intensísimo, no me guiaban bien en mi camino. Era la hora en que los faroleros corrían encendiendo los mecheros de gas. Por la Plaza de las Cortes, calle de San Agustín y otras que seguí con andadura maquinal, llegué a mi casa, donde me encontré solo. ¡Solo, Dios mío! No puedo expresar la tristeza que invadió mi alma al hallarme sin Casianilla. Cuando advertí que transcurría el tiempo sin verla entrar, mi tristeza se trocó en ira. Tumbado en el sofá esperé, esperé. Al cabo de   —137→   media hora larga que me pareció un siglo, llegó mi compañera, inquieta y turbada. Antes que pudiese darme explicaciones de su desaparición en la calle, la increpé con voces ásperas y descompuestas. Mis gritos atronaron la casa. La pobre mujercita, que jamás me vio en estado tan contrario a mi natural mansedumbre, rompió a llorar amargamente, balbuciendo entre gemidos estas atropelladas razones:

«¡Ay, Tito mío; yo no tengo la culpa!... No me riñas así... Cuando te echamos de menos volvimos atrás. No te encontramos. Adelante otra vez... Como a ti te gusta ir hacia el Botánico, allá nos fuimos... ¡Ay Dios mío!... Tampoco estabas allí... Segismundo dijo que habrías ido hacia el Museo... ¡Ah! en el Museo tampoco te hallamos... Por mi salud, yo estaba loca, no sabía lo que me pasaba... Buscándote por un lado y otro del Prado seguimos hasta la Cibeles... Aturdidos, y sin saber ya qué hacer, subimos por la calle de Alcalá, entramos por la del Turco. Me dio una corazonada. Yo dije: Al ver que nos perdíamos se habrá ido a la plazuela de las Cortes, y allí estará sentadito en un banco, al pie de la estatua de... No sé, no sé cómo se llama aquel hombre... No encontrándote, me dio otra corazonada, puedes creérmelo como Dios es mi padre, y dije: Apuesto a que se ha metido en casa. Voy corriendo, voy volando. Y volando vine acá... ¡Tito, por la Virgen Santísima, no me digas esas cosas!... ¡Ay, yo me muero si tú no me quieres!

  —138→  

-¿Y Segismundo?- pregunté con acento agresivo, de suprema desconfianza.

-Pues cuando llegábamos a la plazuela de las Cortes se nos presentó de repente aquel señor Sebo, ya sabes, y le dijo a Segis que tenía que hablarle... que si el señor Marqués o la señá Marquesa... En fin, Tito, que yo eché a correr dejándolos con la palabra en la boca».

Pasado un rato se calmaron mis irritados nervios. La fiel Casiana, con sinceras razones y blandas caricias, me devolvió la perdida tranquilidad. Hicimos las paces. Volví a mi quietud enfermiza, no sin que me atormentaran horas de insomnio, dudas, tristezas y alucinaciones horribles.

No aquella noche, ni la siguiente, sino tres o cinco noches después (que la cronología por entonces era problema insoluble para mí), hallándonos Casiana y yo de sobremesa pensando mucho y hablando poco, se llegó a nosotros Ido del Sagrario con paso grave y actitud sacerdotal. Imponiéndonos silencio con marcada rigidez de su dedo índice, para que oyéramos las campanadas del reloj de San Juan de Dios, alargó la nuez y en tono sibilítico nos dijo: «Excelentísimo Señor, señorita de Coelho, en este momento ha fenecido el año de 1876 y ha entrado a presidir nuestra existencia el 1877. Laus Deo».



  —139→  

ArribaAbajo- XII -

¡1877! La cifra pasó fugaz por mi mente. Menos que los años me interesaban los meses y los días, pues el Tiempo había llegado a ser para mí un concepto caótico... Volvió Segismundo a mi compañía y tertulia con la cordialidad de amigo verdadero y de hombre agradecido. Una mañana (averigüe la fecha quien tenga empeño en conocerla) se presentó ante nosotros con un chaleco rameado y un pantalón de género inglés. Antes que me lo dijese comprendí que aquellas prendas eran el desecho del rico guardarropa de Beramendi.

«Hemos de mostrar prácticamente -me dijo el rebelde con sorna sutil- que nos asimilamos la característica elegancia de la sociedad alfonsina. Otra característica de los tiempos es que estos se retrotraen y vuelven las cosas al estado que tenían años ha. Sabrás, querido Tito, que el hombre del día es Montpensier. Por las calles le he visto con su tradicional paraguas y su aire de Príncipe acomodaticio y contento de la vida. Sus querellas con la Reina doña Isabel, a quien quiso destronar; el duelo trágico con el Infante don Enrique y los trabajos de zapa para cargarse la corona democrática que las Constituyentes otorgan a don Amadeo, han pasado al cesto en que arroja la Historia los   —140→   papeles inútiles. Busca y obtiene la reconciliación con los Borbones reinantes, moviéndole a ello las gracias de su linda hija Mercedes. Te diré, si lo ignoras, que el simpático Alfonso se ha enamorado perdidamente de su primita».

Otro día (indagad la fecha por el curso de los astros o el vuelo de las aves), se nos apareció el pícaro Segis con un precioso alfiler de corbata en que lucían dos perlitas y un rubí, y me dijo, poniendo en sus palabras tanta seriedad como gracejo: «Vivimos en la época del fausto insolente y de los grandes negocios. No se habla de otra cosa que de capitales extranjeros que afluyen aquí buscando empleo y beneficios pingües, de grandiosas empresas industriales, de ferrocarriles más largos que la cuaresma, y de otros cortos y ceñidos al interés particular. La alta banca se mueve; el dinero se desentumece, y corre a donde lo llaman el crédito y el trabajo.

»España renace; pero los provechos de este resurgir de la vida económica no alcanzan todavía más que a las clases opulentas. Y yo pregunto: ¿Por qué lo que llamamos capas inferiores de la sociedad no ha de agregarse también a esta corriente financiera? Si bien se mira, la multitud es rica por solo el hecho de ser tal multitud. Los muchos pocos, alineados en cifra, representan ¡oh Tito! suma considerable. Ha llegado, pues, el momento de crear los Bancos Populares, que recojan los ahorros del pobre y se los devuelvan multiplicados.   —141→   De tal modo, entiendo yo que laborando de consuno las capas de abajo y las capas de arriba se abrigarán recíprocamente. ¿No crees tú lo mismo?».

Le contesté que sí, sin añadir observación alguna. Había yo notado que Segismundo, habitualmente muy diestro en el uso de la ironía, la sutilizaba entonces hasta hacer de ella un arte maravilloso... Pasadas dos semanas, se nos presentó Fajardo mejor apañado de indumento: traía botas de charol y un gabancete, no nuevo pero en buen uso, prenda de fijo adquirida en un establecimiento de compraventa mercantil. A mis felicitaciones por su buen porte, y a las preguntas que le hice, me contestó que había mejorado de posición gracias a la buena amistad del insigne Sebo, quien le había conseguido empleo modesto y decoroso en un Banco Popular... Relacioné al instante las referencias de Fajardo con una entidad de crédito establecida no hacía mucho en la Plaza de la Cebada, y cuyas operaciones daban que hablar a la gente.

«Sí, querido Proteo -me dijo Segis-; trabajo en las oficinas de ese Banco, fundación admirable que no viene a vaciar un lleno sino a llenar un vacío en la sociedad española, porque ha de traer la sangre plebeya a vigorizar el cuerpo financiero de la Nación... Sangre nueva, sangre fresca: el ahorro menudo, el globulillo rojo circulando por las venas de este país anémico... Por último sabrás, si ya no lo sabes, que la creadora de   —142→   esta institución benéfica y patriótica es una dama ilustre en quien yo veo el símbolo de la raza hispana, mujer de un vigor mental extraordinario cual nunca se vio en hembras de nuestra tierra, portento de sagacidad, clarividencia y maestría en el arte o ciencia de las finanzas, bonita y graciosa de añadidura; es, en fin, doña Baldomera Larra, hija del gran Fígaro».

En conversaciones posteriores, me contó mi amigo que la gente de la Plaza de la Cebada, y todos los lugareños que se albergaban en los paradores de la calle de Toledo y adyacentes, hacían cola a la puerta del Banco Popular para imponer sus monises en las cajas de doña Baldomera. Aquello era un jubileo, era un escándalo, y la policía tenía que intervenir para poner orden. Se contaba que en los pueblos vendían las fincas con objeto de hacer imposiciones en el flamante Banco. La genial hacendista, persona muy sugestiva y de fenomenales dotes oratorias, echaba discursos a la entusiasta y codiciosa plebe, y al darles el primer plazo de los cuantiosos intereses, les ofrecía ganancias pingües, colosales. La garantía de tan inaudito negocio ¿cuál era? Pues unas minas de plata, de oro o de piedras preciosas radicantes en el suelo virgen de América, minas de incalculable riqueza cuya explotación multiplicaría los parneses depositados en las arcas Baldomeriles.

En las visitas que casi diariamente me hacía el buen Segis, contábame el asunto   —143→   en cierto modo fundamental y étnico del Banco Popular. Sostuve yo que la credulidad candorosa del pueblo español y las artes hipnóticas de la hija de Larra eran, como signo indudable del estado mental de la raza, más dignos del fuero de Clío que las ficciones vanas en que se agitaban nuestros políticos; en suma, que la Historia debía consagrar más páginas al zurriburri de las finanzas plebeyas que al barullo retórico de las Cortes, y al trajín de quitar y poner Constituciones que no habían de ser respetadas.

Acorde con cuanto yo dije, Segis me manifestó que estaba contento en su destinillo. La dama banquera le consideraba, mostrándole un afecto casi maternal, al que correspondía el funcionario con su puntual asistencia y el esmero y pulcritud de su trabajo de contabilidad. Iba, pues, muy a gusto en el machito, y como los Marqueses de Beramendi le aseguraban su hospedaje y manutención, el duro diario que en el Banco percibía destinábalo a mejorar su vestimenta. Cada vez que se nos presentaba con algo nuevo en su atavío, ya fuese prenda de ropa, ya un relojito barato, nos decía:

«Ved aquí el positivo producto de las minas de América, de esos ricos yacimientos de metales preciosos ¡ay! que han venido a ser la felicidad del pueblo madrileño. Adelante con la ilusión, vida y encanto de las naciones pobres. Tú, buen Proteo, que a ratos escribes o garabateas en las tabletas de la divina Clío, continúa la Historia de España, como dice Cánovas,   —144→   transmitiendo a la posteridad estos actos de fe candorosa y de sutil taumaturgia; añade a ello la fiebre taurina, la ciencia recóndita de esos que llaman los apóstoles, y que andan por los barrios bajos curando todas las enfermedades con agua más o menos limpia, y habrás hecho el retrato fiel de la España de la Restauración».

No tenía yo ánimos en aquellos días para continuar la Historia de España, ni conforme al canon político, ni acogiéndome al rico tema de la ilusión plebeya que me recomendaba Segis, deseoso de arrastrarme al concepto irónico de la psicología nacional. Declaro que el acto del Rey poniendo la primera piedra de la Cárcel Modelo en las proximidades de la Moncloa, las sesiones de las Cámaras, el cambio de Ministro de Hacienda, así como el viaje que emprendió don Alfonso para visitar las provincias de Levante y Mediodía, no me interesaban poco ni mucho. Cuando mis amigos me contaban estas menudencias históricas sonábame todo a hueco. La tristeza invadió nuevamente mi alma, complicándose con un malestar físico que me llenó de inquietud, avanzados ya los días tibios de la primavera.

Después de Semana Santa empecé a notar que mi vista se nublaba; sentía como arenillas en los ojos, sin que de ello me aliviasen los cuidados de Casiana, que dos o tres veces al día bañaba con agua de rosas mis pupilas enfermas. Los patrones me recomendaron ejercicio y distracción. Conforme con   —145→   este tratamiento elemental, mi compañera sacábame de paseo todas las tardes; pero mi vista mermaba tan rápidamente, que a los pocos días de estas divagaciones por el Botánico y Ronda de Atocha, tuve que agarrarme al brazo de mi leal Casianilla para no tropezar con los transeúntes. Al propio tiempo crecía la fotofobia, y ni aun amparando mis ojos con gafas negras érame posible resistir la viveza de la luz en plena calle. Fue menester reducir los paseos a la hora crepuscular, motivo mayor de tristeza y abatimiento. Siguieron a esto dolores en las sienes, vascularización en la córnea, que perdía su brillo, tomando según me dijeron un aspecto mate, sanguíneo.

Tanto Segis como los demás amigos que me acompañaban en mis largas horas tediosas, convinieron en familiar consulta que era forzoso acudir a la Ciencia. Agravado el mal en breve tiempo, hasta el punto de que ya no distinguía más que los objetos próximos y de mucho bulto, se trató en mi casa de elegir el médico que había de curarme, y Pablo Nougués, doliente también de la vista, llevó a mi casa una tarde para que me examinase al doctor Albitos. Era este un oculista joven, inteligentísimo en su profesión, de trato muy ameno y agradable, discípulo del famoso Delgado Jugo. Examinó el doctor mis dolidos ojos con escrupulosa atención y cariño; enterose de cuanto en mi naturaleza y en mis costumbres pudiera ser considerado como antecedente de la enfermedad.   —146→   Sus palabras dulces me consolaron; mi sufrimiento sería tal vez un poco largo; pero si no me faltaba la virtud puramente medicatriz de la paciencia, él respondía de mi curación. Terminó el diagnóstico con el nombre científico y un tanto enrevesado de lo que yo padecía. No se me olvida aquel nombre, que fue como un rótulo, clavado por el médico en mi frente: Queratitis Parenquimatosa».

Desde aquella tarde quedamos unidos con vínculo estrecho mi Queratitis y yo, cual un matrimonio doloroso que había de durar hasta que la ciencia del oculista nos divorciara. Fortalecido por mi paciencia, de la que hice acopio exuberante, cargaba mi cruz y con ella recorría el agrio camino de la vida hora tras hora, semana tras semana. Recluso en mi habitación, sumido en intensa obscuridad, yo no distinguía los días de las noches, ni un día de otro, ni apreciaba el principio y fin de cada semana. Era para mí el tiempo un concepto indiviso, una extensión sin grados ni dobleces. Las únicas interrupciones de la continuidad eran los momentos en que me hacían la cura de los ojos el doctor o su ayudante.

En aquel lúgubre rodar de mi existencia notaba yo menos constancia en las visitas de los amigos. Hasta el propio Segis se me antojó poco asiduo: casi siempre tenía perentorias ocupaciones que le obligaban a retirarse pronto. Sólo la fiel Casiana permanecía junto a mí superándome en paciencia, y llevando   —147→   a los límites de lo sublime la humanidad, el amor y la misericordia.

Compadecedme ahora más que nunca, piadosos lectores, pues encontrábame ya en el período más doloroso y tétrico de mi largo padecer. Mi ceguera llegó a ser absoluta, mis ojos inflamados dábanme la sensación de dos ascuas mal contenidas dentro de las órbitas. Los fomentos calientes y las duchas de vapor, que me administraba el ayudante del oculista, aliviábanme a ratos. Casianilla me servía con puntual solicitud la medicación interna, mercuriales, antisépticos... Cuando a mis oídos llegaba el tintín de la cucharilla revolviendo las dosis terapéuticas en el vaso de agua, sentía yo cierto regocijo. Aquel rumor cristalino era mi único reloj, y por él tenía yo un vago conocimiento de las horas... En cierto modo imitaba el ritmo de la Queratitis, arrullándome en sus duros brazos...

Mi existencia no era más que una sombra encerrada en ancha caverna, que ya me parecía roja, ya de un tinte violáceo surcado de ráfagas verdes. En tal estado llegué a perder, según después he podido apreciar, la conciencia de la realidad. Una tarde o una noche, no sé precisarlo, sintiendo junto a mí rumorcillo de faldas, alargué la mano y dije: «Casiana, ven, siéntate a mi lado». Y una voz tenue, con leve inflexión burlona, me contestó: «Tonto, no soy Casiana. Soy Efémera».

No me dio tiempo a expresar mi alborozo porque, apenas oí la voz primera, otras voces sonaron en alegre y voluble cháchara, y al   —148→   par de esta, rumor de pisaditas como de seres alados que juegan y revolotean rozando apenas el suelo con blandos pies. «Ya os siento, ya os escucho, mensajeras de mi Madre -exclamé-. ¿Venís a consolarme?... ¿Me traéis nuevas de la que es vuestra Señora y Señora mía?».

Las ninfas juguetonas siguieron revoloteando a mi alrededor, y el aire que movían sus flotantes túnicas me daba en el rostro. Del murmullo picaresco destacose una voz que claramente me dijo: «Somos las Efémeras ociosas que hoy están libres, dueñas de los aires y del tiempo... La Madre, que se halla lejos, lejos, y también ociosa, nos ha mandado que juguemos y nos divirtamos sin más ley que nuestro albedrío. Venimos de embromar a Cánovas, y ahora la emprendemos con el buen Tito. (Risillas mal sofocadas.) Nos ha dicho Cánovas que quiere consultar contigo el problema matrimonial de don Alfonsito... Ja, ja, ja... Ji, ji, ji...».

El giro vertiginoso de las sílfides me mareaba, me volvía loco... Algunas, al pasar junto a mí, dábanme papirotazos en la cabeza con sus manos livianas y frías... Arreció el murmullo reidor, chancero. Levanteme frenético, empecé a dar voces, traté de coger a una de las ninfas, creí agarrar su ropa, tiré fuertemente y la traje hacia mí diciendo: «Ven, Efémera, quédate aquí». Pero ella se escapó susurrando: «Volveré, Tito. Soy tu amiga». En esto oí la voz de mi compañera que a mi lado dormitaba y que a mis gritos habíase   —149→   despabilado. Abrazándome tiernamente me dijo: «¿Qué te pasa, muñeco mío? ¿Sueñas, deliras? ¿Por qué llamas Efémera a tu Casianilla?».




ArribaAbajo- XIII -

Contra lo que sin duda creerán mis compasivos lectores, aquel delirio me sentó muy bien. Acostome Casiana y me dormí con sueño tranquilo y reparador. Al despertarme, no sé a qué hora, sentí notorio alivio en mi estado general... La oleada de ambiente quimérico me refrescaba el alma y producía en mis pobres vísceras acción más eficaz que los antisépticos y calomelanos... Cuando el bendito don José vino a preguntarme cómo me encontraba, le dije: «Muy bien, amigo Sagrario. Fíjese ahora en lo que voy a encargarle. Si vienen a visitarme las señoritas Efémeras, o una Efémera sola, no haga la tontería de cerrarles la puerta; páseme aviso inmediatamente, que estoy dispuesto a recibirlas. Mucho cuidado, don José, mucho cuidado».

Casiana y el patrón callaron. Yo, sin ver gota, comprendí que se miraban alarmados y compasivos, como diciendo: Nuestro pobre Tito, a fuerza de sufrir ha perdido la chaveta... Omito los pormenores del proceso patológico, hora tras hora y día tras día, en aquella existencia   —150→   de clínica, monótona y triste... Debo añadir que la imaginación endulzaba mis males, ora tiñendo de color rosa las paredes de mi caverna, ora dejándome ver con los ojos cerrados objetos y figuras enteramente arbitrarios y convencionales. De esta labor anárquica de mi fantasía resultó que, hallándome despierto en mi sillón de paciente resignado, paseábame por las calles viendo todas las cosas como las viera en mis tiempos de perfecta salud, hablaba con los amigos, hacía visitas, y a mi casa tornaba tranquilamente con un paquetito de dulces para Casiana.

Si este regalo de vida ilusoria dábame la imaginación hallándome despierto, ¿qué no me daría en las horas del descanso nocturno, bien arrebujado entre las sábanas?... Una noche de furiosa tormenta con desaforados truenos y copiosa lluvia, que azotaba las paredes y sacudía los cristales de mi ventana, entraron en mi habitación tres Efémeras. Saltonas, risueñas y. parlanchinas, tomaron asiento en los bordes de mi cama. Asustado me incorporé y les dije: «¿Por dónde entrasteis, picaronas?». Y una de ellas, acercándose tanto a mí que su aliento frío me dio en la cara, contestó: «Entramos por un cristal roto de la claraboya de la escalera, y aquí nos tienes». Suscitose entonces un vivo diálogo que transmito a la posteridad en la forma más concisa:

«Yo.- ¿Sois espíritus traviesos, maleantes, desligados del gobierno y autoridad de la Madre?

  —151→  

Efémera 1.ª- Somos ninfas libres y desocupadas, dueñas del espacio.

Efémera 2.ª- Llevamos de un confín a otro las razones de la sinrazón.

Efémera 3.ª- Nos divertimos despertando a los dormidos, y adormeciendo a los que se tienen por muy despabilados.

Yo.- (Defendiéndome de los pellizcos y estrujones con que me atormentaban las seis manos de aquellas malditas hembras.) ¿Qué queréis de mí, espíritus desmandados, aviesos? Idos de mi casa, dejadme en paz».

Furioso me arrojé del lecho gritando: «¡Casiana, Casiana, despierta, levántate, que hay duendes en la casa!». Y las raudas féminas, que ya me parecían harpías, brincaban por la habitación y chillaban desaforadamente. En su algarabía de aves parleras destacose este concepto: «No busques a tu Casiana. Tu dulcísima compañera se divierte ahora con otro muñeco...». Como loco me abalancé hacia el lecho de Casianilla, colocado en otro testero de la estancia, y palpando en las ropas revueltas advertí que estaba vacío... Desaparecieron las diablesas con revoloteo susurrante, y yo, medio desnudo, caí fatigado en el sillón de la paciencia, sin cesar en mis alaridos angustiosos: «¡Casiana, don José, Nicanora!...».

La primera que vino en mi auxilio fue Casiana, haciéndose de nuevas y asegurando que se levantaba en aquel instante. «Tú no dormías en esa cama -le dije, rechazando sus caricias-. Tú, ausente de mí, te divertías con otro muñeco...». Disputamos un rato. Yo   —152→   callé, al fin, guardando mis recelos, con la idea de observar en noches y días sucesivos... Desde aquel inaudito suceso, real o imaginario, el monstruo de los celos empezó a morderme el corazón...

Al siguiente día, el doctor Albitos, después de un largo cuchicheo que tuvieron con él apartados de mí don José y mi costilla, me recetó bromuro en frecuentes dosis, y cuando me lavaba los ojos con la ducha de vapor y me ponía colirio de atropina para impedir que se soldasen los bordes del iris, díjome cariñosamente: «No sólo hay que proveerse de paciencia, querido, sino también de serenidad y de sentido común para no dejarse arrebatar por ideas insanas, que insubordinan el sistema nervioso y dan al traste con la acción medicatriz. Ánimo, amigo. Resígnese a no ver nada por ahora, que mejor está ciego que el que ve visiones».

Me convenció Albitos por el momento; mas no tardé en volver a mi horrible pesimismo. Creí notar en Casiana cierta displicencia o cansancio, que atenuaba su celo de enfermera... Aplicando después toda mi observación a Segismundo, traté de escrutar por sus palabras y actitudes el estado de su conciencia. Advertí en él menos acritud en la ironía, y un delicado estudio para medir los conceptos y darles estructura familiar y una intención candorosa. Oyéndole, yo decía para mí: «Tú conciencia se ha impurificado. Ya no eres el mismo. Quieres engañarme y no lo conseguirás».

  —153→  

Con ánimo de sondearle le dije: «Segis, alguna noche de estas has estado tú en casa sin entrar a verme, y has permanecido en una habitación interior hasta la madrugada o hasta el día siguiente». La contestación fue un reír descompuesto de Segismundo, y el sostener que yo desatinaba. Pero bien conocí que su risa era fingida, como de histrión que no domina su papel, y del mismo modo aprecié las burlas que, por lo que dije, hicieron de mí Casiana y Nicanora, allí presentes. Ocurrió entonces un hecho que hubo de aumentar mi escama. García Fajardo varió sutilmente de conversación, largándome estas parrafadas que me dejaron atónito:

«Se me olvidaba decirte, querido Tito, que un periódico de gran tirada viene publicando hace días unos artículos, muy bien escritos, que llaman grandemente la atención. No se habla de otra cosa en Madrid.

-¿Y a mí qué me importa que hablen o no hablen de artículos de periódico que yo no he leído ni podré leer en mucho tiempo? ¿Para qué me cuentas esas cosas, tontaina?

-Te las cuento porque todo el mundo dice que esos artículos son tuyos, y verdaderamente, su estilo y gracia delatan el ingenio de Proteo Liviano.

-¡Qué desatino!... ¿Y de qué tratan los articulejos, que por lo visto son anónimos?

-El asunto, interesantísimo, está tratado de una manera magistral. La tesis es que el Gobierno español no procede con altas miras patrocinando el casamiento del Rey Alfonso   —154→   con su prima Mercedes. Si Cánovas, como dice la voz pública, sabe ver el porvenir y presiente la España futura redimida de tanta barbarie, debe entablar negociaciones para enlazar a don Alfonso XII con la princesa Beatriz de Inglaterra, hija menor de la Reina Victoria. En las estipulaciones matrimoniales se reconocería a Beatriz el derecho de mantener viva su fe protestante al venir a ocupar el trono de España. De este modo se planteaba sobre sólida base el problema de la libertad confesional, y pronto entraríamos en una vida de tolerancia, de cultura, dejando de ser rebaño predilecto del Romano Pontífice.

-Yo no escribí eso, yo no sé nada de eso -exclamé, en tono descompuesto y airado-. Tales enredos son invención tuya para mortificarme.

-No, no. Todos creen que tú eres el autor de los artículos. Por cierto que en uno de ellos dices que ya hubo conatos de negociaciones en la primavera del año pasado, cuando estuvo en Madrid el Príncipe de Gales.

-Quizás cuando vimos aquí a ese Príncipe dije yo algo de eso. Pero no fue más que una idea, un decir, nada... Ahora estoy pensando que toda esa monserga la has escrito tú, Segismundo, y que me la atribuyes a mí para aumentar mis cavilaciones, mis sobresaltos, y hacerme más viva y patente la sensación de mi inutilidad».

Comprendiendo Segis que yo me excitaba demasiado guardó silencio, dejando el asunto   —155→   para mejor coyuntura. Con ligeros descansos, mis inquietudes tomaron cuerpo en los días subsiguientes. Mi caverna se teñía de un azul intenso algunas veces, otras de un rojo de sangre... Despierto creía notar que eran demasiado largas las ausencias de Casiana. A lo mejor venía con la historia de que su tía Simona estaba enferma del hígado. ¡Así reventara!... Dormido, o a medio dormir, adquiría la certidumbre de que estaba vacío el lecho de la que fue mi dulce compañera... Mi corazón era ya una piltrafa, destrozado por la mordedura de los celos...

Una tarde siniestra de soledad y sufrimientos, mi exaltación fue tan grande que salí por los pasillos dando gritos y tropezando en las paredes. Ido vino a mi encuentro para contenerme y llevarme de nuevo a mi cuarto, y las expresiones melifluas de su filosofismo angelical fueron el fulminante que hizo estallar mi cólera: «Déjeme usted... No me toque... Usted me ha vendido, usted es un traidor... Quítese de mi presencia. En su casa se ha labrado mi deshonra... Le tenía a usted por un santo, y resulta usted un alcahuete... Atrás, villano... Déjeme en paz». Me arrojé en la cama, ocultando mi rostro entre las almohadas, y oí los gemidos del pobre Sagrario que lloraba como una Magdalena.

Pasado un mes, pienso que no entero, de sufrimientos horribles más en lo moral que en lo físico, sobrevino el extraño incidente que a continuación se narra. Antes debo indicar que a ratos iniciábase ligero alivio en mi   —156→   dolencia de los ojos. La percepción luminosa cada vez era mayor, y refugiándome en una casi obscuridad podía distinguir vagamente los objetos de más bulto. El amable y gracioso Albitos me vaticinó que antes de tres o cuatro semanas mi retina cumpliría como buena ejerciendo las funciones que le asignó la Naturaleza. Pero no contaba el buen doctor con las aventuras de mi dislocada imaginación, lanzándose sin freno ni paracaídas a los espacios novelescos. Una tarde o noche, no lo sé, hallándome solo en mi caverna teñida de color violeta con franjas de oro, vi que a mí se llegaba una mujer. ¡Ay! era Efémera, la buena, la estatuaria, la que en Tafalla y Madrid me trajo dulces mensajes de mi adorada Madre. La reconocí al sentir en mi hombro su mano marmórea. Alargué la mía para coger su túnica, y advertí que sobre esta llevaba un delantal casero.

«Aunque te has puesto el delantal de Casiana -dije yo-, bien te reconozco, Efémera». Tras breve pausa, la fantasma pronunció estas apagadas voces: «No soy Efémera. Tampoco soy Casiana, aunque lleve su delantal para ser tu servidora y enfermera». Yo callé, atontado y confuso, y mi perplejidad subió de punto cuando escuché este otro concepto: «¿No me conoces por el acento, pobre Tito? ¿Tendré que decirte mi nombre? Soy Leona la Brava.

La gentil aparición se sentó junto a mí y, echándome su brazo por encima de los hombros, me habló de esta manera: «Vengo a tu   —157→   lado para cuidarte y servirte en sustitución de la mujer desleal que te abandona seducida por el ingrato Segismundo...». Algo debí yo de responderle, quizás expresando consternación o vergüenza por la desdicha que me anunciaba. Insistió ella en su afirmación, prosiguiendo así: «A tu lado me tendrás, si quieres, hasta que recobres la vista y la salud. Si una compañera de amor y de caridad has perdido, en mí tienes otra más solícita y fiel que esa desventurada recogida por ti del arroyo». Tuve un momento de horrorosa duda; pero no tardé en recobrar toda la fuerza de mi arrebatada inventiva genial. Como yo me asombrase de que Leona descendiera de su posición rumbosa, para unir su existencia a la de un hombre enfermo y casi pobre, la dama de Mula me dio esta explicación de su actitud humilde:

«Debí empezar por decirte, Titín salado, que hace algún tiempo me despeñé de aquella cumbre de bienestar y lujo jactancioso en que me viste antes de caer enfermo. Reñí con Alejandrito, ¿no lo sabías? Te contaré el caso con descarnada sinceridad. J'adore la vérité. Je haïs le mensonge. Al dichoso Alejandrito le daré yo lo suyo, que no es poco: hombre más impertinente y más chinche no ha nacido de madre; y a mí me daré lo mío, que es más grave... Pues, hijo, apestada de mon bourgeois tuve una tentación... cosas del temperamento, de la ociosidad... En fin, chico, que me colé demasiado, y cuando mon vieux se enteró de que yo la había puesto en   —158→   la cabeza unas cositas puntiagudas... que no traen gran malicia cuando los hombres no son casados... figúrate la trapatiesta que se armó. Total, que caí de mi escabel dorado. Como yo me había hecho al lujo y a la bonne chère, me vi en el caso de vender algunos muebles y empeñar alhajas para seguir viviendo a mi modo. Aunque aún no me tienes enteramente tronada, camino de eso voy. A pesar de mis tropiezos, soy siempre una mujer buena, y vengo a tu lado para renovar nuestro cariño y practicar las obras de misericordia».

Apenas empecé yo a comentar tan vulgar historia, Leona me pidió que siguiese escuchando, pues aún faltaba la segunda parte. «Es el juego de la vida humana -dijo-, el eterno balancín, el vaivén de las prosperidades y las miserias. Cuando yo me precipitaba en la desgracia, tu Casianilla subía de golpe a grandezas que nunca pudo soñar. Has de saber que tu dulcísima cuanto traidora compañera, inducida por esa lagarta de Simona, ha cobrado a toca teja todos los atrasos de su sueldo como Inspectora de Escuelas. Para ello ha tenido que mover ciertas influencias altas y bajas el pillastre de Segismundo, le demon ironique.

»¡Menuda suerte la de esos bribones! Mientras la señorita Conejo embolsaba buenos duros por un empleo que nunca desempeñó, Segis pescó un magnífico destino en el Ministerio de Ultramar. ¿No lo sabías? Pues el Marqués de Beramendi le pidió a Cánovas esa   —159→   bicoca, y don Antonio al instante... pum, pum... Como comprenderás, ahora están en grande. La Conejo lleva brillantes en las orejas y García Fajardo fuma puros de a peseta. Han tomado un piso en la Costanilla de los Ángeles. ¿Ves qué vueltas da el mundo, Tito?

-Sí, sí, qué de vueltas tan horribles... -exclamé yo-. Vueltas damos todos... todos...». Me sentí anonadado, me faltaba la respiración... Púseme en pie, giré sobre mí mismo y caí en redondo al suelo...




ArribaAbajo- XIV -

Después de aquel que yo no sabía si llamar suceso, fenómeno, pesadilla o caso real, caí en un estado parecido a la idiotez. Hablaba muy poco, no sólo por desgana de conversación sino porque sentía dificultad para articular las palabras. Advertí que Albitos mostrábase intranquilo respecto al curso de mi dolencia cerebral: la de la vista iba indudablemente mejor. Ya no tenía yo dolor en las sienes ni escozor en los ojos, ya veía un poco más. Pero hacíaseme imposible distinguir las facciones de la mujer que me servía. ¿Era Casiana, era Leona? ¿Era una sola que cambiaba de rostro a cada momento? Tocábale yo las orejas para ver si tenía brillantes. Mi olfato buscaba en sus vestidos el perfume que solía usar Leonarda. En las visitas de los amigos   —160→   que iban a mi casa tampoco pude discernir si entre ellos hallábase Segismundo, pues las voces de todos me parecían la misma.

Una noche de largo insomnio me levanté a palpar el lecho de mi enfermera. No estaba vacío.

Pregunté: «¿Eres Leona?».

Y la respuesta fue: «Sí, soy Leona. Déjame dormir».

Las pérdidas de sueño durante la noche cobrábamelas por el día durmiendo a pierna suelta. No sé cuándo me sacó de mi hondo letargo una mano que tocaba mi frente, mano fría y marmórea.

«¿Eres Casiana? -pregunté a la persona que me despertó.

-No. Casiana se fue de paseo con su marido.

-¿Eres Leonarda?

-No. Leonarda ha salido a comprarte las medicinas que hoy recetó Albitos».

La mano de mármol cogió la mía, y tirándome del brazo me incorporó en la cama. Al propio tiempo, una voz de dulcísimo timbre me dijo: «¿No me has conocido? Soy Efémera, la fiel y amable, la de Tafalla, la mensajera de Clío. Levántate y obedéceme.

-¿Qué tengo que hacer?

-Vestirte para una visita y venir conmigo adonde yo te lleve.

-¿Pero cómo he de salir yo, ciego, enfermo?

-Te digo que me obedezcas, que me sigas y calles.

  —161→  

-Mi ropa ¿dónde está?

-Aquí la tienes -dijo poniendo sobre la cama todas las piezas, sin que faltase una.

Mientras me vestía vi muy clara la figura estatuaria, con su helénico rostro y el sutil ropaje negro. Era mi Efémera, la ninfa predilecta, la que me llevaría quizás a los brazos de mi excelsa Madre. Con arte mágico me vestí, sin que me faltara ninguna prenda ni se me olvidase el menor detalle. Por el mismo arte maravilloso y taumatúrgico me condujo Efémera de la mano, sacándome no sé si escaleras abajo, o escaleras arriba por la claraboya de cristales. Lo cierto fue que me encontré en la calle bueno y sano, como en mis mejores tiempos, viendo claramente todas las cosas, alegre y muy orgulloso de llevar en mi compañía una estatua griega. Todo cuanto hallé a mi paso era de una perfecta naturalidad. Tan sólo me parecía ilógico y absurdo que los transeúntes no se fijaran en que iba yo acompañado de una señora de mármol, sin más ropa que el vaporoso túnico negro.

Pian pianino, cambiando frases cortas y vulgares, llegamos a la calle de Alcalá y de rondón nos introdujimos en la Presidencia del Consejo, sin que los guardias civiles que custodiaban la puerta pararan mientes en el ser fantástico que iba conmigo. En la escalera obscura y angulosa me encontré solo, y solito llegué a la puerta de la Subsecretaría, a punto que por ella salía Fernández Bremón con un fajo de papeles. «Qué caro te   —162→   vendes, Tito -me dijo el sagaz periodista-. Puedes pasar. Aunque Saturnino no está solo, él te dirá si el Presidente te recibe al momento, o si tienes que esperar un rato».

En el despacho de Esteban Collantes tertuliaban unos cuantos señores de esos que van a las oficinas a matar el tiempo rumiando la comidilla de la actualidad política. No más de un cuarto de hora permanecí en aquella sociedad charlamentaria, deslizando algunas palabritas en la ociosa conversación. Cuando me llegó la vez, Esteban Collantes me condujo al salón presidencial, al tiempo que se retiraban el Marqués de Orovio y el Conde de Toreno. Y heme aquí, lectores cachazudos, crédulos y traga bolas, en el despacho del monstruo, hablando mano a mano con él en el diván frontero a la mesa escritorio.

Empezaré por decir que olfateaba yo el ambiente, creyendo rastrear la persona invisible de la Madre Clío. Dábame en la nariz el delicioso y peculiar olor suyo. No sé si os he dicho que mi Madre gastaba en sus ropas un solo perfume, el aroma exquisito de los tomillos del monte Hymeto.

Entrando en materia sin preámbulos, como buen tasador del tiempo, don Antonio me dijo: He leído los artículos de usted. Yo leo todo escrito que tiene entre sus líneas una intención recta y sana, aunque el autor, dejándose arrastrar de las seducciones de la forma, no penetre en las entrañas de la realidad, que no está nunca en la superficie. Ha tratado usted con sumo arte y donosura el   —163→   asunto del casamiento del Rey. Escribe usted muy bien, y la gallardía con que eleva sus miras hacia la Historia me encanta. Pero ha de permitirme que a sus opiniones oponga las realidades indestructibles que para tan complejos problemas nos ofrece la constitución interna de nuestro país».

Bien claro vi que se trataba de los trabajos periodísticos cuya paternidad me había colgado Segis. Con gran agilidad de espíritu me declaré modestamente autor de los articulejos, sin que pudiera percatarme de la ocasión y lugar en que hube de escribir semejantes cosas. Para no hacer el ridículo dejé correr el engaño y seguí prestando atención al gran don Antonio, que continuó de esta manera:

«Si en algunas afirmaciones se ha equivocado usted, en otras ha tenido un feliz acierto. Hubo en efecto negociaciones para traer al solio de España a la Princesa Beatriz de Inglaterra. Cuando tuvimos aquí al Príncipe de Gales planteé yo el asunto. Pero debo decirle que lo inicié tímidamente, movido de un ideal histórico que siempre me sedujo, aunque nunca dejé de prever las dificultades de tan audaz empresa. No pasaron aquellas tentativas de una exploración que pronto quedó terminada, pues apenas llegamos a tratar del cambio de religión para que la Princesa de Inglaterra pudiera ser Reina de España, se vio la imposibilidad de llegar a un acuerdo. Nos hallábamos ante un nudo imposible de desatar, porque el puritanismo   —164→   protestante es tan fanático como nuestro catolicismo. En cuanto la Reina Victoria se enteró de que su hija tenía que hacerse papista para ser nuestra Soberana, cerró la puerta a toda inteligencia. Esto no se hizo público; por el contrario, se guardó un secreto escrupuloso para evitar el estallido de un turbón ultramontano que sabe Dios a qué extremos de violencia habría llegado.

-¿Y cree usted, señor don Antonio -me atreví yo a decirle con el mayor respeto-, que si la Reina Victoria hubiera mirado con buenos ojos el cambio de religión de Beatriz habríase producido aquí alguna tormenta clerical?

-Seguramente, sí. Pero ésa la hubiese sofocado yo. Respondo de ello.

-También he dicho en mis artículos -manifesté codeándome con el ilustre estadista- que el matrimonio anglo-español ofrecía dificultades con abjuración o sin ella; pero luego sostuve que el problema confesional, el gran problema hispánico, no podía ser abordado y resuelto aquí más que por un hombre que ha venido a ser dueño de todas las voluntades: este hombre es don Antonio Cánovas del Castillo.

-Ay, amigo -dijo el jefe de la Situación, afirmando los lentes en el caballete de su nariz-; no me suba usted un punto más de la altura en que me han puesto las circunstancias, ni me atribuya un poder omnímodo sobre la opinión, que no podrá nunca lograr quien no posea dotes sobrenaturales. Abata   —165→   usted un poco su fantasía, y véngase conmigo a examinar de cerca el ser interno de nuestra patria. Esta vieja nación, con sus glorias y sus tristezas, sus fuerzas y sus recuerdos, sus instituciones aristocráticas y populares, y su extraordinario poder sentimental, constituye un cuerpo político de tan dura consistencia que los hombres de Estado, cualesquiera que sean sus dotes de voluntad y entendimiento, no lo pueden alterar. El alma de ese cuerpo es igualmente maciza, petrificada en la tradición y desprovista de toda flexibilidad. El único gobernante capaz de llevar a esa alma y a ese cuerpo a un nuevo estado de civilización es el Tiempo, y yo seré todo lo que usted quiera, amigo Proteo, pero el Tiempo no soy.

-Me conformo con esa opinión fatalista por ser de usted. Pero es triste cosa en verdad que España tenga que subsistir largo tiempo bajo un poder extraterritorial que entorpece y ahoga todos sus alientos, y ata sus manos y sus pies con el cordón dogmático, inutilizándola para emprender nuevas direcciones de vida. Esto dije en mi último artículo, y esto repito ante usted, suplicándole que sea benévolo con mis audacias.

-Admito las audacias como labor sintética y teorizante, como un bosquejo artístico de la Historia del porvenir. Mas yo no teorizo, yo gobierno, señor Liviano, y como gobernante estoy amarrado por los ciento y tantos cordones de la realidad. De mi gestión depende que ese ser interno que he descrito a   —166→   usted no se convierta en elemento trágico. Mi deber es sofocar la tragedia nacional, conteniendo las energías étnicas dentro de la forma lírica, para que la pobre España viva mansamente hasta que lleguen días más propicios. No podemos marchar a saltos, ni con trompicones revolucionarios. Las algaradas y las violencias nos llevarían hacia atrás en vez de abrirnos paso franco hacia un adelante remoto.

-También escribí que aplicando con firmeza las Regalías de la Corona o del Estado, un Gobierno fuerte y hábil podría contener al Papa dentro de su esfera espiritual, y atajar sus intromisiones vejatorias en el régimen interior de los pueblos».

Cuando esto decía yo sentí más intenso el olor de la Madre, la fragancia de los tomillos del monte Hymeto. Después de vacilar un instante, don Antonio habló así: «Mucho tiento será menester hoy para desenvainar en nuestra edad la espada que esgrimieron Carlos V, Felipe II y Carlos III contra diferentes Papas, desde Clemente VII hasta Clemente XIV. Aquellos Monarcas eran de más fuste que los que ahora tenemos, y el Papa de hoy, desposeído del poder temporal, aprieta furiosamente las clavijas del mecanismo dogmático con que gobierna las conciencias católicas. Yo procuro por todos los medios fortalecer el poder real, debilitado por las agitaciones revolucionarias y por las propagandas de los ambiciosos de bajo vuelo. Y si en este reinado y en los siguientes mantiene su   —167→   fortaleza el poder real, será obra fácil reducir y someter al poder eclesiástico.

»Por lo demás, hemos resuelto del modo más feliz el asunto interesante del casamiento del Rey. ¿Qué nos importan las majaderías del inquieto Montpensier, ni la palinodia que ha tenido que cantar para poner a su hija en el trono de España? Hemos doblado esa hoja triste de las querellas dinásticas. Los resquemores de doña Isabel han ido a parar a la cesta de los papeles rotos. Esa buena señora no tiene derecho a trazar una página rencorosa en los anales contemporáneos. Ningún efecto nos han hecho las ridículas bravatas de mis buenos amigos los moderados de la vieja cepa, ni el discurso del pobre Moyano sacando a relucir un texto arcaico y manido de Donoso Cortés. Lo importante, lo definitivo es que la Infanta Mercedes, futura Reina de España, atesora las cualidades más bellas: linda, modesta, dócil, amable, inteligente, apenas lanzado su nombre en el remolino de la opinión, se ha hecho popular. ¿Qué más podemos apetecer? Reina bonita, discreta, popular... Por lo demás...».

Dejé de percibir la voz de don Antonio. Después vi su figura en pie, desvanecida, alejándose de mí. El grande hombre se hallaba en un salón lujoso, rodeado de damas elegantes, Marquesas y Duquesas que le agasajaban solicitando su conversación ingeniosa, amenísima, a veces cáustica. Entre aquellas señoras creí ver a la dama de Mula, y seguramente vi a Mariclío, fastuosa, calzada   —168→   con el alto coturno. Pasó a mi lado inundándome con su fragancia helénica.

Lo más extraño fue que detrás de la Madre vino hacia mí Casiana. Al verla empecé a dar voces, y entonces sentí que me sacudían los brazos diciéndome: «Despierta, hijo, que ya has dormido más de la cuenta». Mis primeras palabras al abrir los ojos fueron: «¡Ah, qué delicioso olor a tomillos!». Casiana me acercó al rostro un ramo de estas aromáticas hierbas. «¡Déjame gozar de aroma tan delicioso! -exclamé yo-. ¡Ay, pero esas plantas no son del monte Hymeto!

-Son de la Casa de Campo.

-¿Vienes tú de allí, chiquilla?

-No, hijo, no. Esto me lo trajo Nicanora que fue allá con varias amigas a visitar a un guarda, pariente suyo.

-¡Oh, la Casa de Campo! Allí estarían paseando la Infanta Mercedes y el Rey Alfonso, que son novios y se van a casar pronto, ya lo sabes. La futura Reina es simpática, humilde, linda, y apenas se habló de su boda se hizo popular.

-Todos hablan bien de ella menos Segismundo, que está con la tecla de que por ser hija de Montpensier debían haberla puesto a cien leguas del trono de España. El demonio de Segis y otros tan locos como él, ya lo oíste noches pasadas, querían que nos trajeran aquí una protestanta para casarla con don Alfonso.

-Cánovas me ha dicho que la idea es hermosa. Pero que se opone a realizarla el ser   —169→   interno... ¿lo entiendes?... el cuerpo y alma de esta Nación, que es Católica hasta los tuétanos. Don Antonio teme que el ser interno se le vuelva trágico, y trata de irlo conllevando por lo lírico hasta que, fortalecido el poder real, etcétera... En suma, Casianilla de mis pecados, que ha de llover mucho hasta que los Gobiernos de esta tierra puedan decirle al amigo Pío, o a sus sucesores: Tente allá, Papa, que los españoles ya sabemos salvarnos cada cual a su modo».




ArribaAbajo- XV -

Desde aquel día, que en mi mente quedó marcado con el recuerdo de los tomillos del monte Hymeto, avancé rápidamente en la curación de mi vista. La horrenda Queratitis, que había sido mi suplicio en gran parte del año 77, se apartaba de mí, se retiraba, se iba. Tan acertado estuvo Albitos en devolverme la luz de los ojos como en el régimen y medicinas aplicadas para librar a mi cerebro del desorden anárquico. Gracias a esto no tardaron en deshacerse por sí mismas las fábulas que mi intelecto, lanzado a un delirio de Carnestolendas, forjó para embromar a la razón.

La quimera que más tardó en disiparse fue la de Leona la Brava. Mas tuve la suerte de que esta viniera un día a visitarme, no habiéndolo   —170→   hecho antes por haber estado ausente de Madrid durante algunos meses. Viéndola en su propio ser, sin ninguna mudanza en su estado de prosperidad y rumbo, comprendí que era pura novela mía picaresca lo de los cuernecitos que le puso a don Alejandro, novelón sentimental el venir a ser mi enfermera, y terrorífico folletín por entregas el truculento caso de la fuga de Casiana con Segismundo. Este buen amigo me desengañó también con su asidua presencia, con la lealtad y gracejo de su conversación amenísima. En cuanto a la entrevista con Cánovas, y a la intervención de las Efémeras buenas y malas, diré que esto lo trasladaba yo a la esfera de mis relaciones ideológicas con Mariclío, estableciendo una especie de equilibrio entre lo cierto y lo dudoso, y saboreando los puros goces que encontré siempre en la verdad de la mentira.

Antes que se me olvide, debo anotar en los anales de mi Madre el estrepitoso fin del drama económico de doña Baldomera, según me lo contó testigo de tanta autoridad como Segismundo. Llegado el momento en que la sutil arbitrista vio agotada la simplicidad de los imponentes, determinó levantar el vuelo hacia una región lejana de la esfera terráquea. Los mismos que en el fervor del entusiasmo la llamaron nuestra madre, al ver en la casa señales de tronicio, no se contentaban con menos que con arrastrar a su protectora por la Plaza de la Cebada y calle de Toledo, hasta la Fuentecilla. Agregó Segis a   —171→   sus noticias este comentario fieramente sarcástico:

«Ved aquí, amigos míos, la mejor muestra de la injusticia del pueblo, que si entregó sus ahorros a la genial banquera hízolo por ambición canallesca y por su idea estúpida de la multiplicación del vil metal. Yo sostengo que mi jefa y principala no engañó más que a los que ya venían engañados y ciegos desde su nacimiento. Procedió como hábil financiera que ve la parte suya en un negocio, sin cuidarse de la parte de los que operan con ella. Según mi cálculo, la buena señora no se ha llevado más que unos siete millones de reales, cantidad mezquina si se compara con los millones desfalcados por agiotistas de más alta categoría social.

-Ya lo creo -afirmé yo-. Ejemplos mil tenemos aquí del Baldomerismo en grande escala, de Sociedades de Seguros inseguros, en las cuales, unos cuantos caballeros de muchas campanillas han arramblado con los ahorros de una o dos generaciones, quedándose luego tan frescos. A esos elegantes Baldomeros les han dado títulos de Condes y Marqueses, y andan por ahí con el rango y tratamiento de Excelentísimos señores.

-A la hija de Larra -prosiguió Segis con profunda convicción- le daré yo el superlativo de archi-excelentísima, pues era muy buena para sus empleados, afable con los imponentes, a quienes llamaba sus hijos, y observante del axioma de que la caridad bien entendida empieza por uno mismo. Si le dieron   —172→   siete millones, qué había de hacer la pobrecita más que cogerlos y decir: gracias, caballeros; me voy a tomar aires.

»Ahora os contaré la fuga de la banquera, que fue en la madrugada del 4 de Diciembre, día de Santa Bárbara, festividad muy del caso para esta clase de catástrofes. La señora estuvo con unas amigas en el teatro de la Zarzuela viendo la función, y concluida esta se fue a su casa, calle del Sordo. Allí se preparó para el viaje, y antes de amanecer salió en un coche de colleras camino de Pozuelo, donde tomó el tren mixto del Norte y... ¡Adiós, Madrid, que te quedas sin gente!

»El secretario de la dama, don Saturnino Iglesias, evaporose también. Se ha dicho que un señor Pallares, que fue Jefe de Policía en tiempo de la República, ha favorecido el mutis de la gran histrionisa de los números. Por mi parte, no he tenido que desaparecerme, ni temo que me empapelen como funcionario modestísimo de aquella mágica oficina, porque en el último día de Noviembre olí la quema, pedí mi cuenta y presenté la dimisión, pretextando tener que ausentarme para un asunto de familia».

El mutis de doña Baldomera en el escenario social tuvo, como supondréis, sus naturales derivaciones. De ello se hablará cuando la sagaz hacendista reaparezca en el campo de la actualidad. Por el momento, en las agonías del 77 y primeros vagidos del 78, lo más importante para mí era el acentuado restablecimiento de mis ojos, y la reconquista   —173→   de la facultad visual perdida en largos y dolorosos meses. Los que no han vivido en tinieblas por más o menos tiempo no conocen el purísimo, inefable gozo de ver y contemplar hombres y cosas, lo feo y lo bonito, la Naturaleza toda en la plenitud de sus maravillosos aspectos. Es como vivir de nuevo. Yo resucité, yo renací, y difícilmente puedo expresar mi alegría.

Coincidió mi resurgimiento a la vida con los desposorios de Alfonso y Mercedes, obligado motivo de festejos oficiales, palatinos, y en aquel caso señaladamente populares. Yo no me acerqué a la basílica de Atocha, teatro del espléndido ceremonial, ni vi el desfile de la procesión epitalámica desde el templo a Palacio. Aunque frecuentaba ya la calle y los paseos, no quise meterme en el remolino de las muchedumbres regocijadas, ávidas de contemplar tan lucido espectáculo. Pero, sin verlo, la frescura de mi imaginación permitíame apreciar el soberbio cuadro, por el recuerdo de otras cabalgatas del propio estilo en diferentes ocasiones de la Historia.

Desde el Retiro, donde me paseaba con Casianilla, veía yo en mi mente las carrozas de la Casa Real, los arreos del guadarnés, los soberbios caballos que pausadamente tiraban de los coches, el mover rítmico de las cabezas de los brutos adornadas de vistosos plumachos, las bordadas libreas, las blancas pelucas, el sinfín de jinetes palatinos y militares, los timbaleros y clarines, reyes de   —174→   armas, monteros de Espinosa, caballerizos, correos y carreristas, los mancebos, lacayos y palafreneros, y por fin, los regios novios y el acompañamiento de coronadas testas, de Príncipes, embajadores y magnates, que componían el cortejo nupcial. Si doña Isabel II brillaba por su ausencia, por su presencia majestuosa resplandecía doña María Cristina, de albo cabello y dulce sonrisa que el paso de los años no había logrado destruir. Don Francisco de Asís ocupaba el puesto que por regia clasificación le correspondía, y el suyo los Duques de Montpensier y las Infantas hermanas de Alfonso XII.

Si aparté mis ojos, recién abiertos a la luz, de estas magnificencias callejeras, no pude resistir la tentación de presenciar las dos corridas de toros con caballeros en la plaza, que fueron el número popular en el programa de los reales festejos. Obra fue del Municipio esta solemnidad taurina. Por cierto que los ediles discutieron calurosamente si debía celebrarse en la Plaza Mayor, teatro antaño de los regios torneos taurómacos así como de los autos de fe, o utilizar para el caso la nueva Plaza de Toros, inaugurada en 1874. Prevaleció por fin este criterio, y yo, ávido de gozar el lindo espectáculo, tomé cuatro delanteras de grada, pues además de Casiana convidé a Segis y a Ido del Sagrario.

Llegado el día feliz entré en la Plaza con mi pareja y mis dos amigos, arrebatado de un gozo infantil que embellecía y agrandaba todas las cosas. El nuevo Circo, que yo veía   —175→   entonces por primera vez, se me representaba superior en grandeza y hermosura a la idea que tenemos del Coliseo de Roma, y el ornamento de banderolas, escudos, gallardetes, guirnaldas, guardamalletas, lanzas de torneo y demás requilorios, se me antojó lo más bello y gracioso que pudiera imaginarse. El alborozo de mi espíritu convertía las flores de trapo en naturales y olorosas, los tapices de percalina en ricos reposteros de seda y oro.

Si de tal modo transfiguraba mi fantasía las cosas materiales, imaginad mi desenfreno optimista al contemplar el mujerío que en gradas y palcos dábame la impresión de una corte celestial de belleza y amor. Desde nuestros asientos veíamos perfectamente el palco regio; cuando en él aparecieron Mercedes y Alfonso, rodeados de Majestades históricas aunque cesantes y venidas muy a menos, y de las Princesas y Príncipes de Borbón y Orleáns, estalló un ciclón de aplausos y aclamaciones que bramaba y crujía como un cataclismo atmosférico.

Después de colocarse en el ruedo, debajo del palco de los Reyes, una Compañía de Alabarderos en triple fila y en actitud de firmes, Mercedes dio la señal para el comienzo del desfile. Tras de cinco alguacilillos aparecieron por la puerta de caballos los timbaleros y clarines de la Real Casa con uniforme de gala; seguía una carroza conduciendo a dos caballeros en plaza, tirada por cuatro soberbios alazanes empenachados; a los estribos   —176→   marchaban a pie, como padrinos de campo, Frascuelo y otros dos lidiadores, que eran Regatero y Hermosilla, según alguien me dijo; venían luego dos pajes con rejoncillos, y cuatro más conduciendo del diestro otros tantos caballos, enjaezados con montura de raso y pasamanería de oro y plata.

Vi después lo que enumero con la prolijidad que me permite el continuo pasar de figuras tan pintorescas: otro coche de gala con ocho corceles empenachados, y lacayos ostentando las libreas de los grandes de España que apadrinaban a los caballeros en plaza; gran carroza sobresaliente con adornos y arabescos de plata en su caja, propiedad, según oí, del Duque de Santoña; tiraban de aquel armatoste dos troncos de poderosos potros morcillos, y en él iban dos caballeros, vestidos de azul y rojo y de morado y blanco; marchaban al vidrio los espadas Cayetano Sanz, Gonzalo Mora, Ángel Pastor y Francisco Sánchez; detrás, pajes con caballos y rejoncillos, coche de respeto, carruajes de los padrinos Condes de Bazalote y Superunda, escoltados por lacayos, mancebos y palafreneros.

Concluían la relumbrante procesión las cuadrillas de lidiadores, formadas por diecisiete espadas, cuarenta y ocho banderilleros, cuatro puntilleros, tres chulos y veintisiete picadores, y a la cola iban mozos de caballos, tiros de mulas de arrastre con preciosos arreos y mantillas, ramaleros y mayorales luciendo ropa de terciopelo y fajas de seda.   —177→   Pensaba yo que humanos ojos no habían visto nunca mascarada tan espléndida y suntuosa, desfile mareante por lo abigarrado de los colorines, el esplendor del oro y la plata, el movible oscilar de plumachos y el continuo pasar de figuras y figurillas, rígidas unas, flexibles otras, y todas recargadas de tintas chillonas. Casianilla estaba embobada; Ido del Sagrario abría un palmo de boca; Segis, siempre descontento y mordaz, burlábase de aquel lujo estúpido y un tanto chabacano; y yo, que al principio admiraba todo como un chiquillo, acabé por atontarme ante las vueltas, revueltas y movibles luces de aquel rutilante caleidoscopio 2.

La cabalgata dio la vuelta al redondel, y al llegar debajo del palco real, apeáronse caballeros y padrinos, saludando todos a las Majestades y Altezas. Los alabarderos abrieron filas, y por la puerta de Madrid salió la brillante procesión, no quedando en el ruedo más que los lidiadores y tres alguaciles a caballo.

Comenzada la lidia, los caballeros en plaza rejonearon sus toros. Era la primera vez que yo veía tal juego, y fuera de la gallardía de los jinetes y de la soberbia estampa de los bridones, no encontré en ello gran emoción. El tercer toro rejoneado embistió a uno de los alguacilillos, que fue a caer con caballo y todo entre los alabarderos, produciendo algún estropicio. El mismo torito alcanzó a un caballero en plaza cuando iba a clavar su rejoncillo, le volteó, matándole la cabalgadura,   —178→   y el airoso campeón, vestido a la chamberga, hubo de ser retirado a la enfermería. La lidia ordinaria me interesó un poco al principio; pero como no entiendo de toros ni frecuento este espectáculo, acabé por sentir aburrimiento y ganas de que aquello terminara. Ido del Sagrario, no más perito en tauromaquia, hacía de cuanto veíamos críticas tan sesudas como la que podría yo hacer de la Ilíada de Homero.

En los ratos de hastío convertía mis ojos del ruedo a los palcos y gradas, para pasar revista al pintoresco público. La hilera de palcos ofrecía un aspecto deslumbrador. Allí estaban la Navalcarazo, la Belvís de la Jara, Luisa Campoalange, la Perijaa, y las más admiradas hermosuras de la Grandeza, luciendo albas mantillas y adorno de camelias y gardenias en la cabellera y en el seno. No lejos del montón aristocrático vi a Leona la Brava con Carolina Pastrana y otras amigas del género demi-mundano. Ocasión es de decir que, en aquella época de sus progresos en el arte social, daba la dama de Mula la mejor prueba de su talento vistiéndose con modestia, procurando obscurecerse y pasar inadvertida.

En un palco fronterizo entre sombra y sol vi una tanda de mujeres, ataviadas estrepitosamente con pañolones de Manila, mantillas de madroños, altas peinetas y gran carga de flores en el pelo. Eran las que el año 72 hicieron en la Castellana, a las órdenes de Ducazcal, la famosa manifestación contra la   —179→   dinastía de Saboya: la Moño Triste, la Condesa del Real Cuño, la Sílfide, Pepa la Sastra, la Cacharrito, Rosa Huertas, la Napoleona, Paca la Alicantina, la Eloísa, la Clotildona, etcétera.

Retrocediendo con mi atenta observación hacia la grey aristocrática, vi en dos palcos a Vicente Halconero y al Marqués de Beramendi con sus familias. En las gradas, no lejos de nosotros, había tres muchachas picoteras, inquietas y reidoras, que a ratos miraban hacia mí, saludándome con lindas garatusas formuladas con los morros y con los abanicos. «¿Ves aquellas tres chicas que vuelven hacia acá sus rostros picarescos como haciéndonos burla? -dije a Casiana-. Pues son tres Efémeras que han venido disfrazadas de personas, dejando en alguna percha de los espacios sus túnicas flotantes. Pertenecen al grupo de las malas, traviesas y enredadoras. No mires hacia ellas; no les hagamos caso». Casiana, sin comprender bien lo que yo decía, se dio por enterada.

Observamos luego que, en los tendidos, hombres y mujeres comían a mandíbula batiente y empinaban botellas o zaques, sin desatender los incidentes de la corrida. La razón de estas merendonas era que, empezando las corridas a las doce y terminando a las cuatro por causa de la cortedad de los días, trastornábanse las ordinarias horas de almorzar y comer.

Entre los accidentes restantes de la lidia ordinaria, el que más presente ha quedado   —180→   en mi memoria es el achuchón que dio un toro a los alabarderos, apostados al pie del palco Real. Rechazaron estos con sus hierros la embestida del morucho, que volvió a la carga con más coraje, abriendo brecha. La res sufrió terribles lanzazos, rompiéronse bastantes alabardas, dobláronse otras, volaron los tricornios por el aire, y muchos Guardias sufrieron el destrozo de sus uniformes. Pero ni los alabarderos abandonaron su puesto de honor y de peligro, ni el cornúpeto se mostraba propicio a terminar la desigual pelea. Fue preciso que el espada Felipe García colease al codicioso bruto para hacerle abandonar el campo.

Llegó el momento final, que yo vi con gusto porque ya me cansaba fiesta tan prolija y fatigosa por el vértigo de sus complicadas emociones. La inmensidad de la concurrencia dificultaba la salida; largo rato empleamos en pasar de la Plaza a la calle, y en las apreturas de aquel atranco, Segis comentaba con negro humorismo el festejo, en su doble aspecto popular y aristocrático.

«¡Cuánto nos hemos divertido! -exclamó-. ¿Verdad, Casiana, que tenemos retortijones de tripas para todo el año? Me alegro de haber venido para no verme obligado a leer en la prensa taurina la descripción de esta chocarrería sublime... Si me dieran el dinero que gastó el de Santoña en esa carroza de cuento de hadas, lo emplearía en comprarle una chichonera de oro, recamada de esmeraldas y brillantes, al Alcalde que inventó   —181→   esta mojiganga de Las mil y una noches... aburridas... Me ha entusiasmado Manzanedo, me han hecho tilín los padrinos de la Grandeza, y entre las brutalidades de los lidiadores y las finustiquerías de los caballeros en plaza, me quedo con las primeras.

»Los alabarderos han estado monísimos; merecen la Gran Cruz de San Fernando por el canguelo que pasaron. Y si hubiera que dar un premio a las figuras culminantes del jembrerío de los palcos, yo agraciaría con la Jarretiera inglesa a la Moño Triste, obligándola a enseñar la pierna para que el público viese imponer entre aplausos la insignia de tan ilustre Orden. Yo hubiera organizado este espectáculo en la Plaza Mayor, abriéndolo con un torneo y cerrándolo con un auto de fe, para que la fiesta fuese más nacional y castiza. El último y más lucido número habría sido quemar en elegantes hogueras al Duque de Sexto, a Manzanedo, a los Grandes y pequeños de España, a Cánovas, Ducazcal, Romero Robledo, Varagua, Saltillo, y el Marqués del Bacalao... en efigie, por supuesto».

Cuando ya pasábamos de las apreturas a sitio de algún desahogo, nos encontramos con Celestina Tirado, buscando a Fructuoso y Graziella que se le perdieron en el tumulto de la salida. Tiempo hacía que no nos veíamos: noté a la mujer dantesca más vieja, huesuda y barbuda que en los días de mi última visita al laboratorio de la italiana. Interrogada por Casianita sobre la corrida   —182→   regia, la zurcidora de voluntades nos dijo:

«A ratos me ha parecido comitiva de boda, a ratos acompañamiento de entierro, porque... créanlo, yo me fijo en todo... algunas de las carrozas eran coches de la funeraria, pintados de colorines para dar el pego a los bobalicones... La Corte muy brillante; la Reina Mercedes linda y triste... Motivos tiene para ello... Graziella y yo examinamos detenidamente el pañuelo que agitaba para cambiar los tercios de la lidia... ¡ay qué pena!... Por el movimiento que hacían en el aire las puntas del pañuelo, y por los giros y pliegues de la tela junto a la carita de Su Majestad, vinimos a conocer como este es día que la pobre Mercedes vivirá muy poco.

-¡Quita allá, bruja indecente! -exclamé yo indignado-. No nos vengas con vaticinios ni sandeces.

-Por la luz del santo día, Tito; créanlo, que estos signos no fallan: la hija de Montpensier no llegará a San Juan».




ArribaAbajo- XVI -

Al abrirse las Cortes el 15 de Febrero ya pude yo decir que había recobrado completamente la salud. Pero como me enojaba el barullo del Congreso no asistí jamás a las sesiones. Las únicas noticias parlamentarias que puedo daros son que, por renuncia de   —183→   Posada Herrera, fue elegido don Adelardo López de Ayala Presidente de la Cámara popular, y que desde los primeros días arreciaron su oposición los sagastinos. Todo ello es, históricamente considerado, flojo, anodino y sin substancia.

Más interés tuvo la conspiración zorrillista, que desde París enviaba sordos mugidos, llenando de zozobra los corazones monárquicos. Hablábase mucho de los Generales Villacampa y Lagunero, y los más timoratos les veían aparecer aquí y acullá como fantasmas sediciosos, capitaneando soldados o paisanaje. Renegaba yo de la vana y artificiosa política de aquellos tiempos, y cuidábame tan sólo de darme buena vida y de pasar el tiempo plácidamente en teatros y honestas diversiones. El 30 de Marzo fui con Casiana al estreno de la comedia de Ayala, Consuelo, en el Español, y ocupamos dos modestas delanteritas en el anfiteatro principal. La sala rebosaba de selecto público, descollando en sus palcos los Reyes, los Duques de Montpensier y un lucido acompañamiento de magnates y fantasmones.

Casianilla y yo no apartábamos los ojos de la simpática Merceditas, que en el teatro como en la Plaza de Toros, en los paseos y en todas partes, se llevaba tras sí los corazones. La obra del gran Ayala gustó mucho, sin llegar al éxito clamoroso y entusiasta de El tanto por ciento. Pasaje culminante de la representación fue el monólogo del actor segundo, que dijo Vico de un modo magistral.   —184→   Aclamado el insigne poeta con aplauso ardoroso se presentó en el palco escénico, no ciertamente cogido de la mano de los actores como es costumbre en estas solemnidades, sino solo, enteramente solo, pues su categoría de Presidente de las Cortes le obligaba, según se dijo, a recibir los homenajes teatrales en un decoroso aislamiento. La eminente actriz Elisa Mendoza Tenorio subió a las más altas cumbres del arte en la creación del carácter de la protagonista.

Como antes indiqué, yo no perdía ripio para gozar de todo espectáculo artístico de noble cultura. En años anteriores fui parroquiano ferviente de la Sociedad de Conciertos, que celebraba sus fiestas los domingos de Cuaresma en el Teatro-Circo del Príncipe Alfonso. La incomparable orquesta que primero dirigió Barbieri, luego Monasterio, Mariano Vázquez y otros maestros, ha sido y es la gran educadora del pueblo de Madrid en el clásico y supremo arte musical. Por ella han venido a ser el más puro recreo de nuestras almas las monumentales, las soberanas sinfonías de Beethoven y lo mejor del repertorio de Haydn, Mozart, Mendelssohn, Weber, Handel, Schubert, y demás genios de la gloriosa pléyade germánica. Después de educarme yo quise iniciar a Casiana en los misterios de la santa religión de Euterpe. Durante las primeras audiciones, la pobrecilla no lograba tomar gusto al intrincado lenguaje de aquella teología del sonido. Pero poco a poco iba entrando, y acabó por deleitarse   —185→   con el andante de la Sinfonía Pastoral y el allegretto scherzando de la Octava.

Cuidábame yo mucho de dar al espíritu de Casianilla un matiz de cultura, sacándola de la rusticidad y ordinariez en que se había criado. Sus nobles sentimientos, y los estímulos de su alma querenciosa de un vago ideal, me ayudaron en mi tarea. Firme en mi propósito, llevábala con frecuencia al Museo del Prado, y a los tres o cuatro días de andar por aquellas salas mi compañera se asimiló el valor estético de la pintura, supo apreciar a los maestros, y distinguía perfectamente a Velázquez del Tiziano y a Murillo de Rubens, dando a cada uno lo suyo.

Una mañana, cuando nos hallábamos en la Rotonda recreándonos en la variada colección de obras capitales, que no tiene igual en el mundo, sorprendiome la presencia de Vicentito Halconero, que con su mujer y su suegra se deleitaba como nosotros en aquel Olimpo pictórico. En cuanto me vio el simpático amigo vino a saludarme muy cariñoso, y me presentó a su familia; yo, naturalmente, no les presenté a Casiana, y esta se mantuvo cohibida y avergonzadita, fijos los ojos en el suelo, cual si quisiera recatarse con el invisible manto de su modestia.

Insinuante y efusivo, Halconero me dijo así: «¡Caramba, Tito, cuánto me alegro de verle! Hasta hace muy poco no supe que ha estado usted enfermo de los ojos... Ya me extrañaba a mí no encontrarle por ninguna parte... Pero lo que es ahora, ya no se me   —186→   escapa usted, querido. Tenemos que hablar. Usted es un hombre que vale mucho, y no debe estar obscurecido, huyendo de la gente y malogrando en la inacción sus extraordinarias dotes de talento y cultura. Eso no puede ser, no puede ser. Es preciso que hablemos, amigo mío».

Contestele yo, con mi habitual llaneza, que me encontraba muy bien en la obscuridad y que me infundía temor la idea de salir de ella. Disertamos un rato, y al llegar el momento de la despedida me dijo Vicente: «Mala cosa es la obscuridad, y ello tiene usted ejemplo en la dolencia que acaba de padecer. Los hombres que valen deben vivir en plena luz. De eso hemos de tratar detenidamente. ¿Quiere usted que vaya yo a su casa, o vendrá usted a la mía?». Le contesté que tendría mucho gusto en visitarle, y con esto nos despedimos. Casiana y yo continuamos admirando a Van Dick, Correggio, Velázquez, Rafael y el delicioso y minúsculo cuadro del Mantegna Las exequias de la Virgen.

Ocurrió esto a fines de Abril o principios de Mayo, no me acuerdo bien. En lo restante de Mayo llevé a Casiana a la Armería Real, donde le fui mostrando uno por uno los soberbios arneses, y dándole a conocer los altos héroes que habíanlos llevado sobre su cuerpo en famosas batallas. Visitamos también el Museo Naval, y allí vio Casianilla despojos gloriosos de Trafalgar y los modelos de las antiguas y modernas naves de   —187→   guerra. En el Museo de Artillería contemplamos recuerdos agradables o lastimeros de la vida de la Patria, y en el de Historia Natural, mi compañera se deleitó contemplando los fósiles gigantescos y el rico muestrario de la fauna felina, de la ornitológica y de los organismos inferiores.

Continuando la Historia de España os diré que la mozuela que yo recogí del arroyo adelantaba con seguro paso en sus conocimientos. Dominada prodigiosamente la lectura y escritura, don José y yo le dábamos lecciones de Aritmética, de Geografía y de Historia compendiada. Había leído ya el Quijote, el Gil Blas y algunos libros modernos de poesía o amena literatura. Su instrucción era gradual, lenta y práctica; expresaba su gozo por cada conocimiento recién adquirido huyendo de las demostraciones pedantescas, todo ello sin olvidar los trajines caseros que constituían su mayor deleite. Modista de sí propia, vestía con suma sencillez, evitando las formas llamativas y de relumbrón. Como yo, se encontraba muy bien en la obscuridad y le infundía temor la idea de salir de ella.

A principios de Junio circularon por Madrid rumores de que la Reina Mercedes no gozaba de buena salud. En nuestras divagaciones por la Castellana y el Retiro, Casiana y yo la veíamos pasar en coche con su esposo, y en efecto, notamos en su linda carita palidez, tristeza, un indeciso mohín que a mí me pareció algo como despego de la vida.   —188→   Nos interesábamos por la joven Soberana como si fuera de nuestra familia, y el propio sentimiento creo yo que alentaba en todo el pueblo de Madrid. Vino Mercedes al trono de España como símbolo de paz, sin odios por su parte, sin ningún recelo por parte de la Nación. Merecía reinar, merecía vivir...

Después de San Antonio, festividad del padre de la Reina, fue más denso el rumor de la enfermedad de esta, y ya no se ocultaba lo grave del caso. Quién decía que era una afección al pecho, quién que una fiebre maligna; muchos recordaban que otros hijos de Montpensier habían muerto en plena juventud, de calenturas infecciosas, contra las cuales nada pudo la ciencia; algunos, desviando los hechos del terreno lógico al de las conjeturas supersticiosas, afirmaban que sobre don Antonio de Orleáns pesaba una maldición: no podía ser feliz en su vida doméstica el que había sido en la pública desleal, ingrato y locamente ambicioso. Era el Duque una capacidad administrativa, hombre ordenadísimo, económico, buen esposo, buen padre, y a despecho de estas apreciables dotes nadie le quería. En la mente popular se claveteaba con remaches duros la idea fatalista de que los hijos inocentes han de expirar las culpas de los padres pecadores.

El 22 de Junio aumentó tanto la gravedad de la Reina infeliz, que se desconfiaba de salvarla. En la Mayordomía de Palacio agolpábase el gentío aristocrático y oficial, cubriendo de firmas tal número de pliegos que   —189→   pronto se formaron montes de papel en las anchas mesas. El pueblo soberano, que no firmaba porque no sabía o no le dejaban, hizo pública demostración de su afecto a la Reina ocupando silencioso y triste la Plaza de Oriente y sus avenidas. Casiana, Segis y yo recorríamos los grupos de aquella plebe consternada y ansiosa que, clavando sus ojos en los balcones de Palacio, firmaba según su peculiar modo de escritura. Las impresiones que recogimos aquí y allá pueden ser sintetizadas en esta forma: Merceditas era la cándida paloma que trajo a España el ramo de oliva. Mientras ella calentó el nido huyeron espantadas las víboras de la trágica escandalera dinástica en el siglo XIX.

El día 23 llegaron de París los Duques de Montpensier, llamados por un angustioso telegrama del Rey Alfonso. Ante la hija herida de muerte disimularon su consternación, y a espaldas de Mercedes pidieron que fuese llamado a consulta el célebre médico republicano Federico Rubio...

El 24 arreció la gravedad de la enferma con síntomas y caracteres que inducían a la desesperación; se creyó que la Reina terminaría su vida en el aniversario de su natalicio: el día de San Juan Bautista cumplía Mercedes de Orleáns diez y ocho años. Contra este horrible sarcasmo del Destino protestaron la familia de la moribunda, el mundo palatino, las clases altas y bajas de Madrid y el pueblo entero de España, elevando al cielo todas las formas de plegaria, desde las más   —190→   solemnes a las más humildes. Hiciéronse rogativas en innúmeros templos, catedrales, parroquias, conventos, santuarios y ermitas; enronquecieron frailes, monjas, capellanes y canónigos de tanto pedir a Dios la vida de la joven Reina; y hasta las pobrecitas presas de la Cárcel de Mujeres reunieron, cuarto a cuarto, suma bastante para mandar decir una misa rezada con el mismo piadoso objeto.

En la noche del 24 al 25 se inició ligera remisión en la enfermedad. Las salas próximas a la regia alcoba parecían un campamento; aquí y allá, recostados en los lujosos divanes, daban descanso a sus fatigados huesos Montpensier, la Princesa de Asturias, los Cardenales Moreno y Benavides, y los palatinos de servicio. Las personas que no se movían a ninguna hora de junto al lecho de Mercedes eran don Alfonso, la Marquesa de Santa Cruz y la Infanta Luisa Fernanda.

El 25 renació la confianza. Federico Rubio dijo que no se debía tener por imposible la salvación de la Reina. A propósito del doctor Rubio referiré las voces que aquel día corrieron por Madrid. Según el rumor público, el famoso médico se presentó en Palacio vestido de americana y se le dijo que no podía penetrar en la Cámara Real sin ponerse levita, a lo que don Federico respondió que él no entraba en aquella casa por su voluntad, que le habían llamado para ver un enfermo, y que iba con el traje que usar solía en el ejercicio de su profesión... Después supe por el propio Federico Rubio que todo   —191→   aquello era una fábula, que fue a Palacio como le exigían su dignidad, su educación y el respeto a los compañeros.

Llegada la noche del 25 al 26 disipáronse las esperanzas rápidamente. No había salvación para la Reina. Extendida la triste noticia por todo Madrid, el público abandonó los teatros, los cafés y los círculos de recreo. Grandes muchedumbres acudieron a Palacio, invadiendo el patio y galerías bajas. La guardia exterior tuvo que desalojar el edificio; pero el gentío siguió estacionado en la Plaza de la Armería y en la de Oriente...

Desde las primeras horas de la mañana del 26, entrañaba la situación de Mercedes una definitiva, inevitable desesperación. Todas las personas que rodeaban el lecho mortuorio, hijas de Reyes las más, magnates o Príncipes de la Iglesia las otras, presenciaron enmudecidas por la congoja el lento descender de la Reina a la región de la eterna sombra... Mercedes expiró a las doce y cuarto.

En pleno día, el vecindario de Madrid llenaba las calles; se oían más las pisadas que las voces... A punto de las tres de la tarde, el insigne Ayala, desde su sitial de la presidencia del Congreso, pronunciaba una corta oración fúnebre, de la cual entresaco lo que a mi parecer expresa con más delicadeza y ternura el duelo de España en aquel luctuoso día:

«Ya lo oís, señores Diputados: nuestra bondadosa Reina, nuestra cándida y malograda Reina Mercedes, ya no existe. Ayer celebramos   —192→   sus bodas; hoy lloramos su muerte. Tan general es el dolor como inesperado ha sido el infortunio; a todos alcanza; todos lo manifiestan; parece que cada uno se encuentra desposeído de algo que ya le era propio, de algo que ya amaba, de algo que ya aumentaba el dulce tesoro de los afectos íntimos; y al verlo arrebatado por tan súbita muerte, todos nos sentimos como maltratados por lo violento del despojo, por lo brusco del engaño.

»Joven, honesta, candorosa, coronada de virtudes antes que de la Real diadema, estímulo de halagüeñas esperanzas, dulce y consoladora aparición... ¡quién no siente lo poco que ha durado!... No sé, señores Diputados, si la profunda emoción que embarga mi espíritu en este momento me consentirá decir las pocas palabras con que pienso, con que debo cumplir la obligación que este puesto me impone. No es porque yo crea sentir más vivamente el funesto suceso que ninguno de los que me escuchan; porque son tan variadas, tan acerbas las circunstancias que contribuyen a hacer por todo extremo lamentable la desgracia presente, que no hay alma tan empedernida que le cierre sus puertas. Pero concurre una tristísima circunstancia, que nunca olvidaré, a que yo la sienta con más intensidad en este momento.

»Testigo presencial de los últimos instantes de nuestra Reina sin ventura, aún tengo delante de mis ojos el lúgubre cuadro de su agonía; aún está fresca en mi mente la imagen   —193→   de la pena, de la horrible y silenciosa pena que, con varios semblantes y diversas formas, rodeaba el lecho mortuorio: he visto el dolor en todas sus esferas. Allí, nuestro amado Rey, hoy más digno de ser amado que nunca, apelaba a sus deberes, a sus obligaciones de Príncipe, a todo el valor de su magnánimo pecho, para permanecer al lado de la que fue la elegida de su corazón, y para reprimir, aunque a duras penas, el alma conturbada y viuda que pugnaba por salir a sus ojos. Allí, los aterrados padres de la ilustre moribunda, viva estatua del dolor, inclinaban su frente ante el Eterno, que a tan dura prueba les sometía, y con cristiana resignación le ofrecían en holocausto la más honda amargura que puede experimentarse en la vida. Incansables en su amor, la Princesa de Asturias y sus tiernas hermanas seguían con atónita mirada todos los movimientos de la doliente Reina, como ansiosas de acompañarla en la última partida. Allí, la presencia del Gobierno de Su Majestad representaba el duelo del Estado; los Presidentes de los Cuerpos Colegisladores el luto del país...».

A estas expresiones elevadas, patéticas, que revelaban al orador elocuente y al poeta eximio, añadió Ayala otras que podríamos llamar de literatura oficial, proponiendo que enmudeciera la tribuna parlamentaria hasta que el cuerpo de la infortunada Reina recibiese cristiana sepultura.

El suceso del día siguiente fue la exposición pública del cadáver de Mercedes en el   —194→   Salón de Columnas. No exagero al decir que medio Madrid desfiló por la capilla ardiente. Las apreturas fueron horribles; se entraba por la Plaza de la Armería y se salía por la puerta del Príncipe. El sentimiento, derivando a la curiosidad, convertíase en fuerza irresistible que todo lo arrollaba: hubo desmayos, síntomas de asfixia, magulladuras y estrujones tan violentos que muchas personas hubieron de ser auxiliadas en la Casa de Socorro o en las farmacias próximas.

Casiana y yo llegamos a la Plaza de Oriente, y viendo el tumulto no nos atrevimos a meternos en tan terribles angosturas. Minutos después nos encontramos a Celestina Tirado que salía de Palacio, desgreñada, sudorosa, jadeante. Antes que yo le hablara, llegose a nosotros con esta retahíla:

«La he visto, la he visto. ¡Qué dolor de niña! Está ya medio descompuesta, vestidita con el hábito de la Merced, en una caja de tisú de oro. Por cierto, Tito salado, que cuando en la Plaza de Toros solté la profecía, sacada de los signos y céteras que nunca fallan, me equivoqué en el santo, nada más que en el santo... Quise decir San Pedro y dije San Juan... Desde que ando en este oficio se me trabucan los santirulicos»