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ArribaAbajoCine y ballet

Por Miguel Cruz Hernández


Catedrático de Filosofía de la Universidad de Salamanca


Cine y ballet

Cada época parece haber tenido una de las artes, o uno de los modos de creación artística, como más adecuada para expresar el espíritu de su tiempo. La época de nuestros abuelos parecía ser el tiempo de la ópera; nuestros padres alcanzaron aún la época áurea del teatro; nuestro tiempo es el período jubiloso del cine. Pero mientras el gran teatro y la ópera apenas sí calaron en unas grandes minorías burguesas, considerables, eso sí, numéricamente, pero minorías al fin, el cine por el contrario ha calado las dimensiones de toda la humanidad, tanto en profundidad como en extensión; el cine ha venido a ser casi la expresión misma del alma de nuestro tiempo. De aquí que sólo quien mire las cosas en su superficialidad puede considerar al cine como mera distracción; la gran seducción del cine reside en su comunidad espiritual con las inquietudes más recónditas del alma de nuestro tiempo, que han logrado encontrar su plasticidad en la suave penumbra de la cinematografía.

La dominación de la naturaleza por el hombre sólo ha podido realizarse gracias a la labor de la técnica, que en esencia no es otra cosa que una complicada economía de nuestra fuerza vital; el artesano que pone sus «cinco sentidos», como castizamente se dice, en su creación derrocha en ella toda la energía de su espíritu, pero el que se limita a vigilar la producción en serie, o aprieta un determinado tornillo en la cadena sin fin, vive a expensas de la fuerza creadora del que inventó o perfeccionó aquella técnica. Sólo el hombre que cree -aunque él no lo sepa, o no quiera saberlo- en la técnica es el tipo de hombre que podía encontrar su mejor expresión en el cine, un arte que presupone y postula la técnica. Pero como la fuerza espiritual del hombre, por adormecida que esté, nunca llega a estar totalmente muerta, el hombre sumergido en la técnica siente tanto deseo, como sintiera Adán en el Paraíso, de manifestar y desarrollar su energía; a esta manifestación de la energía creadora del hombre de índole no práctica, pero que tiene su sentido, es a lo que llamamos juego. El arte todo ha nacido de un juego trascendental que el hombre ha «inventado» luchando con la naturaleza. En el arte el hombre y la naturaleza luchan desesperadamente, en una batalla sin fin, sin vencedor, y sin vencido.

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Anna Pavlova

Anna Pavlova13, en la película The immortal swan.

Uno de los primeros y más arcaicos modos de este «juego» que es el arte, fue la danza, nacida del más natural de los instintos del hombre: el que permite que sigan existiendo seres humanos, pese a los infinitos medios de destrucción inventados por la naturaleza y el hombre, desde la quijada de Caín hasta las armas nucleares. El ballet no es otra cosa que la tecnificación de la danza, un proceso paralelo al efectuado por la ciencia moderna; por lo tanto no es de extrañar que la culminación técnica del ballet haya sido, pese a la antigüedad de la danza, relativamente tardía. Aquí se establece el primer paralelismo entre el ballet y el cine; uno y otro sólo consiguen su belleza mediante un equilibrio de factores técnicos; danza, música, trama, decoración, iluminación, efectos especiales, etc. Además, ballet y cine son artes eminentemente narrativas; el cine narra con imágenes, sonidos y palabras, en resumen, con acción; el cine siempre quiere contarnos algo y carga su acento sobre lo dinámico discursivo. El ballet, en cambio, prefiere el método dinámico expresivo, más primitivo que el método discursivo; el cine, pese a la predilección de ciertos directores y de cierto público por el mundo de los sueños y del subconsciente, es un arte de cuño racionalista, que presupone la lógica; el ballet es un arte prelógico, fundamentalmente mágico; en el cine el exotismo es un recurso pobre, que ha agotado la historia antigua y las heroínas bíblicas, más o menos sofisticadas; en el ballet el exotismo es un elemento constitutivamente artístico; la carencia de palabras, su suave simbolismo, la convencionalidad del atuendo y del ritmo, disuelve las fronteras y no precisa del «doblaje» para entrar en el alma de cualquier espectador. La nimiedad de la anécdota del ballet facilita su difusión y la inmersión del espectador en otro de los viejos «juegos» del hombre: la nostalgia. Todos estos efectos ¿cómo los consigue el ballet? Al igual que el cine: por medio del puro movimiento. La estática está de más en el ballet; en él nuestros ojos sustituyen a la «cámara» que sigue las rápidas evoluciones de los danzarines, caracterizadas -como la física moderna- por dos categorías esenciales: formulismo y discontinuidad.

Los «pasos» de baile podrán adquirir representaciones intuitivas que «nos parezcan» flores, cisnes, rosas, pájaros, insectos, pero bajo estas intuiciones lo que da fuerza al baile son simples combinaciones numéricas de rigurosas formas geométricas.

No es de extrañar, pues, que el cine intentase aprovecharse bien pronto de este delicado hermano gemelo suyo que es el ballet. Al principio el cine utilizó el ballet como un «divertimento», y muchas veces asociado al canto, cuando se llegó a la época sonora; de este modo no es difícil hacer pasar un film mediocre si está bien adobado con unas cuantas escenas de ballet. Así, aparecen ya en el cine mudo varios ballets bien conocidos, que se prestaban -y siguen prestándose- a ser desmenuzados por los tomavistas: Gisela, las Sílfides, y el Cascanueces, entre otros. Pero no se conformó el cine con esto y bien pronto se intentó llevar a la pantalla el ballet de trama argumental más fuerte, que no se prestaba tanto a ser intercalado como «divertimento», por ejemplo Scherezade o Thamar, y la genial Ana Pavlova llegó a realizar en cine el Lago de los cisnes bajo el título de El cisne inmortal. El defecto principal de esta dirección ha sido siempre la escasa consistencia artística del film resultante, que a la postre venía a hundirse por pesadez y sobra de elementos artísticos, mal dosificados.

Ballet y cine

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El camino para una mayor inteligencia entre el ballet y el cine vino por camino muy distinto; el primero que advirtió que el cine tenía a veces «calidades» de ballet fue Charlie Chaplin, que «organiza» el film con «pasos» de ballet a partir de La quimera del oro, dirección que culmina en algunos momentos de Tiempos modernos y, sobre todo, de La mujer de París. Esta tendencia fue hábilmente explotada por Walt Disney en sus films de dibujos animados, que a veces cobran calidades de ballet puro, como en ciertos momentos de La Cenicienta, de Peter Pan, y sobre todo, en Silly Symphoniec. Eisenstein14 ha aprovechado sabiamente las creaciones de Charlot en su Alexandre Nevski15, sobre la ópera de Prokofiev16, que tiene momentos, como el de la batalla, de auténtico ballet cinematográfico. Una tendencia análoga puede advertirse en el film de Cocteau, La Bella y la Bestia.

Massine y Tanmanova

Massine y Tanmanova en Jardín público.

La entrada del color en escena, sin embargo, ha permitido que se vuelva a la primera tendencia; recordemos el primer sketch de Tres amores, cargado de todos los tópicos del ballet, sin prescindir ni de la socorrida lesión cardíaca de la danzarina, ya explotada en gris en La belle que voila. La culminación de esta dirección la representan Cantando bajo la lluvia y Un americano en París, desde el lado ligero, y Las zapatillas rojas, desde el lado clásico. Pese a la belleza de este último film, la trama argumental descompone un tanto la armonía entre cine y ballet; y, hasta ahora, la fórmula más armónica la ha dado Los cuentos de Hoffmann donde se ha sabido saltar del ballet a la trama argumental por medio de auténticos recursos de ballet, sin esforzar en nada la plasticidad del film, ni la unidad de la obra.

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