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Conquista y mito blanco

Cristina Iglesia






Historia y épica: la necesidad de narrar

La epopeya quiere contar algo digno de ser contado, algo que no es igual a cualquier otra cosa, que no es intercambiable y que merece a título propio ser transmitido.


Theodor Adorno                


...de donde vine á tomar atrevimiento de ofrecer á V. E. este humilde y pequeño libro, que compuse en medio de las vigilias, que se me ofrecieron del servicio de S. M. en que siempre me ocupé desde los primeros años de mi puericia hasta ahora, y puesto que el tratado es de cosas menores y falto de toda erudición y elegancia, al fin es materia que trata de nuestros españoles, que con valor y suerte emprendieron aquel descubrimiento, población y conquista, en la cual sucedieron á las personas cosas dignas de memoria, y aunque en tierra miserable y pobre.


Ruy Díaz de Guzmán                


Un siglo después del descubrimiento de Solís, en 1516, la historia -entendida como manera de conservar en la memoria colectiva de los hombres aquellos hechos que dan sentido a su presente- se convierte en una necesidad impostergable. Algo ha ocurrido en el Río de la Plata que se parece y se diferencia de lo sucedido en otros puntos del continente conquistado. Se hace preciso hablar de esto aunque las diferencias resulten ya, a esta altura, humillantes para el cronista: no ha habido oro, ni siquiera plata; desde 1526 a 1537 todas las fundaciones españolas, sin excepción, son arrasadas por los indios; el hambre es una obsesión, un fantasma cotidiano que llega a hacer olvidar los sueños de grandeza.

Instalación precaria, sitio y ataque indígenas, hambre, destrucción y abandono: esta secuencia se repite en los intentos de Solís, Caboto y Mendoza.

No parece, sin duda, un lugar adecuado para imaginar alguna Nueva España en la que fuera posible desplegar el sueño de un mundo nuevo recreado a imagen y semejanza del viejo, donde pudieran hacerse valer otros honores compensatorios. La capitulación firmada por el rey promete a Pedro de Mendoza el título de conde con 10.000 vasallos, pero el adelantado muere en su viaje de regreso a España sin poder disfrutar ninguno de estos beneficios feudales. Ni señorío, ni vasallaje: sólo hostilidad, disensiones, hambrunas. Durante esos cien años las noticias sobre el oro y la plata son cada vez más desalentadoras. Sin embargo, los que apuestan a seguir el curso del río que ya tiene un nombre engañoso no se dan por vencidos y, siempre empeñados en su ruta hacia el norte, construyen esta historia.


Asunción: Babel y paraíso (1537)

Hacia 1540, los españoles han comprobado que la zona en la que el río desemboca es fría, hostil y de una pobreza de metales y comida francamente exasperante. Pero en un lugar más cálido, más al norte, en Asunción -un asentamiento pensado, al principio, como mera posta en la implacable búsqueda del camino hacia el Perú- encontrarán, finalmente, algo que los compensará de tantos padecimientos: «mujeres ardientes», comida en abundancia y la posibilidad de ejercer su dominio sobre millares de indios.

Cuando Irala ordena el despoblamiento de Buenos Aires, deja, encerrado en botellas hundidas bajo tierra, en varios puntos, un mensaje para previsibles viajeros extenuados por la larga travesía del océano. El texto habla de Asunción y dice así: «tenemos de paz como vasallos de Su Majestad los indios guaranís, siquier Carlos, que viven treinta leguas alrededor de aquel puesto, los cuales sirven a los cristianos, así en sus personas como con sus mujeres en todas las cosas del servicio necesarias, y han dado para el servicio de los cristianos setecientas mujeres para que los sirvan en sus casas y en las rozas, por el trabajo de las cuales y porque Dios ha sido servido dello principalmente, se tiene tanta abundancia de mantenimientos, que no sólo hay para la gente que allí reside mas para más de otros tres mil hombres encima» (Lafuente Machain, 1939, 386).




Servicio de mujeres, mujeres de servicio (1540-1550)

El texto de Irala ofrece al conquistador un bien que ya equivale al oro: la mujer guaraní que abastece de alimento mediante su trabajo agrícola y de placer mediante su servicio sexual. Como no puede suscitar otras codicias, Irala -prototipo del indiano más apegado a esta tierra que a su España- intenta movilizar la  sensualidad y la idea del bienestar cotidiano en hombres que han pasado demasiado tiempo sin reparaciones materiales de ningún tipo.

Asunción será así -desde la esperanza, la condena o la saciedad-, ese lugar idealizado y a la vez juzgado por los conquistadores y reprobado por los cronistas religiosos posteriores, que apelarán para nombrarla a una imagen sintetizadora: el «Paraíso de Mahoma». Y si se convoca a Mahoma, un nombre que por sí solo atormenta las imaginaciones de la cristiandad medieval, pero sobre todo la del español que apenas ha dejado atrás la guerra contra el moro infiel, es porque se intuye el riesgo de esta nueva caída; «es tanta la desvergüenza y poco temor de Dios que hay entre nosotros en estar como estamos con las indias amancebados que no hay Alcorán de Mahoma que tal desvergüenza permita, porque si veinte indias tiene cada uno con tantas o las más de ellas creo que ofende, que hay hombres tan encenagados que no piensan en otra cosa, ni se darán nada por ir a España aunque estuviesen aquí muchos años por estar arraigado en nosotros este mal vicio», escribe alarmado, el oficial real Gerónimo de Ochoa (Salas, 1960,189/190).

El paraíso paraguayo está larvado de tensiones. El placer y el bienestar del conquistador, basados en la acumulación de mujeres indias que trabajan para él y en el continuo abastecimiento de víveres impuestos a los guaraníes, implican la soledad y la miseria material del indio. Soledad de mujer: «y por tenerlas nosotros, los indios dejan de multiplicar», asegura, sin pena, un oficial real hacia 1545; miseria material, porque el tributo forzoso a los españoles desalienta el cultivo en sus propias tierras y empobrece sus condiciones de vida.

De ahí que, desde los primeros síntomas de oposición que registran los mismos cronistas -como el ahorcamiento del cacique Aracare ordenado por Álvar Núñez como castigo, por negarse a conducir a su gente como tropa de auxilio forzoso en las 'entradas' españolas hasta la rebeldía generalizada con que la alianza de los guaraníes con los agaces y los payaguás enfrenta a los conquistadores hacia 1545 -un proceso de resistencia activa que recorre todo el siglo XVI, funciona como contrapunto al incitante texto de Irala (Susnik, B., 1978,165/176).

Otro elemento de tensión es la mirada de los peninsulares recién llegados que no encuentran siquiera calificativos para describir lo que ven: «Querer contar e anumerar las indias que cada uno tiene es imposible, pero parésceme que hay cristianos que tienen a ochenta y a cien indias, entre las cuales no puede ser sin que haya madres e hijas, hermanas e primas; lo cual al parecer, es visto que ha ser de gran conciencia»1.

Precisamente una de las formas más reiteradas de la resistencia indígena consiste en despoblar de mujeres sus asentamientos y esconderlas en la espesura de los bosques: por esas indias los españoles no sólo organizaban expediciones de saqueo sino que «reñían en las calles, se esperaban emboscados o se buscaban a la salida de misa» (Salas, 1960, 186).

Finalmente, Asunción es una aldea incomunicada de los demás centros virreinales. Pueden pasar más de cinco o seis años sin que se despache un barco a España y las noticias de otras zonas de América casi no llegan. Por lo tanto, aislado del resto del mundo, este pequeño grupo de españoles, lanzados a la más fabulosa e intensa experiencia de mestizaje, será, también, propenso a los amotinamientos, al desconocimiento de las autoridades que nunca terminan de llegar y a las elecciones directas de jefes o capitanes que garanticen la continuidad de su peculiar modus vivendi. Mundo feudal hasta en esas pequeñas y continuas rebeldías y enfrentamientos -entre tenientes y gobernadores, entre gobernadores y obispos- quizás sólo en Asunción adquiriera todo su sentido aquella frase repetida en distintos lugares del continente conquistado: «Dios está en el cielo, el Rey está lejos, aquí mando yo».






Escrituras de la conquista

Varios son los textos que, a lo largo del siglo XVI, iluminan aspectos de esta singularísima jornada conquistadora y cada uno de ellos tiene un interés particular. Sus autores también ocupan lugares disímiles en el complejo universo de la conquista. Luis de Miranda y Ulrico Schmidl, un clérigo y un soldado, se convierten en improvisados cronistas. Ambos forman parte de la expedición de Mendoza (1536) que fue la más importante de las enviadas a esta zona de América (De Gandía, 1936; Groussac, 1912, Tomo VIII y 1949, Tomo I). Álvar Núñez Cabeza de Vaca desempeña ya funciones superiores: tesorero en la expedición a la Florida (1527) y posteriormente, adelantado en el Río de la Plata (1541). Personaje que parece escapado del libro del Arcipreste de Hita, el clérigo Centenera, llegado a las Indias en 1572 con la expedición de Ortiz de Zárate, vivirá una extensa e intensa jornada americana. Por último, Ruy Díaz de Guzmán será el primer autor nacido en América que escriba una historia de la Conquista del Río de la Plata.


Hambre, pasión y muerte


En las partes del Poniente
Es el Río de la Plata
Conquista la más ingrata
      A su señor!



Esta es la primera estrofa del Romance Elegíaco de Luis de Miranda (1961). Los primeros versos que un español escribe en el Plata surgen como un reproche: la tierra no se deja conquistar y la secuencia de sitio, hambre y destrucción es el referente inmediato del primer sistema de imágenes que la literatura del conquistador estructura.

Este clérigo que, alternativamente, oficia misas y combate como soldado, participa de la ruinosa experiencia de la primera fundación de Buenos Aires. Cuando Irala ordena la despoblación, Miranda forma parte de este primer éxodo involuntario. Ya en Asunción, se alista con Álvar Núñez en sus enfrentamientos con Irala y acaba encarcelado y enviado a España en la misma nave que su jefe ocasional. Su Romance no puede menos que ser elegíaco. A la derrota se suma el hambre que, desde entonces, será un tema estructurante en la escritura de la conquista rioplatense:


Lo que más que aquesto punto
Nos causó ruina tamaña
Fue la hambre más extraña
      Que se vió



que culmina con la célebre historia de la antropofagia que no respeta lazos de sangre:


Allegó la cosa a tanto
Que como en Jerusalen
La carne de hombre también
      La comieron
Laz cosas que allí se vieron
No se han visto en escritura
Comer la propia asadura
      De su hermano



Escrito probablemente en Asunción, el poema reflexiona sobre la imposibilidad de fundar, la imposibilidad de arraigar en una tierra que se muestra hostil. Este tema, que llegará hasta el siglo XVIII, asume en el Romance el artificio de una alegoría:


Desleal y sin temor
Enemiga de marido
Que manceba siempre ha sido
       Que no alabo
...............................
Que seis maridos ha muerto
      La Señora.



La Señora es la tierra rioplatense y los conquistadores, sus maridos frustrados. Una tierra que seduce a los hombres pero después los mata. Esta imagen donde lo femenino se vincula a una virilización que resulta fatal tendrá ulteriores desarrollos en nuestra literatura. Mientras tanto, la imagen de un casamiento entre los dos mundos parece de algún modo profética con respecto al mestizaje futuro:


Mudemos tan triste suerte
Dando Dios un buen marido
Sabio, fuerte y atrevido
      A la viuda.






El derrotero del hambre

Ulrico Schmidl publica en Baviera, en 1567, su Derrotero y viaje a España y las Indias (Schmidl, 1980). La doble extranjería de Schmidl se pone de manifiesto desde el título: como alemán, viaja catorce días desde Amberes hasta Cádiz para incorporarse a cualquier flotilla española que partiera hacia América. Es una víctima del «mal de viajes» de la época. Ya en Cádiz se alista en la expedición que Mendoza prepara y queda bajo la jurisdicción de su «Cesárea Majestad», el rey de España. Ulrico es, entonces, alemán entre españoles y un tipo diferente de extranjero entre los indios. Debe reconocer dos mundos en forma simultánea: el de sus compañeros de aventura, que tiene similitudes con el suyo -sobre todo frente a los indios- pero que no le pertenece, y otro, absolutamente desconocido, que descubre junto a los españoles pero con mirada distinta. Doble dificultad que, en el texto, emerge en el esfuerzo del narrador por mostrarse como leal vasallo del monarca español y en la incorporación de numerosos vocablos indígenas.

Esta crónica en alemán que, curiosamente, comienza y termina con imágenes de ballenas y peces, ha sido escrita para provocar el asombro del lector frente a lo que el narrador tuvo el privilegio de conocer antes que él. Hay estupor pero también desparpajo en su escritura: con notable continuidad de tono, Ulrico describe los animales y los indios. Ambos forman parte de lo novedoso de esa naturaleza, ambos tienen que ver con una cuestión esencial: la comida. En la descripción de las tribus americanas lo primero que Schmidl anota es lo que comen y lo hace con verdadero detenimiento aunque a veces la magnitud de la novedad tropiece con los límites de la lengua: «...[también] tienen ellos gran provisión de trigo turco, mandiotín, mandioca-pepirá, mandeporí, batatas, maní, bocaja y otras raíces más, que ahora no se pueden describir. También tienen para carne venados, ovejas indias caseras y ariscas, avestruces, patos, gansos, gallinas y otras volaterías más que en esta vez yo no sé escribir todas.» (Schmidl, 1980, 107). El hambre, se adueña poco a poco del relato y provoca, también, el primer enfrentamiento entre españoles e indios que su crónica registra. Si los indios son mirados esencialmente como proveedores de riqueza y de comida, cuando dejan de cumplir, aunque sea por un día, con ese pacto unilateral, son atacados y saqueados: «...los susodichos querandíes nos han traído diariamente al real durante catorce días su escasez de pescado y carne y sólo fallaron un día en que no nos trajeron de comer» (Ib., 38), La respuesta es inmediata: Mendoza envía un alcalde y dos peones pero «Cuando él (el alcalde) llegó donde aquellos estaban, se condujo de un modo tal con los indios que ellos, el alcalde y los dos peones, fueron bien apaleados; y [después] dejaron volver a los cristianos a nuestro real» (Ib., 38/9). Codicia y voracidad son los núcleos temáticos del texto de Ulrico y también sus desencadenantes narrativos.

Pero lo que lo diferencia de otros textos y termina por imponerle una característica inusual en la zona del Plata es su falta absoluta de juicios de valor sobre la conquista y sus hombres. En esto Schmidl se parece a Bernal. No hay nada que ocultar; ni las agudas disensiones en el interior del grupo conquistador: «el gobernador desconfiaba que nosotros hiciésemos una rebelión en el país y con los otros que se habían escapado y huido a los bosques y sierras hiciésemos una alianza entre nosotros [...] Así hizo el gobernador un convenio con nuestro capitán y le hizo un buen regalo, que nuestro capitán quedó bien contento y salvó su vida; pero nosotros no sabíamos nada de semejante proceder; si por acaso lo hubiéramos sabido, le hubiéramos atado las cuatro patas a nuestro capitán y lo hubiéramos llevado al Perú; pero los grandes señores son malos y bellacos; donde [pueden] despojar a los pobres peones de lo suyo, lo hacen» (Ib., 123); ni la desigualdad forzosa del intercambio, en la que el conquistador recibe comida por bagatelas («fuere ello a gusto o disgusto de los indios, esto debían aguantar, entonces nosotros teníamos abundancia de comida en carne» (Ib., 111); ni la brutalidad del despojo («Así yo traje para mi botín en ese tiempo más de diez y nueve personas, hombres y mujeres que no eran muy viejas, pues yo no he mirado por las gentes viejas, sino buscado siempre las gentes jóvenes, también [traje] ponchos indios y otras cosas más» (Ib., 110).

El tono de Schmidl es inmutable: «Así tomamos los Payaguás y los condenamos y se les ató a ambos contra un árbol y se hizo una gran fogata desde lejos. Así se quemaron con el tiempo» (Ib., 65). Lo impasible de su tono se relaciona con la legitimidad de la conquista ante sus ojos y ante la posible conciencia de sus lectores. El texto de Schmidl adhiere, sin sutilezas, la perspectiva del autor a la del lector. Giros frecuentemente utilizados por el narrador como el «allá afuera» o el «entre nosotros», aluden a un nivel de ratificación sin rupturas con una amplia franja de la conciencia europea contemporánea.




Naufragios y derrotas como probanzas de servicio

Naufragios y comentarios aparece en Valladolid, en 1555. Los títulos corresponden a dos relaciones de servicio, una fórmula que engloba textos destinados a probar ante el rey los méritos del funcionario. Su autor es Álvar Núñez Cabeza de Vaca, un hombre cuya sola biografía bastaría para alumbrar una zona poco conocida: la de las penurias y soledades del conquistador cuyo itinerario nunca llega a conocer el éxito.

Álvar Núñez participó en dos jornadas a las Indias. La primera lo contó como tesorero de la expedición de Pánfilo Narváez a la Florida en 1527. Los Naufragios recogen esta experiencia singularísima. Después de nueve años de padecimientos que parecen trazar círculos concéntricos, de los 600 hombres de Narváez regresan a España sólo cuatro. En realidad, para Álvar Núñez serán tres, porque el cuarto es un negro, Estebanico. Cabeza de Vaca es uno de estos sobrevivientes: su desolado relato resultará, por momentos, francamente conmovedor (Pastor, B., 1983, 294/337).

Como premio a tantos trabajos, el rey le concede, en 1541, la posibilidad de volver a América. Pero esta vez su destino es Asunción y su cargo el de adelantado. Su objetivo es gobernar una región díscola, cuyos oficiales han reclamado al rey el nombramiento de una autoridad. Después del desastre de Mendoza, Álvar Núñez se convierte así, en el segundo adelantado de estas tierras. Pero su llegada a Asunción, en 1542 -al cabo, otra vez, de un penosísimo viaje- provoca la hostilidad de Irala y los asunceños. Entre la perplejidad y la ira que este universo paraguayo le provoca, «naufraga» nuevamente en expediciones inútiles y en medidas administrativas que tienden a regular lo irregulable -es notable, por ejemplo, uno de sus bandos que prohíbe el incesto2-, y termina derrocado y encarcelado por un levantamiento de capitanes y soldados embanderados con Irala3.

El memorable capítulo LXXVII de los Comentarios (Núñez Cabeza de Vaca, 1971), en que nos describe su cautiverio, posee un ritmo narrativo vigoroso: hay tensión, un enigma y también un desenlace inesperado. En el vértice de la relación del jefe encarcelado y sus adictos, la figura de una india, o más bien su cuerpo, su desnudez, desdobla la significación del relato: «En el tiempo que estas cosas pasaban, el gobernador estaba malo en la cama, y muy flaco, y para la cura de su salud tenía unos muy buenos grillos a los pies, y a la cabecera una vela encendida, porque la prisión estaba tan escura que no se parescía el cielo, y era tan húmeda, que nascía la yerba debajo de la cama; [...] y los oficiales y todos sus aliados y confederados le guardaban de día y de noche, armados con todas sus armas, que eran más de ciento y cincuenta [...] y con toda esta guarda, cada noche o tercera noche le metía la india que le llevaba de cenar una carta que le escrebían los de fuera, y por ella le daban relación de todo lo que allá pasaba, y enviaban a decir que enviase a avisar qué era lo que mandaba que ellos hiciesen; [...] la india que le traía una carta cada tercer noche, y llevaba otra, pasando por todas las guardas, desnudándola en cueros, catándole la boca y los oídos, y trasquilándola porque no la llevase entre los cabellos, y catándola todo lo posible que por ser cosa vergonzosa no lo señalo, pasaba la india por todos en cueros, y llegada donde estaba, daba lo que traía a la guarda, y ella se sentaba par de la cama del gobernador, como la pieza era chica; y, sentada, se comenzaba a rascar el pie, y ansí, rascándose quitaba la carta y se la daba por detrás del otro. Traía ella esta carta, que era medio pliego de papel delgado, muy arrollada sotilmente, y cubierta con un poco de cera negra, metida en lo hueco de los dedos del pie hasta el pulgar, y venía atada con dos hilos de algodón negro [...]. Los oficiales y sus consortes lo sospecharon [...] y para saber y asegurarse ellos de esto, buscaron cuatro mancebos de entre ellos que se envolviesen con la india, en lo cual no tuvieron mucho que hacer, porque de costumbre no son escasas de sus personas, [...] y envueltos con ella y dándole muchas cosas no pudieron saber ningún secreto de ella, durando el trato y conversación once meses» (Ib., 216/17). Dos historias se ensamblan admirablemente: el ardid de sus partidarios que utilizan a la india como instrumento y la mirada casi admirativa del adelantado ante ese cuerpo de mujer cuya obstinada fidelidad no llega a comprender del todo.

Finalmente, es enviado a España con gravísimos cargos. «Luis de Miranda, clérigo, [a quien] tuvieron preso con el alcalde mayor más de ocho meses donde no vio ni sol ni luna», viajó con él en este barco cargado de prisioneros y de pasiones encontradas que habría en enfrentar insospechadas peripecias.

Los Comentarios se convierten así en la relación de este nuevo, infortunado servicio en el que además de los padecimientos físicos, recibe cargos agraviantes. El texto, originado en la necesidad de recuperar la honra, privilegiará como lectores al rey y a los jueces y enfatizará la reivindicación histórica de la figura del adelantado. Texto vivo y elocuente, con valiosas observaciones sobre la conducta del indio y también con sagaces ocultamientos o deformaciones, los Comentarios propondrán el fracaso como tema. La posición del narrador ha sido degradada y el texto servirá para procurar su ascenso. Por eso, desde la humillación ataca a sus adversarios y desnuda, por esta vía, algunas iniquidades de la conquista. La violencia del despojo: «Estando el gobernador de esta manera, los oficiales y Domingo de Irala, luego que le prendieron, dieron licencia abiertamente a todos sus amigos y valedores y criados para que fuesen por los pueblos y lugares de los indios y les tomasen las mujeres y las hijas, y las hamacas y otras cosas que tenían, por fuerza y sin pagárselo, cosa que no convenía al servicio de su Majestad y a la pacificación de aquella tierra» (Ib., 217). La hipocresía del argumento evangélico: «Para valerse de los oficiales y Domingo de Irala con los indios naturales de la tierra, les dieron licencia para que matasen y comiesen a los indios enemigos de ellos y a muchos de estos, a quien dieron licencia, eran cristianos nuevamente convertidos» (Ib., 221). La crueldad de la lucha entre españoles, como la reflejada en una secuencia cuya modernidad asombra: «Sobre esta causa dieron tormentos muy crueles a otras muchas personas para saber y descubrir si se daba orden y trataban entre ellos de sacar de la prisión al gobernador [...] y muchos quedaron lisiados de las piernas y brazos de los tormentos; y porque en algunas partes por las paredes del pueblo escrebían con letras que decían: Por tu rey por tu ley morirás, los oficiales y Domingo de Irala y sus justicias hacían informaciones para saber quién lo había escrito y jurando y amenazando que si lo sabían que lo habían de castigar a quien tales palabras escribía y sobre ello prendieron a muchos y dieron tormento» (Ib., 220).

Ninguna otra crónica rioplatense alcanza estos niveles críticos y es precisamente su lectura la que suscitó en Ricardo Rojas la formulación de una secuencia de imágenes en la que lo salvaje se desplaza sin forzamientos al bando del conquistador: «este libro denuncia lo que otros no denunciaron: europeos que entraban incendiando las hutas de los pobres indios, ahorcando a los caciques, robando las madres y las hijas para poseerlas juntas, como manada de padrillos en las salvajes madrigueras que eran sus campamentos» (Rojas, 1948, V. 3, 112-113).




La canalla argentina



recordando
diversas aventuras y extrañezas,
prodigios, hambres, guerras y proezas

Algunos, por baldón con mal aviso,
la llaman de Mahoma el Paraíso.


Martín del Barco Centenera, La Argentina                


En la frontera del nuevo siglo, Martín del Barco Centenera, «uno de los clérigos más díscolos que había en el Reyno» -según afirma la letra del proceso levantado en su contra en Lima-, opta por el reposo en la corte del Virrey de Portugal.

Ha protagonizado innumerables «entradas» en tierras de indios, guerrillas de facciones entre españoles, escándalos en los que el vino y las mujeres ocupan un lugar destacado. Nada de esto le ha impedido ocupar cargos eclesiásticos importantes como el de Secretario del Santo Oficio en Cochabamba y del Concilio reunido en Lima, en 1583, para abordar los candentes temas que la predicación planteaba a la Iglesia en América. Desde la tranquilidad de la vida cortesana, escribe a partir de sus recuerdos. Su texto es un poema que ofrece a su protector, Don Rodrigo, Marqués de Castel, pero que apunta a un público más vasto. Escribe «porque el mundo tenga noticia y verdadera relación del rio de la Plata, cuyas provincias son tan grandes, gentes tan belicosísimas, animales tan fieros y bravos, aves tan diferentes, bívoras y serpientes que han tenido con hombres conflicto y pelea, peces de humana forma y cosas tan exquisitas que dejan en éxtasis los ánimos de los que con alguna atención los consideran» (Barco Centenera, s/n de pág., 1912).

Su poema, de largo título, será conocido simplemente, como La Argentina, vasta zona definida, desde la dedicatoria, como un campo de batalla.

El combate contra el hambre es una de las consecuencias de la lucha contra los indios; el tema reaparece en Centenera con una intensidad que ratifica su carácter fundacional en el espacio literario inaugurado por la conquista:


«Acá Francisco Ruiz hace la guerra
en Buenos Aires y anda diligente,
mas poco le aprovecha, que la perra
pestífera, cruel hambre canina
a todos abandona y los arruina»


(Ib., 28)                



[...]
«Comienzan a morir todos rabiando,
los rostros y los ojos confundidos.
A los niños que mueren sollozando
las madres les responden con gemidos»


(Ib., 28)                


Pero además del hambre y del indio, el español tendrá nuevos antagonistas. Al combate español-indio se suma, al promediar la segunda mitad del siglo XVI, una tensión que, con frecuencia cada vez mayor, se dirime también en el terreno de las armas: las rebeliones encabezadas por mestizos que enfrentan a los cada vez más reducidos grupos de españoles peninsulares. La crónica de esos años revela que la opresión social convierte al mestizo en parricida y en aliado potencial del indio4.

El poema de Centenera reelabora esta tensión. De dos maneras literarias que funcionan como contracaras de una misma necesidad épica. La primera: junto a las fábulas sobre mariposas, gusanos, carbunclos, peces y serpientes, el clérigo incorpora una historia de amor. En realidad, es una historia de amor india, cruelmente interrumpida por la irrupción del blanco. Pasión casi demencial del conquistador, asesinato del indio, suicidio de Liropeya, la heroína indígena. Sin embargo, el material narrativo no llega a organizarse en forma mítica, precisamente porque el ciclo de despojo, asesinato y suicidio indígena, resulta demasiado simétrico respecto del referente. Y si es cierto que el suicidio de Liropeya impedirá su violación por el europeo, su instrumento, la espada del conquistador, remite claramente a la violencia blanca. Desencadenante de la historia, pero también elemento decisivo de su desenlace, el valor de la mujer indígena es el centro de este primer episodio amoroso en tierras rioplatense.

La segunda forma de aquella reelaboración: la crónica de la sublevación de mestizos en Santa Fe, hacia 1580, reviste en Centenera el carácter de llamado de atención: se puede perder, a pesar de los siglos de dominación, todo lo ganado.


«que si durara aquel levantamiento
un mes, todo el Perú fuera sujeto
a la dicción y mando de tiranos,
con solo la ocasión destos livianos»


(Ib., 171)                


La revuelta se torna abiertamente antiespañola:


«Estando desta suerte revelados
eligen capitán que gobernase
y mandan que saliesen desterrados
Los Españoles luego, sin que osase
quedar algunos términos pasados,
y el que tiene mujer se la llevase,
que solos poseer quieren la tierra
pues solos la ganaron en la guerra»


(Ib., 174)                


El peligro lo alarma; crispada entre el desprecio y el temor, su escritura condena a esos orgullosos «mancebos de la tierra» con una fórmula precisa: «la canalla argentina» (Ib., 176).

La literatura del conquistador aprende a definir la pertenencia a una zona que, confusamente, empieza a percibirse como argentina, con la doble carga de ilegitimidad y rebelión contra el orden establecido. La polisemia de estos «mancebos de la tierra» ya resulta subversiva: la «canalla argentina» intenta un contraataque aunque, al mismo tiempo, no haga sino reconocer y reforzar una diferencia cada vez más abrumadora.




La escritura entre la obediencia y la traición

No sin falta de consideración, discreto lector, me moví á un intento tan ageno de mi profesión, que es militar, tomando la pluma para escribir estos anales del descubrimiento, población y conquista de las Provincias del Rio de la Plata, donde en diversas armadas pasaron mas de cuatro mil españoles, y entre ellos muchos nobles y personas de calidad, todos los cuales acabaron sus vidas en aquella tierra, con las mayores miserias, hambres y guerras, de cuantas se han padecido en las Indias no quedando de ellos mas memoria, que una fama común y confusa de su lamentable tradición, sin que hasta ahora haya habido quien por sus escritos nos dejase alguna noticia de las cosas sucedidas en 82 años, que hace comenzó esta conquista -de que recibí tan afectuoso sentimiento, como era razón, por aquella obligación que cada uno debe á su misma patria [...] con que vine á recopilar este pequeño libro tan corto y humilde, cuanto lo es mi entendimiento y bajo estilo, solo con el celo de natural amor, y de que el tiempo no consumiese la memoria de aquellos que con tanta fortaleza fueron merecedores de ella, dejando su propia quietud y patria por conseguir empresas tan dificultosas.


La Argentina                


Hacia 1612, en Charcas, Ruy Díaz de Guzmán termina la primera parte de su obra. Durante dos siglos se la conoce como La Argentina manuscrita, denominación que define una diferencia importante con el poema de Centenera. Esta Argentina no conoce los beneficios de la imprenta hasta que la edita, en 1835, Pedro de Angelis5. La peripecia de estos manuscritos -cuya circulación en numerosas copias fue, sin duda, profusa- parece inaugurar una difícil opción para los primeros escritores americanos. O se publica en Europa (la imprenta más cercana está en Lima, por entonces) o se condena la obra a un público restringido. Porque, efectivamente, Ruy Díaz es un escritor rioplatense que no traspone nunca los límites del continente aunque su público deseado se ubique en la corte española. Americano pero, además, y a pesar suyo, mestizo, Ruy Díaz propone su propia obra como material historiográfico y delimita la razón de su trabajo: la escritura como fijación de una epopeya que nadie narró antes, la escritura como obligación de recuperar la memoria del pasado.

Pero su texto será también, más allá de su voluntad, la historia de una dolorosa contradicción. La primera revisión orgánica de la conquista del Río de la Plata -en ella se basarán todas las crónicas religiosas y laicas posteriores- será elaborada por un mestizo que ha adoptado el punto de vista del invasor español, pero cuyo origen personal lo margina y lo vuelve ilegítimo.

La Argentina se escribe para esconder -hacer olvidar- ese sentimiento de ilegitimidad. Por eso, tanto el sentimiento mismo como su ocultamiento se extenderán, en el libro, a todo el proceso de conquista y colonización española. Lo que se esconde es, precisamente, el sentido de la empresa española. Esta extrema tensión entre lo que se cubre y lo que se muestra provocará la inclusión de episodios míticos, literarios, que asignarán desde lo imaginario, uno de sus sentidos al texto histórico. Por eso también, su tema explícito, prolijamente delimitado desde el título -Anales del descubrimiento, Población y conquista de las provincias del Rio de la Plata- no llegará a encubrir el gran tema subyacente en esta crónica: el mestizaje como problema, como malestar. Que, desde lo literario, remitirá, de inmediato, a su derivación histórica más importante: el problema de la herencia de esa merced que, ya a comienzos del siglo XVII se revelaba como una de las vías de apropiación institucionalizada de las tierras del indio: la encomienda.




La historia como borramiento del origen

«A los hijos de español y de india o de indio y española, nos llaman mestizos, por dezir que somos mezclados de ambas nasciones; fué impuesto por los primeros españoles que tuvieron hijos en Indias, y por ser nombre impuesto por nuestros padres y por su significación, me lo llamo yo a boca llena y me honro con él». El Inca Garcilaso coloca, con orgullo, las cartas sobre la mesa. Este hacerse cargo de su condición mestiza será, precisamente, el punto de partida de los Comentarios (Garcilaso, 1943, 297).

En el extremo opuesto, desalentado fáciles analogías, Ruy Díaz inicia un juego menos limpio. En la dedicatoria a «Don Alonso Perez de Guzman, el Bueno, mi Señor» dice, refiriéndose a su linaje: «...y quedando mi padre en esta provincia, le fue forzoso asentar casa, tomando estado de matrimonio con doña Ursula de Irala». Doble juego de encubrimiento que, en realidad, delata más de lo que calla. Oculta, en primer lugar, que su madre, Ursula, es una de las hijas mestizas de Irala con la india Leonor, una de las siete mujeres guaraníes reconocidas en su famoso testamento (Lafuente Machain, 1939, 547-565); oculta, en segundo lugar, que este casamiento fue una imposición de Irala a los cabecillas de una rebelión sofocada sangrientamente en plena selva paraguaya.

Este y no otro es el origen del texto que desplegará en su trayecto el doble gesto de mostrar y ocultar, de fijar y borrar: un jefe que resume todas las ambiciones y ejerce su autoridad con «demasía»; una rebelión feudal reprimida con crueldad; la legalización forzosa del mestizaje con la imposición de sus hijas -nacidas de indias guaraníes «principales»- como esposas a estos levantiscos capitanes orgullosos de su limpieza de sangre6.

Nieto, pues, de Irala y de la india Leonor, hijo de Alonso Riquelme y la mestiza Úrsula, pero, además, sobrino nieto de Álvar Núñez -tenaz opositor de su abuelo- Ruy Díaz, ubicado en una encrucijada histórica particular elige cultivar, con palabras de Rojas, «los prejuicios de la raza, de la casta y de la época, con afán cortesano: lealtad al rey, amor a Dios, culto a la Iglesia, devoción a las jerarquías nobiliarias, fe aristocrática en las armas». Elige un bando y, al hacerlo, encadena la versión de los hechos como una ampliación de su historia familiar: «Después que el adelantado Pedro de Vera, mi rebisabuelo, por orden de los reyes católicos D. Fernando y D. Isabel, conquistó la gran Canaria». La primera frase de La Argentina marca un antes y un después jalonado por su remoto antepasado iniciando el ademán conquistador.

Cuando define su materia, Ruy Díaz afirma que hablará de «cosas dignas de memoria aunque en tierra miserable y pobre». Hay resentida humildad en esa frase que expresa la frustración española ante la magnitud del esfuerzo y lo mísero de la recompensa. Es notable verificar que ambos gestos se mantienen a lo largo de los siglos: si las clases dominantes consideran a la historia y sus documentos como una herencia familiar indiscutida, también el sentimiento de inferioridad del historiador de la élite se conserva sin variantes: ¿No delimita Ruy Díaz su objeto con el mismo tono con el que Groussac, nos habla de esta «humilde materia colonial», «de asunto reducido» y de «mediano interés»? (Groussac, 1949, T. I, 28).




Entrar y narrar: dos formas de conquista

...señores, corramos la tierra, y después haremos asiento, donde más nos convenga, después de haber visto y descubierto lo que hay adelante, que no es razón que á la primera vista de este buen terreno nos quedemos en él, que podrá acaso poco más adelante haber mejores.


Palabras atribuidas a Álvar Núñez en La Argentina de Ruy Díaz de Guzmán                


En el texto, las acciones siguen un esquema rígido que sólo muy esquemáticamente podría llamarse el de los hechos, porque, en realidad, corresponden al ordenamiento que de éstos hace el conquistador. La acción comienza, invariablemente, por la ocupación del espacio, ocupación física y jurídica ya que ocupar significa fundar y toda fundación repite un ordenamiento legal preexistente. La segunda acción es la de avanzar. El capitán permanece en la ocupación y envía a un hombre de su confianza a explorar, al mando de una pequeña compañía. Si la nueva «entrada» promete seguir alimentando el sueño del oro y de la plata, si parece alentar el encuentro con el camino al país del Rey Blanco, del Dorado o «Gran Noticia», el capitán o gobernador parte en persona.

Por agua o por tierra -o por ambas vías simultáneamente-, solos o -ya avanzado el siglo XVI- acompañados de enormes ejércitos de indios «amigos», nunca se deja de buscar una salida al norte, que cada vez parece más huidizo e impreciso.

Para el conquistador, la «entrada» en tierra americana no ha perdido el significado de búsqueda que el camino y la necesidad de hacer camino tienen para el hombre medieval. Búsqueda de oro, de riqueza, superpuesta, como en la peregrinación, a la idea de salvación al final del trayecto. Por eso, la ocupación se inicia con la implantación de la cruz de madera y, cuando se produce el encuentro con los indios, se repite el gesto que consagra esa nueva etapa del viaje: la lectura del requerimiento.

Ocupar, avanzar y nuevamente ocupar y volver a avanzar. En el lenguaje de Ruy Díaz: cautivar la tierra para después, correrla. O sus equivalentes: poseer la tierra para después, abrirla. Más adelante, la codicia de indios para encomendar hará necesaria la utilización de una frase condensadora: descargar la tierra -de españoles desesperados- hacia otras zonas potencialmente pobladas de indios para encomendar.

El relato avanza según este ritmo. Entremezclando ahorcamientos, indultos, excomuniones, adulterios, tormentos y represalias con los indios, la narración se mueve pulsada por la violencia.

Sin duda, la historia personal de Ruy Díaz es una historia violenta. Además de su origen: apenas adolescente, con menos de 17 años, presencia el encarcelamiento de su padre en una mazmorra por orden de Ruy Díaz Melgarejo, un capitán mentado por su ferocidad con los «naturales». La crueldad de Melgarejo parece fascinarlo. A partir de entonces lo seguirá en sus asombrosas incursiones por la selva y aprenderá, sobre la marcha, la brutalidad con los indios, que aplicará, rigurosamente, en las innumerables jornadas de «pacificación» en las que participa, desde Salta hasta el Guayra.

Pero si la escritura se preocupa por articular el entramado de enfrentamientos que conmueven a todos los bandos en pugna y llega a producir nítidas facciones, la pasión que destruye su uniformidad es una mezcla de odio y temor al indio. Díaz de Guzmán atribuye la insolencia, la crueldad y una natural predisposición para la maldad al bando americano: «de que hay indios tan ricos, que además de la ropa y vestidos de paño y seda, tienen muchas vajillas de plata fina; de servicio mas de quinientos marcos, sin gran número de caballos ensillados y enfrenados [...] adquiridos de sus robos y presas, que en tan perniciosa é injusta guerra hacen, sin habérseles puesto hasta ahora algún freno á tanta crueldad, ni remedio al desorden, é, insolencia de esta jente, habiendo cometido muchos delitos en desacato de la Real Potestad» (Ib., 72).

Por otra parte, la violencia como tema se relaciona con otro asunto de la tradición literaria de la Edad Media. La traición, cuestión central para el honor medieval se vincula al demonio: el caballero sólo puede ser vencido arteramente, sólo es débil ante el engaño.

En el texto de Ruy Díaz el gran traidor es el indio, obligado a guardar fidelidad al español. El capítulo XVIII de La Argentina. De la traición que intentaron los indios contra los conquistadores juntos en la Asunción es un modelo de ordenamiento de los elementos narrativos en función del desenlace. La secuencia que este capítulo organiza coloca a la traición india como disparador; sigue la venganza y castigo de los españoles y, finalmente, la aceptación de la derrota que, como elemento nuevo, convierte al mestizaje forzado en obediente y pacífica cesión de mujeres.

Casi resulta redundante afirmar que la artimaña es lícita como elemento de combate del español: Ulrico, Centenera y Díaz de Guzmán abundan en testimonios. El texto también multiplica las traiciones en el bando español: desde el grado menor de la «desobediencia» (que lleva, por ejemplo, a cambiar el rumbo de la expedición), pasando por la negativa a continuar una entrada, hasta llegar al ataque oculto, la emboscada, el abandono, la deserción. Es cierto que no hay en las páginas de La Argentina un personaje equivalente a aquel Martín Robles, verdadero «traidor profesional» entre los conquistadores del Perú y cuya increíble historia tiene un final patético: lo matan cuando ya es tan viejo e indefenso que según Garcilaso, «ya no podía cargar la espada en la cinta y se la traía un muchacho indio que andaba tras él». Pero las grandes y pequeñas traiciones en el texto llegan, a veces, a determinar el curso de la crónica.




Las recompensas: encomiendas y mercedes

La historia se repetía, realizada ahora por aquellos hombres del común que en España habían soportado durante siglos la prepotencia de los señores feudales.


Alberto Salas, Crónica Florida del Mestizaje de Indias                


Adelantazgo que durante años no conoce a su adelantado, Gobernación sin gobernadores, Asunción es, al promediar la crónica de Ruy Díaz una zona de intensas disputas cuyo botín ya no es el oro sino la propiedad de las mujeres y sobre todo la enorme cantidad de indios para encomendar. Por eso, empadronar y repartir se convierten ahora en movimientos decisivos del derrotero del texto:

«se determinó que saliesen cuatro personas á empadronar los indios de toda la jurisdicción con toda distinción, tomando cada uno diferente camino; y habiendo vuelto con sus padrones, se halló el número de 27.000 indios de armas situados en 50 leguas circulares al norte y sur, etc. hasta el río Paraná, excepto los que estaban al oeste que por ser de diferentes naciones tan bárbaras no se pudieron empadronar y repartir por entonces, por cuya causa y la de ser muchos los conquistadores, no pudo acomodarlos sinó en poca cantidad, de que se lastimó no poco el Gobernador por no haber podido complacer su génio, que era naturalmente largo y generoso, é inclinado a hacer el bien a todos, con que vino á ceñirse á gratificar á los que pudo segun las ventajas de sus méritos; estos fueron 400, dando á unos 30, á otros 40, y dejando á los demás para beneficiarlos en otras poblaciones y conquistas, que en adelante ocurriesen, porque con el corto número de indios, no le fue fácil gratificar á todos á proporción de los grandes trabajos, que les había visto pasar, y de modo que pudiesen darles los indios necesarios para una regular cóngrua».


(Ib., 220)                


Las proporciones enceguecen de avidez a estos pobres diablos desplazados de la península y curan, en parte, su orgullo herido por la frustración del oro y de la Plata. En Asunción, a mediados del siglo XVI, 300 a 400 españoles llegan a disponer de hasta 50.000 indios. Por eso podemos leer en esta crónica la narración de batallas en las que mueren -en el bando español- 4 soldados y 4.000 indios «amigos». Pero no sólo hay desenfreno sino superposición de codicias: la del encomendero, la de los capitanes y candidatos a gobernador, la de los obispos (la célebre disputa entre el obispo Latorre y el Gobernador Cáceres, acaba con la vida de éste en una emboscada tendida por el funcionario eclesiástico... en el interior de la iglesia catedral), la de los oficiales reales que debían retirar el quinto para su Majestad, mandato que según Ruy Díaz cumplen hasta la caricatura de la hipocresía: «cinco peces que cojían decían que se debía dar el uno y lo propio querían de los venados y otras cosas que cazaban y tenían algún valor con lo cual quedó toda la gente muy disgustada» (Ib., 157).

Esta es la razón por la que La Argentina delimita un eje geográfico, el Paraguay y plantea conflictos de jurisdicción no heredados de los «naturales» sino de la voracidad de una conquista con polos de poder y dominio en la Península, en el Perú y en Chile.

Encomendero eficaz, gobernador del Guayra, alférez real, mestizo exitoso, Ruy Díaz muestra en su crónica, una y otra vez, que las encomiendas son mercedes y que las entradas ya no se hacen sólo al impulso de los metales sino en busca de nuevos indios para recompensar a capitanes y soldados.

El sueño del feudo propio se mezcla con el viejo sueño del enriquecimiento rápido y vertiginoso al contacto del oro y empieza a ocupar un lugar importante en la zona de la fantasía: en las noches, los españoles se dividen con cálculos imaginarios pueblos de indios que todavía no conocen y de los que apenas tienen vagas noticias.




La rebelión mestiza

«Si saben que hallándome en la ciudad de Santa Fe, donde Martín de Irala, mi tío, era poblador, ciertos vecinos y soldados levantándose contra la real corona usurparon la jurisdicción real de su magestad prendiendo la justicia e regimiento de ella, y apellidada la voz del rey, nuestro señor, fuí uno de los primeros que acudieron a vuestro estandarte real libertando las dichas justicias e amparando la potestad suprema de vuestra jurisdicción con notable castigo y muerte de los dichos amotinados».


Ruy Díaz de Guzmán, Información de Servicios                


El manuscrito termina con la fundación de Santa Fe (1573) cuando la historia ya tiene nuevos personajes: los mestizos en Asunción ahora suman 4.000.

La nueva jornada que Garay emprenderá hacia el sur los tendrá como protagonistas principales. Este regreso al sur inicia un camino donde las fundaciones dejarán huellas más firmes pero en las que una nueva tensión se sumará a las anteriores.

Si en el 1562, en la jornada del Pilcomayo, buscando siempre un camino a Charcas, participan 100 españoles y 40 mancebos «hijos de españoles», en 1572, cuando Garay, autorizado a formar su expedición, ordena hacer sonar las trompetas y el tambor para concitar la atención en la voz del pregonero, consigue reunir «hasta 9 españoles y 75 mancebos de la tierra».

Aunque mayoritarios en número, sus desventajas sociales son notables. Por eso se entiende fácilmente que sus levantamientos adquieran una tonalidad sangrienta, peligrosa. Desde la conciencia religiosa del conquistador español, estos hijos amenazadores serán sentidos como una condena para su furor y su apremio sexual ilimitados. Un temor nuevo, o quizás antiguo, renace ahora con toda su fuerza: el mestizo es sangre española mezclada con lo diferente, con el enemigo, con el demonio. Por eso, si la primera generación de mancebos a la que Ruy Díaz pertenece, combate a los indios con idéntica brutalidad que sus padres españoles y llega, en algunos casos a heredar sus encomiendas, pronto se inicia un camino de autorreconocimiento, a partir de las diferencias brutalmente impuestas por el español.

Registrados en las crónicas como bandas que hostigan los pueblos de blancos y las reducciones, los mestizos, desde la ilegitimidad y la marginalidad que los condena, reaccionan con levantamientos e incursiones que amenazan el complejo ordenamiento social de la colonia.

El llamado de atención se demora en llegar. Tardíamente, mujeres españolas cruzan el Océano o emprenden larguísimos trayectos desde el Perú para intentar restituir un orden blanco en aquella sociedad que, ahora, en la conciencia del conquistador se parece, cada vez más, a un paraíso ofrecido por el demonio para provocar la caída del hombre. Los levantamientos de mestizos intensifican su frecuencia a medida que la nueva corriente colonizadora repuebla el sur. Los españoles pierden algunas batallas. Hay momentos de verdadero desasosiego que Centenera y Díaz de Guzmán registran escrupulosamente. Pero mientras aumentan las restricciones legales para los mancebos de la tierra, sólo algunos pocos españoles podrán tener acceso a una esposa europea, cuya mirada crítica se convertirá en un nuevo motivo de desconsuelo y de culpa para el conquistador: «España volvió a los conquistadores con todo su concepto metropolitano, con sus damiselas críticas que advertían sus defectos, y su vejez, que estaban tuertos, desdentadas sus bocas» (Salas, 1960, 27).

En estos casos, la india simplemente cambiará de lugar dentro de los límites de la casa: será sirvienta de la señora blanca, y continuará siendo concubina del señor en las zonas más oscuras del hogar español. Sus hijos blancos jugarán con sus medio-hermanos mestizos. La contaminación es ya un proceso irreversible para el conquistador.





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