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ArribaAbajo- XXV -

Desde que los cocheros de palacio, los marmitones, los lacayos y algunos soldados vendidos a los cortesanos inauguraron el 19 de marzo de 1808 en Aranjuez la serie de bajas rapsodias revolucionarias que componen nuestra epopeya motinesca, el más repugnante movimiento ha sido la sublevación apostólica de 1827. Es además de repugnante, oscuro, porque   —257→   su origen, como el de los monstruos que degradan con su fealdad a la raza humana, no tuvo nunca explicación cabal y satisfactoria. Acabó misteriosamente, lo mismo que había empezado, como esas tragedias reales en que por una secreta confabulación de testigos, asesinos y jueces, queda todo indeterminado y confuso, no existiendo la evidencia más que en la muerte de la víctima. No hubo lógica ni plan en la sublevación, como no hubo justicia en los castigos. Creeríase que eran autores de aquella intriga sangrienta los mismos contra quienes parecía dirigida, y que la propia mano herida por el filo, acariciaba la empuñadura de aquella espada que se forjó en las agrestes ferrerías de las montañas catalanas y se templó en los conventos. En todo lo relativo a los orígenes de tal guerra, hay algo de las poéticas vaguedades de la leyenda: la historia no ha podido esclarecer con su luz las lobregueces de este hecho que sólo puede compararse a las tenebrosas demencias del suicidio.

Durante largo tiempo se consideró que la guerra apostólica había sido engendrada por la sociedad secreta del absolutismo llamada El Ángel Exterminador, y compuesta de obispos ambiciosos, consejeros cesantes e inquisidores sin trabajo. Aunque el absolutismo ha tenido también su masonería, y de las más   —258→   chuscas, aun sin el uso de mandiles, ningún historiador ha probado la existencia de El Ángel Exterminador. Quién decía que su centro estaba en Roma, quién que estaba en el cuarto del infante D. Carlos. Pero si la sociedad no es cosa evidente, lo es sí la existencia de una intriga formidable y subterránea, de la cual eran activos trabajadores muchos próceres y magnates, diestros en las artes del topo. La posterior guerra de los siete años probó que desde 1825 el absolutismo rabioso, anhelando cambiar de ídolo porque el existente no satisfacía por completo su sed de persecuciones y de venganzas, había empezado a preparar el terreno.

Si alguien pudo esclarecer los orígenes de la sublevación apostólica fueron los cabecillas catalanes; sin duda ellos pensaban decir algo; pero antes que pudieran ser indiscretos, Calomarde y el conde de España les fusilaron a todos. El Rey les prometió el perdón para que se sometieran, y después de sometidos les fusiló para que no hablaran. Es una diplomacia como otra cualquiera.

¿Fue Calomarde instigador de la guerra? Entonces resultaría Fernando VII juguete de su ministro, y esto no era así. Calomarde, que sin duda hubiera sido capaz de venderse a quien le quisiera comprar, sirvió bien a Fernando   —259→   hasta el cuarto casamiento de este, y en 1827 todavía era no más que instrumento harto sumiso de las pasiones y del brutal egoísmo de su señor.

Si Calomarde no fue autor de la guerra, los verdaderos autores de ella se le sometieron al ver el mal éxito que aquella tenía, aspirando a sacar de la paz el partido que no habían podido sacar de la guerra. Es indudable que los tenebrosos congregacionistas del Ángel Exterminador (y es forzoso dar este nombre a la pandilla por no tener otro) salieron muy bien librados de aquella sangrienta aventura; pero también lo es que los infelices que habían sacado las castañas del fuego para satisfacer las hinchadas ambiciones y las envidias de la corte, pagaron con su vida el crimen propio y el ajeno.

Grave cosa fue aquella sublevación cuando Fernando se dispuso a sofocarla por sí mismo. Salió del Escorial el 22 de Setiembre, siendo despedido por los célebres versos de la bondadosa Reina Amalia, que al componerlos demostró tener más comercio con los ángeles que con las musas. Al Rey acompañaba Calomarde. Había gran prisa, y el déspota y su Sancho Panza recorrieron el camino con una rapidez que habrían envidiado quizás algunos de nuestros trenes mixtos. Pero delante del Rey habían   —260→   salido los correos reservados llevando órdenes apremiantes para que cesara todo. Por eso apenas puso el pie en tierra de Lérida el egregio conde de España con su ejército, principió la desbandada. Las pequeñas partidas se presentaban, y las grandes se ponían en movimiento para sacar algún jugo del país antes de disolverse. La sublevación cayó como un espantajo de trapo y caña puesto en medio de los sembrados, y al cual quitan de pronto la vara que lo sustenta. Los facciosos del Panadés y de Tarragona fueron los más solícitos para presentarse a indulto. En cambio Jep dels Estanys, Caragol y la gente furibunda de Manresa se mostraron muy rebeldes. Sin atreverse a hacer frente al conde de España, resistiéronse a terminar tan tonta y desabridamente una guerra a que los del Ángel Exterminador les habían lanzado, ofreciéndoles la cooperación de Rusia con 40.000 hombres y 6.000 caballos, el apoyo de Francia y las simpatías del Papa.

Dejando guarnecida a Manresa salieron: Jep se dirigió a Berga que era su madriguera preferida, y Caragol fingió una marcha sobre Barcelona, unos dicen que con objeto de acercarse a la frontera y otros que con el fin puramente apostólico de merodear. No tenían las manos atadas aquellos benditos arcángeles   —261→   de fusil y cartuchera, porque Jep dels Estanys cuando tuvo que salir de Berga perseguido por el conde de España sacó de allí diez y ocho cargas de dinero que eran la cosecha de unos cuantos meses de trabajo en la viña del Altar y el Trono.

Ya veremos la suerte que les cupo a estos andantes cosecheros, a quienes Fernando hablaba en su proclama el lenguaje de la clemencia, abriéndoles sus brazos de padre amoroso. Una observación haremos que será la última pincelada en el cuadro de aquella guerra, y es que todas las reyertas entre los absolutistas de uno y otro bando, así como todas sus reconciliaciones terminaban con un porrazo a los liberales. Estos infelices, pocos en número, acobardados y oscurecidos, pagaban el furor de los sublevados y de los perseguidores de los sublevados. Los rebeldes, al huir delante del conde de España, gritaban de pueblo en pueblo: «¡muerte a los negros!» y el feroz España solía decir: «esos malvados negros tienen la culpa de todo». Así es que se llevaba con paciencia la fuga e impunidad de los apostólicos con tal que hubiese negros que sacrificar. Un observador de pura casta absolutista, como Mosén Crispí, habría creído que aquellos pobres fueron puestos en España por Dios para impedir que los defensores de este   —262→   se destrozaran mucho al engrescarse entre sí.

Es preciso ser de bronce o de berroqueña para no sentir la más viva lástima de tales desdichados. ¿Vencían los apostólicos?... pues ¡muerte a los negros! ¿Iban bien los absolutistas?... pues ¡duro en los negros! Que las cosas iban mal en el campo de Jep... pues ¡a ellos, que tienen la culpa de todo! Que salía chasqueado el conde y se desesperaba por no poder alcanzar a Pixola... pues ¡viva la religión y mueran los masones! Síntesis de este hecho y resumen de él fueron las horrorosas hecatombes de Barcelona a principios del año siguiente, cuando los envenenados odios y disputas que desgarraban el seno de la familia realista parecían no poder aplacarse sino engolosinando a uno y otro partido con carne de liberales.

Explicada la situación de la guerra, nos cumple despedirnos de esa bienaventurada ciudad de Solsona, donde han ocurrido los principales sucesos de esta historia, para buscar el término y solución lógica de ellos en otro pueblo menos ilustre, pues carece de escudo de armas, de abolengo romano y de murallas; pero que merecería tener todas estas cosas y aun otras, sólo por haber sido teatro de los verídicos sucedidos que vamos a referir.



  —263→  

ArribaAbajo- XXVI -

Al anochecer del día que siguió a la catástrofe de San Salomó, un cochecillo de dos ruedas corría por el detestable camino que desde Solsona se dirige a la Conca de Tremp. Era uno de esos vehículos puramente españoles que parecen hechos para realizar el ideal de la incomodidad, y cuyo nombre respondería perfectamente a su cruel instituto si en vez de tartana fuera quebranta-huesos. El que ocupa hoy nuestra atención era cerrado, formando una especie de cajón alto con portezuela en la parte posterior y en la delantera una ventanucha pequeña sin vidrio destinada a dar aire a la víctima, para que no la asfixiara el calor antes de tener los huesos bien rotos y las carnes bien molidas. Tiraba de él un brioso caballo que parecía más hecho al noble oficio de la silla que al del arrastre, a juzgar por el desorden de su marcha y los brincos con que amenazaba volcar el vehículo. Guiábalo un joven sentado en media cuarta de tabla adherida a la limonera de la derecha. Parecía tener el cochero un delirante anhelo de llegar pronto a su destino, según aporreaba   —264→   al animal con la vara. El interior lo ocupaba sin duda persona a quien el de fuera estimaba en mucho porque entre golpe y golpe descargado sobre la bestia, volvía su rostro, y mirando al interior del quebranta-huesos por la ventanilla delantera decía algunas palabras enderezadas a dulcificar la molestia de transporte tan inquisitorial. El camino, que más era de herradura que de ruedas, estaba alfombrado de guijarros que en algunos sitios eran verdaderos peñones, ofreciendo en otros hoyos profundos. Caballo y camino jugaban con el coche como un titiritero con las bolas haciéndole dar graciosas piruetas. Viendo aquello, tendría corazón de bronce quien no compadeciera a la persona que iba dentro. Si tal persona además de ir allí, iba contra su voluntad, entonces era tan digna de lástima como quien va al patíbulo en la fatal carreta.

La noche era oscura y serena; pero el horizonte se inflamaba a ratos con vivos relámpagos, indicio de tormenta próxima, y algunas ráfagas de aire fresco venían del lado de la montaña, levantando polvo y haciendo murmurar el ramaje de los árboles.

Ni un alma se hallaba en tal hora por aquel camino solitario y agreste, y las pocas casas que se veían al paso estaban cerradas y silenciosas.   —265→   Creeríase que la superstición había alejado a todos los habitantes de aquella tierra y que sólo quedaban los duendes para obligar a huir también a los que después viniesen.

Pero el quebranta-huesos pasó al fin a regular distancia de una casa, en cuya ventana brillaba una luz. Entonces del lóbrego cajón inquisitorial salió una voz angustiosa que dijo:

-¡Socorro!

El que guiaba castigó fieramente a la cabalgadura para que acelerase el paso, y cuando quedó a distancia mayor la casa iluminada, el hombre volviose hacia dentro y dijo:

-No... no vale pedir socorro, señora. Nadie oye, nadie ve.

-¡Socorro! ¡Socorro! -repitió la voz interior ya enronquecida y furiosa.

Después varió de tono y acompañada al parecer de lágrimas, dijo suplicante y dolorida:

-Por la salvación de tu alma, Pepet, por la memoria de tu madre; déjame, suéltame, déjame en medio del camino y vete solo con tu endiablado coche... Te lo agradeceré, te lo agradeceré con toda mi alma... no te guardaré rencor, Tilín... no te tendré miedo; me acordaré de ti en mis oraciones; pediré a Dios por ti... Sé bueno conmigo, ten piedad de mí... suéltame, déjame y así podrás librarte del castigo   —266→   que te espera por tu maldad... Piensa un instante siquiera en Dios.

El hombre no pensaba en Dios. Pálido y hosco, cejijunto, balbuciente como el asesino en el momento de clavar el puñal en la víctima dormida, marchaba derecho a su bárbaro objeto; no reparaba en consideración alguna, no se acordaba de Dios, no era cristiano; era incapaz de toda idea piadosa; no veía tampoco obstáculos, no veía más que la fiebre ardiente que le devoraba y aquel objeto criminal que le atraía fascinando su alma irritada, objeto que, fijo en su cerebro, le enloquecía con el deleite del triunfo y le quemaba con el fuego de la impaciencia.

Oyó que su víctima lloraba dentro del coche. Entonces se volvió adentro y dijo:

-Es verdad que soy un malvado, que me condenaré, que arderé en el Infierno... ¿pero de quién es la culpa?

-Tuya, infame ladrón, incendiario, tuya, monstruo emparentado con todos los demonios del Infierno -exclamó la voz del coche, volviendo a ser colérica-. Mucho más humano serías conmigo si me mataras... ¡Ay! te lo agradecería con toda mi alma. Viva o muerta, infame bandido, no arderé como tú en los infiernos... estarás solo, y padecerás eternamente, siempre, quemándote en tus sacrílegas   —267→   pasiones, sin satisfacer en toda la eternidad la sed rabiosa de tu alma.

Tilín hizo crujir sus dientes, tan fuertemente los apretaba, y hablando consigo mismo, dijo:

-¡El Infierno!... pues poco que me gusta a mí el Infierno... Ya sé que he de ir a él... ya lo sé... Si de todos modos he de ir a él, que sea...

Y azotaba al caballo, porque aunque este corría mucho, a él siempre le parecía que andaba poco; tan anheloso estaba de ganar terreno. Habría deseado las alas negras que había visto pintadas en el ángel de las tinieblas, para cruzar con ellas el cielo tempestuoso hasta llegar con su presa a las cavernas donde se traman en juntas diabólicas las tentaciones que luego se esparcen por la tierra. Era firme creyente y creía en las potestades del Báratro tal como las pinta la doctrina cristiana. Hacía el mal conociendo lo que hacía y las consecuencias de él. No era malo por carencia de sentido moral, como los adocenados criminales que pueblan diariamente los presidios y dan trabajo al verdugo, sino por un extravío que arrancaba de la exacerbación de sus violentas pasiones. Su corazón precipitado en aquel rumbo perverso, podía torcerse de improviso tomando otro camino. Esto lo conocía Sor Teodora de Aransis. Dando a ratos tregua a su violenta   —268→   ira, no creía fácil conseguir nada por la violencia y trataba de someter a su terrible enemigo, tocándole hábilmente al corazón. Por eso intentaba dar suavidad a su voz y mágico encanto a sus palabras. Sofocando su cólera, dejaba que hablase la conmovedora piedad. Diríase de ella que intentaba enternecer y cristianizar al Demonio con las súplicas que se dirigen a los santos. Sus manos aparecieron cruzadas en el ventanillo.

-Tilín, Tilín -le dijo-. Yo te juro por Dios que es mi padre y por nuestro glorioso patriarca Santo Domingo, que si me dejas y te vas, no te guardaré rencor, no tendré de ti malos recuerdos... al contrario los tendré buenos, muy buenos... A nadie diré que pegaste fuego a San Salomó; a nadie diré que en la confusión del primer momento y cuando bajé huyendo de las llamas, me cogiste, me amordazaste y me sacaste por la puerta del locutorio, cuando el fuego y el humo permitían aún pasar por allí. A nadie diré que me ocultaste después en una casucha que hay fuera de la puerta del Travesat, donde tú y otros bandidos como tú, digo mal, bandidos no, sino alucinados, me tenían preparado el suplicio de este coche. A nadie diré que luego me has traído a este viaje horrible que no sé dónde terminará; no diré nada... tendré buenos   —269→   recuerdos de ti, me acordaré de tu amistad, de tus buenos servicios; todos los días, todos, cuando me arrodille delante del Señor Sacramentado para pedirle por los pecadores, pediré a Dios que te quite esos malos pensamientos y te de otros buenos y cristianos que lleven tu alma al cielo, donde me volverás a ver... sí me volverás a ver.

Esta idea debió parecer eficaz a la dominica, porque la repitió después de una pausa, añadiendo:

-Me volverás a ver, me estarás viendo por toda una eternidad.

Tilín no dijo nada. De pronto detuvo el coche. El corazón de Sor Teodora, al sentir aquella pausa en su tormento físico, palpitó de emoción y esperanza.

Pero Tilín se había detenido para prestar atención a un rumor lejano que a su espalda había creído sentir, y quiso cerciorarse de él.

-Sí -pensó después de un minuto de atención-. Viene gente a caballo, y no debe de ser poca según el ruido que hace.

El sacristán diablo pareció un momento turbado; pero al punto halló en su grande ánimo la iniciativa y la prontitud de ejecución que le distinguía en los lances de difíciles.

-Tilín -añadió la señora- ¿no oyes lo que te he dicho? Ten compasión de mí, acuérdate   —270→   de aquellos días en que asistiéndote en tu enfermedad, te salvé esa vida que ahora vuelves contra mí. Tú eras entonces un niño, yo una joven. Ahora soy una vieja. ¿Qué quieres de mí? Por Dios y por tu madre, hijo mío, ¿a dónde me llevas? ¿Qué horrible viaje es este?

-En la Cerdaña -dijo Tilín con nerviosa agitación- en lo más alto, en lo más enriscado, en lo más solitario, en lo más montuoso, allí donde están libres los osos, y donde nacen los torrentes, tengo yo una casa...

-¡Y allá me quieres llevar, bandido! -exclamó la dama con desesperación, no pudiendo reprimir la cólera-. No, yo gritaré y alguien me oirá... Esto no puede seguir. ¿No hay almas caritativas aquí? ¿Se ha acabado el mundo? ¿Es posible que no me favorezca Dios? ¡Dios, Dios mío!... ¿Tantos son mis pecados que merezca este horrible infierno en vida?

Tilín, muy temeroso por aquel ruido de tropa que había sentido, volvió a azotar al caballo, y desviándose del camino por una colina pelada que a la derecha había, dijo para sí:

-Me ocultaré en el monte hasta que pase esa tropa. Por aquí está si no me engaño, el convento arruinado de Regina Cœli donde sólo viven dos clérigos pobres que piden limosna. No sería malo intentar congraciarme con ellos... Necesito un sitio seguro donde pasar el   —271→   día de mañana. ¿Qué hora es? próximamente las doce. Este maldito coche es el estorbo de los estorbos. Si pudiera llevarla a caballo... Necesito cuatro jornadas que es preciso hacer de noche y tres descansos por el día, uno aquí o en Vilaplana, otro en Nargo, otro en Querforadat, para de allí subir a mi casa. ¡Maldito coche!... Alas, alas es lo que yo quisiera. Sólo mi fuerza de voluntad que jamás se acobarda es capaz de intentar este viaje con tales obstáculos... Si triunfo, Lucifer tendrá que darme tratamiento de Excelentísimo Señor.

El coche avanzaba lentamente, porque el camino era casi impracticable en la oscuridad de la noche. De pronto oyose un estallido metálico, seco, y el coche se hundió cayendo sobre un costado. Sor Teodora dio un grito, y Tilín lanzó un apóstrofe que habría hecho estremecer de espanto a cielo y tierra, si la tierra y el cielo se afectaran por las vanas palabras del hombre. El eje del coche se había roto.

-¿Lo ves, lo ves? -dijo Sor Teodora esforzándose en reprimir su alegría-. ¿Qué quiere decir esto, Tilín? ¿No ves claros y patentes los designios de Dios? ¿No ves la mano que te ataja en tu infame camino? Tú tienes buen corazón, tú tienes conciencia, aunque ahora está   —272→   muy perturbada. Considera, hijo; reflexiona...

Al mismo tiempo que esto decía dulcificando su voz, temblaba interiormente de miedo, pensando que aquella contrariedad exasperaría al malvado inspirándole quizás alguna violencia horrible. También ella oyó entonces el ruido de hombres a caballo y puso atención invocando mentalmente a Dios para que en tan apretada ocasión la amparase. Tilín que oía también con toda su alma, rugió así:

-¡Por las uñas y rabo del Otro! Es la partida de Garrote que salió esta tarde de Solsona.

Después miró su coche que yacía en tierra como un buque recién naufragado. Abriendo la portezuela, ayudó a salir a Sor Teodora, cuyos molidos huesos apenas le permitían moverse. La dama dio algunos pasos para probar si funcionaban después del atroz suplicio del coche los tendones y músculos de sus piernas. Tilín dijo sombríamente:

-Esto puede remediarse. A una legua escasa de aquí está el herrero Gasparó Cort que tiene ejes de coche. Si tiene ejes, iré, traeré uno antes del día, y seguiremos nuestro camino.

-¡Y yo, insigne mentecato -gritó Sor Teodora viendo que su situación mejoraba extraordinariamente- te esperaré aquí tan tranquila   —273→   como si estuviera en la celda de mi convento! A fe que eres simple. Esto ha concluido. Déjame en paz.

Tilín comprendió lo descabellado de su plan en lo relativo a buscar un nuevo eje, como no lo forjara con un hueso de su cuerpo en la fragua de su corazón. No había más remedio que dar por concluido el viaje, pensando cristianamente en la intervención de la Providencia para salvar a la digna señora del riesgo en que estaba. Pero Tilín, enérgicamente apasionado y delirante, antes que en Dios pensaba en los demonios que guiaban sus pasos y silbaban en sus oídos palabras enloquecedoras y le ponían delante de los ojos fantasmas y espectáculos de gran atractivo para él.

-No, no, señora -exclamó de súbito, asiendo la mano de su víctima con extraño vigor-. Esto no ha concluido. Un hombre como yo no se deja vencer por un eje roto.

Sor Teodora al sentir la mano de hierro que la sujetaba como las tenazas de Satanás sujetarían al precito sobre la caldera hirviente, encomendó su alma al Señor. La oscuridad y silencio del bosque cercano diéronle grandísimo pavor; pero evocando las fuerzas todas de su alma, decidió hacer frente a los mayores peligros, desplegando los recursos de su voluntad, de su astucia y aun de su vigor físico,   —274→   que no era despreciable a pesar de ser mujer y monja.

-Tilín -dijo con grave acento-. Por malvado y pervertido que seas, no podrás desconocer que la voz de Dios acaba de hablarte, que su mano te ha detenido en tu criminal carrera.

El criminal no decía nada; pero apretaba más la mano preciosa, como el avaro oprime su tesoro temiendo que se le escape. Fijaba sus ojos con terrible expresión de duda en el suelo.

-¡Tilín, Tilín! -añadió la monja, que había comenzado a comprender la posibilidad de ablandar aquel bronce-. ¿No me oyes? ¿Piensas en Dios, en tu crimen, estás mirando a tu horrible conciencia? Por Dios y su Santa Madre, déjame y sálvate, sálvate, hijo mío, de la condenación eterna.

Cuando esto decía oyose el tañido de un esquilón que sonaba muy cerca, en el bosque.

-¿Qué campana es esta?

-La de Regina Cœli, la de Regina Cœli -gritó Tilín hiriendo el suelo furiosamente con el pie.

-¡Es un convento, un asilo! -dijo ella-. ¡Dios mío, has venido en mi ayuda!

Y la monja empezó a rezar. Pero Tilín le apretaba aún la mano.

  —275→  

Oyose entonces a muy poca distancia el ruido de gente a caballo que poco antes obligara a Pepet a apartarse del camino.

-¡Gente de armas! -balbució Sor Teodora de Aransis inundada de gozo-. ¡Me he salvado!

-El Demonio, sí, el Demonio es quien me ha jugado esta mala partida.

-Suéltame, ladrón -dijo la dominica recobrando su entereza y dueña ya de la situación-, suéltame.

Sacudió la mano gritando: -¡Socorro!

-Basta, basta -gruñó Pepet soltando la mano.

La monja dio algunos pasos hacia donde sonaba el esquilón, y Tilín corrió hacia ella.

-Es usted libre -le dijo-. Pida usted hospitalidad a los frailes de Regina Cœli... Me confieso vencido. El Demonio se ha reído de mí.

-No me sigas, malvado, no me sigas.

-¿Qué pensarán de una religiosa que se presenta sola, a estas horas, pidiendo asilo en un convento de frailes?

La monja se detuvo.

-¿Qué importa? -dijo-. Todo antes de estar en tu poder, monstruo. No me sigas.

-Yo también quiero pedir hospedaje en Regina Cœli, yo también: estoy cansado.

Pero Teodora había adelantado y no le   —276→   oía. Corriendo entre los árboles, perdiose por un momento; pero al fin pudo salir a donde se veía la oscura mole de Regina Cœli. El esquilón seguía tocando. La dama vio una puerta y en la puerta luz, y esta luz iluminaba una figura, un hombre, un fraile, cualquier cosa... Sin vacilar corrió hacia él.




ArribaAbajo- XXVII -12

-¡Una monja! -exclamó con asombro el que estaba en la puerta, que era un viejecillo tembloroso y caduco, empaquetado dentro de una sotana, y que ni aun parecía tener fuerzas para sostener la linterna con que se alumbraba, y cuyos rayos caían principalmente sobre la pechera encarnada de un segundo personaje vestido con uniforme militar.

-¡Una monja! -repitió este, antes de que la de Aransis tuviera tiempo de exponer el objeto de su peregrina visita.

-Sí, una monja -dijo ella- una pobre monja de San Salomó, que se ve obligada a pedir auxilio a los religiosos, caballeros, militares o quienes quiera que sean los habitantes   —277→   de esta casa... Pero si no me engaño estoy hablando con el Sr. D. Pedro Guimaraens.

-El mismo, señora -repuso el bravo coronel quitándose galantemente el sombrero y dirigiendo hacia el semblante de la religiosa los pálidos rayos de la linterna-. Me parece que estoy viendo a Sor Teodora de Aransis.

-Esa soy yo... Usted no comprenderá mi presencia aquí -dijo muy turbada la dama, como quien aún no ha inventado bien la mentira que va a decir-. Ya sabe usted que anoche nos quemaron el convento... Yo iba a casa de mis tíos, a Balaguer, porque me encuentro muy enferma... ¡cosa tremenda!... el coche en que iba se ha roto... roto el eje... me vi sola en medio del camino... sola no... con el criado de mis tíos.

-No se necesitan más explicaciones para dar alojamiento a la buena madre -declaró Guimaraens menos atento a las cuitas de Sor Teodora que al ruido de caballos que cerca se sentía-. Yo estoy aquí cumpliendo un deber militar por encargo del conde de España... ¿Sabe usted?... Este sitio es el mejor para cortar la comunicación de los valles del Cardoner con la Conca de Tremp... Estoy aquí con un pequeño destacamento esperando las fuerzas que han de llegar a la madrugada...

Y volviéndose al frailecillo, añadió:

  —278→  

-Nuestro bendito padre Martín de la Concepción se ha cansado de tocar la campanilla, y es preciso que no cese de tañer en todo momento para que la brigada pueda dirigirse aquí sin equivocarse, porque esos niños de Madrid no conocen estas tierras... Que toque, que siga tocando... Pues sí, señora mía, aquí podrá usted reposar hasta mañana. No hay comodidades de ninguna especie, ¿verdad Padre Juanico?

-No importa -dijo la dominica entrando en el atrio-. Me basta con hallarme en lugar seguro.

-Y dispénseme la reverendísima madre -indicó D. Pedro haciéndole otra cortesía sombrero en mano- que no la acompañe en este momento, porque siento ruido de caballerías y si al principio me parecía tropel de arrieros que iban al mercado de Castellnou, ahora me parece una partida fugitiva que pasa.

-Vaya su excelencia -dijo el frailecillo-. Yo acompañaré a la reverendísima madre a la única habitación que tenemos para cuando se nos presenta algún forastero... ¿No ha traído la señora la servidumbre? ¿No ha venido con la señora alguna otra madre, o un par de madres, o media docena de madres?

Incapaz de responder a estas preguntas, la monja calló, dejándose guiar por el padre Juanico. En el ruinoso patio sintió rumor   —279→   de soldados que jugaban o cantaban coplas tendidos en el suelo. Tan aturdida estaba la buena madre, que no había formado aún juicio alguno sobre su nueva situación, si bien se veía segura y salva por el respeto que entonces infundía a la gente armada el hábito religioso. Érale sí forzoso desplegar un poco de ingenio para explicar su presencia en Regina Cœli sin ocasionar interpretaciones malignas, y para hacerse trasladar a Solsona sin peligro de caer de nuevo en los terribles brazos del dragón que la perseguía.

D. Pedro salió a toda prisa acompañado de algunos soldados, mientras el padre Juanico guiaba a Sor Teodora por un claustro medio derruido, siendo preciso mucho cuidado para no tropezar en las piedras que obstruían el paso.

-Esta casa, señora -dijo el caduco fraile- está así desde la acometida de los franceses el año 10. Regina Cœli era una casa de clérigos regulares. ¡Ah! entonces éramos treinta y cinco, ya no somos más que dos, el padre Martín de la Concepción y un servidor de Vuestra Maternidad reverendísima... Creo que ha sido horrible eso de San Salomó.

El padre Juanico se detenía a cada seis pasos para contemplar el rostro de la señora, y alzando no sin esfuerzo su cabecilla flaca y colgante,   —280→   obsequiaba a la monja con una sonrisa senil harto grotesca.

-Sólo dos, señora -añadió alumbrando el piso lleno de piedra-. Vivimos de limosna... vivimos tranquilos, esperando la muerte que ha de asemejamos a estos escombros, a estas piedras, a este cadáver descompuesto de Regina Cœli. Lo poco que aún vive de Regina Cœli será polvo también... Pues como decía a la señora, los dos hermanos vivimos aquí tranquilamente, es decir, vivíamos tranquilamente hasta esta noche a las diez, hora menguada en que se nos metió por las puertas el señor D. Pedro Guimaraens con sesenta soldados de Su Majestad... ¡Linda noche nos ha dado!... Al pobre Martín de la Concepción lo tiene desde hace dos horas tocando la esquila... y no quiere que se canse el buen hombre, sino que toque y toque... Estos demonches de militares son muy déspotas, señora... Cuidado no tropiece usted en la losa de ese sepulcro... Por aquí, señora, por aquí... y aún falta lo mejor. Esos toques de la esquila son para avisar a una brigada entera, a una brigada de demonios uniformados que vienen a tomar posesión del convento... Estamos lucidos... ¡Venir a turbar a dos pobres religiosos moribundos que esperamos por instantes la última hora!... En fin, paciencia nos de Dios. Aceptemos este cáliz no tan amargo   —281→   como el que supo apurar Su Divina Majestad en la noche de su pasión... El pobre hermano Martín se ha cansado otra vez de tocar... En fin, señora, esta es la única habitación que podemos ofrecerle a Vuestra Maternidad reverendísima para que pase la noche... Iré a ver si han llegado los de la servidumbre de Vuestra Maternidad reverendísima.

-¡Esta es la habitación!... -exclamó llena de asombro la madre Teodora de Aransis contemplando las desnudas paredes de una sala inmensa, helada, vacía, con el techo agujereado y el piso hecho de escombros.

-No tenemos otra. En cuanto a lecho para dormir no espere Vuestra Maternidad que se lo ofrezcamos, porque no lo tenemos. Martín de la Concepción y yo dormimos en el suelo.

La madre volvió a mirar no menos espantada que la vez primera el antro en que se hallaba. Un pedazo de altar y un rimero de tablas carcomidas eran los únicos asientos. Algunas piedras sepulcrales llenas de escudos e inscripciones formaban apiladas como una especie de mesa.

Aterrada en el primer momento, Sor Teodora se serenó pronto comprendiendo que no estaba en el caso de pedir gollerías.

-Está bien, reverendo hermano -dijo-.   —282→   Déme usted una luz y ayúdeme a cerrar estas ventanas.

-Estas dos ventanas no se pueden cerrar -dijo el frailecillo con burlona sonrisa-. Tampoco se cierra la puerta, en una palabra, madre reverendísima, aquí no se cierra nada. En Regina Cœli no hay llaves, ni cerrojos, ni trancas, ni candados. Puede vuestra maternidad entornar las puertas y afianzarlas con un palo. Como no hay viento no se abrirán... Traeré la luz al momento.

Largo rato estuvo sola y a oscuras la buena monja embebida en hondas reflexiones sobre su situación, y ya se impacientaba de la oscuridad cuando volvió el padre Juanico tan apresurado como sus piernas medio muertas se lo permitían. Puso una lámpara de cobre sobre el montón de piedras sepulcrales que hacían las veces de mesa, y dejándose caer sobre un madero, dijo suspirando:

-Déjeme Vuestra Maternidad que descanse un ratito... no puedo tenerme... Este renegado de Guimaraens va a quitarnos la poca vida que nos queda... ¿Oye usted? todavía repica el desventuradísimo Martín de la Concepción... ¡Ay! cómo me canso, señora, con estas idas y venidas. A estas horas estaríamos el hermano y yo roncando riquísimamente sobre nuestras tablas si esos Barrabases no se nos hubieran metido   —283→   aquí... Y lo que falta, pues, y lo que falta.

-Paciencia, hermano -dijo la dominica sentándose también.

-Pues como iba contando -prosiguió el fraile demostrando menos cansancio de lengua que de piernas-, esos hombres a caballo que iban por el camino eran los de la partida de Garrote que hace días pasó para Solsona y ahora se vuelve a su país. El señor de Guimaraens les ha quitado algunas armas y les ha dejado seguir. Llevaban consigo un prisionero, un hombre malvado de esa infame ralea de jacobinos. Es, según dicen, el que pegó fuego a San Salomó.

Sor Teodora suspendió tan bruscamente sus reflexiones que se la habría creído picada por el aguijón de una víbora. Clavó los negros ojos en el rostro excesivamente maduro y pasado del padre Juanico que alentado por la atención que a sus palabras se prestaba, añadió:

-Garrote que va en retirada y sin armas ha dejado aquí al prisionero para que el señor de Guimaraens haga un poco de justicia. ¡Hace tanta falta en estos tiempos!... Le van a fusilar.

Sor Teodora se levantó. Un lúgubre rumor que en el patio se oía llamó vivamente su   —284→   atención. Miró por la ventana que al patio daba.

-Ahí le llevan -dijo el fraile señalando al patio donde se distinguían grupos moviéndose con algazara-. Le van a meter en la cueva, en lo que era panteón y ahora nos sirve de leñera.

Sor Teodora no vio más que sombras, pero comprendió lo que pasaba. El corazón se le salía del pecho latiendo con desusada violencia.

-Adiós, señora, que pase Vuestra Maternidad reverendísima buena noche -dijo el padre Juanico tomando su linterna-. ¡Ah! me olvidaba de advertir a Vuestra Maternidad que el Sr. de Guimaraens pasará a verla. Me lo ha dicho. Sin embargo estará muy ocupado en toda la noche. Parece que ya llega la brigada que esperaban... ¡Gracias a Dios que descansa el pobre Martín!... Buenas noches... He visto entrar a varios paisanos... la servidumbre de Vuestra Maternidad reverendísima.

-Yo no tengo servidumbre -dijo Sor Teodora bruscamente.

-¿Ha venido Vuestra Maternidad sola? -exclamó el padre Juanico desplegando toda la piel de los ojos.

-Sola, sí, sola -afirmó la dama con energía sin pensar en su reputación.

  —285→  

El padre Juanico iba a persignarse, pero no se persignó. Creyó que debía marcharse... y se marchó.

La de Aransis dio algunos pasos hacia la puerta, después retrocedió... Llevose las manos a la cabeza, cruzolas después. Puede afirmarse que en los treinta y dos años de su existencia no había conocido su alma un afán tan grande. Tan grande era, que la última aventura de Tilín le parecía cosa lejana, indigna de fijar su atención, y en verdad aquel drama terrible, puramente externo y que en nada afectaba a sus sentimientos, le parecía muy menguada cosa en comparación de la íntima sacudida que ora sentía en su alma.

Tan absorta estaba, tan atenta a sí misma, que no observó que era espiada. Fuera de la ventana abierta a un segundo patio lleno de ruinas, un espantajo negro la vigilaba. Ella no veía el brillo verdoso de los ojos del búho acechando su presa.




ArribaAbajo- XXVIII -

Sí, aquel tenaz guerrillero D. Carlos Garrote, cuya cólera hirviente, cuyas palabras   —286→   amenazantes encerraban un gran fondo de rectitud, porque anunciaban su odio a las intrigas y a las transacciones indecorosas, tuvo que abandonar parte de sus armas en Regina Cœli. Habría sido petulancia sostener un combate. Él no se sometía; pero se retiraba de la lucha. No disparaba un tiro en contra de la causa apostólica; pero tampoco en pro del Rey, cuya doblez conocía como nadie. Deferente y cortés con D. Pedro Guimaraens a quien por sus altas cualidades apreciaba, no sólo le entregó algunas armas, sino también un valioso prisionero, y después de recomendarlo al señor coronel con la mayor eficacia, siguió adelante, para buscar por la Conca de Tremp el camino de Aragón.

No estaba a cien varas de Regina Cœli cuando su pequeño ejército inerme fue detenido por otro armado y relativamente grande. Era la brigada que esperaba Guimaraens, y que había sido mandada por el conde de España para ocupar Regina Cœli. Guimaraens a quien España dio el día anterior pequeñas comisiones, fue encargado de ocupar previamente a Regina Cœli, en la previsión de que alguna pequeña partida se apoderase de punto tan conveniente, y de esperar allí a la brigada. El aviso de la campana fue cosa convenida entre el jefe de esta y Guimaraens.

  —287→  

Garrote sabía que probablemente encontraría aquella tropa, sabía también quién la mandaba, y así con la esperanza de refrescar cordiales y antiguas amistades, luego que las avanzadas le detuvieron, preguntó:

-¿En dónde está el jefe? ¿En dónde está mi amigo queridísimo el Sr. D. Francisco Chaperón?

Fuele respondido que no lejos venía, y poco después el valiente soldado navarro y el antiguo presidente de la Comisión Militar Ejecutiva se daban estrechísimo abrazo en mitad del camino, alargando cada cual el cuerpo sobre el caballo, de modo que por un instante parecieron un solo hombre sobre dos brutos.

-Por vida del Santísimo Sacramento -dijo el brigadier13- que no creí tener sorpresa tan agradable. Sabía que andaba usted por estos barrios... ¿Y a dónde se va? Supongo que en retirada.

-Me voy a mis montañas, me voy sin armas, sin ilusiones, sin esperanza por ahora... Han querido meterme en intrigas, y enlodarme con estos inmundos arreglos, y... me voy, me voy. ¡Esto es una farsa, Sr. D. Francisco; pero qué farsa!

  —288→  

-Hombre, ¡qué diantres! ya sabemos que en el mundo, todo es farsa... Pero ¿a qué conducía esta guerra? Francamente, hablemos como hombres formales... más adelante, no digo que no; pero ahora... ¡Vaya con las diabluras catalanas! Es preciso sofocar esto, echarle tierra a todo trance, antes que tome vuelo, porque si no se aprovecharán de ello los liberales. Es lo que yo digo: divídase el partido del orden y tendremos a los masones tirándonos de la nariz...

-Los liberales tienen poco que ver en este negocio.

-¡Qué error! Por dondequiera que vamos recibimos la noticia de tramas horribles. Ellos son los que con halagos y promesas inclinan a los guerrilleros a no someterse. Yo le digo al conde de España: «Señor conde, mientras quede uno de esos, no tendremos paz en el reino», y el conde es de mi opinión. A veces me dice: «Chaperoncillo, aquí hay que amenazar a un lado y dar a otro», y yo soy también de esa opinión. Estoy contento de haber enviudado de aquella endiablada Comisión que me dio tantos disgustos, y de haberme casado con esta guerra. Me gustan los campamentos más que las oficinas, y nuestro jefe me agrada mucho. Es riguroso, y hace cumplir la ordenanza con crueldad; pero eso es bueno, eso es bueno. También   —289→   sabe premiar a los que sirven con celo y a los que ejecutan sus órdenes con prontitud y sin vacilaciones... Con que, amigo mío... Por vida del Santísimo Sacramento, estoy por decirle a usted que vuelva grupas y me acompañe a Regina Cœli, que ya debe de estar cerca... allí echaremos una copa y fumaremos un cigarro.

-No puedo, Sr. D. Francisco... Regina Cœli está a dos pasos: allí descansará usted. Por cierto que le he dejado a usted allí un buen regalo.

-¿Algo de cena? -dijo D. Francisco haciendo con su mano en las inmediaciones de la fiera boca, el gesto vulgarísimo que denota buen apetito.

-Nada de eso.

-¿Pues qué?

-Un liberal.

-¿Y para qué quiero yo un liberal, como no sea para fusilarlo?

-Precisamente para eso.

-¿Sí? Por vida del... ¿Y quién es?

-Un gran delincuente. Anoche le cogimos in fraganti. Había pegado fuego al convento de San Salomó en Solsona.

-Hombre, ¡qué alhaja! Para encontrar estos primores no hay otro como usted.

-Vino a España enviado por los de Londres   —290→   para tejer una de tantas conspiraciones. Es pájaro de cuenta: le conozco hace tiempo. Es de los que figuraron cuando las Cabezas... Después anduvo en masonerías y comunismo.

-¡Preciosísimo!

-Es paisano mío. Se llama Salvador Monsalud.

-Yo he oído ese nombre, lo he oído.

-Le han oído todos los que en Madrid asistieron a los infames escándalos de los tres años.

-¿Y está allí, en Regina Cœli?

-La verdad, no quise dejarle en Solsona porque no tengo confianza en la gentuza que queda allá. Es probable que le dejaran escapar. Después tuve intención de fusilarle en el camino; pero Sr. D. Francisco, yo soy buen católico y no me atrevo a matar a un hombre cuando no puedo darle los auxilios religiosos... Mis creencias no me permiten quitar a un hombre, por malvado que sea, la probabilidad de redención, y aunque este sea de los que merecen morir como perros, yo... no quiero cuestiones con mi conciencia... ¿He hecho bien?

-Perfectamente: si es usted al mismo tiempo un bravo soldado y un doctor de la Iglesia. Para casos como este tengo yo mis capellanes, que despabilan un par de reos en diez minutos.

  —291→  

-Hay dos curas en Regina Cœli.

-El negocio corre de mi cuenta -dijo don Francisco demostrando gran impaciencia.

-¿Confío en que usted castigará al mayor de los criminales?...

-¡Hombre, qué idea! Pues si así no lo hiciera... Además de que me gusta arrancar la mala yerba que encuentro en mi camino, soy hombre que no está dispuesto a recibir reprensiones del general en jefe, y le juro a usted que si el conde supiera que yo después de tener en mi mano un pájaro del plumaje de ese caballero masón le había de dejar escapar... vamos, no quiero pensarlo. Yo creo que me mandaría dar palos como a un recluta. Usted no conoce bien a ese insigne defensor de la Monarquía. ¡La ordenanza, el exterminio de la gente negra! Estos son los polos sobre que gira el grande espíritu del conde de España... Dicen que Su Excelencia está loco: yo no le tengo por tal, sino por muy cuerdo, y con media docena como él bastaba para arreglar el mundo.

-Es hombre que no perdona una falta ni a Cristo Sacramentado.

-Ni a la Santísima Trinidad. Hombre más inexorable no se ha visto ni se verá. Cuando su hijo no se levanta temprano, el conde manda una banda de tambores a la alcoba... entran despacito, se colocan junto a la cama   —292→   y de repente... ¡purrum! rompen generala, y así el muchacho se despabila y salta hasta el techo. Pues digo, cuando D. Carlos encarga a su hija algún trabajo de aguja, ya puede andar lista y acabarlo para cuando su padre le ha dicho, porque si no me la pone de centinela en el balcón con la escoba al hombro dos, tres, cuatro horas, según el caso. No tiene consideración ni con su señora la condesa... Ya podía descuidarse un día en ponerle tal o cual plato que le gusta. La manda arrestada y la tiene cinco o seis días sin salir del cuarto con un oficial de guardia a la puerta.

-Eso me parece extravagante.

-Pues yo no opino lo mismo, es preciso que el hombre del día sea muy enérgico. Los lazos del poder se van aflojando mucho y llegará día en que no haya disciplina ni autoridad, y héteme aquí a la sociedad desquiciada por completo. En España hacen falta hombres así, desengáñese usted, Carlos... ¡Si no, a dónde vamos a parar! Dicen que el conde está loco. Ya quisieran más de cuatro tener su juicio. ¡Por vida del Santísimo!... Lo que tiene es muchas agallas. Es el único hombre a quien veo con capacidad bastante para acabar con el bando liberal. Y no se para en pelillos mi señor conde. Marchando despacito con su ejército va barriendo el país; lo va barriendo, sí, a fusilazos.   —293→   Como nos dejen no quedará uno para muestra... Figúrese usted que él llega a un pueblo, sale a pasear por las calles y a todo el que encuentra le detiene y le dice: «enséñame el rosario». Como no se lo enseñe va derecho a la cárcel. ¡Ay de los que sean conocidos por sus opiniones! Esos no van a la cárcel: van a otra parte de donde no se vuelve... Yo no soy de los que opinan que España es un hombre cruel y sanguinario... no, señor, todo es relativo. Hay que ver cómo está nuestro país, podrido de malas ideas. Es preciso que esta guerra corte y ampute y despedace y descuartice. ¿No cree usted lo mismo?

-Lo mismo.

-¡Cruel y sanguinario! Pues yo sostengo que es un hombre de bonísimos sentimientos, muy pío y temeroso de Dios. Me consta que confiesa y comulga todas las semanas. ¡Con qué miramientos trata a los señores clérigos y frailes! Yo le he visto en la iglesia dándose golpes de pecho como el mayor pecador del mundo. Me han dicho que tiene éxtasis y que usa cilicio14... Pero le estoy deteniendo a usted demasiado con mi charla... Es tarde.

-Sí, Sr. D. Francisco, y quiero llegar mañana a la Conca. Mucho me place la compañía; pero es preciso que nos separemos.

-Hombre -dijo Chaperón con acento campechano-.   —294→   Yo creo que algún día nos hemos de ver peleando juntos por una misma causa.

-También lo creo.

-Venga un abrazo.

Los dos hombres se acercaron el uno al otro, y dos corazones de tigre latieron juntos unidos por un abrazo. Al separarse, Chaperón le dijo:

-Gracias por el regalo.

-Me olvidaba de una advertencia -indicó Garrote deteniendo un instante su caballo-. Ese Sr. D. Pedro Guimaraens que está en Regina Cœli me parece un poco débil y amigo de contemplaciones.

-¿Sí?... ya le arreglaré yo.

-Puede que le hable a usted de perdonar al reo. Es hombre de mimos y blanduras.

-¿Sí? a buena parte viene. Ya le leeremos la doctrina a ese señor.

Los caballos se encabritaron, emprendiose la marcha y Garrote gritó desde lejos:

-Es preciso ser inexorable.

Chaperón se echó a reír, y su carcajada confundíase con el piafar de los caballos. Más lejos ya, el furibundo cabecilla repitió:

-Inexorable.

Después se oyó el tumulto de las voces de mando, y la tierra trepidaba con el violento pisar de hombres y brutos. El murmullo del   —295→   ejército en marcha se oía a larga distancia, como el zumbido de un gran enjambre invasor que iba conquistando lentamente el espacio oscuro. El tañido de una esquila les guiaba llamándoles hasta que dieron en el portalón de Regina Cœli.

Fue recibido el señor brigadier por D. Pedro Guimaraens, que le condujo adentro, mientras los subalternos daban órdenes para alojar y racionar a las tropas. Mostrose muy seco y disciplinario Chaperón, el cual cuando se vio en su dormitorio dijo al coronel que él no había venido a Cataluña a hacer niñerías, que él pensaba en todo y por todo inspirarse en las ideas del general en jefe D. Carlos España, y que prohibía absolutamente al D. Pedro hablar de clemencia y enternecerse como una cómica que representa el drama sentimental. Dicho esto se paseó por la desmantelada sala y dijo que no habiendo camas dormiría en una silla, pues hombres como él no necesitaban finuras. Mandó que le trajesen un jarro de vino, un pan y la carne fiambre que traía en su valija, y puesto el mantel sobre un arca vieja, invitó a Guimaraens a que le acompañase con otros dos coroneles en su frugal cena. Hízolo D. Pedro, aunque no tenía gana, y Chaperón engullendo y bebiendo con apetito, no daba paz a la lengua. Era preciso convencerse   —296→   de que él era inexorable, absolutamente inexorable, de que estaba decidido a corresponder a los deseos del conde de España, su jefe y amigo. A los apostólicos que se sometieran, les perdonaría: eran alucinados y no criminales; a los jacobinos y masones les aplastaría sin piedad. Ya sabía él que en Regina Cœli estaba un gran criminal que debía terminar sus días en la mañana próxima, y como él era absolutamente inexorable contra los enemigos de la sociedad, prohibía al Sr. Guimaraens que le hablase de compasión, porque hombres como él no se ablandaban con suspirillos. Aunque D. Pedro respondía a todo afirmativamente, aún no parecía satisfecho el ogro, y ponía por testigo al Santísimo Sacramento de su decidido entusiasmo por lo absolutamente inexorable.

Asomose después al balcón que daba al gran patio o explanada de ruinas, y al retirarse dijo:

-¡Qué negro está todo! Señor coronel Guimaraens...

D. Pedro se puso a sus órdenes.

-Mañana a las seis en punto, forma usted el cuadro en ese patio y me fusila usted al jacobino. A las seis en punto. Yo quiero verlo desde este balcón; sí, quiero verlo con mis propios ojos.

  —297→  

Diciendo esto acercaba dos de sus dedos a los ojos y se estiraba los párpados inferiores, mostrando redondas y saltonas las córneas, bordadas de un cerco sanguinolento; después se sentó en una silla, estiró las piernas, apoyando el brazo derecho en el respaldo y la cabeza en la palma de la mano.

-Voy a dormir un rato. Son las tres. Que me llamen a las seis menos cuarto.

Retiráronse todos y el ogro quedó roncando. Guimaraens fue a dar órdenes, y después de pasar largo rato en las cuadras bajas hablando con los oficiales que estaban a sus órdenes, recordó que Sor Teodora de Aransis le había mandado llamar poco antes. Gozoso de ser útil a tan insigne señora, corrió a la caverna donde estaba y por espacio de media hora larga conferenció con ella. Lo que hablaron no lo sabemos; pero quizás lo adivine el que siga leyendo.




ArribaAbajo- XXIX -

D. Pedro salió muy cabizbajo. Cuando la señora se quedó sola, sentose sobre las piedras sepulcrales y apoyando el codo en una tabla y   —298→   la frente en las coyunturas de su mano cerrada cual si empuñara un arma, estuvo largo rato inmergida en profunda meditación. Su alma sentía una ansiedad hasta entonces desconocida, como no tuviera su semejante en las vagas ansiedades de aquel amor místico que la inflamó durante los primeros días de su vida en el convento. Se preguntaba qué razón había para aquel interés por cosa que tan poco debía importarle: pero no podía darse respuesta satisfactoria. Trató de vencer aquel afán; pero contra este enemigo terrible eran débiles las armas de la razón, que hiriéndole sin matarle, le irritaban más. El enemigo se asentaba al mismo tiempo en su imaginación y en su corazón, aunque más parte ocupaba de aquella que de este.

En su mente había una idea, inmutable, aterradoramente fija y clara, la cual le ponía delante como la mayor de las desgracias y de las injusticias posibles, el sacrificio del hombre encerrado en las mazmorras de Regina Cœli. No podía de ningún modo asentir a que pereciese aquella figura airosa y gallarda, aquel semblante varonil, aquel mirar dulce y penetrante, aquella discreción y urbanidad de lenguaje, aquella nobleza que en toda su persona resplandecía, aquel misterio de su vida y de su entrada en el convento, la violencia   —299→   misma de su aparición seguida de manifestaciones hidalgas, aquel no sé qué de semejante hombre que había despertado súbitamente un interés muy vivo en el alma de Sor Teodora de Aransis. Ella protestaba contra la calumnia de que fuera incendiario de San Salomó. Tan grande injusticia poníala furiosa.

No tenía serenidad suficiente para considerar lo anómalo de sus sentimientos. Después de doce años de claustro, de calma y de tibia y rutinaria devoción, Teodora de Aransis perdía toda su entereza y su paz espiritual por la presencia de un desconocido. Quizás era ella menos monja de lo que parecían indicar sus doce largos y monótonos años de claustro; quizás aquel período lento y pesado como un sueño de embriaguez, había sido tan sólo un verdadero sueño, un sueño estúpido del cual la despertaba la voz de un hombre; tal vez la verdadera juventud de la hermosa dama comenzaba en aquel instante, y quizás, quizás el grito de terror proferido al ver profanada su casta celda por el aventurero, fue la última palabra de su niñez.

Contra esta idea desfavorable protestó la razón de la virgen del Señor, diciéndose: -No, es lástima, nada más que lástima lo que siento.

Pero una lástima profunda, abrasadora, una lástima que le hacía olvidar los sucesos de   —300→   las últimas horas, las llamas de San Salomó, su rapto, el viaje con Tilín, y le hacía olvidar también sus doce años de claustro. Creeríase que todos los deseos, todas las ilusiones, todos los caprichos, todas las afecciones arrinconadas durante los doce años habían renacido súbitamente, y se juntaban para hacer de aquella lástima un sentimiento sublimemente cariñoso. De mil cachivaches olvidados y perdidos en los repliegues de una vida oscura y pasiva, la compasión hacía su acopio en un día para fundir con ellos un afecto poderoso. El filo de esta arma iba derecho contra el propio corazón de la monja, el cual se partía y se hacía pedazos, pensando en la muerte injusta de un desconocido.

Mientras meditaba no vio que en la ventana aparecía un rostro oscuro, después un busto, y que el ágil cuerpo de Tilín saltaba sobre el antepecho y se acercaba pausadamente a ella. El viento entraba en la sala, y la luz de la lámpara oscilaba como la llama de una antorcha, produciendo intervalos de claridad y sombra. Teodora no vio al dragón hasta que no estuvo delante de ella, con las manos cruzadas, inclinado el rostro. Ligera exclamación de sorpresa salió de los labios de la señora; pero nada más. La presencia de su enemigo ya no le causaba temor sin duda.

  —301→  

Sorprendiose Tilín de no ser recibido como esperaba, con exclamaciones de horror. Él daba por perdida ya su causa. Había entrado en Regina Cœli con el tumulto de tropa y paisanos, y se había deslizado entre las sombras del patio en ruinas para ver de lejos la presa que se le había escapado. No creía ya en su éxito; no tenía ilusión alguna. Sabía que su víctima estaba ya en seguridad contra él, y que un grito, una voz sola, le bastarían para defenderse, si nuevamente fuera perseguida. A pesar de esto, esperaba oír en boca de la señora recriminaciones y apóstrofes. En vez de esto Tilín halló un silencio de sepulcro y una impasibilidad sombría y taciturna.

-Soy yo, señora -dijo Pepet en voz baja- soy yo, que aun aquí, donde está la monja más segura, vengo sin temor a nada, ni a la misma muerte.

La religiosa no contestó. Parecía que más enojaba a Tilín el silencio que las recriminaciones, porque alzando la voz con violencia, añadió:

-Soy yo, señora, que si supiera que no había de salir de aquí sino hecho pedazos, no dejaría de entrar. Vengo, porque quiero decir la última palabra.

Nuevo silencio.

-La última palabra, señora -prosiguió el   —302→   voluntario realista-. He perdido la partida. Por primera vez dejo de creer en el buen éxito de mi osadía, de mi fuerza y de mi astucia. Mis diablos me han desamparado..., vencido soy. El ángel que a usted la protegía me destrozó en mitad del camino.

Tilín creía con ciega fe en esta idea de Satán abandonándole y del ángel que le acuchillaba.

-Un recurso me queda -añadió sordamente- el recurso mío, el que me gusta más.

Sor Teodora le miró. Parecía que de improviso oía con interés las palabras de Tilín. Su atención indicaba un cambio brusco en sus ideas, algo como esperanza, o presentimiento de una solución posible.

-Me queda -dijo él, animado por aquella mirada- el recurso de la muerte, que es ya mi único consuelo.

Pepet se detuvo, y la monja, mirándole con mayor interés, le dijo:

-Sigue, Tilín; ya ves que te escucho sin enfado.

-El mundo se acabó para mí. Ninguna de las ambiciones de mi alma he podido satisfacer en él. Lo miro como un lodazal de hielo en el cual no nace ni una yerbecilla... Huir de él es lo que deseo. Dos objetos han llenado mi alma y cabalgando en ella parece que la han espoleado:   —303→   ambos han sido un esfuerzo estéril y doloroso como las convulsiones del loco. Ni soldado ni amante, ni la gloria ni el amor... ¡Todo perdido! ¡Los deseos no satisfechos que son como ascuas que no puedo trocar en llamas ni tampoco en cenizas, me piden mi sangre, señora, mi sangre malvada!

Ronco por la violencia de su expresión y trémulo con las convulsiones del despecho, se clavó las dos manos en el seno. Después cayó de rodillas e hiriendo el suelo con su frente, dijo con voz angustiosa:

-Monja, dime que me perdonas y moriré contento.

La llama de la lámpara que poco antes parecía extinguida, inundó de claridad la sala. El rostro de la monja se tiñó de leve púrpura; sus ojos brillaron; no de otro modo brillan en el semblante humano las llamas de la inspiración. Sor Teodora tuvo una inspiración.

-¡Perdonarte! -dijo-. ¿Y has podido dudar de mi perdón, siendo sincero tu arrepentimiento? ¿Reconoces tu sacrilegio, tu infame conducta?

-Yo no reconozco nada -repuso Tilín con desesperación-. No reconozco sino que amo, que adoro, y que por esto sólo merezco misericordia. Mis maldades no son maldades, son mis caricias, caricias a mi modo, porque no   —304→   me es permitido hacerlas de otro modo. ¡El sacrilegio! El Diablo me lleve si entiendo esta palabra. No sé más sino que mi alma se abrasa, que pongo sobre todo el Universo a una sola persona; que esa persona me aborrece, y que no quiero vivir... Esto es lo que sé... ¡Perdón, perdón! Pido perdón, porque es lo único que espero me pueden dar; lo pido por poder decir: «Me arrojó una palabra dulce y dejó caer una lágrima de piedad sobre mi corazón envenenado». Por esto pido perdón.

-Y yo te lo doy -dijo la monja poniendo su dedo sobre la cabeza del hombre terrible.

-Esto me regocijará en la otra vida. Señora, adiós; me voy a matar.

Apartose algunos pasos, y metiéndose la mano en el pecho sacó un cuchillo. Corrió hacia él prontamente la monja, diciéndole:

-Aguarda.

Tilín extendió la mano armada, y apartando con ella la de Aransis, dijo:

-Usted que me aborrece, no podrá impedirme que me mate.

-Yo no lo impido.

-¿Se opone usted a mi muerte?

-No; no me opongo, no.

-¿Por qué?

-Porque la mereces.

-Bien, señora. Todo ha concluido -dijo   —305→   Tilín apartándose, resuelto a consumar el último crimen-. El Infierno me llama; voy al Infierno.

La monja se abalanzó a él denodada y sin miedo al arma ni a la descompuesta cara de Tilín, cuyos ojos inyectados de sangre causaban horror. Le puso ambas manos en el pecho, le miró con ternura y en tono dulce y persuasivo le dijo:

-¿Y por qué no al Cielo?

El tono y la mirada fascinaron de tal modo al dragón, que quedó extático, embelesado.

-¡Al Cielo! -murmuró.

Soltó el cuchillo. La monja volvió con apariencia tranquila a su asiento, e indicó a Tilín con una seña que se sentara también.

-Ya no hay Cielo para mí, ni puede haberlo -dijo el dragón.

-¿Por qué?

-Porque soy un malvado, porque amo lo imposible, lo que Dios prohíbe, lo que es suyo, y no puedo dejar de amarlo... ¡Oh! Mi Cielo no es el Cielo de los demás; mi Cielo sería que usted me amase y usted no me puede amar, usted me aborrece.

-¿Y si dejase de aborrecerte?

Pepet sintió en su alma un consuelo inefable.

-¿Y si te amase? -añadió la monja con   —306→   animación, pero sin dejar su acento y su expresión de melancolía.

La sensación que experimentó Tilín era como si unas manos de querubines le suspendieran en el aire.




ArribaAbajo- XXX -

-¡Oh señora! -exclamó- no juegue usted con mi corazón. ¿Y cómo ha de poder ser que usted me ame?

-Mereciéndolo.

-¿Cómo?

-¿De qué nace el amor sino de la admiración y de la gratitud? Cuando no nace de esto es fútil capricho que se va tan pronto como viene.

-¡Admiración! -dijo Tilín meditabundo-. ¡Oh! sí, es verdad. Por eso yo soñaba con ser un héroe, con realizar hazañas grandes y extender mi fama por todo el mundo, para que admirándome usted me amase.

-Pero más que de la admiración nace el amor de la gratitud -dijo la monja firme ya en su papel-, nace de la placentera dicha que   —307→   nos produce la contemplación de las virtudes y de los sacrificios de otra persona. Un acto de abnegación sublime, uno de esos actos que ponen de manifiesto la superioridad de un alma, basta a encender el amor en el corazón más frío. El mío no puede ser conquistado de otra manera, Tilín; pero conquistado así, su posesión será eterna por los siglos de los siglos.

El bárbaro guerrero contemplaba embebecido y trastornado el rostro de la dama, que tenía en aquel momento una expresión sobrehumana. De sus ojos veía Tilín que emanaba y caía sobre él una luz divina.

-¡Ay! -exclamó- si eso fuera verdad, si el mundo no fuera un centro de vulgaridad, si existiera la posibilidad de esos actos sublimes... ¿Qué no haría yo por merecer esa vida que anhelo?... Pero no, lo que me puede acercar a usted no existe.

-Sí puede existir -dijo con entereza la monja.

Después cambió de tono repentinamente. Dijo algunas palabras con desfallecido acento y algunas lágrimas brotaron de sus bellos ojos. La luz se amortiguó dejando en sombra la sala.

-¿Llora usted?

-Sí lloro... ¿No comprendes que hay en mí algo extraordinario?... ¿No me ves cambiada,   —308→   no me ves muy otra de lo que fui hasta hace algunas horas?

-Sí, y nada comprendo -dijo Tilín acercando su rostro para ver mejor el de ella.

-¡Qué has de comprender!... Mi angustia no puede comprenderse si yo no la explico... En pocas horas mi situación ha cambiado bruscamente... tengo que ocuparme de lo que antes no me inquietaba, y he tenido que olvidar mis desgracias porque he caído en desgracias mayores.

Lloraba amargamente. Armengol estaba perplejo.

-Escúchame -dijo la monja secando sus lágrimas- y tendrás lástima, mucha lástima de mí. Si entraste en Regina Cœli poco después que yo, verías que los guerrilleros dejaron aquí a un pobre preso a quien acusan de jacobino y de incendiario de San Salomó.

-Falsedad, porque el incendiario del convento soy yo.

-Verdad; pero en lo de jacobino tienen razón, no puedo menos de confesarlo.

-¿D. Jaime Servet? Le conozco.

-Pero no sabes que han decidido fusilarle y que mañana, es decir, hoy al romper el día se cumplirá esa horrible sentencia.

-Me lo figuraba.

-Pues bien -dijo la monja con brío-. Tilín,   —309→   ese hombre, ese a quien tú llamas D. Jaime Servet es mi hermano.

Al decir esto, la monja sintió que por sus labios pasaban unas ascuas. Aquella fue la primera mentira grave que Sor Teodora de Aransis había dicho en su vida.

-¡Oh, señora! ¡qué horrible caso! -exclamó Tilín ocultando su cabeza entre las manos.

-Mi hermano, sí, mi infeliz hermano -añadió la monja volviendo a llorar- mi pobre hermano, a quien amo entrañablemente a pesar de sus ideas jacobinas, y que tuvo la loca idea de dejar su emigración y venir a España con nombre supuesto a no sé qué, Tilín, a locuras y despropósitos...

-¡Su hermano! -murmuró Tilín-. Puede usted creerme que esta idea pasó por mi cabeza cuando sorprendí a ese hombre en Cardona y vi la carta que llevaba para la abadesa de San Salomó.

-¿Comprendes ahora mi desesperación, mi agonía? ¡Ver a mi hermano, el único consuelo y amparo de mi anciana madre, verlo, como lo estoy viendo, con las manos atadas a la espalda!... ¡Oh! esto es espantoso... Dios de fuerzas a mi espíritu... yo moriré, moriré sin remedio... ¡Y estoy bajo el mismo techo que él! Si me parece que oigo los latidos de su corazón... Pepet, Pepet, ten compasión de mí.

  —310→  

Diciendo esto dejó caer su afligida cabeza sobre el hombro del guerrillero.

-Los ruegos y las lágrimas de una religiosa -dijo Pepet- ¿no ablandarán al coronel?

-¡Ah! ¿no sabes tú que ha entrado en Regina Cœli un hombre terrible, un tigre, el célebre D. Francisco Chaperón que jamás ha perdonado? Ese infame hombre hará fusilar dos veces a mi pobre hermano si hay quien implore misericordia por él. Guimaraens me ha dicho que no hay remedio, que no puede haberlo. Chaperón ha fijado la hora del amanecer para el suplicio, ha dado a Guimaraens órdenes que no tienen réplica, determinando que el acto se verifique en su presencia. El feroz verdugo se asomará al balcón de su alojamiento que cae a ese patio.

-¿No hay remedio?... ¿Y es seguro que no habrá remedio? -preguntó Tilín haciendo ademán de horadarse la frente con el puño.

Después de una pausa, la monja suspiró y dijo:

-Sí hay remedio, sí lo hay. Chaperón no conoce a mi hermano, no le ha visto nunca.

Hubo una pausa larga y lúgubre, durante la cual no se oía voz ni suspiro. Al fin Tilín alzó la cara y dijo:

-Para salvarle bastará que otro muera en su lugar. D. Pedro Guimaraens no tendrá   —311→   inconveniente en la sustitución si el sustituto...

Se detuvo para tomar aliento. Parecía que se ahogaba.

-Si el sustituto -dijo acabando la frase- soy yo, que le ofendí y le llevé con los codos atados a Solsona.

Una segunda pausa siguió a estas palabras.

-Pero los soldados conocerán el engaño -murmuró Tilín.

-Los de Chaperón no, porque no conocen a mi hermano -dijo Sor Teodora-. Los de Guimaraens tampoco... Mi pobre hermano ha entrado de noche. D. Pedro me responde de que se atreverá a engañar de este modo a Chaperón. Hablemos de esto. Yo pensaba en ti, que eres el verdadero criminal... La sustitución, además de ser justa, es fácil.

-¡Oh! morir así, morir a sangre fría -exclamó con fiereza Tilín sintiendo que el instinto se sublevaba en él con impetuosa voz-. ¡Y todo en cambio de un amor, de un premio que recibiré... en la eternidad!

La monja se levantó bruscamente. Tilín la miró con estupor porque parecía una encarnación divina, un ángel de castigo que fulminaba rayos, una personificación extraordinariamente bella y terrible, tal como él la soñaba en sus horas de delirio amoroso y de ardor   —312→   guerrero. Su actitud majestuosa, su ademán colérico, su voz grave dejaron suspenso y sobrecogido al sacristán soldado. La monja le dijo:

-¡Y vacilas, hombre pequeño y miserable! ¡Y tiemblas, cobarde! ¡No eres capaz de ningún acto sublime y generoso, gusano despreciable, y te has atrevido a poner los ojos en mí. ¡No eres capaz del sacrificio y has osado mirarme con amor, como si yo, mujer noble, hermosa y consagrada a Dios, pudiera acogerte sin merecimientos grandes, tan grandes como la inmensa escala que he de recorrer descendiendo desde mi altura a tu pequeñez!... Quítate de mi presencia, reptil despreciable; juzgué posible no aborrecerte, juzgué posible amarte; pero esto no puede ser, no, no puede alterarse la ley que prohibió a los sapos brillar como las estrellas del cielo. Quítate de mi presencia... ¿En dónde está ese corazón tuyo que llamas grande y es incapaz de un sentimiento de sublime piedad y abnegación? No tienes más que los estúpidos ardores de la bestia, y a eso llamas amor, miserable. Llamas amor a ese instinto de manchar, que es propio de los más bajos seres... y te has atrevido a mirarme, a mirarme a mí, que vivo de lo ideal, de los sentimientos puros, de las ideas castas y nobles... ¡Ves morir con ignominia a un inocente, acusado   —313→   de un crimen cometido por ti, y no sientes piedad!... ¡Dices que me amas y no eres capaz de morir por mí! ¿Qué amor es ése que se atreve a llamarse tal sin conocer el sacrificio?... Me causas horror; vete, mátate cien veces; te aborrezco, no tendrás de mí ni aun la compasión que inspira el pobre insecto en el momento en que lo aplastamos con el pie; vete, te digo que te vayas, ¡maldito!

Dio algunos pasos, inclinose, recogió del suelo el puñal que poco antes soltara Tilín, y arrojándoselo a los pies le dijo:

-Toma tu cuchillo, puedes matarte de despecho por no haber poseído el tesoro que robaste, ladrón. Necio, estúpido, ¡cómo pudiste creer que Dios permitiría a la paloma casta y hermosa caer en el nido del murciélago asqueroso?... Puedes matarte delante de mí, aplacando con tu sangre el ardor de tus sentidos; no te tendré lástima y miraré tu agonía con asco, no con lástima... y bajarás volando al Infierno, donde arderás más y más, y estarás viéndome eternamente, y deseándome eternamente, y padeciendo los más horribles tormentos, siempre, siempre, sin poderme alcanzarme nunca, sin poder llegar a tocar mi hermosura con tus dedos inmundos... y con una eternidad de suplicios expiarás la inmensidad de tu sacrilegio.

  —314→  

Dicho esto, en cuyo efecto creía, dejose caer sin aliento sobre las piedras sepulcrales. Su pecho palpitaba como no había palpitado nunca. Tilín estaba como un idiota. No hallaba palabras para dar salida al volcán de su pecho. Por fin soltó atropelladamente estas:

-¡Que yo no soy grande! ¡que yo no soy capaz de un acto heroico de abnegación y generosidad! ¡que yo no soy capaz de elevarme de un salto hasta los últimos cielos!... ¡que soy un insecto!... ¡que no sé amar sino como las bestias!... ¡que no tengo sentimientos nobles, ni la idea de la justicia!... ¡Oh! señora, no me conoce quien tal dice. Todo lo que es humanamente posible lo haré yo. Tan hombre soy como cualquier santo... ¡Sacrificio! No hay quien sepa calcular la extensión de lo que yo puedo hacer, si en una hora de angustia y de sacudimiento como esta me lleno de esa luz que a veces me relampaguea dentro. ¡Ah! me he oído llamar maldito sin protestar, maldito, cuando mi corazón aceptaba quizás el sacrificio que se le imponía... ¿Sabe usted quién soy yo? ¿lo sabe usted?

Al decir esto se acercó a la monja, y con su brutal mano le tocó la barba para levantarle el rostro que ella inclinaba mirando al suelo.

-¿Sabe usted quién soy yo? -añadió-.   —315→   Pues yo soy el hombre de corazón más grande que ha nacido de madre. La paloma no lo cree... ¡Ah! ella con su nobleza, con su hermosura, con su castidad, con sus virtudes, con su santidad no es capaz de hacer esa cosa extraordinariamente rara y grandiosa que haré yo. Ella tan justamente orgullosa no será nunca capaz de elevarse como se va a elevar ahora el reptil, el gusano, el miserable, el maldito. ¡Abnegación, sacrificio, justicia! ¿Y si yo dijera que todo eso me es familiar en un momento dado, que es mi centro, mi elemento, como lo es al pájaro la altura? ¿Qué diría a esto la dama ilustre que se siente manchada sólo con una mirada de mis pobres ojos? ¿Qué diría a esto?

La dama no dijo nada.

Haciendo con el brazo derecho un movimiento semejante al de un hombre que arroja la vida con tanto desprecio como se arrojaría la cáscara de una fruta que se va a comer, Tilín dijo:

-Señora, si Guimaraens sabe arreglar esto, su hermano de usted está salvo.

Teodora le miró. Estaba pálida, y una turbación piadosa había borrado de su rostro la expresión colérica. La dominica se acercó al bárbaro y le puso ambas manos sobre los hombros. Si antes le había abrumado   —316→   con su ira, con su orgullo, con su violencia increpación, ahora le embelesaba con su piedad, con su gratitud, con lágrimas que a él le parecieron resbalar por el mismo trono de Dios para caer sobre su corazón.

La caprichosa monja jugaba con los sentimientos del pobre Tilín como juega el diestro con la fiereza pujante pero ciega del toro.

-No es sólo sacrificio -le dijo-. Es también justicia. Mi hermano es inocente.

-Y yo culpable, lo sé; el orden natural me lleva a perecer en lugar suyo. Acepto. Pero lo que me arrastra a este sacrificio antes es amor que justicia. Así lo confesaré ante Dios.

-Pues bien -le dijo ella con dulcísimo tono- todo eso que has deseado, todo eso que has soñado...

-¿Qué?

-Ya lo mereces.

Tilín sintió su alma llena de congoja y desfallecimiento. Dejose caer en el asiento y escondiendo su rostro entre los brazos, exclamó gimiendo:

-¡Pero cuándo... pero cuándo!

Teodora se acercó a él, puso la mano sobre su cabeza, y le dijo:

-¿Ciego, es la tierra el centro de las almas? ¿Nuestra vida no ha de tener complemento glorioso más allá de la muerte? ¿Qué vale este   —317→   paso doloroso por la tierra al lado de la eterna dicha, donde los afectos duran eternamente, sin hastío, y donde los corazones alimentan con el eterno fuego sus ansias que aquí no son jamás satisfechas?... Perdóname, si te ofendí, creyéndote incapaz de un acto generoso. ¡Oh! Pepet, con una palabra has establecido entre tu alma y la mía esa relación, esa cadena de oro que enlaza pensamiento, corazón, voluntad, y de dos seres no hace más que uno solo. Te has transfigurado a mis ojos; ya no eres Tilín, eres un ser adornado de esa belleza sublime que emana de las grandes acciones. Una idea sola, un sentimiento diferencian al monstruo del ángel. ¡Cuán admirables giros hace la obra predilecta de Dios, que es el alma! Has cautivado mi corazón de improviso, por la virtud de tu sacrificio. No hablan a mi corazón los sentidos, les habla la idea superior. Yo la he escuchado y te acojo con afecto y orgullo.

La monja le estrechó en sus brazos. Al hacerlo y al decirle lo último que le dijo, sintió que por sus labios pasaban aquellas mismas ascuas que pasaran antes, y sintió también como una trepidación honda, un sacudimiento cual si se desquiciaran las esferas celestiales. Tuvo miedo de sí misma, porque en sí misma estaba el origen de aquel desquiciamiento.

  —318→  

-¡La eternidad! -murmuró Tilín, besando con delirante ardor las manos de la virgen del Señor-. ¡Qué lejos está eso! ¡Dios mío, qué lejos!

-Toda la existencia terrenal es un soplo -repuso la monja con expresión mística-. El tiempo todo es un segundo. Considera cuán distinta es tu muerte de lo que habría sido dándotela tú mismo con desesperación. Ahora morirás cristianamente, y tu abnegación por salvar a otro hombre, tu generoso y sublime rasgo de caridad, tu espíritu de justicia te llevarán derecho al Cielo... al Cielo, donde gozarás de Dios eternamente, y donde las amorosas ansias que en vida han sido tu tormento, serán para ti manantial perdurable de delicias.

-Pero solo...

-Solo no. Pronto verás pasar junto a ti una sombra bella y cariñosa... Seré yo, yo, a quien dejas aquí inundada de gratitud y de admiración. En el cielo hay dulce compañía, y el grato, el inefable arrimo de todas las personas que hemos amado en el mundo. Los lazos tiernos, castos, nobles que las almas establecieron en el mundo, permanecerán por los siglos de los siglos. Ningún ser que haya amado puede comprender la gloria de otro modo.

-¡Ah! sí, sí -exclamó Tilín, que creyente firmísimo en el dogma del Cielo y del Infierno,   —319→   aceptaba aquella idea con júbilo y con entusiasmo.

-Desde el instante de tu tránsito -añadió Sor Teodora haciendo un esfuerzo- serás feliz; me tendrás por los siglos de los siglos.

Como para anticipar aquella posesión de siglos de siglos, Tilín asía con fuerte mano los brazos de la monja.

-Sí, sí -balbució- seré feliz contigo.

Sentíase ya ebrio, enloquecido, y su alma se cernía entre el amor y el misticismo. A su turbado entendimiento se presentaba la motada de los justos, como un lugar que sin dejar de ser divino tenía algo de humano por albergar parejas felices y tiernos desposorios.

El tiempo volaba. Sor Tedora se apartó de él, y le dijo:

-¿Sostienes lo que has ofrecido?

-Yo no digo las cosas más que una vez.

-¿Insistes en un sacrificio que te hará grande a los ojos de Dios y a los míos?

-Sí -contestó Tilín inundado de amor, que tomaba un tinte de devoción abrasadora.

-Pues yo te bendigo.

La monja extendió sus manos sobre él.

-En vez de decirme: «yo te bendigo», dime «yo te amo» -declaró Tilín con el cerebro enteramente trastornado.

-¡Pobre espíritu vacilante! -dijo ella-.   —320→   ¿No serás capaz de desprenderte de las miserias humanas y elevar tu corazón a aquellas esferas de luz donde reside el amor puro, el amor ideal, aquel amor que no se envilece con los sentidos? Hombre pequeño, que aspiras a ser grande y a ceñir la corona de los mártires, reconoce tu error, no me pidas un amor impropio de mi estado religioso, de mi nobleza, de mi dignidad, pídeme, sí, el que a uno y otro corresponde, aquel dulce fuego del corazón, más vivo cuanto más casto, porque es el verdadero amor de...

A Sor Teodora se le atravesó algo en la garganta.

-El verdadero amor de los ángeles -dijo concluyendo la frase.

-¡El amor de los ángeles! -exclamó Tilín cruzando las manos y dejándose caer en una especie de éxtasis.

¡Infeliz alucinado! Como el toro arremete ciego al lienzo rojo, así se abalanza su espíritu hacia la idea de los celestiales desposorios prometidos.

Sor Teodora miró al cielo.

-Ya va a amanecer.

-Ya llega mi hora -dijo él estremeciéndose.

-Para mí viene la aurora de un día triste como todos los días, para ti amanece ya el día infinito, Tilín.

  —321→  

Y haciendo un esfuerzo, el último, el más grande, exclamó con exaltación:

-Hombre generoso, espíritu elevado, estoy llena de admiración por ti. Ya no eres el incendiario de San Salomó, eres el redentor de la inocencia, porque salvas a mi hermano de la pena impuesta por un delito que no ha cometido; eres el realizador de la justicia, porque la haces recaer sobre el verdadero autor de aquel delito, que eres tú, y así quedas lavado, puro, sin mancha.

-¿Es su hermano, su hermano?... -murmuró Tilín cayendo en súbito abatimiento.

Parecía que un relámpago de duda y desconfianza surcaba por su cerebro.

-¿Dudas, amigo, dudas de mí? -dijo15 Teodora haciendo un esfuerzo mayor aún.

-No -replicó él alzando la cabeza y sacudiéndola como para echar de ella una mala idea-. No he dudado jamás.

La dominica comprendió que era preciso reanimar aquel entusiasmo que parecía enfriarse y echar leña a la hoguera que oscilaba.

-Pepet -exclamó dando a su voz un tono arrebatador- te aborrecí sacrílego; pero verdugo de ti mismo, por la salvación de mi infeliz hermano, te admiro y te amo.

-Y yo -dijo Pepet con acento de hombre de viva fe- yo que he sido perverso, que he   —322→   sido arrastrado al crimen por mi despecho y mis bárbaras pasiones, consiento gozoso en realizar un sacrificio por salvar a otro hombre y agradar a la persona por quien he vivido y por quien he deseado morir. Ese sacrificio cuadra a mi alma, le viene bien y a medida, como un traje bien cortado. Donde hubo aquella fiebre intensa y aquel sacrilegio y las ideas de destruir una obra de siglos para sacar de ella lo que reputaba mío, donde aquellos delirios hubo, señora, aquí, en mi alma no puede haber ya sino esta solución terrible, única que por la grandeza del suplicio corresponde a la fealdad de mis pecados. Y yo puedo decir: «¡Le devuelvo a su hermano, le doy, después de una gran amargura, la mayor alegría que puede recibirse. Conquisto con un solo hecho la benevolencia de su corazón, y muriendo, gano el inefable bien de vivir en su recuerdo. Conquisto lo que vale más que una posesión pasajera; conquisto su memoria en la tierra, y en el Cielo su compañía». Nada más hay que decir, señora. La hora se acerca.

-Aguarda -dijo la de Aransis-. No te muevas de aquí.

Salió precipitadamente sin añadir nada más. Pepet la vio salir y dirigirse por el patio adelante hasta desaparecer por una puerta que en el extremo opuesto había. Esperó un   —323→   rato entregado a meditaciones, o mejor dicho, a los delirios calenturientos de un idealismo desenfrenado. Su mente arrebatada navegó entre mil ideas, como nave a quien las olas llevan de peñasco en peñasco y aquí se estrella, allí se hunde, más allá se levanta, y nunca acaba de naufragar ni acaba de salvarse. No supo él cuánto tiempo duró este tormento, pero al fin abriose la puerta dando paso a la dominica.

Sin decirle nada se acercó a él, y poniéndole la mano izquierda en el pecho, elevó al cielo la derecha. Estaba pálida y profundamente desconcertada; temblaban sus labios y sus ojos intranquilos y perturbados parecían recibir la impresión de imágenes aterradoras. Miró a Pepet, y aunque sus ojos no hablaban más lenguaje que el de un desasosiego difícil de comprender, el infeliz reo vio en aquella mirada discursos más elocuentes y conmovedores que cuantos pronuncian los ángeles en la conciencia del justo cuando acaba de hacer un gran bien; vio y leyó en aquella mirada todo cuanto la religión y el amor pueden idear de más cariñoso y de más místico. El pobre Pepet perdió en tal instante lo que aún quedaba en su alma de terrenal y de egoísta; era todo espíritu, todo idea, y se perdía en las esferas nebulosas por donde ha corrido sin freno el   —324→   pensamiento de los soñadores místicos y de los enamorados caballerescos, que vienen a ser una misma casta de personas.

Él iba a decir algo; pero había llegado a una situación en que la lengua no sabía nada y los signos vocales no podían ser más que ruidos desapacibles. Se arrodilló, tomó las manos de Teodora para derramar sobre ellas besos y lágrimas, hasta que se entreabrió la puerta para dar paso a la voz y a la cara de D. Pedro Guimaraens, el cual dijo: -Es tarde.

Pepet salió mirando hasta el último instante la figura majestuosa, sublime, soberana de Sor Teodora de Aransis, que con una mano puesta sobre su corazón y la otra alzada para señalar el cielo, le despedía en el centro de la sala.




ArribaAbajo- XXXI -

La dominica, al quedarse sola, estuvo un momento sin poder pensar ni sentir nada. Le pasaba algo semejante a una congelación, digámoslo así, de sus claras facultades, o una como catalepsia moral. De repente vio un espectro que la llenó de mortal espanto. No es justo decir   —325→   que lo vio, sino que lo sintió dentro de sí levantándose y saliendo majestuosamente de su corazón como de una tumba, para mostrársele por entero en su imponente grandor, pues abrazaba toda la extensión sensible: era su conciencia.

Causole tanto miedo, que corrió velozmente de un lugar a otro de la estancia, huyendo de sí misma. ¿Pero cómo separarse de aquella sombra interior, proyectada por la íntima luz del alma? La sombra la seguía diciéndole:

-¡Impostora!...

La monja se dejó caer de rodillas y llamó en su auxilio con fuertes voces del alma... ¿a quién? a su razón, para que le diera argumentos, distingos, sutilezas, armas cortantes y punzantes contra aquel fantasma. Pero la razón no le dio más que un alfiler.

-No, no -dijo Sor Teodora esgrimiendo contra la sombra el arma pueril- no soy tan culpable como parece. Lo que me ha impulsado a representar esta farsa horrible no ha sido una liviandad, un capricho del corazón propenso a repentinas simpatías, ha sido lástima, caridad, compasión, amor al prójimo.

-¡Mentira, mentira! -gritó la sombra proyectada por la luz íntima del alma, y que cada vez parecía crecer más.

  —326→  

El alfiler de la razón se torció en las manos de la dominica. Ella quería una espada cortante y bien templada. Pero la razón le ofreció un pedazo de alambre.

-Pues si no ha sido la compasión mi móvil, ha sido otro más grande, la justicia. Ese hombre es inocente de la destrucción de San Salomó. Pues si es inocente y Pepet culpable ¿qué cosa más santa que inducir al culpable a la muerte para salvar al inocente?

-¡Impostora! A ti no te toca enmendar las injusticias de los hombres. No te entrometas en la obra incógnita de Dios. ¡Justicia! ¿Qué entiendes tú de eso, mujer caprichosa? Has obedecido a un afecto nacido bruscamente en tu pecho.

-No, no -gritó ella con desesperación.

-Voy a decirte la verdad -declaró la sombra- voy a decírtela, palabra por palabra, letra por letra, clara, como el pensamiento divino que mueve mi lengua. Voy a decírtela.

-No, no -exclamó angustiada la dominica pidiendo otra vez a la razón con furibundo anhelo espadas, flechas, catapultas, arietes y los más tremendos ingenios de guerra.

-Yo no puedo callar. El divino aliento sopla dentro de mí y sin quererlo yo, habla. Soy la voz de Dios que no puede mentir. Voy a decirte la verdad.

  —327→  

-Y yo no quiero oírla, no quiero -dijo horrorizada la de Aransis.

-Ese hombre te agrada, te agrada mundanamente -murmuró la sombra quedamente, teniendo la consideración de hablar bajo para que cosa tan grave no escandalizara demasiado a la buena madre.

-No, no puede ser. Te parecerá así y no será cierto. Es una alucinación, un error, una perversa ficción producida por el Demonio.

-Ese hombre te agrada, te ha inspirado una ilusión cariñosa -repitió la sombra alzando la voz al ver pasado el temor del primer momento-, y tu repentino afecto a un hombre desconocido debe espantarte, y de seguro espantaría al mismo que es objeto de él. Ninguna mujer que vive en el siglo, en comercio constante con los demás seres humanos, podría concebir esa inclinación inesperada y vehemente hacia un desconocido, que se entra como los ladrones en su habitación y con el cual apenas habla media hora. No hay hombre alguno aunque sea el más hermoso, el más gallardo, el más discreto y el más valiente de todos, que pueda jactarse de un triunfo semejante con tal rapidez alcanzado. Esto que es absurdo en el mundo libre y activo, deja de serlo en la solitaria estrechura y en el aislamiento holgazán de una celda, de aquel nido donde por   —328→   espacio de doce años han dormido tus afectos y tus pasiones, tu vanidad de hermosa, tu presunción, tu exuberante pujanza moral, tu ternura de doncella enamorada y tus presentimientos de esposa y de madre. Ese absurdo del siglo es natural y humano en ti, monja indigna que has vivido doce años en ese sepulcro, ocupándote en profanidades y alimentando sin cesar con tu imaginación las ansias de tu pecho, honradas y nobles fuera de aquella casa.

-No, eso es mentira, conciencia -pensó la atribulada dominica, sintiéndose abandonada por la razón-. Yo me avergonzaría de mí misma, si me viera encendida de amores por un hombre que entró en mi celda como un ladrón, y me pidió pan y asilo... No, eso no puede ser, eso es vergonzoso.

-Eso es verdad, monja alucinada. No le amaste cuando le viste; desde hace doce años estás alimentando la idea de él en tu fantasía exaltada por la soledad, por el bienestar material y la holgazanería; hace doce años que le amas, y es el mismo, el mismo. Poco importa que en algún rasgo discreparan sus facciones de las que tú veías con los ojos cerrados; pero es el mismo. Confiesa una cosa, confiésala, mala monja. Cuando aquel hombre se presentó en tu celda; cuando, pasado el primer momento de   —329→   terror, le sacaste de comer y conversaste con él te asombrabas interiormente de ver en forma humana al mismo compañero imaginario de las soporíferas soledades de San Salomó. En tu alma se elevaba un estupor angustioso viendo aquella figura real, que era él mismo, era el tuyo, aquel que en tu fantasía y en tu corazón no tuvo más rival que el detestable interés por las guerras. Era él, era el mismo cuyas facciones, cuyas miradas y palabras ha estado tejiendo y destejiendo tu aburrido pensamiento día tras día, año tras año... En el trabajo de esta tela invisible transcurren lentas y tristes muchas vidas bajo una máscara de mortecina santidad. ¡Ay pobre de ti! En el siglo hubieras sido una doncella honesta, una esposa amante, una madre ejemplar; enclaustrada sin vocación has podido perder tu alma en un instante.

Sor Teodora se sintió más abatida. No sabía qué contestar. Con gran espanto vio que al lado de aquella sombra habladora se alzaba otra: era su razón que después de combatir un instante con ella se había pasado al enemigo. Viéndose tan sola, volviose a la Fe, a Dios, y pidió armas a la oración; pero si la razón no le había dado más que alfileres y alambres, aquélla no le dio más que unos pedacitos de caña que para nada servían.

  —330→  

Las dos sombras le dijeron:

-No, Dios no te puede perdonar. Has querido engañarle, disfrazando de piedad y de justicia tus criminales afectos de monja soñadora.

-¡Misericordia, Dios mío! -exclamó Teodora bañado el rostro en frío sudor.

-No la hay para ti, porque has sido impostora.

-He sido impostora por lástima, por piedad...

-Mentira. Has abusado de tu influjo sobre Pepet y del loco amor que te tenía para hacerle morir por otro.

-¡Ha sido justicia! -exclamó Teodora con cierta locura.

-Mentira.

-He sacrificado al culpable para salvar al inocente.

-Mientes, monja embustera -gritó la sombra proyectada por la luz íntima del alma-. Sacrificaste al feo para salvar al hermoso.

-¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia!

Sacáronla de aquel estado de congoja los ruidos de humanas voces y de tambores que llegaron hasta ella. Había amanecido: la sala estaba llena de claridad.

Olvidada al punto de aquel coloquio y de la reciente disputa que había encrespado   —331→   las potencias de su alma, corrió a la ventana, diciendo para sí:

-Si me habrá engañado Pepet, si me habrá engañado Guimaraens.

Grandísima pena sintió al ver la tropa dispuesta para el fúnebre acto; al ver al espantoso brigadier asomado en el balcón con toda su comitiva; al ver al reo que con la cabeza descubierta y las manos atadas se volvía hacia Chaperón y decía en voz alta su nombre y proclamaba la justicia de su muerte.

Sor Teodora se apartó horrorizada, y al refugiarse en el opuesto extremo de la sala oyó el estrépito a un trueno.

Entonces la sombra volvió a levantarse delante de ella y le dijo:

-¡Impostora!... ¡homicida!

-¡Ha sido justicia, justicia! -exclamó ella con agonía de moribunda-. El uno, criminal, el otro inocente... ¡Misericordia, Señor!

-¡Caprichosa!... ¡embustera!

Más tarde, ella no sabía a qué hora, entró el padre Juanico a traerle un poco de alimento.

-Es lo único que han dejado esos pillos -le dijo-. Afortunadamente se van dentro de media hora.

Más tarde (tampoco supo ella a qué hora),   —332→   sintió bullicio de tropas. Era Chaperón que salía para seguir desempeñando su papel de misionero realista en la extirpación de liberales. Después reinó un gran silencio.

Mucho más tarde (a ella le pareció que sería al anochecer), dos hombres entraron en la sala. Sintió al verles turbación tan honda que estuvo a punto de desmayarse. Eran Guimaraens y Servet. Hablaron los tres un momento y después el coronel realista salió.

-Sin comprender la causa -dijo Servet- de la sustitución milagrosa a que debo la vida, sé que he tenido un ángel tutelar. Hay aquí un misterio; yo no trato de penetrarlo, porque no se penetra lo divino. Mi ángel ha sido usted, reverenda madre.

-¡Yo! -dijo ella tratando de fingir sorpresa, sin conseguir otra cosa que revelar más su confusión.

-Sí, usted, reverenda y santa mujer. A usted debo la vida. Permítaseme arrodillarme delante de esa noble figura, cuya belleza proclama su santidad, y besar esas manos que tan bien saben arrancar víctimas a la muerte.

Se arrodilló delante de ella como si fuera una imagen santa. Sor Teodora que había vuelto el rostro, le miró y, mal que le pesara a la sombra, hubo de confesarse a sí misma que veía hecho carne delante de sí el ideal de la belleza   —333→   varonil, de la gallardía, de la discreción y de la caballerosidad.

-Ofendería a usted -añadió el llamado Servet- si hablase el lenguaje vulgar de los afectos humanos. No, si yo hablara de amistad, de amor, rebajaría la grandiosa personificación de la caridad cristiana que veo delante de mí. Una memoria sagrada como la de mi madre, una veneración pura como la que nos inspirase el Dios que a todos nos hizo y la Virgen que a todos nos ampara, vivirán eternamente en mi corazón.

Se levantó. Sor Teodora invocó a Dios, y haciendo un esfuerzo desesperado, pudo poner en su rostro algo de expresión seráfica y en su boca estas palabras:

-Yo no sé nada de lo que usted habla... ¡Qué error! Ni yo me he interesado en salvarle, ni podía hacerlo por quien no conozco, por quien sólo he visto una sola vez... ¿Quién es usted? Un aventurero, un desconocido. ¿Qué tiene de común usted conmigo? El amparo que le di anoche antes de aquella horrenda catástrofe... A fe que los sucesos que vinieron después han sido tales que debían hacerme olvidar su entrada en el convento... Santo Domingo mi patrón me ampare... Yo no sé quién es usted... yo no le conozco... déjeme usted.

-Compañera de la caridad es la modestia -   —334→   dijo Servet disponiéndose a retirarse-. No quiero importunar con mi agradecimiento a un alma superior, que a las pocas horas de haber hecho un inmenso bien ya no se acuerda de él. Usted es una santa, yo un pecador. La enorme diferencia que hay entre los dos, usted, madre reverendísima, la agrandará con su vida de constante sacrificio, de oración, de paz espiritual y de comunicación con Dios. A mí me esperan las luchas del mundo, las turbulentas pasiones, las penas incesantes, las dolorosas victorias o tristes caídas, a usted la paz del convento, la devoción sublime, los puros éxtasis del alma, aspirando siempre a volver a su origen, y el noble privilegio de alcanzar de Dios con oraciones y penitencias y el perdón de los malos. ¡Cuán distinto destino el nuestro y qué abismo tan grande nos separa!... Adiós, señora: una memoria en sus oraciones es lo que pide este miserable y el permiso para besar la cruz del rosario que pende de la cintura de una santa.

Servet besó la cruz, y haciendo una gran reverencia se retiró para unirse a D. Pedro Guimaraens que había preparado el negocio de su marcha.

Sor Teodora sintió, no ya una voz, sino mil voces en su alma, y un horroroso sacudimiento y estallido, como si parte muy principal   —335→   de ella fuese arrancada por violenta mano. Viose caída en un negro abismo; pero en medio de su congoja y espanto, pudo alzar la voz a su Padre espiritual y gritar:

-¡Confesión!... ¡Un confesor!

Pero ni el padre Martín de la Concepción ni el padre Juanico pudieron acudir a ella porque estaban abriendo un hoyo en el patio.




Arriba- XXXII -

El aventurero emprendió de noche su camino. Iba solo, bien montado, algo molesto a causa de sus heridas, pero contento, apercibido de armas y pasaporte, con el mismo traje de paisano que usara Tilín en su postrera noche. No apartaba su pensamiento en las peripecias de su insensato viaje por el campo de aquella extraña guerra, tan parecida a los sangrientos desórdenes y rebeldías de la Edad Media. Él tenía del historiógrafo el discernimiento que clasifica y juzga los hechos, y del poeta la fantasía que los agranda y embellece; también tenía la vista larga y penetrante del profeta. Claramente vio que aquella guerra no era más que el prólogo, o hablando   —336→   musicalmente, la sinfonía de otra guerra mayor.

Pero la mayor parte de sus pensamientos la absorbían los chistosos o trágicos lances de su correría por Cataluña, y principalmente la milagrosa sustitución que le había salvado de la muerte. Quiso penetrar en aquel misterio y no pudo. El mismo Guimaraens no lo sabía más que a medias. Tilín, declarándose culpable, y muriendo con heroica paciencia, sereno, grave, con más aire de convicción que de sufrimiento; Guimaraens sacándole de la prisión, después de hacerle cambiar de vestido, y por último, la hermosa monja que en dos momentos críticos le había salvado la vida, confundían su mente llevándole a forjar mil explicaciones quiméricas y a revestir de formas exageradamente dramáticas los hechos más sencillos.

Iba al extranjero, y en su triple calidad de historiógrafo, de poeta y de profeta, aportaría sin duda alguna idea, alguna forma nueva a las regiones donde ya se estaba elaborando el romanticismo.




 
 
FIN DE «UN VOLUNTARIO REALISTA»
 
 


Madrid.
Febrero-Marzo de 1878.