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Delmira Agustini, ultimación de un proyecto decadente: El batllismo

Tina Escaja





«Hagamos una ley esencialmente feminista que asombre al mundo».


Domingo Arena1                


«[el] consejo de tu madre [...] me mostró el fondo perverso de su alma, en toda su desnudez, a pretexto de que no te hiciera madre [...]».


Enrique Job Reyes2                


«El enemigo de la mujer es el Antropoide».


Roberto de las Carreras (21)                


Delmira Agustini se ubica en un momento de emergencia de alteridades, exitosas o no tanto, que ponen en entredicho los conceptos normativos vigentes. La celebración y hasta canonización de «lo raro» por el influyente Rubén Darío, convivió con una profunda hostilidad hacia el desvío, en particular de toda actitud que no privilegiara la afirmación de una identidad nacional todavía en formación3. El valor de construcción de la Nueva América se impuso entonces como objetivo superior, para muchos adjetivado como masculino y viril, que suplanta la tendencia inicial de un modernismo considerado despreciativamente como decadente y afeminado4. Pero en ese contraste se usurpa la real vinculación de un experimento nacional fomentado por la pluma del dandy hispanoamericano, del intelectual decadente a su pesar que en Hispanoamérica orquestra y disecciona en función de una experimentación política en proceso de inventarse a sí misma. En este punto me atengo a nuevas consideraciones del concepto de decadencia como las apuntadas por Christine Ferguson. En su artículo «Decadence as Scientific Fulfillment», la investigadora reconoce una poco estudiada equivalencia y dependencia entre lo decadente y la experimentación científica pura que desarticula el tradicional antagonismo entre decadencia y positivismo científico. Del mismo modo, los científicos de las nuevas naciones americanas llegan a incurrir en proyectos cuyo carácter radical de experimentación coincide con postulados decadentes como la búsqueda del conocimiento o ideal «puro» y la adopción de modelos extremos que retan los límites dados, sin tener en cuenta la gravedad de las consecuencias, muchas veces la «desintegración» como ultimación científico-decadente que al fin muestra, según la tesis de Ferguson, «the deep contradictions and schisms inherent in all models of pure identity» (477).

La peculiar condición progresiva y afirmadora de los constructores de la Nueva América disiente, asimismo, del dandismo europeo y su percepción angustiada de una realidad materialista y apocalíptica hacia la que el intelectual decadente, asociado al «primer» modernista, opta por escaparse utilizando estrategias como la construcción de mundos y visiones de artificio. El «dandy» hispanoamericano, por el contrario, suma a sus cuitas estéticas el compromiso de inventar América, de construir y definir nuevos procesos culturales que en principio rompan con los previos -aunque partan y concluyan en los mismos, a saber, los modelos europeos- articulando nuevas fórmulas, en ese afán genuino del artista decadente de experimentación, de transformación de la realidad por el artificio de la probeta de la sensibilidad, que en Hispanoamérica se privilegia política. La presunta utilidad de tales proyectos sucumbió con frecuencia a la autofagia, a un «proyecto por el proyecto mismo» que equipara decadentes y teóricos de las nuevas naciones hispanoamericanas, a políticos, intelectuales y científicos de la nación.

El caso resulta particularmente relevante en el Uruguay del 900. En su afán de «asombrar al mundo»5, el gobierno de José Batlle y Ordóñez diseña en gran medida un paraíso artificial con sede en una urbe mínima, apenas industrial: Montevideo. El «antiguo régimen» uruguayo, como califican José Pedro Barrán y Benjamín Nahum6 a un primer estadio sociohistórico en el que predomina el modelo demográfico de culto a la abundancia y a la reproducción («natural» y rural), será suplantado por un modelo moderno de limitación demográfica que caracterizará y fomentará el régimen batllista («artificial» y urbano)7. Este nuevo modelo pretende responder a una realidad moderna de incipiente industrialización que precisa menos pobladores, basando por lo tanto sus necesidades en la «producción» frente a la premisa de «reproducción» propia de las necesidades del primer modelo. En el nuevo régimen, el Estado asimismo busca vigorizarse, supliendo la supuesta debilidad-feminización que imprimió una época marcada por la ruralidad-barbarie, la inseguridad, el crimen y la superabundada. Y al mismo tiempo, el batllismo basa gran parte de su fuerza transformadora en una proyección feminista, apoyando y diseñando la emergencia de una «nueva mujer» en un proceso que la equipara con el auge de la «nueva nación»8. Sin embargo, estas proposiciones progresistas y liberadoras contradecían dramáticamente la sensibilidad moralista y represiva de la realidad del momento. Una de las causas de la desconexión fue que algunos de los mitos del modelo previo, como el culto a la fecundidad-maternidad, no habían sido resueltos por el batllismo y permanecerán vigentes a pesar de los cambios institucionalizados, contribuyendo al eventual desmoronamiento de un proyecto que podría considerarse decadente: el batllismo.

Alegoría de este proceso de desajuste y logros será la autora uruguaya Delmira Agustini. De hecho, el proceso mencionado de autoinvención en el Uruguay de Batlle coincide al tiempo que contribuye a la construcción de la trayectoria literaria y vital de la escritora. De algún modo, y adaptando la práctica habitual del fin de siglo que apunta Sylvia Molloy de exhibición y de lectura de las culturas como cuerpos (129-30), Enrique Job Reyes alegoriza en el suyo el modelo contrapuesto al de Agustini, esto es, el modelo del Uruguay del «antiguo régimen».

El lienzo que inscribe a Agustini históricamente armoniza desde sus inicios con la instancia progresista. Su nacimiento en 1886 coincide con el fin del régimen militar y su desarrollo personal se produce paralelamente al proceso de modernización que enfatizará el régimen de Batlle. Como se ha indicado más arriba, y siguiendo las investigaciones de Barrán y Nahum, el modelo en que se asienta el Uruguay del 900 es un modelo demográfico productivo y no reproductivo. A finales del siglo XIX, y en consonancia con la tendencia moderna europea de auge burgués, predomina la familia pequeña, la baja de la maternidad y el retraso en la edad matrimonial (Barrán y Nahum 16). Esto contrasta notablemente con el culto a la maternidad propio del viejo modelo y que sigue prevaleciendo en el Uruguay de Batlle a pesar de los cambios librados o impuestos. La moda del fin de siglo refleja esta contradicción en el corsé. La popular prenda enfatizaba busto y caderas, que exaltan la función reproductiva (Knibiehler 17), y al mismo tiempo la sociedad burguesa que ostenta el corsé reprime y silencia la sexualidad de la mujer, retrasa su iniciación sexual hasta una edad avanzada, o evita la reproducción utilizando métodos anticonceptivos y contraceptivos. Si, por una parte, la modernidad pareció liberar a la mujer de la modalidad-mito exclusivo de la maternidad, también mediante prácticas como la diversificación de opciones profesionales (convenientes para una sociedad de industrialización incipiente que precisa mano de obra abundante y barata en comercio e industria [Barrán y Nahum 83]), por otra la reprimió sexualmente con una ferocidad sin precedentes, en particular entre las clases medias y altas.

Delmira Agustini forma parte de este engranaje artificial y «moderno» que la construye socialmente, liberándola por una parte gracias a las visiones batllistas, al tiempo que por otra modela su cuerpo y controla-reprime su sexualidad, con el auspicio modernizador y experimental del propio gobierno de Batlle. Segunda hija de un matrimonio de clase burguesa acomodada, Delmira y su familia se ajustan al mecanismo propuesto por la tendencia modernizadora vigente. Los padres de Agustini, conscientes de querer mantener su bienestar económico en un momento en el que la abundancia declina, y también, como proponen algunos críticos, conscientes a su vez de la peculiaridad y talento de su hija a la que deciden dedicar su energía y recursos (Cáceres, García Pinto), limitan el número de sus hijos a dos.

El noviazgo entre Delmira Agustini y Enrique Job Reyes también responde al criterio de la época que demora el matrimonio. Los hombres de clase media buscaban afianzar sus fortunas y posición antes del matrimonio, incurriendo en noviazgos largos sustentados en gran medida en la abstención sexual de las pretendidas (Barrán y Nahum 76). Los historiadores Barrán y Nahum comentan la práctica habitual de los novios del novecientos de «poner a prueba» a sus prometidas, invitándolas al escarceo sexual con la confianza de la negativa (77). La consecuencia inmediata de estos matrimonios tardíos fue la proliferación de patologías que afectaron principalmente a la mujer: histeria, locura, se sumaron a un incremento de enfermedades consideradas «nerviosas» y que la morbosidad del período proliferó al tiempo que las negaba socialmente con tenacidad obsesiva9. Los hombres, no exentos del estigma moral y social, sí que podían eludir la premisa de contención sexual con la visita al prostíbulo, que se aconsejaba fuera reglamentado para evitar en lo posible la creciente incidencia de enfermedades venéreas (Barrán 132). La industria de la prostitución, como aquella de la incipiente psiquiatría, se suma entonces a la rentabilidad burguesa dentro del engranaje moderno que fomenta, articula y reglamenta el propio Batlle.

El dúo Delmira-Job Reyes se ubica en esta tendencia sociosexual y al mismo tiempo la subvierte drásticamente, transformándola eventualmente en espectáculo del conflicto entre el Uruguay experimental y moderno de Batlle y el Uruguay atávico y conservador en curso.

El noviazgo entre Delmira y Job Reyes fue largo y basaba los encuentros en la ocasional visita de Job Reyes a la casa de Agustini, con el chaperón clásico de la madre de la novia. Durante el noviazgo, Delmira se muestra en cartas y comentarios como niña atolondrada y entregada al papá-novio, en una relación emblemática que suscribe la relación entre sexos típica del período, y al mismo tiempo la subvierte al enfatizar su carácter lúdico, inscrito por Agustini, y no exento de erotismo. Asimismo, la sexualidad de Agustini se expresa directamente e invierte expectativas en el caso posible de ser «puesta a prueba» por el novio, no admitiendo Agustini la pose, esto es, la representación social que exige a la mujer el recato. La excentricidad de Agustini escandaliza a Job Reyes, quien sí ejerce su papel de estandarte de los valores tradicionales. José Pedro Barrán y Benjamín Nahum aluden a la relación entre Job Reyes y su novia, de quien destacan sus «costumbres atípicas» (77), citando al primero en carta a Agustini, una carta que revela, según los historiadores uruguayos, el «culto masculino a las represiones sexuales» propio del período: «Te recordaré dos casos en que te mostré mi caballerosidad y buen proceder: uno, aquella noche en que quisiste ser mía y que yo me negué diciendo que jamás harías eso sin que primero fueras mía ante la ley y ante Dios. [...] La otra fue aquella vez que me esperaste pronta para irte conmigo, y que yo también me negué a ceder a tus súplicas, y te dije que jamás mancharía tu nombre y tu honor, cediendo a fogosidades de tu temperamento» (77-78).

En una peculiar inversión de las nociones dadas, el novio es quien se niega a los deseos sexuales de la mujer, lo cual feminiza incómodamente a Job Reyes quien re-escribe la situación «poniendo en su sitio» a Delmira, esto es, ubicando a la autora en su papel que socialmente le exige decencia y recato. De este modo, Job Reyes insiste en negar la iniciativa-voz-sexualidad de Delmira y articula el desvío de la autora extrañamente como pose (¿decadente?): «quisiste ser mía» frente a «jamás harías eso».

En un contexto afín y emblemático, Enrique Job Reyes califica de «monstruosas» las sugerencias de su suegra de utilizar en el matrimonio con Delmira métodos anticonceptivos, y así lo confiesa en carta a la autora después de la separación. El conocido caso es, una vez más, registrado significativamente por Barrán y Nahum: «[tu madre] el día de nuestro casamiento, en una entrevista que tuvimos en la sala y que tú presenciaste de lejos, pues yo, ni después de casados te conté, por delicadeza, llegó a hacerme revelaciones monstruosas de impureza y deshonor, y poniéndome de ejemplo que ella lo hacía con tu padre [...] lo monstruoso, lo repugnante del consejo de tu madre [...] lo que me mostró el fondo perverso de su alma, en toda su desnudez, a pretexto de que no te hiciera madre [...]» (67).

Delmira Agustini contrajo matrimonio con Enrique Job Reyes en agosto de 1913, Dos meses más tarde Agustini cumplía 27 años, es decir, su edad coincidía con el extremo estadístico que situaba la media matrimonial de la mujer en el Montevideo de la época entre los 25 y los 27 años (un cambio importante en relación con los 18 a 20 años del promedio demográfico previo [Barrán y Nahum 76]). Próxima a la treintena, la sociedad moderna de la época, en complicidad con el modelo demográfico auspiciado por el batllismo, exigía artificialmente a Delmira la abstención sexual, una virginidad que el puritanismo burgués, de incidencia europea, impuso y cultivó entre sus damas solteras, demonizando cualquier desvío de una norma de conducta que silenció con tenacidad el sexo. Y al mismo tiempo, batllistas y literatos decadentes insistieron en teorizar sobre la liberación de sus mujeres, presentando los segundos un erotismo abierto y provocativo del que participó «excéntricamente» la propia Delmira en sus poemas.

Roberto de las Carreras fue sin duda el baluarte más entusiasta del sexo libre y la emancipación de la mujer en el Uruguay del 900. Estandarte de los valores del momento promovidos por batllistas, feministas, anarquistas y socialistas, Roberto de las Carreras exhibió sin tapujos su ideología anarcosexual: «El marido es un atavismo [...]. El enemigo de la mujer es el Antropoide [...]. La Anarquía sin amor libre no es Anarquía! [...] ¡La mujer es libre! Su triunfo estalla! [...] Caballeros cruzados del Feminismo, proclamaremos su derecho al placer en el día de la Revolución Sensual!!!» (21-22).

La exhuberancia feminista de Roberto de las Carreras incurre en el «derroche», esa actitud de «exceso» y «exhibicionismo» propios del decadente y de su época que Sylvia Molloy apunta que formó parte de la estética de la pose finisecular (130-31). Pero el extremo «fantasmal» en la tesis de Molloy, elaborada significativamente a partir de la apropiación que hace Rubén Darío de una cita de Villiers de l'Isle Adam en La Eva futura, y que el nicaragüense aplica a Wilde: «jugó al fantasma y llegó a serlo», se refiere principalmente al homosexual-dandy (Molloy 131). También Elaine Showalter apela a esa figura finisecular que la investigadora considera resultado de una crisis sexual que cuestionó los valores de la tradición burguesa (coincidiendo así con el proyecto feminista), si bien con frecuencia el dandy finisecular elaboró con ferocidad contra la mujer (169-70).

La pose cuidada y extrema de Roberto de las Carreras es de otra índole, y su peculiaridad coincide con el momento uruguayo al que se suscribe también Agustini. La pose o «fantasía» de Carreras no apunta al homosexual sino al varón liberado, asesino del macho autoritario o Marido, quien se transforma en Amante, según sintetiza Uruguay Cortazzo, mediante el «suicidio del falo» o «androcidio interior» («Futuros» 2): «Nosotros, los feministas, debemos apuñalear al monstruo interior, al Màle Originel» (Carreras 21; énfasis del autor). Como el dandy clásico, Carreras cuestiona las normas sociales pero por inversión feminista. En su encendida proclama del «Amor Libre», Carreras reniega del poder del falo; celebra la liberación sexual de la mujer; propone un nuevo precepto anarco-sexual. Su pose o «afantesamiento» corresponde a una realidad personal que exhibe: su vida privada como ejemplo ideológico en Amor Libre. Se trata (como afirma Uruguay Cortazzo en su discusión sobre la biografía de Carreras realizada por Carlos María Domínguez) de una condición del ser calculada y existencial que suscribe la máscara como significante del rostro: la pose «como la única manera posible de existir»; «el yo elegido», como «texto altamente trabajado» («Pasiones»).

Pero estas exuberancias ideológicas y existenciales -que no pasan desapercibidas para Delmira Agustini, prototipo posible de esa nueva mujer independiente y voluptuosa propuesta por Carreras en su conocido panfleto de 1902- pronto serán minimizadas como triviales y estúpidas, producto de la excentricidad de un «bastardo resentido» que posiblemente «padeciese de impotencia»; «un fantasma haciendo poses y no un ser humano»; un personaje afectado y «cargado de cosmética»10. También Enrique Anderson Imbert mostrará hacia Roberto de las Carreras una actitud de rechazo, aludiendo tangencialmente al poeta en su influyente Historia de la literatura hispanoamericana por considerar a Roberto de las Carreras partícipe de «los estrafalarios» del Uruguay finisecular (I, 420).

En un revés irónico, Roberto aparece entonces feminizado con frecuencia por la crítica masculina que se niega a perder sus riendas del poder, de «asesinar el falo» que tan cómodamente ostentan, un extremo doloroso y definitivamente innecesario en un momento en que la superioridad del hombre en función de su anatomía está siendo suscrita por el moderno psicoanálisis, una noción en gran medida vigente en nuestros días. El carácter provocativo y subversivo del gesto-acto de Roberto fue considerado definitivamente excéntrico, como lo serán los gestos-actos de Delmira Agustini, una autora igualmente demonizada y reducida a un estereotipo sexual por idénticos críticos: «ninfomaníaca del verso», «Leda de fiebre» (Rodríguez Monegal 9, 53); «orquídea húmeda y caliente» (Anderson Imbert II, 66).

Esta neutralización de desvíos prueba una vez más el desajuste entre un momento peculiar de cambios de actitudes, en una oportunidad histórica de liberación y progreso, y una sensibilidad de puritanismo obsesivo que silencia, refrena, y reduce el desvío al ocultamiento o escarnio. La sensibilidad tenazmente puritana será eventualmente instrumentalizada por el intelectual del período como forma política de mantener su poder canónico-fálico desestabilizado por extremos decadentes y feministas como los propuestos por Agustini y Carreras, y por el propio Batlle.

Una de las máximas afirmaciones del proyecto liberador batllista fue la ley de divorcio sancionada en septiembre de 1913 que perfila la anterior ley de 1907. La nueva ley admite el divorcio «por la sola voluntad de la mujer» (Barrán y Nahum 91). Delmira Agustini es la primera que se atiene a esta ley, abriendo expediente de divorcio de su marido en noviembre de 1913. El asesor legal de Delmira no es otro que Carlos Oneto y Viana, formulador de la ley de 1907 (Cáceres, «Delmira» 27). Como vemos, Delmira se sigue ateniendo a su oportunidad histórica, sigue afirmándose en la medida en que le permiten los medios y retórica del poder, frente a una sociedad y cultura que le niega esa práctica. Como la mujer en el modelo ideológico de Roberto de las Carreras, o aquella de la probeta batllista, Delmira apela a su propia voluntad y decide separarse de Job Reyes a sólo seis semanas de su matrimonio. Volverá a su exesposo como amante clandestina, consiguiendo así lo anotado por Carreras en sus teorías liberales: aniquilar al Marido (macho original) para erigirlo en Amante (varón nuevo liberado). Asimismo se podría argumentar que la transformación de Job Reyes en Amante podría favorecer a éste: como Querida para Job Reyes, se reconceptualiza la presunta «delicadeza» que confesaba a Agustini en carta después de la separación, y al mismo tiempo se admite el «monstruo» de la contracepción. Al transformar a Job Reyes en Amante, Delmira Agustini logra por su parte su liberación sexual, llevando a cabo su voluntad (al extremo de considerar otras opciones como pareja) y la fantasía del propio Carreras, y facilitando, sin suspicacias moralistas, la premisa de demorar la maternidad. Con ello Agustini seguiría fiel al proyecto de liberación propuesto por su momento histórico en las prédicas de Batlle.

Pero Enrique Job Reyes, representante de los valores atávicos y uruguayos, rematador de oficio, no responde en absoluto al modelo moderno/decadente que aceptaría la autocastración propuesta por Roberto de las Carreras, y menos instigada por la pluma-sexo de su esposa. Es por ello posible que Job Reyes decidiera acabar con la confusión y el desajuste entre ambos asesinando el 6 de julio de 1914 a Delmira Agustini, y suicidándose después. Otro motivo para el asesinato, que registró sistemáticamente la prensa rioplatense, fueron los celos. Con frecuencia se menciona que Delmira Agustini era cortejada por un hombre que el periódico «La Razón» de 7 de julio de 1914 detalla como «joven y hermoso galanteador, escritor decadente», con quien la autora había determinado «entablar relaciones formales»11. El periódico La Tribuna Popular de la misma fecha refiere que Enrique Job Reyes había reaccionado a las galanterías amenazando de muerte a Delmira Agustini en dos ocasiones, amenazas que llevaría a término poco después. La voracidad voyeurista del período transformará entonces este caso común de ultimación de violencia doméstica en espectáculo mórbido, incidiendo con frecuencia en el sensacionalismo y el apunte machista. Algunos ejemplos:

La Tribuna Popular, 7 de julio. Portada: «El amor que mata. [...] Detalles completos del sangriento episodio». «La pieza donde se desarrolló el drama ofrecía una impresión terrible. Manchas de sangre coloreaban las alfombras y la cabellera de Delmira, alborotada y undosa, caía bajo el cráneo agujereado».

Crítica, 7 de julio: «Delmira no encontró en el matrimonio el ensueño azul de las histéricas».

El Siglo, 8 de julio: «El entierro de los protagonistas». «[S]entimiento de compasión hacia aquellos dos seres a quienes un fatal destino llevara a la tumba en circunstancias tan horribles y tan inexplicables [...]».

La Argentina, 8 de julio: «La tragedia de Montevideo. Más antecedentes del drama». «En el sepelio de Reyes pronunció algunas palabras Manuel Carlos Barros, poniendo de relieve sus condiciones morales, su espíritu progresista y emprendedor».

El Día, 9 de julio: «La autopsia». «No hubo necesidad de mutilar los cuerpos -Reyes se suicidó sobre el pecho de la amada».

El Imparcial, 13 de julio: «Homenaje a Job Reyes, hombre digno y genial».

Caras y Caretas (sin fecha): «El trágico fin de una poetisa». «La sociedad montevideana se ha conmovido profundamente con este drama que ha arrebatado dos vidas jóvenes y bellas: Delmira Agustini, conocida y talentosa poetisa, y su esposo, Enrique Job Reyes».



La trayectoria vital y artística de Delmira Agustini, así como su trágico final, se desarrolla entonces de forma paralela al proceso del proyecto liberador y decadente de Batlle. El batllismo fue decadente, como lo fue Roberto de las Carreras, en la medida en que experimentó opciones, que pretendió poner en práctica ideologías liberadoras y radicalmente transformadoras de una realidad que ostensiblemente se oponía y distanciaba de esas opciones. La verbosidad y abundancia de Roberto de las Carreras y del proyecto batllista desatendió la fuerza abrumadora de la represión y anemia sensual del período (Barrán 17), así como el oportunismo de muchos teóricos y escritores que tuvieron un arrebato de aplauso para los excéntricos Roberto de las Carreras y Delmira Agustini, para luego someterlos al escarnio y eventual ocultamiento. Las mujeres, en este pacto improbable entre verbosidad y silenciamiento, se ubicaron entonces en el difícil papel de cobayas en una probeta política-poética apenas practicable. Ejemplo de desajuste verbal es la carta anotada más arriba enviada por Job Reyes a Delmira tras su separación: «[tu madre] el día de nuestro casamiento, en una entrevista que tuvimos en la sala y que tú presenciaste de lejos, pues yo, ni después de casados te conté, por delicadeza [...]».

En dicho fragmento se pueden destacar varias indicaciones importantes: las revelaciones «monstruosas» se evidencian por eufemismo; el relato no se cuenta a la esposa, principal interesada de la dialéctica, por «delicadeza»; la esposa está alejada, fuera de escena, mientras su destino se discute. Es decir, a Delmira-mujer se le aísla de sí misma. El proyecto del «yo» ostentado por Carreras y el 900 se le usurpa a Agustini, al tiempo que se le promete con el batllismo y la ideología anárquico-feminista del período. Esta promesa derivará eventualmente en paternalismo y descrédito, como puede registrarse en los comentarios de autores como Rodríguez Monegal, y a través del exhibicionismo voyeurista de una nación «sorprendida» y morbosa ante el espectáculo del asesinato de Delmira y el suicidio de su asesino.

El caso de Delmira Agustini constituye, en definitiva, uno de los ejemplos más emblemáticos de intersección entre nociones de género, estética y experimentación científica, cuya supuesta «excentricidad» articuló en realidad una centralidad subversiva inherente al proyecto de modernidad del Uruguay de principios del siglo XX. Delmira Agustini se podría considerar entonces el producto experimental de la probeta batllista, a modo de «Eva futura» dispuesta a ejemplificar la premisa de identidad continental que obsesionaba a los teóricos de las nuevas naciones americanas. Pero la autora uruguaya, representante de la «nueva mujer», en su alegoría de la «nueva nación», exigirá un espacio e identidad propios en consonancia con las prédicas de Batlle, una propuesta en abierta y hasta peligrosa contradicción con la realidad opresiva, puritana, y atávica del Uruguay de Enrique Job Reyes (Barrán 11). En gran medida, el trágico final de Agustini refleja la ultimación del conflicto entre un extraordinario experimento político y sus contradicciones prácticas cuyas consecuencias últimas coincidieron, inevitablemente, con la caída del batllismo.






Obras citadas

  • Anderson Imbert, Enrique. Historia de la literatura hispanoamericana. 2 vols. México, D. F.: FCE, 1977, 1980.
  • Barrán, José Pedro. Historia de la sensibilidad en el Uruguay. Tomo II. El disciplinamiento (1860-1920). Montevideo: Ed. Banda Oriental, 1993.
  • Barrán, José Pedro y Benjamín Nahum. El Uruguay del Novecientos. Tomo I. Batlle, los estancieros y el imperio británico. Montevideo: Ed. Banda Oriental, 1990.
  • Cáceres, Alejandro. «Delmira Agustini». Poesías completas. Delmira Agustini. Montevideo: Ediciones de la Plaza, 1999. 9-126.
  • ——. «Doña María Murtfeldt Triaca de Agustini: hipótesis de un secreto». Delmira Agustini. Nuevas penetraciones críticas. Ed. Uruguay Cortazzo. Montevideo: Vintén Ed., 1996. 13-47.
  • Cardwell, Richard. «Modernismo frente a noventa y ocho: Relectura de una historia literaria». Cuadernos interdisciplinarios de Estudios Literarios 6.1 (1995): 2-24. Avizora. 10 Oct. 2004 (http://www.avizora.com/ publicaciones/literatura/textos/0105_modernismo_frente_noventayocho.htm).
  • Carreras, Roberto de las. Amor Libre. Interviews voluptuosos con Roberto de las Carreras. Montevideo: s. p., 1902.
  • Cortazzo, Uruguay. «Pasiones rioplatenses». El País Cultural 12 set. 1997: 5.
  • ——. «La vuelta de Roberto de las Carreras: Los futuros del varón». El País Cultural 12 Sept. 1997: 1-2.
  • Escaja, Tina. «Modernistas, feministas y decadentes: Delmira Agustini, entre la mujer fetiche y la Nueva Mujer». Ciberletras 13 (July 2005) (http://www.lehman.cuny.edu/ciberletras/vl3/escaja.htm).
  • Ferguson, Christine. «Decadence as Scientific Fulfillment». PMLA 117 (2002): 465-78.
  • García Pinto, Magdalena. «Introducción». Poesías completas. Delmira Agustini. Madrid: Cátedra, 1993. 13-40.
  • Knibiehler, Ivonne. «Cuerpos». Historia de las mujeres. El siglo XIX: Cuerpo, trabajo y modernidad. Ed. George Duby y Michelle Perrot. Madrid: Santillana, 1993. 16-28.
  • Molloy, Sylvia. «La política de la pose». Las culturas de fin de siglo en América Latina. Ed. Josefina Ludmer. Rosario: Beatriz Viterbo, 1994. 128-38.
  • Rodríguez Monegal, Emir. Sexo y poesía en el 1900 uruguayo. Los extraños destinos de Roberto y Delmira. Montevideo: Alfa, 1969.
  • Showalter, Elaine. Sexual Anarchy. Gender and Culture at the Fin de Siècle. New York: Viking, 1990.


 
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