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ArribaAbajoAndrés Bello, el desterrado


De los ojos tan fuertemientre llorando
Tornaba la cabeza a estáualos catando.



El hombre que con queda voz interior lee los mutilados versos donde fulgura el primer resplandor en la lengua del alma y de la pasión de una raza que, prodigiosamente, es todavía suya, alza la cabeza y fija la vista en los altos ventanales empañados de niebla.

Está envejecido y refleja cansancio. Las arrugas, las canas y la calvicie prematuras no han destruido la bella nobleza de su rostro ni la honda serenidad de aquella mirada azul, que parece reposar sobre las cosas sin prisa, pero también sin esperanza.

Los guardianes del British Museum, que pasan silenciosos junto a su habitual mesa de trabajo, lo conocen bien. Es míster Bello, un caballero de la América del Sur, que desde hace diecisiete años visita asiduamente la rica biblioteca. Unas veces se enfrasca en la lectura de los clásicos griegos y su rostro se ilumina de una plácida sonrisa de niño sobre los renglones de una erudita edición de la Odisea. En otras ocasiones lo ven mecer tímidamente la mano, como marcando con vago gesto el compás de la medida de una égloga de Virgilio, y, en otras, se hunde en la Crónica de Turpín, o en un tratado de fisiología, o en el grueso infolio de Las siete partidas.

Cuando entra al gran edificio y se dirige a su sitio, se hace ligero y firme aquel pesado andar que arrastra entre la neblina de las calles. Se despoja de su raído abrigo y de su viejo sombrero, se sienta y suspira acongojadamente.

Pero en aquel invierno de 1827 no hace otra cosa que leer y releer con infatigable ansia el Poema del Cid. Día a día se llenan con su menuda y enrevesada letra los cuadernos de apuntes que lleva. Se propone analizar a fondo y reconstruir el poema, su lengua, su gramática, su sentido y su historicidad.

Pero no es sólo la curiosidad intelectual lo que ahora lo mueve: es una aguijoneante ansia de saber, de escudriñar, de comprender, de poseer, que lo arrastra a todos los campos del conocimiento, que lo embriaga de secretas y sutiles voluptuosidades, que le muestra con demoníaca   —39→   tentación los oscuros y dilatados reinos que se le ofrecen en la sombra. Ahora, tanto como todo eso, hay un impulso del sentimiento, una sorda apetencia de su propia sensibilidad, que lo lleva a repetir con emoción contenida los ásperos versos del juglar:


Vio puertas abiertas e uzos sin estrados,
Alcándaras vacías, sin pieles e sin mantos,
E sin falcones...



Y es que la gesta de Mio Cid es el patético canto del destierro y de la dolorosa lucha del caballero castellano por no desasirse y desprenderse de lo suyo. Y él, como Ruy Díaz, es también un desterrado y también se ve reducido a batallar y conquistar sin tregua para que no perezca en él lo suyo, sino que se afirme y se agrande. En las vidas altas, como en las sinfonías, siempre hay un tema, más o menos oculto, más o menos continuo, que es el que les da su unidad, su sentido y su grandeza. El tema de la vida de Bello aparece en esa visión primera de su prolongado peregrinaje por la gesta del Cid, y desde que lo advertimos, todo lo que parecía fría erudición revela ser sentimiento vivo y dolor creador. Su humanismo tiene la calidad heroica de la gesta del desterrado que lucha por salvar y rehacer el país de su espíritu.

Una última mirada «de los sos ojos tan fuertemientre llorando» había lanzado Bello, desde lo alto de la empinada cuesta por donde serpenteaba el camino de recuas, hacia el valle verde y azul, con sus rojos bucares, donde quedaba Caracas, bajo sus techos oscuros, entre sus coloridas tapias y sus rechonchos campanarios.

Aquella pequeña ciudad indiana, para sus veinte años, en la vuelta del siglo, había sido un recoleto paraíso de lentas dichas infinitamente matizadas. La creciente riqueza del cacao, que traía más y mayores navíos al puerto, también había hecho más altas y hondas las salas de las casas, más llenas de luces y reflejos las arañas, más pulidos y suaves los enchapados muebles ingleses, más sonoras y esplendorosas las sedas de las faldas y de los cortinajes, más profusa la plata en las alacenas y más numerosos y variados los libros.

Bello frecuentaba las tertulias literarias que celebraban en sus casas los jóvenes de las más ricas familias. La de los Ustáriz y la de los Bolívar, donde aquel atormentado e inquieto Simón vivía sorprendiéndolos a todos con las historias, verdaderas o imaginadas, de su vida y de sus viajes: viudo a los diecinueve años, famoso petimetre de París a los veinte, desordenado lector y hombre de opiniones radicales y atrabiliarias. Ya era allí Bello, aunque no el menos mozo, el más considerado y oído.

Muy temprano comenzó su fama de estudioso y de inteligente. Era todavía un niño y ya conocía el latín como pocos canónigos y los vericuetos y encrucijadas de la dialéctica. Había aprendido por su cuenta el inglés y el francés y traducía y adaptaba para aquellas tertulias un trozo de Corneille, una escena de Voltaire o algún soneto de Shakespeare.

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En los conciertos de música sagrada o profana era de los que podía opinar con más tino, gracias a las enseñanzas de su padre, don Bartolomé Bello, que tocaba con gusto algunos instrumentos.

Era la música la más alta expresión cultural de aquella minúscula y refinada sociedad. Se celebraban con frecuencia conciertos en las casas de los más ricos señores y en ellos se oía no sólo música de los grandes maestros europeos, algo de Mozart o de Haydn, algunas muestras de los polifonistas italianos, sino también la insuperada expresión sinfónica de aquella admirable familia de música que había florecido para entonces y en la que se destacaban un Olivares, un Landaeta, un Lamas. Era la fina y sorprendente diadema musical de aquella sociedad entregada a los ocios más fecundos y más corruptores.

Los primeros treinta años de su vida habían transcurrido en aquel ambiente a la vez recoleto y encendido del ardor de contenidas pasiones. En aquellos años se condensó su condición espiritual, cuajó su vida en los moldes definitivos y se plasmó para siempre la hermosa serenidad de aquel rostro del divino asombro ante la inmensidad interior y exterior que contemplaba.

La fama de sus estudios se extendía entre todos los pobladores de la pequeña villa. Se le consultaba, se le oía, se solicitaba su concurso para todas las iniciativas importantes. Un halo de gravedad circundaba su frente juvenil.

Leía de todo y a todas horas con una pasión inagotable. Los viejos infolios, los libros recientes, las discontinuas gacetas de Francia o de Inglaterra que llegaban al azar de los lentos veleros.

Sus lecturas y el conocimiento de la historia del último medio siglo, en el que habían ocurrido acontecimientos tan extraordinarios y decisivos como la victoriosa rebelión de las colonias inglesas de América, la revolución de los franceses y el ascenso apocalíptico del poderío de Napoleón, presentaban a su inteligencia los claros signos de un tiempo de transición, del que no podrían escapar alma o tierra algunas.

A esa Caracas de 1800 había llegado por unos meses aquel joven europeo Alejandro de Humboldt, con su equipaje repleto de libros, apuntes, hojas de herbolario, dibujos, pieles, conchas, fragmentos de roca, pilas eléctricas, barómetros, sextantes, y otras raras cosas.

Venía a inventariar y revelar la naturaleza americana al mundo y a los americanos. Bello procuró estar a su lado lo más posible y aquel contacto mágico acabó de abrirle las pesadas puertas contra las cuales había estado golpeando tímidamente su intuición. Ya el paisaje no era tan sólo un tema de égloga. Cada planta y cada piedra tenían su nombre y su ser y podían vislumbrarse los sutiles canales por donde la vida natural se comunica e integra en una unidad prodigiosa. La geografía dejaba de ser una nomenclatura; los climas, las montañas, los ríos, las lluvias, las plantas, las razas, los astros, eran partes de un proceso inmenso donde estaba tejido el destino del hombre y de su historia.

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No todo estaba en los claustros y en los viejos libros, sino que había que ir a la naturaleza, y había tanto gozo en clasificar una hoja de hierba como en medir las exactas cantidades de un verso de Horacio.

Humboldt era hombre universal. Venía del mundo hacia el mundo y nada era extraño ni a su curiosidad ni a su sentimiento. Lo mismo exponía una teoría sobre la temperatura de las aguas del Atlántico o las causas de los terremotos de Cumaná, que analizaba los aspectos políticos y sociales de la Revolución Francesa o trazaba un colorido cuadro sobre los sucesivos estadios de la sociedad humana, que él veía curiosamente representados en las diferentes zonas del territorio venezolano.

Oyéndolo debía soñar Bello con la gloria de un Lucrecio americano, con la hazaña de una poesía culta expresando el misterio de aquel mundo al que los hombres se habrían asomado, ciegos. Y no pocas de las reflexiones que aquellas lumbraradas despertaban en su penetrante capacidad de analizar tendrían por objeto la vida y el futuro de la tierra venezolana.

El fermento de la época había prendido visiblemente en los espíritus ansiosos y pasionales de muchos de aquellos mozos, que en edad eran sus iguales, a pesar de la infranqueable distancia que entre ellos y él ponía su aureola de serenidad y de sabiduría. En muchas cosas coincidían: en el amor de la literatura, en el entusiasmo por las ideas generosas, en el anhelo de crecer y de servir. Pero en otras diferían fundamentalmente. Muchos de ellos soñaban con una gloria teñida de violencia y de sangre y pensaban en trágicas conmociones que los hicieran dueños del destino de un mundo donde pudieran plasmar en realidad sus audaces y ardientes visiones, mientras que el espíritu de Bello sentía la necesidad del orden y la paz para poder fructificar.

Algunas de esas dramáticas oposiciones debieron surgir más de una vez en los tiempos en que hubo de dar clases a Simón Bolívar, un mozo dos años menor que él. No debía reinar mucha regularidad en aquellos cursos interrumpidos y desviados por la desorbitada curiosidad del discípulo, por su orgullosa impertinencia y por los frecuentes estallidos de una naturaleza autoritaria y soberbia. Debieron comprender ambos, desde el primer momento, que no eran dos temperamentos hechos para entenderse.

El aprecio creciente de que Bello era objeto lo había de llevar, naturalmente, a desempeñar funciones públicas. Reinaba en las Españas Carlos IV y era su Capitán General y Gobernador en la Provincia de Venezuela don Manuel de Guevara y Vasconcelos, quien mucho distinguía al joven criollo y gustaba de invitarlo a sus fiestas, donde éste recitaba versos de ocasión.

Cuando vino la expedición de la vacuna, Bello fue nombrado Secretario de ella y compuso con mesurado entusiasmo un elogio de aquella humanitaria empresa regia, dedicándolo al Príncipe de la Paz, al fabuloso Godoy, que se movía en el claroscuro de una fama escandalosa.

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Tiempo después fue hecho Oficial Segundo de la Secretaría de Vasconcelos, donde a poco sus luces, su laboriosidad, su discreción, debieron transformarlo en el más calificado funcionario.

Desde que Napoleón invade a España, en 1808, los sucesos se precipitan y a poco pasan de aquel medio tiempo de pavana al agitado alboroto del «joropo» popular.

La serena mirada contempla los acontecimientos y parece mirarlos desde arriba, de una altura inaccesible a la pasión o a la descompostura. Viene el 19 de abril de 1810; se constituye la junta de Caracas, y la plebe, ebria de su primera hora de libertad, arrastra por las calles empedradas los retratos del rey y grita enronquecida hasta el anochecer, poniendo temor en las gentes recogidas en las hondas casonas y en los ajardinados claustros de los conventos.

El golpe había estado a punto de fracasar. Poco antes había sido descubierta la conspiración. Muchos de aquellos jóvenes turbulentos fueron detenidos por breve tiempo y otros confinados a sus casas o a sus haciendas.

Las mil lenguas de la calumnia comenzaron a bisbisear en la penumbra. Entre sonrisas de incredulidad o de complacencia, muchos se hicieron eco de la repugnante infamia que señalaba a Bello como el delator de la conspiración.

La maldad de algunos y la mezquindad de muchos, incubadas al calor del estrecho recinto de aquella sociedad que vivía del juego mortal de su propio espectáculo, colmaron la medida de la amargura para Bello. Parecían querer complacerse en hacerle pagar en tortura moral los aplausos que habían tenido que tributarle a su talento.

Era como si de aquel valle risueño, de aquella compañía en que todos eran amigos y conocidos, de aquellas virtudes ensalzadas y ostentadas, se hubiera levantado una legión de furias invisibles para rebajar y destruir al que creía no haber hecho sino el bien.

Vivo como el primer día se conservó siempre en el alma de Bello el dolor de aquella herida, sobre la que habían «escupido hiel». A ella aludió, con el pudor de su grandeza, en varias ocasiones, y en su poesía se repite a distancia el desdeñoso perdón de quien no pudo olvidar.

Con esa medida de amargura salió Bello de su tierra por primera y última vez. Era irrisoria compensación el nombramiento que llevaba de Secretario de la misión diplomática que, integrada por Bolívar y López Méndez, envió en 1810 la junta de Caracas ante el Gobierno británico. Aquel hombre hermoso, robusto y tranquilo que llega a Londres en el umbral de la treintena, acaba de abandonar su paisaje, su familia, sus costumbres, su lengua. Ya no va por las calles soleadas y coloridas de la Caracas de su adolescencia, sino por las húmedas y neblinosas avenidas, donde a media tarde flotan los faroles como coágulos de luz amortecida. En lugar del corto radio que lo separaba de todos los rincones familiares y de todos los rostros amigos, ahora se perdía por la vasta urbe, llena de miseria y de riqueza, y se topaba en los vastos salones dorados con el   —43→   tedio del «dandysmo» distante y de la nobleza altanera. En lugar de los bosques de Catuche y de Chacao, de los rojos bucares, de los inmensos cedros, de las mecidas palmeras, las fantasmales arboledas esfumadas en niebla y agua de Hyde Park; y en vez del materno castellano criollo, con sus claras sílabas abiertas, lo rodeaba el ahogado rumor de aquella lengua gutural y apelmazada.

Aquella nueva etapa de su vida, que llegó a ser larga de diecinueve años, fue la de la pobreza, el abandono y la soledad. Después de unos breves meses esplendorosos en los que Bolívar derrochaba el dinero, en los que se reunían con las más célebres personalidades en la casa de Miranda, en Grafton Street, en los que eran el objeto de la curiosidad de aquella sociedad snob, vinieron los largos años de pobreza y de estudio, de mucha niebla, muchos libros y pan escaso, en que el hombre de traje raído se refugiaba en su mesa del British Museum para proseguir la silenciosa fiesta inagotable que le estaba reservada.

Los escasos sueldos de su Secretaría se le pagaban mal o nunca. Los sordos días iluminados por el estudio se interrumpían con las noticias que llegaban de la patria remota. La guerra se había desatado con violencia infinita. Miranda había caído arrastrado en la vorágine. Sus amigos de la niñez eran héroes o fugitivos. Caracas y las principales ciudades habían sido despobladas por la guerra o arrasadas por el terremoto. Estaba derruida la vieja casa de la esquina de las Mercedes y tan sólo quedaban en pie algunos árboles y los granados bajo los que corrió su infancia. Bolívar se había convertido en jefe de la revolución y aquellas contradictorias condiciones que le había conocido se habían trocado en los elementos de una extraordinaria vocación heroica.

Aquella visión sangrienta y convulsionada surgía en mitad de las horas grises y frías. ¿Debía volver a luchar junto a los suyos? ¿Debía permanecer fuera para alcanzar en el sosiego la madurez de aquella obra que, con serena convicción, estaba seguro de que tan sólo él podía realizar en América? ¿Debía esperar a que pasara la racha de la violencia para volver después, reconocido por todos, a ser el organizador, el legislador, el padre civil de la república? ¿Y qué podía ofrecerle aquella tierra agitada y desgarrada por la guerra? Lo fundamental de su espíritu, la raíz de su cultura, la imagen inmortal de su alma colectiva la estaba recogiendo él y acendrando en los libros del British Museum.

En 1814 se casa con Mary Ann Boyland. Es una inglesa, una mujer del norte y de la niebla, que no habla su lengua ni puede entender sus versos. Es el mismo año en que Boves, a la cabeza de sus feroces jinetes, parece que va a anegar en sangre y fuego a Venezuela.

Empiezan a nacer los hijos, y la pobreza y la estrechez se hacen mayores. Los niños juegan en las sombrías callejas del barrio pobre y cantan canciones inglesas. Su nombre se hace irreconocible en la pronunciación de sus compañeros de juego. Bello se esfuerza en hablarles español, en hablarles de su raza, de su pueblo, de la civilización a la que pertenecen. Le parece que aquel mundo neblinoso que está devorándolo   —44→   acabará de tragárselo por entero en sus hijos el día en que el inglés llegue a ser la lengua materna de ellos. Su mujer sigue siendo extranjera; sus hijos no conocen la patria lejana, que cada día parece hacerse más remota e inaccesible, y la pobreza lo persigue y lo atenaza con su infinita cauda de humillaciones y amarguras, de la que no es la menor la de no poderse dedicar de lleno a sus estudios y a su obra.

Más tarde enviuda y en 1824 vuelve a casarse con otra dama inglesa, Isabel Dunn, quien le da nuevos hijos. Es el año de la victoria de Ayacucho, y el joven héroe que la gana es el hermano de María Josefa de Sucre, aquella fina mujer que fue el hondo amor juvenil de Bello en Caracas.

Su destino parece ser el de marchar agobiado y alejarse de todo lo que ama. No es sino el desterrado y por eso se aferra con tanta ansiedad a lo que ha podido llevarse consigo: la ciencia, la literatura, la lengua y la imagen de América.

Por eso resulta tan revelador que en sus investigaciones sobre la literatura española haya de detenerse por largo tiempo, por todo el tiempo de su vida, en el estudio y la meditación del poema del Cid. No sólo porque es el monumento auroral del alma castellana y el poderoso vagido de su lengua, que son esencia unificadora de su América, sino porque también es la gesta del desterrado, la hazaña del paladín que lucha para reconquistar lo que le han arrebatado, del que convierte la desgracia en grandeza y alegría «Albrizias, Alvar Fáñez, ca echados somos de tierra».

En el momento en que se sumerge en el poema del Cid va llegando a su término aquella larga etapa de Londres, que es la de la angustiosa espera, la del aprendizaje inagotable de la pobreza y la del rumbo borrado.

Entre la modesta casa, que es casi tugurio; el trabajo en las ambulantes oficinas de la Legación de la Gran Colombia o de Chile, las clases a los hijos del ministro Hamilton, la ocasional charla con Blanco White, el laborioso descifrar de los manuscritos de Bentham, la vasta sala del Museo Británico y sobre el sabor de humillación del hombre que sabe lo que vale y se siente injustamente preterido, vienen a asaltarlo las visiones esplendorosas de su tierra.

Entonces parece olvidar todo lo demás. No oye el áspero quehacer de Mrs. Bello y las riñas de los chicos, no mira el empañado cristal de niebla que cubre la ventana ni los maltrechos muebles, sino que únicamente siente aquella poderosa voz interior, «flor de su cultura», que brota en la contenida cadencia de unos versos perfectos:


¡Salve, fecunda zona,
que al sol enamorado circunscribes
el vago curso...



Desfilan las estremecidas palmeras, el maíz, «jefe altanero de la espigada tribu», el cacao con sus «urnas de coral», el banano, amigo de la mano esclava, los jazmines del cafetal, las flores, todo el coloreado   —45→   hálito del gran drama de la vida vegetal y animal del trópico, y después la visión «del rico suelo al hombre avasallado», abierto a la paz y a la dulzura de la vida, sin que la emoción llegue a alterar un acento ni a perturbar el sereno ritmo de la Silva inmortal.

Luego, con esa misma pluma, vuelve nuevamente a escribirle a Bolívar o a Revenga, para implorar:

«Carezco de los medios necesarios aun para dar una educación decente a mis hijos; mi constitución, por otra parte, se debilita, me lleno de arrugas y canas, y veo delante de mí, no digo la pobreza, que ni a mí ni a mi familia nos espantaría, pues ya estamos hechos a tolerarla, sino la mendicidad...».



Aquella larga etapa de espera no puede prolongarse más. Han sido años de intenso estudio y de definitiva formación de su carácter. No puede continuar allí y tampoco puede regresar a su tierra, donde concluida la lucha de la independencia, dispersados o muertos sus amigos, destruido o cambiado mucho de lo que aún vivía en su recuerdo, ya nadie parece acordarse de él, y empiezan a brotar como una lepra la anarquía y la desintegración.

¿Qué iría a hacer en medio de las lanzas de los bárbaros, ebrios de su negativa fuerza, aquella cabeza cargada de pensamientos y aquella serena mirada?

Es entonces cuando se abre la tercera y definitiva etapa de su vida con el viaje a Chile en 1829. El signo del desterrado vuelve a afirmarse ante el pesado paso de aquel hombre de cuarenta y ocho años, lleno de conciencia, de fe en los destinos superiores del espíritu y de reflexiva desesperanza en su destino.

La Europa que deja es la de la batalla de los románticos. Los versos de Byron y los de Hugo han resonado con sus ricos ecos en aquella alma clásica. Ha ensayado, con alegre curiosidad, su mano en la versión de algunos fragmentos de Sardanápalo, y ninguna de aquellas novedades escapan a su amor de la belleza ni alarma al asiduo lector de los griegos, de los cantares de gesta y del romancero; pero tampoco lo arrastran a sacrificar la perfección de la forma ni la pureza del lenguaje. Ese difícil fruto del esfuerzo paciente, de la fina sensibilidad y del estudio es el que le da ese sabor de eternidad sin fecha a todo lo que escribe y que empieza a ganarle el título intemporal de «Príncipe de los poetas americanos».

Vuelve a alejarse en el destierro. Es su «largo penar». Va ahora a aquella provincia perdida en las playas australes del remoto Pacífico, a la que llega después de dar la vuelta a toda la América, de rebasar el Trópico y de pasar por las heladas soledades del estrecho de Magallanes.

Aquel Santiago aislado y pueblerino, al que entra Bello en pleno invierno, debió añadir más amargura a aquella «casi desesperada determinación» que lo llevó a irse de Londres. Era para entonces Chile un país más atrasado e inculto que la refinada Caracas que había abandonado en 1810. Pero él va revestido de aquella determinación forjada en los largos años de miseria y de abandono. Chile es parte de aquella América   —46→   a la que ha consagrado su devoción entera y para cuyo servicio se ha estado preparando y armando sin tregua y sin desmayo desde la primera hora de su iluminada adolescencia. Es acaso la más remota, la más pobre, la más extraña a su sensibilidad, pero también, y tal vez por ello mismo, aquella donde con más profunda huella pueda ensayar sus fuerzas y darse a las ansiadas tareas de crear en tierra y humanidad las formas de sus ideales de civilización.

Aquella convicción es la que lo sostiene en los fríos días de su llegada a la pensión de la señora Lafinur y es la que después irá aumentando, al convertirse en ternura y en contento, cuando la flor de la juventud chilena venga a rodearlo como al maestro del destino. Bello, el desterrado, se ha ido refugiando paulatinamente en las formas más universales y permanentes de lo que fue el mundo de su natividad. El valle de Caracas se ha quedado atrás, sin posible retorno; en lugar de la luminosa masa del Avila, contempla ahora la ruda mole del Huelen; el mundo español se desintegra y debate en una larga y trágica crisis; pero ya desde Londres, desde las primeras horas de su presencia ante la soledad sin eco, se había aferrado a lo que no era perecedero y tenía poder de salvación: la ciencia, la literatura, la lengua, las claves de la unidad cultural hispánica.

Tal vez por eso parece a quienes se le acercan superficialmente hombre frío, sin calor de sentimiento, apegado a las formas inertes del pasado, cuando en realidad no era sino el que quería conservar el fuego y salvar las fórmulas de una vida fecunda.

Bello se refugia con fervorosa dedicación en el estudio de la lengua porque sabe que es la sangre de la unidad orgánica de Hispanoamérica, que su razón considera como el supremo fin de sus pueblos, y también, sin duda, porque su sentimiento halla en la unidad lingüística y cultural la patria posible.

En 1835, a los seis años de su llegada a Chile, publica sus Principios de ortografía y métrica de la lengua castellana. En 1841, aquel revolucionario y profundo Análisis ideológico de los tiempos de la conjugación castellana.

Entre tanto escribe en alguna ocasión: «Sé lo que cuesta el sacrificio de la patria», o aquellos melancólicos versos:


Naturaleza da una madre sola
Y da una sola patria...



Y envía a sus hermanos o a su vieja madre crepusculares cartas penetradas de emoción.

Lo que no le impide verse enfrascado en la áspera polémica con Sarmiento joven. Aquella polémica en la que Bello mira con horror asomar, al través de la encrespada prosa de aquel talento volcánico e improvisador, el rostro pavoroso de la desintegración cultural de América y la amenaza de un desvío sin rumbo en el camino hacia la civilización.

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En 1847 sale su Gramática de la lengua castellana. Es un anciano de cerca de setenta años, movido por el poderoso anhelo de toda una vida, el que completa la extraordinaria hazaña, viva, fecunda y combatiente que está en esa grande obra.

En la vida de la lengua castellana hay dos dramáticos momentos cargados de destino: uno es aquel en que el habla del condado de Fernán González se transforma, bajo los Reyes Católicos, en el instrumento de la unidad y de la culminación de la raza española, y el otro es aquel en que roto y desmembrado el gran imperio, queda en la lengua la mayor esperanza de la reconstrucción de la unidad moral y cultural de las Españas. Dos de las mayores figuras de humanistas hispánicos realizan el sino de esas dos grandes horas. La hazaña de Nebrija, que hizo la primera gramática de una lengua moderna, porque «la lengua es la compañera del imperio», la repite Bello, el criollo, que liberta la gramática castellana de la imitación latina y la rehace para que no se repita en América «la tenebrosa época de la corrupción del latín».

Refugiado en lo que ya nadie podía arrebatarle, en la forma más alta y perdurable de su patrimonio, Bello llega a cumplir plenamente su misión de servidor del espíritu y de la civilización.

Chile crece y se densifica a su alrededor y se va pareciendo a su poderoso y sereno sueño de grandeza. Un generoso calor de gratitud lo rodea y lo halaga. Está sentado como en un trono de su vitalicio sillón de Rector de la nueva Universidad. Dirige El Araucano, va puntualmente a su curul de senador, se enfrasca en los trabajos de las comisiones legislativas, hace el monumento jurídico del Código Civil, y en los ratos tranquilos se pasea por la sala de su biblioteca fumando un oloroso habano y dialogando con sus discípulos con palabras llenas del don de la sabiduría.

Junto a su majestuosa serenidad de roca fundadora pasa la marejada de la pugna de «pipiolos» y «pelucones», y ruedan, como el trueno, las lejanas conmociones que sacuden los pueblos americanos. Ya no se alejará más sobre la tierra. Bajo su sombra benéfica crece vigorosa la cultura chilena. Hijos del espíritu le nacen de su tarea sin tregua, y desde opuestos campos convergen hacia él Lastarria, Vicuña Mackenna, Amunátegui. Bajo la luz de su «enemiga estrella» ve ir muriendo uno a uno los hijos de su carne.

Cuando se acerca la hora de la muerte Venezuela se desangra en el caos de la Guerra Federal; la escuadra española ataca al Perú; un resplandor trágico parece cernirse sobre todas sus tierras; pero ya puede cerrar los ojos sosegados, después de tanto ver, de tanto hacer, de tanto esperar, adormecido en el rumor de la lengua que une a sus americanos en una abierta patria común.

Letras y hombres de Venezuela. Ed. cit., pp. 96-111.



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ArribaAbajoJuan Vicente González, el atormentado

Aquel hombre corpulento y desgarbado, todo hacia arriba, delgado de piernas y abultado de espaldas, ancho de cuello y de cabeza, que parece una grulla, y que gesticula hablando con descompasada voz de tiple, es Juan Vicente González.

Anda por las empedradas aceras y por las lodosas calles de la ciudad de Caracas, en una especie de soliloquio en voz alta, que anuda con los que va encontrando al azar de su caminata. El traje es viejo y descuidado, grandes lamparones lo manchan; la camisa no es limpia, y por los desgarrados bolsillos asoman periódicos, papeles, cortaplumas y pedazos de pan a medio comer.

Conoce a todos los que viven en la pequeña ciudad. Sabe sus vidas, sus pensamientos, sus ambiciones, sus envidias, sus pasiones, los secretos de alcoba, las flaquezas, las vergüenzas. Su alma se parece a la de los mejores y a la de los peores de aquellos hombres, y porque la conoce los conoce.

Es injusto, violento y apasionado. No perdona nada en los otros. Le parece que el mundo, su mundo, ha caído en manos de bárbaros malévolos. Antes, en la hora de su nacimiento, estuvo habitado por seres radiantes, héroes y semidioses. Pero habían sido destruidos. Habían ido cayendo o alejándose. Y él había venido a sentirse solo, entre enemigos, hablando, dialogando y evocando sus sombras familiares. Las lejanas de los héroes clásicos. Las próximas de Bolívar, de Ribas, de Bello. La que ya en la última hora va a surgir de la huesa de Fermín Toro. Sobre esa tumba dirá sollozando, con una infinita sensación de soledad: «Ha muerto el último venezolano».

Su mundo era, en gran parte, aquella ciudad y aquel valle. Nunca supo salir de allí. Ha vivido siempre en los sombríos corredores de aquellas casas chatas y soporosas, cerradas en torno a su patio de yerbas y arbustos.

Allí ha nacido el año de 1811. El año en que estalla dramáticamente en América la crisis del mundo hispánico. El siglo final del imperio se   —49→   cierra con la campanilla de los Ayuntamientos que proclaman la instalación de las nuevas Juntas.

Ha nacido oscuramente. «Una mujer del pueblo formó mis entrañas», dirá después, no sin intención. No ha de saber quién es su padre. No pertenece a ningún linaje. Brota como solo, del limo de la gente del común. Por eso, tal vez, se siente más de la ciudad, más de la tradición, más de lo colectivo, que aquellos otros que tienen un padre y una madre individuales y están confinados dentro de un clan familiar estrecho. Lo recoge y lo educa una mujer de bien, que sabrá hacer en lo cristiano el oficio de madre.

Mucho trompicón doloroso debió dar, en aquellas calles empedradas de orgullos y de prejuicios de casta, el desgarbado mozo. Mucho debió sufrir y padecer. Lo más característico y perdurable de su psicología debió forjarse y fijarse en aquellos años en que conoció el sabor de la humillación y la asfixia del resentimiento. Allí debió aprender a despreciar y odiar. Y allí debió echar las bases de aquella religión individual de la grandeza y de la gloria, como escape y como salvación, que iba a ser la verdadera suya, a despecho de su exaltado catolicismo.

Hay, por lo menos, una gran hora iluminada en esa adolescencia turbia y dolorosa. Es el año de 1827, cuando Bolívar vuelve a Caracas por última vez, después de larga ausencia. Viene de Bolivia y del Perú, viene de Ayacucho, envuelto en una leyenda más dorada y brillante que sus charreteras. Es el héroe. Es un ser mágico, casi sobrehumano. El adolescente devora aquella estampa con sus ojos, mientras Bolívar preside el acto con que la recién organizada Universidad lo festeja. Y esa imagen va a grabarse indeleblemente en su alma.

Bolívar, o lo que para él es lo mismo, la encarnación de lo heroico, de lo grandioso, de lo sublime, va a transformarse en el objeto de su culto y en la inspiración y el consuelo de su vida.

Cuando en los años finales lo recuerde no dirá que lo ha amado, no dirá que ha aprendido a conocerlo; dirá simplemente: «la naturaleza me había hecho boliviano», y estará diciendo tan sólo lo que le parece una verdad evidente de su alma.

En sus especiales condiciones, y entre los hombres pequeños que le parecían haber sucedido a aquella generación de gigantes, no era mucho lo que podía esperar. Llega a pensar en hacerse sacerdote. Pero de pronto desiste.

Son años de formación y de lecturas desordenadas. Lee, aprende y enseña. Da clases, modestas clases mal remuneradas, en algunos colegios y en casas particulares.

Y ha empezado a escribir. Ya él sabe, y los demás van a saberlo bien pronto, que dentro de aquel desairado corpachón la Providencia ha puesto el don de la expresión. Escribe en periódicos ocasionales, escribe algunos furtivos versos sin vuelo, y hace prosa política rápida, fulgurante, poderosa.

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Casi sin darse cuenta se va liando en la agria lucha que los nuevos grupos políticos se hacen a través de gacetas y rumores. El tiene el poder de la invectiva y lo usa con una fuerza y una incontinencia angélica. Fustiga a los que odia y a los que desprecia. Y odia y desprecia a los más de aquellos hombres con quienes se encuentra en las estrechas calles camino de la ambición que él conoce, del apetito que él sabe, de la pequeñez que él les encuentra.

A los veintiséis años se ha casado con Josefa Rodil y empiezan a nacer los hijos.

Lee a los románticos franceses y españoles. A los grandes como Chateaubriand, como Rivas, como Hugo, como Michelet; y a los transitorios como Casimir Delavigne. Aquel patético clamor rebelde, aquellos terribles contrastes del sentimiento, aquel sino fatal que preside los hombres y las cosas, aquella santa soledad de la rebeldía, fascinan su espíritu. La familia de las sombras va creciendo con estos seres y con estos paisajes que salen de los libros.

Poco o nada entenderíamos de su alma si no le viésemos la enfermedad de orgullo que la tiñe. El orgullo es en González una defensa instintiva, casi biológica. Quiere valer más que los otros, confundirlos con su grandeza, porque siente la llaga viva de su nacimiento, afeándolo en aquella villa de ostentosa oligarquía de mantuanos.

Quiere exaltar hasta una altura de juez antiguo o de profeta su función de escritor, porque siente que la sociedad que lo rodea gravita hacia otro tipo humano, hacia el guerrero, el hombre de acción, el espadón de los alzamientos y las guerras civiles. El se esforzará en demostrar con el ejemplo que la pluma es más terrible que la espada y que tiene héroes más puros.

Lo que quiere es anonadar a aquellas gentes indiferentes, torpes o distintas. Traerlas a reconocer la grandeza que él encierra. Llegar a ser el guía moral, y acaso material, de aquellos bárbaros mezquinos. Confundirlos a toda hora y en toda ocasión con su fulgurante estilo, con sus imprecaciones bíblicas, con sus gemebundos trenos, con el torrente de su erudición, y para ello no vacila ni ante el plagio.

Muchas veces me he preguntado con dolorosa duda: ¿por qué plagió Juan Vicente González? ¿Por qué tan gran escritor, dotado tan espléndidamente, incurrió en ocasiones en plagios tan transparentes y visibles? Y he llegado a la conclusión de que fue por provincialismo, por orgulloso y rencoroso provincialismo. Su mundo se reducía a Caracas, a aquellos solemnes y orondos doctores, que él sabía ignorantes, o a aquellos militares, que él sabía ignaros. Para anonadarlos más en la hora de la invectiva o del despliegue de la comparación erudita, ya no le parecían suficientes los relámpagos de su propia pluma, y entonces era cuando, con malévolo candor, echaba mano de Michelet o de otro y vertía páginas que no eran suyas, como plomo derretido sobre las cabezas de sus enemigos.

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Ese estrecho provincialismo fue la tragedia inconsciente de González. A él sacrificó su obra, a él sacrificó su honestidad de escritor, a él sacrificó su vida.

No quiso ser otra cosa que el Dante de aquella vida provinciana. El divino dueño de un infierno inmortal donde poner a todos los que odiaba y despreciaba: los tinterillos, los guerrilleros, los politicastros, los traficantes, los enemigos, en la tortura de la perpetua exhibición de sus culpas. Sus tercetos eran los editoriales de sus precarios periódicos, los gemidos de sus mesenianas, sus arrojadizas frases sueltas.

A los federales, de insignia amarilla, que se desbandan en una derrota ocasional, les escarnecerá por huir «bajo sus banderas de color de miedo». A Páez octogenario: «la mano de Dios se ha endurecido sobre la cerviz del viejo impenitente»; al deshonesto agente fiscal que lo saluda en la calle con el remoquete de Tragalibros le replica fulminante: Tragalibras.

Su vida es un sueño atormentado de grandeza y de venganza, encuadrado en los rostros, las calles y las tapias de su ciudad natal. Muchos de los tormentos de González no son sólo suyos, sino que provienen de un estado de ánimo colectivo. En él son más visibles porque es el más patético de todos, el más explosivo y torturadamente romántico.

Ese rasgo innegable es el hecho del contraste entre las condiciones que la vida ofrecía para sus contemporáneos y para sus inmediatos antecesores los hombres de la independencia.

No eran ni mejores, ni peores; en lo sustancial eran los mismos. No eran los degenerados hijos de los héroes, sino los sacrificados miembros de una generación para quien ya no había posibilidad de gloria ni de empresas universales. Ya no quedaban Ayacuchos que librar, ni discursos de Angostura que escribir, ni Congresos de Panamá que convocar. Ya habían pasado los tiempos en que un aprendiz de barbero de Puerto Cabello, podía transformarse en el general Flores, Presidente del Ecuador, y en que el hijo de un isleño de Caracas, podía llegar a ser amigo de las reinas y general de la Revolución Francesa.

La escena se había empequeñecido y empobrecido espantosamente. Todavía tropezaban en las calles las reliquias de esa otra generación gloriosa: algún viejo soldado que había ido con su lanza hasta el Cuzco; algún letrado que había estado en los Congresos de Bogotá.

Una psicosis colectiva de humillación debió manifestarse en aquellos hombres nuevos. ¿Qué podían hacer ellos que igualase lo que habían hecho sus padres? Y por eso mismo tenían una fatal inclinación al pesimismo, a la negación, a la desesperanza y a la aventura. Todo iba de mal en peor, todo estaba perdido. Se sentían los juguetes de una decadencia violenta, de una degeneración galopante. Nunca se les ocurrió pensar que aquel Aramendi, que cazaban como un bandolero en los llanos, había sido uno de los más gloriosos adalides de la liberación, y que, tal vez, cualquiera de aquellos otros bandidos o guerrilleros, como   —52→   Zárate o como Cisneros, podrían alcanzar la estatura heroica si hubiera la ocasión.

Habían sido deslumbrados y no podían ya ver claro en lo que los rodeaba.

En nadie se refleja mejor el choque de esas circunstancias espirituales como en este hombre afiebrado, violento, declamatorio y desdeñoso. Cuando en 1840 funda Antonio Leocadio Guzmán El Venezolano, de donde saldrá el partido liberal, González lo acompaña. El ambiente de novedad y de conmoción lo incita. La gruesa chicha fermentada de la demagogia de Guzmán le parece un vino nuevo. Pero es sólo por un momento.

Pronto se pelean. Guzmán se convierte en «Guzmancillo de Alfarache». Años después explicará estas volteretas, diciendo: «Páez fue el odio de mis primeros años; la naturaleza me había hecho boliviano. En mis luchas políticas, precisado a apoyarme en algún partido, caí en el que Páez presidía; las turbaciones le habían dado autoridad; los peligros hicieron de él un ídolo; la fiebre del entusiasmo ajeno se deslizó en mi corazón».

En 1846 fundará El Diario de la Tarde, y allí dirá: «El Diario de la Tarde contrae el solemne compromiso de refutar El Patriota, El Diario y todo bicho guzmancista que alce golilla y la haga de escritor». Ese mismo año tendrá el mezquino gusto de ir, como jefe del cantón, a prender a Guzmán, perseguido por conspirador, en el pintoresco escondrijo que se ha fabricado en la cocina de su casa. Tiznada de carbón y de ceniza asoma la desmelenada cabeza del enemigo en derrota.

Pero ha llegado Monagas a la presidencia. Van a venir tiempos difíciles para la parcialidad política de González. Guzmán, el reo y el desterrado de ayer, volverá al Poder.

Los ánimos están en tensión y la pugna entre las facciones se agudiza. González es Diputado al Congreso cuando ocurre el oscuro motín del 24 de enero de 1848, en que la Cámara es atacada y disuelta por un populacho armado, como mejor no hubiera podido desearlo el presidente Monagas. Hay muertos y heridos. Hay escenas trágicas y escenas jocosas. El gran estadista Santos Michelena, padre de las finanzas de la República, sucumbe asesinado.

González está entre los que huyen. Su carne siempre ha sido flaca. Un bárbaro le pone la mano al cuello y levanta la relampagueante lanza. Pero, providencialmente, se oye un vozarrón autoritario que lo detiene:

«¡A Tragalibros no, que ese es el que me enseña a los muchachos!». Era el pintoresco caudillo de los llanos y compadre de Monagas, general Juan Sotillo. González era institutor de sus hijos, como de otros jóvenes, con lo que ganaba lo esencial del sustento.

Allí está, en violenta síntesis, su verdadera situación. El lancero a caballo que le perdona la vida, un poco grotescamente, y él, que emprende el camino de educarle los hijos para tratar de destruirlo en ellos y de vengarse.

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Al año siguiente funda el colegio de «El Salvador del Mundo». El anfibológico nombre deja en la duda si el salvador es Jesús o el saber.

Allí estará hasta 1858, aparentemente fuera de la lucha política, pero utilizando el colegio, los actos públicos, la formación de los alumnos para seguir su lucha, fomentar sus rencores y saciar su pasión.

Así lo explicaría después: «Aliviamos nuestro corazón pintando sus torturas de todas las horas durante el infame mando de los Monagas, cuando parecíamos pintar la de algún bárbaro de las Galias o de España. Tal jefe burguiñón es José Tadeo; tal amigo vendido a los tiranos era Arcadio, el hijo de Lidonio; José Gregorio era Gondebaldo; Aper o Vecio, el proscrito patricio, era Uztáriz, y en la carta de Lidonio a Broba, su discípulo y pariente, deseábamos que el público leyese nuestros propios sentimientos».

Es esa la época en que más parece vivir entre sombras, entre fantasmas y recuerdos, entre rencores y melancolías. El desorden de su espíritu es extremo. Invoca los grandes personajes trágicos de la historia universal. Una historia que es más como un cantar de gesta, donde héroes fatales y hermosos perecen ante la adversidad, lanzando frases tenebrosas y ardientes como batallas. Lee o declara o salmodia, con aquella atiplada voz que hace sonreír a los discípulos, los trozos fuertes de sus vates favoritos: Homero, Virgilio, Dante, Shakespeare, Calderón, Tasso, Goethe, Chateaubriand.

En las horas más tristes, cuando cae un amigo y se cierra de negro el horizonte de sus esperanzas, escribe una meseniana, una breve elegía en prosa trémula y casi sollozante. Dirá en ella: «Creen algunos al leer escritos los acentos escapados a mi corazón que son creaciones del ingenio, frívolos juguetes de la exaltada fantasía. Miden por sus sensaciones los latidos de mi pecho, arrojan mis dolores en el molde de sus vanidades y acusan de exagerada mi imaginación por la debilidad exagerada de la suya. ¡Ay!, esos pensamientos son los ramos agitados por la tempestad del árbol de mi vida, y al tocarlos brotan sangre, como los del bosque encantado por Armida». Es la hora en que la dinastía de los Monagas asienta cínicamente su mano corruptora.

González mantiene el contacto con los prohombres del partido derrocado. Páez está en el exilio; pero Manuel Felipe de Tovar está en Caracas, y Fermín Toro, mientras herboriza en sus tierras y pinta el retrato de su mujer, mantiene vivo el fuego de la reacción.

Mientras, enseña o declama, traduce manuales y escribe algunas obras breves: la biografía del padre Alegría, la de Martín Tovar, que concibe como la introducción de un amplio estudio de la historia del poder civil en Colombia y Venezuela, y que, como las más de sus obras, se quedará en frustrada tentativa. En el prefacio anuncia: «Al escribir la historia filosófica del civismo en Venezuela, no es que preparemos su advenimiento; hacemos, por el contrario, su oración fúnebre; perecieron todos los elementos que debían constituirlo».

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En la historia inmediata él no ve sino un cúmulo de fatalidades, errores y crímenes. El mal viene de atrás y está tejido en todas las formas de la vida pública. Llegará a pensar que el punto de partida de la desgracia nacional está en la guerra a muerte de Bolívar el año 13, o, aun antes, en la violación de la palabra dada y en las persecuciones de Monteverde el año 12.

Es un país diezmado en sus mejores hombres y perseguido por un sino enemigo. Esta concepción catastrófica y romántica está en el fondo de su pensamiento y la comparte con los mayores varones de su tiempo.

El olímpico Bello está en Chile levantando un majestuoso templo a Minerva. Nunca lo ha conocido, pero lo admira por sobre todos, después de Bolívar. Cuando Carlos Bello, el hijo del grande hombre, viene de paso a Caracas a conocer a su abuela y a sus tíos, lo asalta aquella descompasada figura, inquiriéndole noticias de su padre, ponderándolo sobre toda hipérbole y recitándole atropelladamente sus versos, que sabe de memoria.

Rafael María Baralt, su contemporáneo (nació en Maracaibo en 1810, murió en Madrid en 1860), tampoco está en Venezuela. Después de escribir, antes de los treinta años, su admirable Historia, con aquella prosa de tan interior cadencia y tan recatada riqueza, ha tenido que marcharse, ha huido en 1842. Ahora está lejos, en Madrid, acogido y exaltado entre las mayores figuras literarias del momento. De tarde en tarde las gacetas traen algún frío poema suyo de yerta y neoclásica pulcritud. Ha alcanzado grandes triunfos. Es el primer criollo a quien la Real Academia Española abre sus puertas. Va a suceder al tempestuoso Donoso Cortés. Y González ha leído y releído aquel discurso de recepción, en que la forma y el concepto se unen en una perfección exangüe.

Baralt se ha salvado de aquella brega mezquina que consume sus días. Se ha puesto fuera del alcance de la envidia, de la injuria, de la pequeñez. Su gloria resplandece inalcanzable en lo lejano. Ha publicado el Diccionario de galicismos y se sabe que trabaja en la monumental obra de un Diccionario Matriz de la Lengua Castellana. Baralt se ha salvado, piensa con tristeza. Es el sino. ¿Qué tiene aquella tierra hermosa que hace insoportable la vida para sus mejores hijos y que los frustra o los dispersa?

Allí cerca está otro, Fermín Toro (1807-1865). Este no se ha querido ir. Es también hombre de ciencias. Estudió en Londres geología, química y griego. A los veintitrés años fue diputado al Congreso, donde produjo el deslumbramiento de una elocuencia directa, subjetiva y esplendorosa. Había sido oficial mayor de Ministerios y diplomático. Fue el brillante hombre de la misión a España en 1846 para negociar el tratado de reconocimiento de la independencia.

Era para todos como un paradigma moral. Un sereno héroe sin charreteras, en medio de los chafarotes desenfrenados.

En la ocasión del asesinato del Congreso, en 1848, en que tan flaca estuvo la carne de González, Toro tuvo firmeza de acero.

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Mientras duró el torrente de los Monagas se mantuvo retirado, metido en su campo y en sus cavilosas angustias de patriota.

No había descendido Toro a mezclarse en el combate menudo y diario en que se había agotado González, pero tampoco se había marchado a otro suelo menos combatido a rehacer su tienda. Tal vez tuvo que ver en esa aceptación desdeñosa aquella dulce y firme Mercedes Tovar, su prima y su mujer, con quien se había casado a los veintiún años.

Estaba dotado de grandes condiciones de escritor, un movimiento suelto y melodioso de la frase, un gran dominio del lenguaje y el don de la luz de la imagen.

Aun en la poesía se le transparentaba el orador. Un orador sin tribuna, sin asamblea, en un país en que las grandes cuestiones no se disputaban con discursos, sino con los disparos de las asonadas.

Había escrito poco. Algunos borrosos novelines románticos. Una académica descripción de la repatriación de los restos del Libertador, donde resalta el vivo trazado de algunos cuadros vigorosos. Y, sobre todo, una memoria en forma de reflexiones sobre la famosa ley de libertad de contratos de 1834, que inspirada en el más noble entusiasmo por los principios liberales, trajo la libertad de usura, creó una mortal pugna entre agricultores y comerciantes, dividió la sociedad y acarreó odio y desprecio a los jueces y a las leyes. Todo eso lo advirtió Toro con clarividente penetración.

Aquel sermón es el vivo retrato del estado social del país en su época. No pudo pintar con más honda compenetración el rostro de su Mercedes en las largas tardes del retiro campesino. Aquel orador nato, que vivía en una hora romántica y declamatoria, se despoja, baja a los números, describe los hechos, cita los documentos, analiza las fuerzas sociales y mira la realidad viviente en su mecanismo desnudo. No hubo por entonces en Hispanoamérica análisis más penetrante y más exacto de la vida social y económica. Pero había de caer en el vacío.

Era el sino que sentía González. Era, en el fondo, como si Toro también se hubiera ido. O se iban, o fracasaban. O desterrados, o frustrados. Pero llega el año de 1858, y en el mes de marzo Monagas cae inesperada y espectacularmente.

González exulta. Las amarguras y las tristezas se olvidan. Liberales y conservadores se han unido para realizar, por fin, la felicidad de la patria. González se lanza a la calle, increpa, perora, suelta incendiarios chispazos, los mugrientos bolsillos van más llenos que nunca de papeles. Cierra el colegio. A poco funda El Heraldo, el diario en que su talento de periodista político va a culminar.

En Valencia se ha instalado la Convención Nacional que va a darle forma jurídica a la nueva era política. Los hombres más notables de todos los partidos se dan cita allí en un torneo de elevada oratoria.

Preside el diputado por Aragua, Fermín Toro, que ahora tiene tribuna, asamblea y muchas cosas que decir. Y dice los más hermosos, los   —56→   más penetrantes, los más iluminados, los más conmovedores discursos que se hayan dicho en Venezuela.

La jauría se desborda sobre Monagas caído, y entonces, como una insalvable valla moral, se alza la voz de Toro: «Los que hemos resistido al torrente turbio y sangriento de diez años, que ha arrastrado, es preciso decirlo, media República; los que tenemos todavía las manos ensangrentadas de asirnos a las malezas de la orilla para no ser arrebatados, somos los que estamos más dispuestos al perdón, y los que vengan por la senda penosa y áspera del arrepentimiento a llamar a las puertas del templo de la concordia encontrarán siempre mi voz para decir: ¡perdón!».

Cuando otros se embriagan de palabras huecas y de ideas generales, cuando se enciende la escaramuza vana de las teorías políticas mal aprendidas, él tiene los ojos clavados en la dura realidad que no se le oculta: «Si nuestros abuelos resucitaran, encontrarían que no progresan siquiera (las parroquias) en la parte material. El Nuevo Mundo parecería el Viejo al contemplarlo lleno de ruinas. Los pueblos no crecen: la parte más bella de Venezuela, los valles de Aragua..., no hay más que ver los pueblos: tienen todo el aspecto de milenarios. ¿Qué se deduce de todo esto? Que falta civilización».

Esos van a ser los años cimeros y finales de González. Allí resonará el «crescendo» postrero de aquella atormentada sinfonía. Es su hora más fecunda, más activa, más rica y más dramática y contradictoria.

El año de 1858, derrocado Monagas, había tomado el Poder el general Julián Castro, un oscuro oficial, apoyado por una superficial coalición de conservadores y de liberales. La insinceridad de esa fusión, las vacilaciones y la incapacidad de jefe favorecieron pronto el estallido de otra revuelta armada.

El año de 1859 se enciende la larga, cruenta, destructora y extensa Revolución Federal, que va a durar cinco años. Las masas venezolanas reanudarán bajo el caudillaje de Zamora, primero, y de Falcón y Guzmán Blanco después, la inagotable revuelta social que desde la independencia las venía arrastrando en seguimiento del caudillo mesiánico, que por violentos medios mágicos iba a darles la igualdad, o en todo caso, a personificarla.

Son largas horas confusas y difíciles. González, desde El Heraldo, combate con la furia y el ruido que le son naturales. Lapida a los enemigos, escarnece a los tibios, invoca sus grandes sombras favoritas para azuzarlas contra los réprobos. Puesto a la ventana de la destartalada imprenta, dictaba en alta voz los editoriales al cajista que los iba componiendo directamente. Acertaba a pasar algún contrario, y allí mismo, con sus chillonas voces, lo injuriaba en un retumbante párrafo.

La guerra se enconaba. Amigos cercanos perecen en el combate. Él exclama: «¡Que sea la última que se derrame sobre esta tierra, cuyos frutos van a saber a sangre!».

Páez, el viejo león resabioso, vuelve en la hora del caos. Asume la dictadura. González rompe sus ligazones de partido y se pone contra él:

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«Hele aquí que ya llega a rehacer la historia, a destruir la fábula de nuestro cariño, a morir en la infamia, después de haber vivido en una gloria impostora».



Ahora se ha quedado solo. Roto con sus antiguos compañeros de bando, sigue siendo el enemigo de los federales. Ha envejecido prematuramente y comienza a sentirse achacoso.

Su violento antipaecismo lo lleva a la cárcel. Pasa unos amargos meses entre las viejas bóvedas de La Guaira, donde estuvo Miranda preso, y la Rotunda de Caracas. En la soledad del calabozo redacta con recuerdos y tiradas de memoria un manual de historia universal. Pero a quienes mira no es a los héroes antiguos y medievales, sino a las criaturas de sus pasiones: «¡Ay! Esos que se agitan convulsos son fantasmas que remedan las formas de la vida, sombras que van a desvanecerse entre los sueños de la victoria».

Cuando triunfa la Revolución Federal se siente extraviado entre aquellos hombres desconocidos que han brotado en los campamentos y se han formado en las montoneras. Falcón le tiende la mano con magnanimidad y delicadeza.

En esos últimos años funda El Nacional y luego La Revista Literaria. Aquella publicación no contiene otra cosa que sus escritos. Biografías por entregas, largo preámbulo a una refutación del Jesús de Renan, mesenianas desgarradas, pensamientos sueltos.

Parece querer refugiarse y aturdirse en aquella actividad desordenada. Se acerca su hora. Él lo adivina con melancólica desesperanza. Bello ha muerto sin volver, en su gloriosa y fecunda ancianidad. Ha muerto Baralt, maduro aún; Fermín Toro muere. Se va quedando solo. Se va quedando sola aquella patria imposible que él ha amado. Siente casi físicamente, la ráfaga del trágico sino.

¿Qué nuevas desgracias amenazan a mi patria? ¿Qué reciente crimen se ha cometido en nombre de la santa libertad? Es que acaba de abrirse una tumba, y ha caído en ella el último venezolano... Llorarle es afligirse con los destinos de un pueblo, condenado a vivir de la ceniza de sus días pasados... En todas partes se agita el hombre sobre el mar de la vida, llena de vanos dolores.

Pero en nuestra tierra desgraciada, hasta la copa del placer se llena de ajenjo; la primavera de los años se extingue sin honor; suspira la virtud en el menosprecio; toda esperanza es quimera; la existencia es un sueño doloroso...



Creía escribir el epitafio de los hombres de aquella generación frustrada y, a la vez, hacía el suyo propio.

Ya nada esperaba del mañana, y cuando volvía la vista hacia el pasado nada veía claro, ni hecho, ni logrado, sino apenas como el eco de un lejano tumulto.

Va a morir en 1866. Está agonizando. Al amigo que se acerca al lecho le dice las palabras últimas tan suyas: «El sol de mañana no alegrará mis tristes ojos».

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Juan Vicente González es el más grande de los románticos venezolanos. En él culmina y se manifiesta en vida, expresión y sentimiento todo lo característico de la tendencia.

Ya para 1835 se leían en Venezuela algunos románticos franceses. No dejaba de llegar algo del duque de Rivas y de Espronceda, y después mucho de Zorrilla; pero la pauta para nuestros románticos la daba Francia.

Los canales que hacia la Ilustración y el racionalismo franceses se habían abierto desde el siglo XVIII se habían ampliado y ahondado con el sentimiento antiespañol que trajo la lucha por la Independencia.

Chateaubriand, Madame Staël, Hugo, Lamartine y después Musset, fueron los dioses a quienes, en verdad, se rendía un culto que era más externo y formal que otra cosa.

Poco se ha estudiado en sus características y en su trayectoria esa larga y peculiar dolencia que es el romanticismo hispanoamericano, y es lástima, porque más que ningún otro movimiento podría revelar algunos rasgos esenciales del alma criolla.

Es el primer y más dilatado movimiento literario que surge en Hispanoamérica después de la Independencia, y aunque en lo esencial viene de fuera, toma un carácter propio y peculiar en la nueva tierra. Llega a tener un aire de cosa consustancial, de característica permanente del ánimo.

No se acaba el romanticismo en América cuando sus fuentes se agotan en Europa. Sigue viviendo, crece y se arraiga con mayor fuerza. Los grandes poetas románticos hispanoamericanos son precisamente de fines del siglo XIX: el venezolano Pérez Bonalde y el uruguayo Zorrilla de San Martín. Y todavía hoy perdura y reaparece esta pervivencia secular, con los treinta años escasos que dura el modernismo.

No hubo contagio importante de país a país. Los alisios aventaron la semilla a través del Atlántico y cayó con independiente simultaneidad en las separadas playas americanas. Los lectores caraqueños de Lamartine poco o nada sabían del platense Echeverría y de su Elvira.

Es también rasgo curioso y significativo que el romanticismo, que en Europa fue sobre todo una batalla de poetas líricos y dramáticos, en nuestra América culminará en prosistas. Su obra mayor es Facundo.

En Venezuela florece en la Biografía de José Félix Ribas y en toda la obra de González. Junto a ella poco significan las resonantes declamaciones de Abigaíl Lozano o las domésticas melancolías de José Antonio Maitín, que, con todo, son los más importantes poetas venezolanos de la época de González.

En González, como en Sarmiento, y como en los mayores escritores de su tiempo, pueden mirarse claros algunos de los rasgos básicos del romanticismo hispanoamericano.

En ellos, el romanticismo es más cuestión de temperamento que de procedimiento artístico. No parecen ensayar nuevas formas y buscar novedades literarias, sino más bien regresar y reencontrarse. Regresan   —59→   de la mitología de cartón y se despojan de la receta neoclásica para revelar algo que les es más propio: lo individual, lo natural, lo local. Lo que sienten y no lo que han aprendido. Y en eso, aunque no lo piensen, se parecen a los españoles.

El eminente hispanista inglés E. Allison Peers, que ha dedicado veinte años de su vida y una obra monumental (A History of the Romantic Movement in Spain) al estudio del romanticismo español, distingue en éste un rasgo muy importante, que él llama la resurrección romántica (romantic revival). Esa resurrección o regreso aparece en el mantenimiento, aun en los más afrancesados momentos del siglo XVIII, de la tradición española de la comedia de capa y espada o de figurón frente a la preceptiva académica de Luzán, el romance popular, a los temas medievales de las gestas y al teatro barroco.

La llegada del romanticismo a España tiene un aspecto de vuelta a la tradición desdeñada. Ribas va a buscar el tema de un cantar de gesta desmenuzado en el romancero. En la disputa de Böhl de Faber con Mora, el alemán defiende lo español, lo «romancero», y el peninsular defiende lo culto, lo europeo.

No es sino una invitación al pasado, a lo nacional, a lo que se tenía por inculto y bárbaro, lo que el gran pontífice alemán del romanticismo, Augusto von Schlegel, lanza a los españoles y a sus vástagos americanos, cuando escribe: «Calderón es la más alta cumbre de la poesía romántica».

Los hispanoamericanos no tenían una literatura tradicional a la que volverse, pero tenían lo tradicional y lo regional que reencontrar. Iban a ver sus indios, sus villas, sus tierras, sus particulares conflictos. No tenían Edad Media que reconstruir, pero la invitación a lo individual resonaba profundamente en aquellas almas tan raigalmente ibéricas. El romanticismo, para ellos, era, con la liberación de lo neoclásico, la libertad de expresar lo propio. Su sentimiento individual ante la fatalidad colectiva. La libertad de llorar sin atenerse a reglas. La sensación de lo fatal era viva en ellos. No debió parecerles un azar que don Álvaro fuese indiano.

Pero la nota de la rebelión satánica les es en gran parte ajena. No se alzan contra Dios. Más bien le dan un matiz de sentimentalismo individual a la tradición católica. Y pocas veces bajan a la barricada de la calle, como lo hacían sus maestros franceses. No es raro encontrar entre los románticos americanos los que lloran y se lamentan por un orden perdido y destrozado por las patas de los caballos de las montoneras. Juan Vicente González es de éstos. Mira con repugnancia fermentar el caos social que lo rodea y añora a Bolívar como un dios muerto.

Pero no deja de mirar a ese mundo pequeño y variable, desde su propio yo. La vara con que lo mide es la de sus pasiones, sus tristezas, sus esperanzas. Y cuando grita y clama, clama y grita con un calor de sentimiento individual que es la esencia de lo romántico. Por eso lo más hermoso y alto del romanticismo venezolano hay que irlo a buscar, no   —60→   en las estrofas de Lozano o Maitín, sino en aquellos editoriales, en aquellas patéticas imprecaciones que iluminan la prosa de González.

¿Qué nos queda de Juan Vicente González? Sin duda, un repleto anecdotario, que se cuchichea de generación en generación, como toda leyenda.

Fuera de eso, que es patrimonio emocional del pueblo venezolano, nos queda su obra, que es escasa, impura y fragmentaria.

Pocas veces en la historia literaria un temperamento tan grande de escritor se ha malbaratado con tan poco fruto.

No ha habido en todo el romanticismo criollo escritor mejor dotado, ni prosa más sensitiva, plástica y resonante. Sin excluir a Sarmiento. Ha podido dejar González uno o varios de los libros fundamentales de su tiempo. Apenas le hubiera bastado con evadirse un poco del afán cotidiano y de la mezquina querella y dejar correr la tempestuosa pluma sobre algún tema histórico capital, sobre algún personaje de la tierra, o sobre los mismos sueños y temores de la propia alma criolla.

Pero en él la literatura fue un arma, un arma arrojadiza para un combate sin ángel contra hombres, las más veces oscuros. Se agotaba sin renovarse, y enceguecido en la pugna, perdía de vista los grandes fines y los grandes deberes.

Su obra se reduce a la vigorosa biografía de José Félix Ribas, a los esbozos biográficos sobre Martín Tovar y los padres Alegría y Avila, a los artículos dispersos, a las sollozantes mesenianas y a la heterogénea montonera heroica de sus editoriales políticos.

La biografía de Ribas da la medida de González como escritor. Es libro escrito con sosiego y sin plan. Es, más que la biografía de un héroe, una alucinada evocación de la época de la guerra a muerte. Es a ratos una gran novela romántica, a ratos una penetrante interpretación histórica, por momentos un panfleto político, y siempre una obra de poesía, un atormentado escorzo de luchas y de encabritadas pasiones, pintado con el encendido frenesí de un Delacroix. Las pinturas de escenas y los retratos, en contrastado claroscuro, son otras tantas joyas de la prosa hispanoamericana.

Vemos a Coto Paúl, el demagogo, tomar la palabra en la Sociedad Patriótica: «Un hombre se levanta y usurpa la palabra; pero no es un hombre ese cíclope, con dos agujeros por ojos, afeado por la viruela, de cabeza enorme cubierta de erizadas cerdas, de ideas febriles servidas por una voz de trueno».

De la espantable tiniebla emerge Boves, el feroz caudillo de los realistas:

El héroe y el bandolero se confundieron tanto en él que hubiera sido difícil arrojar una línea divisoria. La tradición espantada conserva el retrato de este bárbaro: de cuerpo mediano y ancha espalda, de cabeza enorme, de ojos azules y turbios como el mar, tenía la frente espaciosa y chata, la barba escasa y roja, la nariz y la boca como las del ave   —61→   de rapiña. Su cuello, que tiraba hacia atrás y sus miradas que concentraba a veces, y a veces paseaba con inquieta curiosidad, daban a sus movimientos aquel imperio y fiereza de que no le fue dado eximirse a sus mismos superiores.

Distraído en medio de sus pensamientos lúgubres, que visitaban sin duda sangrientos fantasmas, volvía en sí por una sonrisa feroz o por miradas de fuego, que precedían a sus silenciosos furores. Él no tenía de esas palabras enfáticas de calculado efecto, que usan sus semejantes, ni tronaba en una tempestad de amenazas crueles; frío como el acero, alevoso como el halcón, hería inesperadamente, revelándose su rabia por pueblos desolados y en cenizas, por millares de cadáveres insepultos.



No puede tener mayor esplendor trágico el perfil inquietante. Pero no es esto sólo. Allí mismo llama a Boves «el primer jefe de la democracia venezolana», y con esta simple palabra ilumina, como un relámpago, los hondos repliegues de la historia social y se adelanta a lo que cincuenta años después, con la brújula del positivismo, van a empezar a comprender los sociólogos y los pensadores criollos.

Las Mesenianas, por su parte, son poemas en prosa de tono elegíaco, en los que canta a sus grandes muertos, las esperanzas difuntas y las desgracias de la patria. Las llama «lágrimas condensadas, preludios furtivos del canto eterno al dolor que suena en mi alma».

La idea y hasta el nombre los toma del mediocre y entonces famoso poeta romántico francés Casimir Delavigne, que el año de 1850 había publicado en París un volumen de poesías con el título de Messéniennes, chants populaires et poésies diverses, en cuyo prefacio decía el editor que «no hay ninguna de sus Mesenianas que no sea el eco de una añoranza del pasado, en vista del presente». También son añoranzas las de González, pero es en lo único que se asemejan a los pedestres versos del francés.

Lo más importante del resto de su obra es su periodismo político, el de El Diario de la Tarde, el de El Nacional y, especialmente, el de El Heraldo. No lo ha habido más brillante, más poderoso, más poético. Es en veces una sibila que vislumbra visiones de espanto, en veces un orador de torrentosa elocuencia, y siempre un poeta, por el poder de la síntesis y por la fulguración de la imagen.

Tal vez lo más vivo, lo más perdurable, lo más original de su obra está en esos editoriales resplandecientes como incendios e impetuosos como asaltos. No hay que buscar en ellos ni justicia, ni verdad histórica, sino pasión humana, pero pasión subida a los más altos y maravillosos tonos de la expresión.

Algún día habrá que editar esa zarza ardiente donde se refleja un gran espíritu, un gran romántico, no superado en ese género tan peculiar, tan significativo, que fue el periodismo político hispanoamericano del siglo XIX.

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El medio y las circunstancias frustraron en gran parte aquellos dones excepcionales. En cierto modo, no fue sino un gran espíritu preso entre estrechos límites. Un prisionero, entre tantos desterrados, aquel Juan Vicente González cercado de sombras atormentadoras.

Letras y hombres de Venezuela. Ed. cit., pp. 156-177.



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ArribaAbajoEl mestizaje y el nuevo mundo

Desde el siglo XVIII, por lo menos, la preocupación dominante en la mente de los hispanoamericanos ha sido la de la propia identidad. Todos los que han dirigido su mirada, con alguna detención, al panorama de esos pueblos han coincidido, en alguna forma, en señalar ese rasgo. Se ha llegado a hablar de una angustia ontológica del criollo, buscándose a sí mismo sin tregua, entre contradictorias herencias y disímiles parentescos, a ratos sintiéndose desterrado en su propia tierra, a ratos actuando como conquistador de ella, con una fluida noción de que todo es posible y nada está dado de manera definitiva y probada.

Sucesiva y hasta simultáneamente muchos hombres representativos de la América de lengua castellana y portuguesa creyeron ingenuamente, o pretendieron, ser lo que obviamente no eran ni podían ser. Hubo la hora de creerse hidalgos de Castilla, como hubo más tarde la de imaginarse europeos en exilio en lucha desigual contra la barbarie nativa. Hubo quienes trataron con todas las fuerzas de su alma de parecer franceses, ingleses, alemanes y americanos del norte. Hubo más tarde quienes se creyeron indígenas y se dieron a reivindicar la plenitud de una civilización aborigen irrevocablemente interrumpida por la Conquista, y no faltaron tampoco, en ciertas regiones, quienes se sintieron posesos de un alma negra y trataron de resucitar un pasado africano.

Culturalmente no eran europeos, ni mucho menos podían ser indios o africanos.

América fue un hecho de extraordinaria novedad. Para advertirlo, basta leer el incrédulo asombro de los antiguos cronistas ante la desproporcionada magnitud del escenario geográfico. Frente a aquel inmenso rebaño de cordilleras nevadas, ante los enormes ríos que les parecieron mares de agua dulce, ante las ilimitadas llanuras que hacían horizonte como el océano, en las impenetrables densidades selváticas en las que cabían todos los reinos de la cristiandad, se sintieron en presencia de otro mundo para el que no tenían parangón. La plaza de Tenochtitlán era mayor que la de Salamanca, descubrían frutas y alimentos desconocidos,   —64→   hallaban un cerro entero de plata en Potosí, un jardín de oro en el Cuzco, y podían fácilmente creer que oían quejarse a las sirenas en las aguas del Orinoco, o que topaban con el reino de las Amazonas, o que estaban a punto de llegar a la ciudad toda de oro del rey Dorado.

La sola presencia avasalladora de ese medio natural fue bastante para cambiar las vidas y las actitudes de los hombres, pero hubo algo mucho más importante como fue la presencia y el contacto con los indígenas americanos. Se toparon con millones de hombres desconocidos, diseminados a todo lo largo del continente, que habían alcanzado los más diversos grados de civilización, desde la muy alta de mayas, mexicanos e incas, hasta las elementales de agricultores, cazadores y recolectores de las Antillas y de la costa atlántica.

En cierto modo, la historia de las civilizaciones es la historia de los encuentros. Si algún pueblo hubiera podido permanecer indefinidamente aislado y encerrado en su tierra original, hubiera quedado en una suerte de prehistoria congelada. Fueron los grandes encuentros de pueblos diferentes por los más variados motivos los que han ocasionado los cambios, los avances creadores, los difíciles acomodamientos, las nuevas combinaciones, de los cuales ha surgido el proceso histórico de todas las civilizaciones.

Las zonas críticas de los encuentros han sido precisamente los grandes centros creadores e irradiadores de civilización. Grandes zonas de encrucijada y de encuentro conflictivo fueron la Mesopotamia, todo el Mediterráneo oriental, Creta y Grecia. El inmediato resultado creador de esos encuentros fue el mestizaje cultural. Convivieron en pugna, resistencia y sumisión, y mezclaron las creencias, las lenguas, las visiones y las técnicas. El mestizaje penetró hasta el Olimpo.

Mientras más se penetra en los orígenes griegos, más surge la rica y todavía en gran parte inextricable variedad de estirpes, invasiones, migraciones, mezclas y aportes de muchas gentes venidas por las rutas guerreras de la masa continental y por las rutas piratas del Egeo. Guerra y piratería, conquista y comercio, navegaciones y colonizaciones fueron como los distintos hilos que tejieron el increíble tapiz de eso que más tarde hemos llamado el milagro griego. Ningún griego del tiempo de Pericles y menos aún del de Alejandro hubiera podido sentirse de pura casta y de no adulterada herencia cultural.

Este caso se repite a lo largo de la historia en todos los grandes centros creadores de civilización, no estrecha y mezquinamente como una mera consecuencia de la mezcla de sangres, sino como un poderoso fenómeno paralelo y distinto, lleno de vitalidad nueva y de posibilidad creadora. Gentes que podían no tener en sus venas mezclada la sangre de los pueblos del encuentro, pero que llevaban en su espíritu la creadora confluencia de vertientes contrarias. Abraham fue sin duda un mestizo cultural, como lo fue también Moisés.

Roma es una de las más evidentes muestras de la originalidad creadora del mestizaje cultural. Todas las culturas del mundo conocido trajeron su aporte a ella.

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La historia del Occidente cristiano es la del más extraordinario y aluvional experimento de mestizaje cultural. Las lenguas modernas son el archivo viviente y el mejor testimonio de esa caótica mezcla. Occidente se afirmó y creó su originalidad histórica sobre la empresa contradictoria de sus grandes mestizadores de culturas y creencias. Habría que mirar a esa luz la obra de los grandes mestizos creadores de la civilización occidental.

Cómo podemos entender a Carlo Magno de otra manera que como a uno de los más grandes mestizos culturales de la historia. Eso que algunos han querido llamar el «renacimiento carolingio» y que tiene su personificación en el gran caudillo que personificó el desesperado ensayo de injerto en la vida germánica de la romanidad cristiana no es otra cosa que la combinación, muchas veces violenta y a ratos sometida, de dos mundos culturales que muy poco tenían en común. Nada es más simbólico que mirar al caudillo bárbaro, con su lengua no reducida a letra, con su cohorte de jefes primitivos, coronarse emperador romano entre los latines del papa y las fórmulas palatinas del difunto imperio.

Grandes creadores de mestizaje cultural fueron Federico II Hohenstaufen, Alfonso X de Castilla, los arquitectos del románico, los escultores del gótico, Dante, Cervantes, Shakespeare.

La historia de España ofrece acaso la más completa y convincente muestra del poder creador del mestizaje. Indígenas ibéricos, cartagineses, romanos, godos, cristianos, francos, moros, judíos contribuyeron a crear la extraordinaria personalidad de su alma compleja y poderosa. Toledo es una de las ciudades más mestizas de Occidente y acaso sólo en ella pudo darse el fascinante caso de mestizaje cultural del Greco.

Palabras como mudéjar, mozárabe, muladí, romance, ladino, no son otra cosa que testimonios irrecusables de un vasto, largo y complicado proceso de mestizaje que tuvo por escenario y personajes la Península Ibérica y sus gentes.

Por un absurdo y antihistórico concepto de pureza, los hispanoamericanos han tendido a mirar como una marca de inferioridad la condición de su mestizaje. Han llegado a creer que no hay otro mestizaje que el de la sangre y se han inhibido en buena parte para mirar y comprender lo más valioso y original de su propia condición.

Se miró al mestizaje como un indeseable rasgo de inferioridad. Se estaba bajo la influencia de las ideas de superioridad racial, que empezaron a aparecer en Europa desde el siglo XVIII y se afirmaron en el XIX con Gobineau, que dieron nacimiento a toda aquella banal literatura sobre la supremacía de los anglosajones y sobre la misión providencial y el fardo histórico del hombre blanco encargado de civilizar, dirigir y encaminar a sus inferiores hermanos de color. Se creó una especie de complejo de inferioridad y de pudor biológico ante el hecho del mestizaje sanguíneo. Se quería ocultar la huella de la sangre mezclada o hacerla olvidar ante los europeos, olvidándonos de que Europa era el fruto de las más increíbles mezcolanzas y de que el mestizaje de sangre podía ser   —66→   un efecto, pero estaba lejos de ser la única causa ni la única forma del mestizaje cultural. Lo verdaderamente importante y significativo fue el encuentro de hombres de distintas culturas en el sorprendente escenario de la América. Ese y no otro es el hecho definidor del Nuevo Mundo.

Es claro que en el hacer de América hubo mestizaje sanguíneo, amplio y continuo. Se mezclaron los españoles y portugueses con los indios y los negros. Esto tiene su innegable importancia desde el punto de vista antropológico y muy favorables aspectos desde el punto de vista político, pero el gran proceso creador del mestizaje americano no estuvo ni puede estar limitado al mero mestizaje sanguíneo. El mestizaje sanguíneo pudo ayudar a ello, en determinados tiempos y regiones, pero sería cerrar los ojos a lo más fecundo y característico de la realidad histórica y cultural, hablar del mestizaje americano como de un fenómeno racial limitado a ciertos países, clases sociales o épocas.

En el encuentro de españoles e indígenas hubo propósitos manifiestos que quedaron frustrados o adulterados por la historia. Los indígenas, en particular los de más alto grado de civilización, trataron de preservar y defender su existencia y su mundo. Su propósito obvio no era otro que expeler al invasor y mantener inalterado el sistema social y la cultura que les eran propios y levantar un muro alto y aislante contra la invasión europea. Si este propósito hubiera podido prosperar, contra toda la realidad del momento, América se hubiera convertido en una suerte de inmenso Tíbet. Por su parte, los españoles traían la decisión de convertir al indio en un cristiano de Castilla, en un labrador del Viejo Mundo, absorbido e incorporado totalmente en lengua, creencia, costumbres y mentalidad, para convertir a América en una descomunal Nueva España. Tampoco lo lograron. La crónica de la población recoge los fallidos esfuerzos, los desesperanzados fracasos de esa tentativa imposible.

Los testimonios que recogieron fray Bernardino de Sahagún y otros narradores entre los indígenas mexicanos revelan la magnitud del encuentro desde el punto de vista del indio. Desde aquellos desconocidos «cerros o torres» que les parecían las embarcaciones españolas, hasta aquellos «ciervos que traen en sus lomos a los hombres. Con sus cotas de algodón, con sus escudos de cuero, con sus lanzas de hierro». Hay el encuentro extraordinariamente simbólico de la pequeña hueste de Cortés, armada, compacta y resuelta, con los emplumados y ceremoniales magos y hechiceros de Moctezuma, enviados para que sus exorcismos los embrujaran, detuvieran y desviaran. O aquellas palabras que el jefe mexicano le dirige al capitán castellano: «Tú has venido entre nubes, entre nieblas. Como que esto era lo que nos habían dejado dicho los reyes, los que rigieron, los que gobernaron tu ciudad: Que habrías de instalarte en tu asiento, en tu sitial, que habrías de venir acá».

Lo que vino a realizarse en América no fue ni la permanencia del mundo indígena, ni la prolongación de Europa. Lo que ocurrió fue otra cosa y por eso fue Nuevo Mundo desde el comienzo. El mestizaje comenzó   —67→   de inmediato por la lengua, por la cocina, por las costumbres. Entraron las nuevas palabras, los nuevos alimentos, los nuevos usos. Podría ser ejemplo de esa viva confluencia creadora aquella casa del capitán Garcilaso de la Vega en el Cuzco recién conquistado. En un ala de la edificación estaba el capitán con sus compañeros, con sus frailes y sus escribanos, metido en el viejo y agrietado pellejo de lo hispánico, y en la otra, opuesta, estaba la Ñusta Isabel, con sus parientes incaicos, comentando en quechua el perdido esplendor de los viejos tiempos. El niño que iba a ser el Inca Garcilaso iba y venía de una a otra ala como la devanadera que tejía la tela del nuevo destino.

Los Comentarios reales son el conmovedor esfuerzo de toma de conciencia del hombre nuevo en la nueva situación de América. Pugnan por acomodarse en su espíritu las contrarias lealtades impuestas desde afuera. Quiere ser un cristiano viejo de Castilla, pero también al mismo tiempo, no quiere dejar morir el esplendor del pasado incaico. Un libro semejante no lo podía escribir ni un castellano puro, ni un indio puro. La Araucana es una visión castellana del indio como algunos textos mexicanos, que ha recogido Garibay, son una visión únicamente indígena de la presencia del conquistador. En el Inca Garcilaso, por el contrario, lo que hay es la confluencia y el encuentro.

En aquellas villas de Indias, en las que dos viejas y ajenas formas de vida se ponían en difícil y oscuro contacto para crear un nuevo hecho, nada queda intacto y todo sufre diversos grados de alteración. A veces la Iglesia católica se alza sobre el templo indígena, las técnicas y el tempo del trabajo artesanal y agrícola se alteran. Entran a los telares otras manos y otros trasuntos de patrones. El habla se divierte del tiempo y la ocasión de España y se arremansa en una más lenta evolución que incorpora voces y nombres que los indios habían puesto a las cosas de su tierra. El «vosotros» no llega a sustituir al «vuestras mercedes». Nombres de pájaros, de frutas, de fieras, de lugares entran en el torrente de la lengua. Los pintores, los albañiles, los escultores y talladores introducen elementos espurios y maneras no usuales en la factura de sus obras. Todo el llamado «barroco de Indias» no es sino el reflejo de ese mestizaje cultural que se hace por flujo aluvional y por lento acomodamiento en tres largos siglos.

Se combinaron reminiscencias y rasgos del gótico, del románico y del plateresco, dentro de la gran capacidad de absorción del barroco. El historiador de arte Pal Kelemen (Baroque and Rococo in Latin América) ha podido afirmar:

El arte colonial de la América Hispana está lejos de ser un mero trasplante de formas españolas en un nuevo mundo; se formó de la unión de dos civilizaciones que en muchos aspectos eran antitéticas. Factores no europeos entraron en juego. Quedaron incorporadas las preferencias del indio, su característico sentido de la forma y el color, el peso de su herencia propia, que sirvieron para modular y matizar   —68→   el estilo importado. Además, el escenario físico diferente contribuyó a una nueva expresión.



Se podría hacer el largo y ejemplar itinerario de los monumentos plásticos del mestizaje: desde la iglesia de San Vicente del Cuzco hasta el Santuario de Ocotlán en México, pasando por las viejas casas de Buenos Aires, por las capillas de Ouro Preto, por las espadañas de las iglesias de aldea en Chillán, en Arequipa, en Popayán, en Coro o en Antigua. Tampoco eran iguales a las de Europa las gentes que iban a orar en esos templos. Venían de hablar y tratar con indios y con negros, en sus creencias, en sus palabras y en sus cantos había elementos anteriores a la Conquista y otros traídos de África. Todo un mundo de superstición terrígena convivía con el escueto catecismo de los misioneros.

Fuera de lo más externo de la devoción y de la enseñanza, todo era distinto y nuevo. Las consejas españolas se habían mezclado con las tradiciones indígenas. La lengua, que había llegado a ser tan escueta y eficaz en Lazarillo tiende en América a ser juego de adorno y gracia. Se la oye resonar y cambiar de colores como un gran juguete. Se la recarga y pule como una joya de parada.

Las letras mismas sufren cambios de estilo, de objeto y de género. Aunque pasan novelistas, y algunos tan grandes como Mateo Alemán, no pasa la novela a la nueva tierra. Tampoco pasa en su esplendor la comedia del Siglo de Oro. Hay como una regresión a viejos estados de alma y a modos que ya habían sido olvidados. Resucitan la crónica y la corografía, la poesía narrativa toma el lugar del lirismo italianizante, de la comedia se regresa al auto de fe y al ministerio medieval. De la tendencia a lo más simple y directo de la literatura castellana, se pasa al gusto por lo más elaborado y artístico, del realismo popular en letras y artes a la estilización, al arcaísmo y al preciosismo. Hay como una intemporalidad provocada por el fenómeno del mestizaje.

Quienes observan la historia cultural de la América Hispana notan de inmediato ese rasgo de coexistencia simultánea de herencias y de influencias que la distingue de la sucesión lineal de épocas y escuelas que caracteriza al mundo occidental desde el fin de la Edad Media. Es un crecer por accesión y por incorporación aluvional que le da ese carácter de impureza que hace tan difícil clasificar con membretes de la preceptiva europea monumentos, autores y épocas de la creación cultural latinoamericana. José Moreno Villa (Lo mexicano) lo ha observado al estudiar el arte colonial mexicano y ha dicho textualmente: «Las artes o modos artísticos son aquí de aluvión, es decir, que no obedecen a un proceso interno evolutivo como en Europa.»

La verdad es que es un proceso de formación que corresponde a un tiempo biológico distinto del que alcanzó Europa después del Renacimiento, cuando su gran época de mestizaje creador comenzaba a cerrarse. Unificada la herencia cultural europea comenzó un tiempo de dominante evolución lineal interna, mientras que en América se abría un nuevo tiempo caótico de mestizaje.

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Esa conciencia de individualidad distinta, creada por las circunstancias distintas y por las herencias contradictorias, la advierten pronto las grandes personalidades del pensamiento.

Los europeos del tiempo de Buffon, de De Pauw y de Raynal llegaron a pensar que la América pertenecía a otra edad del planeta y que en ella el clima no sólo creaba seres y condiciones de vida diferentes, sino que provocaba un cambio profundo en las características de la especie humana, tal como la habían conocido los europeos. Se habló de la precocidad y de la prematura senectud de los americanos.

La gente americana rechazó estas simplezas llenas del candor seudocientífico de la Ilustración, pero en cambio, nunca dejó de sentir sus profundas y constantes diferencias con los europeos.

Simón Bolívar había concebido la Independencia de la América Hispana como la consecuencia del hecho de existir una personalidad histórica diferente con un destino distinto al de Europa. En su extraordinario Discurso al Congreso de Angostura, en 1819, hace lo que podemos llamar la proclamación solemne de los derechos históricos del mestizaje americano. Dice: «...no somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles. Americanos por nacimiento y europeos por derechos, nos hallamos en el conflicto de disputar a los naturales los títulos de posesión y de mantenernos en el país que nos vio nacer, contra la oposición de los invasores; así nuestro caso es el más extraordinario y complicado». Cuatro años antes, en Jamaica, ya había formulado el mismo pensamiento: «Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias aunque, en cierto modo, viejo en los usos de la sociedad civil».

Ese «pequeño género humano» era la única base para la pretensión a un destino histórico para la América Latina. Un hombre tan culto, tan europeo, tan universal como Andrés Bello piensa que ha llegado la hora de que su América exprese su propia personalidad, en una lengua común pero no subordinada, con temas propios y con una visión de comienzos de nuevo tiempo. Piensa en una oportunidad romana y virgiliana para el Nuevo Mundo. Reemprender la aventura del hombre con una nueva voz y un nuevo aliento. Ha terminado el imperio español, pero no tiene por qué comenzar un tiempo oscuro de incomunicación y decadencia. Es el tiempo para que se manifieste la nueva personalidad de América de «Occidente hija postrera».

Tan avasalladora es la vocación de mestizaje y el fondo histórico del fenómeno cultural que se pone de manifiesto, aun en aquellos casos en que los hombres de pensamiento pretenden reaccionar intelectualmente contra la tradición y la herencia del pasado e instaurar un nuevo rumbo. Nadie más abierta y desesperadamente que Sarmiento pretendió europeizar, sajonizar o desnaturalizar el hecho americano, sin embargo en nadie es más visible que en él el aluvión de contrarias influencias de la historia y las lecturas, del pasado y el presente. Facundo es un   —70→   libro maravillosamente impuro que no podía escribir sino el gran mestizo cultural de su tiempo que era don Domingo Faustino. El culto por la democracia sajona, por el racionalismo, por la civilización decimonónica europea va junto con la admiración por el payador, por el rastreador, por el gaucho que parecía el enemigo de la civilización y la encarnación de la barbarie y hasta por el caudillo Quiroga, que recibe de sus manos el más fascinante retrato. Esas eran las que las gentes simples llamaban y todavía llaman las contradicciones de Sarmiento y que no eran sino el reflejo, en aquella grande y abierta sensibilidad creadora, del mestizaje vivo americano. Lo que él miraba en Facundo, en el Chacho, en las gentes que lo rodeaban en Mendoza y en Cuyo, en el gauchaje, no era ni podía ser barbarie, sino el estancado y mezclado resto de la civilización que los españoles de los siglos XVII y XVIII intentaron implantar en América. Ese rezago ya era impuro y mezclado. También la condición de su ideal de civilización era inalcanzable: convertir en ciudadanos de la Nueva Inglaterra o en discípulos de Guizot a los hijos de un proceso histórico diferente, en marcha y peculiar. Sarmiento no era, ni podía ser, acaso inconscientemente, sino un gran continuador de la fundamental empresa del mestizaje americano. Lo que se proponía era abrir la entrada a nuevos afluentes y nuevos aportes para enriquecer y universalizar más el caldo de creación del Nuevo Mundo.

Acaso en ningún otro aspecto sea más visible esa vocación americana de combinación, mestizaje e impureza que en el gran momento creador del modernismo latinoamericano. Los hombres que dieron el paso inicial para romper con el pasado y la tradición literaria: Darío, Silva, Gutiérrez Nájera, Casal, Herrera y Reissig, Lugones, etcétera, pretendían romper amarras con lo hispanoamericano para incorporarse en cuerpo y alma a una cierta zona y hora de la literatura de Europa. Habían recibido noticias de los decadentistas, parnasianos y simbolistas franceses. Habían leído o adivinado, en las breves ediciones amarillas del Mercure de France, a Verlaine, a Moreas, a Régnier, a Kahn y a una falsa Francia de falso siglo XVIII con marqueses, princesas y abates. Todo el decorado, todas las innovaciones métricas, vinieron en ellos a yuxtaponerse sobre su impuro romanticismo americanizado, sobre sus reliquias y atisbos de la vieja poesía castellana, para dar como resultado uno de los más heterogéneos, ricos y contrastados movimientos que han conocido nuestras letras. Confundidos por los temas exóticos, por las novedades estróficas y métricas muchos llegaron a dudar de si estos grandes poetas representaban a la América. La representaban sin duda y, precisamente, por el innegable y poderoso carácter de mestizaje creador que es lo esencial del movimiento modernista. Eso también explica por qué esa tendencia surge y florece en la América Hispana y no en España. Tamaño ensayo de mestizaje literario y cultural no podía ser hecho en aquella hora sino por quienes en su condición, en su psicología, en su situación histórica estaban abiertos y preparados para la impureza creadora del mestizaje.

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Llegaron a creer, en ciertos momentos, que se habían escapado de su mundo americano para convertirse en hijos de París. Era lo que no sin cierto rubor Darío llamaba su «galicismo mental», y sin embargo lo que estaban demostrando de modo plenario era su genuina e irrenunciable capacidad de asimilación aluvional de hijos y continuadores del gran destino de mestizaje de la América Hispana. Podría tomarse el modernismo como uno de los momentos culminantes de la vocación de mestizaje del Nuevo Mundo y de su extraordinaria posibilidad de creación.

El modernismo no es un episodio aislado, su voluntad de mezcla y de incorporación aluvional sigue activa en el desarrollo ulterior de la literatura de la América Hispana. Las grandes novelas americanas de la tercera década del siglo expresan esa impureza receptiva en su poderosa combinación de realismo, costumbrismo, simbología, forma épica y trasfondo mágico. ¿A qué época o a qué escuela europea podrían asimilarse Gallegos, Güiraldes, Rivera, Azuela? La poesía de Gabriela Mistral es una trémula confluencia de tiempos y modos. El aire barroco que mueve las frases de Asturias y Carpentier está mezclado con elementos románticos, con sabiduría surrealista y con la atracción por la magia de los pueblos primitivos. Un libro como Los pasos perdidos o como El señor Presidente refleja, en el más mestizo lenguaje creador, el mestizaje original y profundo del Nuevo Mundo. Jorge Luis Borges es el más refinado manipulador de la vocación y de los elementos del mestizaje cultural. La torrencial voracidad transformadora y caótica de Pablo Neruda tiene sus raíces y su razón en el poderoso fenómeno del mestizaje americano.

No sólo hay una vocación de superponer influencias y escuelas sino que, además, hay una deformadora capacidad de asimilar y desnaturalizar las influencias, que no es otra cosa que la avasallante consecuencia cultural del hecho americano.

Esa vocación no podría limitarse a lo social, a lo artístico y a lo literario, sino que se manifiesta también en el mundo de las ideas. El aluvión y la hibridización ideológica dominan casi toda la época nacional de los países de la América Hispana. Sobre las instituciones, más vividas y sentidas que escritas, de las Leyes de Indias y de las Partidas vinieron a injertarse las creaciones políticas y las novedades ideológicas del racionalismo francés. Roto irremediablemente el orden colonial se quiso implantar sobre sus restos esparcidos y resistentes un orden ideal copiado de Francia, Inglaterra o Estados Unidos. Como tentativa de ruptura y de contradicción era apenas más aventurada que la de los conquistadores de implantar sobre las sociedades indígenas, sobre sus lenguas, sus creencias, sus usos, sus milenarias condiciones, las formas, las normas y los contenidos de la monarquía cristiana de Castilla. Se invocaba el derecho divino para justificar la República, se apoyaba la Independencia en la venida del apóstol Santo Tomás en figura de Quetzalcóatl, se invocaba a Manco Capac para darle una base emocional a los nuevos estados republicanos y democráticos, las ideas de Saint-Simon   —72→   se mezclaron con las de Rousseau, el escotismo con el positivismo. Si se intentara, de modo sistemático, hacer la historia de las ideas en la América Hispana, desde la Independencia hasta la Primera Guerra Mundial, se descubriría el más barroco, contradictorio y mezclado panorama. La llamada crisis institucional del mundo americano, tan vieja como su independencia y tan ardua y compleja como la propia condición de su ser colectivo, no es sino la manifestación histórica de esa formación aluvional continua. La América Hispana busca sus instituciones, adopta la república representativa y ve surgir el caudillismo autóctono, en una angustiosa búsqueda de su propia identidad, entre los mirajes contradictorios y oscuros del pasado y las solicitaciones de su nostalgia europea.

La gran época creadora del mestizaje en Europa ha terminado desde hace mucho tiempo. Los mitos de la superioridad racial, del pasado histórico, de la pureza de la herencia nacional actuaron como frenos y diques empobrecedores. Tal vez el romanticismo es la última tentativa mayor por volver a descubrir la veta del mestizaje cultural. En las artes plásticas, acaso los cubistas, con su importación de la escultura negra, intentaron la aventura de sacar el arte de Occidente del camino de abstracción y de pureza al que fatalmente iba a caer.

En cambio, la América Hispana es tal vez la única gran zona abierta en el mundo actual al proceso del mestizaje cultural creador. En lugar de mirar esa característica extraordinaria como una marca de atraso o de inferioridad, hay que considerarla como la más afortunada y favorable circunstancia para que se afirme y extienda la vocación de Nuevo Mundo que ha estado asociada desde el inicio al destino americano.

Es sobre la base de ese mestizaje fecundo y poderoso donde puede afirmarse la personalidad de la América Hispana, su originalidad y su tarea creadora. Con todo lo que le llega del pasado y del presente, puede la América Hispana definir un nuevo tiempo, un nuevo rumbo y un nuevo lenguaje para la expresión del hombre, sin forzar ni adulterar lo más constante y valioso de su ser colectivo que es su aptitud para el mestizaje viviente y creador.

Está ella ahora abierta y lista para recibir y transformar en una gran tentativa de unidad y síntesis el presente vivo de sus múltiples herencias y para realizar, en la víspera del siglo XXI, una hazaña de renovación y renacimiento cultural similar al que en su tiempo hizo Roma o hizo Occidente.

Su vocación y su oportunidad es la de realizar la nueva etapa de mestizaje cultural que va a ser la de su hora en la historia de la cultura. Todo lo que se aparte de eso será desviar a la América Latina de su vía natural y negarle su destino manifiesto, que no es otro que el de realizar en plenitud la promesa de los Garcilaso, de los Bolívar, de los Darío, de los constructores de catedrales, para la obra de un Nuevo Mundo.

En busca del Nuevo Mundo. México: Fondo de Cultura Económica, 1969, pp. 9-26.



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ArribaAbajoLas carabelas del mundo muerto

Lento, sin duda, fue el viaje de descubrimiento de Colón. Sesenta días de trabajoso y desesperado navegar lo trajeron desde el Puerto de Palos hasta la madrugada de la playa de San Salvador. Amanecieron los españoles, sin saberlo, en un Nuevo Mundo y comenzó una nueva fase irreversible de la historia universal. Eran castellanos del tiempo de los Reyes Católicos, cristianos devotos y cabales que cantaban la Salve para anunciar cada hora, formados en la concepción social y política de Las siete partidas, con la sensibilidad condicionada para gozar del gótico florido y del labrado plateresco, que concebían la vida como una interminable guerra de conquista en favor de un reino señorial y católico.

Eran literalmente misioneros de una cultura y de una ideología, que se proponían implantarla y difundirla entre gentes nuevas y distintas. Este fue, ciertamente el primer viaje de ideas que ocurrió entre Europa y América y fue también uno de los más rápidos y completos. Trajeron de un golpe y por entero todo lo que representaba y necesitaba saber un castellano del siglo XV.

Más tarde el viaje de las ideas se hizo más lento, divagante e incompleto. El racionalismo tardó en llegar a las Indias algo más de un siglo, si se toma como punto de partida la publicación del Discurso del método. El romanticismo, entre treinta y cincuenta años. El positivismo se retrasó no menos de una generación.

Este retardo en la comunicación de las ideas ha sido uno de los rasgos más permanentes y significativos en el proceso cultural de la América Hispana, que, por su parte, contribuye a formar y explicar el otro fenómeno del mestizaje cultural tan característico como fecundo en el mundo criollo.

Sobre el racionalismo neoclásico vino a injertarse el romanticismo, sobre el tomismo o el escotismo colonial vino a posarse la ideología positivista de los nuevos científicos. Esa mezcla y coexistencia de ideologías, doctrinas, escuelas y estilos trajo hibridizaciones, contagios, mixturas y   —74→   mezclas de los que brotaron algunos de los acentos y matices más originales del pensamiento y la creación hispanoamericanos.

El marxismo y el existencialismo de nuestros días no han llegado con menos retraso. Más morosos que las carabelas, han puesto decenios en atravesar el Atlántico y en llegar al abierto y abigarrado mercado intelectual de Hispanoamérica para exhibirse, ofrecerse y mezclarse con las más venerables creencias de la España de los Austrias, de los pensadores de la Ilustración criolla, de los liberales decimonónicos, de los retrasados seguidores de Spencer y de Taine, de los neoespiritualistas del modernismo, en mil combinaciones y aproximaciones para satisfacer o calmar la angustia ontológica del criollo, que desde hace cuatro siglos se pregunta incesantemente, sin hallar respuesta definitiva: ¿Quién soy? ¿Cuál es mi destino?

Si se pudiera trazar en una carta la curva de vigencia y expansión de las nuevas ideologías, veríamos repetirse de una manera reveladora y significativa el retardo en llegar a la América Hispana y su prolongada sobrevivencia en ella. El positivismo podría servir de manera cabal para ilustrar este aspecto. Llega a extenderse y afirmarse entre nosotros cuando ya, de hecho, ha comenzado la reacción antideterminista en Europa.

El causalismo determinista rígido cobra fuerza en la concepción de Newton en la segunda mitad del siglo XVII, se extiende a las clases cultas de la Europa de la Ilustración por medio de la divulgación que hace medio siglo más tarde Voltaire; se afirma en el siglo XIX con las doctrinas de Comte, de Darwin y de Marx, y desemboca en las grandes y brillantes simplificaciones de Spencer, Stuart Mill y Taine hasta invadir el campo de la creación literaria con la aparición de la novela naturalista y experimental. Desde la abstracta fuente de los Principia mathematica viene a desembocar en Nana.

Cuando ese ciclo comienza a cerrarse en Europa, parece, por el contrario, afirmarse en Hispanoamérica. A la simple y escueta explicación mecanicista vienen a darle nueva fuerza las no menos retardadas lecturas marxistas. Sin embargo, los supuestos básicos sobre los que se había fundamentado el universo newtoniano y todo el causalismo determinista en las ciencias puras comenzaban a marchitarse y a desaparecer. A partir de 1902 surgen, en el campo de la física, de las matemáticas y de la mecánica, nuevas concepciones que resquebrajan la doctrina monolítica y cerrada del determinismo. Aparece la mecánica estadística y probabilística de Gibbs, la relatividad de Einstein, la segunda ley de la termodinámica con su principio negador de toda permanencia y progreso dentro de un sistema cerrado, la física cuántica, el microcosmos atómico y, dentro de él, tan perturbadores y revolucionarios principios como el de incertidumbre, que niega la posibilidad del determinismo en la previsión de la conducta y el futuro de las partículas y sólo permite una aproximación estadística y probabilística.

Sin embargo, la noticia del cataclismo declarado en el universo newtoniano, con todas sus implicaciones sobre la teoría de la causalidad determinista, tarda y tardará en llegar a Hispanoamérica.

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Ciertamente en el transcurso del último medio siglo largo ha surgido una nueva física, una nueva mecánica, una nueva ciencia y, por lo tanto, una nueva concepción del universo que ya comienza a traducirse en los espectaculares cambios de la actual revolución industrial, con la automatización, la liberación y utilización de la energía atómica, la conquista del espacio y los avances de la bioquímica y la biofísica.

Ha sido tan grande y profundo el cambio de las nociones fundamentales y de las concepciones, que ha llegado a surgir una peligrosa separación y divorcio entre las ideas en que se funda la cultura tradicional y las nuevas verdades de la ciencia pura.

Lo más de las artes, de las letras, del pensamiento crítico, del pensamiento político y del análisis histórico y social, en medio de los que vivimos y por medio de los cuales nos expresamos reposan sobre su puestos científicos que han dejado de tener vigencia. De la ciencia divulgada, que llega a los lectores de periódicos y aun a muchos estudiantes de liceos y universidades, gran parte derivan de hipótesis que hoy no se tienen ya por verdaderas.

Esto significa que mientras las raíces de la mayor parte de lo que tenemos por válido en la esfera de la cultura tradicional están muertas, ignoramos en cambio y no hemos traducido a la conciencia de nuestra situación las nuevas verdades encontradas y sus inmensas consecuencias. Mientras en el siglo XIX los positivistas cumplían una verdadera hazaña de la sinceridad y la lealtad científicas, al llevar a las ciencias sociales y culturales las nuevas verdades halladas en el campo de las ciencias físicas, matemáticas y naturales, los herederos actuales de los positivistas corren el riesgo de dejar de ser hombres de ciencia para convertirse en inesperados espíritus religiosos que repiten y mantienen, en lugar de la verdad científica, un dogma recibido.

Esta separación entre una ciencia viva aislada e ignorada, y una cultura tradicional que ha dejado en mucha parte de ser científica, ha hecho posible que hoy se llegue a hablar de la existencia de dos culturas.

C. P. Snow, hombre de ciencia y novelista británico, es uno de los que ha planteado el problema con mayor claridad y conocimiento de causa en su breve obra Las dos culturas. Para Snow el mundo de la cultura tradicional, en el que se mueven los artistas, los escritores y los llamados intelectuales, en general, reposa en gran parte sobre principios, hipótesis y doctrinas que ya han dejado, en su fuente y fundamento, de ser verdades científicas. Reposan sobre la concepción de un mundo gobernado por una causalidad determinista, mientras la ciencia verdadera, desde hace medio siglo o más, ha dejado de ser determinista para reflejarse a una posición de incertidumbre, de probabilidad, de estadística, en la que la ley de causa y efecto deja de tener la vigencia absoluta que los hombres del positivismo podían atribuirle. Casi podríamos hoy decir, para escándalo de Leibniz, que la naturaleza no procede sino por saltos, y que hay muy pocas y limitadas relaciones necesarias, en el campo de la mecánica y de la física, que puedan llamarse leyes en el   —76→   sentido estricto, rígido y cerrado que podían darle Newton, Montesquieu o Spencer.

Esta dramática separación entre el mundo de la ciencia nueva y las aplicaciones de la vieja ciencia, que continúan vigentes en la esfera de la cultura tradicional, condena a esta última a la muerte segura de un árbol cuya raíz está cortada. Puede parecer por algún tiempo todavía un árbol vivo y lozano, pero no pasará de ser apariencia.

Establecer la comunicación entre la nueva ciencia y el mundo de la cultura de los intelectuales, los artistas y los políticos es una de las más perentorias necesidades de nuestro tiempo. Esa comunicación tiene que traer como consecuencia la revisión y el rechazo de muchas de las doctrinas que hoy siguen gobernando el pensamiento y la acción de la mayoría de los hombres.

El alcance de las nuevas certidumbres o incertidumbres está todavía por conocerse y determinarse en su plenitud, pero ya no podemos ignorar que trae implícito un cambio más profundo y vasto que todos los que el hombre ha conocido hasta hoy. Un cambio que alcanzará el pensamiento, la sociedad, la economía, la manera de vivir, el trabajo, las comunicaciones, el orden humano y la concepción del mundo.

De esa revolución científica ya conocemos todos algunas espectaculares aplicaciones. Los cohetes espaciales, los cerebros electrónicos, las plantas de producción automatizadas, la utilización de la energía atómica, las delirantes posibilidades de la cibernética, la electrónica y los sistemas de comunicación. Teóricamente podemos ya telegrafiar un hombre, convertido en mensaje.

Mientras eso ocurre, el pensamiento occidental tradicional sigue operando sobre la aplicación de las que eran nuevas verdades científicas en la época de la reina Victoria o de Napoleón III. Carece de sentido tratar de continuar creyendo que la historia es una ciencia determinista, que podía aceptarse mientras el universo determinista newtoniano estaba vigente e incólume, en este tiempo en el que, por el contrario, cada día más parece que la física y la mecánica se vuelven historia, es decir, mero recuento y verificación del acaecer observable y de sus posibilidades.

Se ha sobrevivido el positivismo en la América Latina y su sobrevivencia tiende a hacer más peligrosamente profundo para nosotros el abismo que en Europa comienza a separar, con muy superficiales e incompletas comunicaciones, la nueva ciencia y el mundo de la cultura tradicional.

Ya el problema planteado para nosotros no puede ser solamente el de acortar el tiempo de viaje de las ideas, sino el de recibir ideas vivas y fecundas y no los retardados mensajes de un mundo de ideas ya en gran parte difuntas. Es como si las carabelas ideológicas y divulgativas que seguimos recibiendo hubieran partido de una Atlántida desaparecida, no de un Viejo Mundo vivo y vigente, sino de un mundo muerto.

Mucho de lo que leemos y de lo que pensamos está cortado y sin conexión con las nuevas verdades que hoy son la base de la física y de   —77→   las ciencias puras. En no pocos casos la concepción del mundo de nuestros ensayistas, novelistas y políticos, no sólo ignora sino que contradice abiertamente las bases vigentes de la verdad científica según la han conocido Einstein, Gibbs, Rutherford, Broglie.

Sin saberlo, intelectualmente, hemos pasado de ser los dueños de un mundo finito, racional y determinable a ser los extraviados huéspedes de un universo, tal vez infinito, en creciente desorganización, no determinable sino por aproximación y probabilidad, no completamente reducible a razón, que acusa en lo esencial un principio de indeterminación.

Mientras más pronto nos demos cuenta de este cambio y de esta nueva situación, y de las enormes consecuencias que implica, será mejor para el destino de nuestra América.

Podar lo muerto de la cultura tradicional y entroncarlo en la nueva savia de la ciencia actual es una necesidad perentoria en la cual puede estar implícita la posibilidad de salvación de la sociedad humana.

En la medida en que se salve esa separación e incomunicación entre las dos culturas, estaremos entrando plenamente en las inmensas posibilidades, desafíos y riesgos del tiempo nuevo que todavía no es entera mente el nuestro. Nos separa de él, como una muralla de niebla, el grosor de los prejuicios, de las creaciones ideológicas, de los ídolos del pasado, de las verdades a medias en cuya cómoda y ya no segura vecindad creemos poder seguir viviendo de espaldas al destino.

Literalmente está naciendo un mundo nuevo, una nueva cultura, de los que no podemos mantenernos en separación ni en retraso. Conocerla, aceptarla e incorporarla a nuestra vida y a nuestro pensamiento es la tarea primordial de los hombres de este tiempo, acobardados por la guerra fría, atenazados por una falsa ciencia dogmática, extraviados por caminos que ya muchos saben que no conducen a ninguna parte.

Esta debía ser la tarea y la búsqueda fundamental de nuestras universidades y de nuestros hombres de pensamiento. Ponerse al día con la ciencia nueva y anticipar sus inmensas consecuencias.

Hace poco tiempo dije en una reunión académica estas palabras de alerta y angustia que citaré para concluir:

El árbol de la ciencia del bien y del mal está retoñando de nuevas raíces. Las consecuencias de ese cambio son inmensas y abarcan desde la concepción del mundo, hasta la estructura de la sociedad y la actitud del hombre frente a la naturaleza y el destino. En un tiempo en que tanto se ha hablado y se habla de revoluciones, pocos se han percatado de la inmensa revolución que está ocurriendo en el mundo de la ciencia y de sus aplicaciones, que ya han condenado a muerte muchas de nuestras ideas y ha de cambiar nuestras vidas mucho más allá de lo que revolucionarios y utopistas hayan podido nunca imaginar.



En busca del Nuevo Mundo. Ed. cit., pp. 27-35.



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ArribaAbajoNotas sobre el vasallaje

Dos grandes polos de absorción predominan sobre el mundo latinoamericano de nuestros días. Uno está constituido por la poderosa y múltiple influencia de la civilización de los Estados Unidos de América, que está presente y activa en todos los aspectos de la existencia colectiva, y el otro por el pensamiento, el ejemplo y los modelos del mundo socialista de Rusia, de Asia y, en alguna proporción, de África del Norte.

La influencia norteamericana abarca más el campo de la vida ordinaria, modas, usos, actitudes. La inmensa mayoría de la población latinoamericana expuesta en alguna forma al contacto de medios de comunicación está recibiendo, consciente o inconscientemente, una conformación norteamericana. Los servicios de noticias de la prensa y de otros medios son de origen norteamericano. No hay que olvidar que quien escoge la noticia y quien dice la noticia, lo hace fatalmente desde una determinada situación o de un evidente punto de vista. La mayoría de los programas de televisión son producidos en masa en los Estados Unidos y presenta el mundo de la gran ciudad convencional americana o el mito del Oeste. Una moral protestante y una escala de valores de clase media capitalista. La lucha contra el crimen organizado, el espionaje internacional, los conflictos amorosos y los ideales de vida de los habitantes de las grandes ciudades del Norte. Y como atractivos constantes el sexo en todas sus formas y la violencia. Besos y tiros.

En materia de revistas la influencia es evidentemente igual. Las publicaciones periódicas de mayor circulación en español son versiones de revistas del Norte, tales como Life en español, Selecciones del Reader's Digest, Buen Hogar, o adaptaciones del concepto y el contenido del periodismo americano como en el caso de Visión.

El cine, que es casi el único espectáculo popular, es predominantemente de los Estados Unidos.

En materia de vestido, costumbres, cigarrillos, bebidas, deportes, alimentos, mobiliario, decoración, vivienda, el predominio de lo norteamericano es extraordinariamente grande. La gente tiende a obrar y presentarse   —79→   como los personajes del cine y TV a los que imita y toma como modelos casi sin darse cuenta. En el lenguaje entran expresiones tomadas al azar de esa imitación: okey, prefijos como super, extra, buena parte del lenguaje deportivo y hippie. Además, toda la técnica de la trasmisión de información, de la publicidad y de la formación de opinión pública. Los sistemas repetitivos elementales, los jingles, las cantinelas comerciales, los incentivos sexuales añadidos a todo tipo de oferta, que llegan en ocasiones, por la exageración, a lo risible.

Se ha ido fabricando un arquetipo humano que tiende a ser imitado en la vida real. Un hombre que usa cierto tipo de camisas y pantalones, que fuma ciertos cigarrillos y los enciende de determinada manera, que tiene modelos para caminar, sentarse o reclinarse sobre el extremo de una mesa, que ha adquirido una técnica de tratar con las mujeres y que llega a creer, tanto se lo dicen los avisos, que ciertas aguas de Colonia lo pueden convertir en un amante irresistible. Se han creado ideales sociales: ser un duro a la manera de Chicago o del Oeste, ser un play boy, ser el que saca la pistola más rápidamente o el que sabe engañar y no se deja engañar.

Todo esto entra a torrentes por la prensa, las revistas, el cine, la radio, la televisión, la propaganda comercial y los ejemplos constantes de la vida diaria.

El otro polo lo constituye el ideal revolucionario alimentado en los ejemplos de Rusia, de la Europa socialista, de África del Norte y de China. El ejemplo de las luchas anticoloniales y de liberación nacional y la veneración casi supersticiosa por todo pensamiento y por todo arte del mundo socialista. Los que leen a los marxistas franceses, los que sueñan con una gesta heroica de liberación a lo Ho Chi Minh, los que aplican constantemente los más elementales esquemas marxistas a cualquier situación latinoamericana para sacar conclusiones que no siempre son verdaderas ni acertadas.

Esta influencia distinta se ejerce sobre un sector más restringido de la población hispanoamericana pero acaso más influyente e importante. Se ejerce sobre la juventud estudiantil en universidades y liceos y se recibe con un estado de espíritu casi religioso.

Cabría preguntarse ante los dos extremos, acaso personificables en las dos islas antillanas de Puerto Rico y Cuba, ¿dónde está la América Latina? ¿Es su destino parar en una gran Cuba o en un inmenso Puerto Rico? Y si así fuera, ¿no implicaría ello una especie de monstruosa operación de cambio de sangre, de lavado de cerebro, de renuncia a todo lo que de originalidad y de destino propio pudo y puede tener el Nuevo Mundo, para convertirnos en asépticas dependencias de mundos distintos?

Pero no es esto, con ser tan grave y fundamental, lo que queremos plantear ahora. Es algo estrechamente conectado con esto, sin duda, pero más alejado de la profecía y de la mística política y más en el   —80→   campo de las preocupaciones y de la acción de un hombre de nuestros días en estas tierras.

Y que, además, en cierto modo, constituye una necesaria consideración previa a todo planteamiento de la cuestión central para la América Latina, que no es ni puede ser otra que sencillamente ésta: ¿Estamos todavía en tiempo y ocasión de poder llegar a ser el Nuevo Mundo?

El que nos demos con entusiasmo o no, conscientemente o no, a un tipo de vasallaje despersonalizador, el que pongamos como ideal para nuestros jóvenes el convertirse en un convencido de las excelencias de el american way of life o en un fanático de la «revolución cultural» de Mao. Esta es la cuestión, como ya lo dijo alguien.

Esta es la cuestión y no es simple porque está profundamente intervenida y mezclada de realidades políticas, económicas y sociales y de poderosas motivaciones psicológicas individuales y colectivas. Tampoco puede llegarse en la simplificación a querer preservar como alternativa deseable, frente al boy y al «guardia rojo», una forma de costumbrismo latinoamericano, anacrónico y desincorporado del mundo. Frente a la «filosofía» del Reader's Digest y al Manual del jefe Mao, la alternativa no puede ser «Allá en el Rancho Grande».

Habría que contestar dos preguntas previas: ¿Tiene, ha tenido y puede tener la América Latina alguna valiosa originalidad creadora? ¿Es posible, en una situación de vasallaje, tener una capacidad creadora original?

Si las dos respuestas fueran negativas no habría sino que escoger en el catálogo extranjero el modelo de sociedad que vamos a adoptar y el Mefistófeles, rojo o blanco, al que vamos a vender nuestra alma a cambio del bien de pertenecer y estar incorporados.

La primera de las dos cuestiones tiene, a mi modo de ver, respuestas tan obvias, que no es preciso pasar más allá de algunas ratificaciones. La América Latina ha tendido a ser un mundo con características propias desde sus comienzos. Todo el complejo de ideas, ya viejas de cuatro siglos, centrado en torno al concepto de Nuevo Mundo, lo revela así. Lo fue más pronto y en un grado más abierto de lo que lo fue la América Sajona. Tiene todo el aspecto de un innecesario recordatorio repetir la vieja lista conocida de las catedrales y la pintura colonial, de los libros del Inca y de los ensayos sociales, tan repetidamente hechos, como forma de rechazo a lo europeo. ¿No ha sido casi un estado de conciencia constante al repetir en mil formas, las más de las veces sin conocer el antecedente, la frase de Vasco de Quiroga para Carlos V?: «Porque no en vano, sino con mucha causa y razón, éste de acá se llama Nuevo Mundo, no porque se halló de nuevo, sino porque es en gentes y cuasi en todo como fue aquel de la edad primera y de oro...».

En cuanto a la posibilidad de una creación original en una situación política o económica de vasallaje, toda la historia está para contestar por la afirmativa, empezando por nuestra propia historia. Todo lo que de   —81→   original, y es mucho, tiene la América Latina, desde Garcilaso hasta Darío, y desde los traductores de catecismos hasta Bolívar, se hizo en condiciones de innegable dependencia.

Establecer una relación entre la independencia política y económica y la capacidad creadora es un sofisma. Las grandes creaciones de la mente humana se han hecho, precisamente, no en conformismo ante una situación favorable, sino en rebelión y protesta, tácita o expresa, contra una situación o un mundo adversos e indeseables. La enumeración de ejemplos es tan obvia que casi no vale la pena volverla a repetir, desde Dante a James Joyce, desde Mickiewicz hasta Kazantzakis, desde Miguel Ángel hasta Picasso.

Acaso el mejor ejemplo, para probar que la situación de dependencia no significa necesariamente la esterilidad creadora, nos lo muestra la propia Rusia. Nadie, con el más superficial conocimiento, podría negar que la literatura rusa del medio siglo posterior a la Revolución es impresionantemente inferior a la del medio siglo anterior, durante el cual se publicaron Los hermanos Karamazov y La guerra y la paz. Y, sin embargo, no hay duda de que la Rusia de Nicolás I y Alejandro II era un país mucho más dependiente y vasallo, económica y culturalmente, de lo que ha sido la Unión Soviética después de 1917.

Es que la cuestión se plantea aun más allá del hecho y de su influencia innegable en la conciencia. Es cuestión de tener o no una conciencia vasalla. Es darse gozosa y pasivamente a algo que no es propio, o mantenerse en angustia y vigilia en la búsqueda y afirmación creadora de lo propio.

Reducir la creación literaria y artística a la simple condición de pasiva consecuencia de los hechos o de las estructuras exteriores, bajas o altas, es negar la condición fundamental de su existencia que es la libertad interior del creador.

En las condiciones externas más negativas, y hasta como necesaria respuesta a los degradantes límites que ellas pueden pretender imponer, surge la obra de arte como testimonio y como iluminación. En la abyecta corte puede refugiarse en un retrato cortesano como el de la familia de Carlos IV de Goya, en la servidumbre y la degradación del negro puede liberarse en música y canto popular como el jazz; bajo el despotismo del zar puede expresarse en la leyenda de un bandido generoso como Stenka Razine; en las más conformistas formas de tiranía puede surgir en la insospechable forma de la disección del mecanismo de tiranizar como en Maquiavelo, o en la irónica narración de un mundo supuestamente imaginario como en Swift o en Voltaire.

La verdad es que lo que casi no existe, porque equivale en buena parte a la negación de su naturaleza o de su impulso de expresión, es la gran creación del conformismo, el Quijote que elogie a los duques, a los barberos y al mundo que han pretendido forjar a su imagen y semejanza. La mentalidad vasalla tiende a ser imitativa y estéril. No tiene su punto de partida ni en la disidencia ni en la protesta, sino en la aceptación   —82→   y la conformidad. La actitud del hombre integrado e incorporado a una situación totalmente aceptada tiende a arrebatarle toda individualidad y todo poder cuestionante. Quien ha llegado a la convicción de que todas las respuestas están dadas en el Corán no solamente puede, sino que hasta se siente obligado como una especie de servicio público a quemar la biblioteca de Alejandría, o por lo menos a no perder tiempo en escribir una sola página más que sería, de toda evidencia, meramente reiterativa o inútil. Nadie gasta tiempo y esfuerzo en encender una vela en pleno mediodía cegador, y el mundo de los artistas y los creadores literarios es el de los encendedores de velas en los rincones más oscuros del alma o de la sociedad.

Si no cae en la esterilidad la mentalidad vasalla se satisface en la imitación, que es la falsa crisis, el falso conflicto, el falso lenguaje, copiados del lenguaje y la forma que la crisis y el conflicto han revestido verdaderamente para otros hombres en otras latitudes. Es el reino de los parásitos literarios y artísticos que viven y chupan de seres distintos a ellos o de los que repiten, fatalmente sin contenido, los gestos y las posiciones que hombres de otras horas y mundos han adoptado ante terribles exigencias de sus realidades.

La pintura de la Revolución Mexicana pudo no estar sincronizada con la hora contemporánea del arte occidental, pero valía mucho más como arte, es decir como testimonio verdadero y válido, que el falso cubismo que podía hacer hombres que vivían la realidad de Managua o de Quito.

No es esto condenar a un autoctonismo y, lo que es peor aún, a un costumbrismo al artista y al escritor de la América Latina. Hay que saber utilizar formas universales del lenguaje y del arte, pero en la medida en que se requieren o justifican como parte del esfuerzo de afirmarse frente, en o contra la realidad ambiente propia. Que es el problema fundamental de ser o parecer, de ser genuino o de ser falso, de encontrar o de repetir.

Hace muchos años, en un tiempo de turbio humor que tenía mucho de desesperación, aquel mal comprendido español universal que fue Ramón Gómez de la Serna se puso a escribir unas que llamó «falsas novelas». No eran falsas como novelas, sino como situación. Eran la falsa novela rusa y la falsa novela inglesa y la falsa novela americana. Falsas en el sentido de que partían de una actitud de imitación o «pastiche». Muchos propósitos válidos sobre el misterio de las situaciones y la existencia podían estar implicados en este juego aparente. Pero lo que ahora nos importa decir es que, acaso sin proponérselo, muchos no han hecho otra cosa que escribir, desde una hora muy precisa de su América Latina, la falsa novela francesa o el falso ensayo inglés o el falso poema ruso. Sin hablar del falso Picasso o del falso Brecht o del falso Ionesco o del falso Becket o del falso Zadkine o del falso Evtushenko o del falso Matters.

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Hay distintas maneras de darle la espalda a la América Latina, sin darse cuenta, y de frustrarla en su vieja posibilidad de Nuevo Mundo. Una es la de incorporarse a la América Sajona, como consciente o inconscientemente lo hacen todos los días millones de espectadores de cine y TV o de lectores de «magazines». Otra es, acaso como reacción negativa ante esta posición y peligro, la de caer en las ajenas lealtades y traslaciones de una situación revolucionaria que no puede ser impuesta a la América Latina sin graves mutilaciones. Esto no tiene que ver con el tipo de régimen político. La mutilación y la negación pueden ocurrir por igual bajo una dictadura reaccionaria y pasatista o bajo una dictadura nacionalista o socialista. En ambos casos se trataría de hacer realidad la falsificación de la realidad propia. La falsa revolución rusa o el falso american way of life.

Ciertamente éstas no pasarían de ser tentativas desesperadas y finalmente imposibles. Tentativas, en lo colectivo, tan antihistóricas y condenadas al fracaso como la de Luis II de Baviera frente al siglo XIX prusiano, como la de los jesuitas del Paraguay frente a la hora de la expansión imperial, como la de los reyes españoles de hacer una Nueva Castilla en las Indias, y también, ¿por qué no?, como la de Lenin de establecer contra la realidad social una organización socialista antes de la rectificación de la NEP. El proceso de mestizaje cultural, que ha sido el signo y el destino de la América Latina, hace imposibles esos simples y asépticos trasplantes. Lo que va a surgir es, como en el pasado, una cosa distinta del modelo ultramarino que se quería reproducir, porque el mestizaje es, ciertamente, un proceso dialéctico. La tentativa fracasaría, en lo colectivo, como fracasó la empresa de la Nueva Castilla de los conquistadores, o de la Nueva Filadelfia o la Nueva París de los Libertadores. Lo que habría de surgir no tendría más del modelo trasplantado de lo que tuvo de República Cuáquera o Francesa nuestra República o de Reino de los Reyes Católicos nuestra Colonia.

Pero con todo ello es indudable que, aun cuando no se lograra el trasplante, el mestizaje del proceso podría ser distinto según los actores humanos e inhumanos que lo hayan de realizar. Y en esto radica la importancia de las posiciones individuales de quienes dicen las palabras y enseñan los caminos.

Es decir, los peligros de una conciencia vasalla, de una conciencia antihistórica que tienda a considerar la historia como una planta o como una enfermedad que puede ser propagada.

El remedio no puede ser un aislamiento, ni una beata complacencia nacionalista, ni menos un anacronismo sistemático solicitado como una droga alucinógena. Hay que estar en el mundo, pero en el juego real del mundo. Sabiendo en todo momento lo que se arriesga y lo que se puede ganar. Apostando lúcidamente a la contemporaneidad y a la universalidad, pero sin perder de vista la base de situación en que se halla el apostador.

Aunque parezca paradoja, el autoctonismo simple es también una forma de conciencia vasalla. Así como es conciencia vasalla querer hacer   —84→   la Nueva Ohio o la Nueva Pekín, en tierra americana latina, no lo sería menos, y sí más estérilmente, porque paralizaría el proceso de crecimiento, el querer perpetuar un pasado cualquiera, que como sueño es tan absurdo como el de querer preservar de la muerte a los mortales. Por lo demás, tampoco hay que olvidar que Ohio no es una nueva Londres, como Pekín no es una nueva Moscú, aunque se lo hubieran propuesto los respectivos iniciadores de los programas de trasplante, porque la localización histórica no puede permitirlo.

El socialismo latinoamericano será tan disímil de sus modelos, como lo fue nuestra República representativa. Lo cual no es un argumento contra el socialismo, pero sí contra las ingenuas tentativas de trasplante y vasallaje.

Ni exacta contemporaneidad, ni rigurosa universalidad uniforme son posibles, salvo como resultado transitorio y engañoso de una imposición global de fuerza. Hasta la física y las matemáticas modernas niegan ese sueño de poder llegar a un tiempo intemporal y a una localización universal. Que es precisamente la transformación en valores absolutos de las dos circunstancias más relativas que condicionan al hombre que son el tiempo y el espacio, o la tercera categoría que surge de la inextricable combinación de ambos.

Es seguro que haya que saber lo que pasa en el mundo para poder saber mejor lo que pasa en nuestra casa. En todo caso éste es el deber fundamental de los intelectuales, créanse insurgentes y resulten vasallos, o sean vasallos y se crean insurgentes.

Este es el drama, el tema y el destino fecundo de la intelligentsia de América Latina en esta grande hora de la historia. En la medida en que los hombres de pensamiento, los creadores y los artistas lo comprendan y busquen expresarlo en obras y mensajes, estarán dentro del maravilloso camino de hacer el Nuevo Mundo. En la medida en que no lo entiendan estarán de espaldas al Nuevo Mundo y a su prometida originalidad, aunque individualmente puedan convertirse en el Kandinsky del Brasil o en el Becket de Santo Domingo o, ¿y por qué no?, en el Víctor Hugo de Panamá.

El remedio para los riesgos de una conciencia vasalla no puede consistir en cambiarla por otra conciencia vasalla de signo contrario. El remedio para el falso lector del falso Reader's Digest no puede convertirse en el falso lector del catecismo del jefe Mao ni tampoco, ciertamente, en llegar a ser un hermano adoptivo de Sartre o de Becket.

El remedio estará en enfrentarse con la más dura América nuestra y en buscarle la cara en insurgencia creadora. En regresar a luchar en nuestra América la pelea de nuestra América, de nuestro mundo, de nuestra hora, con un credo liberal o socialista, pero con el propósito de hallar lo nuestro y expresarlo, no para hacer el Massachusetts o la Bielorrusia de América Latina, sino la América Latina del mundo. Es decir, nueva y finalmente, la coronación de la vieja empresa de hacer el Nuevo Mundo.

En busca del Nuevo Mundo. Ed. cit., pp. 36-47.



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