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ArribaAbajo- XII -

«Ya comprendo -le dije- tu impaciencia por llegar a Tetuán. Allí tienes a los médicos del Ejército español, entre los cuales los hay de muchísima ciencia, y de mano segura contra las peores enfermedades».

-Has adivinado mi intención. A eso voy. Me han dicho que entre tales Físicos hay uno que de este mal del humor, y de otros más hondos e invisibles, entiende como nadie... Porque aún no sabes que el mayor mal de mi esclava no es el achaque del ojo, ni la piel afeada, ni el que haya huido de su boca aquel aliento de rosas y clavellinas; no es eso lo peor, Confusio amigo, sino que con el mucho padecer, y el no dormir y el condolerse de su hermosura perdida, se le ha escapado de la cabeza el juicio que antes   —109→   tuvo y que por ningún medio podemos devolverle. Desde que llegamos aquí, ha dado en la más extraña manía que cabe en cerebro de mujer, y es pensar y decir que no la queremos, que la atormentamos, que el parche que le ponemos en el ojo está envenenado para que se quede tuerta más pronto, y, por fin, ha caído en la disparatada locura de pedir que la devuelva yo a su primer dueño, un amigo mío de Fez, llamado El Jarráz (el zapatero), porque lo fue su padre. Este buen amigo me la vendió por poco dinero... mejor será decir que me la cambió por un burro, o que fue un excelente burro garañón el precio de la bella morita... No se contenta Erhimo con clamar por el zapatero, sino que se pasa el día gritando, y se quiere matar; a toda persona que ve en este patio, aunque sea desconocida, la llama, y como puede le cuenta su desgracia, le manifiesta sus ganas de ser restituida al que me la vendió, y le pide auxilio para tan grande locura o desatino, pues el zapatero se ha muerto, y aunque viviese no la cuidaría con el esmero y paternal cariño que yo pongo en ella... Créeme, Confusio; estoy afligidísimo: yo miro a mis mujeres, no como esclavas a estilo moro, sino como a hijas de Dios, mis iguales en la dignidad y el amor, y esto, yo te lo juro, es lo que más fijo se me ha quedado en el alma de todo el cristianismo, que abandoné cuando de aquella tierra me vine, y cambié de ropa, de habla y de conciencia.

  —110→  

Dijo esto con sinceridad patética, o con un arte superior que fingía soberanamente la verdad; y en la duda de si debía creerle o no, me decidí por lo primero, rindiéndome a sus designios. Esto era, en mi humildísima posición, más cuerdo y más fácil que no plantarme contra él en terreno tan inseguro como el de un loco ensueño de aventura novelesca. Admití resueltamente lo que me dijo mi protector, y con gallardo arranque le mostré la carta de Erhimo, diciéndole: «Hazme el favor de descifrarme estos garabatos infernales que en el patio me encontré anoche». Y él, echándose a reír, una vez cogido el papel, me contestó: «No necesito descifrarlos, porque ya sé lo que aquí se ha escrito. La pobre enferma no sabe escribir; pero Quentza sí sabe, que estuvo en la esclavitud de un maestro que fue el primer gramático y el más nombrado pendolista de Fez. Erhimo pidió a su compañera que le escribiese la carta; la otra no quería, por ser cosa vedada entre mujeres el toma y daca de cartitas con los de fuera. Pero yo le dije a Quentza: hazle el gusto y escríbele lo que te dicte, para que con la negativa no se le encienda más el odio que por su grave demencia nos ha tomado. Anoche se escondieron en la estancia para escribir: Quentza me lo ha contado. Bab-el-lah, que es toda prudencia y bondad, opinó también que no contrariáramos a la infeliz Erhimo, y de ella ha partido la idea de irnos pronto a Tetuán en busca del médico   —111→   sabio que me ha de curar, si Allah lo permite, a esta prenda del alma».

Antes de acabar de decirlo, El Nasiry rompió el papel en pedacitos, lo que yo vi como si desgarrara las hojas de un poema, no tan bello por lo ya escrito, como por lo que aún estaba por escribir. Arrojados al patio los fragmentos del papel, un vientecillo que entró por el portal dispersó con el mismo soplo juguetón las estrofas que yo compuse y las que aún estaban en la mente divina de la Musa.

Cogiome del brazo el hijo de Ansúrez, y me dejé llevar a la calle tranquilamente.Ibrahim fue delante con el encargo de comprar una maleta de mano en que llevar con más decoro mi ropita. Digo que iba yo tranquilo, pero no alegre, sino con tristeza mezclada de resignación; que no pudo quedar mi espíritu en mejor estado después de arrancarle de un tirón las alas con que quería largarse a dar una vuelta por los espacios de la poesía, lindantes con lo infinito... Pero bien sabía yo que nada nos alivia de los propios cuidados como el poner interés y conversación en los cuidados públicos; y con esta idea, calles abajo, pregunté a El Nasiry cómo y cuándo y en qué condiciones se había hecho la paz.

-Pues la primera condición de la paz es que los españoles se volverán a su casa, donde, si quieren guerra, pueden ejercitarse en la civil todo lo que gusten.

-Pero no se irá España de Marruecos sin   —112→   llevarse algo, que alforjas ha traído, ¡vive Dios!, y gran mengua sería llevarlas vacías.

-No se lleva nada... Digo, sí: le dan un poquito de terreno pegado a Ceuta. Esta plaza es hoy para España una chuleta que no tiene más que el hueso. Necesario será pegar al hueso un poco de carne... También se lleva... digo, se llevará, una linda playa del mar Océano, excelente para recoger conchitas y para la pesca de truchas de agua salada...

-Poco ganaría con esto, si no se llevara también a Ojitos de Manantiales.

-¡Ay!, no: Ojitos aquí se queda, rescatada por Marruecos, que compra su libertad con veinte millones de duros.

-¡Jesús, cuánto dinero!... ¿Pero cómo se va el español, si ya tiene a Tetuán por suya, y ha rotulado en lengua castellana todas las calles?

-Borraremos los rótulos después de entregar los veinte millones... También daremos a España un tratado de comercio.

-Poco es lo que sacamos de esta guerra, costosa en dinero y más costosa de sangre.

-Poco no, porque España ha conseguido lo que se proponía, que no era conquistar territorios, sino hacer una demostración de su poder militar. Todo el mundo ha podido ver que tenéis un gran Ejército pequeño.

-Gran desatino has dicho, El Nasiry, aplicando a un objeto calificaciones de sentido contrario. Si nuestro Ejército es pequeño, ¿cómo puede ser grande?

  —113→  

-Grandeza y pequeñez no aplico juntas, sino cada cualidad por distinto lado. Es grande vuestro Ejército, porque tiene generales entendidos que lo manden; tiene oficiales que conocen y practican con devoción religiosa los dogmas de valor, deber y disciplina; soldados tiene que son heroicos con inocencia y naturalidad, borregos para el amor de la patria, leones para su defensa; tiene, en fin, armas y pertrechos de superior calidad, todo bien discurrido y dispuesto por manos sabias y militares. Pero si por esto es grande, pequeño es por la cifra de sus hombres, la cual no le bastará contra cualquiera otro de los Reinos ambiciosos que hay en esos mundos, del Estrecho para allá.

Esto dijo El Nasiry, y sus ideas reproduzco vistiéndolas con un poco de ornato retórico. Luego siguió: «No digamos que se llevará España las alforjas sin más carga que el dinero. Se lleva también buen surtido de honor y caballería, cosas que entiendo yo van escaseando allá por el desmedido uso que de ellas se ha hecho. Lleva también el mayor acopio posible de militar autoridad, con que el buen O'Donnell pueda espantar y hacer el coco a los políticos que le estorban, o no le dejan hacer su gusto en el gobierno de una nación revuelta, engañada y desengañada de tantas coplas de libertad, constitución, y viva la Pepa... No, no deben irse descontentos los españoles con este botín, y de añadidura veinte millones, admitido   —114→   que se los paguemos, aunque sea en chapas de cobre, más parecidas a cabezas de clavos viejos que a monedas de cristianos...».

En esta conversación amena recorrimos las torcidas calles hasta llegar al puerto. Nos metimos en la Aduana, de cuyo administrador y ministriles era amigo mi protector, y al cabo de otro rato invertido en saludos cortos y coloquios luengos acerca de la paz, llegóIbrahim con mi maletita y el billete de mi pasaje en el vapor. Aún no había prisa para embarcarme. LlevomeEl Nasiry a un rincón solitario, donde nos brindaban cómodo asiento unos sacos de trigo, y sentados ambos, mi amigo sacó la encarnada bolsa de Riomesta y Papo, le dio unos toquecitos para que sonara el metal, y poniéndola al fin en mi mano ¡alleluia!, me dijo: «Aquí tienes los cien duros que los sinagogos te dieron por el desempeño de la blanca Yohar. No es eso sólo lo que llevas; pues tu amigo El Nasiry te da otros cien borques, que encontrarás también en la bolsa, descontado tan sólo el precio del billete del vapor. No irás descontento con tus ciento noventa y cinco duros. Otros han hecho más que tú en África, y se llevan menos. Créeme que embarcando contigo un par de moras o una docena de judías, irías más pobre que vas».

Cogiendo en mis manos la bolsita (mentira me pareció), eché de mi boca cuantas palabras y conceptos me parecieron pertinentes   —115→   para expresar la gratitud, sin cuidarme de adornarlas, pues no era menester, con ningún artificio. Claramente vi ya en Gonzalo Ansúrez un buen amigo, cuyos sentimientos cristianos y generosos en aquel caso se mostraban. No me pidió cuenta de mis diabluras en el patio, que sin duda conocía, ni me riñó por haber intentado sonsacarle a la doliente Erhimo. Fue liberal, fue magnánimo, y para que veáis cuánto me estimaba y en qué opinión tan alta me tenía, copio lo que momentos antes de mi partida me dijo, y lo que me aconsejó y recomendó con paternal solicitud. Fue de este modo: «Bien claro ves, Confusio amigo, que te has hecho lugar en mi corazón, a pesar de tus ligerezas y del poco brío con que atiendes a refrenar tus liviandades. Careces de voluntad firme para poner tus acciones en la regla debida, y dejándote llevar de la imaginación loca, faltas a la amistad y al honor. A pesar de esto, yo te estimo por tu ingenio, y por tu buen corazón te perdono tus travesuras. Vuelves ahora a España, donde has de vivir, o de un empleo, que ha venido a ser el arbitrio de los más, o de tu trabajo, que será el mejor arbitrio. Dime, pues, a qué piensas dedicarte, porque si es tu ánimo agostar tu inteligencia en una oficina, valdría más que aquí te quedaras para toda la vida. En caso de que pienses consagrarte a una carrera noble, profesión u oficio liberal, dime cuál es, para que yo te aconseje según el entender mío, que, aunque te   —116→   parezca corto, es largo de agudeza y de esa gramática que llamáis parda».

-Pues sabrás -le respondí- que mis gustos y todo mi ser me llaman a las ocupaciones espirituales, y me alejan de lo material y positivo. No sé si me entenderás... Soy enemigo de la violencia: no hay que hablarme, pues, de que sea yo militar. Detesto los enredos curiales y la prestidigitación leguleya: nunca seré abogado ni escribano, ni juez. La Medicina y Farmacia no entran en mí, creyente en la Naturaleza, que así trae los males como los quita. Artes de ingeniero no me seducen, porque ellas tienen su fundamento en las Matemáticas, que no he podido entender nunca. Marina me repugna, porque nada me causa tanto pavor como el oleaje de las aguas y el vaivén de los barcos. Comercio no entra en mí, porque se basa en los números, y en un calcular frío de ganancias y pérdidas que no se aviene a mi entendimiento. A mercader quise meterme cuando discurría los medios de mantener el lujo de Yodar; pero ello fue un comercio de pura fantasía y de navegación aérea, que me habría lanzado al abismo. Papo Acevedo entiende de comercio más que yo: por eso se llevó aYohar... Pues no me queda más que una carrera, oficio y profesión noble que colme mis anhelos entre todas las que conozco: ¿no adivinas cuál es? ¿No entiendes que, o no seré nunca nada, o seré hombre de religión que lleve las almas al bien, los corazones a la virtud; no ves,   —117→   en fin, que he de ser sacerdote si quiero ser algo?

-Por un lado -me contestó El Nasiryponiéndose la máscara guasona-, veo tu aptitud para esa carrera; por otro, veo todo lo contrario. Si los curas no estuvieran en el mundo más que para predicar, serías tú el primero de todos. Pero si están para dar ejemplo, que es el sermón mudo de mayor eficacia, me parece, querido Confusio, que no sirves, no sirves...

-Ya te haré comprender que sirvo. Por de pronto, sábete que a mí me han dicho lo que Castelar: «Hazte cura y arrastrarás a las muchedumbres para llevarlas a donde quieras...». Me siento predicador, El Nasiry; reconozco en mí la virtud convincente y avasalladora que ha sido la fuerza de todo apostolado... Me siento también confesor, templador de almas, con el arte psicológico para dar a las conciencias su tranquilidad, y restablecer la moral perturbada... Conozco los dogmas; sé explanar los misterios; entiendo los ritos y sé apreciar su belleza; soy teólogo, soy litúrgico, soy también algo canonista. ¿Qué me falta?

-Pues te falta...

-A eso voy. Déjame hablar. Al decir que algo me falta, debiste decir que algo me sobra.

-Eso, eso.

-No estás en lo razonable con la sobra ni con la falta, pues lo que tú crees sobrante, no es tal, sino que está muy en su lugar.   —118→   Te diré que no sólo creo compatible el sacerdocio con el cariño de mujer, sino que lo creo necesario, indispensable. Ahí está el quid, amigo Nasiry... Ni el celibato ni el uso constante de la negra sotana, manteo y teja, dan al sacerdote mayor dignidad y veneración más alta. Al contrario, toda esa negrura de fuera y de dentro, le aleja de los corazones... de lo que resulta que lo sobrante, según tú, no sobra, sino que está en su punto, como te dije, y que es locura enmendar la plana a la santa Naturaleza.

-Bien, hijo mío, bien... No dudo que seas religioso y gran predicador; pero dudo que puedas reformar lo que por designio de la Iglesia o del mismo Dios, según decís, es como es; y así lo has encontrado, Confusio, y así lo tendrás que dejar.

-Yo no reformo a nadie; a mí me reformaré si puedo, o me dejaré como estoy.

Algo más iba a decir; pero un tremendo silbido que venía del vapor puso fin a mi conversación con El Nasiry y a mi vida africana. Los dos nos levantamos, y con igual emoción nos dimos los brazos. Sacó después de su pecho mi amigo un voluminoso pliego, que me confió, encargándome que a su padre lo entregara. Contenía carta para éste y para otras personas de su nunca olvidada familia. Le prometí ponerlo, en manos del propio Jerónimo Ansúrez... Repetimos nuestros afectos, en él y en mí salidos del corazón, y prometiéndole yo escribirle mis andanzas en tierra española, asegurándome   —119→   él que siempre me recordaría con gozo, nos separamos, y fui llevado a la lancha por el procedimiento de embarque más peregrino y chusco que han visto humanos ojos. Un fornido moro me cogió en vilo, y metiéndose en el agua hasta llegar a donde flotaba el bote, allí me dejó sin la más leve mojadura... Otros pasajeros, antes y después de mí, entraron del mismo modo en el reino de Neptuno... Vi a El Nasiry y a Ibrahim que desde tierra me saludaban. Adiós, simpático amigo, compañero fiel; adiós Tánger; adiós Mogreb, desvanecimiento de ilusiones... Aquí va la pobre hoja desprendida del árbol de la poesía... África me suelta... Europa me toma.




ArribaAbajo- XIII -

Madrid, Marzo.- Dejadme que omita las desabridas incidencias de los dos días que pasé en Cádiz, donde ya no encontré ni familia ni amigos, que a tal soledad me ha traído el rigor de ausencias y muertes; ni el cansado viaje que emprendí en ferrocarril para seguirlo luego en perezosa diligencia hasta más acá de la Argamasilla y tierras quijotiles, donde vuelve a remolcarnos la negra máquina, y nos trae a la comarca polvorosa en que se asientan los dos grandes pueblos de Getafe y Madrid. Omito también el contaros cuán melancólico fue mi dilatado   —120→   viaje, con equipo corto y carga excesiva de añoranzas. En el traqueteo de coches arrastrados de caballos o de veloz locomotora, los recuerdos agobiaban mi mente, o en ella se sucedían por turno, cuando no entraban en tropel, fatigándome con la intensa reproducción de la realidad. ¡Oh dulce Yohar blanquísima, oh soñada y nunca vista Erhimo, oh misterios del África musulmana y judía, oh tormentos, injurias y riesgos de morir! Todo se renovó en mi mente, así como la gallarda amistad de El Nasiry, espejo de caballeros renegados.

La despoetización, el desplome ruinoso de mis ilusorias aventuras, entristeció soberanamente mi ánimo; pero éste no quería rendirse, y como caballo de raza trataba de enderezarse después de su resbalón y caída. Digo esto porque a mitad del camino, sobre las desvanecidas imágenes de Erhimo no vista y deYodar inconstante, empezó a destacarse y tomar cuerpo mental la imagen de Lucila, ilusión que, disipada en África, en Europa iba recobrando su brillo. A medida que yo avanzaba por estas tierras pardas, se me presentaba más clara y hermosa, dentro del magín, la figura y persona de la ideal mujer, viuda de Halconero y madre del interesante niño Vicente. Era esto como si lo cierto recobrara el puesto que le había quitado lo dudoso y fugaz.

Y recuerdo que al pasar por la nobilísima villa de Tembleque, y por el no menos ilustre lugar de Quero, que rodean saladas lagunas,   —121→   mi mente y mis sentidos apreciaron toda la majestad de la hija de Ansúrez, su exquisita belleza, el hechizo de su voz, las soberanas virtudes que subliman su persona... Y ya en el paso entre Valdemoro y Pinto, lugares famosos por sus alborozantes vinos, iba mi pensamiento tan recalentado en la mental contemplación de la sin par señora, que ya se me hacían siglos los minutos que tardara en rendirle toda mi voluntad... Llegué por fin a Madrid, vencido el cansancio por la ilusión risueña de reanudar mis amistades, y de reparar el olvido de tantas cosas y personas agradables o bellas. Desde la estación a mi casa, que era mi hospedaje antiguo en la calle de Milaneses, hirió mi vista el repugnante espectáculo de los sombreros de copa, lo que me acibaró el gusto de la llegada. Vi tantos y tan feos, que jamás cosa alguna del mundo me hirió la retina con mayor desagrado. Los hombres que aquel ridículo armatoste cargaban, pareciéronme agobiados de tristeza; las mujeres, enjauladas de medio cuerpo abajo en los miriñaques, se me figuraron muñecas fúnebres... Anochecía; los faroleros encendían el gas, y a la claridad amarilla, personas y tiendas, las altas casas y el empedrado suelo, los coches y su desapacible ruido sobre las piedras o adoquines, llenaban mi alma de antipatía... Completaron mi enojo los carteles pegados en las esquinas, los aguadores y los corchetes, los vendedores de romances y los ciegos siniestros   —122→   que piden con la terrible amenaza de un violín o guitarra.

En mi casa entré con mi pobre y flaca maleta. Creyó la patrona que yo le traía unas babuchas bordadas de oro. No fue mal chasco el que se llevó, viendo que sólo la obsequié con un saquito de hierbas olorosas (recuerdo amigable introducido en mi maleta por el buen Ibrahim); mas no quiso tomarlas hasta que se las metí por los ojos, encareciéndolas como prodigiosa droga medicinal y cosmética, de grandísima virtud para el disimulo de la vejez y prolongación de la vida. Pedí cena y cama; dormí, que buena falta me hacía, y mis primeros propósitos al siguiente día fueron presentarme al marqués de Beramendi, y procurarme ropa más airosa y flamante con que visitar a los Ansúrez. Ya eran las diez cuando llamaba yo a la puerta de mi Mecenas. Tales burlas de mi facha hizo mi noble amigo, que me avergonzó. Más me habría valido regresar a Madrid con el trajecito moro que me arregló Mazaltob y que dejé en mi tugurio del Mellah (calle de Numancia).

Pero, en fin, ello es que, aparte del cómico efecto de mi traje, adquirido en el Rastro tangerino, Beramendi me recibió con grande agasajo y afabilidad, y en las dos horas que permanecí en su casa, no se hartaba de oír las explicaciones que a sus preguntas sobre la vida africana le daba yo, tan incansable en el discurso como él en su   —123→   curiosidad. Díjome que la historia personal que en Tetuán empecé a escribirle, le encantaba; elogió benévolo la relación de mis desventuras al ser abandonado de la blanca judía, y se regocijó de mi salida con El Nasiry, y del incidente de la bolsa, que primero rechacé puntilloso y luego admití agradecido. Interesantes halló los lances apurados del Fondac, que a punto estuvieron de ser tragedia; y al recibir de mi mano lo escrito en Tánger, por no haber correo que antes de mi propia repatriación lo trajese, prometió leerlo aquella misma noche. Más que la Historia seca de los públicos acontecimientos, le cautivan las referencias de andanzas particulares, y en ellas ve el colorido de la Historia general, la cual, sin este matiz de sangre, de fuego anímico, no es más que un trazo negro que así fatiga la vista como la memoria.

Pero lo que de su charlar festivo y cariñoso me cautivó más fue que me anunciase el propósito de enviarme a una segunda expedición informatoria y descriptiva, por su cuenta y riesgo, obligándome yo a escribirle cuanto me ocurriese y darle noticia de cosas o personas determinadas, para lo cual llevaría un guión de las materias que serían objeto de mis pesquisas. No comprendí yo la índole de la misión que mi amigo quería confiarme; y como le preguntase con cierta inquietud y repugnancia si era cosa de guerra, díjome que era más bien cosa de paz, o más claro, de diplomacia. No satisfizo por   —124→   el pronto mi curiosidad, limitándose a decirme que sólo me concedía dos días de descanso, y que me preparase para partir por los caminos y lugares que se me designaran. Estas órdenes de ausencia pronta me contrariaron un poco, pues yo deseaba quedarme en Madrid algún tiempo, y así lo manifesté a mi amigo. Tenía que ver a los Ansúrez, para quienes traigo un pliego de El Nasiry; érame preciso, por imperiosa necesidad de mi espíritu, visitar a Lucila, reanudar con ella un melindre de amor interrumpido por mi viaje a Marruecos, o mejor dicho, consolidar una inteligencia de corazones, que sólo se había manifestado con vagos efluvios traídos y llevados de rostro en rostro por el mirar, y de alma en alma por palabritas eutrapélicas. Al oír esto, soltó la risa el Marqués con no menos burla de mí que al mofarse de mi ropa, y añadió que de la cabeza me arrancase aquella ilusión, pues ya Lucila había perdido todo su encanto y despojádose de toda poesía.

«Pues qué -pregunté yo con ansiedad no disimulada-, ¿se le ha caído el pelo, le lloran los ojos, ha perdido los dientes, o padece algún achaque por donde le haya venido mal olor de boca?».

«No es nada de eso -me respondió mi Mecenas-, que de su hermosura no hay nada que decir: se conserva tan guapota y sugestiva como cuando Dios le hizo el favor de enviudarla; pero si no le ha salido grano maligno en el rostro, le ha salido un   —125→   novio respetable y antipático, con el cual ha hecho trato honesto de casarse en cuanto pase el plazo que marca la sociedad al dolor de las viudas». Y yo al oír esto, exclamé «¡Jesús!» no pudiendo decir más, porque mi estupor y disgusto no me daban voces para expresar de momento lo que sentí. Era ya sistemática perrería de mi Destino que ninguna ilusión se me lograse, y que todos mis castillos de amor cayesen por el suelo. ¡Y en aquel castillo lucilesco confiaba yo para guarecerme de las inclemencias de mi juventud, como definitivo y sólido refugio para lo restante de mis días!

«Consuélate, buen Confusio -me dijo mi patrono-, que aún eres joven y hallarás el refugio que deseas y mereces. Ya no es Lucila la gallarda representación del sentimiento heroico y popular; ya la maléfica influencia de un pretendiente empalagoso ha trastornado aquel espíritu, ha demolido lo más bello que en él había para levantar un vulgarísimo edificio... ¿de qué dirás?».

-¿De qué? Dígamelo pronto, por Cristo.

-Pues ahora no le da por las glorias militares... Todo eso pasó sin dejar rastro... Ahora, pásmate... le da por lo administrativo. Vencedor nuestro Ejército en África y dueño de Tetuán, el fuego de la leyenda es ya ceniza de la Historia. ¿No sabes que ha venido de fuera una moda horrible, una tromba, un huracán, una cosa pedestre y asoladora que se llama Economía Política? ¿No sabes que ahora el buen tono está en   —126→   ser uno economista, y en predicar el fárrago de las ideas económicas? Pues este virus, como diría mi señor suegro, ha dañado el alma candorosa y esencialmente hispana de aquella ideal mujer. Una frasecilla que ahora está de moda, y que tiene su lugar en todo cerebro baldío, ha sido el hielo que ha esterilizado aquella soberana inteligencia. ¿No adivinas cuál es la mortífera frase? Pues es ésta: Menos política y más administración... ¡Ya ves qué desastre! Sin duda el entendimiento de Lucila habría permanecido refractario a tales tonterías, si no hubiera caído en la flaqueza de ese noviazgo. El corruptor de la celtíbera es un hombre de más de cuarenta años, llamado don Ángel Cordero, viudo también, dueño y cultivador de tierras en Aldea del Fresno y Cadalso de los Vidrios, y tan ferviente devoto de la Economía Política, que a comprar volúmenes de esta ciencia del Limbo dedica buena parte de sus rentas. Ha leído cuanto españoles y franceses escribieron de la monserga económica, y trastornado con tal pestilencia, como Don Quijote con la de los libros caballerescos, no ha parado hasta inficionar a Lucila.

-No obstante, señor Marqués -dije yo, viendo en las razones de mi amigo, más que un discreto pensar, una sutil aberración humorística-, yo veré a Lucila, yo me informaré del estado de su ánimo...

-¡Si no podrás verla! Hace un mes que reside en la Villa del Prado. ¿Y allí qué   —127→   hace? Pues quemar sus lindas pestañas llevando con minuciosa exactitud las cuentas de trigo, cebada y paja, de jornales, de cuanto constituye el toma y daca de una gran propiedad rústica. El bruto del novio, el desaborido economista, está también por allá, en un predio y caserío lindantes con los de Halconero, y es quien la instruye en todas esas cábalas; y para acabar de volverla loca, le ha enseñado la diabólica máquina de contar que llaman Partida doble.

-¿Y Vicentito?... -dije yo asiéndome a un afecto que sin duda no me será robado por la intrusa Administración.

-Te recomiendo que dejes a un lado niños que no sean tuyos, y que no fundes tus cálculos en nada concerniente a la infancia, pues ya sabes lo que resulta de acostarse con ella. Reconoce, amigo Confusio... y bien sabe Dios con cuánto gusto te doy este apodo que te colgó el castrense; reconoce que la dama celtíbera y su niño han perdido aquel encanto y seducción de otros días. No pienses más en ellos... y lánzate solo a los campos de la vida, que aún te reservan sus tesoros.

-Francamente, señor Marqués -indiqué con cierta cortedad-, de lo que usted me cuenta, lo que peor y más lamentable me parece es el novio que le ha salido a esa linda mujer. Pero las aficiones de ella al orden de cuentas y a mirar por los intereses suyos y de sus hijos, no me desagradan... Al contrario... ¿Querrá usted creer que cuando venía   —128→   yo dando tumbos por esa Mancha, sin apartar de Lucila mi pensamiento; cuando yo acariciaba en mi alma el amor de ella como reposo y cristalización de mi vida, me sentía también un poquito administrativo? Como que la administración es el descanso, es la paz, es el reparo que pone la prosaica Aritmética a las demasías del Heroísmo.

-¡Tú administrativo! No, Confusio, no me harás creer tal disparate. Comprendo al enamorado, que en un rapto de demencia, apechuga con laPartida doble, si ve que la mujer de sus sueños anda entre números. Pero tú no harás eso; tú eres Confusio, y tu misión es vivir, ver tierras, pueblos, y humanidad próxima y lejana; probar todas las pasiones, sufrir todos los infortunios y gustar alegrías inefables. Tu misión es ésta,Confusio amigo, y por ser tuya esta misión y no mía, te envidio, quisiera ser como tú, pobre, aventurero, hijo de tus obras, soberanamente libre.




ArribaAbajo- XIV -

No necesitó el buen Fajardo extremar los recursos de su mágico talento para que yo me sometiese a cuanto de mí deseaba, sin meterme a discutir sus designios ni a indagar las causas que movían su conducta. Ofrecile desempeñar cuantas misiones diplomáticas o de cualquier género quisiera   —129→   confiarme, y sólo puse la objeción del corto tiempo que para mi descanso en Madrid me concedía; alegué, en apoyo de este deseo, la necesidad de ver a Jerónimo Ansúrez, para quien el renegado me dio un pliego que debía yo entregar en propia mano.

«No está en Madrid Jerónimo -me dijo Beramendi-, ni le verás aquí mientras su hija permanezca en la Villa del Prado engolfada en sus cuentas. Yo sé de qué tratan las cartas de Gonzalo, que traes para su padre y su hermana, y a decírtelo voy, para que veas que no me oculta el celtíbero ningún secreto de su familia. Uno de los hijos de Jerónimo, llamado Gil, Egidius, según el sagaz investigadorMaese Ventura Miedes, ha salido aficionado a la vida bandolera. En tierras de la baja Cataluña y del Maestrazgo ha dado no poco que hacer a la Guardia Civil, asaltando masías o acechando caminantes desprevenidos, ya solo, ya en cuadrilla con otros vagabundos y ladrones. Afortunado en algunas de estas malandanzas, fue desgraciado en otras, viéndose tan perdido, que de la libertad de sus atrevimientos vino a parar a la cárcel, y de aquí al presidio de Tarragona, de donde le habría sacado el verdugo si él con artificios increíbles no se escapara para volver a su vida criminal en los montes de Gandesa. Después se ha sabido que, valido Gil de disfraces ingeniosos, anda por los pueblos de las bocas del Ebro, engañando a las gentes sencillas con un comercio que al menor tropiezo puede   —130→   llevarle otra vez al presidio. En estas barrabasadas de Gil o Egidius, ve Jerónimo la deshonra de su familia, al fin rescatada de la miseria y del oprobio por la unión de Lucila con Halconero; y no pudiendo persuadir a ese pillastre a cambiar de vida, ha escrito del particular a su hijo Gonzalo para que vea si con halagos podrá éste inclinarle a que se vaya con él a tierras de moros, donde ha de ser más fácil que aquí someterle y llevarle a una buena conducta. Más que ver a Gil en un patíbulo, quiere Jerónimo verle moro y circunciso. De esto han tratado en largas epístolas el celtíbero y el renegado, y en el pliego que tú traes vendrá seguramente el plan de Gonzalo para llevarle con astucias o promesas al delicioso país berberisco, donde por los duros medios mahometanos será domado ese tunante... Puedes dejarme el pliego, que será puesto en manos de Ansúrez en cuanto aporte por acá, y vete sin cuidado, que yo quedo en Madrid encargado de este negocio».

-Bueno, señor -le dije accediendo a cuanto me proponía-. En sus manos pongo el pliego de Gonzalo Ansúrez... Haga usted lo que quiera con los papeles, que yo me desentiendo absolutamente de estos particulares.

-Vengan los papeles... y ahora... fíjate bien en lo que te digo. Es muy variada y compleja la familia de los Ansúrez. Por los lugares que has de visitar cuando salgas a la comisión que te encargo, anda ese tuno   —131→   de Gil o Egidius. Si con él te encuentras, ten mucho cuidado, Juan, que podrá engañarte y meterte en un gran enredo que dé contigo y con él en la cárcel. Ya sabes que todos los individuos de esa familia, de ese índice histórico, de ese resumen étnico, son de una agudeza formidable. El ingenio y la simpatía personal los asisten, así para el mal como para el bien. Guárdate de ese Ansúrez andariego, que es, entre ellos, el verdaderamente peligroso. Y por hoy, nada más te digo sino que descanses, y vuelvas mañana bien preparado del entendimiento y de los oídos.

Puntual acudí a la mañana siguiente, ya mejoradito de ropa, que adquirí a bajo precio en un bazar de elegancias económicas, y las primeras palabras del Marqués fueron para felicitarme graciosamente por mis aventuras en la casa de El Nasiry, que acababa de leer en las cartas que yo mismo he traído. Mucho le ha regocijado mi tentativa de asaltar el harem y de llevarme a Erhimo, así como la solución discreta que el agudísimo renegado supo dar a mi travesura. En cuanto a la apreciación del hecho, los puntos de vista del Marqués pareciéronme harto ligeros. Sostiene que lo de los malos humores de Erhimo, y lo de su ojo tuerto, su mal olor de boca y sus accesos de locura, no fueron más que un sutil artificio de El Nasirypara desilusionarme y resolver pacífica y donosamente una cuestión tan grave. En ello se reveló el hombre de extraordinaria   —132→   marrullería y de artes de gobierno, pues si hubiera yo conseguido mi objeto, sabe Dios cuáles habrían sido las consecuencias. Probablemente habrían acabado en Tánger mis pobres días.

Según Beramendi, la mora, de quien no pude ver más que los dedos amarillos, era realmente el prodigio de hermosura sólo comparable a los ángeles del paraíso mahometano. Cansada la odalisca de su esclavitud, me había elegido a mí por su caballero libertador... Al decirojo, no quiso expresar que estuviese tuerta, sino recomendarme que anduviera yo muy listo y con mucho ojo y donaire para libertarla. Los árabes emplean figuras en sus más usuales formas de lenguaje... Y con la voz jumento quiso decir que tuviera yo preparado este humilde animal para que la salida de la prófuga no fuera notada... Y me ordenaba que tomase yo las trazas de zapatero remendón con el mismo objeto de fingir insignificancia y modestia. Sin duda, El Nasiry supo el contenido de la carta por delación de Quentza, y tramó el engaño con que me había desarmado del caballeresco empaque de mi aventura.

Aunque no acabaron de convencerme las razones y crítica del Marqués, sentí renacer en mí la penita de mi desengaño amoroso. Pero mi ilustre amigo acudió a consolarme, sosteniendo que debo estar muy agradecido aEl Nasiry por su conducta discreta y humana. Habíase mostrado magnánimo y paternal, evitándome un conflicto de solución   —133→   violenta, y quizás trágica... Naturalmente, admití el consuelo reparador, y lo pasado, pasado. El presente continuaba ofreciéndose a mis ojos rodeado de tinieblas y misterio. Digo est, porque antes que termináramos el Marqués y yo la conversación que copio, entró un tal Sebo, ex polizonte y servidor clandestino de mi noble amigo en sus recónditas excursiones por el subsuelo político. Traía el tal una maleta casi nueva o a medio uso, harto más capaz y decente que la mía de Tánger. Díjome el Marqués que aquel valijón sería mi compañero en la caminata que iba yo a emprender. Si me agradaba llevar tan buen acomodo para mi ropa, luego, cuando levantó Sebo la tapa de la maleta y vi lo que contenía, el estupor me hizo prorrumpir en exclamaciones disonantes. Vi ropas de cura, bonete, breviario, viejos librotes, la Summa y los Lugares Teológicos. Riéndose de mi asombro, me rogó el Marqués que me probase la sotana, para ver si caía bien a mi estatura y talle. Así lo hice, riéndonos todos, que era lo procedente en la extraña y por mí no entendida metamorfosis que se me preparaba. A mi casa llevarían la maleta para meter en ella mi ropa de paisano, en la cual no debía faltar un traje de color enteramente igual al de los ataúdes.

Pues, señor, ya veríamos en qué paraba aquella farsa, y cuáles eran el propósito y fines de mi noble protector, en cuyo humorismo claramente se advertían vislumbres   —134→   de extravagancia. Marchose el feísimo y ordinario Sebo, y a poco entró un joven muy simpático y bien vestido, a quien todo Madrid llama familiarmente Manolo Tarfe. Yo le había conocido en aquella misma casa poco antes de mi partida para Cádiz y Ceuta, y no tuvo necesidad Beramendi de presentarme a él. Comprendí que entre los dos estaba el juego y se escondía la clave de aquella conspiración o mundana intriga. Lo primero que me dijo Tarfe fue que me afeitase toda la cara, limpiándomela del bigote y de las barbillas ralas con que adornada la tengo en la presente edad histórica... Ya no hay duda de que me disfrazan de clérigo para esa misión que me va pareciendo una humorada carnavalesca. ¿Qué será? Por Dios que rabio de curiosidad, y que doy gustoso mis barbas por salir de esta incertidumbre.

Ante mí hablaron de política Tarfe y Beramendi. Ambos son partidarios frenéticos de O'Donnell; quieren que éste, al volver de África victorioso, se revista de la mayor autoridad, y tome aliento para una dominación estable, implantándonos aquí una imitacioncita del Imperio francés, segundo de este nombre. No hay ahora en España más fuerza que la Unión Liberal, sincretismo, como algunos dicen, que es la última palabra de la ciencia política, fuerza que ha de ser liberal para las ideas y despótica para las acciones, conciliadora del progreso y la tradición, con proyectismo largo de obras   —135→   públicas y de fomento material, enseñando siempre la estaca para que el país obedezca y olvide las bullangas. La Unión Liberal quiere ilustración y silencio; quiere mejorar a España de comida y ropa, manteniéndola en el encantamento de las glorias militares. De lo que dijeron colegí que confían en el porvenir, y que su ídolo, don Leopoldo, tiene cuerda política para mucho tiempo; pero algún recelo dejaron entrever, algún misterio se esconde en las altas esferas, que a mis dos amigos trae inquietos y cavilosos.

No pude enterarme bien de los motivos de esta inquietud, porque Tarfe ponía frenos a su palabra, como no queriendo expresarse con claridad delante de mí. No obstante su discreción, bien dejaba comprender que estamos sobre un volcán (así solemos designar el próximo estallido de una conflagración); que este volcán no es revolucionario al modo democrático y popular, sino que alimentan su fuego poderes muy altos... ¿Pero a qué devanarme los sesos por descifrar el enigma, si poco había de tardar la satisfacción de mi curiosidad? Beramendi, cuando me despedí, me ordenó volver a la noche, para ponerme en autos de lo que debo hacer, y darme sus instrucciones con la prolijidad que exige asunto tan delicado.

Acudí puntualmente, y el criado me notificó que el señor Marqués había salido a un asunto urgente, y me suplicaba que le esperase. Por dicha mía, fui recibido por la señora Marquesa, que me acortó el plazo de   —136→   espera con una graciosa y amena plática. Es mujer tan amable y discreta, que, oyéndola, no repara uno en la poca gracia de su talle y rostro. «Pues verá usted, Santiuste -me dijo haciéndome sentar a su lado-. Yo me alegro de que Pepe haya tenido que salir, porque así puedo darle a usted mi parte de instrucciones. Yo también conspiro; yo también me entretengo en mis trabajitos de zapa. ¿A usted no le han dicho aún Pepe y Manolo que anda por debajo del suelo que pisamos una tremenda conjuración? Pues yo se lo digo para que tiemble un poquito. Yo, si he de hablar a usted con franqueza, no he temblado ni pizca cuando lo he sabido. ¿Quién conspira? Los absolutistas. ¿Quién los mueve? Pepe y Manolo, que son los descubridores de tal enredo, me aseguran que los hilos de la conjura los mueven dos grandes familias hermanas, la una fuera de la Península, la otra en nuestra propia casa, y llamo así a Palacio, porque Palacio es la Nación... por el lado solariego y heráldico. ¿No tiembla usted?».

-No, señora: ni el más ligero temblor me sacude los nervios... Me asombro, sí, de que ahora no se azoten las dos ramas, sino que se injerten y se unan. ¿Contra quién? Contra España y la Libertad, ¿no es eso?

-No sé qué contestarle, amigo Santiuste; porque como no creo en ese fragmento de historia inédita que han descubierto Pepe y Manolo, tampoco sé contra quién vienen las dos ramas unidas... Me figuro   —137→   que es contra la Unión Liberal, contra el justo medio, etcétera, etcétera... Usted lo entenderá mejor que yo. Lo que veo con claridad... y con mucho disgusto, créame usted, es que Pepe, con estas cosas, está medio loco. Es hombre que, a poquito que se exalte, recae en una dolencia que llama efusión popular, efusión estética... Nada, tonterías... pasión de ánimo, entusiasmo ardiente por cosas que maldito lo que le interesan... Su cerebro es muy delicado, propenso a la congestión de ideas. Gracias que me tiene a mí para el alivio de sus manías y aligerarle la carga excesiva de sus cavilaciones. Soy el sangrador de su pensamiento.

-Sangradora, médica, inteligencia de primer orden. Yo me permito una pregunta: ¿está usted plenamente convencida de que es absurdo y fantástico lo que han descubierto el Marqués y Manolo Tarfe?

-Le diré a usted con toda franqueza que me he reído con los cuentos de la tal conspiración, como con una comedia de esas que son obras maestras en el arte de los disparates... Me he reído, me he reído... pero al fin, tanto me dicen, y tales razones me dan, que he concluido por ponerme seria. Si no afirmo que las dos ramas estén de acuerdo para darle un papirotazo a la Constitución, tampoco me atrevo a negarlo... En la duda, espero con un poquito de temor y con otro poquito de tentación de risa.

-Pues si usted teme, aunque sea riendo,   —138→   pensemos que es verdad, y confiemos en el hombre del día, don Leopoldo O'Donnell...

-Ayer le ha escrito Pepe contándole estos líos, y dándole prisa para que arregle pronto los asuntos moros, y acá se venga con su Ejército... Pero me temo que O'Donnell lo tome también a risa, y que al venir se encuentre en el trono de España a un Rey con quien no contaba: Su Majestad Carlos VI.

No pude contenerme; solté una risa franca, infantil, y contagiada de mi buen humor la ilustre señora, los dos concluimos en sonoras carcajadas sin poder articular palabra alguna. La primera que pudo pronunciar algo inteligible fue María Ignacia, que dijo: «Temblemos, señor de Santiuste, que el caso no es para menos, y temblando podremos recobrar la seriedad».

-Creo, como usted -dije yo-, que esta comedia es el supremo arte de los disparates graciosos... Y en comedia tan chusca voy yo a desempeñar un papel de clérigo: ya me han traído la ropa.

-Las cosas que inventa mi buen marido, no se le ocurren a nadie. Menos mal si con estas tonterías se distrae... Y a propósito: oiga usted mis instrucciones, y sígalas al pie de la letra... Pero entienda que las instrucciones mías son reservadas, y que de esto no debe usted darse por entendido con Pepe... Irá usted, según creo, a un país que está preparado para levantarse en armas al   —139→   grito de Carlos VI Rey. No se meta usted donde haya jaleo de tiros y bayonetazos, ni nos describa batallas sangrientas, sobre todo si en ellas ganan los facciosos. Mucho cuidado con esto, Santiuste, porque Pepe, cuando le hablan de triunfos del absolutismo, se me pone tan perdido de la cabeza y tan arrebatado del temperamento, que me veo y me deseo para traerle a la tranquilidad. Siempre que haya encuentros y agarradas feroces, con heridos y muertos, tenga usted cuidado de decirle que ganan los liberales... Fíjese bien, Santiuste: que ganan los liberales... Si a mal no lo toma usted, le recomendaré que hable poquito de las salvajadas de la guerra civil. Cuéntenos las guerras y batallas de usted mismo, sus aventuras, cuitas o calamidades; descríbanos costumbres no conocidas, sucesos que se aparten de lo vulgar, escenas pintorescas, como lo que le pasó a usted en el Fondac; píntenos personas ridículas o hermosas, la blancura de Yodar, la fealdad negra de Bab-el-lah, las hechicerías de Mazaltob... Esto le encanta extraordinariamente a mi marido. Anoche pasamos un rato delicioso leyendo el pasaje de la invisible odaliscaErhimo, y luego, hasta muy tarde, estuvimos discutiendo siEl Nasiry le engañó a usted o no con aquella salida de que la esclava es tuerta y le huele mal la boca... Pepe sostiene que hubo engaño y que Erhimo es una preciosidad; yo estoy por la contraria: creo que no hubo trampa,   —140→   que Erhimo es tuerta y sucia, y que fue una gran suerte para usted la imposibilidad de libertarla.




ArribaAbajo- XV -

No seguimos, porque entró Beramendi. Su discreta esposa nos dejó solos, después de decirle que ya me había informado de la terrible conspiración, y que habíamos temblado y reído de aquel arcano tremebundo y jocoso. De mal temple venía el Marqués, sin duda porque acababan de darle informes nuevos, alarmantes. Ampliando lo que yo por su esposa sabía, díjome que el actual plan del absolutismo no es un risible sainete, sino un drama con gran arte compuesto. No se trata de quitarle la corona a Isabel II, sino de cuajar el pacto de familia, aprobado ya, según dicen, por una parte y otra. La rama femenina accede a bajar del trono, con tal de ver restaurado el poder absoluto, puesta en la cumbre la fe católica, y la Libertad en la situación que tiene el diablo a los pies de San Miguel. Desde que la Revolución de Julio del 54 aterrorizó a la familia reinante, andan los de acá y los de allá en tratos y contubernios. Dicen, y no les falta razón, que conviene sacrificar algo para no perderlo todo. El Rey Francisco y don Carlos Luis, heredero de los derechos de Carlos V, han tirado de pluma grandemente   —141→   en estos años, y de su continuada correspondencia furtiva ha salido al fin el amasijo. Don Carlos Luis, Conde de Montemolín, subirá al trono con la denominación de Carlos VI... La actual Reina Doña Isabel y su esposo se avendrán a una jubilación decorosa, conservando título y honores de Reyes... El hijo de Montemolín se casará con la Infanta Isabel, y subirá al trono cuando cumpla veinticinco años... Isabel y Carlos reinarán juntos con igual derecho majestático 2, y se titularán Segundos Reyes Católicos...

«Esto es lo fundamental -añadió Beramendi-. De los principios políticos que han de ser alma de este cuerpo, no tenemos noticia exacta. Presumimos que caerá hecha cisco la Constitución, y que se hará un llamamiento a todos los beatos furibundos para que vayan preparando la traída de la Inquisición y demás zarandajas... ¡Y que no han tenido poco arte para organizar el movimiento! Existe, aunque esto te parezca mentira, una Comisión regia suprema, organismo hipócrita que se ajusta dentro de las piezas del organismo visible del Estado. Esta Comisión, compuesta de personas afectas al Pacto de familia, se ha dado buena maña para meter en todas las Capitanías Generales individuos que trabajan en la sombra, y que han extendido por España una red de voluntades absolutistas. Tiene ya la red tal extensión, que no sé lo que aquí pasará si O'Donnell y su Ejército no   —142→   vuelven acá de un brinco. Confían los montemolinistas en que don Leopoldo tiene quehaceres en África para un rato, y activan su organización... Bien se ve que quieren aprovechar esta soledad de tropa, las Capitanías Generales en cuadro, las plazas desguarnecidas... Lo peor, querido Confusio, es que si no miente el público secreteo, también en el Ejército de África hay militares de todas graduaciones a quienes ha comprometido para el alzamiento la maldita Comisión regia suprema. No quiero pronunciar ningún nombre ni dañar a ninguna reputación, mientras no sepa la verdad. Dudo ya de todo, y no aseguro ni niego la incorruptibilidad de nadie... Vendrán los hechos, y todo se aclarará... La Historia que cuchichea me fatiga, me enloquece. Venga de una vez la Historia que grita, aunque nos traiga desengaños y catástrofes».

-No pongamos tanta atención en la Historia inédita -le dije yo-, en el caudal corriente de las conversaciones de hombres ociosos, porque gastando nuestro corazón y nuestra mente en idear y sentir con intensidad y en falso, derrochamos un tesoro anímico, sin sacar de ello más que los pies fríos y la cabeza caliente... Y pues tengo yo que ir a donde están encendiendo la hoguera facciosa, dígame ya qué tengo que hacer. Si efectivamente he de hacerme pasar por clérigo, sepa yo qué clase de órdenes debo figurar en mí, pues como sean más de las menores, en gran compromiso he de verme.

  —143→  

-Vas a un país revoltoso, nidal de fanatismo y partidaje, donde encontrarás infinidad de clérigos que habrán limpiado ya las armas para lanzarse a pelear por Carlos VI. Conviene que con los curas pacíficos, así como con los valentones, hagas buenas migas. Llevarás cartas de recomendación muy eficaces. Con esto y con hacerte tú el apocado y el santito, dando a conocer tus sabidurías de cosas dogmáticas y litúrgicas, andarás por todo el país sublevado sin que nadie te moleste, y observarás, y recogerás gran conocimiento, que me irás contando por escrito, cuándo y dónde puedas. Hablemos ahora del nombre que te he puesto, y que va ya expresado en las cartas de recomendación. Yo creo que el Confusio te va bien para segundo apellido. Quédate con el nombre de pila, añadiéndole un patronímico cualquiera, y llámate Juan Pérez de Confusio. ¿Qué te parece?

-Como el Confusio no les suene a mentira o artificio, paréceme que no está mal mi nuevo nombre, y que da cierto eco de personalidad erudita y casi filosófica.

-Verás cómo no te faltan lances peregrinos, quizás conquistas más afortunadas que las de Marruecos. Aplica toda tu atención y el sortilegio de tus gracias a las amas de cura, que por allá entiendo que las hay muy guapas. Si pescas alguna, puede serte de mucha utilidad para el estudio esotérico de nuestras guerras civiles... Las cartas que llevas han de abrirte holgados caminos. A   —144→   más de las que yo te daré, Manolo Tarfe te está preparando algunas que te causarán asombro cuando las veas. Hoy está en Aranjuez. ¿Sabes a qué ha ido? A conseguir que te recomiende una monjita de San Pascual, parienta suya. Manolo es de la piel del diablo para estas cosas. En ellas está como el pez en el agua, y cuando le toma el gusto a la intriga, se embriaga con las dificultades, y acaba por realizar verdaderos prodigios. Con decirte que pretende sacarle a sor Patrocinio una carta para no sé qué Provincial o Prepósito de allá, está dicho todo. Nada, hijo, que irás bien favorecido y hasta popeado de monjitas y con olor de santidad... No te quejes. Quisiera yo ser tú, y andar en esos trotes... Mañana, ya dispuesto, limpio de barbas, te vienes a recibir las cartas y nuestras últimas advertencias, que por la tarde sin falta has de salir. ¡Dichoso tú mil veces! Tú vives en España, tú la tratas íntimamente, tú gozas de ella y en ella engendras los hijos de tu fantasía...

Afeitadito, con todo el aire de un motilón ordenado de menores, me presenté al día siguiente en la casa de mi protector, donde ya me aguardaba el saladísimo Tarfe con las cartas que había conseguido en San Pascual, de Aranjuez. Una le fue dada por su prima doña Margarita de Barcones, monja profesa; otra llevaba la respetable firma de don Mateo Valera, administrador del Real Sitio, y la tercera ¡ay!, la tercera traía todo el olorcillo de un sagrado mensaje. Habíala escrito   —145→   la mano divina y llagada de la Madre reverenda. Iba dirigida al venerable Vicario de Ulldecona, varón docto y bien calificado de virtudes, carlista por los cuatro costados, con brillante hoja de servicios en la anterior guerra civil, que ilustró con ruidosas hazañas. De mí decía la carta lindezas que debo agradecer, aun considerándolas dictadas de la travesura de Tarfe. Yo soy, según la carta, un joven de buena familia, aplicadito desde mi tierna infancia a la piedad primero, a los estudios religiosos después. Descuellan en mí las virtudes de humildad y castidad, las cuales, con el adorno de mi sabiduría, me hacen amable, y dueño de la simpatía de cuantos me tratan. ¡No me pusieron poco hueco los elogios que hacía de mí la santa Madre!... Mis nobles amigos me recomiendan con la seriedad más socarrona que procure hacerme digno del concepto que merezco, y me exhortan a seguir la senda de aplicación y honestidad por donde llegaré a coger la breva eclesiástica que Dios reserva a sus elegidos. En la carta de la Madre, así como en las otras que Tarfe me ha traído, se dice que voy a completar mis estudios en el Seminario Tarraconense, al paso que tomo posesión de una capellanía heredada de mis ilustres antecesores... Bueno, señor. Adelante con la farsa, y Dios me saque vivo y sano del laberinto en que quieren meterme estos exaltados caballeros.

Pasé un rato delicioso oyendo a Tarfe la descripción del interesante convento de San   —146→   Pascual, de Aranjuez, cuya importancia histórica quedará bien patente con decir que a él tienen que acudir Narváez y O'Donnell cuando desean el Poder o temen perderlo. Las manos guerreras que han blandido la espada heroica, agarran un cirio y acompañan, con devota flojera de miembros y ojos caídos, las procesiones que alrededor del claustro limpio y oloroso se organizan un día sí y otro no para solaz del Rey don Francisco de Asís. Según Tarfe, la enseñanza de señoritas tiene en aquella casa una organización perfecta, según el moderno estilo francés, sin que falte el adorno de piano y bailecito conforme a etiqueta. La beatísima Patrocinio será lo que se quiera; pero de tonta no tiene un pelo. La placidez y blancura de su rostro mueven a confianza y piedad. En un aposento dispuesto con cierto artificio teatral y amorosas obscuridades que inducen al misterio y la ilusión, tiene la Madre su divino Cristo de la Palabra, el cual, en instantes de pío recogimiento, dice todo lo que debe oír y entender el candoroso espíritu de la Reina. Ya está cansado el buen Señor de recomendar a todos los individuos de las dos ramas borbónicas que hagan las paces y vivan como hermanos; no se ha mordido la lengua para decir que por ningún caso sea reconocido el Reino de Italia, y que se pongan todos los obstáculos a la desamortización y venta de bienes de la Iglesia. O'Donnell y Narváez, a cuyos oídos llegan más o menos pronto los buenos consejos   —147→   del Santísimo Cristo, no saben a qué santo encomendarse para dejar contentos a todos, Trono y Pueblo, Altar y Tribuna.

Recorrió y examinó Tarfe todo el convento (que allí la clausura no rige con los poderosos), y lo que más maravillado le dejó, despertando en él envidia del ameno vivir de aquellas santas señoras, fue la magnífica pajarera que allí tienen éstas para su recreo. No hay en todas las Españas colección de pájaros tan variada y nutrida. Su Majestad el Rey no repara en gastos para reunir allí las avecillas más bonitas, las más exóticas, las de plumaje vistoso y las de canoro pico. ¡Vaya con el museíto ornitológico! ¡Y que no se embelesa poco la Madre con los tiernos hijuelos que a falta de otros le depara su valimiento! Monjas y educandas se esmeran en instruir a las especies habladoras, familiarizándolas con las formas corrientes del lenguaje. Cuenta Tarfe, y porque él nos lo ha dicho lo creemos, que en la sección de loros hay uno tan bien enseñado, que dice Jesús cuando Sor Patrocinio estornuda.

Escribo en mi casa el final de esta larga epístola, para dejarla con su debido remate antes de lanzarme por el camino de mis desconocidas andanzas. Concluyo diciendo que como el tiempo apremia y tengo que prepararme para la partida, dejé la morada de Beramendi. Éste me dio sus últimas instrucciones en cuatro plieguecillos de papel bien aprovechados de letra, y me encargó   —148→   muy encarecidamente que por el camino me aprenda de memoria el texto de los pliegos, y luego los rompa. A los libros de Teología que llevo, agregó un tomo del Concilio de Trento, El Genio del Cristianismo y la Vida de Jesús del Padre Rivadeneyra. Ha insistido en que no debo escribir con la idea de que sea él mi único lector: conviene que mis relatos vayan mentalmente dirigidos a mayor público y a la misma Posteridad, que nunca podría decir: «de aquella agua no beberé». Sin pensarlo, vengo yo aderezando mis cartas como si hubieran de ser gustadas por innumerables lectores. Ahora lo haré con más determinado propósito, alentado por mi Mecenas, el cual me recomienda una y otra vez que, por miedo a una publicidad remota, no recorte ni desfigure la narración de mis sucesos y trapisondas personales. Está muy bien: como me llamo Confusio, que así lo haré.

Me ha marcado el Marqués este itinerario: saldré en la diligencia de Guadalajara y Zaragoza, siguiendo en ella de un tirón hasta Alcolea del Pinar. En este pueblo, un amigo y colono de mi protector cuidará de encaminarme a Molina de Aragón; traspasaré después la Sierra Menera para entrar en la provincia de Teruel. Las observaciones que haga por el camino me indicarán si debo dirigirme a la noble Alcañiz o a la vetusta Morella. En una o en otra comarca ha de estar la mayor rescoldera del volcán por donde voy a pasearme. Quedo en libertad de escoger   —149→   la ruta conveniente, según lo que oiga y vea por esos endiablados pueblos. Dineros llevo cuantos pueda necesitar, pasaporte en regla, y cartas para señores sacerdotes o caballeros pudientes, que mirarán por mí si me veo en algún peligro. Yo nada temo; confío en mi buena estrella, y en salir con donaire de cualquier mal paso en que mi curiosidad o mi arrebatado temperamento me metiesen.

Arreglo mis asuntos con la patrona; doy la última mano a la ordenada estiba de mi ropa y libros en la maleta; me da el corazón una o más punzaditas al acordarme de Lucila y Vicente, a quienes no veré más... me acuerdo también de El Nasiry, y hago voto de decirle algún día cuatro frescas si descubro que me engañó poniendo lacras y pestilencia sobre el invisible rostro de la hermosaErhimo... Entra Beramendi en mi modesto cuarto; me da prisa. Escribo rápidamente el final de ésta, y se la entrego para que la lea y archive... Adiós, Madrid mío. Ahí te queda un suspiro del pobre Confusio.




ArribaAbajo- XVI -

Foz Calanda, Abril.- ¡Ay qué pueblos, qué posadas, qué caballerías, qué arrieros de Dios y qué caminos del diablo! He recorrido con mala sombra una de las comarcas más   —150→   características de la guerra de facciones. La humanidad, lo mismo que la geografía, se me han representado como expresión viva de la bárbara epopeya cabrerista... Dudo si el país por donde voy hizo la campaña, o es obra y hechura de ella. Ruinas y desolación veo por todas partes, veredas de guerrilleros, emboscadas de asesinos, burladeros naturales para la sorpresa y la traición... Más acá de un pueblo que llaman Cosa, estuve a punto de perecer ahogado, vadeando un río nombradoPancrudo; y al venir de Montalbán a Gargallo, faltó poco para que me despeñara en una sima, por cuyo borde serpentea el camino pedregoso. Las lomas y cerros, de un conglomerado rojizo, eran como sangrienta visión que me seguía tomándome las vueltas. Entre Alcorisa y este lugar donde escribo, se me cambió en próspera la adversa suerte, porque acompañado vine por un cura viejo y bondadoso que, emparejando su jamelgo con el mío, me entretuvo por todo el camino con su conversación amena. Mi buena facha, mi lenguaje modoso debieron de cautivarle, porque no esperó a que yo le mostrara las cartas que llevo, para ofrecerme, como párroco de este pueblo, campechana hospitalidad en su casa.

Y aquí me tenéis bien alojado y bien comido en esta vivienda modesta, mas no desprovista de sabrosas vituallas; vedme tratado hidalgamente por el cura, que es un bendito, y asistido hasta con mimo por dos amas viejas, corcovaditas... El sitio y las   —151→   personas me recordaron los tranquilos días de Samsa, en las inmediaciones de Tetuán... Aquí recibo los primeros rumores del anunciado alzamiento que motiva mi viaje, noticias que al cura y a mí nos han parecido fantásticas. Mi buen párroco no es menos pacífico que yo ni menos aborrecedor de la guerra... Como digo, las noticias traían todo el cariz de un tremendo embuste. Ved la muestra: El Rey Carlos VI había desembarcado en los Alfaques con un poderoso ejército. ¿De dónde venía? De la isla de Ibiza o de islas de Italia: a punto fijo no se sabe. Al desembarcar en tierra española se pronunció Tortosa... Ya iba el Rey camino de Zaragoza, engrosando a cada paso su ejército, pues todas las tropas de Isabel se agregaban a las de su primo...

Con recelo de que tal notición fuera verdad, un ejemplo más de la verosimilitud de lo absurdo en nuestra patria, me dormí aquella noche, arrullado de mi cansancio, y a la mañana siguiente, cuando una de las viejas me trajo el chocolate, entró don Miguel Castralbo, que tal es el nombre de mi huésped, y me dijo: «Ya van llegando vientos de verdad, que desvanecen las mentiras que oímos anoche, señor de Confusio. Parece cierto que ha llegado el Montemolín con tropas sublevadas de no sé qué islas; pero no ha tenido, al parecer, recibimiento feliz, porque los mozos que de estos pueblos salieron armados para guerrear en la facción, vuelven a toda prisa. He visto a algunos; les   —152→   he preguntado, y no dicen más sino que vuelven y corren para acá, porque han visto que a la carrera volvían los de Calanda y Alcañiz. Por allá deben de soplar aires de miedo... Mientras fijamente no se sepa lo que ocurre, yo que usted, señor de Confusio, no me movería de ésta su casa, donde puede estarse todo el tiempo que le pida su cansancio». Las amas, que ya empezaban a tomarme ley, apoyaron con chillones encarecimientos esta exhortación a la holganza; di las gracias, y echándomelas de muy valiente, les aseguré que, aunque hubiera de pasar por el cráter de un volcán en erupción, seguiría mi camino sin vacilar... Discutimos; no me convencieron... Partí.

Alcañiz,Abril.- En Calanda y aquí he visto confirmadas la dispersión y retroceso de los que iban al juego de la guerra civil. Alojado estoy en un decente parador, y por la ventana de mi cuarto, que da a la plaza, veo el lindo frontispicio del Ayuntamiento. Me encanta este rincón monumental casi tanto como las dos mozas que me sirven, la una tirando a lo gótico, la otra a lo ático... Nada, que me gusta este pueblo, en el cual he admirado bellas iglesias románicas y del Renacimiento, amén del mujerío, que es de orden compuesto, quiero decir, de la hermosa mesticidad celtíbera y moruna... Los compañeros de mesa me han informado del levantamiento carlino, calificándolo de fracaso tan escandaloso y grotesco, como ha   —153→   sido insensata y absurda la intentona. Dijo uno que Montemolín había venido de Mallorca con la guarnición sublevada de aquella isla; otro aseguró que vino de Marsella; un tercero puso las cosas en su lugar, refiriendo que de Baleares llegó el general Ortega, cabeza visible del alzamiento, con las tropas de su mando, las cuales al punto de tocar tierra se llamaron andana y dejáronle solo... Pronunciamiento más desatinado no se había visto, ni operación militar que más se pareciese a una correría de traviesos muchachos.

Como liberal habló uno de los huéspedes, desatándose en injurias contra los montemolinistas y sus auxiliares por haber hecho tal barrabasada cuando tenemos en África casi todo el Ejército. Alzáronse al oír esto voces que apoyaban al preopinante, otras que lo contradecían, y del extremo de la mesa soltó un bárbaro la bomba de que algunos de los Generales de África estaban comprometidos, entre ellos Prim. ¡Jesús, la que se armó cuando el nombre del héroe sonó en medio del tumulto! El que parecía liberal dijo al otro que mentía: mediaron tonantes vocablos de cólera; levantáronse uno y otro, y venciendo a saltos el espacio que los separaba, agarráronse de manos y tiráronse de pelos... A separarlos corrimos los demás; yo fui de los más presurosos en poner paz, lo que me costó un rasguño, varios pisotones, y en el brazo izquierdo un golpe que me hizo ver las estrellas.

  —154→  

Ulldecona, Abril.- El hilo que solté en el comedor de Alcañiz, lo recojo ahora para proseguir desde aquel punto la relación de mi viaje y aventuras, que hasta los últimos días, en lo que ahora voy a contar, no ofrecen sino sucesos comunes indignos de ser escritos. Salí de Alcañiz con marcada variante de mi rumbo presupuesto, porque las muchachas bonitas, gótica la una, ática la otra, que servían en la posada, me aconsejaron que no tomara el camino de Valdetormo y Calaceite, directo a Gandesa y Tarragona, porque allí corría el riesgo de que me salieran, si no facciosos, bandidos que en aquellos caminos y puertos hacen de las suyas. Demostrándome más interés que el que yo merecía por el simple hecho de alabarles la hermosura, me señalaron como más práctico y seguro, aunque más largo, el camino que, cortando tierras del Maestrazgo, va a salir por la Cenia a las tierras bajas del Ebro. Así lo hice, y llegado sin tropiezo de ladrones a donde ahora me encuentro, no puedo decir si el consejo de las lindas mozas a mi ventura o a mi perdición me ha conducido.

Toda la noche anduve en una tartana que iba nada menos que a Vinaroz, y llevaba, a más de mi persona, dos monjas de una Orden para mí desconocida, viejas y adustas, y un señor de edad provecta, con trazas y rudeza de hombre de mar. Ni ellas ni él hablaban más que catalán cerrado, que yo no entendía, y todos mis esfuerzos para entablar   —155→   conversación me resultaron inútiles, viéndome condenado a un hosco silencio que me hacía más molestos los tumbos y sacudidas espantosas de aquel vehículo del diablo. Aun entre sí, no eran comunicativos mis compañeros de suplicio, pues las monjas no hacían más que rezar, y el marino, si es que lo era, compartía el tiempo entre las modorras con ásperos ronquidos y las maldiciones seguidas de toses y carraspeos. Nunca tuve ni padecí travesía tan mala y tediosa.

En vano traté de congraciarme con las monjas, haciéndoles comprender mi carácter sacerdotal, ya con algún latinajo, seguido de exhortación a la paciencia, todo sin venir a cuento, ya procurando que el gesto y el mirar expresaran mi estado y mansedumbre; pero ni por ésas. No he visto seres más huraños y recelosos. Sin duda son religiosas de clausura que, al ir de trasiego de un convento a otro, van espantadas por el mundo, como el ganado lanar cuando lo hacen pasar por las calles de una población... Mi terrible encierro con semejantes fieras tuvo su fin en un caserío de cuyo nombre me alegro de no acordarme, pues en él mis desventuras no hicieron más que cambiar de forma. ¡Qué tal sería el pueblecito, que me vi y me deseé para encontrar algo parecido a un colchón donde tender mis huesos por unas cuantas horas, y algún alimento con que engañar el hambre! Habíanme dicho que allí abundaban las tartanas de alquiler;   —156→   pero ninguna pude hallar, ni aun ofreciendo pago doble y triple de lo acostumbrado. ¿Dónde diablos estaban las tartanas? Una vieja cejijunta, displicente y con ojos de sibila, me dijo que los coches se habían ido a los juncales del Ebro, y allí se los había tragado el fango.

Al cabo de mil diligencias y pasos fatigosos, me sacó de mis apuros un trajinante con quien ajusté dos caballerías, una para mí y otra para él como escudero y portador de mi maleta. Y heme otra vez en camino, a media tarde ya, sufriendo la bofetada continua de un viento que de cara nos azotaba cruelmente. Ambas caballerías venían cansadísimas de anteriores trabajos, sin pienso, y para curarlas de su pereza no había otra medicina que los palos. Mi jaco era de tan aviesa condición, que en algunos repechos del camino no andaba ni adelante ni atrás... Fue mi viajecito más triste y desesperante al entrar la noche; el viento no amainaba; los caballos vengaban en mí la ruindad de su amo; a éste hubiera dado yo los palos que las pobres bestias recibían; eché de menos la tartana de la noche anterior, y acordándome de las monjas, me las figuré graciosas y amables: tal era mi furor en aquella desgraciada travesía. Para mayor enojo mío, el maldito jayán escudero se había vuelto mudo. Hacíale yo preguntas, que bien respondidas habrían dado algún alivio a mi dolorosa impaciencia. ¿Tardaremos mucho? ¿Cuánto hay de aquí a la Cenia? ¿Qué caserío   —157→   es éste?... Pues el muy bestia, resguardándose con la blandura de su manta el pecho, pescuezo y boca, o no decía nada, o me soltaba un ronco mugido, como un mastín con más ganas de morder que de ladrar.

Deploraba yo además la soledad, el no encontrar arrieros ni caminantes; y tanto silencio y monotonía, sin oír otra voz que la del viento ni ver caras de personas, me desesperaba... «¿Pero dónde estamos? ¡Qué país tan desolado y triste!». A esto, mi escudero no decía más que muú, y en mí se acentuaban las ganas de pegarle un tiro... Grande alegría me causó de improviso ver una luz lejana. ¿Estaría en aquella luz el paso de la barca? Muú... ¿Era luz de un farol, luz de un hacho? Muú... Los caballos, contagiados de mi impaciente gozo, avivaron un tanto su perezoso andar... Nos acercábamos a la luz, y la luz hacia nosotros venía presurosa... Por fin, me vi frente a unos cuantos hombres que gritaron ¡alto! La luz era una antorcha resinosa, los hombres un hato de bárbaros insolentes. Vestían el traje catalán con faja colorada, y en vez de barretina llevaban pañuelo liado a la cabeza, a estilo valenciano más que aragonés. Todos iban armados con escopetas, trabucos o pistolas. Mi primera impresión fue que había caído en poder de bandidos. Luego, oyendo sus preguntas atropelladas, me creí frente a una de esas terribles organizaciones político-militares que llamamos partidas.

Mi escaso conocimiento del catalán me   —158→   bastó para entender las preguntas que me hicieron aquellos brutos: «¿De dónde vienen ustedes? Sepamos quiénes son... ¿A dónde van? ¿Han dejado atrás fuerzas del Ejército? ¿Viene Guardia civil?». Contestabamuú mi escudero, y yo, con mejor tono y cortesía, expresé la verdad. No debí de convencerles... desconfiaban de mí. Con malos modos me mandaron que me apease. Uno me tocó todo el cuerpo, preguntándome si llevaba pistolas. Díjeles que, como sacerdote que soy, no llevo armas ni para nada las necesito. Hablaron de registrar mi maleta, y no me opuse: al contrario, abriéranla cuando quisieren, y verían en ella tan sólo mi ropa, mis libros de religión, y las cartas que llevo para diferentes personas del clero y la nobleza, todas muy calificadas... El que parecía sargento de tan desaliñada tropa me mandó con grosero despotismoarrear a pie, y obedecí silencioso, emprendiendo la marcha rodeado de aquellos gandules. Delante iba el que alumbraba. La antorcha, con la furia del viento que desgreñaba la llama y consumía las hebras de fuego deshaciéndolas en chispas, perdió su fuerza y su luz; el viento devoró las últimas ráfagas, dejándonos a obscuras. Seguí yo andando a trompicones, sin saber dónde ponía los pies. A mi lado iba el sargento o lo que fuese; detrás mi escudero; uno de la partida llevaba de la brida los dos rocines, que agradecieron mucho que se les aliviara de nuestro peso... Nadie pronunciaba palabra, como no fuera   —159→   para decirme brutalmente que arreara cuando el temor de caerme en un hoyo o de tropezar en una piedra obligábame a moderar el paso.

Y en aquella procesión lúgubre, me acordé de las instrucciones consignadas en los pliegos de Beramendi, leídos cien veces por mí entre Madrid y Guadalajara, y después de bien aprendidos, rotos y dados al viento. Descollaba en mi memoria un substancioso parrafillo, que así decía: «Si llevas muchas probabilidades de ser obsequiado de curas, favorecido por sus amas, y de que todos se rindan a tu talento y simpatía, también las llevas de caer en manos de guerrilleros feroces, que te fusilen por primera providencia. En este caso, mi querido Confusio, sabrás morir como cristiano caballero y como sacerdote, apartando con desprecio tus ojos de las vanidades humanas, y volviéndolos a la vida perdurable, donde hallarás el premio de tus virtudes».




ArribaAbajo- XVII -

«¡Ay de mí! ¡Pues tendría gracia -pensé yo en el obscuro camino- que estos animales me pegasen cuatro tiros!...». Pensándolo, vi luces rastreras, como de farolitos llevados a mano... Se movían delante de nosotros, con lenta derivación hacia la izquierda... Este mismo rumbo tomamos siguiendo   —160→   un recodo del camino... Cuando estuvimos cerca distinguí un grande y negro caserón, y varios hombres que con sus propias sombras se confundían. Del grupo se destacó un corpacho. Le vi llegarse a mí. Era un sujeto de muy aventajada estatura, cincuentón, y vestía con más decencia que los otros. «Este tío -pensé yo- será el capitán de la partida. Su facha es de persona de calidad, aunque el gorro de pieles que trae calado hasta las orejas le da cierto aspecto de ferocidad montuna». De sus hombros pendía suelto de mangas un capote. Toda su ropa era negra, y el pantalón gris colán; llevaba botas de alta caña. Apenas llegó frente a mí, repitió las preguntas de los otros con voz tan bronca y adusta, que temblé al oírla, y me dije: «Este tío me va a dar un disgusto». Reiteré mi respuesta: que yo no sabía si venían o no detrás de nosotros tropas del Gobierno. «Pues un batallón salió esta mañana de San Mateo -dijo el talludo y truculento señor-. ¿Dónde están esas tropas? ¿Han ido a Vinaroz?... Si saben ustedes el camino que han tomado y no quieren decirlo, a uno y otro les participo que lo pasarán mal...». Y otra cosa: «La Guardia civil de los puestos de Chert y Ballestá, ¿dónde se ha ido? ¿Por ventura supo que estamos aquí y nos cogió miedo?». Yo declaré no saber nada, y poniendo en mi acento toda mi sinceridad, esperaba que mi inocencia quedaría bien clara. El que yo creía sargento habló en voz queda con el cabecilla. Y éste ordenó que   —161→   se nos registrase detenidamente. Entramos todos en el caserón, y el hombracho iba tras de mí rezongando con ira y mofa: «Ha dicho que es sacerdote... Ya lo veremos. Y trae cartitas de recomendación... Las veremos, sí, señor, las veremos, y ojalá sean para quien yo me figuro».

Metidos en un cuarto estrecho, donde vi una mesa manchada de vino, porrones medio vacíos, cortezas de pan, una silla de paja con el asiento casi deshecho, y un banco desvencijado como los que hay en ínfimas tabernas de aldea, se procedió al registro de mi maleta, el cual fue por extremo detenido y escrupuloso. El cabecilla presidía la operación en pie, junto a mí, y no quitaba ojo de lo que iban sacando los registradores. Éstos eran dos, y dos brutos más habían entrado para mi custodia. Desdoblaban la ropa, y en las prendas que tenían bolsillos no había hueco ni pliegue que no escudriñaran. Los libros eran cogidos por el jefe, que al leer las portadas con cierto énfasis, revelaba más sorpresa que pedantería. Cuando salió de entre otros papeles mi pasaporte, le echó con avidez la garra, y leído por dos veces, dijo entre burlón y receloso: «¡Qué apellido tan raro éste de Confusio!... Es la primera vez que veo un cristiano que así se llame». Yo le advertí humildemente que la familia de los Pérez de Confusio es muy conocida en Medinasidonia y otros pueblos de la provincia de Cádiz. Antes de que pudiera oírme, vio las   —162→   cartas de recomendación, y cogido el no pequeño rimero de ellas, las fue examinando, y a cada nombre que leía, soltaba de su boca una breve expresión de asombro, acompañada de un mohín de labios o chasquido de lengua. Las expresiones eran: «¡Anda!... ¿Pues y ésta?... ¡Vaya, vaya!... Bien, bien...». Al llegar a una que despertó su interés más que las otras, rápidamente la desdobló y con ansiosa lectura enterose de su contenido, pasándola de la cruz a la fecha. Después, sin mirarme, volviose a los bárbaros, que, una vez vaciada la maleta, golpeaban el fondo y costados por si el sonido les denunciaba trampa o secreto, y con imperiosa voz les dijo en catalán: «Ea, basta ya: ¿no veis que no hay nada? ¡Pues no sois poco sobones!... Digo que basta... Idos afuera». Salieron los hombres atropellándose, que ya sabían cómo las gastaba su jefe; cerró éste la puerta, y llegándose a mí, me indicó con ademán cortés que me sentase... Obedecí al momento. No me dio tiempo a pensar nada de aquel extraño cambio de voz y maneras, y antes de sentarse frente a mí, me habló en castellano neto de este modo: «Al ver esa carta para el Vicario de Ulldecona, me picó tanto la curiosidad, que...».

-Puede usted leerlas todas si gusta -le contesté, correspondiendo a sus buenos modos con los míos.

-No... gracias, señor de Confusio... Pues ha de saber usted que el Vicario de Ulldecona soy yo.

  —163→  

Prorrumpí en exclamaciones de sorpresa, y atropelladamente me congratulé de la felicísima casualidad que me deparaba el Acaso, o por hablar mejor, la Providencia. ¡Quién había de decirme...! «Vea usted, señor Vicario, cómo las situaciones más desfavorables, o si se quiere más obscuras y pavorosas, se iluminan de improviso por el divino rayo de la verdad».

-Exacto: usted me temía, y ahora un rayo de verdad nos hace amigos... Pero no me llame usted señor Vicario, que en esta diócesis no está en uso tal denominación. Soy el Arcipreste de Ulldecona. Más de una vez he dicho a la Madre, cuando he tenido que escribirle, que no me llame Vicario, sino Arcipreste; pero no se acuerda, no se acuerda... Y ante todo, ¿cómo está la Madre?

-Tan buena... Fresca como una rosa, y sin perder nada de aquel despejo, que es, digo yo, uno de los dones más maravillosos que debe al Señor.

No me pareció muy vivo el interés del Arcipreste por la bendita y llagada monja. Su pregunta no había sido más que fórmula fácil de rudimentaria cortesía. Al instante varió de conversación. Refregándose la frente con una mano, después con otra, como quien quiere aligerar su pensamiento de preocupaciones y cuidados opresores, me dijo: «Se habrá usted enterado de lo que aquí pasa...».

-Sí, algo sé. En Alcañiz oí noticias confusas,   —164→   incompletas... Desembarco de tropas en los Alfaques.

-En San Carlos de la Rápita desembarcó la locura. Venía guiada por la necedad, y a recibirla salió la ceguera. ¡Ja, ja!... ¡Y nos habían hecho creer que todo lo tenían muy bien dispuesto... que Francia estaba en el ajo... que Madrid se pronunciaba, que Palacio se pronunciaba, y que Prim en África se pronunciaba!... ¡Majaderos, canallas, mentecatos!... Lo que aquí se pronuncia es el sentido común, que no quiere ser español, y se va; la vergüenza, que se va; el arranque y las ternillas de hombre, que tampoco quieren estar en esta tierra gobernada por mujeres. Bien merecido les está el fracaso, por fiarse de Ortega, por fiarse de los de Madrid, por fiarse de...

Hizo breve pausa, comiéndose el final de la frase... Clavó sus ojos en mis ojos, y posando su mano en la mía, me dijo: «Pues hemos de ser amigos, contésteme pronto a lo que le pregunto: ¿a más de la carta que he leído, no tiene para mí un mensaje verbal de la Madre o de otras personas?».

-No, señor Arcipreste.

-Y para otros señores eclesiásticos o seglares, ¿no trae recadito de palabra, debajo del disimulo de las cartas de recomendación?

-Aseguro a usted -respondí con desahogada sinceridad- que no traigo más que lo que ha visto.

-Por las Ánimas del Purgatorio, o hay   —165→   confianza o no hay confianza... Usted teme... Aún no se le ha pasado el susto de esta sorpresa... Serénese y dígame la verdad.

-La verdad he dicho. Soy un seminarista obscuro, alejado de toda intriga, y aquí vengo no más que al negocio particular de mi capellanía y a mis estudios.

-Así será... Perdóneme. Me pasó por el magín la idea de que nos traía usted instrucciones... que ya no serían instrucciones, sino cataplasmas tardías de los que en Madrid calentaron este movimiento y luego se han quedado fríos, zurrándose de miedo... Pensé que usted venía para decirnos: «Perdonen por hoy, que otra vez será». Veo que se asombra de oírme... Voy creyendo que está completamente en ayunas de todo lo que pasa aquí y en Madrid, y en Francia y más allá de Francia. Si es usted un ángel, nada más tengo que decirle sino que le aproveche su inocencia.

-Un ángel soy, no vacilo en decirlo, en todo eso que a usted tanto le afana.

-¿Y no sabe que contábamos con el apoyo de ese zascandil, de ese peine...?

-¿Quién, señor?

-Es usted, en efecto, el más puro de los serafines si no sabe que nos ofreció protección, y no ha cumplido, ese buscarruidos, ese... no quiero llamarle por su nombre... el marido de la Eugenia...

-¡Napoleón III!

-Así lo llaman los que creen en el imperio francés... ¡Farsa, mujerío indecente!...   —166→   Pues en Madrid, digamos en Palacio, se habrán echado atrás, por influencia de la Inglaterra. ¿No cree usted lo mismo?

-Yo, señor Arcipreste, nada entiendo de esas cosas.

-¿Pero no saben que Inglaterra protege al Progreso y a la Masonería, porque así se lo manda el Protestantismo? Los progresistas cuentan con el apoyo de Inglaterra, protectora de la Unión Liberal, de O'Donnell, de Prim, y de este maldito Dulce, que manda en Cataluña... La Inglaterra se ha metido donde no la llamaban, y Palacio se ha zurrado de miedo. La familia reinante usurpadora había entrado ya por el aro, aviniéndose al arreglo y transacción de los derechos de unos y otros Borbones; acordada estaba ya la forma y modo de establecer la gran Monarquía católica, perpetua y definitiva... y ved aquí que los reinantes de Madrid dicen yo no juego, y se vuelven atrás, dejando a los leales en la estacada... Ello habrá sido por metimiento de la Inglaterra... Pues espérense un poco, que ya recibirán su merecido. Con el apoyo y el dinero inglés, los progresistas y O'Donnell y toda esa taifa darán cuenta del Trono... Créalo usted, señorConfusio: hemos de ver a la Isabel emigrada y sin un real, teniendo que lavar la ropa de la Eugenia para ganarse un triste cocido... No se ría, ángel, que eso lo verá usted, que es un joven, y yo también, que ya voy para viejo... porque irá de prisa, muy de prisa, la descomposición y ruina de las cosas.

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Se puso en pie con viveza juvenil, y abrió la puerta para llamar a su gente. «¡Eh, canalla, venid aquí!». Apenas entró la turba de gaznápiros, el Arcipreste dijo al que me había registrado la maleta: «Pon todo conforme estaba. ¡Eh!, colocar cada cosa en su sitio... ¡Cuidado, bruto!...». Y a otros: «Tú, Gasparó, llevarás a casa la maleta. Tú, Rufulet, coge un farol y alúmbranos». Y a mí: «Señor Confusio, despache a su espolique y véngase conmigo». Salimos... Andando entre bardales, por un caminejo de cuyos peligrosos altibajos me defendía la ondulante claridad del farol delantero, dije al que ya consideraba como amigo: «Señor Arcipreste, ignoro dónde estoy. ¿Es esto Ulldecona?».

-No, señor: esto es Rosell de la Cenia. Tengo aquí una masada, donde suelo venir a pasarme algunos días de campo con mi familia o parte de ella. El lunes me vine acá... quería descansar de los berrinches de estos días, por el desembarco de necios y locos... y de paso, dar gusto a las aficiones, al deber que uno tiene de no perder ripio... ¿Usted me entiende? Me traje unos cuantos escopeteros con idea de acechar el paso de la Guardia civil... Parece que olieron mi presencia, y se fueron por otro lado. Fácil nos hubiera sido merendarnos a los guardias, y lo mismo digo de la tropa, no siendo mucha.

Yo callé. Volví a sentir miedo del hombre en cuyo poder estaba... Pero me dejé llevar   —168→   de él confiadamente, pensando que la mejor regla de conducta en toda vida de aventuras es entregarnos a la desconocida voluntad del Destino, o de su hermana la Providencia. Sin hablar cosa de interés, pues no lo tuvieron las breves observaciones acerca de la molestia del viento y de la obscuridad de la noche, recorrimos en unos veinte minutos el camino que nos llevó a la masada, y en ésta, saludados de perros y recibidos por un viejo y dos mujeres, entramos en el caserón campesino, que al primer vistazo me pareció alegre, holgón, cómodo y bien abastecido para un vivir regalado. Del portal ancho, lleno de aperos, pasé a una gran estancia, donde vi una escalera de fábrica, que a los pisos superiores en dos tramos conducía; al fondo, otra pieza que era la cocina, con resplandor de fogata y excitantes olores de comida, y a derecha mano, un aposento blanco y espacioso con mesa ya puesta para tres personas. Allí nos metimos, y el señor Arcipreste, desembarazado de la gorra de piel y del capotón, se me presentó en toda su gallardía simpática. Era un hombre alto, sanguíneo, vigoroso, de perfecta escultura esquelética y muscular, arrogante de actitud, ardiente la mirada, garboso el gesto. Iluminado de lleno el rostro por la luz de una buena lámpara, su edad me pareció de más de cincuenta años, o de sesenta desmentidos por una salud venturosa. Era su color encendido, su nariz enérgica, su boca desconfiada, el cabello   —169→   espeso, cortado al rape, y blanquecino por las sienes, la dentadura recia y blanca.

A la mujer de mediana edad que recogió el capote y montera, le ordenó que nos diese pronto de cenar, añadiendo: «Para este caballero y para mí solos». Su voz y su acento sonaban a dominante autoridad sin altanería. Otra mujer, de apacible madurez, puso la mesa, en que advertí blancura de manteles y fineza de loza que me causaron sumo agrado. ¡Y con el ama presente, ya eran dos las que yo veía! La tercera apareció después trayéndonos una sopa calduda, hirviente, con huevos, capaz de matar el hambre con sólo la rica fragancia que despedía. Mi apetito era monstruoso, como de náufrago perdido en una isla desierta. Pedí permiso al Arcipreste para caer sobre la sopa con devorantes ansias, y me lo concedió risueño, asegurándome que él haría lo mismo... Y comiendo, no perdía yo la cuenta de las amas que veía, ni dejaba de observar el rostro de la tercera, que era bonita, aunque demasiado pálida, con cierto aire y mohín lacrimoso de Virgen de los Dolores, de buena talla, pero ya deslucidita de pintura y barniz.

De mis disimuladas observaciones me distrajo el señor Arcipreste, dándome noticias de su persona, antecedentes y circunstancias. «Por mi habla -me dijo- habrá usted conocido que no soy catalán. Hablo castellano, sí señor; he mamado esta lengua de los mismos pechos que Cervantes, el portento   —170→   de la literatura, porque nací como él, en Alcalá de Henares, y allí me crié y viví hasta que, ya mocetón hecho, me llevaron mis padres a Híjar, tierra de Teruel. Ésta es mi patria efectiva, pues en ella fui hombre y recibí las órdenes sagradas, desempeñando varios curatos buenos, hasta que me trajo a este Arciprestazgo, diez años ha, mi amigo don Isidro Losa, de quien me viene mi conocimiento con la madre Patrocinio. Mi nombre es Juan Ruiz; añado a este primer apellido el de mi madre, que es Hondón, por lo cual unos me dicen mosén Hondón, y aquí, entre mis feligreses, se ha hecho moda, por aquello de abreviar y dar gusto a la lengua, llamarme Don Juanondón».

En esto vi que con el ama que empezó a servirnos entraba otra. ¡Ya eran cuatro, Señor! Y no era lo peor que fuesen cuatro, sino que la última, o sea la cuarta, era más joven, por lo menos más lozana que la parecida a la Virgen de los Dolores, y seguramente más bonita: una rubia ideal, de azules ojos, cara como las rosas, no muy alta de cuerpo, pero éste muy bien modelado en sus partes todas, y con admirable distribución de carnes en sus contornos y bultos, resultando de tales armonías una combinación feliz de la agilidad y el buen desarrollo. Allí se juntaban las dos bellezas fundamentales: la gracia y la salud.



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ArribaAbajo- XVIII -

Habían acudido al comedor las dos amas, sobrinas o lo que fuesen, porque eran necesarias a nuestro servicio. La joven de dorados cabellos mudaba los platos; la jamona, que era de buen ver, como un ocaso de dorada tibieza, descuartizaba unos pollos que pronto habíamos de comer. Los movimientos de una y otra no se me escapaban, aun poniendo las apariencias de mi atención en don Juan Ruiz, que así proseguía contando su novelesca historia: «En mi curato de Híjar, y antes en los de Albalate y Samper de Calanda, me hice querer de mis feligreses. Siempre fui bueno para ellos: a los pudientes respeté, y a los pobres favorecí cuanto pude. Estalla en esto la guerra, y... Nada, que mi voluntad, lo mismo que mi convencimiento, me llevaron a la causa de don Carlos... Fue un arrebato del corazón, ¡rediez! Me tiraba el campo de batalla. Yo era gran cazador... Me sacaba de quicio la guerra, que es cazar hombres con hombres... Combatí en la partida de Quílez: yo era el ojo y el caletre de la partida, yo su pie derecho, por mi conocimiento del país y de las vueltas de montes, las distancias, alturas, atascos y torrenteras... Pues hice bravamente toda la campaña. Pregúntenle a Ramón Cabrera si cumplí o no cumplí...   —172→   Supe mandar, supe obedecer, supe dar recompensa y castigo... Maté cristinos y urbanos, copé columnas, desbaraté batallones, y aunque usted se asuste, ángel, fusilé prisioneros, no uno ni dos... No hay que asustarse... Fusilé y aterroricé porque así me lo dictaba la ley de guerra... Tiene el soldado su conciencia muy distinta de la conciencia del cura... Nada tiene que ver una conciencia con otra... Las vidas no suponen nada... Por delante de las vidas ha de ir la Causa... y Dios, que es la Causa de las Causas, mira por lo suyo...».

Esto decía acabando de comerse un pollito, pues era hombre de buen diente y mejor estómago. Yo tampoco lo hacía mal. Pidió el Arcipreste vino blanco; acudió la rubia con la botella, y cuando lo escanciaba en los vasos (que allí no vi funcionar el castizo porrón) oí su voz, que me sonó a gorjeo delicioso. El catalán hablado por mujer es una de las más bellas músicas de la boca humana. Así me ha parecido siempre, y más aún en aquella placentera noche... La jamona sirvió después un plato de pescado, y al recomendármelo el Arcipreste como exquisito manjar, me dijo que dispensara la cortedad de la cena. ¡Cortedad, y tras el pescado trajo la rubia un plato de carnaza, y después ali-oli! ¿Señor, qué casa era aquélla?... Como yo alabase la substanciosa y abundante mesa, don Juan Ruiz añadió a su relación histórica este dato interesante:

«¡Bendito sea Dios que me ha concedido   —173→   un buen vivir! Sabrá el señor Confusio, que allá por el 41, un pariente mío por parte de madre, solterón y gran propietario en Belchite, murió... Natural fue que cascara el buen señor, pues ya pasaba de los ochenta... Me quería tanto, y era tan ferviente admirador de mis hazañas en la guerra, que me dejó por heredero de toda su hacienda, que no era grano de anís. Vea por qué vivo bien y doy buen trato a los amigos... También debe saber que no soy tacaño ni guardador; no me excedo ni tampoco escatimo, y cerca de mí no hay pobre que no sea remediado... Y en mi casa son tantas bocas a comer, que a menudo me equivoco en la cuenta de ellas. Las amas y sobrinas que me sirven, aquí se están hasta que quieren, o hasta que hallan novio con buen fin que pida casamiento. Yo a ninguna despido, y la misma regla observo con mis mozos de labranza, criados y medianeros. Verdad que también les exijo lealtad y buena conducta, eso sí, y el que no cumpla, ¡rediez!, se ha divertido».

Me encantaba aquel tío rudo y noblote, gran señor a su modo en la paz, como había sido esforzado paladín en la guerra. Durante su relación, ni un momento vi en él al sacerdote. En la punta de la lengua tuve este concepto: «Dígame, señor Arcipreste, ¿cuántas amas y sobrinas tiene?». Pero antes de pronunciar la primera palabra, vi la indiscreción de tal pregunta. Acabamos la cena no sin catar a la postre azucarados   —174→   bollos, rosquillas de miel, con buen vino dorado, trasañejo. Salimos al central aposento, donde está la puerta de la cocina, la escalera que a las alcobas conduce, la comunicación con despensa, cuadras, patios y corrales, y allí nos repantigamos en un banco de madera, junto a ventrudas tinajas. De la cocina no podía yo ver más que el resplandor vivo de la lumbre, ni oír más que el rumor alegre de los que allí comían. Muchos eran, a juzgar por la variedad de voces. Parecíame que había más mujeres que hombres, y más juventud que vejez. En el desconcertado ruido distinguí voces castellanas entre el silabeo blando del catalán. Reconociendo en tales voces la innumerabilidad de las sobrinas del Arcipreste, creí que ellas me contestaban la pregunta que no osó salir de mis labios.

Encendimos buenos puros. Por las órdenes que dio don Juan a sus criados, entendí que saldríamos de madrugada, para estar en Ulldecona a las primeras horas del día. De pronto, el Arcipreste, volviéndose a la cocina, gritó: «¡Donata!». Y apenas sonado este nombre en la cavidad anchurosa, apareció una mujer en el hueco iluminado por la roja claridad del fogón. Salía sin presteza de la cocina, mascando el último bocado. Acudía con diligencia grave al llamamiento de su señor, como servidora que sabe no ha de ser reñida por tardanza o pereza. Fue para mí una visión sorprendente y deslumbradora. Creí ver la expresión sintética de   —175→   la hermosura de mujer, tal como yo la soñé, sin verla nunca realizada. «Donata -le dijo don Juan Ruiz-, ya sabes que nos vamos antes de que amanezca. ¿Has guardado en las maletas todo lo mío que se ha de llevar? Anda, hija, ve y dispón todo: no olvides mis pistoleras; no olvides tampoco tu trajecito de payesa, ni mi sable, ni la caja de puros»...

Tragado lo que mascaba, la hermosa Donata (el nombre ya se había grabado en mi mente) habló en buen castellano endurecido por acento aragonés. Dijo que nada quedaba por guardar más que las pistolas, espuelas y otras cosillas; pero que al momento subiría para recogerlo. «Oye -le dijo el señor, cuando ya iba la beldad hacia la escalera-, se me olvidaba mandarte que arregles la cama para este señor en el cuarto de la esquina... Podrá dormir cómodamente cuatro o cinco horas... Oye, no corras tanto: ven acá. El cuarto de este señor lo arreglará Carmeta... Vete tú a los demás quehaceres, y no te descuides». Subió Donata, y embobado estuve mirándola hasta que desapareció en lo alto de la escalera. Don Juan llamó entonces a Carmeta, una de las jamoncitas que nos recibieron al entrar, y repitió la orden de preparar mi descanso. Era esta ama bien parecida, conservada en una blanda madurez otoñal; pero después de ver a Donata, no había mujer tierna ni madura que hiriese mi atención ni cautivara mi espíritu.

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Aturdido por la deslumbradora visión, no pude hacerme cargo de las diversas órdenes que para la partida dio el cura a las muchas personas que salieron confusamente de la cocina. Sólo entendí bien esta disposición: «Con vosotras, en la tartana de Quirico, que saldrá primero, irán Donata y Carmeta... Conmigo y el señorConfusio, vendrán Toneta y Olegaria». Ésta era la rubia, Toneta la Dolorosa... Mucho me incomodó la orden de que Donata no hiciera el viaje en la tartana donde yo iba. Pareciome ofensa, desconsideración, un desaire manifiesto, como lo fue asimismo el mandar que Carmeta y no Donata arreglase mi cuarto. ¡Vaya con el tío aquel, déspota celoso y bárbaro! Al entrar en el aposento que me destinaron, vi a Donata que de uno próximo salía con brazados de ropa. Se aproximaba con los ojos bajos; pero al pasar junto a mí los alzó para mirarme. ¿Estaba yo loco, o tenía razón al pensar que algo muy intenso quiso decirme con su fugaz mirada? Pasó veloz. El ruidillo de sus pisadas algo también me decía.

Encerrado en mi alcoba, excitadísimo y sin ganas de acostarme, a pesar de mi cansancio, vi a la guapa moza en mi mente con más lucidez que en la realidad habíala visto, y mejor podría describirla por el retrato mental que en mí llevaba, que por su presencia efectiva. Era más delgada que gruesa y más alta que baja, estatura y talle contenidos dentro del arquetipo de la humana belleza. Negros ojos, boca ideal, cabello   —177→   abundante, recogido con helénica gracia, melancolía, desconsuelo, añoranzas, ambición de amor... todo esto vi en su rostro, y con tan ricos elementos lo compuse... El cuerpo de aquella divina mujer me revelaba la suma donosura, la soberana previsión de Naturaleza, la sabiduría del Criador... Belleza tan acabada no habían visto nunca mis ojos.

Con más fatiga corporal que sueño me tendí vestido, y en el estupor letárgico que embriagó mis sentidos, algo como borrachera o vaporización de pensamientos, incurrí en el más extraño desbarajuste de las cosas reales. No diré que soñé, sino que creí sueño todo lo que me había pasado desde mis travesuras en la casa de El Nasiry hasta la hora presente; sueño, mi conversación con el renegado, mi salida de África, mi regreso a Madrid, mis careos y tratos con Beramendi; sueño, la conspiración absolutista y mi viaje para observarla; sueño, que yo estuviera donde estaba. Lo verdadero y real era que aún permanecía en Tánger, y que reposaba en el poyo de mi camarín sobre tapices morunos. Y allí recreaba mi mente con la imagen de Donata, que no era Donata sino Erhimo, la esclava de ideal hermosura, sólo comparable a los ángeles de los cielos católicos y mahometanos. En esclavitud vivía Donata, digo, Erhimo, y a mí me enviaba Dios para libertarla de la garra de El Nasiry, digo, del fiero sultán Mosén Hondón. Sonábame este nombre como   —178→   el más bárbaro que pudiera inventar la rudeza oriental o marroquí. Era el tirano celoso y feroz que guardaba dentro de cerrados muros a la odalisca, y ésta quería libertad, y por Dios que yo había de dársela.

Salté del lecho, llamado por suaves golpecitos que dieron en la puerta. Era hora de partir. Yo no vi la mano cuyos nudillos hicieron la tocata en la madera. Pero mi adivinación prodigiosa me permitió afirmar que había sido Donata la que con el lenguaje de los golpecitos me decía: «Levántate, salvador mío, que ya nos vamos a donde podrás, con tu agudeza y mis advertimientos, sacarme de este serrallo y hacerme tuya». Cuando bajé, ya estaba la Donata ideal agazapadita en la tartana que había de conducirla con otras mujeres. Entre ellas vi a la que parecía Dolorosa, despintada y amarillenta pidiendo barniz. Fue una visión fugaz, a la débil luz de faroles, pues aún era noche obscura... Partió la tartana, y en ella no pude ver bien más que los ojos de Donata, que ya se entendían maravillosamente con los míos. Don Juan Ruiz me ofreció café: lo tomamos juntos, acompañados de Olegaria, la rubia. En la mesa vi las tazas con poso de café, donde lo habían tomado las amas y sobrinas que iban delante. Reconocí, ¡oh inspiración!, la pieza de loza en que había puesto sus rojos labios mi odalisca... ¡Oh!, la taza y sus sedimentos negros también me decían algo, que traduje del lenguaje porcelanesco al lenguaje humano.   —179→   «Yo voy delante de ti... Desde tu tartana mira el polvo que levanta la mía, y me verás en él... Yo miraré el polvo que levanta la tuya, y te veré... Cuando llegue a Ulldecona me ocuparé un rato en las cosas de la casa; luego iré a la iglesia... Oigo misa todos los días... Ve tú también a oírla, y en la iglesia nos veremos... Ningún sitio mejor que la iglesia para que las esclavas y sus libertadores se pongan de acuerdo».

Salimos. Yo miraba el camino delantero; pero no veía el polvo de la primera tartana, sino el de otras que marchaban en contraria dirección. Las luces del alba me permitieron observar que el país no era nada bonito... Me parece que vadeamos un río; no estoy de ello bien seguro. Mi espíritu atendía más a sus interiores paisajes y horizontes que a los de fuera. Don Juan Ruiz me habló de guerra más que de política. El día anterior se había entretenido con unos cuantos escopeteros de confianza en dar gusto a su afición favorita, que era la caza de hombres con hombres. No pudiendo hacer nada de fundamento, porque la Causa en aquella ocasión estaba perdida (tan disparatado había sido el movimiento), intentaron gastar sus cartuchos en la Guardia civil y tropas que habían de pasar de San Mateo a Ulldecona. Pero les salió mal la cuenta: la fuerza del Gobierno se fue por otro lado, y los cazadores facciosos no cobraron más que un ratón. Yo sólo, el pobre Confusio, inofensivo, había caído en la celada. Añadió don Juan   —180→   Ruiz que se iba desconsolado: hubiérale sabido a gloria copar a la Guardia civil en el paso angosto de Rosell de la Cenia, próximo a su masada. Pero la Providencia dispuso las cosas de otro modo. A su casa y parroquia se volvía el hombre tan tranquilo: los escopeteros, cernícalos de vuelo rápido, habían volado ya, cada cual a su nido en los montes de Godall y Muntciá.

Destartalada y fea me pareció la villa de Ulldecona, donde, según iba entendiendo, reinaba como sátrapa o cacicón mi amigo el Arcipreste. Ya era día cuando llegamos a la soberbia vivienda parroquial: junto a la puerta vi la primera tartana, que había llegado con veinte minutos de ventaja. Miré sus ruedas y atalajes blanqueados del polvo, y en todo ello leí el pensamiento de Donata, que me decía: «He llegado bien... Búscame luego en la iglesia». Antes que mis ojos, que todo lo miraban, dieran con el templo, don Juan Ruiz me señaló un armatoste arquitectónico de diferentes estilos y pegotes que alzaba su insignificancia ostentosa no lejos de la casa.

Entramos: la casa es grandona, laberíntica, resultante de varios edificios comunicados interiormente, con distintas alturas de techo, diferencias de nivel en los pisos. No se va de una parte a otra en aquella jaula de cal y canto sin dar vueltas y quiebros de sala en sala, y bajar o subir escalones. Plano y brújula necesita el huésped de esta mansión misteriosa y dramática. Pasada la   —181→   primera impresión de aturdimiento al verme llevado por aquel interior tortuoso, la casa fue muy de mi gusto. En ella vi escenario romántico; supuse escondrijos de citas amorosas, dorados camarines invisibles, recogimientos de harén... Por aquellos desiguales recintos vi que iban y venían mujeres muchas, las de la masada y otras. Vi ancianas, niños de ambos sexos. Era un mundo, un microcosmos la casa de Don Juanondón, Arcipreste, Patriarca y Califa.

Invitome mi huésped a tomar chocolate; él no lo tomó, porque tenía que decir misa. No quise recordarle que había bebido café en la masada; en lugar de esto, le pregunté con mucho interés que a qué hora diría la misa, pues yo deseaba oírla. Respondiome que antes de una hora saldría al altar... Nos hallábamos en una pieza como de tránsito, que daba acceso a diferentes salas y a dos corredores, y desde allí vi a las chicas que pasaban y repasaban, como solícitas hormigas, ocupadas en el trajín casero. Vi a la Dolorosa, a la rubia, a otras menos bonitas; pero a Donata no vi. Estaba yo elogiando la diligencia y laboriosidad de las incontables sobrinas del señor Hondón, cuando pasó por allí la jamoncita Carmeta con un cubo de agua y estropajos para lavar el suelo de baldosines rojos. Don Juan Ruiz le dijo con dureza: «¡Buena tenéis la casa! Hoy... bien puedes decirlo a todas... no me ponéis los pies en la calle, haraganas. Y como no es día de precepto, no tenéis por qué   —182→   ir a misa. La Toneta y la Donata irán si quieren; las demás a la obligación, que es primero que nada...». Sin chistar oyó Carmeta el réspice: se fue a una pieza próxima, donde había suelos que lavar. Don Juan Ruiz me dijo: «Tengo que estar siempre encima de estas mozas para combatir la ociosidad... Son buenas, sencillotas; pero no puedo descuidarme. En cuanto se las deja hacer su gusto, se pasan el día de charloteo... Algunas tengo que se inclinan a la beatería; pero a éstas hay que dejarlas en su gusto de lo espiritual, y no quitarles de la cabeza las devociones extremadas, porque con el pío pío del rezar continuo llegan a ser unos pobres ángeles... y de los ángeles hace uno lo que quiere».




ArribaAbajo- XIX -

No eché en saco roto la lección del Arcipreste, pensada y dicha en conformidad con su sistema de vida, y aplicada por mí a ideas y planes de orden muy distinto. Él quería decir que las chicas embebecidas en vanas devociones son fáciles al dominio de quien posee la clave de lo espiritual, y que por tal camino sabía él traerlas al rigor de los deberes domésticos y a la corrección externa y visible... Atento a mis propósitos, en cuanto mi huésped me dejó solo (por haberse ido con Olegaria a la inspección y revista   —183→   de su bien poblado gallinero), me metí en la iglesia, que era, conforme a los gustos de la moderna piedad, sombría, casi lóbrega, invitando a somnolencias dulces y a borracheritas de la mente. Vi trozos del esqueleto de una robusta arquitectura, mutilada, recompuesta, vestida de mil requilorios ornamentales y de bárbaros colorines; vi santos en paños menores y profetas barbados, de cara fosca; vi un altar mayor, cuya sencillez elegante se perdía tras un matalotaje de cortinas, arañas, candelabros y pabellones; vi en la cabecera de la nave lateral un altar de la Virgen, que era la más descabellada y furiosa expresión del churriguerismo, obra, al parecer, de pastelería, compuesta de delgados y retorcidos bizcochos, de hojaldres quebradizos, de dorados y relucientes caramelos. La santa imagen apenas se distinguía entre la chillona profusión de metales, tisúes y flores de trapo, rodeada de ángeles de pastaflora y ex-votos de mazapán que la comprimían y ahogaban.

Bajé después hacia el pie de la misma nave, donde vi, en soledad tétrica, olvidado de la devoción, un Cristo de espantosa anatomía, de espeluznante horror traumático, piernas y brazos en carne viva, con cárdenos bultos y cuajarones de sangre, que resultaban de una realidad viva por la reciente mano de barniz. Su cabellera natural, despeinada y polvorienta, le caía sobre el pecho. No tenía velas encendidas ni apagadas en su altar desnudo, baldío... Cuando   —184→   pasé hacia la capilla bautismal, entró Donata, ¡ay, qué hermosa!, con su velito negro, en las albas manos el Ordinario de la misa. Acudí a darle agua bendita, y cuando sus dedos de los míos la recibieron, me miró sin sorpresa. Sin duda me esperaba. No me equivoqué al pensar que su mirada placentera me decía esto: «yo rezaré a la Virgen; haz tú lo mismo, y con el rezo mudo y sin mirarnos, nos entenderemos hasta que llegue el momento en que podamos hablar». Avanzó ella hasta la capilla de la Virgen. Yo me quedé en la nave central, debajo del púlpito, sitio reservadito desde el cual, protegido de la penumbra, podía ver a Donata y cebarme en la contemplación de su interesante figura. La vi de rodillas; al levantarse para tomar asiento en un banco, observé en su movimiento perezoso la intención de buscar un propicio instante para mirarme. Y una vez sentada, aprovechaba ella todo ruido de gente que entraba o salía, para mover su cabeza y producir el divino cruzamiento de su mirar con el mío. Mientras permaneció sentada, no cesaba el flecheo; jugamos a la pelota con nuestras almas mandándolas de un lado para otro.

Salió el coadjutor a decir misa. Donata la oyó de rodillas, y en todo el oficio nuestra comunicación fue puramente espiritual y magnética. Sus ojos mantuvieron en el carcaj del disimulo todas sus flechas. Pasada la misa, ya sacamos alguna, y tiramos con gran tensión de arco. Poco duró este grato   —185→   ejercicio, porque salió don Juan Ruiz a decir su misa en el propio altar de la Virgen. Me pareció prudente retirarme de mi gazapera bajo el púlpito... Desde mayor distancia, resguardado por un grupo de hombres, vi y admiré al Arcipreste revestido con espléndida ropa. Era rito encarnado, y estaba el hombre guapísimo, interesante, casi majestuoso. Celebraba de prisa, mas sin quitar al oficio su poesía y solemnidad. Al volverse al pueblo, su mirada intensa parecía recoger en conjunto la voluntad de todo el rebaño que delante tenía. Y véase un caso que no vacilo en llamar aberración de mi pensamiento. Por la mirada, en el momento de decir Dominus vobiscum, por las líneas de su rostro más caballeresco que místico, don Juan Hondón se me pareció a El Nasiry. Sin fijarme en la diferencia de ropaje, calidad y estado, ni en que el uno tiene barbas y el otro no, encontraba yo gran semejanza entre los dos caballeros renegados. ¿Por ventura la semejanza moral no era aún más efectiva y patente?

Terminada la misa, y cuando salía la gente, vi que Donata se metió en la sacristía de la capilla. Con ella entró también Toneta, de mustia cara, parecida a una Dolorosa retirada del culto. Comprendí que las dos eran camareras de la Virgen, y que la vestían y desnudaban de sus bordadas ropas, y le adornaban el pastelero altar. Tentaciones tuve de colarme tras ellas; pero las refrené pensando que de nada me valdría mi   —186→   entrometimiento, pues no había de encontrar a Donata sola. Sospechando que el camarín de Nuestra Señora tendría comunicación con la rectoral por patios profundos interiores, y que era inútil esperar más, salí despacio de la iglesia, y me entretuve hablando con unas viejas que en la puerta pedían limosna. Les di cuartos, y sin entender su lengua más que a medias, departí con ellas de la capacidad de la parroquia, y de la virtud y llaneza de las sobrinitas del señor Arcipreste. A este propósito, dijeron algo que no llegó a mi conocimiento por no poseer bien la lengua catalana. Yo les hice repetir sus dichos para traducirlos; ellas los repetían y ampliaban con el feo sonreír de sus desdentadas bocas, que para expresar la malicia tenían que imitar al buzón del correo; y estando en esto, oí la voz del Arcipreste y las dos muchachas, que salían de la iglesia. Corté mi conversación bilingüe con las viejas, y estreché la poderosa mano de don Juan Ruiz, felicitándole por el arte exquisito con que en su misa hermanaba la brevedad con la edificación.

Llamado al pueblo el Cura por negocios graves, no podía entretenerse. En la misma puerta de la iglesia se despidió de mí, y mientras él se perdía en una calle estrecha, las muchachas y yo seguimos hacia la casa. La suerte me favorecía, porque habiendo ya charloteado con la Dolorosa cuando nos sirvió el chocolate, fácil me fue entrar en conversación, y lo hice con el tópico de rúbrica,   —187→   que era la hermosura de la Virgen y el lindísimo adorno de su altar. Toneta me habló con desahogo; Donata, cohibida y medrosa, no echaba de su linda boca más que los mugiditos de la timidez: «Sí... naturalmente... eso es... ¡Oh!, no... ¡Oh!, sí...». Entramos. Yo me sentí con ánimos para obtener de la ocasión las mayores ventajas, siempre que no sobreviniesen entorpecimientos invencibles... Cuando avanzamos por las primeras salas de la mansión laberíntica sin encontrar a nadie, Toneta se adelantó rápidamente; escabullose por un pasillo con recodo, y solos nos quedamos Donata y yo en una pieza, que era el obligado paso para mi habitación... ¿Fue la escapada de la Dolorosa un quiebro convenido entre las dos para dejarme solo con Donata? Si no fue ardid preparado, lo pareció, y me apresuré a sacar de la instantánea soledad todo el partido que me ofrecía... En mí sentí la inspiración, la sublime audacia de un caudillo que en la violencia de la primera embestida ve la más segura probabilidad de victoria.

Creo que no pasaron más de dos segundos entre el verme solo ante Donata y el arrancarme a los increíbles atrevimientos de palabra que voy a referir. En un monólogo brevísimo, mental relámpago, me dije: «Ésta es la mía... Inspíreme Dios... y deme el logro feliz de esta grande aventura». Donata se dirigió con paso lento a una puerta de cuarterones que no sé a dónde conducía...   —188→   Yo corrí hacia ella diciéndole: «No tenga prisa, Donata, y espérese un poquito, que tengo que hablar con usted». Como estatua quedó ella, la mano en la puerta... y yo seguí: «En la calle dije que es bonita la Virgen... Más bonita es usted, Donata. Ni en la tierra ni en el cielo hay mujer que se iguale a usted en hermosura...». La exageración de mi arrebato le facilitó la respuesta, que había de ser de incredulidad y burla. Su condición de señorita inocente, u obligada a simular inocencia, no podía inspirarle más que esta salida: «¡Ay qué pillísimo!... ¡Ay qué desvergonzado... ¡Y también blasfemo!».

-Perdóneme usted... No sé lo que digo... El amor que prendió en mí desde el instante en que mis ojos vieron a Donata es hoguera inextinguible... Mi razón se turba, mi conciencia se obscurece... Ni me acuerdo de la religión, ni respeto las cosas santas. Todo se borra en mi mente... No veo más que a Donata, que es el cielo, la gloria, la salvación de mi alma.

-¡Por Dios... Jesús!... ¿Está loco? -dijo ella, sin salir de las muletillas que el decoro impone a una muchacha honesta.

-La salvación de mi alma he dicho, y no me vuelvo atrás... Sin usted no quiero salvarme, ni vivir siquiera... Al infierno entrego mi corazón, abrasado por los ojos de una mujer. Donata, sea usted piadosa... impida mi condenación eterna...

-¡Virgen Santísima! ¡Ay qué locura de   —189→   hombre!... Modérese... ¡Cómo había yo de creer...! Entre en razón...

-De usted depende que yo vuelva a la razón. Dígame que sí, dígame que puedo esperar... que algún día podrá usted quererme... que sí, Donata, que sí... Pronuncie usted el , dos letras, que de la boca se salen solas a poquito que su voluntad las empuje.

-¿Pero cómo he de decirle que ? ¡Oh, eso no puede ser!... ¡Que !... Usted no se hace cargo...

Dijo esto poniéndose muy seria. Su palidez y gravedad la embellecían más. Yo eché el resto con estas ardientes expresiones: «Donata, no me diga usted que no... dígame siquiera que lo pensará, que verá... Pero un no redondo no me diga, porque ese no sería mi muerte».

-Bueno, bueno: no se apure... Para que se le vaya quitando la furia, no diré elno... Vamos, debo decirlo; pero lo callo por ahora... Pero el tampoco se lo digo... ¡No faltaría más! Usted mismo, si yo dijera el , no pensaría de mí nada bueno...

Del corredor tortuoso vino un ruidillo no sé de qué, de toses, de pasos, quizás rumor de las puertas de casa vieja, que suenan como enigmáticas palabras de duendes. Donata desapareció como si se filtrara por la pared, y yo me quedé solo en la destartalada estancia... Mis ojos se fijaron, sin darse cuenta de lo que veían, en un cuadrángano vetusto, colgado en la pared. Mirando después   —190→   con gran atención, he visto en él informes bultos, que lo mismo pueden ser frailes que sacas de carbón. Todo es allí negro y fúnebre... ¡Atrás, expresiones de muerte! Dad paso a la vida.

A mi cuarto me recogí, y en verdad que no estaba yo descontento del ímpetu temerario con que inicié mi aventura. Herida vivamente en su voluntad y en su corazón había quedado la bella Donata, y yo con más ardor prendado de ella. Ya me parecía que la conquista de tan linda mujer era cosa segura, y no pensaba más que en las paralelas que había de empezar a poner aquel mismo día para llegar a la posesión de ella y hacerla mía y llevármela, que éste había de ser el airoso remate de tal empresa. Lo que no pude hacer en la casa de El Nasiry, quizás por las marrulleras artes del guasón renegado, lo haría en la de don Juan Ruiz, cuya semejanza con el español africanizado cada día se representaba en mi mente con más vigor. Los harenes europeos no están tan cerrados al soborno y a la captación como los africanos, y sus odaliscas o barraganas no se hallan tan cohibidas para pedir al mundo externo su salvación, siempre que haya valientes caballeros que en esta honrada empresa pongan toda la energía de sus bien templadas almas.

La primera paralela puse aquel mismo día, escribiéndole una carta con todo el fuego de amor que mi ambicioso anhelo me dictaba. Cada concepto era una flecha capaz   —191→   de atravesar corazones de piedra. Y firme en mi idea de que la presteza y resolución rectilínea me conducirían a un rápido triunfo, desde aquella primera carta le propuse la evasión, el rapto, el cambiar su vida prisionera por la libertad y el amor, huir juntos en busca de la paz y la felicidad a regiones distantes. Bien sabía yo que a la primera carta contestaría negativamente o con alambicados melindres; pero a la segunda y tercera seguramente se desplomaría su voluntad, y allí estaban mis brazos abiertos para recogerla y escapar con ella. Doblé y cerré la epístola en la forma más breve, y ya no me faltaba más que una coyuntura propicia para entregársela, la cual al cuidado de Dios estaba, y no tardó en presentarse.

Comimos aquel día solos don Juan y yo, servidos por una jamona pasadita, nombrada Monsa, y por la que yo llamo la Dolorosa. La comida fue opípara. Como yo expresase a mi huésped mi sorpresa de encontrar trato tan exquisito y mesa tan señoril en un pueblo casi rústico, y en región como aquélla, donde parece muy lenta y premiosa la evolución de las costumbres, me dijo que él había recibido la enseñanza del buen vivir, y de las comodidades y limpieza de casa, mesa y demás, de un prócer que fue muy su amigo en la guerra pasada, a quien llamaban don Beltrán de Urdaneta, dechado y tipo de caballeros aragoneses, el cual a mí quizás no me sería desconocido, porque su   —192→   nombre y hechos andan en papeles, y aun en un libro donde se refieren las gestas de Cabrera en el Maestrazgo. Aquel noble señor, tan entendido en cosas del mundo y de la civilización extranjera, dio a don Juan lecciones del arte de comer y de cuanto atañe a tenimiento de casa y al buen porte y modales de persona fina. No fueron perdidas por mosén Hondón las enseñanzas del caballero, y cuando fue rico puso en ejecución toda la ciencia, que, una vez probada, le pareció admirable para ir pasando los días en este valle de lágrimas. «Antes de que me cogiera de su cuenta el gran maestro -añadió don Juan Ruiz-, yo no sabía salir de la rústica ignorancia y sencillez grosera de los pueblos en que me crié. Para mí no había más mundo que la cocina con su enorme campana, el ollón sobre el fuego, alimentado con fajuelos, el candil de aceite, las cadieras, la bazofia que comíamos, y luego el dormir en camas altísimas con apretados colchones... En fin, tras aquello vino esto, gracias a don Beltrán, a mi herencia y al natural mío, que desde niño con secretas voces me tiraba a lo rumboso y elegante. No me pesa de ser como soy, que así puedo obsequiar dignamente a los amigos, y sorprendo a los forasteros, como usted, dándoles en este villorrio las comodidades y el trato y trote de las poblaciones ricas».

Pareciome excelente lo que el cura me decía, y queriendo yo también darme alguna importancia, ya que alardear no puedo   —193→   de buen vivir, díjele que mi lujo era el saber y mi elegancia el estudio. Desde mi tierna infancia no había para mí mayor goce que el manejo y lectura de libros. Alabó don Juan Ruiz mis gustos, que nada encaja tan bien en la conducta señoril como dar aliento y protección a la gente estudiosa. La benevolencia del clérigo, excitando mi amor propio, fue causa de que se me desbordara la fácil erudición que poseo. Sin que viniera muy a cuento, le solté a mi amigo un chaparrón de Teología, de Tomismo, y al fin todo lo que sé del Concilio de Trento, por haberlo leído en el camino... Pronto eché de ver que el Arcipreste se aburría con mi ciencia; fui recogiendo mi verbosidad, y acabé rogándole que me permitiera entretener mis ocios en su biblioteca. Soltó la risa Hondón, y con graciosa sinceridad me dijo: «Criatura, yo no tengo biblioteca, ni me hace falta para nada. Jamás abro un libro, porque sé que en él he de encontrar lo que ya sé, o sabidurías enrevesadas que, por razón de mi edad, ya no puedo aprender. Mi biblioteca, señor Confusio, es la Humanidad, y mis libros las flaquezas, las pasiones, las envidias, las luchas humanas por el pan o por el palo... ¿Le parece a usted que esto no es estudiar, y afilar uno las ideas, y quemarse las pestañas?».



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ArribaAbajo- XX -

Mi respuesta, puramente mental, a los métodos científicos del Cura, fue así: «Conformes, amigo Ruiz. Yo también revuelvo esa biblioteca y compulso esos libros. Pues ahora vas a ver cómo de tus estantes te quito el libro más substancioso, más inspirado y profundo, el estampado con más lindos caracteres, porque ese libro me gusta a mí, y quiero leérmelo y desentrañar su ciencia honda y su intensísima belleza». En efecto: don Juan Ruiz se fue a sus quehaceres en la ciudad, y yo, solo en la casa, hice de ella un estudio topográfico, bajando luego a las huertas amenísimas y al gallinero populoso. Hallándome en la admiración de éste, tuve la dicha de que Donata me diera la contestación a mi primera carta. Entró ella a recoger huevos, y al salir, de la misma falda en que los llevaba sacó el papel, y ruborosa me lo dio, suplicándome que no le escribiera más. Yo le dije que esto no podía ser, y que al día siguiente se dispusiera a recibir la segunda en la iglesia. En sus ojos y labios puso los más graciosos remilgos para decirme que no volviese a escribirle. Pero harto comprendía yo que los remilgos significaban: «Escríbeme más, y mañana recogeré tu carta en el momento de tomar el agua bendita».

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Deliciosa era la epístola, que con su sintaxis pueril y su anarquía ortográfica me representaba la mujer tal como mi amante ambición la requería. Cierto que no se omitían en ella los inevitables aspavientos pudorosos, ni la monadita de espantarse de mi atrevimiento; pero luego venía la confesión de que era muy desgraciada, y el temor de que sus desdichas no pudieran tener remedio. Entre col y col, decíame que yo no le era hindiferente, y que me agradecía mucho la idalguía de querer libertarla; pero que no podía ser, y vuelta con que no podía ser... En fin, leída la carta en la soledad de mi cuarto, me apresuré a redactar la segunda, esmerándome en hacerla más incendiaria que la primera, y más arrebatada en la elocuencia de amor. La semejanza de Donata con la imagen que me forjé de la bella Erhimo era cada día más patente. Yo vestía mentalmente con el traje oriental a la sobrina, o lo que fuera, del señor Arcipreste, y veía realizado en su rostro y talle la suprema hermosura de mujer, sintetizando los ejemplares más perfectos... Sus ojos son todo el cielo, su boca toda la vida existente entre cielo y tierra, y de su seno para abajo los profundos abismos de creación, donde nacen los ángeles. Yo estaba loco; yo amaba tiernamente a Donata, con ilusión de poesía, y con el santo anhelo de fundir ésta en la prosa de la vida común.

Al siguiente día, realizado el plan presupuesto, entregada la carta en la obscuridad   —196→   junto a la pila, oída la misa, salimos todos con don Juan; pero éste, en vez de dejarme ir a la casa con Donata y la otra, que no era Toneta, sino Olegaria, me llevó consigo por el pueblo. Entendí que iba, como el día anterior, a quehaceres importantes, enfadosos... Sorteando baches y montones de basura, recorrimos angostas calles sin empedrar, que me recordaban las de Tánger y Tetuán. Por donde quiera que iba don Juan Ruiz, era saludado con respeto: hombres y mujeres le abrían paso, y le besaban la mano los chiquillos, homenaje de que yo participaba alguna vez, por mis trazas de curita vestido de seglar. Con diversas personas que encontramos cambió el Arcipreste animadas observaciones acerca de la cosa pública. A dos payeses arrogantes y de buena ropa les dijo: «Parece que a Ortega le condenan a muerte», y los otros no mostraron asombro ni lástima. Luego, llegados mi amigo y yo a una plazoleta solitaria, nos detuvimos un instante, porque así lo quería el interés que tomó de súbito nuestra conversación.

«Bien merecido le está -declaró mi amigo-. ¿Qué menos pueden hacerle a ese tarambana de Ortega que pegarle cuatros tiros? Figúrese usted que se plantó aquí con los batallones de la guarnición que tenía en Palma de Mallorca; los embarcó como quien embarca sacos de almendras, sin decirles: «vamos a esto, vamos a lo otro». ¿Qué había de suceder? Llegan a San Carlos a media   —197→   noche. ¿Él qué se creía? Que le esperaban aquí tropas sublevadas; que toda Cataluña estaba en armas, y que Madrid había dado el grito... Ni Madrid dio ningún grito, ni aquí estábamos en pie de guerra, porque no se preparan esas cosas como preparamos una merienda, ¡rediez!... El que dio el grito fue Ortega al saber que O'Donnell ha firmado la paz. Gritó sálvese el que pueda, mientras las tropas que trajo gritaban ¡Viva Isabel II! En fin, ello fue, señor Confusio, el mayor desastre y la chiquillada más necia que se ha visto desde que hay facciones en el mundo... Huyó don Jaime Ortega... ¡qué había de hacer el hombre!... Hubiera sido Cabrera el desembarcante en la Rápita, y yo le juro a usted que, aun viniendo solo, no habría tenido que escapar como un colegial travieso. Pero ese botarate, ese Orteguita, que se deja engañar por los de la Romana, tal vez por algún comisionado de Francia, quién sabe si por algún catacaldos venido de Madrid, y luego engaña él a su vez tontamente a Montemolín y lo hace venir de Marsella, ¿cómo pudo creer que los leales de acá le íbamos a recibir armados y organizados?... ¿Para qué, rediez? ¿Para que nos pudriéramos la sangre en esa Cataluña y en ese Aragón, y echáramos el bofe sin resultado alguno?... No puede ser... con estos locos no puede ser... La Causa seguirá dormida... y dormiremos hasta que suene la hora. La trompeta que ha de tocar la hora está enfundada».

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-Bien -le dije-: muy santo y muy bueno que estén enfundadas la trompeta y las armas; pero la humanidad, señor Arcipreste, no debe estarlo. No me negará usted que por la Causa condenan a muerte al desdichado Ortega. ¿Por qué, cuando el hombre salió azorado y huido, no le dieron ustedes escondite para que pudiera salvar la pelleja?

Bien porque se cansara de la paradita, bien porque había de pensarlo un poco antes de darme la respuesta, el Arcipreste me cogió del brazo, y silencioso me llevó por una calle torcida, de vulgares y pobres casas, hasta llegar a una de aspecto vetusto, con una puerta que había sido monumental y conservaba ornamentos heráldicos ya carcomidos del tiempo. Allí se detuvo, y bajando la voz, aunque nadie había en la calle que oírnos pudiera, me dijo: «No tienen todos los locos y majaderos derecho a que se les ampare y se les libre de la muerte. ¿De dónde ha salido ese Ortega? ¿Dónde está su abolengo carlista? Nosotros no podíamos atender a su escondite, porque teníamos que mirar por otros majaderos de más cuenta, el Rey y su hermano, que tan sin tino se metieron en esta malandanza. Bastante hemos hecho, ¡rediez!, con salvarlos del bochorno de ser cogidos y avergonzados en público por esta canalla del Gobierno. Y salvos quedaron gracias a mí y a otras buenas almas que miran por la Causa. ¿Para qué estábamos en Rosell de la Cenia más que para cortarle   —199→   el paso a la Guardia Cívica que venía, según supimos, al olor de las cabezas reales? Mientras allí estaba yo con mis aguiluchos de confianza, otros condujeron al Rey y Príncipe a Vinaroz, desde el arrabal de Ventalles, donde los teníamos escondidos. Y en Vinaroz se había preparado un falucho; del falucho pasaron a un vapor, y allá se fueron mares adelante. Ya ve el amigo Confusio que hemos apurado nuestra humanidad para sacar del atascadero al Soberano. A ese Ortega que lo salve su madre, si la tiene, o Napoleón de Francia, o sálvelo la Isabel, que es de corazón blando, según dicen... Con que, amigo y tocayo, yo en esta casa me quedo, que tengo que visitar a la vieja más cócora de esta villa, una Trotaconventos y Tragahostias, que me tiene frita la sangre con un pleito... un enredo de intereses... Ya le contaré. Es tía de aquella Donata, de aquella pobre huérfana que tengo en casa... Abur. Váyase usted a dar la vuelta grande del pueblo. ¿Ve usted ese callejón y al fondo unos árboles? Sale usted por aquí, y se encuentra en el convento de Santo Domingo... Ya no hay frailes, ni falta que nos hacen. Ahí verá usted una olmeda. Es sitio ameno. Después, tirando a la izquierda, por una calle con porches, vuelve a entrar en el pueblo, y derecho, derecho, sale a la parroquia, y a casa... Ea... no se vaya a perder».

Metiose por el portal, y yo seguí el camino que me había indicado. Vi el convento, la olmeda: todo me pareció tristísimo y de   —200→   vulgaridad villanesca, bien porque así fuese, bien porque, llena mi alma de la hermosura de Donata y del ansia de su conquista, no había forma ninguna de la Naturaleza que pudiera serme grata. No sé por dónde anduve... Mis pies me llevaban a donde querían, y al fin, por ejidos polvorosos, por calles costaneras, lleváronme a la parroquia sin que mi voluntad les ordenase aquel camino. A la vuelta de un recodo, vino sobre mi vista la torre de la iglesia, como si diera algunos pasos a mi encuentro... Vi la casa, cuyo negro frontis pareció sonreírme... ¡ay!, y en efecto, me sonrió, porque vi a Donata en una de las ventanas altas sacudiendo una colcha... Miré a la colcha y a Donata sin decir nada; después seguí hacia la puerta, afectando la mayor indiferencia, porque había gente en la plaza: el coadjutor, una mujer y un burro... mejor será decir un aguador que lo llevaba.

En mi cuarto aceché el paso de Donata por las estancias próximas; mas no la vi. Todas las hembras jóvenes y maduras de la populosa familia del Arcipreste pasaron, menos la que era luz de mi vida. Sin duda se ocupaba en contestar a mi carta, faena para ella lenta y difícil por la torpeza de su escritura. Llegada la hora de comer, salí antes que me llamasen. El señor Arcipreste no había vuelto aún, desusado y rarísimo caso que sólo en ocasiones extraordinarias ocurría. Advertí en las amas y sobrinas un ceño de inquietud; iban de un lado para   —201→   otro interrogándose con fugaces monosílabos; enfilaban desde una ventana la calle frontera y larga por donde el reverendo había de venir. Pasaba tiempo, y cada minuto aumentaba la incertidumbre y ansiedad del rebaño mujeril... Oí cuchicheos en los corredores, como si celebraran consejo para adoptar alguna resolución... Por fin, Olegaria, que estaba de centinela en la ventana, volvió gozosa con el feliz anuncio de que ya venía... ¡Oh!, ya venía, ya entraba en la casa; ya se sentía el resoplido del león en el portal, en la escalera.

¡Por las once mil Vírgenes, cómo venía el buen señor! Daba miedo verle... Despavoridas huyeron hacia la cocina las chicas, las grandes y medianas, y yo temblé viendo la cara que traía mi don Juan, y observando los gritos y patadas que fueron su entrada y saludo en la patriarcal vivienda. Algo debió de pasarle aquella mañana, que le sacudió los nervios, le encendió la sangre, y desató la mal enfrenada bestia de su genio mandón y arbitrario. Pidió la comida con fuertes voces, tiró el gorro, se quitó el balandrán como un estorbo para sus manotazos, y cogiéndome cual si quisiera pegarme, me llevó al comedor y a la mesa, diciendo: «¿Qué es esto, rediez? ¿No comemos hoy?...». El hombre se salía, por decirlo así, de su pellejo. Creyérase que en su alma llevaba una gran tempestad, más terrible por ser de esas agitaciones del corazón y de la mente que a nadie pueden comunicarse.   —202→   Sus ojos despedían lumbre, limpiábase el sudor del cogote, rechinaba los dientes apretando las mandíbulas, dejaba caer sobre la mesa la palma de su mano con tanta fuerza y pesadez, que temblaban de susto los pobres platos, vasos y copas. «Serénese, don Juan -le dije yo, no menos trémulo que la loza-. Coma tranquilo y no se altere por tan poco. ¿Qué es ello?... El pleito, la vieja cócora...».

Y él, después de quemarse con la primera cucharada de sopa, gritaba: «¡Por vida de los cojilondrios, esta sopa es puro fuego!... ¡Pero, chicas!... ¿qué puñaletes de sopa es ésta?... Os voy a matar, os voy a arrancar el moño, haraganas, hijas putativas del infierno...». Y volviéndose a mí: «Loco me tienen ya. A todas de buena gana las fusilaría... y a usted también, señorConfusio... ¡a usted, cuatro tiros!... Hoy estoy tremendo, estoy como en los días peores de la guerra; hoy me han sacado de quicio, han desencadenado a la fiera que Dios me puso dentro».

Traté de sosegarle, y deseando hurgar su enojo para saber la causa, le dije: «¡Que una vieja Trotaconventosy Tragahostias le sulfure a usted de ese modo... por un pleito de reales mezquinos!... Calma, mi amigo; no turbe su digestión por esas bicocas...».

-Sí, sí... Son como viejas... dos viejas, que mejor estarían hilando que saliendo a pescar coronas... La culpa tiene quien da su vida por tales y tales... ¡Qué cojilondrios!, ya no más, ya no más... ¡Váyanse a la porra,   —203→   a la santísima porra... con cien puñales de peines... y con la maldita leche que mamaron de su madre putativa!... ¡Quieren que me ponga las botas! Para darles un puntapié me basta con las zapatillas, o con los zapatrancos que gasto para andar sobre terrones.

No conseguí aplacar su furia. Para acabar de arreglarlo, las pobres mujeres, aturdidas quizás por la tardanza del señor, descuidaron la comida. La escudella, que solían servirle al cura dos veces por semana, estaba sin sal; la pelota de carne, parte principal de aquel popular condimento, había quedado medio cruda; la saboga, sabroso pescado ribereño, quedó hecha papilla del exceso de cochura, y, por fin, el asado del pato de los juncales, coll-vert, se había quemado y amargaba. Resistió el fiero don Juanondón, sin protesta ruidosa, la ruindad de los primeros platos; pero al llegar al coll-vert, que era manjar muy de su gusto, estalló su ira en la forma más descompuesta. «Esto ya es zurrarse -gritó, poniéndose en pie con gallarda impavidez de guerrillero frente al peligro-. Canallas, cuerpo de liberales, ¿qué porquería es ésta que traéis a vuestro amo? ¿Qué cojilondrios hacéis todo el día, bigardonas, zarrapastros?... ¿En qué pindonguerías pasáis el tiempo? Así os vea yo comidas de tiña. ¡Fuera de aquí, perras, ladronas, hijas de malas madres!...». Escupiendo estos despropósitos, cogió platos, vasos y lo que más cerca de su mano encontraba,   —204→   y empezó a descargarlos como proyectiles de mano contra las infelices que le servían. Como en gran número habían acudido al vocerío y escándalo, todas fueron blanco de la rociada. Las piezas de loza volaban por el aire y se estrellaban contra la pared, o en el cuerpo de las consternadas mujeres, que defendían su rostro con las manos, chillando furiosamente; los cascos de porcelana, los pedazos del pato, el salero, los tenedores, la ensalada, iban cayendo aquí y allá, y las amas y sobrinas huyeron despavoridas hacia el interior con lamentos de resignación más que de ira. Vi a Donata, que fue de las últimas en huir, y oí bien claramente su voz que gritaba: «¡Santa Virgen!, ¿qué culpa tenemos nosotras?...».