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IV

El Jueves Santo


En septiembre de 1812 se recibió y promulgó en Lima el siguiente decreto de las Cortes de Cádiz, comunicado al virrey Abascal por el Consejo de Regencia.

«Considerando que los actos positivos de inferioridad peculiares a los pueblos de Ultramar, monumento del antiguo sistema de conquista y de colonia, deben desaparecer ante la majestuosa idea de la igualdad: -queda abolido el paseo del Estandarte Real que acostumbraba hacerse en las ciudades de América, como un testimonio de lealtad y un monumento de la conquista de aquellos países. Esta gran solemnidad del Estandarte Real se reservará, como en la península, sólo para aquellos días en que se proclame un nuevo monarca».



Abolidas las Cortes de Cádiz y restablecidos el régimen absoluto y la Inquisición por el felón Fernando VII, volvió en Lima a verificarse el paseo de alcaldes desde 1815 hasta 1820, en que los limeños principiamos a ostentar humillos republicanos y a revelar ciertos antojos de cambiar de patrón.

Dijimos en el anterior capítulo que el Real Estandarte de la ciudad sólo se lucía en público dos veces en el año. Vamos a la segunda.

El Jueves Santo, después de terminados los oficios en la catedral, volvíase el ayuntamiento a Cabildo, y de allí a las cuatro de la tarde, con aviso de haberse concluido ya el Lavatorio de los doce pobres que representan al apostolado, salía la corporación en esta forma:

El Alférez Real, vestido a la española antigua, y montado precisamente en un soberbio caballo blanco, con caparazón de terciopelo carmesí   —131→   recamado de oro, llevaba en la mano el estandarte de la ciudad. Rodeábanlo a pie los alcaldes, regidores, síndicos, asesores, materos y alguaciles; esto es, un cortejo igual al del 6 de enero, salvo que en esta ocasión, sólo el Alférez Real iba a caballo. Pasaban por delante de los balcones de palacio, donde le esperaban el virrey con su familia, la Audiencia y altos empleados, todos los que se descubrían la cabeza al pasar el estandarte.

La comitiva penetraba en el atrio de la catedral por la rampa o ranfla, como decían las limeñas, vecina al Sagrario, y que probablemente se dispuso así con este objeto. Como es sabido, el atrio de la catedral estuvo hasta la época de la administración Balta rodeado por una verja o balaustrada de madera, de finísimo aspecto.

El Alférez Real y los que le acompañaban penetraban en el templo por la gran puerta central. Allí, y en el altar de Nuestra Señora de la Antigua, no sé si mejorado o construido por el famoso clérigo arquitecto don Matías Maestro, con dinero que proporcionó la Pontificia Universidad de San Marcos, estaba el monumento en la preciosa urna de plata obsequiada por Carlos V a la ciudad de Lima, y de la cual el canónigo C... de la G... hizo cera y pábilo en los nefastos días de la ocupación chilena, sin que sepamos que hasta hoy se le haya pedido cuentas por ese acto de grosera prestidigitación. Por el contrario, el haber despojado a su patria y a la iglesia de lo que a la vez que recuerdo histórico era un primor artístico, le sirvió de recomendación, no para ir a purgar en chirona su sacrílega falta, sino para ascender a la segunda dignidad del coro. ¡Aberraciones de mi tierra! Me he de salir con mi gusto de verlo, no encorozado, como lo habría sido en el otro siglo, sino mitrado.

El Alférez Real detenía con mucho garbo su caballo delante del monumento, y saludaba al Santísimo batiendo por tres veces la bandera; concluido lo cual se retiraba hasta el atrio, haciendo cejar al bucéfalo para no ofrecer la espalda al altar.

Ya en el cementerio, tornaba grupas y regresaba el cortejo a Cabildo, donde se depositaba el estandarte, mientras los cabildantes iban a acompañar al virrey y Audiencia a las estaciones.

Se deja adivinar de suyo que medio Lima, aristocracia y canallocracia, concurría al atrio y naves de la catedral, para juzgar de la gallardía y destreza del jinete.

El Alférez Real de Lima fue siempre el marqués de Castellón, pues aunque nuestro respetable y erudito amigo el general Mendiburu dice en su artículo Castellón que el cargo pasó a la casa de los condes de Montemar, incurre en una equivocación que tiene el siguiente origen:

Cuando murió don Juan Buendía y Lezcano dejó niña, y por consiguiente soltera, a doña Clara, que era el Alférez Real.

  —132→  

Como ella no podía desempeñar las cargas del empleo, funcionó por ella su tío carnal don Fernando Carrillo de Albornoz, conde de Montemar y Monteblanco. El señor de Mendiburu vio sin duda en algún documento que don Fernando sacó el estandarte, y de allí dedujo que el alferazgo había pasado a la casa de éste.

Quizá la razón que hubo para que representase a doña Clara su tío materno fue la de que era eximio jinete, condición casi necesaria para el buen desempeño del alferazgo.




V

Conclusión


Lo de que el estandarte obsequiado por el Cabildo de Lima al general San Martín fue el mismo que trajo Pizarro a la conquista, no pasa de una paparrucha, como largamente lo hemos comprobado en una de nuestras tradiciones. El estandarte de Pizarro fue el que sacó el mariscal Sucre del Cuzco, y que hoy se encuentra en Caracas.

San Martín, que murió en Bologne el 18 de agosto de 1850 a los setenta y dos años de edad, dispuso en una cláusula de su testamento que el estandarte de la ciudad, con la carta autógrafa del municipio, fuese devuelto al Perú. La histórica y preciosa bandera encerrada en una caja de jacarandá; sobre la que en relieve dorado se veían las armas de la república, permaneció algunos años arrinconada en el salón de uno de los ministerios, hasta que desapareció en uno de los patrioteros ataques de que ha sido víctima nuestro vetusto palacio de los virreyes.

Ilustración





  —[133]→  

ArribaAbajo El retrato de Pizarro

Retrato de Pizarro. Tumba de Pizarro

Retrato de Francisco Pizarro, copiado del que existe en Lima.

Tumba de Pizarro en la bóveda de la catedral

El conquistador del Perú, menos afortunado en esto que el de Méjico, apenas si ha legado a la posteridad una copia de su rostro, y es la que existe entre los cuarenta y cinco retratos que componen la galería de gobernadores y virreyes que el Perú tuvo en los siglos del coloniaje, galería que visitan los viajeros en uno de los salones de la Biblioteca Nacional.

Entre los grabados o láminas de muchos libros hemos encontrado el busto de Pizarro; pero siempre es un Pizarro de fantasía. Lo representan con rostro oval y barba pobladísima, vestido de hierro y con casco, en cuya cimera flamea vistoso y elegante plumaje. Es un Pizarro como el poeta y el artista se lo imaginan que debió ser, y no como fue en realidad.

España misma no tiene un retrato de Pizarro tal como se le conoció en Lima, y ni el Municipio de las ciudades por él fundadas (Lima y Trujillo) posee la imagen del fundador.

Tiempo es ya de reparar este descuido, encomendando los alcaldes a nuestros más aventajados pintores copia del que existe en la Biblioteca Nacional de Lima, retrato que empieza a deteriorarse, más que por   —134→   el transcurso de tres siglos y cuarto, por la incuria en que antes se le tuvo.

En 1571, bajo el gobierno del virrey don Francisco de Toledo, esto es, a los treinta años de muerto Pizarro, acordó el Cabildo de Lima colocar en su sala de sesiones el retrato del marqués y los de Gasca, Vaca de Castro, Núñez Vela, conde de Nieva y marqueses de Mondéjar y de Cañete. Pagose en ochenta ducados cada lienzo, y como en Lima no había aún pintores que mereciesen el nombre de artistas, encomendose el trabajo a tres españoles aficionados al arte de Apeles.

El designado para hacer el retrato de don Francisco fue un andaluz cuyo nombre no hemos alcanzado a descubrir. El pintor se había establecido en Lima en 1538, conocido y tratado bastante al gobernador Pizarro, que pasaba gran parte de su tiempo recorriendo la ciudad para activar la construcción de edificios.

El pintor hizo, pues, un retrato de memoria; y estando vivos muchos de los contemporáneos de Pizarro pudo atender observaciones fundadas, y corregir descuidos o faltas en que su pincel pudiera haber incurrido.

He aquí el porqué sostenemos que el único retrato, si no de completa semejanza, por lo menos aproximado que del marqués Pizarro existe, es el que se conserva en la Biblioteca. El sabio Prescott pensó como nosotros, y por eso en la edición que de su Historia del Perú apareció en Londres en 186..., hizo grabar sobre acero una copia, muy bien ejecutada, del que estimamos real.

Sentimos tener con este artículo que despoetizar la figura de Pizarro; pero el culto que debemos tributar a la verdad histórica nos obliga a ello.

Por eso hemos dicho antes de ahora, y lo repetimos hoy, que el Pizarro tan gallardo y apuesto que se ve en el famoso cuadro Los funerales de Atahualpa, de nuestro compatriota Luis Montero, es un Pizarro fantástico, creado exclusivamente por el genio y hábil pincel del ilustre pintor; pero no el Pizarro humano y prosaico que Dios creara. Si bien es cierto que en Viena se exhibe un retrato, obra de pincel español, como verdadera imagen del gran soldado extremeño, no han faltado opiniones que combatan tal afirmación. Presúmese que cuando Pizarro fue a España para celebrar con la reina madre las estipulaciones de Toledo, se dejó retratar por uno de los más afamados artistas. El hecho es que la presunción no está comprobada.

Por conclusión queremos apuntar también la idea de que sería muy digno del Cabildo de Lima levantar un monumento o estatua al fundador de la ciudad, como la que se encuentra en Trujillo de Extremadura, poniendo   —135→   como inscripción estos versos que el poeta arequipeño Trinidad Fernández tradujo del inglés en 1875:


    «Pizarro vivió aquí. Jamás la historia
otro nombre ha elevado a mayor gloria.
Poderoso, en espíritu y materia,
no se rindió a fatiga ni a miseria.
Fue, por doquiera, activo y valeroso,
nunca vencido, siempre victorioso.
En su ambición y temerario arrojo,
un gran imperio subyugó a su antojo.
Fueron oro y poder su recompensa,
y hoy la posteridad su nombre inciensa.
Hay otro mundo do serán juzgados
por sus obras los justos y malvados.
Lector, entonces satisfecho advierte,
aunque te haya cabido muy ruin suerte,
que no te hizo el Señor del mismo barro
que al inmortal conquistador Pizarro».



Ilustración



  —136→  

ArribaAbajo El garrote

(A Guillermo Billingurst)

Por enero de 1813 recibió el virrey Abascal, entre otras resoluciones de las Cortes de Cádiz, una en la que se le participaba quedar abolida la horca en España y sus colonias y reemplazada con el garrote. Creído me tuve que sustitución tan sencilla se realizó desde luego sin el menor tropiezo; pero registrando ayer mamotretos en la Biblioteca Nacional, dime de manos a ojos con un abultado expediente en papel del sello cuarto, expediente tan original y curioso, que no he podido resistir a la tentación de hacer un rápido extracto de su contenido, para solaz y regocijo de los que no hemos alcanzado horca ni garrote en Lima, si bien hemos sido testigos de atrocidades de igual o mayor calibre.

Don Sebastián de Ugarriza, depositario de los fondos públicos de esta ciudad de los Reyes, como si dijéramos el tesorero de la municipalidad, se presentó el 21 de agosto de 1813 ante el Cabildo, querellándose de que habiendo adelantado doscientos cincuenta y seis pesos al maestro herrero José Antonio Icaza y al armero del parque de artillería Fermín Vidasola para que construyesen el garrote, estos prójimos andaban retrecheros para cumplir. Por ende pedía don Sebastián que se les obligase, en un término perentorio, a terminar la obra o devolver la mosca.

Vidasola e Icaza contestaron que en herramientas, madera, tornillos, jornales, haches y cúes, habían gastado la plata, según cuenta comprobatoria que exhibían; que el trabajo estaba muy avanzado; que el querellante exclusivamente tenía la culpa de la paralización, por resistirse a continuar rascándose el bolsillo y no haberles dado aún el modelo definitivo. Instados los declarantes para que firmasen esta exposición, dijo Icaza que él era muy respetuoso con sus superiores; que por tal reconocía a Vidasola, que era el contratista de la obra, y que la buena educación le impedía firmar antes que éste.

El escribano don José Gallegos halló legítima la excusa, y pasó la pluma de ave a Vidasola para que echase su garabato; pero éste salió con la enflautada de que gozaba de fuero militar, por tener paga de sargento en la maestranza de artillería, que también Icaza disfrutaba de idéntico fuero,   —137→   como soldado del distinguido batallón «Concordia», y que él no firmaba sin anuencia de su coronel, así lo hiciesen tajadas.

Arguyole el escribano, presentándole la siguiente cuenta que ambos acusados habían suscrito:

Razón de lo que hemos trabajado, por orden del señor don Sebastián de Ugarriza, en una máquina de garrote.- A saber:
Por 40 libras de fierro y una carga de carbón 11 pesos.
Por 10 días trabajo de Vidasola 60 »
Por 10 días trabajo de Icaza 60 »
Por 10 días trabajo de aprendices 15 »
Por herramienta 10 »
Por otros gastos menudos 100 »
Son pesos 256
Fermín Vidasola José Antonio Icaza
Lima, marzo 4 de 1813.

Estas cuentas alegres, a lo Gran Capitán, parecen más de nuestra republicana era que de los tiempos antiguos. Está visto que también entonces los gatos gastaban uñas..., y largas.

Replicó Vidasola que las ordenanzas no rezaban nada sobre el caso, pues en recibir no hay engaño, y que una higa hay en Roma para quien le dan y no toma; pero que sí hablaban y gordo en punto a reconocimiento de otra jurisdicción que no fuese la militar.

Ugarriza presentó entonces nuevo recurso al Cabildo, llamando tramposos a aquellos sujetos; que esperar a que cumpliesen su compromiso era perder tiempo, con perjuicio para la administración de justicia; que por falta de garrote había en la cárcel reos que debían estar pudriendo tierra en el campo santo; que él buscaría quien construyese la máquina, y que se pasase orden al comandante de artillería para que descontase a Vidasola una parte de su haber, hasta completar la suma de doscientos cincuenta y seis pesos, amén del juicio que por cuerda separada se proponía seguir a los embaucadores.

Así las cosas, la tercera Sala de la Audiencia Nacional (que en los pocos arcos de transición entre el liberalismo de las Cortes y el absolutismo de Fernando VII dejó de llamarse la Real Audiencia) pasó un oficio al alcalde constitucional don José Ignacio Palacios, eligiéndole que a la mayor brevedad diese cuenta del estado en que se hallaba la construcción del garrote.

Con fecha 33 de septiembre contestó el Cabildo que para el 30 estaría   —138→   expedita la máquina, según lo había ofrecido don José Pequeño, maestro armero del regimiento Real de Lima.

En efecto, aunque no en el día fijado, sino el 19 de octubre, a las dos de la tarde, se constituyeron en la sala de la cárcel pública el alcalde Palacios, los regidores del ayuntamiento y varios vecinos notables; se trajo un perro, y puesto en disposición de sofocarlo, el maestro Pequeño dio al verdugo Manongo Ramos las instrucciones del caso para el buen manejo del aparato. Dos minutos permaneció el pescuezo del animal bajo la presión del garrote, transcurridos los cuales se dio la contravuelta y el perro echó a correr ladrando furiosamente.

Preso en la cárcel de corte por haber vertido en público conceptos subversivos, anárquicos y republicanos, encontrábase a la sazón un francés, vecino del Callao y con mujer e hijos peruanos, el cual presentó un recurso al Cabildo comprometiéndose en cambio de su libertad a construir el garrote, según dibujos que acompañaba y que están en el expediente que en la Biblioteca existe. El Cabildo patrocinó la pretensión, elevándola a la Audiencia, la cual pidió vista al fiscal; pues era para ella punto gravísimo el poner en la calle a un revolucionario sospechoso de connivencias con los patriotas de Colombia y Chile.

Por su parte el maestro Pequeño hizo que el abogado don José Manuel de Villaverde le redactase un escrito de rechupete, largo y substancioso, para el Cabildo. Dice entre otras cosas el maestro armero que su máquina era perfecta; pero que el bruto del verdugo la deslució por inquina y mala voluntad para con el exponente. Añade que no lo hizo así constar en el acto de la prueba por no entrar en dimes ni diretes con sujeto de tan vil estofa. Hace una disertación anatómica sobre el cuerpo humano y el cuerpo del perro: pide que se haga un nuevo ensayo, con asistencia de médicos, y termina manifestando que no es regular que a un español que, como él, ha dado tantas pruebas de amor al rey y a la justa causa se le ponga en competencia con un franchute palangana, demagogo y merecedor de presidio.

Jura por una señal de † no proceder de malicia, etc., etc.

El fiscal opinó, tomando en consideración el alegato de Pequeño y la solicitud del Cabildo, que no era todavía llegada la oportunidad de aceptar el ofrecimiento de monsieur Manuel Bienvenido y que se practicase nuevo ensayo del aparato.

En consecuencia se volvió a ordenar al alcalde del gremio de aguadores que acopiase perros, y el 11 de noviembre se constituyeron por segunda vez en la cárcel el alcalde Palacios, el regidor don José María Galdeano y el regidor don Juan Berindoaga, vizconde de San Donás, que corriendo los años sufrió la pena de garrote por causa política y por la   —139→   inflexibilidad del Libertador Bolívar. Dos minutos estuvo el perro bajo el torniquete, sin más que un ligero atolondramiento. Tomose otro perro, y a pesar de que el verdugo Manongo Ramos hizo fuerza hasta el extremo de que crujiesen los maderos, quedó el segundo mastín tan vivo como el primero.

Nuevo conflicto para el cabildo y para la Audiencia. El fiscal Eyzaguirre dijo que estando abolida la horca y habiendo reos sentenciados, hacía gran falta el garrote, y que pues un francés se comprometía a construir el aparato, bien podía ponérsele en libertad bajo de fianza; pero el otro fiscal Pareja opinó que si quería trabajar Bienvenido podía hacerlo en la cárcel, donde se le proporcionarían herramientas. Don Miguel Fernández de Córdova, intendente de Trujillo, por otra parte apuraba para que se terminase la construcción del garrote; pues condenado a muerte el reo Juan de la Rosa, no se le podía ajusticiar por falta de garrote, más que por la carencia de verdugo. El ejecutor titular Esteban Cocop acababa de morir en Chongoyabe.

El maestro Pequeño no se daba por vencido, e insistía en que con asistencia de médicos se hiciera un último ensayo. Accedió la Audiencia y nombró a los doctores don José Pezet, don José Manuel Valdez, don Félix Devoti y don José Manuel Dávalos, lumbreras de la ciencia médica en el Perú.

Entretanto, había llegado el año 1814, el Cabildo se había renovado, y eran alcaldes constitucionales don Juan Bautista de la Valle y el marqués de Casa Dávila. Después de mil pequeños incidentes, los médicos informaron que la máquina del maestro Pequeño no servía ni para matar perros.

El carpintero del navío Asia se comprometió entonces a hacer el garrote, y el 18 de julio de 1814 fue el día señalado para el ensayo. Sujeto el perro por más de tres minutos, cuando lo separaron del garrote quedó inmóvil; pero habiéndole echado un jarro de agua por las orejas, empezó a dar lentamente algunos pasos. He aquí el certificado de los facultativos:

«Habiéndonos reunido el día de la fecha, en cumplimiento de auto superior, en la cárcel de la ciudad, al reconocimiento de la máquina de garrote, presenciamos su operación en un perro, resultando que la referida máquina es inútil, pues queda el animal con vida.- Lima, julio 14 de 1814.- José Manuel Valdez.- José Pezet.- José Manuel Dávalos».



Hasta aquí llega el expediente. No sabemos si se hicieron ensayos posteriores, si se corrigieron los defectos del aparato construido por el carpintero del navío Asia, o si hubo otro artífice que lo perfeccionara; pues el expediente termina con un oficio que el virrey Abascal pasó el 8 de agosto a la Audiencia Nacional. Dice así este oficio:

  —140→  

«En papel de 5 del actual me ha expuesto el Excmo. Ayuntamiento que, merced a sus esfuerzos, está ya pronta la máquina de dar garrote. En esta virtud, y para que el ejercicio de la justicia no siga en suspenso y la falta de castigo no aumente el número de malhechores, lo aviso a V. E. para que se empiece a aplicar garrote a los condenados.- Dios guarde a V. E. muchos años.- El marqués de la Concordia».



Como se ve, fue necesario año y medio para hacer un aparato tan sencillo como el del garrote; y el asunto tuvo más peripecias y dificultades que las que hogaño va presentando el alumbrado de la ciudad por luz eléctrica, por mucho que los que no tenemos acciones de gas (que somos una inmensa mayoría de paganos) prefiramos el nuevo sistema de alumbrado, que lleva ya más pruebas o ensayos que el garrote canino.





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