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ArribaAbajoUn material neorrealista

En el momento en que me dispongo a escribir estas páginas, sólo tengo un propósito: deseo escribir algunas notas sobre el neorrealismo. No tengo otra idea. Ante mí se abren tres posibles vías. Puedo extenderme en consideraciones más o menos teóricas sobre el tema. Puedo describir las formas de trabajo de Zavattini, reproduciendo páginas de mi diario romano, o puedo insertar algunas notas que escribí el pasado verano en las que recogí lo que vimos o oímos en el extenso viaje que hicimos en compañía de Zavattini. Finalmente me decido por esto último.

El neorrealismo participa conscientemente de la realidad, adopta una postura ante ella. El artista debe observar la realidad a través de la convivencia con ella. «El deseo de convivencia -escribe Zavattini- puede nacer de experiencias de tipo ancestral, pero a nosotros -argumentistas, guionistas, realizadores- lo que nos debe interesar es el establecimiento de sólidos vínculos con los otros hombres y con la realidad... Pocos tienen paciencia para observar y escuchar. Y, sin embargo, es suficiente un gesto o una palabra para transformar un vínculo...»

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Del treinta y uno de julio al veintitrés de agosto de 1954, Zavattini, Berlanga, Canet y yo, recorrimos algo más de seis mil kilómetros de carreteras y caminos españoles, con la idea de escribir unas historias que transcurriesen en España, pero que no fuesen inventadas de antemano. Queríamos escribirlas después de haberlas visto u oído. Y así, de esta forma, nació el guión que estamos finalizando y que espera su realización cinematográfica.

Viajar por España con Zavattini equivale, en muchas ocasiones, a encontrar una España desconocida por nosotros mismos. Es ir levantando «actas notariales» en las que quedan reflejadas esas vidas de nuestro pueblo que tienen suficientes valores como para ser reconstruidas cinematográficamente. Buscando los testimonios, conviviendo con los humildes y con los ricos, tocando nosotros mismos la realidad, hicimos neorrealismo.

Cuenca

Estamos en Cuenca, ciudad. Delante de la cartelera que anuncia el film de Lattuada. Zavattini constata la expansión del cine neorrealista.

De las notas y de las fotos que tomé durante el viaje, sólo inserto aquí algunas, elegidas al azar, sin atender a ninguna preselección. Creo que el único valor que tienen es el de dar a conocer, en parte, el método de trabajo que utilizamos para escribir un guión. De notas, observaciones, conversaciones y testimonios   —20→   construimos nuestro material, que nos sirvió después para redactar la narración cinematográfica que, por razones explicables, hubimos de limitar a cinco historias españolas.

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La Cumbre

La Cumbre. Tierras extremeñas. La capea -en el impresionante escenario- toca a su fin. Alrededor del animal y del torero se arremolina el gentío.

TENDILLA (Guadalajara).- La calle principal -peligrosa, como siempre, por servir de carretera- tiene un buen trecho con soportales. La iglesia, bastante desnuda, posee un pequeño jardín abandonado, con un pórtico gótico, de cierta belleza romántica. Cerca de los soportales hablamos con una vieja. Tiene ochenta y cinco años. Se conserva viva, locuaz. Nos dice que ha vivido cinco guerras. Su novio se le murió en la de Cuba. Ha conocido columnas de soldados -«sabe usted, hace muchos años, muchos...»- que cruzaban por el pueblo -«por aquí mismo, por aquí»- y que sólo decían «agua, un poco de agua...». Recuerda a esos soldados -¿de qué guerra?- cubiertos de sudor, marchando a pie, llenos de polvo. Zavattini le pregunta si conoce el cine. Resulta que ha visto por vez primera una película hace una semana. Por lo que nos explica se trataba de un film rodado en el pueblo por un aficionado local. La vieja nos cuenta que entró en la sala con una amiga muy rica que tampoco había visto el cine. «¿Sabe usted lo que dije a mi amiga? Le dije, ¿para qué te sirven tus millones si hoy has visto el cine por vez primera como yo?».

Cambrils

Cambrils. En el Mediterráneo. El patrón de Josefa explica a Zavattini el método de pesca que se utiliza en aquel litoral.

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CAÑETE (Cuenca).- Unos kilómetros antes de entrar en el pueblo hemos visto a un hombre -nos ha parecido un viejo- muy cerca de la carretera. Nos ha chocado la soledad del lugar y el trabajo que estaba desarrollando. Con un primitivo artilugio -un tronco de   —21→   árbol y una especie de lata atada a un extremo- sacaba agua de un riachuelo próximo. Me ha recordado alguna vieja estampa árabe.

Cañete está rodeado de murallas. En lo alto, los restos del castillo de Álvaro de Luna. Detenemos el auto cerca de una puerta tallada, recargada de dibujos geométricos. Leemos en ella esta inscripción: «Me hizo Vicente Amor. 1894». Unos hombres nos dicen que el tal Amor ha fallecido hace unos días. Queda la puerta ahora, cerrada, artesana.

Entramos en la iglesia. Desnuda, pobre. Hay muchas viejas enlutadas y algunos niños. Un poco más tarde comienza la misa. Van llegando gentes mejor vestidas.

En el pórtico saco unas fotos de lo que veo desde allí y de unos niños que me rodean. Cuando estoy sacando las fotos, unas voces femeninas, chillonas, ocultas detrás de alguna celosía que no logro descubrir, me gritan que les saque unas fotos. Miro a un lado y a otro sorprendido. Un pequeño, muy pobremente vestido, me dice, «son unas p...». Le observo y, más tarde, le pregunto por sus padres. Me dice que sólo tiene madre. Y una hermanita de dos años, que es la que ahora está jugando con él delante de nosotros. «¿Qué hace tu madre?» le pregunta Zavattini. Tarda en responder: «trabaja».

El maestro del pueblo nos explica quién es el viejo que vimos antes de entrar en Cañete. Dice que tiene setenta años. Hace unos doce que se fue del pueblo. Quería vivir a solas con su mujer, apartado de todos. Se apropió, sin permiso de nadie, de un trozo de campo, lindante con la montaña del municipio y cerca de la carretera. Y lo trabaja, desde entonces, sin dar cuenta a nadie, sin pagar a nadie. Su hijo obrero calificado en Barcelona, desoyendo los ruegos de sus patronos, abandonó la fábrica y se vino a vivir con sus padres. Ahora viven los tres juntos, solitarios, sin casi hablarse durante días y días. Al hijo se le murió su mujer, hace años, y después la única niñita que tenía. Él y su padre sólo vienen al pueblo cada dos o tres meses a afeitarse. Y un día al año en las ferias. El maestro nos dice que el viejo no es muy sociable, pero que, sin embargo, cuando alguien del pueblo se acerca a su tierra yendo de caza, suele invitar, con un poco de uva.

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Los Monegros

Los Monegros. En la caseta del peón de camioneros, Miguel y su familia se dejan fotografiar.

LOS MONEGROS (Zaragoza y Huesca).- La carretera se hace poco menos que intransitable a la salida de Caspe, después de cruzar el Ebro. Zavattini se ha quedado un rato observando la lejanía y luego nos dice: «¡Qué grande es siempre el cielo en España!». Pasan   —22→   unos olivos cubiertos de polvo, casi blancos. Vamos hacia Los Monegros. Antes de salir de Alcañiz el dueño del garaje nos ha contado varias cosas de esa zona que queremos visitar. La palabra sequía impregna toda su conversación. La repite y repite. Nos ha dicho todo esto, como queriéndonos poner en antecedentes: «Los Monegros, cuando llueve, es el granero de España. Este año ha llovido y la cosecha es espléndida. Es una tierra muy buena. Usted hace pis en ella y crece enseguida la hierba. Pero la sequía, los años de sequía, son terribles. Entonces los hombres tienen que vivir allí de crédito. Cinco o más años, hasta que viene una buena cosecha. Cuando hay sequía la gente se marcha a Zaragoza y a Barcelona. Sólo quedan los necesarios para vivir de la escasa recolección de trigo. Cuando no hay agua en esos pueblos, se aprovechan algunos. Llevan agua hasta allí en tanque y la venden a treinta o cincuenta céntimos el litro. El agua allí se guarda en balsas, para los animales y para los hombres... No crean, tampoco aquí, en Alcañiz, abunda el agua. Y, sin embargo, a unos sesenta kilómetros de aquí, por Morella, hay agua. En Alcañiz casi todos los litigios se deben a robos de agua y, en cambio, en Morella si un hombre mete el agua que le estorba en el campo de otro, éste lo lleva al juzgado. Esto es increíble...».

Vamos a entrar en Los Monegros. Alguna loma. Después una gran zona desértica con matorrales muy bajos, reseca, agrietada. En el kilómetro 19, camino de Bujaraloz, nos tropezamos con la caseta del peón caminero. Se llama Miguel. Nos invita a pasar al interior de su casa. En la cocina, limpia, escasea todo. Parece como si la vida allí fuera muy esquemática. Nos dice que entre jornal y puntos viene a cobrar unas diez y seis pesetas diarias. Tiene tres hijos. Ahora vive con ellos una sobrinita. Se trata de una niña de unos cinco años, rubia, muy rubia. La mujer de Miguel acaricia la cabeza de su sobrina y nos pregunta sonriendo, «¿verdad que parece una francesita?». La mujer tiene cincuenta y cuatro años. Pero está vieja, estropeada, casi sin dientes, con la cara arrugada y tostada.

Camino de Écija

Camino de Écija, no muy lejos de este pueblo, nos encontramos con un poblado que ha crecido junto a la carretera. Impresiona.

Allí no tienen agua ni para beber. Se la traen, una vez cada mes, de Caspe, en un camión cisterna. Nos asomamos a la puerta. El paisaje sin límites que observamos es como un inmenso mar sin agua. Como la cuenca vacía del mar.

Comemos en la única casa que hay junto a la del peón caminero. El dueño tiene cincuenta y cuatro años. Tres hijos. Ahora sólo está con él el más pequeño. Otro lo tiene en el servicio. Con ellos vive un sobrino -que siempre va junto con la sobrinilla del peón caminero- llamado José Ignacio. El viejo está al servicio de la propietaria de todas estas tierras que cercan la casa. Por guardarlas, cobra seis pesetas diarias. Tiene, por su parte, un pequeño campo de trigo. La alimentación principal consiste en patatas. Su mujer nos explica que   —23→   cuando iba a dar a luz marchaba a Bujaraloz, para que la asistiera allí el médico. Su marido nos dice ahora que si él lo consintiera sus hijos se irían a trabajar lejos de aquí, a Barcelona. Zavattini le pregunta varias cosas. Luego le dice, «¿qué tiempo del año le agrada a usted más?». El viejo responde: «A mí el tiempo que más me gusta es el verano. Y el otoño también. Los pobres no tenemos para comprarnos un abrigo y en verano se puede ir hasta desnudo...». Cesare le pregunta si se aburre en esta soledad. «No, replica; siempre hay algo que hacer durante el día».

Cuando nos alejamos, camino de Bujaraloz, Zavattini nos habla de la Italia meridional y de Sicilia. «Allí, como aquí, las gentes sólo tienen lo indispensable para no morir».

Libros

En Libros, Teruel, una chica lava en el riachuelo que crece bajo la roca. No quiere que la retraten y, en un momento de descuido, sacamos la foto. ¿No podría ser esta muchacha intérprete de una película neorrealista?

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VILLANUEVA DE LA JARA (Cuenca).- Se ven eras. Están aventando y el polvillo desdibuja, difumina, los contornos del paisaje. El paisaje es ocre, con muchos amarillos. Se ve a todo el mundo trabajando en el campo, con precisión mecánica. Vemos, en lo alto de la loma, unos pinos esbeltos, finos, con unas pequeñas copas verdes, casi minúsculas. Nos acercamos a Villanueva. Pasamos por el cementerio. Existe un convento, grandullón, y una iglesia con un campanario robusto, rematado por una arquitectura casi flamígera. El pueblo es importante. Está en plena fiesta. Fiesta de la Virgen de las Nieves. Hay un circo ambulante, instalado en pleno pueblo. Cerca de donde se levanta la lona, un mendigo se arrastra -sin casi piernas y sin brazos- por el suelo. Está rebozado de polvo. Atravesamos un arco -por debajo de la casa-ayuntamiento- y nos encontramos una gran explanada donde unos carros -muchos- forman el improvisado redondel taurino. Hay mucha gente. Todos chillan. Se ven muchas mujeres.

Una vieja, acostada en el suelo, bajo un carro, asoma la cabeza por entre los radios de la rueda y chilla como una niña. Aparece la banda de música. Desfila entre aclamaciones e interpreta una marcha delante de la presidencia. Luego un mozo -vestido un poco a lo andaluz- sale montando una estupenda jaca, con la que hace unas estúpidas cabriolas. Entre los gritos de la gente sale al ruedo la vaquilla. A los pocos instantes el torerillo local termina de correr   —24→   tras el animal e intenta matarlo. El estoque se dobla al chocar con un hueso. La gente chilla más. El ruedo se ve invadido por los mozos que marean al bicho con sus empujones, gritos, lances improvisados. Ahora hay casi tanta gente abajo como en los «tendidos». Una vieja grita: «¡No le pinches en el c..., re...!». Un borracho, con la bota de vino, riega de tinto la cabeza de la vaquilla. La gente se ríe. Un mozo alto, vestido con una camisa y un pantalón negro, muy ceñido, lancea al animal con cierta seguridad y belleza. Pero alguien grita enseguida: «¡Ese es forastero! ¡Que salgan los mozos del pueblo!».

El ambiente está cargado de polvo, de moscas, de olor a sangre. De gritos. Al fin el bicho cae rodeado de manos, de pies. Ha durado «la lidia» de esta vaquilla una hora. Ahora sale la segunda. Vuelve a repetirse la escena de antes. Pero, de improviso, algún bromista deja un espacio entre carro y carro -sin que nadie se dé cuenta- y la vaquilla sale pitando del ruedo. Se arma un guirigay de espanto. Las mujeres -casi todas con los críos en brazos- chillan y huyen despavoridas. Todo el mundo sale corriendo tras la vaquilla que se ha internado en el campo. Un cabo de la guardia civil monta en una moto y sale disparado. Otros guardias civiles montan en caballos y corren tras el animal. Nos metemos en el auto y salimos en persecución del espectáculo.

Las Hurdes

Estamos en la frontera de Las Hurdes, en Casar de Palomera. A la izquierda de Zavattini, el viejo curandero Don Tomás, famoso en toda la comarca. El árbol, bajo el que nos encontramos, le sirve de techo y cobijo mientras diariamente una fila interminable de enfermos aguardan pacientemente sus «recetas».

Ahora el campo está lleno de gentes que corren hacia las lomas. La luz del atardecer está ceñida de violetas y rosas. Algún trozo del horizonte es rojo vivo. Los pinos se ven a lo lejos recortados, así como las gentes que pequeñas, se perciben al contraluz en las lomas. Se oyen a lo lejos unos disparos. La vaquilla huyó de la plaza con tres o cuatro banderillas clavadas en el lomo. ¿Hacia dónde habrá ido? Nos dice alguien que debe haber huido hacia Cuenca, hacia su ganadería.

Va cayendo la tarde. Las gentes comienzan a regresar al pueblo, nosotros también regresamos. Son las ocho y media de la noche. En la verbena -al otro lado del pueblo- la gente rodea los puestos de baratijas. En medio de la oscuridad de la noche resultan extrañas las luces de la verbena. Un tiovivo -de esos que están formados con asientos colgados de largas cadenas- gira y gira iluminado, en pleno campo castellano. Gira y gira en el fondo de la llanura, con su música de verbena. Los niños que montan en los asientos -que se abren con las cadenas formando un abanico- juegan en el cielo y en el aire lanzándose los unos contra los otros.

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En un baile próximo -que se celebra en una especie de corrala- casi todos los jóvenes del pueblo bailan delante de una orquestina. Una muchacha canta el «bayao» de Ana. Alguien nos explica que la chica ha servido como criada en Madrid y que por eso ahora canta aquí como «vocalista». Zavattini lo observa todo y toma notas.

Al otro lado de la tapia se extiende Castilla.

R[ICARDO]. MUÑOZ SUAY



A punto de imprimirse estas notas leemos en el último número de Cinema Nuovo la promesa que hace Zavattini en su célebre diario de ocuparse próximamente en la mista revista de este su viaje por los 6.000 kilómetros de España con Berlanga y Muñoz Suay. Nos complace habernos adelantado publicando antes las impresiones de uno de sus acompañantes. Pero a la vez prometemos ocuparnos en cuanto nos llegue su diario -y ello será más interesante aún- de la impresión sincera que se haya llevado Zavattini después de recorrer pueblo tras pueblo nuestra nación. - Nota del D.

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