El espesor del material sobre el que trabaja Ruy Díaz de Guzmán amenaza permanentemente la veracidad del registro de los hechos, un enunciado que aparece como objetivo final del texto. La intensidad de los sentimientos de su historia personal -odio al indio, vinculado a su propio origen rechazado; necesidad de legitimar la acción del conquistador y, al mismo tiempo, una de sus consecuencias, el mestizaje- produce, finalmente, una ruptura. En el interior del discurso de la crónica irrumpe un episodio mítico que funcionará como condensador de todos los desplazamientos necesarios para reinstalar la Justificación de la conquista. Porque si el mito es un habla elegida por la historia (Barthes, 1980) este episodio se convertirá en un modelo ejemplar de las complicidades y traiciones que jalonan la relación de la historia con la literatura.
(Ib., 79/85) |
moviéndose los indios á hacer esto de su mala inclinación que es en ellos el hacer mal, sin tener estabilidad en el bien ni amistad. |
Ruy Díaz de Guzmán, La Argentina |
La llamaré mártir, y habré dicho bastante. |
Ambrosio, Doctor de la Iglesia |
El episodio de Lucía Miranda ocupa un capítulo entero del Libro I. Su título ubica el centro de interés en la muerte de Don Nuño, héroe de la jornada bélica aunque personaje secundario en el drama fundamental, mientras que lo sustancial de la historia está simplemente aludido bajo la evasiva fórmula de «con lo demás sucedido».
En el comienzo del relato, la necesidad de alimentos actúa como desencadenante narrativo. Ante la partida de Caboto, la preocupación prioritaria del capitán Nuño de Lara -a cargo del fuerte- es conservar la paz con los dos caciques que proveen comida a los españoles. Por eso, los dos jefes timbúes son, en el momento en que la narración los introduce como personajes, «jente de buena marca y voluntad».
El hambre se instala así como verdadero fundamento material de la elaboración del mito, permitiendo el funcionamiento de la equivalencia indios amigos = comida, indios enemigos = hambre. Bajo la inflexión mítica leemos que los españoles no pueden sobrevivir por sus propios medios y que dependen para ello casi exclusivamente de los timbúes. Esta dependencia forzosa ayuda a iluminar ciertas virtudes de los «salvajes»: Mangoré y Siripó son valientes y expertos, temidos y respetados.
Hasta aquí, el relato es calmo: los españoles están en su lugar, el fuerte, símbolo de su dominio legalizado por Dios y por el Rey, usufructuando el sustento que les proveen los «extranjeros» ubicados más allá de sus fronteras. La ausencia de «lenguas», tan frecuentes en el resto de la crónica, forma parte de la convención literaria: en este capítulo españoles e indios dialogan sin intermediarios, con fluidez, en el momento inicial de la conquista. Como en otros episodios novelescos de La Argentina (el de la Maldonada, por ejemplo7) los «bastimentos» son, también, el nexo que justifica la relación del indio con la mujer española: «regalos y comida daba Mangoré a Lucía» y ésta le correspondía con «amoroso tratamiento».
La armonía se rompe precisamente, porque el «amoroso tratamiento» provoca en el cacique un «desordenado amor». La adjetivación funciona como señal: hay infracción por una de las partes y la infracción remite, de inmediato, a la idea de desigualdad.
(De todos modos, la fórmula de Ruy Díaz -«amoroso tratamiento»- es ambigua y esto explica que en versiones posteriores del mito, sobre todo en las reelaboraciones noveladas del siglo XIX como en la Lucía Miranda de Rosa Guerra y el folletín homónimo de Eduarda Mansilla de García, se intensifique el matiz sentimental de la relación entre la española y el indio)8.
Lucía es mujer blanca, cristiana, casada, habitante del fuerte. El amor del indio resulta desordenado porque enfrenta estos impedimentos: color, religión, pertenencia a otro hombre. Lugar propio y cerrado, escenario de la primera parte de la acción, la fortaleza en la que Lucía reside funciona como espacio «real», «verdadero» en el nivel mítico del mismo modo que el matrimonio cristiano funciona como un fuerte que también debe ser violentado. Para obtener el objeto deseado, Mangoré deberá atacar y destruir ambas fortalezas, hurtar a Lucía a su Marido (Sebastián es Hurtado) y convertirla en su mujer y esclava.
Si el camino es el hurto, la calificación del acto será «alevosa traición debajo de amistad». La amistad es el eufemismo con el que la crónica nombra la imposición unilateral de las reglas de juego del conquistador. Una traición entre amigos o «leales vasallos» puede ser alevosa pero, en América, la crónica y el mito muestran que la enemistad es lo predominante en la relación del español con el indio, al que el dominador considera un traidor potencial. No hay en el Río de la Plata, en los orígenes de la conquista, relación de vasallaje en sentido estricto. En la España feudal, el señor y el vasallo conocen y aceptan el código de legalidad vasallática. Por eso, el que traiciona a su señor es un felón, actúa a sabiendas. Pero el indio no conoce las reglas, ni siquiera el código desde el cual el conquistador las formula. (Y aquí la asociación con el Requerimiento, como desfasaje entre lo que se lee y lo que se escucha, lo que se ofrece y lo que se impone, resulta ineludible).
La negación de esta situación produce un efecto de borramiento de la opresión blanca: el español, que previamente ha violado el espacio indio, considera que las rupturas de las treguas o acuerdos son traiciones. Sus propios engaños y estratagemas -numerosísimos en la crónica pero inexistentes en este episodio mítico- son recuperados como sutilezas de su táctica militar.
Para consumar sus planes, Mangoré necesita el apoyo de su hermano Siripó. Al intentar convencerlo, el cacique desarrolla la siguiente argumentación.
-El español usurpa ilegítimamente el territorio indio;
-Si el tiempo avanza, el estado de servidumbre indígena se intensificará;
- Resulta urgente acabar con el invasor, atacando y destruyendo el fuerte;
A pesar del desorden de sus sentimientos, Mangoré despliega fugaz pero certeramente, una ordenada exposición de la razón india. Su lógica es irrefutable. En ninguna otra página de La Argentina, la verdad americana se había siquiera insinuado. (La crónica muestra rebelión y resistencia por el lado indígena -cfr. capítulos VIII y IX- pero nunca sus motivaciones, su razón). Por eso resulta sintomático que esta argumentación aparezca, por primera vez, en el lugar del mito, en el espacio de ruptura creado por lo literario.
La inmediata respuesta del «indio bueno» servirá de instrumento a la razón española. No hay agravio por parte del blanco, es decir, no hay usurpación. Ante la razón blanca que Siripó expone, Mangoré debilita sus argumentos. Pasa, de invocar la conveniencia de sus planes para todo el pueblo a apelar a su gusto, a su capricho.
Si durante un frágil momento ambas razones estuvieron enfrentadas en relativa paridad, en el mito la razón blanca vuelve a triunfar sobre la india. Por eso, cuando los hermanos deciden actuar a traición, la primera argumentación ya ha pasado a segundo plano. El lenguaje mítico produce modulaciones que son otras tantas desviaciones de significación: en este caso se desvirtúa la causa indígena del ataque timbú. El «desordenado amor» ha triunfado sobre la «usurpación ilegítima» del blanco. Como consecuencia, el agravio y la violación serán unilateralmente indios.
El relato avanza, nuevamente, a partir de los «bastimentos». Los españoles abandonan el fuerte en busca de víveres; Hurtado forma parte de la expedición. En la escena siguiente, 4.000 indios se ocultan en un sauzal. Mangoré con sus treinta hombres, se presenta en el fuerte y ofrece pescado, carne, miel, manteca, maíz. El capitán y los oficiales reciben la mayor parte y el resto es repartido entre los soldados. Nueva filtración: los timbúes distribuyen sus presentes de acuerdo con el orden jerárquico feudal para el cual repartir el botín significa organizar la desigualdad de la recompensa.
Los visitantes son bien recibidos, ocultan sus propósitos y esperan la noche. Entonces, atacan por sorpresa, desde adentro y afuera de la fortaleza.
A la traición, el relato superpone, en esta instancia decisiva, otros dos motivos narrativos medievales: emboscada, noche. (Le Goff, 1969, 245-49).
El bosque (aquí el sauzal, la emboscada) es, en la Edad Media, un refugio de genios paganos, de proscriptos y marginados, pero, sobre todo, de bandoleros. Espacio sombrío, lleno de amenazas, lobos hambrientos o saqueadores pueden surgir de su espesura para atacar al caminante. En este esquema, la fronda implica barbarie y el calvero, un claro de civilización. En el mito de Lucía Miranda, el fuerte con toda su precariedad, funciona como equivalente a esos espacios dificultosamente ganados a la sombría peligrosidad del bosque.
La noche, por su parte, es una circunstancia agravante del delito en el mundo medieval. Noche, emboscada, traición: temores antiguos y temores nuevos del conquistador produciendo representaciones simbólicas que actúan como entramado de la tragedia que va a desarrollarse. El nombre sagrado no alcanza para alejar la idea de acuciante indefensión que aparece con las primeras sombras: la noche convierte a Sancti Spiritu en lo que realmente es: un rancherío miserable malamente defendido frente a un enemigo desconocido e invisible.
Mezcla de lobo, bandido, saqueador, demonio, el indio atacará a traición en esta noche que pasará a ser, así, una noche triste «rioplatense».
A partir de este momento, la épica caballeresca ocupa su lugar en el mito. Hay espacio para héroes, combates valerosos y enfrentamientos desiguales. Nuño de Lara, investido de los atributos del guerrero, espada y rodela, enfrenta solo, cuerpo a cuerpo, anteponiendo el honor al peligro, a la turba indígena que ataca desde lejos, con dardos y lanzas. En los comienzos de la conquista estos timbúes pelean sin duda a pie. Pero el malón indio de nuestra literatura, con su carga de irracionalidad y de brutalidad, está prefigurado en esta escena en la que «la infinita jente bárbara» destroza a unos pocos españoles.
Sin embargo, el relato concede otra licencia épica: un encuentro cuerpo a cuerpo entre los que, por un instante, serán verdaderos antagonistas; Nuño derriba a Mangoré y, malherido, continúa luchando hasta caer exhausto. Su caída define su muerte y ésta decide la suerte de la fortaleza. A partir de allí será posible su toma y su saqueo. La destrucción es total. Sólo sobreviven cinco mujeres y algunos muchachos que los indios llevan como «despojo». (La palabra botín, tan frecuente en la crónica, es reemplazada aquí por despojo: vocablo que intensifica el sentido de pérdida ilegítima, abusiva, de la propiedad).
En este contexto, la española pierde su libertad pero salva, al menos transitoriamente, la vida. Lucía Miranda, centro del despojo, conjuga, tempranamente los atributos de la cautiva blanca. Viva pero esclava, digna pero sometida, la imagen de esta heroína crece -en este tramo mítico- hasta superponerse a la de las mujeres indias violadas y esclavizadas por el conquistador español. La cautiva blanca nace, en nuestra literatura, sobre la abrumadora realidad de la cautiva india.
Después de la destrucción del espacio sacralizado del blanco se inicia un nuevo momento narrativo determinado por la instalación de la historia en el espacio «extraño», «herético», «salvaje». Lucía es un objeto valioso que ahora, muerto Mangoré, simplemente ha cambiado de dueño. Siripó hereda de su hermano el amor por la blanca. Lucía sufre al «verse poseída de un bárbaro». Siripó ofrece, entonces, una reparación en el plano social: «no te tengas por mi esclava sino por mi querida mujer, y como tal puedes ser señora de todo cuanto tengo [...] y junto con esto te doy lo mas principal, que es mi corazón»
(Ib., págs. 83, 84).
Evitando una posible caída, el relato ofrece una nueva dilación: el apresamiento de Hurtado, quien, «sin dar cuenta a nadie de su determinación», decide irse a los indios y permanecer cautivo junto a su mujer. Elección dictada por el sentimiento y no por el honor o el deber, el gesto de Hurtado resulta desafiante. (Las estrictas prohibiciones de la Corona sobre la inclusión de mujeres en las primeras expediciones enviadas a América parecen confirmar, aquí, todo su sentido: la mujer reblandece el temple del guerrero y provoca el deseo del indio).
El reconocimiento del cautivo presenta una nueva crisis. Siripó ordena su muerte inmediata, Lucía lo disuade. Los españoles vuelven a perder la libertad para ganar la vida, bajo crueles condiciones. Deben aceptar una prohibición: los esposos no podrán encontrarse; y una imposición: Hurtado tendrá la mujer india que Siripó le asigne. Leemos en el desplazamiento verificado en este punto, que el asentamiento del español con la india es forzoso.
Lucía y Hurtado no pueden acatar durante mucho tiempo la prohibición, «como quiera que para los amantes no hay leyes que los obliguen a dejar de seguir el rumbo donde los lleva la violencia del amor». La razón es abruptamente carnal y resulta suficiente para el universo del relato porque la «violencia del amor» no transgrede ni los límites del matrimonio como sacramento ni los límites del mundo blanco. En este punto, el elemente movilizador será, nuevamente, la delación -otra forma de engaño, de traición- generada del lado timbú, a través del personaje de la «india celosa» que será también productivo en una zona de nuestra literatura. Al provocar el desenlace, la india abandonada por Siripó llama a Lucía, adúltera; nueva contaminación con el universo moral del conquistador.
En este último tramo, la frase se hace extremadamente breve. Los amantes, sorprendidos en su encuentro clandestino, son condenados a muerte.
El suplicio es diferente para cada uno de ellos. Lucía muere en la hoguera; Sebastián, atravesado por las flechas. La analogía con los mártires cristianos homónimos es puntual, no sólo en la manera en que su sacrificio se consuma. Si la Lucía virgen de Siracusa propone su castidad como prueba de fidelidad al Dios cristiano y de pie, en medio de un lupanar, resiste con el milagro de su inmovilidad el embate de la chusma que pretende violarla, esta Lucía española se crispa entre la fidelidad matrimonial y el asedio de los infieles, la amenaza de ultraje del demonio. Por su parte, Hurtado comparte con el Sebastián canonizado algo más que «la profesión de las armas». El santo romano es un alto oficial de la guardia pretoriana que, ocultando su verdadera fe, defiende a los que profesan el incipiente culto, mientras que el conquistador español será el encargado de defender el honor de Lucía, cuyo cuerpo funciona, en el mito, como equivalente del «templo de Dios», metáfora utilizada por la crónica martirológica para nombrar el cuerpo de la virgen siciliana.
San Sebastián es invocado como protector contra los «enemigos de la fe», mientras que Santa Lucía conduce en sus brazos al Dante adormecido en su viaje al purgatorio. No son santos de segundo orden: ocupan un lugar de privilegio en la hagiografía y ambos pertenecen a la «era de los mártires» nombre adjudicado en las historias del cristianismo al período de las persecuciones de Diocleciano, hacia fines del siglo III. La célebre Leyenda Dorada recopilada por Santiago de la Vorágine hacia 1264, que se convierte en la fuente habitual de la iconografía eclesiástica medieval, produce una asociación que trabaja como sustrato de la historia de Lucía Miranda. La noche siguiente a la de su martirio «el santo (Sebastián) se apareció a Santa Lucía y le indicó el lugar donde estaba su cadáver y le dio instrucciones para que lo sacaran de allí y lo sepultaran al lado de los apóstoles. Los cristianos llevaron a cabo todo lo que el santo pidió a Santa Lucía que hiciese»
(Vorágine, 1982, I, 115).
Cuando el mito de Lucía Miranda desemboca en el martirio, se evidencia que la sacralización, insinuada por los nombres de los protagonistas, se instala como una flexión fundamental del lenguaje mítico. Con la mediación de la fe del narrador y el lector implícito, el martirio deriva en glorificación: «[...] de cuya misericordia es de creer que marido y mujer estan gozando de su santa gloria»
(Ib., 85). El mito es también, ahora, una parábola. Que, en la versión de la conquista elaborada por el conquistador, se ha convertido en la «naturaleza de las cosas». Para confirmarlo, Ruy Díaz anota, cuidadosamente: «Todo lo cual sucedió en el año 1532».
Al reinsertar este episodio en la totalidad del texto, surgen algunos interrogantes cruciales: por qué esta historia y no otra como lugar de lo literario; cuál es, exactamente, su función en el interior del discurso de la crónica; y por último, cómo llegar a determinar su verdad.
Ubicado al promediar el Libro I, el episodio no parece un injerto, un cuerpo extraño. No hay ruptura en el estilo narrativo. El énfasis épico de la batalla entre timbúes y españoles es el mismo, por ejemplo, que Ruy Díaz utiliza para narrarnos «el general levantamiento de los indios de la Provincia del Paraguay y Paraná», en cuya represión su padre, Alonso Riquelme, asume un papel protagónico.
Por otra parte, con la misma mano segura con que fechó y dispuso los hechos históricos Ruy Díaz ordenó, situó y fechó esta ficción. Sus lectores contemporáneos debieron aceptarla como parte de la crónica. Y este era probablemente, el deseo del narrador. Desde el título hasta la precisión final de la fecha y el lugar, todo parece remarcar el carácter «naturalmente histórico» del relato. Como contrapartida, la mirada historiográfica recorta, se para y relega al terreno de lo literario el episodio de Lucía Miranda. Aborda el mito como «enfermedad de la historia». Al llegar al capítulo VII de la primera parte de La Argentina señala, con inquietud, su anormalidad.
En un primer ademán, el historiador confronta el relato con la verdad de los documentos. Confrontación estéril. No existe confirmación documental ni del hecho, ni de la fecha, ni de uno solo de los personajes que participan en la narración. Por eso, su siguiente ademán pone distancia con lo que no puede tener explicación lógica: aparece la «primera novela del Río de la Plata»
9. En tiempos de Tucídides el adjetivo mythodes significaba «fabuloso» pero también «sin pruebas». Desplazamiento desde la historia hacia la literatura. Movimiento que, por su revés, otorga al relato mítico un valor como condensación de significados autónomos desviados que, a partir de esa inflexión, se conectan con el significado global de la crónica. Leído por una perspectiva cultural que lo obliga a definirse por lo que no es -en una doble oposición a lo real (mito = ficción) y a lo racional (mito = absurdo)- (Vernant, 1982, 171-220) el mito confirma desde su propio lenguaje y desde el recorte quirúrgico de la historiografía su existencia plena en esta primera crónica orgánica del Río de la Plata.
En esta perspectiva, la respuesta a los interrogantes iniciales puede ser tan antigua como la que intentó dar Orígenes en el siglo III «...allí donde la realidad histórica no concordaba con la verdad espiritual, las escrituras introducían en sus relatos ciertos acontecimientos, unos enteramente irreales, otros susceptibles de producirse, pero que, de hecho, no se produjeron»
(Grant, cit. por Eliade, 1983, 174). O dicho de otro modo: cuando lo sucedido no coincide con lo debido o lo deseado según modelos éticos, religiosos o ideológicos, lo fabuloso, lo irreal, aparece para reparar esa fractura, esa falta de acomodamiento. Algo y algo muy importante no encaja, y ese desajuste es el punto de partida del mito, de lo literario.
El mito de Lucía Miranda es un mito blanco y cristiano. Está inserto en la crónica de una conquista realizada en nombre del Rey pero, sobre todo, en nombre de Dios. Desde Colón en adelante, todos los conquistadores reafirman el carácter religioso de la empresa (Todorov, 1982). La sacralización manifiesta en los primeros actos del conquistador -erección de la cruz, lectura del Requerimiento- se expande en la elección de los nombres fundadores. Sancti Spíritu, Corpus Christi, Nuestra Señora de la Buena Esperanza, Asunción, Santa Fe, San Juan de Vera (para no hablar de otras zonas de América), y evidencian la voluntad de legalizar con la divinización el espacio ocupado.
Y si la instalación de un nuevo territorio reitera la organización de un mundo, Sancti Spiritu es, en el mito, un espacio divinizado a partir de su bautismo. El movimiento fundacional del conquistador español repite el orden de su viejo mundo en el interior de un espacio desconocido. Al mismo tiempo, establece una frontera con lo que queda afuera, zona caótica en la que lo sagrado, lo civilizado como elemento ordenador aún no se ha desplegado. En el afuera, habitáculo de larvas, demonios, extranjeros, están, en América, los indios. El ocultamiento de la usurpación previa del espacio indígena otorga al fuerte español, en el mito, el carácter de lugar real. Y es aquí donde se revela, claramente, el botín del mito. En Lucía Miranda los conquistadores definen el espacio americano como propio y al indio como violador de la frontera. Los timbúes se convierten en agentes de las violencias ejercidas por el español. El episodio que Ruy Díaz organiza en el interior de su crónica funciona como condensador de un procedimiento que invierte los polos de la contradicción estructurante de la situación de conquista.
Al proponer, en la zona de lo literario, la secuencia indio violador /conquistador violado, apoyada en español = dueño legítimo de las tierras americanas /indio = usurpador, el relato funciona como justificación y naturalización de todo el complejo sistema ideológico de la conquista. Al mismo tiempo, ofrece la temprana cristalización de una polaridad -civilización o barbarie- que operará desde el campo cultural como delimitación de antagonismos y pertenencias hasta nuestros días.
Por eso, el mito de Lucía Miranda, el mito de la cautiva blanca, no necesita ser volcado a otro lenguaje. Por el contrario, él es, en sí mismo, la traducción de los elementos ideológicos que componen esta inversión a los personajes y sus relaciones en la narración. Lucía Miranda traduce la justificación de una de las conductas más salvajes que la historia registra actuada por hombres que se pensaron portadores de la civilización.
Pedro Lozano, Historia de la Conquista del Paraguay, Río de la Plata y Tucumán |
Todo prometía bonanza en Sancti-Spiritu [...] si la furia de una pasión no lo convirtiera todo en tristes cenizas. |
José Guevara, Historia de la Conquista del Paraguay, Río de la Plata y Tucumán |
«Si lo deseara, yo, con tres sermones, devolvería todo Wittemberg a los antiguos errores», confesó Lutero, en 1532. Paradoja o no, esta confianza extrema en la Palabra organizada como predicación es algo que comparten los propulsores de la Reforma y la milicia cristiana convocada por Ignacio de Loyola, precisamente en 1534, Para contraatacarla. La Compañía de Jesús nace en pleno siglo XVI, pero ya a mediados de la centuria siguiente ninguna otra institución cultural europea podrá competir con ella en lo que respecta a coherencia intelectual y disciplina de trabajo.
Es precisamente en este siglo, cuando sus ejércitos cruzan el océano para «extender la palabra divina» entre esos miles de aborígenes que espolean la imaginación de los soldados de la fe, así como la codicia de futuros vasallos provoca cálculos delirantes en el conquistador militar.
La voracidad jesuita estará alerta a toda posibilidad de apropiarse de materia útil para la predicación entre los indios, pero el objetivo de la orden será siempre Europa. Por esa razón, sus Historias10 recuperarán, en esta zona de América, el mito blanco de Lucía y Hurtado como contrapartida de la utilización de mitos y creencias religiosas indígenas en la tarea misionera.
«...Pero envidioso el demonio de que aquellas reliquias del nombre cristiano hubiesen hecho pie en el imperio que poseyó sin contradicción tantos siglos, y recelando que aquel corto número de españoles fuese reclamo que llamase para propagar el reino de Cristo, se ingenió con sus diabólicas trazas para borrar el nombre cristiano y extinguir todo el resto de nuestra nación con una funesta y lamentable tragedia». Así introduce Pedro Lozano (1697-1757) su versión de la historia. Desde el vamos, el cronista apela al enfrentamiento de lo divino con lo demoníaco. Como consecuencia, el rigor cronológico importa poco. El mito se remonta, aquí, al origen mismo del tempo de la conquista rioplatense. El combate del español con el indio asume la forma de una manifestación del eterno combate entre Dios y el «Padre del Engaño». Y si, en un tramo aciago de la guerra «temporal», Corpus Christi o Sancti Spiritu, este cuerpo y este espíritu sagrados son, literalmente, destruidos por los indios, para la acuciante pregunta sobre quién vencerá, en definitiva, Lozano no tiene aún, después de dos siglos de conquista y uno de actividad misional, una respuesta segura.
Afuera, pero alrededor de las misiones, los españoles enfrentan, a lo largo del siglo XVII, numerosos levantamientos indígenas. Sin pormenorizar: desde 1630 a 1670, los calchaquíes y diaguitas atacan sin tregua la zona de Tucumán y la sublevación mocoví conmueve a Santa Fe, Corrientes y el actual Chaco.
La predisposición hacia la resistencia activa permite hasta el surgimiento de un falso inca, Pedro Bohorque, embaucador de ambos bandos en pugna. Los españoles vencen, pero los costos son altísimos. Y si los castigos para los indios llegan a incluir las «desnaturalizaciones» (traslado punitivo de todo un pueblo, hacia lugares distantes, como ocurrió con los Quilmes), los españoles también reciben lo suyo: la desaparición de la ciudad de Esteco en 1692, rodeada de misterio y pavor en las crónicas, se presenta como clara señal del castigo divino para los pecados del blanco.
Sobre este trasfondo debe leerse el temor que induce a Lozano y sus colegas a utilizar el mito de Lucía como espantajo. El mito se convierte así en el núcleo narrativo de una epopeya sacra, cuyos destinatarios, no son los indios, sino el conquistador y el europeo en general.
Su versión enfatizará, entonces, dos cuestiones centrales. La primera: el indio, violador del orden cristiano, es un mandatario del demonio, mientras que «nuestra nación» -generalización que engloba al poder civil y religioso-, será sinónimo del «nombre cristiano». La segunda: el de Sancti Spiritu no es un episodio más sino un combate decisivo. Borrar, extinguir, son vocablos categóricos y Lozano los coloca en el centro del objetivo del demonio que actúa a través del indio. Al unificar los objetivos de la conquista material con los de la espiritual, el indio es, lisa y llanamente, el enemigo, desde el comienzo al fin del relato. Esto implica, sin duda, modificaciones en la escritura del mito. La simbolización se concentra en los adjetivos y en la elaboración de metáforas. El «desordenado amor» de Ruy Díaz se convierte en «afición torpe»
(Lozano); «amor iliscito» y «lascivia»
(Del Techo); «aficción loca»
(Guevara). Del mismo modo, Lucía será «virtuosa» y «honestísima matrona»
(Guevara, Del Techo) y también «recia batería», «finísima roca», «corazón de diamante»
(Guevara).
El trabajo con la lengua busca producir las ideas de acecho y resistencia. La sacralización que en Ruy Díaz se ubicaba sólo como desenlace funciona en estas versiones como causa y fin del mito.
Si el combate terrenal resulta una derrota para los cristianos, la santificación propone una reivindicación en el plano de lo eterno. La muerte martirológica es la mejor prueba de la salvación eterna, es decir, del único triunfo posible de la verdad cristiana, sobre todo cuando la realidad terrena impone una derrota.
Se ha reprochado a las Historias de los cronistas jesuitas la incorporación acrítica del mito de Lucía Miranda sin haber reparado en su ahistoricidad. Pero el siglo XVII, en esta zona de América, muestra que ni la superioridad militar, ni la tarea misionera, han sido suficientes para eliminar el problema del indio ni como presencia material ni como cuestión religiosa. El mito de la cautiva blanca, tomado de la historia laica, resulta pues un valioso exorcismo. Exorcismo complejo: alerta sobre los riesgos del mestizaje sobre todo si su dirección es indio/ mujer blanca y lo resemantiza con la idea de exterminio y de destrucción del blanco.
Novela o hecho histórico, el relato era funcional con respecto a los objetivos de la doble predicación jesuita: hacia el interior de América y hacia afuera, hacia Europa. No hay descuido, entonces, ni falta de rigor historiográfico: esta funcionalidad es la que induce la inclusión y reelaboración del mito en la historia eclesiástica del Río de la Plata.
Manuel Avad de Ilana, Obispo de Tucumán, Informe al Rey, 1768 |
¿Qué se han hecho los descendientes de los conquistadores?, pregunta, se pregunta Carlos III, hacia 1764, en el Prado. La respuesta no puede articularse con precisión desde el centro de la metrópoli porque hacerlo implicaría reconocer un complejo proceso en el que el mestizaje y el criollaje estarían señalando una suerte de denota de la historia.
Por eso, en las colonias, lo que opera como respuesta explícitamente formulada, es la consolidación de una sociedad cada vez más rígida en la diferenciación de sus estamentos sociales. La obsesión taxonómica de la élite española en América -que discrimina obsesivamente los matices del color, la fortuna y la profesión- funciona, indudablemente, como reaseguro ante un sentimiento que, originado como nostalgia de la indiscutida legalidad de los primeros tiempos de la conquista, hacia fines del Siglo XVIII se ha convertido en franco malestar, en intranquilidad.
Y si esto es verificable en las zonas de América en las que más eficazmente pudieron construirse reinos que repitieran, desde los nombres hasta la arquitectura, la imagen de los reinos y ciudades españolas, qué decir de esta zona rioplatense cuyos centros urbanos continúan siendo precarios rancheríos rodeados de enormes extensiones de campo donde ahora abunda el ganado cimarrón y las jaurías de perros salvajes constituyen un espectáculo aterrador para el viajero.
El súbdito rioplatense es un súbdito de segundo orden y si no bastara para confirmarlo el ámbito que lo rodea, el Rey Carlos III, casi en la misma época en que se planteaba interrogantes tan apremiantes como el de la suerte de la progenie del conquistador, no vacila en referirse a estos territorios como «aquellos lugares en que nos sobran tantos».
La ambigua frase del monarca Borbón tiene relación, sin duda, con los vaivenes de la política española con Portugal. La zona del Río de la Plata es un campo permanente de negociación. Por eso, precisamente, su tardía conversión en virreinato, en 1777 obedece, en lo fundamental, a una modificación de la táctica monárquica española frente a sus vecinos lusitanos. Cuando se decide el enfrentamiento frontal se crea, también, el título de virrey para jerarquizar al general encargado de organizar la expedición a las costas brasileñas. Virreinato provisorio, entonces, que en su origen se limita a nombrar a su titular y a demarcar, vagamente, su zona de influencia y que treinta años después, según Busaniche «no podía asegurarse que fuera una verdadera realidad política y social»
(Busaniche, 1969, 255-294).
El virrey es una figura paródica respecto del soberano. Está obligado a repetir un ritual -las ceremonias reales- y redefinir un espacio -la corte- en el interior de otro que no es el propio pero que se quiere legitimar como tal. Si el virreinato es la legalización simbólica de la expansión colonial, los virreyes actúan como mandatarios: no son sino que el rey es a través de ellos. Y si el gesto virreinal es, por un lado, ratificación de un dominio y, por el otro, remedo de su legitimidad en el Río de la Plata, el segundo rasgo llega a pesar demasiado. Porque su creación sirve para confirmar a una élite que, a falta de otros títulos, apelaba a dos actitudes complementarias: el refugio en el pasado heroico y la rígida estructuración de un régimen de castas que le permitiera gozar de las diferencias e ilusionarse con similitudes lejanas.
La manía clasificatoria del siglo XVIII acentúa en América su carácter clasista y racial. La sola lectura de las tablas que parten del blanco, el indio y el negro para derivar a sus complejos entrecruzamientos «ascendentes» y «descendentes», muestra la imagen de una sociedad insegura, amenazada.
De la misma manera en que hacia afuera hay que establecer una clara línea de fortines contra el malón indio -cada vez más frecuente-, en lo interno, la legislación sobre el matrimonio sanciona la inmovilidad de las castas (Rípodaz Ardanaz, 1977). El reformismo Borbón es rotundamente conservador en esta cuestión de fondo.
La Pragmática Sanción del 23 de marzo de 1778 determina que, en América, «Los Provisores no admitan en sus tribunales instancias sobre los esponsales contraidos con notoria desigualdad sino que aconsejen y aparten a los hijos de familia de su cumplimiento cuando redunda en descrédito de sus padres»
(Binayán Carmona, 1984).
En función de esta norma los padres disconformes con los pretendientes de sus hijos pueden promover los denominados juicios de disenso que ocupan una parte importantísima de la actividad legislativa virreinal. El juicio de disenso tiene un doble efecto: descalifica al pretendiente cuestionado y ratifica el linaje honorable del querellante. Un solo ejemplo: el juicio que, en 1794, en San Juan, inicia doña Josefa Igarzabal Sánchez de Loria -abuela de Sarmiento- contra un joven pretendiente «por no ser igual a su hija», y al que, además, recrimina porque «debió, de antemano prever la notabilísima disparidad y no irrogarme tan manifiesto agravio», Para agregar: «no es mi intención denigrar su familia ni lo ha sido [...] pero me empeño en hacerle ver que [...] los ascendientes de mi hija, todos, todos, eran señores de Encomiendas, Conquistadores y nobles por títulos, Por títulos reales»
(Binayán Carmona, 1984).
Como contrapartida, el absolutismo monárquico videncia su ilusión más extrema: el rey puede cambiar el color del súbdito que lo solicite y que, previo pago de una suma de dinero, demuestre que su posición económica autoriza el blanqueo. Cédulas de «gracias al sacar» se llamaron estos pases raciales cuyas consecuencias prácticas casi no pudieron verificarse en el Río de la Plata: desde los funcionarios españoles hasta el más modesto poblador blanco coincidieron en criticar esta medida y en actuar como si no existiera. El «que se le tenga por blanco» en la letra de la sentencia es letra muerta cuando se intenta su aceptación social (Morner, 1969; Rípodaz Ardanaz, 1977).
Pero el papeleo judicial no sólo se ocupa de asegurar a través del matrimonio entre blancos propietarios la continuidad de un sistema social que arranca con la conquista. Complementariamente, se hace necesario afianzar y ratificar el dominio del suelo. En el Río de la Plata, hacia fines del siglo XVIII aumentan notablemente los pleitos por la propiedad de las tierras ganaderas no ocupadas, lo que, previsiblemente, incrementa el número de estancias virreinales y el precio de la tierra.
Estancias, saladeros, artesanías, contrabando: las principales actividades económicas del virreinato se basan en la ocupación de mano de obra esclava o de una forma de trabajo forzado que apenas disimula su carácter compulsivo.
Y si el virrey tiene la prerrogativa de otorgar mercedes en tierras y autorizaciones para vaquear entre los vecinos más conspicuos, también puede reglamentar levas forzosas de los hombres sin bienes, sin fortuna, a los que paradójicamente se acusa de «no poseer ni una vara de tierra». En 1772 el Procurador General habla en un informe al virrey de esa «multitud de hombres que viven de lo que roban, sin conocer a Dios ni al Rey»
(Coni, 1969, 72).
El rígido sistema de prohibiciones sociales que recae sobre esa masa de mestizos, mulatos, criollos pobres, indios y negros los expulsa de las tierras, los obliga a trabajar para terceros y organiza, también, su vida privada: ni vino, ni juego, ni amancebamientos. El rigor del sistema de servidumbre tampoco se flexibiliza bajo los modernos Borbones; por el contrario, la intensidad de las contradicciones sociales vuelve más rígida la estructura de prohibiciones, castigos y obligaciones impuestas sobre aquellos a quienes los propietarios coloniales empiezan a denominar la canalla o la chusma ociosa.
Si la razón es un don del cielo y si puede decirse lo mismo de la fe, el cielo nos ha dado dos presentes incompatibles y contradictorios. |
Diderot, 1770 |
M. J. de Lavardén, Nuevo aspecto del Comercio en el Río de la Plata |
1778 marca el comienzo de un momento diferente en la colonia. Vértiz, el nuevo virrey que piensa una nueva sociabilidad urbana, une a las reformas edilicias, la fundación de un teatro. Ese mismo año, con su título de abogado, viaja a lomo de mula desde Chuquisaca a Buenos Aires, Manuel José de Lavardén. Junto con sus actividades como ganadero, saladerista, comerciante, asumirá, con un profesionalismo desconocido en el Río de la Plata, una intensa tarea cultural (Rojas, V. 4, 465-491; Chiaramonte, 1982, 66-74). Su obra escrita es escasa pero diversa: una Oda, una sátira, algunos pocos sonetos, artículos periodísticos, una obra de teatro y un ensayo sobre el comercio en el Río de la Plata. Su carrera ascendente no tendrá obstáculos. Sus textos suscitarán una exitosa respuesta del público, al mismo tiempo que provocarán la emulación de los poetas contemporáneos. Pronto comenzará a llamársele maestro y también jefe de escuela (Rojas, op. cit.). Después de su Oda al Paraná el río poblado por las ninfas y divinidades del universo neoclásico se convertirá en un tópico ineludible. Los poetas que decidan cantarle deberán evocar también a aquel que lo hizo antes, mejor y con mayor eficacia. Y la clave de su eficacia reside, precisamente, en responder a los interrogantes más importantes del virreinato. Este nuevo público urbano, es, por ahora, engañosamente homogéneo. Los puntos que eslabonan esta homogeneidad tan precaria como persistente serán convertidos por Lavardén en literatura.
La aparente multiplicidad de su obra establece, sin embargo, un sistema de representaciones donde todo se complementa y se resemantiza en función de los emergentes más significativos.
De este modo, si la determinación de considerarse diferentes a partir del color de la piel es una obsesión de la sociedad surgida alrededor de unas pocas ciudades, Lavardén logrará que su Sátira cristalice la imagen de ese deseo. Focalizando en Lima la oscuridad cultural y racial, el poeta asegura:
(Puig, 48-49) |
El mestizaje perturbador ha sido confinado en Lima: la verdadera cultura, así como la verdadera blancura, están, en Buenos Aires. Como en otras cuestiones, Lavardén establece antes y mejor que otros poetas un espejo que sólo pone en evidencia los rasgos supuestamente diferenciadores del rioplatense con respecto al resto de América y enfatiza su similitud con el europeo.
Lavardén también tendrá una respuesta para un problema de peso: el del origen de la sociedad colonial, vinculado a la legitimidad de la conquista.
El comienzo del parágrafo tercero de su Nuevo Aspecto del Comercio en el Río de la Plata (Lavardén, 1955) propone una reflexión sobre la historia del virreinato. En la secuencia correspondiente a la fundación, Lavardén descubre algo así como el origen de ciertos aspectos que enturbian el presente. (La búsqueda retrospectiva de los males que deben desterrarse es un tópico Privilegiado por la ensayística iluminista. Esta mirada hacia el pasado remite generalmente a una edad de oro de la que el hombre ha sido degradado por la acción de sacerdotes y tiranos, dos villanos del repertorio ilustrado [Goldmann, 1968]). Lavardén esgrime un movimiento similar pero que producirá un resultado inverso. Arranca de la inmediatez del presente: «Situada en la zona templada a la orilla de este gran río, y a las inmediaciones del mar, logra un temperamento que sin ser tan benigno que pueda afeminar las complexiones, no es tan rígido que cause incomodidades de mayor momento. Así la fecundidad del terreno es maravillosa, en sus cercanías, y aunque en ella no pudieran producir los frutos de los países ardientes, o los climas fríos, sus dominios al norte y al sur participan de todos los temples, y no hay sobre el globo planta de cualquiera especie que no pueda trasladarse a alguno de los terrenos que a esta Capital se comunican, o por canales navegables o por caminos llanos; de manera que cuando enriquecido el país hayan tomado los plantíos la extensión de que son capaces, cada uno de los hombres que se acoja a este refugio universal de la humanidad creerá que se ha traído consigo el suelo de su patria, y sólo ha mejorado de cielo»
(Ib., pág. 167).
Esta descripción que resulta premonitoria en más de un sentido, culmina con la creación de lo que se convertirá en un verdadero lugar común en la literatura promotora de la inmigración: «La distancia de la guerrera Europa, la falta de minas que ceben la codicia de las naciones emprendedoras, los riesgos y obstáculos que a los desembarcos ha opuesto la naturaleza, hacen de este recinto el asilo de la paz, que no tiene ya donde fijar el pie en las otras tres partes del mundo»
(Ib., pág. 167). Lavardén resulta así el profeta de un país que comienza a estructurarse alrededor del puerto de Buenos Aires y en el que la lucha contra «la tiranía del monopolio» debe servir para convertirlo en una colonia agrícola próspera en beneficio de la metrópoli y de los colonos propietarios.
Sin embargo este futuro promisorio tiene algunas sombras que no se enuncian claramente pero que aparecerán, paradoja de la historia, cuando el ensayista se remonte al origen: «Este ameno vergel fue destinado para una Colonia de españoles ».A pocos años del descubrimiento del Nuevo Mundo entró Juan Díaz de Solís. Piloto Mayor de Castilla en el Río de la Plata en calidad de negociante y fue bien recibido de los naturales. Estos bárbaros o por mayor viveza o porque no acostumbrados a dar culto a ídolos esculpidos tenían más sublime idea de la divinidad, que aplicaban a un ser para ellos incomprensible, como el sol, no juzgaron que fuesen los españoles unas deidades. Estimáronlos como hombres superiores, y así Diego García, enviado por el César y Sebastián Gabot, que vino arribado, pudieron pacíficamente erigir tres pequeños fuertes en que reparar la gente que dejó Gabot volviéndose a Europa. En su ausencia la guarnición del fuerte del Corpus Christi se desmandó y empezó a promover el disgusto de los indios; pero lo que lo realzó fue la violenta pasión de un bárbaro por una hermosa española. La traición de que se valió para llevarla a su dominio, «dio principio a las hostilidades que aún duran»
(Ib., págs. 167-168).
La entidad originaria, fundacional, de ese virreinato que Lavardén intenta modernizar, tiene un sabor conocido. El «fue destinado para una colonia de españoles» resulta inapelable porque proviene de una decisión superior a la de los hombres. Y en verdad, todo hubiera sido verdaderamente ameno si no hubiera mediado la «violenta pasión de un bárbaro por una hermosa española». El mito blanco ha llegado victorioso al siglo XVIII porque la victoria del conquistador es ya un hecho consolidado en el tiempo.
Lavardén plantea su historicidad porque asume la necesidad de legitimar la usurpación blanca. Ocurre que el problema no es pretérito: «Dio principio a las hostilidades que aún duran...». La historización del mito en el ensayo -así como su «puesta en escena» en la tragedia- constituye una respuesta al acoso del indio sobre las precarias fronteras, un conjuro ante el temor a la mezcla («el color bruno»), el temor de que los bárbaros terminen por impedir que se realice ese asilo de paz, ese refugio universal de la humanidad, pensado para europeos en tierra americana. El indio sigue estorbando la prosperidad de la colonia, sigue enturbiando la colorida imagen del ameno vergel.
Marido, vino y bretaña, de España. |
Vale más un pigmeo de España que un gigante de Indias. |
Dichos frecuentes en la sociedad virreinal citados por Daisy Rípodaz Ardanaz |
Del ensayo al teatro hay, en Lavardén, un paso necesario. Ambos géneros resultaron eficaces para la comunicación de los escritores del siglo XVIII con su público. En ambos casos, la elección del tema jamás será azarosa: «No se espere de nosotros una vana ostentación de ciencia. De nuestro propósito sólo es lo útil y no lo deleitable»
(Ib., pág. 111). Esta consigna, ubicada en la introducción de su ensayo, puede extenderse, sin mecanicismos, a todas las composiciones de Lavardén. La norma dieciochesca ordena que el escritor -el artista, en general- se ocupe más que de aspectos subjetivos, individuales coyunturales, de todas las aristas permanentes y generales que posibiliten universalizar el tema. Pero Lavardén es apenas el jefe de escuela de los literatos de una colonia lejana de la metrópoli, colonia a la que sueña próspera pero que, por el momento, es solamente oscura. Por eso, cuando se dispone al teatro, recurre al mito de la cautiva blanca.
El estreno del Siripo (Puig, 5-45) en 1789 instala, por lo pronto, una diferencia con el repertorio habitual del teatro colonial rioplatense que hasta entonces reiteraba piezas de Calderón y de Moreto, intercalando alguna que otra obra traducida del francés o del italiano. Parece fuera de discusión que Siripo es la primera obra culta de autor criollo estrenada en La Ranchería, el primer teatro oficial creado por Vértiz pocos años antes. Este dato es relevante en dos niveles: por la significación de la obra en el interior del sistema elaborado por Lavardén en relación con su público y por su peculiarísima inserción en nuestra historia literaria.
Si nos atenemos al segundo nivel, verificamos que la crítica posterior tuvo ante el Siripo una actitud maniquea: o bien se la saludó con todos los honores correspondientes a la primera tragedia argentina, con un argumento tomado de la tradición hispano-indiana, otorgándole el rango de pieza fundadora del teatro nacional; o bien se la consideró como un voluntarista «mito patriótico», cuyo tema, «episodio circunstancial de la conquista» habría sido fraguado íntegramente con mentalidad europea11.
Ambas lecturas coinciden en la desvalorización estética de la obra y la puesta a foco del tema o de los personajes más o menos autóctonos que incorpora.
En cuanto a la vinculación de la obra con su público, si es cierto que quienes frecuentaban las representaciones teatrales admiraban «en Calderón su religiosidad y pundonor y en Moreto su pulcritud y elegancia» como sugiere José Torre Revello (1943), la primera tragedia criolla no defraudaría ninguna de estas expectativas sino que, además, se convertiría en un texto socialmente funcional.
Estableciendo un perfecto ensamblaje con el parágrafo III del Nuevo aspecto... Lavardén desempolvará y volverá a empolvar con la moderna retórica neoclásica iluminista un mito crucial para la homogeneización de la cultura virreinal. Si el desviado, violento amor del indio por la blanca es considerado por el historiador y economista como la causa de males que aún perduran nada mejor que representarlo ante un público ávido de seguridad y legitimaciones. Y en esto coincide, precisamente, la originalidad del Siripo.
El acto II -el único conservado- muestra desarrollos y variaciones con respecto al argumento original. Hay, también, nuevos personajes: Miranda, padre de Lucía, y Cayumari y Lambaré del lado indígena. La acción transcurre en el campamento timbú, después del ataque al fuerte. Lucía y su padre son cautivos de Siripo y la llegada de Hurtado apresura, quizás, un desenlace que no conocemos pero que podemos intuir.
En la apertura del acto, el padre de Lucía se dispone a acceder -en nombre de su hija- a las pretensiones de Siripo a cambio de su conversión religiosa. Se abre así una nueva variante temática. La simbología iluminista de claroscuros orientada aquí en sentido teísta, nos opone, en el parlamento de Miranda el «culto vano» que Siripo «ciego» tributa al Sol al «ilustre entendimiento»; la «lobreguez de tus engaños» a la «luminosa verdad». Cuando Lucía alega como único impedimento «tu culto diferente», la formulación del conflicto parece haberse modernizado. Pero el desarrollo de esta línea temática mostrará las limitaciones del aggiornamento: Siripo -no sin vacilar, en un titubeo que desnuda su hipocresía- promete aceptar, finalmente, la conversión, es decir, de hecho, la sumisión al «dominio castellano».
Conflicto de razas, diferencia de cultos, la mujer como mediadora entre Dios y el buen salvaje, la conversión como posible solución de las tensiones entre dos mundos diferentes... Lavardén es tentado por esta posibilidad que se corresponde con los valores implícitos de una filosofía que resulta funcional en la Francia contemporánea: la universalidad y la tolerancia (que incluye las diferencias de clase social, raza y religión) se pregonan como valores necesarios en el nuevo tipo de relaciones entre clases sociales que empieza a ser concebido en términos contractuales. Pero Lavardén intuye que estas formulaciones son antagónicas con una sociedad colonial en la que el problema del indio no ha podido resolverse ni por la catequesis ni por los endebles y ocasionales acuerdos. ¿Es posible un contrato con el indio o ya se va insinuando el exterminio como única posibilidad? (Viñas, 45-64). Por eso, la aparición de Hurtado sirve para reformular el problema en términos aceptables. Cuando el marido despechado se queja ante Miranda de la falsedad de Lucía, su padre exclama indignado (la acotación es del dramaturgo):
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(Ib., pág. 35) |
La urbana, moderada formulación de la diferencias de cultos ha dejado lugar al abismo entre la culta belleza de la mujer blanca y el horrible salvajismo del timbú. Lavardén se ha refugiado, de prisa, en los pliegues reconfortantes del horizonte teórico feudal.
El eje temático del conflicto de cultos atraviesa todo el acto, desplegando otras zonas de significación siempre estrechamente relacionadas: si Hurtado parece dispuesto a aceptar la conversión de Siripo como posible fin de la tensión bélica, de inmediato, el objetivo enunciado de la conquista -la conversión a la fe cristiana- se vincula con la dominación española: «la guerra o el dominio castellano».
Sin embargo, algo así como la razón de ser del texto surge en la escena VI. El extensísimo parlamento de Hurtado (que participa del tono ensayístico del teatro dieciochesco) contiene todos los puntos de apoyo de una reelaboración que adhiere a la legalidad de la usurpación. Uno de los tramos, el dedicado al momento del encuentro del español con el indio, tiene un carácter verdaderamente fundacional de una dicotomía que hará historia en la Argentina:
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(Ib., 16-17) |
Si el término barbarie tenía una trayectoria milenaria, el sustantivo civilización es una elaboración de la segunda mitad del siglo XVIII (Benveniste, 209-218). Resulta asombroso cuan cerca está Lavardén de crearlo, simultáneamente desde América y hasta qué punto su «sociable cultura y humanidad» constituyen su perfecta perífrasis.
En cuanto al sustantivo descubrimiento, Lavardén lo utiliza en el antiguo sentido que los humanistas del siglo XV otorgaron a la expansión mediterránea. Cuando Siripo, en una de las raras ocasiones en que amaga un reproche al español alude a una cuestión central en todo proceso de conquista, el cambio de nombre de las cosas -«Los nombres en señal de señorío/Habeis de nuestras cosas ya mudado»-, Hurtado responde: «Esos dictados / nuestro descubrimiento sólo prueban / porque los que son propios ignoramos»
(Ib., pág. 21). El personaje del soldado español utiliza la palabra con el eurocentrismo absoluto y sin complejos con que los conquistadores debieron, de una vez para siempre, la división entre sujeto y objeto de la historia y del conocimiento, (Chaunu 1972, 167/174).
Por el reverso, la figura del indio resulta brutalmente tergiversada. Aunque en sus acotaciones Lavardén sugiere que los actores que representen a los timbúes utilicen ropas diferentes y que esa diferencia se exprese también en la composición física y vocal, no puede respetar su diferencia porque estos personajes sólo sirven como elementos de confirmación y ratificación de la supremacía blanca.
Por eso construye un Siripo inseguro, calculador, hipócrita que, en definitiva, termina prendado de la belleza física y del valor del español.
Algunos ejemplos: cuando se entera de que, aun diezmados por el ataque timbú, unos pocos españoles han decidido vengarse, Siripo exclama: «El valor de estos hombres no es humano».
Pero lo que resulta realmente original es el replanteo del problema básico de toda situación de conquista: la pérdida de libertad del conquistado. Estamos aquí frente a un verdadero desafío para Lavardén: si la libertad y la propiedad son dos categorías esenciales para la formulación filosófica del siglo XVIII como sustentación del nuevo tipo de intercambio que la burguesía postula, en la América feudal ambas categorías siguen siendo privilegio del europeo o de los pocos criollos propietarios. Por eso Hurtado arenga enfáticamente a los timbúes:
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(Ib., págs. 19, 20) |
Si las «razonables reglas» de la dominación ilustrada están destinadas a lograr la felicidad en cautiverio (lo que, por el otro extremo nos recuerda el Cautiverio feliz de Bascuñán, que tiene, justamente, el sentido inverso), la amenaza inmediata de la represión -«a sufrir su venganza preparaos»- es el correlato adecuado para quienes prefieran optar por la «libertad mal entendida». Nuevamente Lavardén se anticipa al concretar una síntesis estética apropiada de la conciencia de la «dominación necesaria y civilizada».
Hacia el fin del acto, en la penúltima escena, Hurtado decide buscar ayuda para salvar a Lucía. Esta es la última parte de su parlamento:
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(Ib., pág. 40) |
Estamos frente a un texto que condensa todas las contradicciones del pensamiento de Lavardén y del nuevo momento colonial. El poeta instrumenta el arsenal ilustrado: «injusta opresión», «tirano», «justos derechos violados» pero produce, al mismo tiempo, una inversión original. En la retórica filosófica europea del siglo XVIII sacerdotes y tiranos representan la opresión de los hombres en una etapa histórica caracterizada por la corrupción general de las costumbres y el falseamiento del proceso de conocimiento a través de la manipulación de prejuicios. En la tragedia rioplatense, el tirano es Siripo, el cacique timbú; los «justos derechos de los hombres» aluden a la legitimidad de la conquista española. (Conviene detenerse en «estos hombres»: hay aquí, sin duda, una vuelta de tuerca de la concepción humanista que se impuso hasta el punto de servir de fundamento justificatorio a todos los procesos de conquista: los «otros», los conquistados, quedaron fuera de los límites de la humanad [Romano, 1978]). Finalmente, la violación y la injusta opresión, provienen del lado del indio.
Hay también otra lectura posible de este tramo, ya sugerida por Ricardo Rojas: la que percibe en estos versos la insinuación del comienzo de una incipiente rebelión criolla contra España. Sin duda se trata de la retórica que campeará en las composiciones patrióticas que acompañarán desde los núcleos urbanos, el proceso de independencia. Y es, por supuesto, el mismo lenguaje que López y Planes utilizará para su Marcha Patriótica, sólo que allí el enemigo será claramente, el español. De hecho, el lenguaje que servirá para cantar la rebelión criolla parece nutrirse de ese maestro colonial cuya retórica está contaminada por la aceptación del despojo del indio. No es casual que una representación del Siripo (probablemente ya con otro título, Siripo y Yara en los campos de la Matanza), realizada en 1813, en un aniversario de la Revolución de Mayo, incluya modificaciones importantes: la obra, representada ante tribus de indios a los que se anima a participar en los ejércitos libertadores, termina con una derrota total de los españoles. En ese mismo año de 1813, la Marcha Patriótica del ubicuo López y Planes, incluirá, por las mismas razones, aquellos versos que hoy no se cantan y que responden, más que a un replanteo básico de la integración del indio al proceso revolucionario, a la formulación poética de un compromiso táctico: «Se conmueven del Inca las tumbas / Y en sus huesos revive el ardor / Lo que ve renovado en sus hijos / De la patria el antiguo esplendor».
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Juan Cruz Varela |
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Esteban Echeverría |
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José Hernández |
La desventurada joven, suelto el cabello y apenas vestida con su hermosa cabeza colgando por sobre el hombro del indio, vio, en aquella rápida carrera, el cadáver de su anciano padre y del infeliz Marangoré, revueltos en espantosa confusión. |
Eduarda Mansilla de García |
La tenía un indio malísimo llamado Carrapí. Estaba frenéticamente enamorado de ella y ella resistía con heroísmo su lujuria. Una de sus mujeres, en la que tiene tres hijos, es nada menos que Doña Fermina Zárate, de la Villa de La Carlota. La cautivaron siendo joven, tendría veinte años; ahora ya es vieja. |
Lucio V. Mansilla |
Eso lo fue diciendo en un inglés rústico, entreverado de araucano o de pampa, y detrás del relato se vislumbraba una vida feral: los toldos de cuero de caballo, las hogueras de estiércol, los festines de carne chamuscada o de vísceras crudas, las sigilosas marchas al alba; el asalto de los corrales, el alarido y el saqueo, la guerra, el caudaloso arreo de las haciendas por jinetes desnudos, la poligamia, la hediondez y la magia. A esa barbarie se había rebajado una inglesa. |
Jorge Luis Borges |
El poder y la eficacia literarias del mito rioplatense se evidencian en su perduración en una amplia franja temática de la literatura argentina que atraviesa el siglo XIX y llega hasta nuestros días. En el interior de ese corpus, los elementos originarios del mito se conservan, se transforman, se complementan y hasta se oponen en una suerte de diálogo que no ha concluido.
La cautiva es la metáfora de una frontera que se desplaza pero que nunca llega a desaparecer.
El adjetivo torpe empleado por Lozano en la versión jesuítica de Lucía Miranda para descalificar la humanización del indio, reaparece en el poema del neoclásico Varela, en el momento mismo en que elabora la imagen del rapto de la virgen blanca. «Torpe placer» y «torpe gozo», anotará Echeverría en su poema y Eduarda Mansilla lamentará la «torpe acción» del indio con la blanca.
Y si el festín del poema de Echeverría tiene lugar en una noche en la que no faltan ni lobos ni genios de las tinieblas, evocando aquella noche triste de Ruy Díaz, la imagen que propone a la cautiva blanca como un bien más apreciado por el indio que el oro mismo invierte la equivalencia india = oro que Irala oferta en su relación cuidadosamente dejada en varios puntos.
De un modo análogo, la energía casi infinita de esa María que soporta la doble carga de su humillación y de la mirada y el cuerpo de su hombre, anticipa a la cautiva que hace exclamar a Fierro: «¡Bendito Dios poderoso! / Quién te puede comprender / cuando a una débil mujer / le diste en esa ocasión / la juerza que en un varón / tal vez no pudiera haber».
Y cuando el coronel Mansilla desde la toldería ranquelina despliega ante la mirada de europeos y porteños -que en todo caso aguarda desde el otro lado de la frontera- ese conocimiento casi corporal que valora como producto de su experiencia entre los indios, asegura: «Yo he conocido mujeres heroicas que se negaron a dejarse envilecer, cuyo cuerpo prefirió el martirio a entregarse de buena voluntad». Agrega así, una flexión nueva a una historia que ya tiene siglos. Estas víctimas de la barbarie tienen nombres y apellidos propios: se llaman Doña Fermina Zárate y Doña Petroña Jofré aunque estén viviendo en toldería; pueden ser narradoras de su propia historia pero Mansilla no les concede directamente la palabra, no les permite hablar: escribe sobre ellas.
Escribir sobre cautivas es, también, ensangrentar la escritura. El «brazo ensangrentado» del salvaje en Varela recibe el contrapunto de los versos de Hernández: «Era una infeliz mujer / que estaba de sangre llena», y de Echeverría: «en la diestra / un puñal sangriento muestra», para reaparecer años después, en ese Siripo, «vencedor desatinado» que toma a Lucía, «a pesar de sus gritos, en sus ensangrentados brazos», en la prosa enfática de Eduarda Mansilla.
Y si en el poema de Echeverría una yegua atada (cautiva) es degollada por indios que «sedientos como vampiros sorben, chupan, saborean su sangre» la india inglesa de Borges, de larga cabellera rubia y ojos azules, confirma su pertenencia al mundo de los otros, su ultraje sin remedio, invirtiendo y haciendo suyo el gesto de sus captores, al beber, de rodillas, en el suelo, la sangre de una oveja degollada (Historia del guerrero y la cautiva).
Ambiguo símbolo de la frontera entre civilización y barbarie, de la diferencia y también de la contaminación, la imagen literaria de la cautiva funcionará, además, como signo de la inversión de una usurpación y un dominio legalizados y ratificados hasta en los aledaños del mundo blanco. Por eso, el gaucho Martín Fierro disputándole al indio su cautiva blanca define en la Vuelta un camino inverso al de la Ida. Al decidir liberar a la mujer blanca, Fierro decide, al mismo tiempo, cruzar el límite incierto de la civilización aunque sepa que sólo podrá rondar por sus suburbios.
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