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La reina de América

(Novela)


Jorge Majfud




Pero yo creo que en un mundo doloroso
el placer no es un lujo
sino una necesidad.








ArribaAbajo I. Atardecer

El pecado original


Mi madre era una prostituta hermosa -terminó por decir Consuelo, peinando con fuerza los pelos de camello de un pequeño mamut, mientras él miraba la acacia gigante y movía la cabeza sin querer-, hermosa como yo, según decía un novio que tuve, un imbécil que se había acostado primero con ella hasta que se aburrió y no le pareció mal reclamar a la hija y un día se metió en mi cuarto y en mi cama cuando yo ni siquiera sabía su nombre y todavía creía en las historias románticas que leía en las novelas de Corín Tellado. Él sabía más de mi propia madre que yo; porque en aquel tiempo yo era muy inocente, porque era una niña de quince años y porque mi madre me hizo así: siempre escondiéndome cosas. Porque así como nunca me dijo que se acostaba con hombres por dinero, tampoco me decía que se teñía de rubio para que su pelo se pareciera a mis ojos y no me imaginase yo a mi padre como un marinero vikingo. Ella tenía obsesión con la gente rubia, lo que me hizo pensar más de una vez que se había quedado embarazada a propósito, cuando llegó un barco con la bandera noruega, o con alguna otra marcada con la cruz. Yo suponía que si hubiese sido sueco o danés le hubiese dado lo mismo; que mi madre se debía haber acostado con más criollos de cara parda que con rubios desabridos, no porque fueran desabridos sino porque no abundaban mucho en la Ciudad Vieja; y que yo tenía que ser, vaya casualidad, la pelo castaño con los ojos más azules del barrio. Pero yo sé muy bien de dónde le venía esa locura por los vikingos. Yo sé que cuando venía de España, en 1960, se enamoró de un tipo llamado J. Jacobsen; que lo amó, lo esperó y que se escondió de él cuando fue a buscarla y ella ya era una prostituta arruinada. Su verdadero nombre era J. Jacobsen, y no Jackes... Pedro Jackes, como había querido mentirme una vez, apurada por una pregunta mía, previsible pero inesperada. Me cambió el nombre porque sabía que, así como quería saberlo de niña, un día yo iría a buscarlo de grande. Pero igual descubrí su verdadero nombre una mañana que mamá estaba en la feria del domingo y yo no pude resistir la tentación de revisar sus cosas, las cajas de cartón que escondía celosamente en un rincón del ropero de su cuarto, unos guantes de mujer, como los que se usaban antes para viajar o para lucir en las fiestas, unos zapatos que hacía años no los usaba y que seguramente ya no le calzaban, un cartón largo con unas letras no muy bien dibujadas que decía SE DICTAN CLASES DE INGLÉS (cuando a nadie le importaba repetir una lengua de piratas borrachos y los businessmen todavía no estaban de moda), una caja con pinceles y tubos de pinturas de óleo seco, el montón de fotos que yo conocía de memoria, a excepción de dos o tres y, precisamente, cartas. Una de las cartas que leí aquel día, escrita con una letra torpe y con faltas ortográficas sobre un papel amarillento, estaba firmada por el misterioso caballero.

Te espero cerka de el amarillo lifeboat, cerka la noche,
J. Jacobsen,

decía el mensaje. Nunca vi ni una foto de ese tipo, pero por el apellido deduzco que era escandinavo. Este Jacobsen había estado en Islas Canarias, probablemente huyendo de algún delito o de la pobreza inesperada de España, porque mi abuelo le prohibió acercarse a aquel tipo que ni siquiera hablaba español sin dificultad. Jacobsen la buscaba cuando el padre no andaba merodeando y encontró el momento para besarla más de una vez en algún rincón del barco.

Las 14:30. El capitán ha hecho sonar la sirena para saludar a un barco que pasa lejos, interrumpiendo otra vez el silencio que había seguido al barullo del mediodía, al ruido de botellas destapadas y tenedores arañando la loza. Mabel puede sentir otra vez ese silencio, ahora más profundo, en el brillo del agua, en el momento que deja de pensar en América. Está cansada y casi feliz. Ya no piensa en Paquita, su madre, enfurecida y triste, estirando la mano para alejarla con sus disculpas, diciéndole «en América solo serás desgraciada. Con dolor te acostarás y con dolor deberás levantarte. Con dolor y desgracia contagiarás a quien te toque, para que sigas siendo siempre desgraciada», y luego atándose un paño detrás en la cabeza, bajando las cejas y mirando desde lejos, con el rencor de una mujer que ha sido engañada y abandonada; con el escaso juicio que le fue quedando después de la ruina de Bodegas Moreno.

Ya no siente aquel dolor de dejar España con todo adentro. Su mente y su corazón descansan, con los ojos puestos en ese brillo interminable que viene de donde ella va, sobre el Atlántico. Apenas un punto sobre la superficie salada y verde, eso es el barco y ella que flota en la nada. Ya no hay dolor; de repente descubre que es libre y siente algo parecido a una felicidad abstracta, sin deudas con la realidad. Se arregla el pelo, lo aprieta detrás de las orejas, corre un poco la falda y se recuesta para tomar sol. Mira el sol a través de los párpados cerrados, sintiéndolo en los brazos y en los muslos blancos de sus piernas. Y casi sonríe, hasta que abre los ojos y lo ve a él, mirándola, hermoso, casi asustado, casi feliz.

El abuelo era un castellano duro y no descarto que la hubiese castigado con una cachetada o algo por el estilo. Decía que una hija suya jamás se casaría con un hombre cualquiera, sin fortuna y sin educación. Y lo que era peor: anarquista. Porque, para el abuelo, todos los hombres con barba rubia eran anarquistas y por estos hijos de puta la familia había perdido su fortuna. Pero la verdad es que el abuelo había sido incapaz de conservar la herencia de los Moreno, acrecentada con su matrimonio. Había fundido una de las bodegas más famosas de España, pero aún no había perdido el orgullo aristocrático de una cepa antigua y refinada. Mamá se quedó a su lado no solo porque una buena hija jamás contradecía a su padre, sino porque además debía evitar que se disgustara por cualquier cosa, ya que se había enfermado del corazón después que le remataron la última propiedad, en La Rioja, y los amigos huyeron todos, como en una letra de tango. Así que mi madre tuvo que despedirse del Jacobsen, que tan mal tipo no debía ser, porque no quiso raptarla, como ella mismo se lo había pedido antes de llegar a Buenos Aires.

-No piensa en Montevideo

-Junto al salvavidas amarillo

-Abla-nos hoy -J.J.

Mabel puede sentir otra vez ese silencio, ahora más profundo, en el brillo del agua, en el momento que deja de pensar en su padre y en España. Aún no sabe que sobre la mesita de luz de su camarote hay un papel de chocolate escrito por Jacobsen. Cuando lo descubra, con la cara de aluminio hacia abajo y las letras apretadas y mal dibujadas hacia arriba, sentirá un vértigo conocido desde que cumplió los dieciséis, bajándole desde los senos hasta el vientre. Mabel se queda inmóvil por un momento; hace calor y el barco no se mueve (puede verlo a través de la ventana). Duda un instante: el mensaje de Jacobsen estaba en la mesa de luz, no en el piso como debería estar si su padre no lo hubiese encontrado antes que ella. Esta vez el vértigo le llega a las manos y el papel de aluminio se sacude con un temblor eléctrico.

Sin saber adónde va, Mabel recorre un pasillo por el cual no había pasado nunca, hasta que encuentra un baño y entra. Hay una ventana redonda que brilla como un sol impidiéndole ver la línea que separa el cielo del mar. Hace un esfuerzo hasta que la ve. Ahora también puede ver el verde pálido del agua, algunas nubes y unos puntitos que tal vez sean gaviotas volando. Mabel piensa que hay una isla cerca. Se imagina naufragando y refugiándose en esa isla hasta que, de repente, advierte alguien más ahí y no es exactamente ella que se refleja en el espejo. Mira con cuidado su propia imagen que parece desconfiada. Sí, hay alguien más allí, ella nunca estará completamente sola. Se acerca y examina su rostro: puede ver a los Moreno, a los Zubizarreta, a otros rostros con nombres desconocidos. Una mujer de profundos ojos negros la mira con preocupación. Sus labios son carnosos y firmes. Parece su abuela cuando era joven y miraba asustada pero elegante la novedosa máquina de hacer fotos, con su fuego blanco a punto de estallar. O podría ser una mujer más lejana, en las afueras de Toledo, contemplando el puente y las casas que se amontonan al atardecer para dibujar un solo perfil urbano. Su pelo está algo entreverado por el viento; todo su rostro refleja una profunda preocupación: ha salido de la ciudad y no sabe si volverá a cruzar ese puente, a Toledo. Su hombre la espera y su madre no lo sabe aún. En ese momento estará recogiendo la mesa con sus olores a tocino, a humo y vino fresco. Son olores antiguos, piensa la joven de Toledo y también Mabel. Es ella y es otra la mujer que la mira por el espejo, que viene desde adentro de su sangre con sus mismos labios y con sus mismos miedos. Se llamaba como su abuela, Josefa; o tal vez Augusta, porque había dos Augustas en la familia. Y tenía esos mismos labios, mi niña, ahora apretados en ese rostro algo pálido, como si recibiera la luz de una luna en lugar de un sol casi tropical. Es ella y es otra la que se refleja un instante y luego vuelve a recordar que su padre la estará esperando. (La ventana redonda vuelve a ser un disco brillante y difícil de mirar.) Entonces, Mabel sale del baño, como si huyera de alguien que no está totalmente allí en el espejo.

En el bar está la cubana que quiso acompañarlos la noche anterior, sola y rodeada de un silencio que persiste demasiado, a su entender, moviendo unos cubitos de hielo en un vaso empañado por la humedad del aire.

-Mabel -le grita la cubana-, ma belle. Por ahí no se va a ninguna parte, niña. ¿A dónde vas tan apurada?

-Iba a mirar para afuera -dice Mabel, confundida.

-Afuera se ve desde aquí, chica. Acércate a esta mujer sola y hazle compañía un poquitico.

Y enseguida, sin preguntarle, pide al mozo otro Martini.

-No, gracias.

-De nada -contesta la cubana, como si hubiese aceptado la invitación. Pero Mabel ya está sentada junto a la barra y piensa que su padre se pondrá aún más furioso cuando la vea en compañía de aquella mujer, bebiendo Martini.

-Pero chica, estás con una cara que mejor no te cuento.

-Estoy un poco mareada.

-Pero si no hay olas, mi niña. Al menos que estés embarazada...

Las mejillas le arden de repente. El mozo le sirve el Martini y ella obedece. Enseguida agacha la cabeza como si hubiese recibido una cachetada.

-Vamos, chica -insiste la cubana-, ¡si te he visto con un hombre que ni te cuento!

-¿A mí? -pregunta Mabel, ingenua.

-No te hagas la tonta, ma belle. Yo no soy tu padre. ¿Te crees que no me di cuenta, ayer? Si fuera por tu padre te quedarías para vestir santos. O para vestir viejos en algún asilo de caridad. No te pongas nerviosa. Tu viejo no va a venir por aquí, por lo menos hasta las tres y media, que es cuando termina su segundo habano. Ahora mismo, como todos los días, está sentado en el sillón de la proa.

-¿Lo habéis visto ahí?

-No precisamente hoy. Pero es lo mismo; el viejo regresa cada día a las dos, con su mal humor, a sentarse en la punta delantera del barco. Por eso nadie ocupa ese lugar después de la una y media.

-La gente ya conoce a mi padre.

-Claro que sí. Después de una semana de convivencia en una misma casa todos somos como de la familia. Todos saben que el vasco Goicoechea desayuna dos veces haciéndose invitar por Madrid, el aduanero, que piensa que el vasco es doctor.

Mabel intenta mirar para afuera. Le desagrada la noticia hasta el punto de sentir náuseas.

-Y también todos saben que tu padre te persigue. No hagas caso. Tu padre tiene celos, como todo padre hecho a la antigua. No tiene nada de malo bajarse un hombre. Y si está tan sabroso, mejor.

-Pero yo no he hecho nada -dice Mabel, sin rebeldía, casi rogando.

-¿No hiciste nada? -pregunta la cubana, escandalizada-. Pero es de no creer. Yo en tu lugar ya me lo hubiera comido, con mayonesa y todo. A ver, no pongas esa carita. ¿Qué tiene de malo comerse un hombre que te gusta? Para eso nos hizo Dios. Y para eso hizo a los hombres tan ricos como el tuyo. ¿Dónde lo conseguiste?

-Lo conocí en el barco -confiesa Mabel y se sorprende. Siente que esas palabras no pudo haberlas dicho ella. Son las palabras de una mujer adulta, no son de ella. Está abusando de su libertad.

-Ay, chica, qué romántico -dice la cubana, tomándola del brazo-. Si yo tuviera tus pocos años y tu cuerpito de leona, si yo tuviera esos ojos negros y ese pelo abundante y ese perfil suave y esas mejillas que todavía se ponen coloradas cuando alguien las mira, qué no haría yo. Me comería hasta el capitán. Mejor dicho, me comería hasta el maquinista, porque allá abajo debe ser más emocionante. Si yo tuviera tus pocos años, me moriría de miedo y de vergüenza, que es lo que más agita el corazón cuando una se entrega a un hombre. Pero ya ves; una se aviva cuando ya es una vieja y ya no tiene ni miedo ni vergüenza, cuando en lugar de hacer favores solo puede resignarse a recibirlos.

-Usted no es vieja -dice Mabel, al tiempo que descubre unas arrugas en los ojos pintados de la cubana.

-Por favor, niña, no hacen falta los cumplidos. Estamos en confianza. Claro que soy una vieja. Tengo cincuenta y cinco años, aunque te juro que me sobra nafta para dar vuelta al capitán, pero al capitán solo le interesa la brasilerita virgen que viene de Canarias y que no se acostará con él aunque el muy carnero le regale el barco entero, con pitos y flautas.

La cubana se ríe con ganas y Mabel piensa que también ella ha bebido de más. Entonces procura desprenderse de sus manos. «Está por pasar», piensa y mira el reloj: son las tres y media de la tarde.

-Bueno, chica, ¿y ahora que ocurre? ¿No te gustó lo que te dije? No hay problema, te pido disculpas. A veces me olvido que yo también tuve diecinueve años y mucho pudor.

-No, no hay problema -interrumpe Mabel-; usted es mayor y es libre.

-Para empezar, ma belle, no me diga «usted». Suena feo. Tutéame; estamos en confianza. ¿No te dije que somos como una gran familia a la deriva? Dime «che» y «vos», como dicen los argentinos.

-¿Conoce Argentina? -Mabel despierta, su corazón se agita un poco.

-Claro que sí. Conozco toda Latinoamérica, mi niña. Desde que llegó Fidel a la isla tuve que irme con mi dinero y mi marido a cuestas. El dinero aún lo conservo.

-¿Entonces conoce Montevideo? ¿Cómo es Montevideo?

Mabel se olvida de su padre que ahora está acodado en la baranda del barco. Rodrigo Moreno mira a lo lejos y aprieta fuerte la boca y las cejas, una contra otra. Un niño pasa corriendo y choca con él, pero logra salvarse de una de sus mejores cachetadas que iba directa a su cara.

-Hijos del demonio -grita don Moreno, con la garganta caliente y llena de aliento a tabaco-. ¿Cómo los dejan sueltos por cualquier lado?

Mamá pensaba encontrarse con su príncipe azul y amarillo un sábado no muy lejano, a las cinco de la tarde, en la misma dársena que los recibiera por primera vez. Pero al llegar a Montevideo (la última escala del viaje) el abuelo tuvo un pequeño ataque -de disgusto, según había alcanzado a decir-. Habían bajado a una fonda que está a una cuadra del puerto, para almorzar verdadera comida española, que mamá nunca había probado. Al abuelo Rodrigo no le gustó nada encontrar gallegos allí, porque eran tan pobres como en Galicia y porque nadie le había prestado atención al entrar. El mozo que los atendió había llegado dos días antes y ya traía la túnica sucia del barco. Por supuesto que el abuelo pidió platos inubicables en aquella fonda para luego terminar conformándose con un guiso de lentejas y con un vaso de vino sin embotellar.

«Parece que lo peor de España llegó primero», decía, molesto y clavando los ojos en mamá, y ella trataba de no mirarlo, porque sabía lo que seguiría después.

«Y tu, hija de mil demonios, ¿por qué me habéis desobedecido?».

Ella inclinaba la cabeza sobre el plato con guiso y se escondía detrás de una cuchara temblorosa, sin decir nada. Pero el viejo insistía:

«¿Es que no habéis aprendido nada de toda la educación que os di? Invertí una fortuna en los mejores colegios de España, ¿y para qué? Para que un día un macho cualquiera te diera vuelta la cabeza como una veleta. ¿Cómo te atreviste a coquetear con un vagabundo que ni siquiera sabe escribir sin faltas ortográficas y que podría ser tu padre? ¿Pues, que me estáis escuchando?», le dijo levantando la voz y la mano para bajarle una cachetada. No alcanzó a dársela, porque la gente que estaba allí comenzó a mirar y el abuelo era enemigo del mínimo incidente con la chusma. A mi madre se le cayó un poco de guiso en la falda, pero continuó comiendo para no mirarlo a la cara. Yo misma lo recuerdo de fotos antiguas y me da terror. Esos ojos fijos y amenazantes que colgaban en una pared de mi casa y me seguían para donde me moviera, los bigotes finitos sobre una boca demasiado apretada que no dejaba ver los labios, y una mandíbula poderosa, destacada del resto de la cara por un corte de pelo estilo milico; porque antes tenían su estilo para hacerse retratos, probablemente el único género conocido por la gente común: se desprendían de todo sentimiento y en sus caras no quedaban más expresiones que la de un muerto con los ojos abiertos. No me imaginaba a ese hombre reconociéndose algún defecto.

Luego pasó lo que ya le conté. Cuando mamá levantó la vista, el abuelo se estaba muriendo. O casi, porque el viejo logró recuperarse de ese ataque. Llamaron a un médico que no demoró mucho; el hospital Maciel estaba allí cerca. El viejo quedó internado y recuperándose, pero el barco no lo esperó los cuatro días que le obligó el médico a reposar, y los dos se quedaron en Montevideo. Él en el cementerio Central, porque su corazón no resistió un segundo ataque, y ella con unas pesetas flacas en un hotel de la Ciudad Vieja. Y con los recuerdos del viaje, ya que mamá nunca olvidó esos treinta días de sus dieciocho años. Además, yo sé que después de enterrar a su padre, sola y mal acompañada por algunos funcionarios municipales que hablaban de fútbol mientras cargaban el cajón, volvió al puerto a esperar a su Jacobsen, romántico pensador o delirante enamorado.

-Sigue a tu padre. En Buenos Aires espera-mí en el puerto, a Saturday.

-Un sábado...

-Sí. Un sábado, cinco de la tarde, en el mismo lugar que tu baja.

-Pero, ¡cuál sábado! -dice Mabel, secándose las lágrimas.

-Un sábado, el primero sábado. O hasta que yo aparece.

Ahora ya nunca sabré qué pudo haber pasado por la cabeza de aquel hombre. ¿La volvió a buscar en el barco cuando salieron de Montevideo? ¿Prefirió alejarse del viejo y de la española? ¿Volvió alguna vez a Montevideo?

Toma aire, se detiene, siente una leve corriente de aire que le recuerda que hace calor y que no deben ser más de las ocho de la noche. Un leve tic de impaciencia le hace apretar varias veces el mamut, como un gato que se acomoda en una almohada mullida. Mira al viejo que continúa inmóvil en su silla de ruedas, mirando la acacia gigante sin poder decir palabra. Por momentos parece que se quedará dormido y luego respira como si estuviera excitado. Si se duerme, piensa ahora, no voy a poder subirlo a la cama. La parálisis y probablemente la angustia de un cerebro todavía activo han disminuido sus músculos, pero aún sigue siendo un hombre grande, imposible de levantar sin la ayuda de la enfermera. Y la enfermera no volverá hasta las nueve, para llevarlo al baño o para cambiarle de pañales, repitiendo con seguridad profesional que a ese tipo no le queda mucho tiempo, porque los años en esto me han enseñado muchas cosas que ni los dotores saben. Cuando los cambio, les hablo y les toco los testículos con discreción, y si el tipo todavía entiende o siente algo, la guacha se les pone dura como una vara. Entonces se las acaricio un rato, no porque sea una pervertida, sino por piedad. Al fin y al cabo, también tienen derecho, ¿no? Seguro que no basta con darles de comer y tenerlos bien limpios, pero hay gente que nunca lo va a entender. Cuando le conté esto mismo a una amiga, que también es nurse en Devoto, se hizo la decente, escandalizada, y me dijo necrófila. Yo no sabía qué era eso de necrófila hasta que por casualidad (o nunca sabré por qué) lo leí ese mismo día en el diario: una mujer que cuidaba una morgue se acostaba con los muertos. Eso era necrofilia. La mina solo podía tener un orgasmo cuando el fiambre tenía olor de haber estado dos a tres días afuera de la heladera. Se los montaba y les hacía el favor que hubieran querido en vida. Entonces me acordé de otra historia que había escuchado en Radio Colonia, de otro tipo que se había robado una vieja del cementerio y la había violado. Entonces el juez que atendió el caso había solicitado la ayuda de un psiquiatra para determinar si el tipo estaba mal de la cabeza o se hacía no más. Pero eso sí que es horrible, y no se me puede comparar. Yo no lo hago por placer propio sino por piedad, como le dije. Si a un tipo todavía se le para es porque está vivo y pico. Y necesita tanto de unas caricias como del suero.

Jacobsen casi no hablaba español, pero las pocas palabras que sabía pronunciar con algún orden le fueron suficientes para trasmitirle a mi madre una teoría ridícula, que ojalá sea cierta. Mabel repetía siempre que si había una vida más allá, y las almas pudieran lograr lo que deseaban, era lógico que dos almas que se habían amado en vida debían reunirse otra vez después de la muerte. De lo contrario el más allá sería tan absurdo, injusto y arbitrario como la vida misma. (Lo cual tampoco es difícil de imaginar: si esta vida es injusta y absurda, ¿por qué no habría de serlo también cualquier otra -de haber otra?) Era una teoría disparatada pero toda basada en un sentimiento común que le confería esa apariencia lógica o irrefutable. «¿Y qué pasa cuando una se vuelve a enamorar de otra persona?», le preguntaba yo, y ella respondía: «Entonces traiciona la eternidad de uno por la del otro». Claro, suponemos que no pueden haber eternidades paralelas. Yo muchas veces pensé en esta idea de Jacobsen y confieso que, aunque me parezca disparatada, nunca pude dejar de pensar en ella, como alguien que dice que Dios no existe pero tiene miedo del castigo divino. Por ejemplo, cuando me enamoré de un muchacho de Tres Cruces, pensaba que estaría toda mi vida con él, y que cuando uno de los dos muriese el otro esperaría su propia muerte para reunirse otra vez y para siempre.

Consuelo se detiene y lo mira un momento. Adivina que es un hombre inteligente o, mejor dicho, que había sido un hombre inteligente. Y como si se avergonzara de una idea tan simple, dice:

-¿No es algo muy original lo que le estoy diciendo, no? Estoy segura de que esta noche no me encuentro muy lúcida, puedo notarlo, como un bebedor juicioso que ya siente el efecto narcótico del alcohol y, sin embrago, mantiene la postura. Como decía Abayubá, el único amigo o novio que tuve en el liceo, una siempre piensa en proporción inversa a lo que habla. Él era un tipo silencioso por demás y a veces me daba cuenta de que yo lo aturdía con mis cuestiones y entonces él hacía un esfuerzo inhumano por no bostezar. Pero ahora no quiero pensar (¿para qué?); solo quiero hablar. Y ya que usted no tiene más remedio que darme el gusto, hablo y no pienso.

-Aunque, como dice la empleada, tal vez ni escuche ni entienda nada -piensa Consuelo, pero enseguida vuelve a mirar sus ojos perdidos en la acacia gigante y adivina alguna ansiedad. Es un hombre que escucha pero no puede preguntar más. Así que lo acompaña en su mirada y descubre un pequeño pájaro que ha llegado al árbol, ahora sumergido en sus propias sombras, y reflexiona, otra vez murmurando en voz alta, como si sus palabras se escaparan de su boca mientras ella continúa mirando algo que está muy lejos de ahí:

-Amar a un hombre, a una mujer, no es algo muy original, que digamos. Casarse, tener hijos, no casarse, no tener hijos, tenerle miedo a la muerte... -el pájaro nocturno revolotea entre las ramas, casi sin hacer ruido, y se pierde en la noche, más allá de la acacia y de los muros vecinos. Consuelo lo pierde de vista- tomar vino, escuchar música; nada de eso es original. Vivir no es algo muy original; eso ya lo hizo mucha gente antes y se murieron igual. Ahora, yo no me tomaría en serio una teoría tan encantadora, pero eso era lo lógico, según Jacobsen. Y así pensaba yo misma, cuando me enamoré temprano: imaginaba que me moría joven, en un accidente o por una enfermedad, y entonces comenzaba a sentir dolores en un ceno o en el vientre y pensaba en la muerte. Luego soñaba que estaba en mi cama, muriendo. Tenía la cabeza débil, apoyada en una almohada enorme y miraba al techo sin poder mirarlo a él. «Aún es demasiado joven -pensaba yo-, y tendrá que rehacer su vida al lado de otra mujer. No puedo pedirle que no lo haga; encontrará a otra mujer, se volverá a enamorar y volverá a decirle todas las mejores palabras que ya me dijo a mí. Le dirá que la amará de aquí a la eternidad, y yo me quedaré sola para siempre, solo porque no pude vivir más para conservar su promesa. Y no será su culpa sino la mía». Entonces, toda la Eternidad dependía de ese momento, confuso y fugaz, que es la vida. Y aunque aún me sigue pareciendo una idea disparatada, ya sé que nunca más podré liberarme de ella. (Ni siquiera pude cambiarla por una idea más razonable, o más simple, que una vez leí de Simone de Beauvoir, cuando murió Sartre: «Su muerte nos separa. Mi muerte no nos unirá»).

Desde que salió de la cárcel, recuerda las cosas con mayor claridad y sin que pueda evitarlo: los recuerdos le acontecen, como acontecen los hechos en la vida. Ahora sube por una calle de la Ciudad Vieja, en Montevideo, como si fuera contando las baldosas rotas. Alguien que se cruza con él le pregunta, «ché, flaco, ¿me podés decir la hora?» y Jacobsen se da cuenta de que había mirado varias veces el reloj sin saber qué decía, como es costumbre en él. Mira de nuevo y contesta, al pasar, «cinco para las siete».

No es tan tarde como parecía cuando dejó el puerto. El cielo se ha oscurecido de repente. Está a punto de llover.

Llueve.

Ahora intensamente. Jacobsen apura el paso, se refugia en un zaguán y se queda parado sobre el escalón de mármol, sobre una de las huellas que por años fueron gas tando los zapatos que entraron y salieron por allí. Pero enseguida, sin contener cierta impaciencia que lo lleva a ninguna parte, vuelve a salir, tal vez en busca de un café. Esas mismas casas -piensa o siente Jacobsen mientras camina-, esa misma calle, esas puertas viejas y ese letrero que dice «zapatería Domingo E. Tolosa» fueron alguna vez las primeras cosas que rodearon a Mabel cuando llegó de España. Y fueron después parte de todos sus días. Por aquí habrá pasado ella varias veces hasta aprender de memoria los nombres de las calles: Rincón, Juan Carlos Gómez, Plaza...

Y como si viera a un fantasma la ve a ella, bajando apurada de un Ford Falcon rojo y entrando acompañada a un bar con azulejos en las paredes. Desaparece y vuelve a aparecer sobre una ventana. El hombre que la acompaña le retira la silla para que se siente y luego se quita el sobretodo. Ella parece feliz o simplemente se sonríe. Es ella, es Mabel, aunque por momentos no lo parece porque la lluvia es intensa y no le permite verla bien. Pero, ¿es ella?

Jacobsen no advierte que el viaje y los días sin dormir lo han agotado. Tampoco advierte que ha dado un paso adelante y se ha parado debajo de la lluvia, hasta que alguien pasa corriendo y le grita: «¿está linda el agua?».

Eso fue todo lo que heredé de Jacobsen a través de una mujer que puedo imaginármela esperando de pie y con frío al borde de una dársena vacía del puerto, esperando que su hombre no traicione su eternidad y vuelva para buscarla. Puedo imaginármela y puedo sentir el mismo frío, porque yo también tenía la rara costumbre de ir a mirar los barcos y a quedarme dos horas contemplando el agua a lo lejos, hasta que se ponía el sol, rojo y blando como una yema de huevo. Iba a mirar el agua a lo lejos, a soñar y a recordar cosas que nunca me habían ocurrido, hasta que comencé a sentir que los hombres me miraban o volvían para preguntarme la hora. También dejé de ir porque advertí que había un tipo que hacía lo mismo. No digo que fuera a buscarme a mí. No, nada de eso. Pero me incomodaba: se sentaba en el único banco que había con vista a la bahía y ahí se quedaba durante horas. O se plantaba de pie al borde de la dársena si yo lo estaba ocupando. Era un tipo de buen aspecto y no había en él nada que me hiciera pensar que estaba loco. Además, ¿no hacía yo lo mismo cada atardecer? Por entonces mi cuerpo no cambiaba solo por fuera y sentí miedo cuando me di cuenta que aquel tipo me atraía. De noche pensaba en él y soñaba que se acercaba a mi banco y me pedía permiso para besarme. Y yo no me negaba. Entonces, de día, al regresar al puerto y encontrarlo otra vez allí, sentía ganas de que se acercara y lo hiciera. Y cuando caminaba dos pasos hacia el banco yo me ponía a temblar. Pero apenas me veía, daba media vuelta y volvía a caminar lento, hacia el otro lado, como si estuviese esperando a otra persona. Eso fue hasta que terminó febrero. Luego dejé de ir, porque por ese tiempo los senos se me habían hinchado demasiado y más de un marido inocente me confundía con una prostituta. Pude irme a tiempo porque tenía una casa y una madre que hacía ese trabajo por mí. En cambio, mamá tuvo que quedarse, esperando a su Jacobsen y, finalmente, aceptando el dinero de la buena gente que nunca falta. Y así aprendió su oficio, o mejor dicho se acostumbró a él, porque sabemos que una vez adentro no se sale; y si se sale se deja una parte o casi todo. Profesión: Mujer de la Vida, graduada en la Universidad de la Calle, como decía el personaje de una novela que ahora no recuerdo.

Es de noche, o anochece. Jacobsen se ha sentado, como cada día a las 19:00, en su sillón de la biblioteca, con un vaso de whisky lleno hasta la mitad, sin hielo, y mira el televisor nuevo que le entregó un viajero a cambio de una cuenta incobrable. Lo mira sin entusiasmo; no le atrae la novedad. Una mujer sonríe, sale del mar y entra a un auto descapotable. Bebe un sorbo largo y vuelve a sentir ese calor que en pocos minutos más lo dejarán del todo relajado, fugazmente feliz, como si su tristeza hubiese sido solo un error, un estado injustificado del ánimo. Un hombre saca un revólver y apunta al espectador, o a la pantalla, o a una cámara que tal vez ahora está descompuesta y archivada en algún sótano de Londres. James Bond, agente 007, con licencia para matar. A Jacobsen le gusta esa música, porque no suena ahora; está sonando en algún tiempo indescifrable. Túru-túrun-túru. La mujer es hermosa y no se preocupa en vano. Todo termina bien. Ahora la música viene del Caribe o desde una isla griega. Jacobsen no alcanza a descubrirlo; pero no importa. La imagen de esas olas es hermosa, eterna. Tal vez el alcohol ya hizo efecto. Se sonríe, se relaja otra vez y luego baja las cejas preocupado: alguien golpea con la mano de bronce que cuelga de la puerta de entrada.

De inmediato recuerda la carta que le dejaron la otra noche por debajo de la puerta:

Desde el mismo momento que reciba este único aviso, empiece a temblar. No a rezar porque sabemos que es usted un ateo hijo de puta que no cree en nada.

No son golpes amables, se da cuenta. Ha sido una orden.

Ahora sabemos bien dónde vive y dónde está la madriguera en la que se esconden tus amigos, los intelectuales que pretenden arruinar este país que no les pertenece. Sabemos muy bien donde trabajan para difundir mentiras sobre la gente honrada que, aunque les pese, defenderá a la Patria de los comunistas, de montoneros, de los judíos y homosexuales. Por haber enfrentado a Dios y a la Patria, los exterminaremos como a ratas.

Entonces Jacobsen se levanta, ya relajado pero todavía triste, atraviesa la sala con esculturas, abre y los ve a los tres, uniformados de autoridad, de prepotencia.

-Señor J. Jacobsen -oye que dice el primero, el que ordena, el que no pide, el que está por encima de los cuatro y entra sin esperar.

Jacobsen no responde. Tampoco fue una pregunta. El coronel entra con los dedos cruzados detrás de la espalda, como gustan hacer los que admiran a Napoleón o a algún otro genio militar cuando está pensando en la Historia. Gira sobre su talón izquierdo y lo mira.

-Perdón, buenas noches -dice el coronel, casi amable, sonriendo- ¿Podemos pasar?

Así es, está relajado, pero todavía triste.

-Qué se les ofrece -dice Jacobsen, al tiempo que piensa que esa frase la debió escuchar anoche en la televisión. Era un hombre alto y oscuro que había asesinado a otro y lo perseguía la policía.

-Venimos a hacerle una visita. Rutina, en realidad. Nos gusta ir de casa en casa, aunque le confieso que prefiero ir al cine -el coronel habla alto, como si estuviese acostumbrado a hablar en un colegio de sordos, mientras camina de un lado para el otro, por la misma senda-, pero cuando la patria llama no podemos negarnos -termina y toma un bloc de hojas que Jacobsen tiene siempre al lado del teléfono.

-Sargento -dice, entregándole el bloc- guárdelo, que nos puede servir.

-Sí, mi coronel.

Al lado, debajo de la guía telefónica, queda la carta de advertencia:

Limpiaremos este país de las ratas, especialmente de aquellas ratas que, como usted, bajaron de las bodegas de los barcos. Y seguiremos cumpliendo con nuestro deber patriótico, mandando al infierno a los que pretenden acabar con la Libertad de nuestra Nación, sin esperar a que leyes mariconas le dejen tiempo para reproducirse.

Abra bien los ojos, no duerma, porque lo estaremos vigilando día y noche para cumplir con nuestro irrenunciable mandato.

Libertad, Patria y Honor

Mi padre murió, como todos los padres que no quieren saber de obligaciones. Había sido comunista o tupamaro, según mi madre. Pero, ¿cómo se comprende que una mujer que prefería a los milicos y a Franco, por tradición familiar, se fuera a meter con un bolche? Según ella, el bolche la había engañado; o la había enamorado, que es casi lo mismo cuando el amor no dura. Mi padre desapareció y nunca más se supo de él. Lo llevaron preso, lo mataron... Eso nunca voy a saberlo. Y tal vez sea mejor así, porque sospecho que esa historia no es cierta y mi padre no fue un héroe mentiroso sino simplemente un irresponsable, y por eso llevo un solo apellido (y un solo nombre, para hacer juego) por seña particular, como quien lleva un enorme lunar negro en una mejilla o renguea de una pierna. De cualquier forma, al principio yo me creí la historia y al mismo tiempo que mi madre defendía la dictadura yo comenzaba a odiarla cada vez más: ellos me habían quitado a mi padre. También me daba cuenta que ella nunca hablaba por convicción política sino por miedo o por conveniencia. Hablaba con respeto de los milicos para que yo no fuese a repetir otra cosa en la calle o en la escuela. Más tarde dejé de creer en esta historia del desaparecido, pero no dejé de odiar a los milicos.

Muchas veces, caminando por la calle, me crucé con un hombre que yo imaginaba podía ser mi padre, porque lo había visto pasar dos o tres veces por la puerta de mi casa, mirando para adentro, o simplemente porque tenía una mirada parecida a la mía. Otras veces me sentaba delante del espejo y estudiaba mi cara. Trataba de adivinar en estos labios, en estos ojos y en esta nariz la cara de mi padre, el país de donde había venido. Estudiaba enciclopedias tratando de distinguir la otra mitad de mi raza. Volvía al espejo y veía en mis ojos los ojos de una mujer vikinga, mirando el mar frío, esperando a su hombre; en mis labios, un poco gruesos y apretados, veía a otra mujer, pronta para gritar en una batalla que comenzaba a deformarse en un bajo, entre dos montañas azules. Otras veces me peinaba y pensaba que ese mismo había sido el pelo de una joven polaca y comenzaba a pensar que mi padre era aquel tipo llamado Mikowski, que vivía al lado del cuarto de mi madre, en la pensión. Ahora, si la historia del desaparecido que me contó mamá no es cierta, por lo menos era buena, casi perfecta: de esa forma no necesitaba una tumba para mostrarle a su hija. Digo casi perfecta, porque aún no entiendo cómo no conservó de él ni una foto ni una carta ni nada. Puede ser, por rencor. Podía haberlas quemado todas, podía haber borrado todo rastro de su historia, como quisieron los egipcios para Akenatón. Lo cierto es que, sola y con una hija, mamá tuvo que volver al trabajo y hacer horas extras. Debió pensar que nunca nadie la reconocería, que aunque hubiese llegado al puerto Isabel, su mejor amiga de la juventud, y la hubiese visto en una esquina oscura, uniformada de prostituta, habría pensado en buscarla al regreso para contarle que había visto al doble que, dicen, todos tenemos en alguna parte del mundo. Pero mamá había cometido un error: cuando murió su padre y se quedó sola en una pensión de la Ciudad Vieja, escribió una carta a la familia en España, seguramente desesperada, pidiendo ayuda. Les pidió perdón por seguir a su padre y pidió perdón para él también que estaba muerto y que antes no había pensado que dejaba a su familia en la ruina para irse a hacer fortuna al otro lado del mar. Pero la familia era una buena familia, el peor enemigo de los miembros que desertan, y nadie le respondió una sola palabra. Mamá decía que las cosas en España habían empeorado mucho, y que tal vez su madre no tenía una sola peseta para enviarle. Pero esa era una triste excusa, porque una peseta para enviar una carta cualquiera tiene, antes o después. Por lo menos unas palabras.

Claro, se podría pensar que la carta se perdió en el camino. Pero la carta de mamá llegó a destino, porque alguien guardó la dirección del remitente y un día se apareció por aquellas costas. Era el tío Vicente, tío de nadie pero primo de mamá, casi de su misma edad que, al cumplir la mayoría de edad, aprovechó para pedirle cuentas a lo que quedaba de la familia, de la fortuna de la familia y de la propia España que lo despreciaba, más porque era aristócrata y pobre que porque haya sido alguna vez, muy en secreto, comunista, republicano y franquista. El tío Vicente era el preferido de mamá, compañero de juegos cuando aún eran niños de la clase alta. Hasta no hace mucho yo conservé fotografías de los dos, de cada uno con su familia, comiendo o tirados en el césped de una casa enorme, probablemente en las afueras de Madrid, que era donde vivían los Zubizarreta. También tenía una caja llena de cartas que le escribían sus amigas y los tíos de Marsella. Cuando yo era niña, mamá se llevaba bien conmigo y me contaba todas las tardes una historia de España o de un viaje a Nápoles. Ese era su mayor placer: contarle a alguien que le podía creer todo lo que decía.

«Esta, con el sombrero, es tu abuela», me decía, mostrándome una foto de tonos sepia. «Ese otro, mi profesor de piano, y esa ¿ves aquí? soy yo en la sala de casa antes de mi fiesta de quince años».

Consuelo lo mira y, de repente, siente ese rostro pálido en la noche, suave, bajo una poderosa luz de luna que continúa subiendo. Por momentos habla como si estuviese sola. Hubiese querido dibujar ese perfil con una sola línea dolorosa, comenzando por la frente y bajando después por la nariz y los labios. Lo contempla de pies a cabeza primero y después solo los labios que se le ocurren suaves y húmedos, el pelo rubio y escaso que parece oscuro bajo la luz de la luna. Consuelo gira la cabeza, como respondiendo a un llamado y encuentra una luna casi llena. La luna de los enamorados, piensa, podría ser como esa; no como aquellas otras lunas que pasan desapercibidas entre los brillos de las nuevas ciudades. Aquella, sobre el perfil casi inmóvil del jardín sin lámparas, era una luna menos cursi, porque estaba en el cielo y estaba en la tierra, llenando de misterio el camino y los árboles, el mar o el río, la calle y los techos inclinados, la plaza, el campo y la entrada de algún pueblo, el centro del burgo con sus torres quietas. ¿Por qué los hombres se han prohibido para siempre ese misterioso espectáculo? solo de vez en cuando un accidente, un raro error de la rutina y de los controles nos devuelve por un instante una ciudad silenciosa (o casi silenciosa porque aún quedan los autos) bajo una luna sorprendida. Pero también en esos raros momentos, cuando más debería asombrarnos el olvidado espectáculo de la noche milenaria, ya no puede. Porque ya no sabemos mirar, y porque estamos demasiado ocupados en reclamar el interrumpido Servicio Público de Energía Eléctrica.

Lo mira otra vez. Él está recostado en su silla de ruedas, probablemente mirando la acacia gigante o quién sabe qué. Por momentos fugaces, como golpes de una brisa que pone la piel de gallina en otoño, a Consuelo se le ocurre un fantasma que le da miedo, como si fuese uno de aquellos muertos seductores de los que hablaba la enfermera. Pero no puede abandonarlo ahora; tendrá que atravesar la noche invocando fantasmas conocidos para ahuyentar otros por conocer, hasta que amanezca o hasta que se duerma sentado y entonces deba llevarlo a su habitación. Se imagina empujando su silla de ruedas y tratando de que se ponga de pie para subirse a la cama. Tiene las piernas largas y delgadas. De repente se le ocurre que debió ser un hombre muy atractivo y un temblor desconocido le recorre los senos. Él está ahí nomás, muy cerca, y continúa mirando las estrellas, recordando sin parar. De repente, quiere decirle lo hermoso que es, que es solo de estricta justicia, y se detiene. Se levanta, deja el opalino sobre la mesa del jardín y camina hacia la ventana de la biblioteca. Adentro, el gato de la casa la observa en silencio, acurrucado en un sillón al lado de una estufa que desde hace dos meses no se enciende. Mira el mamut con pelos de camello y dice:

En otras fotos aparecía en diferentes edades, recogiendo uvas o colgada de un barril de vino. Había nacido y crecido entre la viña y la bodega Moreno, y podía adivinar la historia de un buen vino. «Este Cabernet es redondo», decía y yo no sabía qué locuras estaba diciendo. ¿Cómo un vino puede tener forma propia? «¿Y si estuviera en una copa cuadrada?», le preguntaba yo, primero inocente, más tarde con ironía. En Navidad y el 21 de agosto se compraba los mejores vinos de Manzanares y brindaba sola, porque yo me reía de sus ocurrencias: «Cereza, profundo y equilibrado. Madera y gusto alargado». A veces parecía una rima de niños, como quien dice «cuernos al Oriente, cuarto creciente; cuernos Adelante, cuarto menguante», o algo por el estilo. Otras veces esperaba a que yo me fuera a acostar y se quedaba con su colección de copas y una vela encendida. Mabel no era de emborracharse, pero a veces me hacía pensar que no estaba muy bien de la cabeza. Abayubá, un novio que tuve en Montevideo, me decía que nadie es del todo normal, que somos lo que no tenemos de normal, que todos vivimos en algún tipo de locura estimulada por la realidad. Yo también soñaba con España sin haber ido nunca. Pensaba que allá no habían pobres tan pobres y que todos tenían una casa tan grande como la que tenía mi madre, a pesar de que ella me decía que ya no tenían esa casa ni esos amigos ni nada de lo que se veía en las fotos. Entonces yo volvía a preguntarle:

«Y cuándo vamos a ir a España?».

«Algún día, Consuelo. Pero todavía falta mucho».

«Cuánto falta».

«Mucho».

«¿Voy a conocer algún día a la abuela?».

«Si Dios quiere, aunque ella estará muy viejita ahora», decía y guardaba todas la fotos para terminar la conversación.

Pero lo cierto es que mamá no quería volver a España. Mamá era católica, no-practicante (obviamente) y muy supersticiosa. Para ella, toda su mala suerte se debía a una maldición que le había echado Paquita, su propia madre, cuando supo que pensaba fugarse en secreto con su padre. Pero yo pienso que aquella mujer, tan dura, había perdido la razón cuando supo que estaba en la ruina, ya que es sabido que es más importante dejar de ser rico que hacerse millonario con la lotería; y que, ante una desgracia, nos desmayamos cuando estamos despiertos o nos despertamos cuando estamos soñando. Y entonces la desgracia de mi madre comenzó con la locura de la abuela, que es una forma de desmayarse o de despertar.

Tal vez te has pensado que haréis fortuna en América, y que volveréis hecha una reina, en un carruaje tirado por caballos blancos. Pues te diré que te equivocas, hija de mala leche. En América solo serás desgraciada. Con dolor te acostarás y con dolor deberás levantarte. Con dolor y desgracia contagiarás a quien te toque, para que sigas siendo siempre desgraciada.

El coronel recorre la casa y prueba las castañas sobre la mesada de la cocina. Finalmente se detiene en la biblioteca, un lugar interesante, siempre interesante, ¿no le parece? Yo amo las bibliotecas, créame, porque es el lugar en donde agarro siempre a los hijos de puta. No lo digo por usted. ¿Se sorprende? ¿No? Lo noto tranquilo, y eso que no tiene motivos. Le decía que es en lugares como estos, en las bibliotecas, en donde

los más vivos

los que se creen sabios

inteligentes

van a caer en mis manos

como palomitas. Y todavía se creen listos, dice el coronel y acerca la cara al lomo de un libro; la inclina para leer: Crír-ti-ca delarazónpu-ra. Eso me suena a materialismo dialéctico. Precisamente la semana pasada hice un curso sobre técnicas antisubversivas. Materialismo dialéctico es la teoría comunista. ¿Vio que no soy tan inculto? Incluso puedo hablarle de Sócrates: «solo sé que no sé nada», escribió el filósofo griego.

Jacobsen ya no siente ese leve sueño que traía el alcohol. El calor se ha ido, está frío y hay un hombre uniformado en su sillón, frente al televisor. La mujer de James Bond también le sonríe a él. En un momento el coronel le ordena que baje los pies de la mesita.

-¿No te das cuenta de que es una falta de respeto? -le dice- ¿o pensás que estás en tu casa? Por favor, señor, sepa disculparlo. Es un ser inculto. No sabe comportarse cuando está entre la gente fina.

Cuando el tío llegó a Montevideo tenía veintiún años y nada más. Casi no puedo imaginármelo; para mí, el tío y mi madre siempre fueron adultos, siempre tuvieron cuarenta años. Cuando mamá me contaba algo de su juventud española, para mí eso quedaba en el siglo XIX y para ella había sido ayer. Porque cuando una es niña la vida parece tan larga y después nos damos cuenta del engaño. Todo es más pequeño y más pasajero.

El tío Vicente había invertido todos sus ahorros en ese viaje, pensando que mamá vivía en un apartamento del Palacio Salvo, y que el Palacio Salvo era un palacio, porque esa era la única imagen que tenía del Río de la Plata, culpa de una postal que mi madre le envió a mi abuela, y porque no podía imaginar a Mabel de otra forma que no fuera como la recordaba de años atrás: culta, aristócrata y siempre bien vestida. Tampoco podía imaginarse que en un país donde todos hacían plata alguien de su familia, bien educada y de buena cepa europea, no tuviera el oro y el moro. Y cuando llegó a la pensión-casi-conventillo de la calle Piedras tuvo el primer disgusto. El segundo disgusto fue cuando la vio llegar, pintada y mal vestida, compartiendo saludos y conversaciones con otros gallegos que en España limpian calles, viviendo en un cuarto oscuro al lado de un polaco que cuando iba al baño debía pasar por delante de su puerta con una palangana y una toalla y que debía mirar hacia adentro con indiscreción y celos, ya que no descarto que fuera uno de sus mejores clientes. Según mamá, las diferencias con el tío eran políticas, ya que él seguía siendo un aristócrata a pesar de su pobreza y ella, en cambio, había evolucionado al socialismo. Claro que era mentira. Mamá no sabía nada de política ni le interesaba, y que yo sepa odiaba a los rojos y a los rosados, menos a los laicos del Partido Colorado. «Porque yo antes era anarquista -me contaba-, por la mala influencia del polaco Mikowski que vivía al lado». Casi una frase del abuelo. Pero yo creo que el tercer y último disgusto del tío Vicente fue cuando descubrió la profesión de su querida prima, princesa de España y reina de América. A esto hay que sumarle la historia reciente de la familia. Muchas veces me acordé de algo que dijo mamá, un día que estaba fregando el piso de la entrada, quemándose las rodillas con su bienamado hipoclorito:

«El abuelo no solo arruinó a los Moreno; también dejó en la calle a los Zubizarreta, que salieron en su ayuda cuando el banco nos iba a rematar la bodega...»

Rodrigo Moreno había querido disimular su ruina mintiéndole a todos de que solo estaba pasando por un mal momento financiero. También le había mentido a su mujer, y cuando esta lo supo comenzaron las discusiones que terminaron en la huida de Rodrigo para América, arrastrando a su única hija para no quedarse solo los últimos días de su vida, si la aventura no funcionaba. El tío Vicente nunca perdonó a los Moreno, porque habían dejado a la familia en la ruina, lo habían arrastrado a América para que se ganara la vida cargando bolsas y cajones en el puerto, y su mejor prima lo había deshonrado dedicándose a la prostitución callejera en lugar de trabajar como él. Claro, tal vez ahora mamá hubiese podido trabajar en una gasolinera, pero en aquella época las cosas eran diferentes. O tal vez no eran tan diferentes, porque en el fondo lo que cambian son siempre las apariencias.

Consuelo se detiene como si estuviese hablando con otra persona que pretende refutarla. Pasa varias veces el peine sobre el mamut, de arriba abajo, de la frente hacia la trompa, del lomo hasta el rabo.

Claro, sí. Hubiese podido trabajar en una estación de servicio. No es poco. Abayubá decía que antes el socialmachismo impedía el acceso de las mujeres a determinados trabajos considerados masculinos, como el de las gasolineras. Hasta que descubrieron que estaban equivocados: entonces comenzaron a preferirlas a ellas para despachar combustible, no porque nuestras sociedades hubiesen dejado de ser machistas sino porque seguían siéndolo.

El coronel le pide los lentes. Jacobsen duda, luego se los da. Con un ademán barroco, el coronel se los prueba, mira a sus subordinados y pregunta qué tal se ve. Los dos aprueban con una mueca exagerada. Luego trata de leer otro lomo de libro evitando tocarlo.

-Caramba -dice- así se ve todo distinto.

Esta vez se anima y toma un libro, lo abre y hace que lee para una fotografía.

-A ver, soldado, ¿no parezco un intelectual?

-Sí mi coronel, parece un intelectual.

-Yo diría, un hombre inteligente.

-Eso es, mi coronel. Debería quedarse con los lentes de Cuatro Ojos.

-Soldado, ¿no le dije que tuviera respeto cuando se está en casa ajena? -le reprocha el coronel. Y luego, fingiendo que intenta olvidarlo, vuelve a mirar el libro que tiene en sus manos y pregunta:

-Dígame, doctor...

-No soy doctor, usted lo sabe.

-Bueno, digamos que no tuvo una educación formal, pero para mí es doctor. Con tanto libro amontonado, ¿cómo podría llamarlo? Además, no da usted clases en la Universidad?

El coronel abre un cuaderno de apuntes y lee:

a) El mundo no es más doloroso porque nosotros no lo dejamos, o; b) el mundo es doloroso porque nosotros lo corrompimos». Muy bonito, ¿no? ¿Usted qué opina, soldado?

-¿Yo? -pregunta el soldado, sorprendido. Luego piensa que debe elegir una de las dos opciones y arriesga una interpretación-: El mundo no es más doloroso por que hay médicos y hay soldados, mi Coronel.

-¿Y si no? ¿A quiénes se refiere el autor cuando dice «nosotros lo corrompimos»? ¿Quiénes son «nosotros», soldado?

-Los comunistas, mi Coronel.

-Mmh... -murmura el coronel-. No está mal. Aprobado, soldado.

Deja el cuaderno de apuntes sobre el escritorio y se dirige otra vez a Jacobsen, con una expresión de preocupación:

-¿Qué es lo que enseña, doctor?

-Literatura anglosajona... -dice Jacobsen, casi disculpándose.

-Qué bien suena. Pero, dígame, profesor, ¿para qué sirve eso? -dice el coronel y lo mira, victorioso. Siempre que hace preguntas de ese tipo sale bien parado.

-¿Para qué sirve la literatura, profesor?

Jacobsen ha estado pensando la respuesta. Una pregunta obvia. Por eso, tal vez, nunca se la planteó seriamente y ahora el señor coronel viene a poner el dedo en la llaga. Sin mirarlo y sin salir de ese ligero ensimismamiento producido por la tristeza o por el alcohol, Jacobsen murmura:

-¿Para qué sirve la literatura...? Bueno, para muchas cosas. Pero si usted está preocupado por las utilidades y los beneficios, como lo sospecho en su pregunta, le diré que difícilmente un espíritu estrecho albergue una gran inteligencia. Una gran inteligencia en un espíritu estrecho tarde o temprano termina ahogándose. O se vuelve rencorosa y perversa...

Jacobsen se detiene; probablemente ha cometido un error, en todo caso intrascendente: ha querido responder con una idea en un momento en que cualquier idea o cualquier razonamiento es apenas el marco escenográfico de una acción cuyo desenlace ya está resuelto de antemano.

Baja las cejas hasta tapar casi totalmente los ojos, mientras se pregunta qué tiene él de aquellos vikingos que cruzaron el Atlántico norte hace mil años. Desde niño se los imaginaba como dioses que solo conocían el miedo ajeno. Recorría los caminos húmedos de Fyn, donde vivía el abuelo Sune, rodeado de los campos de los Jørgensen, y no se imaginaba el dolor de la barbarie, el sudor agitado de la guerra, la tristeza del abandono. Ahí estaba delante de él ese hombre uniformado, de pelo negro y de hablar deliberadamente pausado, que en esencia no era otra cosa que uno de aquellos bárbaros que hundían barcos en Nydam mose. Ese hombre tenía más de vikingo que él, que solo tenía la sangre y que soñaba cada noche que un grupo de romanos invencibles habían decidido matarlo. Jacobsen levantaba una espada con mango de oro, como si con ese gesto estuviese formulando una acción mágica de sus antepasados que pondría en fuga a sus enemigos. Pero la espada se volvía tan pesada que sus dos brazos no podían sostenerla, y se caía con la punta contra el piso, momento en que los hombres de pelo muy negro aprovechaban para acercarse a él y lo rodeaban con espadas más livianas y más filosas. Y así lo mataban. Es decir, así despertaba con el corazón golpeándole la garganta y los oídos, como si fuese a reventar por el esfuerzo. Más de una vez Jacobsen pensó que moriría de esa forma, y que la gente diría, al día siguiente: «pasó de un sueño al otro», porque la gente tiene la idea que morir en la cama es una de las mejores formas de cumplir con lo inevitable, cuando en realidad puede ser una de las formas más violentas de morir, una forma irreal, víctima de una ficción que termina con un golpe en la puerta o un estruendo accidental en la calle, poniendo fin a la madre de todas las ficciones que es la vida.

*En la televisión un hombre habla de frente a la cámara y con un micrófono que le tapa toda la boca y parte de la nariz. Parece preocupado. Se da vuelta y pregunta algo a otro que está al lado:

-¿Cómo te sentís en el equipo?

-Bueno, la verdad que bien. Llegar hasta aquí es lo más grande que le puede pasar a un jugador de fúbol, porque un equipo Grande como Peñarol es lo más grande que hay, la verdad.

Jacobsen se dirige a su botella de whisky. No está nervioso. Solo está triste y quisiera emborracharse, definitivamente.

-¿Cómo es la relación con los demás compañeros de equipo? ¿Te sentís cómodo, te llevás bien con todos ellos?

-¿Cómo, no nos sirve? -le reprocha el coronel, cambiando de tono.

-Sí, claro.

-Veo que usted no es muy amable con sus visitas. ¿Para qué me gasto yo en enseñarles a mis muchachos buenos modales si estamos en casa de un mal educado? Como siempre, mucha cultura y poca educación, como dice el General.

-La verdad que sí, el compañerismo es muy bueno y pienso que todos nos estamos preparando muy bien para sacar al equipo adelante, como es que la gente quiere.

Jacobsen sirve whisky para tres más. Le acerca uno a cada uno, menos al que se entretiene dando vueltas por la biblioteca. Tiene una mandíbula cuadrada que se destaca del resto de la cara. Mira con atención y saca un libro de un estante que está contra el piso y pregunta, mi Coronel, ¿qué idioma es este con una o atravesada por un palito? El Coronel lee: Søren Kierkegaard, Frygt og Baeven. Ha leído con dificultad. No comprende y se fastidia. Tira el libro sobre el escritorio y sentencia: -es ruso, soldado, alguna mierda de esas que leen los bolches.

-Es danés -dice Jacobsen.

-Es ruso -ordena el Coronel-. Si yo te digo que es ruso, es ruso, ¿escuchaste, mierda?

-Es ruso -repite Jacobsen. Está pensando en el segundo cajón de su escritorio. Por un momento lo mira. Cuando esté totalmente borracho podrá hacerlo. No debe ser tan difícil: solo hay que poner el caño en la cien y apretar el gatillo. Tal vez duela menos que el dentista. Nadie va a lamentarlo, a excepción de Gutiérrez, al que todavía le debe un cheque que no pudo cubrir el viernes pasado. Solo tiene que esperar el momento adecuado, porque ellos no permitirán que se mate así nomás. Primero tiene que sufrir, mi coronel, hay que hacerlo comer la mierda de su madre, qué tanto joder, al fin y al cabo usted bien sabe por qué estamos aquí, ¿o no?

No, exactamente.

-Hay un rumor de que el técnico es muy exigente con el plantel y que el Pato Lima sería dejado de lado a consecuencia del tiro penal marrado en el último encuentro -una imagen en cámara lenta muestra a un jugador de Peñarol con las manos en la cintura, acomodando el cuerpo a la espera de la orden del juez. Mastica chicle, lo que no se corresponde con la imagen serena que intenta dejar-. ¿Qué piensa un centrojad como vos que fue dirigido por tantos técnicos anteriormente?

-Bueno, yo creo que el Pato es un gran jugador y excelente persona y que algunas cosas que se dicen en la cancha son producto de la calentura del momento. Pero con la cabeza más fría pienso que se va a arreglar todo y el Pato volverá al equipo -Toma carrera, flotando en el aire de aquella noche, se aproxima a la pelota y patea. La pelota demora en despegarse de su pie y, cuando lo hace, se transforma en una especie deformada de pelota de rugby blanca, hasta que el arquero la detiene, casi sin esfuerzo.

-En momentos en que estamos viendo las imágenes de aquel momento fatal para el Pato, quisiéramos saber, desde estudios, cuál es, para Almeida, la posición del técnico respecto a todo lo que se ha dicho del caso Pato Lima-Pastoriza.

-Comprendido, comprendido. Te traslado la pregunta: ¿Pastoriza López?

-Con el técnico no llevamos muy bien. Precisamente, el otro día estábamos comentando con el Cabeza y decíamos que era increíble lo claro que es el técnico en las charlas y lo bien que deja la idea en claro de lo que quiere.

El coronel se acerca a Jacobsen, despacio y con las manos colgando detrás.

-¿Cuál es la idea del técnico para esta difícil prueba que se les avecina?

Lo mira un instante, entre irónico y a punto de estallar.

-Bueno, él nos pide siempre que juguemos al fúbol, que metamos para adelante y que cuando la perdamos la pelota la tratemos de recuperar.

-¿A qué está jugando?

-No lo sé -dice Jacobsen, casi borracho, totalmente triste- pero estoy acostumbrándome. Llegan tres señores, rompen el cielorraso de mi habitación buscando armas o dinero, me insultan. A veces me escupen en la cara y luego se van. Al final siempre vuelven.

-Uy, el señorito está molesto porque la institución, Salvaguardia de la Patria, le escupe en la cara. Y usted, ¿no nos escupe en la bandera?

Jacobsen no responde. Se sirve más whisky y procura acercarse al segundo cajón del escritorio. Pero el coronel le ordena que se siente en el sillón que acaba de quedar libre. La bandera. Jacobsen se recuesta y siente el calor que acaba de dejar el soldado. Es un calor de cuerpo, como cualquier otro. Jacobsen solo piensa en el segundo cajón. No le importa lo que pueda estar diciendo el coronel acerca de los derechos y los deberes a la patria.

-En cada Institución del Estado -reflexiona el coronel- deberían poner a la entrada un cartel con la Ley Primera: Cuando la Patria está en peligro no hay derechos para nadie. Solo obligaciones. Eso tenía que haberlo dicho Sócrates, que murió por su patria.

-¿Pero Sócrates no era un filósofo? -pregunta uno de los soldados.

-Claro, pero murió por su patria. También hay filósofos que defienden la patria. El Sócrates era un subversivo y se liquidó tomando el veneno. Así deberían hacer todos los vendepatrias.

-Gracias Jaime. Mucha suerte a los muchachos de Peñarol y que sean bienvenidos a la Argentina. Suerte también a nuestro Independiente, Pepe.

-Por supuesto, esperamos que los Diablos Rojos sean agraciados con mayor fortuna en el próximo partido y que nos sepan representar como Nación.

-Estoy seguro que sí, Pepe, dados los antecedentes de la institución roja...

-Por supuesto. No debemos olvidar además que por algún misterio del Destino le ha tocado ser a Independiente precisamente el club que más veces ha ganado la copa Libertadores de América.

-Para reflexionar, realmente. Te mandamos un saludo. Chau.

Jacobsen intenta levantarse, pero el coronel le pone una mano en un hombro y lo vuelve a hundir en el sillón.

-Del deporte ahora nos vamos a la escena internacional...

-Vayamos al grano -dice-. Le voy a contar, ya que dice no saber, por qué estamos de visita. Nos enteramos de que usted viajó a Montevideo, el día 14. No se puede uno confiar de una limpiadora; debería despedirla... ¿Es así o no?

-Debería despedirla -dice Jacobsen, mientras mira que en alguna parte del mundo un edificio de diez pisos se derrumba y un río se desborda arrastrando en su corriente una vaca muerta.

-Viajó a Montevideo, sí o no.

-Sí -dice Jacobsen, y luego confirma, sin necesidad-: Me fui a Montevideo.

Detrás de la vaca flota un hombre que todavía está vivo, porque intenta agarrarse a un cable de corriente eléctrica. La mano se desprende del cable y el cuerpo desaparece.

-Ya, ya. Sabemos que se fue a Montevideo. Chocolate por la noticia. Pero lo que queremos saber es otra cosa -dice el coronel, volviendo a caminar de un lado para el otro con los dedos cruzados sobre las nalgas-. ¿Acaso usted no sabía que no puede viajar a Montevideo sin un permiso especial?

-Sí.

-Pero usted no tenía ningún permiso especial y de todas formas se dio una vuelta por la tacita del Plata.

-Sí. Solicité ante su Superioridad ese permiso especial y me lo negaron.

-«En Mar del Plata soy feliz», dice la canción... Estamos en contacto directo con Mar del Plata. Atento Luisito, atento. ¿Me escucha?

-Bien, el cómo ya lo sabemos: usted falsificó documentos. Queda por saber lo más importante: el para qué. ¿Qué fue a hacer a Montevideo?

-Fui a buscar a una mujer.

-Carajo, qué romántico resultó el judío -dice el coronel, fingiendo sorpresa. Jacobsen no corrige esa confusión de razas-. Por favor, señor Jacobsen, recién tomé una merienda, un capuchino con medialunas en el bar de la esquina, mientras esperábamos que el señor llegara. Hágame el favor, no me corte la digestión. Dentro de tres años me jubilo, pero ni piense que voy a esperar tres años para pasar a mejor vida. Le voy a ser sincero: yo tengo por principio no hacerme mala sangre. Pienso que hay que llevar las cosas con la mayor tranquilidad posible, con calma, no hay que gritar para ordenar algo. En eso me parezco a usted; no me gusta levantar la voz. Si yo cumplo bien o mal mi trabajo, igual recibo el mismo sueldo. Así que no pienso complicarme mucho en el trabajo ni voy a hacer horas extras con un judío de mierda que se las toma de avivado. Le sugiero que no nos retenga hasta las nueve de la noche, que es cuando termina mi turno, porque puedo comenzar a ponerme de mal humor.

Jacobsen no escucha, ha perdido el hilo del pensamiento militar. Logra ponerse de pie y se acerca a la botella de whisky, que ahora pone encima del segundo cajón. Sabe que si no lo agarra a tiempo ellos la descubrirán. Y será pronto, porque el soldado de la mandíbula de pelícano continúa hurgando detrás de los libros. Seguirá por el escritorio hasta abrir el segundo cajón. Jacobsen recuerda un hombre que conoció en Zárate, con una mandíbula como esa. Lo habían operado y le habían limado el hueso varias veces, pero la mandíbula le seguía creciendo. Era mozo en un bar.

-Así es -dice, como para sí mismo-. Fui a buscar a una mujer, a Montevideo.

-Oíme, hijo de puta -lo interrumpe el coronel hundiéndole el índice en la mejilla-, dejate de estupideces. Nadie se arriesga así por una mujer. Estamos en el siglo XX, ¿me entendiste?

-Sí, lo entiendo, perfectamente -dice Jacobsen, subrayando para sí la última palabra. En el siglo XX no se mata ni se muere por esas cosas. En el siglo XX la gente es juzgada por sus ideas políticas; no por sus sentimientos. Los delincuentes de mi partido se protegen mientras que cualquier honesto hombre del partido de enfrente puede ser objeto de la tortura, el incendio o la cárcel. ¿Cómo semejantes abstracciones pueden desencadenar tantas pasiones?

-Entonces cantá. ¿Qué fuiste a hacer a Montevideo?

-Fui a buscar a una mujer.

-Azul, Analía

-¿Azul?

-Efectivamente, Analía, ese es el color de la temporada que se avecina en la Ciudad Feliz. Y te adelanto una novedad.

-Adelante, adelante.

-Puntitos rojos y cortes muy pero muy por encima de lo habitual. Aquí estamos con una chica, monísima ella, que nos confirma que los bikinis este verano dejarán ver algo más de lo que estamos acostumbrados. ¿Qué tal?



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