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ArribaAbajoII. Noche

El Anticristo


A la tercer noche sin su hombre, apedreado por un grupo de muchachos y rengo de una pata o sentido de la cadera, Voltaire se anima a traspasar los límites habituales de su barrio, que no son Palermo ni la Recoleta, sino un pedazo de cada uno, no limitado por calles ni por avenidas importantes, sino por árboles y azoteas, por ladridos y maullidos de hembras ajenas. La cuarta noche, ya cansado y con hambre, se pasea nervioso por una orilla del Riachuelo, en donde descubre más movimiento que en el resto de la ciudad. Evita acercarse a las ratas, mejor alimentadas que él, numerosas, moviéndose seguras en su propio terreno, y se decide por dos tachos de basura, en uno de los cuales descubre su cena: un trozo de pescado podrido. Después de comer, vuelve a salir a la superficie, se lame las patas y el lomo para quitarse los restos de naranja y de grasa, y emprende el regreso a casa, evitando los charcos de agua sucia, con su delicadeza de gato, cuidando, de repente, que la mano de hombre sin uñas que sale de una bolsa de nylon sea la mano de un hombre muerto y no la de un vagabundo dormido, amigo de los perros con sarna y enemigo de los gatos ladrones. Rodea el bulto y emprende la fuga con tres o cuatro enormes saltos silenciosos que lo ponen enseguida en una zona alta donde crece el pasto y comienzan las calles oscuras de La Boca. Por fin, se dirige a su barrio, su barrio, sí, reconociendo los olores en la noche, como una planta que se alegra de haber encontrado un hilo de luz e inclina sus hojas y todo su ser hacia ese maravilloso puntito, como un niño que ha debido soportar todo el día la soledad multitudinaria de una guardería y ahora regresa a su casa de la mano de su madre.

Creo que nunca antes había dado tantos detalles de mi vida. ¿Por qué esa cautela? Como le dije, mi madre me hizo inocente y el fantasma de mi casa me hizo cerrada, tal vez mentirosa, porque ocultar es una forma de mentir. Y porque además pertenezco a la Generación del Silencio, como creo que llamaba Conde Abercrombie a todos aquellos que jugábamos en la calle cuando a los milicos se les ocurrió un día salvar a la Patria. Yo recuerdo perfectamente cuando tenía cinco años y estaba una tarde jugando con una amiga en la verdea de enfrente y llegaron los milicos a mi casa. Mi amiga era algunos años mayor que yo y debía saber lo que significaba un jeep del ejército estacionando frente a una casa, porque subió corriendo la calle y no la volví a ver más. Los milicos bajaron con esa urgencia vocacional que se ve en las películas de guerra, y entraron a mi casa apuntando con sus ametralladoras. Yo no me asusté; simplemente no comprendía nada. Cuando entré vi a mi madre que estaba en un rincón, asustada y tratando de ser amable mientras uno de ellos se colgaba del cielo raso y otro le hacía pie, con tanta torpeza que se vinieron los dos abajo y con ellos varias tablas que debían estar podridas. Putearon hasta que mi madre les ofreció un taburete de la cocina para que pudieran subirse de nuevo sin lastimarse. Buscaban algo escondido en el cielo raso y cualquier pequeño bulto era motivo suficiente para que cambiaran de lugar y rompieran donde les parecía técnicamente más conveniente. Los agujeros quedaron de recuerdo hasta el día que nos mudamos para la Aguada. Y aunque mi madre me repetía que aquellos señores en realidad no eran malos, que eran los «soldados de la patria», con la sola intención de que yo no hablara mal de ellos en la escuela, ya no pude dejar de odiar todo lo viniera uniformado. «Donde hay milicos -decía el pobre Abayubá, mi compañero- hay mucho verde pero no crece el pasto». En eso estábamos de acuerdo. Para mí todo hombre que cargara una ametralladora era un monstruo. Porque hay armas para cazar pájaros y hay armas para cazar jabalíes o elefantes, pero la mayoría de las armas están pensadas y diseñadas para matar hombres, de a uno o por montones. Nadie sale a cazar patos con una ametralladora. La ametralladora es una monstruosidad que solo sirve para matar hombres y para jugar a matarlos cuando son de plástico y el asesino todavía es un niño.

Consuelo está sentada en el umbral de la puerta, en el primer escalón de mármol viejo que da a la calle. El escalón tiene las proporciones de un banco de plaza para el cuerpito pequeño y blanco de la niña que sostiene una muñeca entre sus brazos. La muñeca la mira con sus ojos azules y le sonríe, pero ella la acuna lentamente porque a la muñeca le duele la barriga y no se quiere dormir.


Arroró mi niña
arrorró mi sol
arrorró pedazo
de mi corazón

Unos zapatos grandes y oscuros se detienen delante suyo y una voz la saluda:

-Hola, Consuelito -dice la voz y una mano le acaricia la cabeza. Consuelo mira hacia arriba pero no alcanza a ver el rostro del hombre que enseguida entra a la casa. La niña más pequeña tiene hambre y no se quiere dormir, pero su madre la acuna con ternura y le canta otra vez:


duérmete mi niña
duérmete mi sol
duérmete pedazo
de mi corazón.

Entonces la niña cierra los ojos y ya no siente ese dolor en la barriga. Está dormida. Ya no llora. Cuando abra los ojos otra vez se sentirá mejor; la niña le promete que le comprará vestidos nuevos. Y si no llora más no irá al hospital para que el doctor le dé una vacuna en la cola, porque las vacunas duelen mucho y no curan el dolor de barriga.

Primero fue una niña y después solo una muñeca. ¿Dónde estarán ahora esos pedazos de plástico y cerda de caballo? Consuelo acaricia el opalino y recuerda cierto tiempo en que no era infeliz, cuando un lápiz de madera era un objeto preciado, rojo o azul, lleno de olores a pintura, cuando un lápiz tenía olor a lápiz y una goma tenía olor a goma y era suave y ella la apretaba con los dedos y con los labios. Y los zapatos nuevos tenían letras en el fondo que decían made in Uruguay, y los libros tenían olor a tinta fresca y ella metía su nariz entre las páginas para sentir mejor los techos del pueblo antiguo que veía desde lo alto el Príncipe Feliz de Wilde. Y la Edad Media existía, aunque entonces no la llamara así; era aquel Tiempo de los Castillos, representado en los grabados de aquellos libros antiguos que le prestaba Inés y que ella devoraba en el silencio de su cuarto, grabados impresos en alguna prensa rudimentaria pero infinitamente más valiosos que esas otras fotografías de ahora, a todo lujo y con la más alta definición de imagen, porque le permitían soñar con un mundo verdadero pero no real, ya que en los castillos de sus sueños leídos los vasallos no eran esclavos y los reyes no eran déspotas sino sabios y tolerantes, y no existía la urgencia del hoy y del mañana, porque los pastores que cuidaban las cabras tocaban la flauta y no pensaban en el alquiler ni se enfermaban porque no habían hospitales, ni tenían dolores de muelas porque de eso nunca se hablaba, ni habían prostitutas porque la gente creía en Dios. Un herrero levantaba su martillo para moldear una herradura y al fondo se veía el fuego y un muchacho moviendo el fuelle, y ninguno parecía agotado, sufriendo el frío o el calor, tal vez el hambre o un dolor de muelas. Afuera llovía y era el siglo XIV, o podía ser el siglo XVIII, eso no importaba, porque el hombre terminaría de forjar la herradura y se sentaría al lado del muchacho, a ver la lluvia con su olor a tierra mojada y sus historias de brujas y princesas que habitaban el bosque donde por la mañana, antes de salir el sol, iban en busca de leña. Y en un viejo volumen que trajo Mabel de España, las Mil y una noches recopiladas por S. Callejas, también estaban los grabados donde se mostraban algunas escenas de Aladino en un país de cielos difusos, neblinosos, que era la China, con sus gentes escondidas en sombreros cónicos, yendo y viniendo del mercado como si fueran a descubrir ese mismo mundo misterioso y antiguo que ella estaba descubriendo a través del rectángulo en el papel, oliendo a libro viejo, y no como si fueran chinos aburridos de la China o agobiados por el frío y por las deudas. Sabía por su inteligencia, que no era escasa, que la historia de Aladino era exagerada y caprichosa, porque el genio no tenía límites y sin embargo Aladino prefería pedirle todos los tesoros, todos los esclavos del mundo y otros mil-un milagros más, para impresionar a la hija del Emperador o para evitar su casamiento con el hijo del ministro, en lugar de pedirle un único y simple deseo: que la hija del emperador se enamorase de él, o que el Emperador se empecinara en casarla con el hijo de la pobre viuda, que sería casi lo mismo. Y, con todo, la magia sobrevivía al razonamiento, como si nada. Y todo era parte de un sueño despierto, de un mundo imaginario de quinientos años en la mente de quinientos pueblos, de un mundo sin tiempo en su breve tiempo de adolescente, sin clientes y sin compañeros de liceo, que aunque no haya sido real no importaba ya, porque tal vez había sido todo lo mejor que la vida le había dado, o le había prometido, en algún lugar que no podía estar en el futuro, que ella no sabía dónde podía estar, pero lo buscaba en los libros y en la feria de Tristán Narvaja, los domingos de mañana, no tanto en los puestos de antigüedades que también la atraían con sus carteles de 1920 anunciando Aspirina o Aceite Óptimo, sino, sobre todo, en los carritos donde se vendían pescado o quesos Colonia. El vendedor tenía un bigote grande y torneado como solo se veían en los retratos antiguos, una túnica blanca y sucia con tiradores, y pesaba los quesos en una balanza de lata. Consuelo se paraba debajo del toldo, un día nublado de otoño, como si fuese a comprar algo, leyendo los carteles amarillentos que anunciaban que todos los productos eran de Granja La Canaria, establecida en 1902 por Teodora Cabrera, con letras rojas pintadas hacía ya cincuenta años. El puestero, detrás de los quesos y fiambres de cerdo anunciaba que todos los productos eran frescos y de la mejor calidad, y no lo decía en ese momento sino en 1931, cuando Gardel todavía estaba vivo y no había frío ni deudas ni compañeros de liceo ni hoy ni mañana, y las cosas existían y se sentían, como la cartera de mamá, cuando era un pequeño refugio de lápices de labios y alicates, antes de que se convirtieran en útiles necesarios y poco queridos. Todo era más interesante, más simple; todo era más intenso y más valioso. Porque primero comenzamos por sentir las cosas y luego las usamos. Ahora el lápiz sirve para escribir y la goma sirve para borrar; ahora estamos apurados y nos interesan las ganancias o los resultados. Ahora somos demasiado útiles, demasiado responsables y ya no podemos soñar.

De repente la luz del zaguán se enciende y Consuelo se da cuenta de que ya es de noche. Enseguida escucha los zapatos que vienen desde adentro, primero atravesando el zaguán y luego bajando los escalones de la entrada. Son los mismos zapatos de cuero sin lustrar. Un perfume a hombre que ha viajado la rodea.

-Eh, Consuelito -dice la voz de los zapatos de cuero-, ¿cómo está la niña?

-Ella sigue enferma -dice Consuelo, como si le hablara a la sombra que proyecta el hombre hasta el otro lado de la calle. Ya no siente el perfume; el silencio que sigue a su voz la distrae.

-¿Pero, qué tiene?

-Le duele le barriga -dice Consuelo y levanta la cabeza para mirar la cara del hombre que se preocupa por su muñeca. Pero no alcanza a velo bien, porque está parado justo delante de la luz de entrada y porque su mano enorme y bondadosa baja con algunas monedas y las deja caer en la manito diminuta de la niña, que casi no puede contenerlas todas.

-Tomá, Consuelito -dice el hombre-, para que le compres remedios a la niña.

La niña se queda mirando las monedas y dice:

-Gracias, señor -mientras el hombre desaparece por la calle que va al puerto. Es el mismo hombre que vino ayer con otros dos. Es el más amable porque es el coronel y no viene armado.


Aserrín, aserrán
Los maderos de San Juan.
Piden pan, no le dan
Piden queso, le dan hueso
Y la retuercen el pescuezo.

Hasta que tuve dieciséis vivimos en la Ciudad Vieja. Alquilábamos una de esas casas de principio de siglo, con una puerta y dos ventanas altas que parecían hechas para gigantes, con dobles hojas de madera pesada, rayadas por el tiempo y sin pintar. La sala de estar tenía una hermosa claraboya con vidrios de colores y al fondo había un patio que separaba la casa del taller de mamá. En ninguna parte había adornos, cuadros o cualquier otro detalle que hiciera pensar que sus ocupantes estaban a gusto allí, porque mamá decía siempre que estábamos de paso y que yo no debía pensar que íbamos a vivir siempre igual. A la entrada nunca hubo ninguna luz roja ni otra señal que anunciaran el negocio y que yo hubiese podido reconocer con el tiempo. Los clientes eran casi todos conocidos de la casa, de confianza y de buenas costumbres. Mi dormitorio daba a la calle y dos puertas lo comunicaban al zaguán y a la cocina; esos eran los dos lugares de la casa donde yo podía estar más tranquila. Estábamos a dos cuadras del puerto, por lo que mamá tenía los clientes cerca. Yo me había acostumbrado tanto, desde niña, a ver pasar los hombres al patio del fondo donde había una habitación, que no me llamaban la atención. Hasta creo que supe que los hombres iban a buscar a mi madre para acostarse con ella y me parecía tan normal como si fueran a que le lavaran la ropa, porque una toma por normal todo lo que ve desde niña. Yo estaba encantada de que los hombres fueran a visitar a mi madre; tal vez presentía que las cosas andaban bien cuando había clientes. El humor de mi madre, que nunca era bueno, empeoraba cuando no había dinero en casa.

Pero la inocencia no dura, y mucho menos en una casa como la mía. En algún momento comencé a sentir vergüenza de mi madre. Primero porque era pobre y me había contagiado el orgullo aristocrático de los Moreno, que pasó por ella sin quedarse, porque tenía una naturaleza especial, porque era inmune al orgullo o lo había perdido en un depósito de la Ciudad Vieja. Ella me había transmitido toda esa peste de la clase alta menos el dinero y el poder que debía acompañarla. Tal vez lo había hecho sin querer, tal vez solo había repetido lo que le había enseñado su madre y no sabía darle a su hija otra cosa. O tal vez porque imaginaba que mi destino sería casarme con un Moreno culto y bien arreglado en algún puesto de la Administración.

Las rejas se abren con estrépito y Jacobsen es conducido hasta una sala oscura, con olor a humedad, a cenicero y con una lámpara sobre una mesa de acero inoxidable. Lo está esperando el coronel, sonriente, recién afeitado y con un bigote prolijo, fino y bien recortado. A Jacobsen ya no le parece tan delgado.

-Siéntese, tengo buenas noticias. Lo dejaremos en libertad, ya que pudimos comprobar que no estaba mintiendo. Efectivamente, la mujer que usted estaba buscando existe. Se llama Mabel Moreno... -dice el coronel, poniéndose los lentes para leer un informe-. Mabel Moreno Zubizarreta.

Jacobsen levanta por primera vez la vista y la dirige hacia el coronel que está leyendo un papel. Casi no alcanza a verlo bien por la lámpara que se interpone.

-¿Contento? No se puede quejar, hicimos el trabajo por usted. Deberíamos cobrarle.

-Mabel -dice Jacobsen, con una voz muy débil y se da cuenta de que casi no puede hablar. Pero insiste-: Mabel... ¿Dónde vive? En Montevideo, ¿no?

-A ver, déjeme ver... -el coronel vuelve a leer con esfuerzo, acercándose a la luz de la lámpara-. Calle Rincón y Piedras. Barrio: Ciudad Vieja.

Jacobsen quiere saber más, pero se calla. Sabe que de todas formas se lo dirán.

-¿No pregunta más detalles? Pensé que estaba muy interesado en esa mujer. De otra forma no se hubieras jugado el pellejo cruzando el charco. Y no nos hubieras jodido a nosotros, teniendo que ir personalmente a verificar de que nos estabas diciendo la verdad. Cosa que me calentó un poquito, porque yo sé que estás metido con los bolches grandes y también sé que un día te voy a agarrar.

El coronel camina tratando de pensar y continúa:

-Como le decía, hicimos el trabajo por usted, porque la inteligencia militar es superior a la inteligencia culta. Lo felicito, señor Jacobsen, su mujer es hermosa, un hermosísima prostituta.

Los otros cuatro que estaban en la sala esperaban este momento. Fijaron sus miradas en el rostro abatido de Jacobsen. Alguno dirá que ni se inmutó. Otros dirán que se le notó que se le venía el mundo abajo. Nunca se pondrán de acuerdo.

-Una hermosa prostituta que trabaja cerca del puerto -insiste el coronel, por si la frase anterior no hubiese llegado muy profundo-. ¿Sabía usted que su amada, la mujer por la cual usted arriesgó su vida, se acuesta con otros hombres por dinero?

El coronel lo mira más de cerca. Jacobsen casi no reacciona y el coronel se pone furioso. Le grita:

-¡No le importa!

-No... -responde débilmente, Jacobsen.

-Ah, no le importa -dice el coronel, volviendo a su posición vertical, desilusionado-. Tal vez le importe saber cuánto me cobró por media hora. ¿No calcula? Trescientos pesos uruguayos, que en moneda nacional... no sé cuánto es. Pero no importa, porque eso lo pagó el Estado, digamos los contribuyentes como usted.

Definitivamente, ya no hay expresiones vivas en el rostro de Jacobsen. Los demás renuncian a observarlo. Uno se retira diciendo que no vale la pena. Los otros se quedan porque saben que hay más.

-Trescientos pesos... -reflexiona el coronel-. Trescientos pesos por media hora que estuvo gritando como loca, porque por algo me decían Cabo Largo, siendo que nunca fui cabo. Tal vez al señor no le moleste que su amada sea una prostituta porque no nos cree. Claro, pero por algo pertenecemos al ejército argentino: lo prevemos todo -dice el coronel, tomando de la mesa un sobre de papel manila. Adentro hay unas fotografías ampliadas, en blanco y negro. Las saca y las estudia un momento.

-Hemos sacado algunas instantáneas, porque el gobierno nos paga pero debemos rendirle cuentas de nuestras actividades y gastos. ¿Qué le parece? Yo le muestro una foto de medio cuerpo y usted me dice si es ella o no.

Elige y finalmente pone una de frente a Jacobsen. Es Mabel que aparece casi de perfil, mirando a la cámara un poco asustada.

-¿Es ella, su Julieta, sí o no?

Jacobsen no responde.

-Bueno, tal vez esa fotografía no la represente bien -dice el coronel-. A veces ocurre. Hay fotos que no se parecen al modelo. A ver, si le muestro otras tal vez la termine por reconocer.

Jacobsen no responde; solo mueve los ojos, de vez en cuando, para comprobar que es Mabel que aparece en todas las fotos.

-Bueno, en fin, tal vez no sea su Mabel. Así que podré mostrarle todas sin que se escandalice demasiado. Esta es mi favorita -dice el coronel como si la admirara un momento antes de exponerla a cincuenta centímetros de la cara de Jacobsen-. El que aparece arriba, de espaldas, es el agente Fabiolo. Nadie diría que es el agente Fabiolo, porque nadie lo conoce por las nalgas y el muy vergonzoso escondió la cabeza. Qué muchacho. Bueno, en realidad, todos lo hombres somos vergonzosos. ¿No se ha fijado usted que en las revistas pornográficas la mujer es siempre la que da la cara, mientras que el macho que las está cogiendo la esconde? La mujer siempre tiene menos vergüenza. Bueno, aunque tal vez usted nunca haya visto una revista pornográfica. Aproveche ahora y disfrute con nosotros de estas tomas de película.

Jacobsen no quiere que lo vean con los ojos húmedos; inclina la cabeza procurando mirar para otro lado, pero atrás se encuentra con la cara sonriente de un soldado. El coronel ha ganado otra vez, piensa el soldado.

-No vaya a pensar que obligamos a esta pobre mujer a hacer lo que parece que está haciendo aquí -sigue diciendo el coronel-. No, no, señor. Eso no es de hombres. Además no quisiéramos tener problemas con nuestros hermanos uruguayos. En realidad le pagamos por el servicio, que es un trabajo como cualquier otro, y ningún trabajo es vergonzoso. El trabajo honra a la gente. Y le dimos unos pesos más por las fotografías, que fue lo único que no le gustó.

Inclina la cabeza tratando de escuchar algún ruido extraño en el interior de la casa, pero lo distraen un murciélago que pasa como una sombra ruidosa y el freno seco de un taxi, cien veces más violento y escandaloso, que se detiene un segundo para no atropellar a un muchacho que cruza la calle corriendo, y enseguida vuelve a acelerar. Después de dos horas en esa posición inmóvil sobre el muro del fondo, salta hasta una rama de la acacia gigante y, verificando que no quedan pájaros inquietos revoloteando, o que si los hay seguramente esperan inmóviles en alguna de las mil y una ramas en forma de laberinto, baja por el tronco dando un salto invertido y se aproxima a la puerta de la biblioteca. El mismo silencio de la noche anterior. Su hombre no ha vuelto. Ni volverá esa noche tampoco. Pero igualmente se queda en esa posición de espera, más propia de un perro que de un gato. Hasta que amanece y decide ir a la búsqueda de alguno de esos pájaros ruidosos que revolotean en el vasto globo de la acacia gigante, porque puede sentir el peso de sus cuerpitos rozando las ramas como si estuvieran entre sus garras.

Hay una especie de gran basurero que debió ver alguna vez en algún barrio del Norte. Es ondulante y extenso como un desierto africano, lleno de símbolos y desperdicios en descomposición o ya definitivamente descompuestos. Una colección de ratoncitos recién paridos se arrastran casi transparentes dentro de una caja de cartón llena con algodones manchados de sangre, tal vez de algún hospital cercano donde uno o dos días antes una mujer había dado a luz a un niño. La caja dice, interrumpida por una mancha de humedad: «CIGARRILLOS GO...»- De diferentes puntos de ese gran campo de basura salen columnas de humo que expanden un fuerte olor a cadáver cremado. Está a punto de darse vuelta para irse cuando una rata enorme cruza corriendo entre sus pies y se mete en la caja de hospital. Levanta la vista y ve que un grupo de muchachos entran al basurero y se dirigen hacia él, con cierta sociedad amenazante, como si en ese momento estuviese invadiendo un territorio privado.

-Esta basura es nuestra -dice uno de los muchachos que parece ser el jefe. Tiene el pelo color bronce opaco, los ojos achinados por cierto esfuerzo permanente de la cara y lleva una musculosa sucia que deja ver una piel quemada por el sol.

Jacobsen piensa por qué no va armado. Ni siquiera una navaja.

-Así que borrate de aquí, ¿entendiste?

Por un instante, siente que pronto formará parte de esos mismos desperdicios, y lentamente comenzará a sumergirse en pedazos dispersos, hasta confundirse con la demolición de Aníbal, muerto de una forma mucho más interesante, aunque también más dolorosa, víctima de la conocida y esperada limpieza social que cada tanto hacen las Sociedades Higiénicas. Entonces, sin decir palabra, Jacobsen comienza a caminar entre la basura, rumbo a la entrada, mientras descubre que los otros muchachos esperaban algún incidente con cuchillos envainados en la cintura. Prestando atención al ruido de posibles pasos detrás suyo, escucha que le gritan «si volvés por aquí te fletamos», y después de salir del basurero, unas cuadras más arriba, entre casas con paredes de chapa y cartón, piensa en la exclusividad del barrio, que en las clases altas y en las clases bajas se da el mismo fenómeno: están cerradas a los miembros de otras clases; muros impenetrables rodean las castas modernas que se rigen por sus propias leyes. Toma un metro hacia Retiro y se baja en la Estación San Martín. Al salir, siente el agobio de una tarde de enero, bajando vertical sobre el asfalto caliente. Camina por Esmeralda y, el llegar a Alvear, repite: esta basura es nuestra.

-Señor -escucha que dice Augusta-, la semana pasada vine a hacer la limpieza y no había nadie en la casa. La puerta de entrada estaba abierta. Después, antes de irme, lo estuve esperando una hora y como no llegaba me fui.

La mujer mira a Jacobsen que parece no escucharla. Observa que hay polvo acumulado en la pantalla del televisor y lo quita con un paño que saca del bolsillo de su uniforme.

-Usted no eeestaba y la puerta estaba aaabierta -insiste Augusta, ahora con su verdadero acento cordobés. Porque cuando se ponía nerviosa o su atención estaba toda puesta en otra cosa, se olvidaba de hablar bajo y pausado y la gente descubría que era una pajuerana-. Yo se la cerré antes de irme y ahora que vuelvo la encuentro sin llave. ¿No tiene miedo de los laaadrones, seeeñor? Hay muchas cosas de valor, aquí aaadentro.

-Sí, disculpe -dice Jacobsen. Augusta sabe que estuvo preso y no quiere darse por informada, piensa mirando un girasol solitario que, por accidente, nació en el jardín.

-¿Disculpe? No, señor, ¿cómo me pide disculpas? Yo se lo digo por su bien. Un día de éstos entran y lo roban. O lo matan, porque hoy en día está tan peligroso que una nunca sabe...

No lo sabe. Pobre Augusta; ni siquiera se ha dado cuenta de nada. Pero cuando lo sepa no volverá a trabajar para él.

Augusta camina por la biblioteca, inquieta, hasta que se decide y se lo dice:

-Señor, tengo que hacerle una preeegunta.

Jacobsen no responde. Mueve un poco la cabeza, como autorizándola, pero este gesto austero del señor la hace dudar.

-Bueno, pregunte, Augusta -debe decir Jacobsen para que se decida de una buena vez.

-No lo sé, señor -dice Augusta, y Jacobsen advierte que se ha puesto nerviosa-. En realidad no era nada importante.

Jacobsen se da vuelta para mirarla y le ordena:

-Por favor, Augusta. Le dije que preguntara nomás.

-Este, señor, es que... No se lo vaya a tomar como un atrevimiento de mi parte -dice retorciendo el paño que todavía tiene en sus manos-. Usted sabe que allá en el pueblo somos muy pobres y ignooorantes.

-No es un pecado -se adelanta a decir Jacobsen, temiendo que la conversación de muchas vueltas sobre un punto desconocido.

-Bueno, señor. Le voy a confesar que cuando usted no estaba yo entré a la biblioteca para liiimpiar.

-¿Y?

-Entré para limpiar y casi tuve el atrevimiento de prender la televisión, señor, pero no sabía cómo se hacía y tuve miedo de romperla. Entonces, señor, yo quería pedirle a usted si me permitiría mirar la televisión un momento, para ver algo, cualquier cosa, seeeñor.

Jacobsen la mira fijamente a los ojos y ve que Augusta se ha paralizado de miedo. Una especie de ligera descarga eléctrica la sacudió desde los hombros hasta la cabeza.

-Hágame el favor, Agustina -le ordenó Jacobsen, equivocándose de nombre-. Llévese ese televisor para su casa.

-¿Cómo señor?

-Se lo regalo.

-No diga eso, señor. Yo no quise ser impruuudente...

-Es un regalo, Agustina. No se preocupe. Además, aquí me está ocupando demasiado espacio.

-¡Santo Dios! -exclama Augusta, acercándose al televisor. Se agacha un poco y lo toca con sus dos manos-. Dios mío, muchas gracias señor.

Luego se detiene, duda y finalmente se resuelve:

-Sí. No puedo llevarlo a la pensión, pero se lo voy a mandar a la mama que se quedó solita, allá en Río Cuarto.

Después sentí vergüenza cuando supe que mi madre era una puta y qué significaba ser puta de la calle. Lo supe de una vez, de golpe y para siempre, sin remedio. Fue una noche cuando estaba atendiendo a un tipo en el fondo. Yo no tenía acceso a esa parte de la casa porque la separaba una puerta con llave. Esa puerta daba al patio con claraboya y, como le decía, más allá estaba el taller de mamá, con una cama antigua y una maquina de coser. Mamá cosía durante el día para una pequeña boutique del Centro. Era habilidosa. Toda mi ropa había sido hecha por ella y se esmeraba para que yo estuviese siempre bien vestida. La dueña de la boutique tenía una hija de mi misma edad y con ella íbamos a las fiestas de cumpleaños. Yo siempre tenía un vestido nuevo y llamaba la atención, lo que llenaba de orgullo a mi madre. Me creía muy bonita, porque me habían acostumbrado a oír que me lo repitieran cada vez que se hablaba de las niñas en una casa. Hasta pensé que cuando mi amiga dejó de acompañarme a las fiestas lo había hecho por celos, ya que, si bien no era fea, los elogios siempre se desviaban hacia mí y solo de vez en cuando alguien agregaba el inevitable: «pero Isabelita también es muy bonita». Después, con el tiempo, comprendí que se había alejado de mí no por celos sino por vergüenza de su madre. De un día para el otro perdimos dos amigas y una buena clienta. Así que, de a poco, mi madre se fue quedando sin ropa para coser y sin el poco dinero limpio que entraba en la casa. Mamá también perdió una buena excusa para justificar de dónde sacaba el dinero pero, quién sabe por qué o cómo, no se esforzó en corregir aquella situación incómoda y la verdad quedó separada de mí por una única puerta y por la costumbre o el temor de no pasarla.

-¿La señora? -pregunta el mozo al terminar de apuntar al dente.

-Para mí un beef rending con una seasonal salad.

-Sísonal sálad -escribe el mozo, con la mano tensa, procurando que no se note que es nuevo y está nervioso.

-¿Para tomar?

-Red wine, por favor.

Martín le arranca el menú de las manos a su hermana y esta le grita en voz baja:

-¡Si vos no sabés leer! Dámelo... -forcejea con su hermano y luego dice-: Papá, Cholito no me deja... leer.

-No le digas «Cholito» a tu hermano -la corrige el padre-. Es una expresión racista. Y vos, Martín, devolvele la carpeta a tu hermana. ¿Acaso no te enseñé nunca cómo debe comportarse un hombrecito en un restaurante? ¿Querés que la próxima te deje solo en casa?

Martín le devuelve la carpeta a su hermana, de mala gana.

-Ahora pídale disculpas a su hermana.

-Disculpas.

-Así no. De buena gana.

-Disculpas -dice Martín, pronunciando la palabra con resignación.

-Muy bien. Ahora quita los codos de la mesa y no te tapes la cara.

Y dirigiéndose a Leonor y a su marido, dice:

-Estos chicos solo saben hacerme pasar vergüenza.

-Bueno, coronel -comenta Leonor-; son solo eso: chicos.

-Chicos. Pero deben aprender a ser educados desde ahora -se queja el coronel-. Si no, ¿cuándo? Árbol que crece torcido no se endereza. Y este país está lleno de árboles torcidos.

-Más precisamente, de sauces llorones -agrega Leonor, con sorna.

El coronel aprueba con un gesto mientras Jacobsen encuentra, finalmente, en la oscuridad llena de luces encandilantes, su auto, estacionado a un lado de la costanera. Estaciona media cuadra más adelante y baja para verificarlo. Es otro Ford Falcon con patente del ejército y con un osito de peluche contra el vidrio trasero. El coronel prefiere usar el auto oficial porque puede estacionar en cualquier parte y, sobre todo, porque se siente orgulloso de pertenecer a la Institución.

Atraviesa el río de autos, esquivando uno y otro, hasta donde están los restaurantes más lujosos de Buenos Aires.

-Cuénteme, Coronel, ¿cómo está su hija mayor? -pregunta Leonor, tratando de ser amable pero sin poder recordar el nombre de la hija en cuestión-. La última vez que la vi estaba muy preocupada por sus exámenes.

-Ya no le quedan materias pendientes. Patricia se recibió hace un año -dice el coronel, recordándole su nombre para ayudar a la amabilidad de Leonor.

-Paty siempre me pareció muy inteligente -dice Leonor, pero no recuerda qué estaba estudiando.

-Estaba por recibirse de abogada, ¿no? -agrega el esposo de Leonor, yendo en su ayuda.

-Sí, de abogada -dice el coronel, con resignación.

-Lo dice como si hubiera esperado algo mejor. ¿O me equivoco, coronel?

-No, no se equivoca. Hubiese preferido que estudiara cualquier cosa menos abogacía. No sé, ¿qué quiere que le diga? A mí los abogados...

-Entiendo, coronel -dice el esposo de Leonor, dándose cuenta que el coronel no sabía cómo terminar su última frase.

LOS PATITOS RESTAURANTE, lee Jacobsen y se acerca a una ventana desde donde puede ver a la mayoría de la gente que está sentada. ¿Y si está arriba? Tendría que subir.

-No, no es que me queje. Ella es una mujer moderna. Es libre de hacer lo que quiera. Yo le di toda la educación que pude para que en el futuro pudiera defenderse sola.

-Le dimos -lo corrige su esposa al tiempo que el mozo le sirve el beef rendang-. Eso fue lo que te faltó enseñarle: hablar en plural; que lo que ha logrado en la vida no lo hizo ella sola.

HAPPENING RESTORANT. Sí, es él. Está sentado en la cabecera de una mesa larga.

Jacobsen entra presuroso pero se detiene a tiempo: el coronel no está solo. Está con sus hijos. Esos deben ser sus hijos y una de esas mujeres debe ser su mujer.

-Estás enojada con Clara porque es una muchacha independiente, ¿no?

-Más que independiente: rebelde. No me mires así. ¿No fuiste tú el que la llamó así cuando se juntó con ese abogaducho comunista?

-Ese abogaducho -la corrige el coronel, sin perder la postura y sonriéndole con esfuerzo- ahora es su marido, querida, y no es comunista sino peronista.

-Bueno, eso no lo sé. Ni siquiera alcanzo a reconocer la diferencia entre el comunismo internacional y el comunismo criollo. Si lo digo es porque tú mismo me lo habías comentado una vez que salió de casa sin despedirse.

-Suele ocurrir en las mejores familias- dice Leonor y hace el mismo esfuerzo por reírse que su marido. Todos parecen reírse, menos los niños que discuten por una ensalada que ninguno quiere comer.

La conversación gira en torno a la política, Onganía, el posible regreso de Perón, el sindicalismo argentino y el peligro que significa para la Patria la influencia extranjera. Leonor comienza con los agitadores franceses de 1968, sigue con los drogadictos y homosexuales de California para ir a su tema preferido: la falta de moral en Chile, el crecimiento de la izquierda, la necesidad de un golpe de estado que salve a la nación y lo delicioso que están los camarones en su tinta.

-Yo prefiero los mejillones españoles.

-En una buena paella.

-No, así no más; una picadita con algún aperitivo.

El mozo los interrumpe:

-Teléfono para el señor Coronel.

-¿Quién es?

-No quiso decir, señor.

-Dígale que el coronel no atenderá hasta que no se anuncie. Y cuando vuelva tráigame más vino de este mismo.

-Inmediatamente, señor.

El mozo se va y vuelve un minuto después, con una botella de vino tinto:

-Su vino, señor -dice el mozo y le entrega un papel diminuto con algo escrito-. ¿Le sirvo, o atiende el teléfono primero?

-Sirva. El vino está primero.

-Ya has bebido demasiado -le reprocha su mujer, con un tono de voz afectado-. ¿Vas a atender al General con la lengua trabada?

-El general nunca me llama a esta hora -dice el coronel y bebe con ganas una copa entera-. Además...

Se detiene curioso:

-Además, ¿quién sabía que hoy venía al Happening?

Toma el papelito y lee con dificultad: Lo espera afuera. La Galleguita de Montevideo.

-¿Quién es, querido?

-Nadie -dice el coronel, arrugando el papelito-. Un tipo fastidioso que me debe dinero.

Se levanta y dice que en un momento vuelve.

-Sírvanse el postre, que ya vuelvo, apenas lo despache.

Tira el papelito en una pecera y baja deprisa. En el pasillo se cruza con el mozo que le indica el tubo descolgado.

-Sí, la escucho -dice el coronel, pero Mabel ha colgado. Tal vez pensó que no lo atendería. Mabel Moreno, la galleguita de Montevideo, repite el coronel. ¿Cómo olvidar esa putita, si estaba buenísima? ¿Qué estará haciendo en Buenos Aires? ¿Vendrá en busca de más? Deberían darme más seguido misiones de ese tipo.

El coronel duda. Arriba están su mujer y sus hijos. ¿Y si le arma un escándalo? No, imposible. ¿Qué le debe él? Nada. ¿Y cómo sabía que estaba aquí? Es seguro que lo vio comiendo y lo llamó desde afuera.

-Yo me la juego -piensa el coronel-. Le meto un dedo en la concha y me vuelvo. Y si intenta seguirme la mando arrestar.

El coronel sale a la vereda primero, pero no ve a nadie. Se anima un poco más y cruza hasta el parque, hasta las sombras de los árboles, porque la imagina a Mabel esperándolo en algún lugar apartado.

-Este hombre es capaz de perderse en el baño -dice su mujer, pensando que el coronel está orinando todo el vino que tomó y que cuando termine irá a tirarse de cabeza en la fuente, pensando que es su cama.

-¿Mabel? -pregunta, en voz baja primero y después más fuerte-: ¿Mabelcita?

-¿A dónde fue papá? -pregunta Martín poniéndose impaciente-. Estoy aburrido, mamá. Vamos a casa.

-Pobre muchacho -se compadece Leonor-. Nuestra conversación no es de lo más entretenida que digamos. Además ya es tarde. ¿Qué hora es, querido?

-Las once. No es tan tarde.

-Para los niños es tarde.

-¿Por qué demora papito?

-Aquí está papito -dice el coronel y enseguida oye que alguien le contesta.

-Buenas noches, coronel.

-Buenas noches...

El coronel se acerca para ver bien. Hay alguien contra el tronco de un árbol y no parece mujer.

-Ah, es usted -dice el coronel, deteniéndose-. ¿Qué mierda está haciendo aquí?

-Vengo de parte de Mabel Moreno. Tengo algo para usted.

El coronel adivina que Jacobsen está armado y acomoda el cuerpo para responder, porque un amateur no puede nunca competir con un profesional de tu estatura. Pero necesita tiempo.

-Así no vale, Señor Jacobsen -dice el coronel, sonriendo-. Me doy cuenta de que usted viene armado, y mire yo: tengo las manos vacías. Si realmente es usted un hombre, aceptará una pelea más justa, ¿no?

-Si yo pretendiera enfrentarme a un hombre más fuerte que yo -contesta Jacobsen, sin perder la calma- con las manos vacías, sería un estúpido, coronel. Y como me considero un hombre inteligente, aunque no tanto como usted, he tomado las medidas del caso. En realidad nunca comprendí la utilidad de las artes marciales, cuando la carne es siempre más blanda que un metal cualquiera.

-¡Se puede ir a la mierda, usted y su querida prostituta! -grita el coronel y se desabrocha el saco para sacar su pistola.

Pero Jacobsen no le da tanto tiempo. Sin moverse, dispara el revolver que trae en un bolsillo de la gabardina. Las balas rompen la tela y perforan el estómago del coronel, caliente de vino y carne asada, haciéndolo caer de rodillas en el pasto, entreabriendo la boca como si fuese a decir algo, sorprendido, casi sin sentir dolor y recordando de repente cuando todavía no era Alférez y el Coronel de Fátima lo obligaba a arrodillarse, para desplomarse luego sobre un brazo, muerto.

Los disparos se escuchan desde lejos y poco después llegan dos policías que lo detienen. Jacobsen se queda de pie, mirándolo fijamente, tratando de saber si esa mirada silenciosa significaba que el coronel llegó a saber, al menos por un momento, que había sido derrotado, que no era invencible.

-Lástima que estaba borracho -piensa Jacobsen-. Lástima que no había hecho nada ilegal.

Cuando mi madre fue a la feria aquel domingo, yo me animé a revisarle las cartas y las fotos que tenía en su cuarto, pero (ahora lo pienso) no se me ocurrió probar alguna llave en la cerradura de la puerta prohibida. Ese descubrimiento me estaba esperando con paciencia, como un gato que espera en una esquina a su ratón. Porque con el tiempo de la adolescencia todo comenzaba a llamarme la atención, mucho más que cuando era niña, y no descubría nada de forma gradual, como un niño puede descubrir poco a poco la escritura o sus habilidades para andar en bicicleta. A mí todo se me revelaba de golpe, en un abrir y cerrar de ojos, del día para la noche, como quien avanza dando enormes saltos en lugar de caminar. Un día descubría que sabía leer la hora, y me maravillaba de poder hacerlo cuando quisiera; otro día descubría que sabía cocinar varias comidas y lo hacía. Un día descubrí que era mujer, otro día descubrí que mis pechos se habían desarrollado y que de perfil en el espejo parecía una mujer de verdad. Y otro día descubrí que si ponía los dedos en mi vagina después no los podía sacar hasta que me moría de placer. Y otro día descubrí que eso era un pecado muy malo y supe, en una iglesia moderna del Cerro, que había sido condenada al Infierno sin saberlo. Y otro día descubrí qué había del otro lado de la puerta prohibida. Nunca me había imaginado nada del otro lado de la puerta, a excepción del patio con claraboya y el tallercito de mamá, aunque tampoco sabía de dónde venía esa imagen que no era del todo irreal, salvo por las proporciones del patio que yo suponía mucho más grande de lo que era realmente. A veces oía una radio a alto volumen, pero otras veces nada, porque al cliente de turno le debía molestar la música y mucho más las palabras, porque para acostarse con una prostituta es necesaria mucha concentración, ya que esos tipos querían imaginársela virgen, con otro rostro y con algún nombre, con una historia. Pero una vez mamá olvidó poner llave, o no le dieron tiempo, y dio la casualidad de que yo pasaba por allí y tanteé el picaporte. La puerta estaba abierta y cuando lo advertí me quedé petrificada de miedo. Tenía miedo porque sabía que en el taller había un hombre con mamá, que yo tenía secretamente prohibido traspasar aquella puerta y que apenas tuviese la oportunidad intentaría hacerlo. Y eso fue lo que hice. Después de titubear y temblar con la mano en el picaporte, empujé y entré. Entré al patio con claraboya, sin hacer ruido. Al principio sentí tanto silencio que pensé que no había nadie en el taller de mamá. Pero cuando estuve cerca de la puerta comencé a sentir los correspondientes quejidos de un orgasmo. El hombre comenzaba a sentir placer y mi madre debía estar fingiéndolos, pero yo no lo entendí así y pensé que alguien la estaba maltratando. Entonces comencé a golpear la puerta, nerviosa, gritando «mamá, ¿estás ahí?». Al rato salió mi madre mal vestida y me dio una paliza que me duró varios días. Mientras lloraba y mi madre me arrastraba adentro de la casa, pude ver al tipo que espiaba por la ventanita del taller. Era una cara blanca, con bigotes espesos y pelo negro y parecía furioso. No pude olvidar aquellos ojos fijos sobre mí, el resto de la cara inexpresiva. Después de varios días lo volví a ver en la puerta de mi casa. Entró sin llamar, justo después que había entrado otro hombre, un tipo mayor que casi no podía caminar. Mi madre estaba atendiendo al viejo, y el tipo de bigotes, que debería conocer alguna señal que decía cuándo mi madre estaba ocupada y cuándo estaba libre, se sentó en un banquito de la entrada. Yo podía verlo por el orificio de la cerradura. Con frecuencia miraba por allí, para asegurarme que no había nadie esperando a mamá y así poder salir tranquila. Me había acostumbrado tanto a este ejercicio que lo hacía de forma automática y no se me ocurría pensar que alguien pudiera hacer lo mismo conmigo, mirando desde el otro lado por el orificio de la cerradura. Cuando veía gente esperando, me quedaba encerrada en mi cuarto, estudiando o imaginándome deliciosos romances con algún muchacho que había visto en la plaza, la tarde anterior, porque bastaba que fuera vestido de traje y pasara apurado, mirándome a los ojos, para que yo no pudiera olvidarlo por un mes. O me quedaba leyendo en mi cama, disfrutando del silencio abstracto de una tarde de otoño, sin romances ni madres ni profesores, imaginándome, como solía hacerlo, que ese cuarto no era mi cuarto ni esa ciudad era Montevideo. Me tomaba una enorme taza de té y me sentaba en la cama, con la espalda apoyada en la pared y rodeada de un montón de novelas baratas que conseguía los sábados en un puesto de libros usados de la calle Sarandí. Hasta recuerdo con nostalgia esos tiempos. Mejor dicho, esos escasos momentos en que sabía cómo volar con una taza de té y un poco de silencio. De repente, la persiana del balcón que comunicaba a la calle, siempre cerrada porque por allí pasaba mucha gente los días de semana, se transformaba en un arco moro o hindú, con sus entramados de madera para filtrar la luz, y yo me descubría en algún rincón silencioso y abstracto de Córdoba o de Granada, en algún momento olvidado de 1952 ó 1929. Hasta que me asustaba de esa incomprensible belleza y me levantaba de un salto, para verificar que afuera seguía siendo la misma Ciudad Vieja de siempre, y que ese solo era mi cuarto, lamentablemente solo era mi cuarto en la Ciudad Vieja, un día feriado y rodeado de otros días llenos de clases con profesores y compañeros estúpidos de liceo.

Esa tarde de primero de mayo me había quedado leyendo una de las cinco mil y una noches de Corín Tellado, que lo único bueno que me dejó fue el hábito por la lectura (como decía Abayubá, el único amigo que tuve en el liceo), porque la lectura, aunque comience siendo de superficie, tarde o temprano terminará por hundirse en las profundidades del alma humana, aunque el alma humana no exista. Por otra parte, yo me imaginaba todo ese mundo de damas y caballeros españoles que debió conocer mamá en su juventud, historias invariablemente románticas de primera hora de las que yo hubiese sido parte si al abuelo no se le hubiera ocurrido la estúpida idea de cruzar el Atlántico.

Debía estar tan absorta en alguna de esas infidelidades de novios y amantes que olvidé poner llave en la puerta, igual que mamá, y el tipo de bigotes entró en mi cuarto como a su casa. Me quedé muerta de miedo y quise gritar, pero no pude: estaba muda, como afónica. Se me cayó el libro de las manos y apenas pude moverme cuando el tipo ya estaba desnudo, avanzando hacia mí, mientras yo me concentraba inútilmente en gritar debajo del agua. Nunca había visto un hombre desnudo y me impresionó el tamaño de su pene, porque siempre me había imaginado que lo que tenían los hombres entre sus piernas era tan pequeño como parecía cuando estaban de pantalones, sentados en alguna silla y con las piernas un poco abiertas porque parece que siempre les incomoda la panza; o como el pene del David que está en la Intendencia, o como esos otros penes minúsculos que aparecen en las fotos de arte griego o romano. No entendía lo que estaba viendo, casi me parecía un miembro ortopédico, enorme y duro, como uno de madera que una vez vi en un carnaval y que el bailarín se lo sacaba para usarlo de bastón.

Un recuerdo cruza por su cabeza y se detiene. Se queda pensando en un muchacho, el amigo de Amelia, cuyo nombre ahora no puede recordar. Con él se escapaban de la escuela para poner monedas de bronce debajo de las ruedas del tren. John, como todo hombre, o destino de hombre, lo hacía porque lo llamaba el peligro; a ella solo le interesaban, al principio, los resultados: había que lograr una deformación perfecta en las monedas, preferentemente un óvalo que luego pulía para hacer medallas. Pero Consuelo recuerda que las últimas veces fue sola, porque a John no lo estimulaba más el peligro o porque había terminado por acobardarse, cuando Consuelo le propuso acercarse a las ruedas del tren para observar cómo se estiraban las monedas.

-Mi madre me dijo que las ruedas del tren chupan a la gente cuando pasa cerca -decía John.

-Tu madre es una mentirosa -fue lo último que le dijo Consuelo-; como todas las madres.

Pero eso fue mucho antes -piensa Consuelo y sus manos se pierden entre los pelos del mamut.

Así que yo, como toda mujer, conservo en mi memoria el día y el mes en que dejé de ser virgen: el 1º de mayo, el día de los trabajadores. Una psicóloga amiga, con la cual tuve la supersticiosa idea de contarle mi vida para curar mis males, me dijo que entonces yo me había sentido obligada a cumplir con el derecho animal de aquel hombre que había entrado para vaciar todo su semen en mi vientre (y no sé qué más). Tuve que recordar para ella y para su tesis de graduación, que cuando tenía trece años me gustaba provocar a mis profesores, porque era inconsciente o porque la inocencia me protegía. Al de matemáticas le hablaba tan cerca que podía sentir mi aliento, hasta que el tipo se incomodaba y tomaba distancia, porque por suerte era un tontito. Todavía no me daba cuenta de lo que hacía y lo disfrutaba. Después ya no. Algo pasó conmigo de un día para el otro. Comprendí que aquel juego podía convertirse en realidad y la sola presencia de un hombre me ponía nerviosa. Pero por entonces los hombres ya no se alejaban de mí; me buscaban. O por lo menos eso era lo que yo me imaginaba. Para mi desgracia, había logrado lo que tanto quería: ahora los hombres me miraban y apenas me daba cuenta me quedaba congelada. Nunca tuve reacción cuando algo me sorprendía de golpe. Creo que yo no soy de esas personas que cuando cruzan una calle distraídas y un auto les toca bocina saltan o se ponen a correr. Yo podía estar cruzando las vías del tren y quedarme parada en el medio al oír sonar el pito. Como si pensara: «no sé cómo se sale de esto; veré cuán fuerte es el golpe y luego trataré de sobrevivir». Algo parecido me ocurrió cuando aquel hombre entró en mi cuarto. Cuando se fue, quedé aturdida; creo que perdí el conocimiento hasta que mi madre golpeó en la puerta para preguntarme si había hecho algo de cenar.

«No, mamá, todavía no hice nada», le dije, apenas volviendo en mí.

«Consuelito, ¿te sentís bien?» preguntó entrando. Hizo un silencio y volvió a preguntar: «¿Qué pasa, Consuelo, no te sentís bien? ¿Querés que llame a un médico?».

«Claro que estoy bien, mamá, ¿no te dije que estaba bien? Entonces no insistas».

Arriba de la mesa había un dinero que el hombre había dejado sin que yo me diera cuenta, suponiendo tal vez que de esa forma iba a poder volver cuando quisiera.

«¿De dónde sacaste esta plata?», terminó por preguntarme. Cuando lo vi allí, me llené de miedo y le dije que no era mío, que era de Amelia, una miga del liceo, que me lo había dado para que le comprase una Tabla de Logaritmos en un puesto de libros usados que había por la calle Sarandí. Pero mamá no se lo creyó. Era mucho dinero para un librito usado, y no podía creer que en esa habitación no hubiese habido sexo un momento antes, porque ese era su oficio.

A las pocas semanas de mi primera experiencia supe que estaba preñada. No sentí nunca que ahí adentro se estaba formando una persona; era una cosa, una enfermedad, algo sucio y nauseabundo. Era la semilla del Diablo, como decía el pastor Menéndez, un bombero jubilado y resongón que se había nombrado a sí mismo en una despensa vacía del Cerro que luego llamó Templo de Cristo Verdadero, y a la que yo visitaba por voluntad de mi amiga Inesita. Una nunca sabe por qué Dios elige a unos y deja a otros en manos del Diablo. A mí me había tocado cargar con el semen fértil del Diablo y por días enteros estuve obsesionada con liberarme del Anticristo. Empecé comiendo pasta de diente y café sin agua, con la inocente esperanza de abortar, y solo lograba que me temblaran las piernas y se me diera vuelta el estómago que luego despedía en un vómito ese menú para locos. Después me iba al Parque Rodó y me subía al Tren Fantasma y a la montaña rusa. Pero comparados con mi desgracia, aquellos eran juegos de niños y no producían el menor efecto en mí. Alguna vez me mareaba un poco, pero era solo consecuencia del fracaso de no sentirme mal de verdad. Después llegaba la noche y yo me quedaba sentada en la rambla, mirando el río, tratando de tentarme con esa superficie blanda y oscura: si el Anticristo no se quiere morir solo, yo me muero con él. Trataba de pensar que sería algo así como un sacrificio en beneficio de la humanidad. Pero cuando parecía que iba a bajar a la playa, me acobardaba y buscaba otra solución. Una noche, en ese mismo parque, me subí a un árbol alejado de las luces y me tiré de costado, pero solo logré romperme una pierna y llamar la atención de una pareja de viejos que pasaba por ahí. Podía haberme quedado tirada toda la noche, con mejores posibilidades de abortar, si no fuera porque nunca falta la gente buena que no entiende que cuando una dice que la dejen en paz significa que-la-dejen-en-Paz.

-Pobre muchacha -se compadecía la anciana-. Debe estar drogada.

-Vaya uno a ver estas cosas en mi tiempo...

-Pero no pensarás dejarla así tirada. Hacé algo, llamá a un policía.

El viejo llamó a alguien, con su vocecita de tengo-novedades, y Alguien llamó un taxi. Mientras llegaba el taxi, los viejos le explicaban a Alguien cómo habían hecho el descubrimiento, con la voz quebrada porque los emocionaba hasta las lágrimas su propia sensibilidad de gente correcta, repitiendo cien veces lo mismo, la sorpresa que habían sentido al ver ese bulto que se movía, la decisión que habían tomado de auxiliar a la pobre joven, la necesidad de recuperar los Valores Perdidos por la juventud, y la celeridad con la que actuaban siempre para socorrer al prójimo caído, lo que no ocurría en Nueva York donde vivía su único hijo que era Abogado y Politólogo. Cuando me subieron al taxi, y para evitar que Alguien me acompañara a mi casa o al hospital, fingí que me sentía mejor. Después ya no recuerdo más nada hasta cuando desperté por la mañana y vi a mi madre al costado de mi cama, mirándome con preocupación.

-Voy a llamar a un médico -dijo, pero más bien era una pregunta.

-¡No! -le grité con rabia.

-¿Cómo que no? Mira ese pie cómo está...

-Ya estoy mejor. Por favor, mamá, déjame en paz.

Me daba vuelta. Ella me acariciaba la espalda y me pedía que le contara qué me había pasado.

-Me torcí el tobillo -le decía yo-. ¿Nunca te torciste el tobillo?

-Sí...

-Bueno, ¿entonces? ¿Fuiste al médico?

Yo pensaba que el médico se daría cuenta de que estaba preñada y mamá tenía miedo de descubrirlo.

-Déjame dormir, mamá, por favor -insistía yo, con ese tono hostil del que luego me arrepentí tantas veces y lo volví a sentir rebotando en mi conciencia cuando ella se murió, y que por esos tiempos solía ser el comienzo de una discusión.

Entonces ella se retiraba en puntas de pie, como si se sintiera culpable de todo lo que me ocurría. Yo me quedaba sola con el Anticristo y pensaba «¿ahora sí? ¿voy a abortar o me recupero? ¿Y si maté al Anticristo, adónde lo voy a tirar?». Me imaginaba pariendo y gritando por ayuda o sin poder evitarlo, la veía a Mamá entrando para sacar de entre mis piernas esa cosa bañada en sangre y gelatina. Hasta que me volvía a dormir agotada por los nervios.

Resiste boca arriba, mirando una grieta en el techo que se agranda y amenaza con tragarla. Toda la habitación gira y ella cae hacia arriba. Consuelo mira su vientre que sigue creciendo sin poder moverse. Debajo de la piel, tensa y sudorosa, algo se mueve, como una criatura huesuda que clava sus codos y sus rodillas en el vientre inocente, tratando de romper la piel para salir, como si la piel fuera la cáscara flexible de un gran huevo maldito. Consuelo está inmóvil y siente que ya no puede hacer nada para evitar el nacimiento del monstruo. Por un momento se relaja y algo se derrama por el útero, corre por la vagina y se pierde entre las sábanas. Siente que el horror se transforma en placer, como si el demonio la hubiera conquistado, como si se hubiera dejado conquistar por la oscuridad para no sufrir más, como si hubiese hecho un pacto secreto con él a cambio de alivio. Y enseguida el placer vuelve a transformarse en horror: levanta un poco la cabeza y lo ve a él que ha salido y comienza a trepar por el abdomen, moviendo sus ojos enormes y bañados en sangre, sonriéndole perverso con una risa de ser humano.

Me las arreglé para faltar al liceo una semana. Yo salía todas las tardes a las cuatro y caminaba por la calle Sarandí hasta que oscurecía. Entonces volvía a casa y ya no estaba. Ella no se preocupaba mucho de mis estudios porque yo tenía casi todas las notas altas. Las pocas palabras de inglés que me enseñó mamá me sobraban para pronunciar mejor que nadie may I go now?; I enjoyed the party very much; thank you for your help; Oh, don't mention it. Así que podía tomarme una licencia, digamos. A veces me quedaba tomando té y leyendo hasta los últimos rincones de un diario viejo; y hasta lograba sentirme bien. Sobre todo cuando abría las persianas y descubría que afuera llovía a baldes, como si la conciencia de un afuera desfavorable hiciera más valiosa mi situación de refugiada. Miraba por entre las persianas y a cada relámpago deseaba un trueno más fuerte. Creo que hasta me hubiese sentido feliz con alguna catástrofe de esas que se leen en los diarios: algún tornado que destruyera la mitad de Montevideo, un viento que levantase el Río de la Plata cinco metros, un rayo que incendiara algún edificio de la Ciudad Vieja, algo que significara borrón y cuenta nueva. No sé; el viento que levanta hojas en otoño y asusta a la gente siempre me gustó. Y me pregunto siempre si en realidad soy un ser despreciable, sobre todo cuando pienso que hay gente que vive en ranchos de lata.

En fin, no me resultaba nada difícil hacerme la rata, hasta que un día mandaron un adscrito a casa. Cuando lo vi por una hendidura que tenía la puerta me quedé helada. El tipo estuvo golpeando media hora, con rabia, como si supiera que yo me escondía adentro, hasta que se aburrió y dejó la carta que traía para mi madre por debajo de la puerta. La citaban a una reunión especial con motivo de las inasistencias de su hija, la alumna Nº 21 del 4ºB que concurre a esta institución. La sola idea de que mamá podía ir al liceo me daba pánico. Me la imaginaba entrando a mi salón de clases, con el paño atado a la cabeza y un profundo olor a hipoclorito, y dirigiéndose al profesor de Educación Moral: Buenas tardes. Yo soy la mamá de la alumna Consuelo Moreno... Así que rompí la nota en pedacitos, la tiré por el water y fui al otro día a clases. Me temblaban las piernas y un vértigo me revolvía el estómago al oír otra vez a la misma gente amontonada, hablando y riéndose a carcajadas, porque para mis llamados compañeros de clase, todo era motivo de burla y carcajada. Daba igual que alguien se fuera a sentar en un banco roto y terminara con el traste en el sueño o que alguien se equivocara refiriéndose a la selva erótica en lugar de exótica. Tenían la fuerza propia que tienen los imbéciles que disfrutan de sus carencias más que sufrirlas. Yo quería salir corriendo de allí y me encontraba caminando lenta e irreversiblemente hacia el salón número 13. A cada paso que daba me iba desnudando: en la forma de caminar, en la forma de pararme o de hablar, en el color de mis mejillas ardientes, en el temblor de mis manos se advertía a gritos lo que yo había hecho. Yo lo hice, me lo hicieron, sé cómo se hace, dejé que me lo hicieran. Yo lo hice, tú no lo hiciste, él no lo hizo, nosotros lo hicimos, vosotros no lo hicisteis, ellos no lo hicieron. ¡Reventada! Todos lo saben y ¿qué tenemos a primera? Moral, ojalá que falte el viejo hoy, el profesor de Moral lo sabrá también, claro, para eso es profesor, esposo, fiscal del gobierno y profundo psicólogo que puede penetrar a sus alumnas y alumnos con su sabia mirada: nadie escapa de su darse cuenta. Él es el que es. Él no interroga para saber. Lo hace para demostrar que ya lo sabe.

-Alumna, ¿por qué ha faltado tanto a clase?

-Estaba enferma.

-¿Trajo un certificado médico?

-No.

-¿No fue a un médico?

-No.

-Estuvo una semana enferma y no fue a un médico, ¿por qué?

-Mi madre no tenía plata.

-¿Por qué su madre no la llevó entonces a un hospital público? ¿Qué enfermedad tenía? ¿Por qué no vino su madre hoy? Tengo entendido que fue citada para hoy.

-La carta se perdió.

-¿Cómo sabe que la carta se perdió? ¿Vive muy lejos de aquí? ¿Dónde vive? ¿Vive sola con su madre? ¿Dónde está su padre? ¿Adónde fue? ¿En qué trabaja? ¿Y su madre, qué hace? ¿En qué trabaja su madre, alumna? ¿Se siente mal? Entonces, ¿por qué no contesta?

Su mirada eran dos cuchillos que caían desde una altura de dos metros. Tenía las uñas bien recortadas y el olor del perfume que una hora antes se había llevado a la cara después de la segunda afeitada del día.

-¡Yo soy su profesor y me debe respeto! No toleraré que mire para afuera cuando le estoy formulando una pregunta, por más buena alumna que se crea.

-Whada fuck

Cerró el puño y lo apoyó sobre mi banco. Luego lo retiró, como si hubiese querido representar apenas un golpe furioso que no llamara demasiado la atención y que no le produjera ningún dolor.

-¡Aprenda a pronunciar bien el castellano antes de hablar en inglés!

-¡Sí, juro!

Soporté los cuarenta y cinco minutos de Moral, tocó el timbre, el recreo, soporté los diez minutos del recreo y de nuevo el timbre y de nuevo a clase de matemáticas. En la puerta del salón la Grosskopf, que a parte de cabezona tenía unos hermosos ojos celestes y la cara salpicada de granos como cagada de lechuza, le dijo a su barrita de alcahuetas que parece que la que te dije ya debutó. No sé cómo se había dado cuenta, pero estaba feliz de hacérmelo ver; vi por un segundo su boca fruncida a modo de desprecio, alcanzada por el último rayo de sol del día, y todo mi odio contra la humanidad se concentró en ese pedazo de ser humano.

-Quién le habrá hecho el favor -terminó por decirle a Moreira, su mano derecha, mientras se acomodaba la pollera para sentarse. Y ahora mi odio tenía forma de cola de mujer tapada con una tela gris. Hablaba como si se estuviese refiriendo a cualquier otra cosa, menos a mí, de forma que no me dejaba posibilidad alguna para responderle. Si lo hacía, me saldría con la previsible ¿y a vos quién te dijo algooo?, arrastrando la última vocal, costumbre que había copiado de un viaje a Punta del Este el año anterior, de quién sabe qué turista provinciano que se hacía pasar a su vez por estanciero acomodado en Carrasco. ¿Te volviste locaaa? Perfecta excusa para un nuevo insulto y una nueva burla de la Grosskopf. Así que me mantuve en el molde hasta que el profe de matemáticas me llamó al frente para resolver una ecuación de segundo grado (no me voy a olvidar nunca) y al pasar le pisé de refilón el tobillo y le bajé la media con piel y todo. El grito de la víctima fue el doble en proporción al daño causado, tan fuerte que el pobre viejo de matemáticas se dio vuelta de un salto y se quedó paralizado, buscando el origen de tan mortal lamento.

-¡Profesor! -gritaba la Grosskopf, mientras el profe se acercaba con una tiza en la mano para verificar que aquel tobillo tomaba el color correspondiente a una buena pisada-. ¡Mire lo que me hizo esta! Mire, ay, pro-fe-sor, mi-re...

-¿Pero qué le ha pasado alumna? -decía el profesor, con cero de carácter, sin saber qué hacer porque no se animaba a tomar las medidas correspondientes a semejante acto de terrorismo juvenil.

-¡Fue ella!

-¿Ella quién?

-¿Quién más? ¡La hija de puta!

-Alumna, cuide su vocabulario...

-Pero si fue sin querer -decía yo-. No pensarás que lo hice por gusto, ¿no?

La Grosskopf se puso a llorar, víctima de su propio veneno, y eso que los hombres no lloran, le dije, y se puso furiosa pero sin el suficiente valor como para levantarse y devolverme la pisada. De sus hermosos ojos celestes comenzaron a brotar verdaderas lágrimas alemanas y sus granos se hincharon de forma que parecía que en cualquier momento iban a reventar salpicándonos al profesor y a mí con todo ese pus podrido del día anterior, ese pus que su madre no dejaba reventar con las uñas para que luego no quedaran marcas en la piel. La vieja de Grosskopf prefería decir que el acné eruptivo de su niña se debía a la fuerza de la sangre y no a la mierda que circulaba por sus venas, porque ella también había tenido granos allá en Berlín, aún antes de la guerra.

-Yo también la vi -dijo la Negra, otra de las alcahuetas del kaiser que no fueron invitadas a su cumpleaños a fin de año.

No sé cómo la miré, pero nunca olvidaré la cara de terror que puso al verme directamente a los ojos. Era evidente que el Anticristo se dejaba ver de vez en cuando y me daba esas pequeñas satisfacciones después de tanto dolor.

Esos son los recuerdos que tengo del liceo: fragmentos de recuerdos desgraciados. Podría decir que nunca aprendí nada en serio allí. Yo iba porque tenía que ir, para que no me molestaran en mi casa, para no llamar la atención, para no pasarme del límite de faltas. Pero mi cabeza estaba siempre afuera, en la lluvia o en el sol del atardecer que daba en los robles sin hojas, en contar los minutos que faltaban para el segundo recreo. (Quince minutos) coseno es igual al cateto adyacente sobre la hipotenusa; (cinco minutos) seno de 52º = 0,78... apunten, por favor. Y mientras apuntaba lo que ya estaba escrito en el pizarrón, pensaba que nunca iba a sacar de mis tripas esa cosa que seguía creciendo. Nadie sabía que el Anticristo se paseaba por la ciudad y luego se metía en el liceo, en medio de la clase de Educación Moral.

Era ingenuo de mi parte pensar que una muchacha pudiera torcer ella sola la voluntad del demonio. Sabía que aunque me ahogara en el río, el Anticristo saldría de las aguas con su risa de muñeco. Así que, si quería abortar de una vez, no tenía más remedio que ir a un profesional. Pero ¿dónde podía conseguir yo un médico que hiciera lo que la ley prohibía? Yo era demasiado pobre para hacer cosas ilegales; necesitaba ayuda. No se me ocurría nadie que me pudiera ayudar, hasta que un día me cayó la solución del cielo.

Entró y enseguida comprendió que Consuelo ya no dejaba abierta su puerta. Tanteó el picaporte y verificó que estaba cerrado con llave. Del otro lado, Consuelo levanta la vista y se fija en el picaporte que no se vuelva a mover. Con cuidado, va hacia la puerta y apoya el oído: unos pasos se alejan hacia la habitación del fondo.

Al verlo entrar, Mabel se sorprende y, titubeando, dice su nombre:

-Tito...

-Sí, Tito -repite el hombre de los bigotes gruesos-. ¿Te sorprende? ¿Desde cuándo te sorprende que venga a visitarte, mamita?

-No, es que estaba... Estaba concentrada en esto y...

Mabel deja en la mesa una camisa a la que le había dando vuelta el cuello para que la parte menos gastada quedase para adentro. Tartamudea nerviosa.

Tito se saca la camisa y suspira, agobiado de calor.

-Qué calor, carajo. Y aquí no está mejor que afuera. Abrime la ventana que me deshidrato vivo.

-No sé si hoy pueda... -vuelve a titubear Mabel, abriendo un poco la ventana.

-Sí podés, pajarita. Apenas veas aquello que te gusta, te vas a poner bien.

-No sé, es que...

Tito se extiende en la cama y vuelve a suspirar, esta vez de alivio. Abre los pantalones y deja salir el pene que comienza a crecer. Mabel piensa que es grande, demasiado grande para una niña de quince años. Entonces se levanta de un salto y vigila por la ventana. Afuera está oscuro, pero se asegura que no hay nadie y que la puerta está cerrada.

-¿Pero qué te pasa? Te noto nerviosa.

-¿Qué me pasa? -dice Mabel, ahora fortalecida por la rabia-. Tú bien sabes qué me pasa.

-¿Me podés ayudar un poquito? -pregunta Tito, como si realmente no entendiese nada.

Por un momento Mabel duda. Piensa que es una locura, que a nadie se le puede imaginar que sea cierto. Al fin y al cabo, el Tito siempre se ha portado bien con ella, la ha ayudado con dinero extra cuando Mabel necesitó. No está segura, pero continúa para averiguarlo.

-No precisas ninguna ayuda para recordar. Termina de hacerte el idiota y reconoce que sois una basura.

-No sé si te das cuenta que estás jugando con fuego, gallega -la increpa el Tito, siguiéndola con sus ojos duros cuando ella cierra la ventana. «Ya logró desinflarme la pija», piensa con fastidio y la mira: termina por recostarse contra el muslo derecho, mucho más chica ahora. Le avergüenza que le puedan ver el pene con ese tamaño de invierno. Trata de excitarse de nuevo para recuperar forma, esa forma que lo llena de orgullo: erguida, poderosa y tal vez desproporcionada, un poco más ancha y venosa en el medio y con la cabeza brillante y redondeada.

Mabel se da vuelta y le grita:

-¡Me vais a negar que el otro día entraste en el cuarto de Consuelito!

Por un momento, Mabel piensa que él lo negará; entonces ella le pedirá perdón y le rogará que encuentre al monstruo y haga justicia.

-Ah, era eso -dice el Tito, como si hubiese esperado algo peor.

-¡Sois un desgraciado!

-Un desgraciado pero la chica no me devolvió la plata.

-¡Miserable, sois un miserable!

-¿Y sabés por qué no me devolvió la plata? Porque quiere más, porque es una hija de puta. A que no te imaginás la carita de contenta que tenía cuando la dejé suspirando. La hice saltar como a un pajarito. Es que yo nunca dejo una mujer insatisfecha.

-¡Os voy a denunciar, miserable!

-Oh, sí, sí. Muchas cosas se van a saber de su madre -dice el sereno, mientras la prostituta llora nerviosa en un rincón-. La van a llevar al Instituto del Menor y te van a quitar la tutela. Andá despidiéndote de tu bebé.

Mabel se lanza sobre él con una tijera en la mano, pero el Tito la toma de los brazos, sin dificultad.

-Os voy a matar, desgraciado -dice Mabel, llorando, mientras el Tito le aprieta las muñecas, cada vez más fuerte y riéndose de los esfuerzos inútiles de la prostituta.

-¿Sabés que no me esperaba esta escena? -dice, arrojándola en la cama y sosteniéndola de los brazos-. Pero me gusta. Tenía ganas de acostarme un día con una mujer que no me cobrara nada y encima se resistiera. Ya me estaba cansando de que me mintieran y de hacer que me creía esos grititos de placer. No pensás gritar, ¿no? La nena podría escuchar.

Mabel logra liberarse un momento y le arroja el costurero de lata, pero el Tito lo esquiva y termina estrellándose contra la pared de la ventana.

-Te digo que la nena puede escuchar. ¿O querés que la llame? Nunca le hice el amor a una mujer mientras la miraba la hija. Uy, cómo me calienta eso, mamita.

Consuelo escucha el ruido que hace la lata del costurero contra la pared y después cuando cae en el piso. Tiene miedo porque esta vez sabe lo que puede estar pasando en el taller. Ayudada por las sombras más profundas de la noche, se anima a atravesar la puerta y se aproxima a la ventana para espiar. Del otro lado está el hombre de los bigotes gruesos con sus nalgas blancas hacia arriba. Debajo, su madre se retuerce como si tratara de complacerlo.

-Así me gusta -escucha que dice el hombre.

Luego la separa un poco y vuelve a penetrarla desde atrás. Mabel emite unos quejidos dolorosos que intenta ahogar en la almohada.

-Muy bien, mamita -dice el hombre varias veces-. Ya te cogí como a vos te gusta.

Esperé a que el Tito saliera de casa y lo seguí con cuidado, aunque no sé hasta qué punto no se dio cuenta. Por la calle Misiones entró a un bar y estuvo media hora. Después bajó hasta la Estación del tren y tomó por Paraguay, cuando ya comenzaba a oscurecer. Esa cuadra de trescientos metros me pareció interminable; con su murallón de ladrillo de un lado de la vereda y los plátanos apretados del otro, hacían un túnel ruidoso y solitario.

No fue a su casa; cruzó la calle y entró en un galpón. Creo que era un depósito de lanas y cuero, porque entraban y salían camiones cargados con fardos. En la puerta siempre había tres o cuatro tipos conversando, así que seguí de largo sin saber si me había descubierto o no. Pero, a esas alturas, eso era lo que menos me importaba, solo que no quería hablarle con tanta gente husmeando. No cambié de idea y al otro día volví al depósito. Un camión cargado intentaba entrar marcha atrás, interrumpiendo el tránsito, mientras el Tito lo guiaba desde abajo.

Me quedé en la vereda de enfrente, haciendo que esperaba un ómnibus, aunque allí no había ninguna parada. Yo esperaba que el Tito se quedara solo para ir a hablarle, pero cuanto más esperaba más tipos se iban amontonando en la entrada. Era evidente: en el medio estaba el Tito, contándoles que me había partido en dos y que ahora yo volvía en busca de más. Podía adivinar la conversación, rodeada de risitas cómplices. Las cosas no salían como yo las había previsto (nunca nada me salía como lo preveía), pero no me fui porque me di cuanta de que harían una apuesta o algo parecido. Si era verdad que yo era hembrita del Tito, lo desafiarían a que me hablara. Muy bien, esa era la mejor oportunidad de vengarme: le iba a reventar una cachetada y lo dejaría en ridículo ante sus amigos. Siguieron cuchicheando, levantando la voz para descargar de vez en cuando tanta represión que les imponía la sociedad, hasta que el de la apuesta se animó y cruzó la calle. Se acercó riéndose, aunque más bien debía estar preocupado de quedar en ridículo. Eso era lo más probable, al fin y al cabo.

-Hola, Consuelito, ¿cómo estás?

Lo miré a la cara. Por un momento sentí terror, pero no era momento de aflojar. Era esa la misma cara que recordaba a cada momento, ahora ablandada un poco por la imbecilidad y el miedo de perder la apuesta. Del otro lado de la calle los hombres esperaban ansiosos, mirando sin cuidado, procurando avergonzarme aún más para que el otro, el macho más atrevido, perdiera la apuesta de una buena vez. De cualquier forma, el resultado los excitaba.

-Estoy bien -dije.

Se le iluminó la cara. Quiso decir varias cosas a la vez, mientras acomodaba el cuerpo para que los perdedores pudiesen apreciar correctamente la escena.

-Necesitás que te ayude en algo -se ofreció amablemente, para asegurarse que había ganado.

-Sí...

-¿Dinero?

-No. Tengo que hablarle.

-¿Querés caminar?

-Sí.

Caminamos hacia la Estación, por el costado del muro, en silencio, hasta que me decidí y le dije, tratando de evitar cualquier tono de odio o de reproche:

-Estoy embarazada...

Había logrado una voz entre tierna y preocupada. Vaya qué romántico, ¿no? Una joven de dieciséis años caminando por una alameda con su amante y confesándole, al fin, que Dios había decidido darles un hijo.

-¿Embarazada?

-Sí -contesté, y enseguida le tiré con una frase que ya tenía pensada de antes-. Voy a tener un hijo.

Sin duda esta frase sonaba más comprometedora que la primera.

-Pero, no puede ser... -balbuceaba él, no del todo preocupado.

-¿Por qué no puede ser?

-Mirá, Consuelito, para decirte verdad, me encantaría que tuvieras un pibe mío, pero llega en mal momento.

-¡No pensaste eso cuando te metiste en mi cuarto! -le grité, con una rabia repentina que no desentonaba del todo.

-Tenés razón, Consuelito. No pensé en eso. No me imaginé que te iba a dejar... embarazada. Es que a veces los hombres hacemos cosas que...

-Fantástico, ¡ahora está hecho!

-¿Tu madre lo sabe?

-No.

-No pensarás decírselo, ¿no?

-¡Claro que no! Al menos que nadie se haga cargo de ese niño.

-Bueno, niño -dijo, con una sonrisa nerviosa-, lo que se dice niño todavía no es...

Estaba a punto de caer. Se sonreía, se ponía serio, tartamudeaba. Con un pie alisaba la arena que había en el lugar de dos baldosas. Yo miraba la superficie y pensaba que no iba a llegar a alisar los ángulos también, al menos que se rellenara el rectángulo con más arena.

-Entonces, ¿qué es?

-Bueno, digamos que recién es una tripita, algo así como un cuajito que uno se hace cuando se golpea fuerte. ¿Entendés?

-¡No!

Definitivamente, me trataba como a la niña que yo era hasta ayer. Y yo fingía seguir siéndolo. Solo me faltaba poner trompita y cantar el arroz con leche. Finalmente terminó por destruir el trabajo anterior: golpeó la superficie con la punta del zapato y desparramó la arena. Luego se empeñó en sacarla toda del rectángulo, hasta que desistió y dio unos pasos al rededor. Cerca de un banco, en la Estación, quiso sentarse un momento, pero yo me negué, como si estuviese decepcionada por su actitud evasiva.

-Mirá, Consuelito -dijo finalmente, persiguiéndome hasta la puerta de entrada-. Te voy a decir las cosas como son. Si pasó lo que pasó fue porque me gustabas mucho. Y me seguís gustando. Por eso no quiero verte sufrir así.

-Dejame...

-No, dejame vos terminar. Yo te voy a ayudar para que nadie se entere de lo que pasó, ¿entendés? Que tengas ese cuajito adentro no quiere decir que vayas a ser mamá tan temprano. Hay otras soluciones que vos no conocés todavía.

-¿Soluciones?

-Sí, soluciones. Quiero decir que no es inevitable que tengas ese hijo ahora. Podés tenerlo después...

Encendía un cigarrillo y no lo fumaba. Tan machito que son algunos hombres para hacer lo que no deben y tan cobardes para decir las cosas por su nombre.

-¿Que puedo tenerlo después?

-Sí.

-¿Cuándo?

-Cuando vos quieras. Digamos, cuando tengas unos añitos más y hayas terminado el liceo. ¿Te imaginás yendo al liceo con una panza así de grande?

-No, no quiero -decía yo y hacía que iba a llorar.

-Entonces, te voy a decir cómo arreglamos esto.

Me explicó que me iba a conseguir un médico conocido de un amigo suyo que podía hacerme el «trabajo». Claro que no iba a desembolsar el dinero sin algo más a cambio. No me lo dijo, pero pude adivinarlo cuando comenzó a hablar en plural cuando se refería a nuestro problema. Qué afortunada, por fin un hombre que me dejaba preñada y luego se hacía responsable.

-¿Andás renguita o me parece?

-Me torcí el tobillo.

-Va a ver que ver eso...

Era un desgraciado y no tenía dos dedos de frente. Una tardecita que yo entraba a la Ciudad Vieja por la puerta de Sarandí, se me acercó con una rosa en la mano. Cuando lo vi no podía creerlo. O creía que yo era estúpida de nacimiento o él se había vuelto estúpido con el reencuentro. Pero no podía decirle nada. Necesitaba tenerlo contento a cualquier precio hasta que me sacaran el demonio del cuerpo. Después podía empujarlo delante de un camión.

Acepté la rosa y hasta hice que la olía con cuidado. Yo hacía mi juego y él hacía el suyo: un día me decía que había ubicado al amigo del doctor; otro día había conseguido una cita y otro día me pedía que tuviera paciencia, porque el profesional estaba muy ocupado y, con suerte, me daría hora para la semana próxima.

No creo que haga falta decir que fueron lo peores días de mi vida, pero me las arreglé para resistir. Tenía el monstruo adentro mío y al Diablo tratando de seducirme con su repentina caballerosidad de hombre maduro. Tan amable se hacía, que ni siquiera me pidió para acostarse conmigo. Eso ya lo había hecho antes y ahora quería algo más. En ese tiempo yo descubrí que todo se puede fingir, que cuando una llora en realidad está feliz, y que reírse no significa alegría sino angustia y dolor.

-Te veo muy contenta -decía él.

-Sí, estoy mejor.

-Me gusta verte así. Además, sos tan bonita...

Miraba su rostro y me daba asco darme cuenta que me estaba familiarizando con la forma angulosa y diminuta de su nariz, con su pelo crecido y enrrulado, con las mínimas arrugas de sus ojos y con su labio inferior, siempre sobresaliendo debajo del espeso bigote que seguramente escondía una dentadura defectuosa. Más tarde, creo que antes de la visita al médico, se quitó el bigote, estrategia sin duda inútil para borrar la imagen que yo tenía desde que lo conocí, y de paso sacarse algunos años para que los demás no lo confundan con mi padre.

-¿En serio?

-De cajón, creeme que sos lindísima. Sos una reina...

-No hay reinas en América.

Y otra vez, en la mesa de un bar de mala muerte, creyéndome a punto de entregarme a sus brazos, decía:

-Tenés que creerme. Yo sé que te hice mucho mal. Por eso quiero reparar ese error...

«Reparar ese error», pensaba yo mientras hacía que lo escuchaba con sentimiento. Aprendí a tomar cerveza en grandes cantidades que él mismo me servía. Tomar largos tragos era una forma de evadir respuestas, y no eran pocas las veces que me imaginaba partiéndole la botella en la cabeza, sobre todo cuando tomaba directamente del pico y él me decía que eso quedaba feo. Se supone que yo debía hacer el papel de princesita desvirgada, para la envidia de sus amigos y enemigos que pasaban por allí, para esos tipos con barba de dos días que comían casuela de mondongo en las otras mesas y aprovechaban que el Tito estaba de espaldas para mirarme con insistencia, para ofrecerme ese favor de demostrarme que estaba buena, para que yo me imaginase otra relación infiel, tal vez colectiva, pero sobre todo infiel, porque a los hombres los calienta mucho la infidelidad, aunque después le claven un cuchillo en la panza de sus esposas por el mismo motivo. Y yo seguí tomando del pico hasta que me di cuenta que también eso le calentaba las pelotas a mi pareja. Cuando empinaba la botella lo podía ver a través de los vapores del alcohol fresco, mirándome con su natural cara de baboso, con los ojitos entornados y una sonrisa a medio hacer, imaginándose, seguramente, su hermoso pene en mis labios húmedos. Además yo le daba motivos, porque tomaba así en un arranque de rebeldía cuando tenía un vaso libre sobre la mesa, y eso no se explicaba sino como una provocación. Con él descubrí ese tipo de cosas; descubrí que todo lo que haga o diga una mujer es material para las películas que se hacen los hombres, largometrajes que solo terminan con una descarga inevitable de semen. Triste aprendizaje, como el del liceo, que solo me daba un respiro cuando nos despedíamos en la esquina del Cabildo y yo me volvía a casa, ya no a tomar té ni a leer Corín Tellado, sino con una botella de cerveza y una caja de cigarrillos La Paz que compraba en un bar de 25 de Mayo y Misiones, con el dinero dulce de mi benefactor. ¿Por qué no habría de emborracharme alguna vez? Podía hacer cualquier cosa, lo que se me cantara, sobre todo ahora que tenía al demonio adentro mío. Al fin y al cabo, ¿no era una hija de puta? Hasta llegué a pensar que estaba totalmente pirada, que en realidad yo odiaba a la gente que me rodeaba porque estaba llena de prejuicios y resentimientos, como Abayubá, y ¿qué pasaría si continúo con el Tito y me doy la vida fácil? El tipo no ganaba mal en el depósito de cueros, y solo era cuestión de acostumbrarme a hacer lo que ya me había hecho antes. Ocho horas al día estaría libre para hacer lo que quisiera, ya que él tampoco me dejaría trabajar para que no tuviese que exponerme a los otros hombres. Tal vez me acostumbraría a su nariz pequeña y a su pelo enrrulado, a su aliento a cerveza; disfrutaría de los solitarios domingos de fútbol, encontraría excusas para salir a tomar un café con mis amigas, que aún no las tenía pero que las iba a tener para estar más tiempo sola. Tal vez hasta lo llegaría a querer un poco; no sé si a olvidar, pero tal vez llegaría a quererlo; o terminaría por envenenarlo, sin remordimientos, para quedarme con una pensión suya. Podría casarme con él, como tanta mujer que se casa sin más remedio. Mamá se pondría furiosa, claro, pero no podría decirme nada, porque ya era hora de que yo hiciera mi vida, y porque ella no era nadie ara darme sermones morales. ¿Y qué te pensabas? ¿que me iba a casar con aquel doctor del Hospital de Clínicas que me atendió tan bien cuando pensaste que tenía apendicitis y estaba por menstruar por primera vez? El doctor me dijo que estaba muy sanita, que ya era toda una mujercita con los ojos más bonitos que había visto en su vida, y vos lo tomaste como un piropo. Todo un honor, of course. Hay cosas que vas a ir descubriendo de a poco, Consuelito (recuerdo que me decía por el parque Batlle, camino a casa), de a poco. Como ¿qué cosas, mamá? Como que los hombres van a comenzar a mirarte diferente. ¿Diferente? Sí, tontita, diferente. Ya no sos la niña que eras ayer. Ella parecía entre pícara y contenta, y yo, de un día para la noche, me había vuelto interesante; yo misma me sentía que valía algo. Era una mujer y ahora sabía por qué. Pero tienes que cuidarte mucho, Consuelito. Los hombres son malos. Tienes que ver bien con quién te relacionas. Gente educada. ¿Educada? Tienes que conocer gente educada, y por eso te voy a poner en algún club para que practiques algún deporte. Me gustaría natación, me gustaría nadar en una piscina grande. Te hace falta roce social, ya es hora de conocer gente. Como... (no quería decirlo así nomás), como el señor, por ejemplo. ¿El doctor? Ya ves, como el doctor Arzuaga. No digo exactamente el doctor Arzuaga, que es un muchacho mucho mayor que tú, y que está casado, pero... ¿Cómo sabés que está casado? Por la alianza, tontita, por la alianza. ¿Ves lo que te digo? Todavía tienes que aprender muchas cosas, decía y se reía con ganas. De repente yo me sentía importante y feliz, atravesando apurada bulevar Artigas hacia 18 de Julio, esquivando los autos que se detenían para dejarnos pasar, aunque estábamos cruzando con la roja. Iba del brazo de Mabel y estaba feliz, porque de repente me daba cuenta de que los elegantes hombres de corbatas, que siempre me parecieron terriblemente más importantes que yo y que mi madre, detenían sus miles de dólares marca Mercedes Benz, nos dejaban pasar y me miraban con admiración. O por lo menos con insistencia. Entonces era verdad lo que decía ella: los hombres me miraban, ahora yo los veía que me miraban y no les importaba que los descubrieran haciéndolo. Probablemente lo hacían para ser descubiertos, para que una se diera cuenta. Y también estaba feliz porque esas eran las pocas veces que podía hablar con ella de algo importante.

Fue por esa época que comencé a leer novelas de Corín Tellado. Comencé con un librito viejo y destartalado que había en el recibidor de casa, desde hacía años, y que se llamaba «Eres una pecadora», o algo así, y después seguí con una serie interminable que conseguía cambiar por tres pesos en un puesto de libros usados de la calle Sarandí. Mientras leía, pensaba que en ese mismo momento mi futuro esposo estaba en el Elbio Fernández, con su uniforme de camisa blanca y pantalón azul, estudiando leyes y recitando de memoria la Constitución. Luego nos cruzábamos en la piscina del club y yo entraba al agua porque me daba vergüenza que me viera en traje de baño. Él era muy amable y me invitaba con un refresco. Así nos conocíamos y después yo me iba a vivir a una casa muy linda del Parque Rodó que había visto de chica y me había encantado. Otras veces, al cruzarnos por primera vez en la piscina, chocábamos sin querer y él me sostenía para que yo no me cayera. Y me quedaba mirando un momento, con la misma cara del doctor Arzuaga, con la nariz filosa y la cara recién afeitada, con una ternura que hasta me hacía lagrimear y después no podía volver a la lectura. Lo último que leí de Corín Tellado fue «No soy nadie para ti». No recuerdo muy bien de qué trataba; creo que era una muchachita hermosa y huérfana, adoptada por una rica familia madrileña, que se enamoraba de un joven educado en el extranjero. De cualquier forma lo dejé inconcluso, el primero de mayo de 1977, así que nunca me enteré si finalmente la pobrecita se casaba con el notario o no.

¿Qué estás diciendo?, me la imaginaba con sus ojos desorbitados, más por el miedo que por la rabia de mi locura. Que me voy a casar con ese tipo. ¿Estás loca? ¿Sabés la clase de tipo que es el Tito? No debe ser tan malo; es amigo tuyo. No es amigo mío, ¡claro que no! Bueno, mamá, yo también hubiera preferido que me violara el doctorcito, pero una no siempre elige lo que más le gusta. Hay que conformarse con lo que hay, ¿no?

Tomaba media botella de cerveza de un solo golpe, porque así es como hace más efecto, y trataba de imaginar cómo sería mi vida en el futuro. Ya no tendré que pensar que fui violada, porque él sería mi marido, me decía, y creo que hasta me lo creía. Trataba de recordar cómo había sido la primera vez, lo que me había dolido al principio, sobre todo al principio, cuando parecía que no me iba a entrar, y después cuando se resbaló adentro mojándose de sangre. Pero la próxima no iba a ser igual, ya no habría sangre ni tanto dolor porque ahora yo era una mujer completa. Y para comprobarlo, buscaba alguna cosa con el tamaño y la forma del suyo, y lo que encontraba no me entraba: un frasco de perfume, un envase de desodorante en barra. ¿Cómo pude hacerlo antes? ¿Cómo voy a hacer después? ¿Será que es más difícil ahora que estoy preñada? Entonces me emborrachaba en la oscuridad de mi cuarto hasta caerme de la cama, con Anticristo y todo. Cuando despertaba, a media noche o de madrugada, no sabía bien en qué lugar del cuarto estaba. Todo me parecía más grande; la mesa de estudio, la cama, el espejo estaban a diez metros de distancia, girando en la oscuridad llena de gente como en un teatro. De alguna forma yo sabía que no eran reales aunque me parecía estar escuchándolos respirar en la oscuridad, como si estuvieran maniatados y excitados de placer o por el dolor de una sesión de tortura. Me daba vuelta en el suelo y chocaba con una pata de la cama. Tanteaba a ciegas y encontraba la botella de cerveza que no había terminado todavía. La apretaba con fuerza, metía mi nariz en el orificio del pico tratando de recuperar el olor estimulante de la cerveza, y me la incrustaba de a poco en la vagina. Había comenzado haciéndolo para demostrarme que podía; y después, no sé si era por placer o porque no podía evitarlo. El Anticristo saciaba su sed y me pedía que vaciara la botella en mi vientre, justo cuando alcanzaba por fin el esperado orgasmo. El placer y el pecado eran una forma de no tenerle miedo a la noche. Entonces, con la espalda en el suelo y los pies en la cama, esperaba que el Anticristo acabara con su sed del diablo, como un ser insignificante y temeroso le rinde culto de sacrificio a un dios terrible, para conformarlo y para ponerse así a salvo de peores castigos. Hasta que lo sentía satisfecho y me incorporaba de rodillas. Podía sentirlo saborear su triunfo, su deliciosa borrachera que luego despedía en un vómito de espuma que corría caliente por mis piernas. Cuando amanecía, tenía la certeza de haber estado en el infierno. Y sabía que cada noche iba a penetrar más y más en ese territorio negro y tembloroso, salpicado de cuerpos torturados y orgasmos de violaciones. No resistiría; iba a morirme antes de hacerme el aborto, para que el Anticristo pudiera nacer como corresponde, de una madre muerta, cuidado por la abuela que le toleraría todos los caprichos correspondientes a su naturaleza demoníaca, alimentándolo con remordimiento, para que terminara de pudrir el resto del mundo que todavía no se había podrido del todo.

Pero no siempre fui tan débil; la mayoría de las veces supe cómo actuar hasta el final. Enseguida abandoné la idea de vivir con el Tito (ni siquiera era una idea; había sido una pesadilla); ni le di una cachetada cuando pude dejarlo en ridículo ante sus amigotes, ni le iba a dar el gusto de probar de nuevo mi carne. Lo iba a usar y listo, ni más ni menos. Así que seguí actuando como debía; hice mis mejores representaciones de pendeja ingenua en un restaurante muy bonito de 18 y Minas. Creo que hasta llegué a hacerle creer que pensaba en él como un marido y noble padre de familia. Las tortuosas noches de cigarrillos y cerveza me habían dado suficiente material para mentirle. Y para hacer más creíble mi inocencia, un día le pregunté si creía en Dios. Un hombre que cree en Dios siempre es digno de confianza, no importa lo que haya hecho.

-Sí... Claro que creo en Dios. Un día te voy a presentar a don Pepe, un vecino mío. Con él salíamos a predicar de puerta en puerta, los sábados de tarde.

Yo le decía que también creía en Dios y que por eso estaba dispuesta a perdonarlo. Pero él me sacaba de las casillas insistiendo sobre lo mismo:

-En verdad, no sé si un día vas a llegar a perdonarme.

Tenía razón, pero no era necesario que lo repitiera tantas veces.

-Bueno, ya está -tenía que insistir yo, revolviendo hasta enfriar el café, mientras él ponía cara de santo pecador-. No quiero que te persigas toda la vida con lo mismo.

Le dije «no quiero que te persigas toda la vida» y casi le paso la mano por la mejilla. Me di cuenta que actuar era el arte que mejor hacían las prostitutas y, por lo tanto, un hombre como el Tito, que conocía bien a mi madre, debía estar alerta. ¿Cómo podía una muchacha de quince años engañar a un hombre experimentado como él? Al menos que el hombre experimentado estuviese enamorado. En ese caso sería todo más fácil.

-No quiero que te persigas toda la vida -le dije finalmente y le pasé apenas la mano por la mejilla. Y luego, para cuidarme del límite que había traspasado, fingí ponerme nerviosa y agregué-: Claro que te perdono. Si salgo viva de esto...

-Qué -se apresuraba a decir, ansioso, aspirando con fuerza todo el humo del cigarrillo para expulsarlo un rato después, ya casi sin forma de humo.

-Si salgo viva de esto te lo voy a demostrar.

«Te lo voy a demostrar» sonaba demasiado vulgar y poco creíble, pero en el momento no se me ocurrió nada mejor para salir del paso. Además, vaya una a saber qué es algo vulgar para un tipo de esa especie.

Mabel arroja contra la ducha del baño un balde de agua lleno de hipoclorito. El olor le inunda los pulmones, pero igualmente se agacha sobre las rodillas y refriega con un paño lleno de detergente. Sobre el cuadriculado imperfecto de los azulejos blancos, dibuja círculos, con fuerza, hasta quedar exhausta. El hipoclorito impregna sus manos y sus rodillas que ahora le duelen. Se esfuerza por cantar algo y le viene a la mente una letra cualquiera, sin su música, o con trozos de su música:


Un día de verano en Santa Fe
no le hace mal a nadie, ya lo sé...

Escurre el paño en el balde y seca los azulejos. No parecen más ni menos limpios. Entonces vuelve a poner pulidor y más hipoclorito y dibuja otra vez los círculos contra esa maldita pared.


De pantalones anchos y de bincha
de camisa bordada color té.

Pero no terminé de perder el sentido del todo. Sabía que a mí solo me importaba que me sacaran ese monstruo del cuerpo que se resistía a salir, a cualquier precio. Tal vez por eso mismo no me cuidaba de quién podía verme en un bar, sentada con un tipo mayor. A excepción de mi madre, claro, que era la única capaz de echarlo todo a perder. Nos citábamos en alguna esquina de Pocitos o de Tres Cruces, para evitar cruzarnos con ella. Es decir que tampoco había posibilidades aparentes de que en el liceo alguien más se enterase de lo que me pasaba; y sin embargo, también aparentemente, alguien o todos lo sabían. O yo creía que todos lo sabían porque vivía pensando en lo mismo. Entonces tenía que sufrir cada minuto que pasaba allí adentro. Sobre todo tenía que sufrir esa materia que se llamaba Educación Moral y Cívica, cuando nuestro gobierno no era ni cívico ni educado. El profesor era un tipo asquerosamente elegante y pulcro, con un bigote grueso y bien recortado, con un corte de pelo dibujado con regla. Se paraba en un pupitre, que había hecho construir veinte centímetros por encima del suelo, y solo de vez en cuando bajaba hasta sus alumnos para redondear su pensamiento ético, con un estilo antiguo, casi un español de España, porque esa era la única forma que tenía de suplir todo el latín que le faltaba.

Ahora que los ve más de cerca, descubre que los grifos tienen pequeñas gotitas de jabón seco que, al pasar el paño con detergente y luego otro más seco, desaparecen, dejando ver por un momento cierto brillo sobre las partes que todavía conservan el niquelado. Lo mismo el espejo. Lo lava varias veces, pero los espejos son imposibles de limpiar. Es como si duplicaran la mugre que se les pega. Y cuando una se lava los dientes, aunque cierre bien la boca, algunas minúsculas gotitas de pasta van a dar contra él. Con un trapo apenas húmedo, trata de borrar los rayos de luz amarilla que se reflejan en el vidrio, lo que quiere decir, según Mabel, que todavía está sucio. Y, para peor, el trapo comienza a soltar felpas que van a pegarse justo en la superficie. Finalmente pasa una bola de papel higiénico y el espejo se transforma en aire transparente. Volverá a secarlo más tarde. Pero el espejo nunca quedará limpio, así que deberá ir pensando en comprar uno nuevo. Lo mira otra vez, y luego mira su imagen como un familiar que regresa después de muchos años. Ha estado mucho tiempo ocupada con el espejo, demasiado ocupada con la realidad, alejada de esa fantasía que es ella misma: Mabel Moreno, hija de Rodrigo Moreno, el bodeguero, la del camarote 206, la que nunca estaba sola porque la acompañaban otras mujeres en el espejo. Está más vieja, envejecida, y no puede creer que ella, Mabel, ya sea una mujer adulta, madura, cuando no hace mucho decía mamá no te enojes conmigo, cuando parece que fue ayer que le tomaba la mano huesuda a su padre y tenía miedo de que se muriese y la dejase sola, cuando la impresionaban los olores de las islas Canarias y más todavía los olores desconocidos de los bares de Montevideo, los recientes olores de la América. Y bien o mal ahí está, sin saber exactamente cómo. Ha sabido sobrevivir y hasta es madre de una mujercita que va al liceo. Se da cuenta de que es una mujer adulta, realista, porque ya no mira la imagen que se refleja en el espejo sino el espejo mismo. Se murió el de la flauta mágica, ya no hay príncipes en los palacios ni la conmueve la muerte de Madame Bovary, ya no hay cabañas en una isla con palmeras, sin espejos y sin baños para limpiar, ya no quiere ser pintora de sueños tropicales como su enloquecido Gauguín, ya no hay tiempo que perder ni hay tiempo recuperado, ya no hay América para imaginar, sin vergüenza y sin alquileres vencidos hace meses, ya la vida no es tan larga ni los sueños son tan fuertes, ya no hay un Oscar Wilde vestido de mariposa y disfrutando de un paseo, sino un tipo enfermo y muriéndose de a poco en una cárcel, ya no hay noches calurosas en los olores de los pinceles con pintura de óleo.

-Es muy importante el respeto que todos vosotros debéis tener por vuestros Símbolos Patrios. Jamás toquéis con vuestros dedos los olivos que están representados en nuestro Escudo Nacional, el que precede la entrada de todas nuestras mejores instituciones. Nunca permitáis que nuestro Pabellón Nacional se arrastre un centímetro por el suelo. Nunca jamás debe estar el Mismo flameando después de la caída del Astro Rey, y cuando cantéis frente a Él, hacedlo con orgullo.


No ambiciono otra fortuna
Otra fortuna
Ni reclamo más honor
Más honor
Que morir por mi bandera
La bandera bi-color

-Poneros de pie cuando escuchéis las estrofas del Himno Nacional y cantad con respeto. Honrad a la Patria y a las Autoridades Nacionales. Ofreced la vida por vuestra bandera.


Tiranos temblad
Tiranos temblad

-Porque un escritor como Juan Carlos Onetti, al que la Patria dio educación gratuita y lo formó para ser un hombre de bien, y él la traicionó huyendo a otras tierras para hablar mal de ella, no merece que se lo recuerde. Es por eso, mi querido alumno, que nuestro Gobierno ha proscrito la lectura de sus libros. ¿Comprendéis ahora?

-Sí, profesor.


Orientales la Patria o la Tumba
Libertad o con gloria morir
Es el voto que el alma pronuncia
Y que heroicos sabremos cumplir.

-¡De pie, todos!

Fabricio, que acababa de acostarse y el sueño había perdido el camino recorrido hasta su cama, oye las estrofas del Himno Nacional y despierta sobresaltado. Se pone de pie y canta o murmura:


Tirarnos temblar
Tirarnos temblar
Ah...

Mira por la ventana y verifica que es un buen día: ha vuelto a salir el sol y el río sigue tranquilo, como si fuera una mañana de verano en medio de pleno invierno. Afuera está todo pronto para el 18 de Julio. Los escolares de blanco, los soldados de verde y las viudas de negro, recordarán mañana otro aniversario de la Jura de la Constitución. Consuelo se despierta sobresaltada. No pudo dormir de corrido durante toda la noche, y luego el cansancio la trajo dormida hasta las ocho. Hoy llegará tarde al liceo, pero irá igual, como si nada, y mañana matará al Anticristo.

-A ver, alumno número 25, ¿me puede decir qué se recuerda mañana? Lo he dicho mil veces, pero usted siempre está mirando para afuera. Espero que sepa la respuesta.

-Sí, profesor -contesta Abayubá-. Mañana recordamos un nuevo aniversario de la Jura de la Constitución.

Varelita, que no es muy buen alumno pero sí voluntarioso y aplicado, se da vuelta para mirarlo a través de sus lentes gruesos y sucios. Le llama la atención el tono de voz de su compañero, repentinamente respetuoso, cuando su estilo era más propio de Batman que de Robin.

-Muy bien, pero muy bien alumno, me deja impresionado -dice con ironía el profesor de Moral. Le da la espalda, camina pensativo hacia el escritorio y se da vuelta para continuar-. ¿Y me puede decir de qué año es la constitución que la Patria recuerda con tanto orgullo?

-Sí, profesor -la voz de Abayubá es solemne, respetuosa. Para sospechar, siente el profesor-. Mañana recordamos la Jura de la Constitución del año 1830...

-Bueno, bueno. Me deja anonadado, alumno. Ahora, si responde correctamente la última pregunta, le pondré un seis, para que vea que en esta materia se premia con justicia. A ver, dígame, ¿sabe usted por qué recordamos con tanto orgullo la Constitución de 1830?

-Es muy fácil, profesor. Porque fue la primer constitución que tuvimos... -dice, y Carlitos asiente con la cabeza, mirando alternativamente a Batman y al Guazón.

-Exacto... Pero muy bien, excelente... -quiere concluir de una vez el profesor, pensando que Luther King se ha recuperado finalmente para la sociedad, renunciando a esa inútil rebeldía de adolescente, y toma su libreta para calificarlo con un seis, como un entrenador que recompensa a su foca con pescado fresco después de sostener el globo por más de un minuto sobre su nariz.

Pero Abayubá tenía que echarlo todo a perder, como siempre, porque su verdadero padre le había puesto ese nombre de indio insumiso, porque había escuchado en alguna parte que Abayubá significaba «cacique» y se lo atribuyó a un charrúa sin saber que se trataba de una voz guaraní, para que fuera lo que es -había bromeado Consuelo-, cónsul de un pueblo que no conoció nunca la esclavitud ni la verdad eterna, y se comportaba como lo que era, como lo que tal vez hubiera querido su padre que fuera antes de morir, antes de que su madre se volviera a casar y le diera otro padre sin consultárselo a él.

-No podríamos recordar la última constitución que tuvimos, por motivos obvios -dice Abayubá, y el profesor se queda mirándolo con ojos de fuego, acomodando la corbata como si acomodara el lazo que sostiene la carabina a la espalda, inclinándose sobre la libreta de calificaciones para decretar el exterminio del último de los charrúa.

Cerca del puerto, las bandas de músicos ensayan por última vez y cincuenta soldados corren por la rambla, golpeando los pies en el pavimento como bailarines irlandeses, mientras repiten al unísono las estrofas del poeta que los guía adelante. «Ahí va nuestro parlamento», dice Abayubá cuando los ve pasar, no del todo furioso con el profesor de Moral que lo expulsó de su clase, ni con la directora que lo mandó esperar debajo del busto de Artigas a la próxima materia, con una carta de citación para los padres, porque de esa forma pudo salir a tomar aire y luego siguió camino hacia el puerto, donde la gente sin posibilidades de viajar va a volar, mirando el agua que viene de lejos y no se sabe a dónde va, los barcos con sus colores y con sus olores de países lejanos, lejanos de todo, se repetía Abayubá, sentado en el borde de una dársena y escuchando los pasos de un marinero en el piso de metal del Queen Elizabeth II, todo lo que confirma que no hay mal que por bien no venga, que nadie se muere hasta que le llegue la hora, y que no amanece hasta que sale el sol.

Mañana por la tarde sale partido, recuerda Fabricio de repente, mientras en una playa de Rocha un pescador empuja su chalana al mar. «Vamos, Dorada -le dice el pescador tratando de deslizarla sobre la arena húmeda-. ¿Qué te pasa, no querés entrar al agua hoy?». Y cuando la Dorada se desliza finalmente, el pescador siente que cambia el viento y lo invade un fuerte olor nauseabundo, que no es el olor del mar cuando los pescados se pudren. Ya sale el sol, pero un banco de niebla le impide ver muy lejos. Igual, qué le puede pasar a este viejo lobo de mar que ya no le haya pasado antes -piensa el viejo mientras sube a la chalana- dentro de un ratito despeja. Rema un trecho y, mientras acomoda la red del trasmallo, siente que algo blando golpea contra un costado. Parece una garopa o un lobo blanco, pero es un cuerpo humano que flota boca abajo, desnudo y con las manos cortadas. Podría ser alguien que se ahogó en la madrugada y los peces le comieron las manos, pero a pocos metros otro cadáver acompañante se aproxima sin sus manos y, de a poco, el pescador se encuentra atrapado sin saber para dónde remar: otros cadáveres desnudos, sin manos y sin ojos, lo rodean con sus espaldas blancas y su olor nauseabundo. Entonces el pescador, aturdido, se levanta y cae al agua enredado en el viejo trasmallo que su esposa ayudó a anudar, una tarde de diciembre, en vísperas de la última navidad. Ahora el inodoro, porque una siempre ve al inodoro desde arriba y no se da cuenta de que las infecciones se van acumulando en la superficie curva de abajo. Vuelve a poyarse sobre las rodillas, que están rojas pero ya no le duelen, y mira con cuidado. No alcanza a ver señales de infecciones, pero sabe que los microbios están ahí. ¿A dónde más? Entonces lava el inodoro, como quien lava el torso de otra persona. Hay que racionar el hipoclorito.

Marinero. Sí, quería ser marinero, aunque tuviera que masticarse todo el odio que le tenía a los milicos, a sus uniformes y a su maldita y buena para nada disciplina, porque los marineros también son milicos, ¿o no? ¿Qué otra forma podría tener de irse lejos?, pero lejos bien lejos, tan lejos como para no oír nunca más hablar del Uruguay, país de mierda, al fin y al cabo, o por lo menos ese país dentro o debajo de los otros países que también se llamaban Uruguay, que tenían los mismos límites geográficos pero que no tenían nada que ver con ese país que le había tocado a él en el reparto, cuando tuvo que nacer donde nació y con la conciencia que sin querer se le había formado o le habían formado sus padres y la mierda de sus profesores. País de mierda -vuelve a repetir, sintiendo que le está faltando el respeto a alguien, a tres millones de habitantes, a la conciencia Moral y Patriótica de una nación-. Eso mismo, País de Mierda, República Oriental de la Mierda.

Desfilad en silencio y con todo respeto amad y respetad a vuestra bandera jurad honrarla al pasar por la plaza ofreced a vuestras Autoridades la mirada respetuosa izad la bandera mantened el paso firme lucid los símbolos patrios en vuestra túnica en vuestro uniforme en la pupila de vuestros ojos que van detrás. Cantad con pasión y decoro, las dos piernas firmes sobre el suelo, la mirada al frente, la mano derecha en el corazón que late por sus Símbolos Patrios.


Es hermosa mi bandera
Mi bandera
Nada iguala su lucir
Su lucir
Y es su sombra la que buscan
Los valientes al morir

-¡Arrepiéntete, hijo de Satanás! -grita el pastor, con el micrófono en una mano y apuntando con la otra a alguien que puede estar entre el público que llena la vieja sala del Metro City.

-Señor, me arrepiento...

El público grita al mismo tiempo, como un coro que ha ensayado con prolijidad la locura. Consuelo mueve los labios y balbucea «me arrepient...». No está segura de lo que hace pero siente miedo ¿o son sus ojos que parecen fijarse en ella?

-Vendrá el Señor con Su gloria... -grita, y luego se toma un respiro-. Vendrá... con toda... Su gloria, sí, y ya no habrá tiempo para los pecadores que no quisieron escuchar Su palabra y pecaron con su carne y ensuciaron su alma como Judas por treinta monedas de plata... Porque el final está próximo -la agitación del pastor comienza a crecer y su público se impacienta-, ¡el Anticristo ha sido engendrado en el vientre de una joven prostituta y ya vive entre nosotros! ¡No cerremos los ojos cuando estamos en vísperas del Armagedón! ¡De verdad os digo que no quedará piedra sobre piedra! Por eso, por eso... Es por eso...

El pastor se apoya un momento sobre la mesa donde tiene una enorme Biblia, cuidadosamente encuadernada con dos tapas de madera forradas en cuero, pero con las evidencias de un uso intenso en sus bordes. Respira con esfuerzo y unas gotas de sudor le caen de los labios. Parece que sonríe. Sus labios se deforman siguiendo una lucha interior que va de la risa al llanto.

-Es por eso... -vuelve a insistir-. Es por eso, hermanos, que debemos dar gracias al Señor por abrirnos las puertas a Su palabra y, por lo tanto, a Su Gloria. Seremos Testigos de Su Victoria Final, porque el final se acerca y porque nos arrepentimos de nuestros pecados... ¿De qué nos arrepentimos?

-¡De nuestros pecados!

-¡No escucho!

-¡De nuestros pecados! -grita con fuerza la multitud y el cine parece venirse abajo.

-¡No escucho! -grita más fuerte el pastor y pasa delante de una columna de parlantes que lo multiplican y luego lo aturden con una poderoso sonido de acople.

-¡De nuestros pecados!

-¿De nuestros pecados? ¿Entendí bien?

-Sí -grita una mujer anciana y cae de rodillas, llorando y con las manos en alto-. ¡Nos arrepentimos de nuestros pecados!

-¡Somos soldados del Señooor!

«Somos soldados del Señooor...».

-¡Somos el Respeto y el Honor!

«Somos el Respeto y el Honor...».

-¡Por cada bolche que limpié!

«Por cada bolche que limpié...».

-¡Una viudita me levanté!

«Una viudita me levanté...».

-¡Altooo! ¡Flanco derechooo...!

-¡Aleluya, Aleluya! Gloria a Dios, Gloria a Dios! Gloria al Señor, entonces -concluye con satisfacción el pastor, temblando y bañado en sudor. Bebe un trago largo de agua y observa con alegría su obra.

-Por la Patria, la Justicia, por la Libertad, la Tradición y el Honor de la Familia; por la vida y por el respeto a las Instituciones; por Dios, por la Virgen María y contra la influencia extranjera.


Es hermosa tanta mierda
tanta mierda
Nada iguala su olor
su olor
Y es su gusto lo que buscan
las mosquitas al mo-rir.

Abayubá siente que se le enfrían los pies. Le pregunta la hora a un marinero que pasa, pero el marinero no lo entiende. «Don't speak Spanish», dice, encendiendo un cigarrillo, para luego continuar camino. Hasta que finalmente un señor con una valija de ejecutivo, casi sin tiempo que perder, le dice que son las seis, y Abayubá piensa que la Mierda Mayor estará en ese momento dando las últimas instrucciones para al Acto Patrio. «Quince minutos para el timbre». Volverá a casa un poco antes o un poco después que su hermano, y no dará explicaciones ni dirá que lo expulsaron de clase. Él tampoco lo hará, porque no es un soplón. Solo entregará a su madre la carta de citación. No será tan grave, porque a ella le gusta ir a llorarle penas a los profesores, a quejarse de lo confundido que está su hijo y a pedir consejo sobre la orientación que debe darle a la educación civil de su hijo mayor. Cuando regrese, desatará de nuevo la vieja bolsa roída de consejos, porque Anastasia no es una mala mujer, ni una madre demasiado dura. Todo lo contrario, pero sus consejos y sus buenas ondas comienzan a no hacer efecto en su hijo de pelo largo en el verano. Mira las ondas verdes del agua debajo de sus pies y ve su imagen deformada, casi inexistente. Un poco más allá, el gigante de acero, necesitando otra mano de pintura blanca en su casco un poco oxidado con la sal de los mares del Norte. «Somos un pueblo culto», recuerda que dice su madre, con la torpeza de una persona que no es culta y mucho menos inteligente, porque sus juicios nunca son verdaderamente sus juicios, fruto de alguna reflexión o de una intuición propia, sino la simple transmisión de una frase que alguien o el pueblo se había encargado de acuñar en beneficio propio, y entonces es pasada de boca en boca, como una moneda vieja y ya sin valor económico es pasada de mano en mano por su último valor de símbolo histórico. Anastasia no es una mujer mala, piensa Abayubá, pero le revienta ese orgullo ciego y estúpido de un pueblo que tal vez fue culto, o mejor dicho afrancesado primero y Aliado después, y que ahora solo conserva el valor simbólico de las monedas, como un conde que se dice de sangre azul pero que pide limosnas en la puerta de una iglesia. Oh, pues sí, somos un pueblo culto y nuestra Universidad es la envidia de los demás países; somos la Suiza de América, por lo pequeño que somos y por lo tranquilos de nuestra democracia, aunque solo conservemos la pequeñez de nuestro territorio ya que no más la democracia; somos los campeones de América y del Mundo, porque en los años de la entre guerra le dábamos una paliza a cualquiera, aquí o en Colombes y Ámsterdam, solo que ya hace varios mundiales no figuramos ni entre los eliminados. Pero no importa, los pibes del barrio seguirán pateando la globa de trapo mientras cantan aquello que cantaban sus abuelos: uruguayos campeones, de América y del Mundo... Oh, sí, sí, contesta para sí mismo Abayubá, como si le estuviera contestando a su madre, un pueblo muy culto, sí, hecho y derecho en la cultura del machismo y la corrupción, aunque después se diga, con el viejo y ya-me-tiene-las-pelotas-por-el-piso argumento, que la corrupción aquí no es tanta como allá, porque, claro, en Argentina y en Brasil todo es igual pero más grande, así que no estamos tan mal después de todo. Pero «después de todo» hay que soportarlos quejarse todo el tiempo de que este pueblo culto y educado no tiene las oportunidades que se merece y por eso la juventud se va, que todo está mal aunque en otro lado está peor, que esto ya no lo arregla ni Mandrake, que el uruguayo es cómodo, que el uruguayo es el culpable de la chatura en la que vivimos y que (se le ocurre a Abayubá) habría que buscar de una buena vez por todas a «el uruguayo» y meterlo preso, a ver si cambian las cosas en este país. Entonces somos un pueblo educado y orgulloso y es por ese mismo orgullo disimulado que nadie quiere hacerse cargo de la situación calamitosa del país, por lo cual le echan la culpa al «uruguayo», como si hubiera un solo tipo en todo el país con todas las características nacionales juntas, redimiendo así a los otros tres millones que son seres particulares y no esteriotipados, educados y sin los defectos del uruguayo. Parece que lo estuviera viendo a su padrastro, tomando mate y hablando mal del uruguayo, para luego contradecirse, sin pudor, confiando siempre en la mala memoria de la gente charlatana. Y no piensa nada de esto porque odie a su padrastro, ya que en realidad, si lo mira objetivamente, es otro uruguayo, ni muy malo ni muy bueno. Sí, no lo trata mal, porque él tampoco odia a su hijastro o porque necesita ganarse la confianza de su madre. Y por esto mismo, quizá, se vanagloriaba de que en nuestro país no tenemos el problema de los indígenas, como haciéndose el que no sabe que «Abayubá» es un nombre indígena, o como dando por sentado de que solo era eso, un nombre, puesto por el capricho de un padre equivocado, y por lo tanto no podía tener una sola gota de sangre indígena. Y que si la tenía, peor para él. ¿Pero qué problema se llama «indígena»? Bueno, Abayubá tampoco esperaba un rigor intelectual, pero por lo menos le pedía que razonara para él. En Uruguay no hay terremotos ni grandes miserias, porque no tenemos indios como en otros países, ¿entendé? No, no entiendo. Orgullo estúpido y malintencionado (descubría ahora, mirando otro grupo de marineros rubios que bajaban del barco a buscar mujeres, por disciplina profesional), porque su padrastro sabía muy bien que el marido anterior de su mujer, su padre, se creía descendiente de charrúas, cuando todo el mundo sabe que los charrúas no eran más de mil quinientos y nunca aceptaron el Evangelio y la Civilización, como el resto de los indígenas americanos, hecho mítico que avergonzaba y enorgullecía al uruguayo: un pueblo con la cultura europea y la rebeldía charrúa. Y digo cultura para no decir raza, ya que en el fondo debe ser lo que más nos enorgullece cuando juegan Uruguay y Bolivia, o Uruguay y Perú: tantos O'Neils, Máspolis, Schiafinos, Krasowskis, Popelcas y Mazurkiewichs de pelo rubio, apenas condimentados con dos o tres negritos que de paso le dan un aire de team norteamericano a nuestro «representativo». Y encima de todo eso el espíritu incoloro de la Garra Charrúa. ¿Pero en qué quedamos? ¿No era que esos indios de mierda no habían dejado descendientes ni cultura alguna? Tal vez algo dejaron (insistía su padrastro, y Abayubá entendía que no había posibilidades de que de ese hombre salieran argumentos ordenados con alguna lógica de no-contradicción), pero se negaron siempre al progreso y al trabajo constante, y fueron muertos todos en el campo de batalla, allá en Tacuarembó. Menos cuatro, decía Abayubá, que todavía no sabía que más que una batalla habían sido sucesivas matanzas, como ahora los estancieros mandan matar los jabalís para que no les coman las ovejas, amparados por un decreto del gobierno que los declaró Plaga Nacional. ¿Menos cuatro? Sí, menos cuatro que murieron de tristeza en un zoológico de París. Ah, bué, tanto no sé, gurí, pero cuatro son cuatro. Más se perdió en la guerra. Eso es, un pueblo culto, mezcla de cuanta orgullosa raza europea andaba desconforme por allá, y se vino a un país sin terremotos y sin indios. O por equivocación, porque no fueron pocos los europeos cultos que confundieron América del Sur con América de Henry Ford y bajaron aquí por error, según decían después que alguien les preguntaba por qué se habían venido si allá en Europa todo era mejor. Un pueblo inteligente que se la pasa recordando cuando le ganamos a Brasil 2 a 1 en su propio estadio, allá por 1950, lavando sus espadas sucias de sangre para el día del desfile, con sus cárceles legales y sus cárceles clandestinas, oliendo a vómito inocente, a semen militar, con sus ideologías redentoras de igualdad socialista y sus prácticas realistas de explotación del uruguayo inculto, con su viejo verso de pueblo pacífico y honesto, de centenaria tradición democrática, apenas empañada por algún que otro crimen por encargo, por coimas, por acomodos, por venganzas políticas, por sermones radiales y masivos del buen pastor del pueblo, por repetidas mentiras oficiales y populares. Un pueblo hecho y derecho en la cultura del aquí-no-pasó-nada, tosiendo y mirando para el otro lado, exigiendo sin por favor que no se meta el dedo en la llaga, que lo hecho hecho está y no es bueno mirar para atrás, más preocupados de la imagen que puedan dejar en el extranjero que en llamar las cosas por su nombre.

«Bueno, ya está por tocar el timbre», se dice y se levanta, prometiéndose que volverá a descansar su rabia entre los barcos, mañana sábado o cuando pueda. Algún día se irá a uno de esos países que nos llenaron de soluciones, cuando allá había guerra y hambre. Aunque seguramente no será tan fácil: déjalos que se recuperen de tantos tropezones y nosotros seremos el problema.


...cuando te dejen tirado
después de cinchar
lo mismo que a mí

El profesor de Educación Moral detiene su inapelable e irreversible paso para mirar a esa muchacha que baja la cabeza, esa muchacha que se llama... ¿Que se llama? Consuelo, número 21: Moreno, Consuelo, eso es. Está sentada en su banco y escribe o dibuja algo en una hoja para no mirarlo. El profesor de Moral continúa mirándola un tiempo innecesario, le da la espalda y recita:

-Escuchad: cada día y cada noche debéis estar alerta, porque hay semillas que caen en suelo fértil pero hay otras que caen sobre la piedra. Hay ciudadanos que nacen para cumplir con la Patria y hay otros que nacen para venderla por treinta monedas de plata.

Por esos días conocí a Abayubá. Quiero decir que me di cuenta de que existía, que hasta entonces había pasado para mí como uno más del montón. Era un muchacho callado que se sentaba en el último lugar, único privilegio que agradecía al Instituto y que le permitía mirar para afuera con más frecuencia que la recomendada por los docentes. A esa edad, los varones y las mujeres (por llamarlos de alguna forma) se juntaban por separado y, como tanto Abayubá como yo andábamos más bien solos, no fue extraño que llegáramos a entendernos. Sin duda, era distinto. No tenía una risa fácil, y eso lo hacía confiable, vaya una a saber por qué. Caminaba agachando la cabeza y cuando hablaba no la levantaba demasiado, como si no necesitase mirar a la otra persona o a su alrededor, como si ya los conociera de toda la vida o si se dijera «no vale la pena». Se anudaba la corbata del uniforme en la puerta del liceo y se la sacaba apenas salía, gesto que todos lo profesores y adscriptos conocían y repudiaban, pero que no pudieron penar en el momento, después de un seguro repaso por las Reglas de funcionamiento interno, que no aclaraba que el uniforme debía llevarse afuera de la institución. Así que se agarraban al Reglamento por otro lado: estaba prohibido que el pelo tocase el cuello celeste de la camisa, y dado que la cabeza humana tiene algún movimiento, no era difícil lograr que los dos elementos incompatibles llegaran en algún momento a juntarse, por lo que Abayubá era detenido con frecuencia en la puerta y mandado de vuelta para atrás, al peluquero o a la tijera de la madre que le recomendaba raparse la cabeza estilo milico, dado que su primer hijo tenía un crecimiento capilar de una rapidez muy curiosa, producto tal vez de que fuera muy bien alimentado de chico. Y si no lo castigaron aún más con las notas exiguas que recogía en sus andanzas curriculares, era porque tenía un hermano modelo y una madre que se preocupaba por sus hijos concurriendo periódicamente a las reuniones de padres y ofreciéndose siempre para integrar alguna comisión de recuperación de la canilla robada el día 24 de mayo.

-Yo no sé qué le pasa a mi hijo -se quejaba la madre ante el profesor consejero-; es tan diferente al hermano.

Por supuesto, tampoco el profesor consejero se lo podía explicar, ya que el solo hecho de que el hermano fuera un excelente alumno lo invalidaba para lanzar la única posibilidad psicológica que conocen algunos profesores: «¿tiene problemas en las casa? ¿los padres se llevan mal?», lo que también su madre, que no era para nada una mujer culta pero que sabía algo de la misma psicología de manuales y revistas, se apoyaba sobre una pierna, miraba hacia arriba donde estaba el profesor y, sin escucharlo ni dejarlo terminar una sola frase, abría el paraguas y decía:

-¡Y lo bien que nos entendemos su padre y yo! A m'ijito Abayubá no le falta amor, a pesar de nuestra pobreza. Ni siquiera le falta el cariño del padre que, bien, no es su padre biológico pero es como si lo fuera, porque el Toto lo quiso siempre, desde que era así y yo quedé embarazada de Huguito.

Ni culta ni estúpida, la vieja no llegaba a rebajarse con la frase soberbia, solitaria y fría de «lo tiene todo», como es la costumbre cuando los padres no quieren tener la culpa de un mal hijo. Y, sin embargo, Abayubá era la oveja negra de la clase. Creo que se sentía más cómodo diciendo que no; para decir sí, se abstenía. En eso se parecía mucho a mí hasta no hace mucho: prefería ocultarlo todo y había hecho de esa postura toda una ideología. Yo, cuando tengo un problema, ¿qué hago? Me lo guardo -decía en sus últimos tiempos, cuando ya se había desencantado de las cinco mil páginas de Freud-. Por lo menos hasta que alguien me demuestre que eso que vienen haciendo los psicólogos hace cien años sirve para algo más que para esclavizarlo a uno. Y si bien no era para nada afecto a la cultura de los refranes, sí había uno que lo repetía casi tantas veces como lo ponía en práctica: «Un hombre es esclavo de lo que dice y dueño de lo que se calla». Pero yo sé que tanta dureza tenía un origen no muy lejano, cuando el primer día del primer año de liceo nos hicieron un cuestionario evaluatorio. La pregunta catorce decía: «¿Qué cosas lo harían feliz?», y en lugar de poner un televisor o un tocadiscos, como todo el mundo, o en lugar de mentir cualquier cosa (porque en un cuestionario o en una encuesta no hay ninguna razón para decir la verdad), no pensó demasiado dónde estaba y desnudó por un momento su corazón dolorido: «Que mi padre estaría vivo», puso el muy animal. Recién entraba al liceo y todavía no sabía que de nada podía servir una confesión como esa, que había que endurecerse, como se endureció cuando la profesora de idioma español se escandalizó por la sintaxis con la que venían los chicos de la escuela y le escribió arriba, con tinta roja, el tiempo verbal correcto: «Si mi padre estuviese vivo...». La pregunta quince, en cambio, se podía pasar sin demasiadas observaciones («¿Cree usted en Dios?»), ya que de una forma o de la otra a la profe le daba lo mismo («No, porque resé por mi padre y se fue nomás»), solo que ya se veía que el muchachito tenía un estilo rebelde. A la profe no le importaba que creyera o no creyera en Dios, porque tampoco ella creía un corno, pero la incomodaba, la ponía nerviosa que el muchacho hubiera argumentado por la negativa, que era una forma solapada de irreverencia ante la autoridad.

-¿Sabés que hoy escuché a tu madre hablando con el profe? -le decía yo, a la salida, y él se encogía de hombros-. Parece que está muy preocupada por tu bajo rendimiento... ¿Vos no?

Abayubá era una válvula de escape para mí. Yo me daba cuenta de que una puede hablar con mayor responsabilidad de los problemas ajenos, cuando una ni siquiera se cuida a sí misma. Tal vez sea pura formalidad, tal vez una se deja llevar por cierta lógica verbal: esto se dice, esto no...

-No debería estar tan preocupada -murmuraba él-. Huguito va a ser doctor o ingeniero. Con uno es suficiente para una familia de albañiles y costureras.

-No hablés así. Vos sabés bien que ellos te quieren tanto como a tu hermano. ¿O no es así?

-Mi medio hermano. Su padre no es mi padre.

-Bueno, bueno. Ya lo sé. Es tu padrastro. Pero no es un mal tipo. Mejor dicho, es todo lo mejor que se le podría pedir, ¿o no?

-Creo que sí.

-¿Y entonces?

-¿Entonces qué?

Lo que tal vez Consuelo no comprendía es que hay personas para las cuales el mundo comienza en la nariz y termina en el ombligo; hay otro tipo para las cuales el ámbito familiar basta, mientras que para una tercer categoría el mundo sigue todavía más allá. Y ese mundo de Abayubá, con un más allá modesto en sus proporciones, abarcaba también la ciudad, tal vez el país entero que lo despreciaba, o él se sentía despreciado por ese conjunto de extraños anónimos y famosos que son una sociedad moderna. Y así como un empresario se suicida cuando sus Asuntos Personales fracasan (no se suicida por su familia y mucho menos por su país; se suicida por su derrota personal, porque si pensara en su familia no se suicidaba), otros se hacen matar en la guerra o en la revuelta por una pasión colectiva, abstracta, encarnada, justa o insensata. Porque esta famosa sociedad moderna, Sociedad Anónima u Occidente S. A., es todo lo contrario de aquella tribu africana que conoció Jacobsen, donde cada hombre tenía muchas madres y casi ningún desconocido. Esta Nueva Sociedad suele ser, para muchachos, como Abayubá, apenas un conjunto ilimitado de seres desconocidos que con suerte incluye una pequeña familia de cuatro o cinco integrantes dispersos. Una sociedad de seres desconocidos idolatrando a aquellos pocos que logran exponer sus intimidades en los poderosos medios de comunicación, para completar una nueva paradoja, de las cuales ya estamos tan acostumbrados que ni nos sorprende. Jacobsen sabe que la fama sucede en cualquier sociedad, pero la idolatría de un hombre sin contenido solo es comprensible en una sociedad de seres anónimos como la nuestra, en la llamada Aldea Global (ese nombre con ínfulas que no es más que un perfecto oxímoron, una especie de antónimo de aldea), donde basta con que cualquiera de sus miembros, por estúpido e insignificante que sea, se exponga cinco minutos a la radiación de un micrófono o de una cámara de televisión mostrando y confesando todas sus intimidades, por banales y prescindibles que sean, pera convertirse en un ser especial, ungido de un aura divina que el resto de los anónimos desean experimentar con la proximidad de dicho ser radiactivo. En una aldea, en cambio, todos son accesibles y los dioses están en el cielo.

Entonces nos quedábamos tirando piedritas para la calle, dando vuelta sobre un asunto que nunca terminábamos por aclarar y cambiando de tema casi sin darnos cuenta. A veces se quedaba pensativo y después de un rato decía cosas como «¿por qué la gente que ama a la Patria gana tanto dinero?», y yo no sabía si eso era exactamente ironía o rencor. Entonces se abría otro pozo de silencio, grande y oscuro como un senote por el cual yo no me atrevía a asomarme para mirar, hasta que se ponía a cantar, casi murmurando y con una semisonrisa arrabalera, ese tango que tanto le llamaba le atención:


... cuando estén secas las pilas
de todos los timbres
que vos apretás
buscando un pecho fraterno
donde morir abrasao...

-Solo te falta el sombrero y un pañuelo atado al cuello. Mejor cantate algo de Palito Ortega, que no me deprime tanto. O de los Rolling Stones. ¿Te gustan los Rollings...?


la indiferencia del mundo
que es sordo y es mudo
recién sentirás...

A veces me decía que iba a incendiar el liceo y yo lo apoyaba, como si no estuviera hablando en serio. A mí no me gustaban esas cosas, pero me desahogaba imaginándolas. Él, en cambio, las planeaba, hasta el punto de llegar a darme miedo. «Hay que entrar de noche -decía, mordiendo la tapa de la lapicera-, por la ventanita del baño de mujeres. Bedelía queda cerrada, pero la cerradura es ordinaria. Además, si no la pudiera abrir, se podría arrojar por la banderola un globo lleno de nafta, con una mecha. Una especie silenciosa de bomba Molotov, ¿no te parece? Además, no dejaría rastros». Yo al principio no me lo tomaba muy en serio. Solo lo escuchaba y de vez en cuando le decía que iba a terminar preso y visitado por el profesor de Moral. Todo eso me servía para sobrevivir, porque no sé cómo hubiera hecho para soportar cada minuto que me separaba del consultorio del médico, tiempo que el monstruo se tomaba para seguir creciendo.

Solo cuando por fin me recibió el médico que me iba a raspar el feto, sentí por primera vez que aquello que llevaba adentro no era una cosa sino un ser indefenso. Creo que hasta la pulcritud y la luz abundante del consultorio me sacaron por un momento del sueño oscuro en la que había estado sumergida las últimas semanas. En la sala de espera había un enorme mural con un paisaje de montañas suizas, que supongo debía ser hermoso y sedante: por un momento pensé que las cosas podían arreglarse de alguna otra forma. Pero el doctor no se detuvo un minuto a conversar conmigo. Creo que ni siquiera me miró una sola vez a los ojos. Sabía de antemano qué me iba a hacer y parecía apurado para hacerlo de una vez, como quien corta cabezas de pollo todos los días en una fábrica, y al mismo tiempo piensa que el próximo fin de semana tiene que cortar el pasto del frente de su casa. Mientras me recostaba en un sillón mecánico, blanco y frío, escuchaba que dos hombres hablaban del otro lado del tabique divisorio que cerraba el consultorio, y después se les sumaba el médico. Darme cuenta de que para él hacer una aborto era como cortar cabezas de pollos todos los días en una fábrica debía ponerme tranquila, al fin y al cabo, ya que eso demostraba seguridad profesional. Pero, por el contrario, mis nervios iban en aumento a cada minuto.

-Te aseguro que ese puesto es tuyo -dice una de las voces. Consuelo está tensa, con la cabeza tirada hacia atrás como si se fuera a curar una muela, y con las piernas abiertas y un poco levantadas. Siente su sexo desnudo y seco debajo de una sábana blanca, esperando que vuelva el médico que acaba de salir.

-No vendas la piel del oso antes de cazarlo -dice otra voz, probablemente la voz del médico-. Si se van Estos se te acaba el negocio.

-Estos y Aquellos, ¿cuál es la diferencia? ¿O te pensás que fueron Estos los que me pusieron Aquí? Me extraña, Miguelito -dice el primero y se ríe. Parece que se interrumpe al beber su café, pero continúa enseguida- ¡mmh! -como si tuviera algo importante que decir y no quisiera ser interrumpido-: No tiene nada de absurdo. En el Ministerio no existe ningún cargo como el de Director de Higiene y Prevención. ¿Quién me va a decir que no podemos crearlo? No existe, pues bien, entonces lo creamos, que para eso estamos, ¿no? Y tú, mi querido Miguelito, serías el hombre indicado.

-No lo sé. Lo que tengo ahora en el Hospital de Clínicas no está mal.

Consuelo cree escuchar que hablan del Hospital de Clínicas y le viene a la mente el doctor Arzuaga, con su cara de treinta años y su hermosa túnica blanca, con sus dedos fríos hundiéndose en su barriga y después en el vientre, para decirle después que no tenía nada, que estaba muy sanita con sus nunca vi tan hermosos ojos azules. Ella tenía vergüenza de su cuerpito y todavía no sabía que en verdad era muy bonita, que aquello que le estaba diciendo el doctor Arzuaga era mucho más importante de lo que ella se imaginaba, porque, como decía su madre que se había fijado en la alianza del doctor, en una mujer es más importante la belleza que la inteligencia, y no pongas esa cara, porque aunque suene feo te lo tengo que decir, para que entiendas cómo es la vida, que conozco más que vos, y para que no tengas que sufrir inútilmente.

-Claro que no, pues claro que no -insiste la primera voz-. Pero con este cambio saldrías ganando tú y el Doctor Abdala Sánchez, con el cual también tenemos una deuda importante. ¿O te olvidás que fue él el que nos hizo ganar la licitación para el Plan de Saneamiento Urbano, cuando ni siquiera había Plan y la Constructora de Caruzzo estaba en la quiebra?

-Y ni siquiera hay saneamiento, por lo menos hasta la fecha.

-Bueno, bueno. Ya lo haremos. Por lo menos la Etapa I. Pero eso no viene al caso. Yo te estoy ofreciendo un puesto muy superior al que ya tenés. ¿Cuánto estás ganando ahora, Miguelito?

-Tengo una paciente en el consultorio -se queja el médico, con ese pudor que le afecta a la gente cuando alguien le pregunta por sus ingresos y no sabe si contestar de más o de menos.

-Bueno, bueno, doctor. ¿Qué es eso de una paciente un día feriado? ¿Seguro que es una paciente?

-Es una paciente...

-Digamos, «otra» de tus pacientes, ¿no?

-En el Clínicas gano tres mil, incluyendo beneficios, que son muy variables.

-Sí, «Beneficios Sociales». No me expliqués más, Miguelito. No te olvides que el contacto fue el Coronel Garmendia, pero fui yo el que te metió allí. Y para que veas cómo somos los del Partido de Gobierno, siempre dispuestos a ayudar a los amigos en momentos tan difíciles en que estamos sin actividad pública, ahora te estoy ofreciendo el doble...

-¿El doble?

-Sí, el doble. Seis mil dólares mensuales, sin contar los Beneficios Sociales, que nunca se sabe a cuánto pueden ascender. Y no te olvides que hay otra gente que está dispuesta a poner alguna colaboración a cambio de ese puesto, solo que no es gente de confianza, digamos, como tú.

-¿Y si vuelven los políticos?

Se escucha una carcajada y enseguida la voz del médico. Consuelo no puede escuchar con claridad. Le parece que alguien se ríe y dice «nosotros seremos los políticos», frase incomprensible de cualquier forma. Y a ella no le importa; los nervios la consumen al tiempo que siente al Anticristo moviéndose dentro de ella, cada vez más vivo e inquieto. Pero resiste, resiste un poquito más que ya vuelve el doctor.

-Estos y Aquellos, ¿cuál es la diferencia, Miguelito? Ellos y Nosotros... Un país solo puede ser gobernado por aquellos que saben cómo se gobierna. Si no, afuera, querido. Hace mucho que dejé la cátedra de Historia en la facultad de Derecho, pero si querés te cuento algunas anécdotas jugosas de Épocas pretéritas, de cómo se acunó el Uruguay Moderno y el Gobierno de Bienestar de don Pepe Batlle, del padre, del hijo y del espíritu del nieto, que tampoco se va a morir sin ser presidente.

Eso fue el 18 de julio, porque era feriado y el doctor prefería hacer horas extras en días que no interfiriesen con sus ocupaciones legales. Afuera sonaban las bandas militares, que era lo único que se oía después que la visita del médico terminó su café y se despidieron con un ruidoso abrazo. De vez en cuando algún que otro cañonazo y el Himno Nacional en los altavoces, con aquella grabación de barítono, mezcla de opera italiana y fanfarria militar. Sabía que a pocas cuadras de allí estarían mis llamados compañeros de liceo, desfilando con sus uniformes planchados la noche anterior, con sus corbatas en vela de Quijote, colgadas sobre el respaldo de una silla a la espera de ese gran momento. Todos desfilando duritos con el profesor de Moral y comentando (luego de la natural emoción de caminar detrás de la bandera y ante tanto público y tanta gente importante) que la alumna número veintiuno había hecho caso omiso al llamado de la Patria. Y como premio al cumplimiento de su deber, cada 19 de junio los alumnos tenían el derecho de amontonarse en grupos de a cien en el patio del liceo para escuchar al Señor Director, cargo que por entonces servía para sustituir a alguien que luego tenía que elegir entre uno de los dos posibles ascensos: dictar cátedra en alguna universidad del extranjero o retirarse a reflexionar sobre la existencia humana en la cárcel de Libertad, en San José.

-¿Jurad honrad, amar y respetar esta bandera, y defenderla con vuestra vida propia?

A lo que el Futuro de la Patria debía contestar, según instrucciones del profesor de Moral, «SÍ JURO», bien fuerte, porque de lo contrario no se le expedía el famoso Certificado que acreditaba que el susodicho había jurado defender el Símbolo Patrio con su propia vida, impidiéndole de esa forma iniciar en el futuro cualquier trámite burocrático, como por ejemplo sacar pasaporte y abrir una cuenta en un banco de Suiza para invertir, en beneficio de la Patria, el dinero recibido por sucesivas donaciones públicas y privadas, ni ocupar ningún cargo público, como el de Director de Casinos del Estado o el de Director de Higiene y Prevención.

-Atención, señoras y señores. A continuación, por cadena de radio y televisión, el Jefe General de las Fuerzas Conjuntas, General Inocencio Suárez, leerá un mensaje dirigido a la Ciudadanía.

La cadena de radio y televisión ha sido conectada a los altavoces en la Plaza Independencia, momento y lugar en que el público y las Fuerzas Conjuntas detienen su inapelable marcha para escuchar respetuosos. Huguito sostiene el Pabellón Nacional. Es el abanderado, pero aún conserva su modestia; agacha la cabeza, como se debe, imaginando que alguna autoridad lo está mirando desde el palco oficial. En algún momento mira con discreción y descubre a una señora joven y bien vestida que, pegada a un oficial, lo estaba observando, tal vez con ternura. Al lado suyo, también erguido y silencioso, está su compañero, sosteniendo la segunda bandera, la bandera de Artigas. Y del otro lado, Fabricio, con la de los Treinta y Tres Orientales. Fabricio resiste debajo de un sol que comienza a calentar hasta arrancarle unas gotas de sudor de la frente, inmóvil, con su uniforme planchado y los zapatos brillantes de pomada negra. Apoya el mástil en la calle y la bandera se sacude un poco, rozándole la cara. Por un momento, el aire y la sombra inestable que le arroja el Pabellón Nacional lo alivian. Entonces se imagina que toda esa multitud se ha reunido para recibir a los Campeones del Mundo. Y mientras la voz militar del presidente suena en los altavoces, se recrea imaginándose en el balcón de la Casa de Gobierno, saludando a la multitud que luego estallará en un solo grito: Dale Campeón, dale Campeón, dale Campeón-da-le-Cam-peón.

-...cuando salvamos la Patria (...vamos la patria). Pero hoy la Patria y el mundo continúan bajo amenaza. El enemigo de la Libertad no ha muerto y trabaja (...baja) en las sombras, tramando (...amando) el terror y la violencia que no desean nuestros pueblos. Y es por eso que hoy, ante un nuevo aniversario de la Jura de la Constitución, renovamos (...vamos) nuestros votos y juramos defenderla con nuestras vidas (...idas), así sea lo último que hagamos para legar a nuestros hijos un mundo de Paz y Libertad, para regocijo de nuestra memoria (...moría memoría).

Me di cuenta otra vez que algo malo había hecho, cuando el doctor me puso una cucharita fría y con dos o tres movimientos me lo sacó. Un monstruo no ofrece tan poca resistencia: aquello tenía que ser un ser humano, entonces. Yo había matado a un ser humano (como dicen los médicos que es un feto antes de nacer), más precisamente, había matado a mi hijo. Y aunque me reprochaba que nunca nada me venía bien, no podía otra cosa que sentir un enorme vacío, allí donde antes había estado el demonio.

Permanece un rato más, tirada en la camilla, sin fuerzas y sin ganas de levantarse, repitiendo sin poder evitarlo una palabra que debió haberla leído en algún cuadro del consultorio: cianocobalamina. El médico había actuado con precisión. Hizo un buen trabajo, como un buen mecánico repara un Mercedes Benz (piensa Consuelo, ahora con los ojos llenos de lágrimas). Volvía a sentir la insignificancia de ser Consuelo antes de la primera menstruación, antes de que su madre le dijera que los hombres perderían la cabeza por ella, antes de que los autos encerados se detuvieran en bulevar Artigas y 18 para dejarla cruzar con la roja. ¡Y enseguida se imaginó siendo atropellada por un auto negro, escuchando moribunda que alguien grita esta tarada que se me cruzó con la roja! Cianocobalamina.

-¿Te sentís bien? -la pregunta inevitable del Tito, cuando salí de la salita.

-No sé...

-¿No era lo que querías?

-No sé si me siento bien o me siento horrible...

-Te vas a sentir bien.

-Por favor, basta. No me siento bien.

-Bueno, no te pongas nerviosa. Y no me contestes así. Al fin y al cabo me saliste bastante carita.

-¡Y cómo querés que esté!

-¡Bueno, tá! -terminó por decirme, agarrándome de un brazo-. Terminá de vestirte y vamos a tomar aire fresco.

Subimos hasta la plaza donde todavía no habían terminado los actos conmemorativos.

-Compatriotas

-Compatriotas... Compatriotas...

-Estamos reunidos hoy...

-...reunidos hoy ...reunidos hoy...

-Para recordar (...recordar) un nuevo aniversario de la Jura de la Constitución.

-...Constitución ...titución.

-Por favor, no quiero estar aquí.

-Yo sí quiero -decía él, mirando con entusiasmo-. Quiero ver un poco la mierda que hacen estos milicos.

Consuelo siente que está al límite de sus fuerzas y se marea. Los parlantes la aturden y el aire no puede entrar en sus pulmones. Cianocobalamina. Un hombre de camisa a cuadros que está delante suyo come garrapiñada mientras levanta el mentón para ver mejor. Descarga el resto de los maníes dulces en la mano y arroja el envase en la calle. El viento arrastra un poco la bolsita de celofán hasta los pies de Consuelo, en el momento en que los parlantes dicen «... muchas gracias -chas gracias» y el público aplaude con tanta fuerza que a Consuelo le parece que el suelo se mueve debajo del papel de celofán.

-A continuación

-...continuación

-escucharemos las palabras del Señor presidente de la República,

-...pública,

-Doctor (tor... doctor) Aparicio Méndez.

Está a punto de desplomarse hacia adelante cuando el Tito la sostiene. La saca de la multitud y le hace señales a un taxista que espera estacionado por Juncal.

Suben y el Tito le acaricia la cara, que está pálida pero exquisitamente suave.

-¿Rondeau y qué, me dijo? -Consuelo escucha la pregunta del taxista. El aire que entra por la ventanilla la alivia. Del espejo retrovisor cuelga un payasito diminuto que se mueve como si se burlara de los movimientos bruscos del auto.

-Rondeau y General Pacheo -dice el Tito.

-¿Cómo? -pregunta Consuelo, saliendo de la confusión-. ¿Cómo? No, no, a la calle Piedras...

-¿Piedras? -el taxista aminora la marcha- ¿Vamos por Rondeau o por Piedras? Ya pasamos calle Piedras.

-¡Quiero irme a casa! -se queja Consuelo.

-¿Cómo vas a ir a tu casa en ese estado? -le dice el Tito, apretándole la mano y tratando de bajar el tono-. Vamos un momento a casa y después...

-No quiero...

El taxista detiene el auto y, dándose vuelta, pregunta molesto:

-En fin, ¿a dónde vamos?

-A Rondeau y General Pacheco -dice el Tito, sintiendo los ojos del taxista clavados en los suyos.

-¡No! -dice ahora Consuelo, casi rogando y arrinconándose contra la puerta-. Quiero ir a mi casa.

-Hágame el favor usted -insiste el Tito, dirigiéndose al taxista que no deja de mirar para atrás, con desconfianza-. El que tiene la plata para pagarte soy yo, ¿entendés?

-Claro que entiendo -dice el taxista-. Estás tratando de levantarte esa chica que podría ser tu hija.

-¡Pero, y bo qué te metés!

-Tengo años arriba del taxi, ¿o te pensás que vengo del monte?

-Vamos -le dice el Tito a Consuelo, abriendo la puerta y tratando de arrastrarla de un brazo.

Pero el taxista se baja antes y, anteponiendo su enorme barriga a la cara de el Tito, dice:

-Te bajás de este taxi y te parto la jeta.

El payasito deja de balancearse y Consuelo alcanza a leer el cartelito que lleva entre las manos: TE QUIERO. Ahora su sonrisa es seria.

-¿Y a vos quién te dio vela en este entierro?

-¡Adentro!

-¿Pero y vos qué te metés?

-¡Dejame salir, te digo!

-¡Adentro, dije! -vuelve a decir el taxista, empujándolo de la cabeza hacia abajo-. Te parto la jeta y después te denuncio.

El Tito siente la fuerza de aquella mano que no debía ser más grande que la suya, y no vuelve a abrir la puerta. Tartamudea, hace que se enoja, pero no se le alcanza a entender nada. Entonces el taxista vuelve a subir a su asiento.

-Ahora vamos a la dirección que dice la chica -ordena el taxista, con voz de fumador-. Y por supuesto que me vas a pagar vos.

-Buen día, señoras y Señores. Las siete de la mañana en toda la República. Estamos comenzando el boletín noticioso de Buenos Días Libertad. Y tenemos que hacerlo con una lamentable noticia. En las costas de Rocha, ayer murió ahogado un pescador de nombre Carlos Guzmán Rodríguez Porto... -lee Larrea y se detiene un instante, aún no del todo despierto y sin decidirse a tomar el café que humea debajo del micrófono-, cuando intentaba hacerse al mar por la mañana en condiciones climáticas adversas. El cuerpo del infortunado pescador fue recogido por Prefectura, a instancias de Meteorología, que informó de presuntas irregularidades en los vientos, los que a la postre resultaron en un cambio brusco de temperatura seguido de tormentas eléctricas. En otro orden de cosas... -finalmente se anima a beber un sorbo de café- informamos que en la Escuela General Rivera se concluyeron los Festejos Celebratorios haciendo entrega de una Medalla de Honor al alumno HP, quien encontró, camino a dicho centro de estudios, un billete de mil pesos y decidió entregarlo enseguida a su educadora la que, con emoción suya (según comentó más tarde) y con la sorpresa de sus compañeros, lo elevó al ámbito de la dirección la que, a su vez, comunicó y entregó el dinero a la Seccional Más Próxima -según El Día, en su edición del 19 de julio-. En premio a este gesto de honradez, la Dirección General de Instrucción Cívica (DGIC) y el consejo en pleno de Educación Primaria, resolvieron, por unanimidad, la entrega de la mencionada distinción, que terminó por consolar y hasta llegó a poner orgullosos a los padres del niño, que estuvieron de acuerdo en que es preferible continuar con el servicio eléctrico interrumpido a cancelar la deuda con el Estado con un dinero mal habido y, en su lugar, recibir semejante Distinción que ahora exhiben con orgullo delante de todos sus vecinos de La Aguada, hecho que, sin dudas, ni ellos ni su hijo olvidarán jamás.

Pero Abayubá, el hermano mayor, que nunca estaba de acuerdo con nada, según palabras de su padre, se negó a concurrir al Acto Patriótico, aduciendo que el billete de mil pesos solo podía pertenecer a un señor que poseía billetes de mil pesos y que, por lo tanto, aquella Farsa Oficial no era más que otro acto de la clase dirigente, destinada a moralizar las clases trabajadoras, en beneficio y tranquilidad de los primeros. Hecho y reflexiones incomprensibles que repudiaron sus propios padres, tachándolo de mal hijo y de peor hermano, egoísta y rebelde, como Caín. De cualquier forma, el Premio a la Honradez colgó por mucho tiempo en una pared del cuarto de los hermanos, arriba de la cama de Huguito y enfrente a la ventana, (de forma que su dueño podía verla cada amanecer) significando el recuerdo permanente de la primera separación, tierna e irreversible, de los dos hermanos.

-¿No te parece que fuiste muy duro con tu hermano? -le preguntó más tarde Consuelo, sentados una mañana fría y soleada sobre un murete de la plaza de deportes.

-Sí -contestó Abayubá, triste, fatalmente triste pero sin arrepentimiento-. Hoy no sé qué hubiera hecho. Tal vez lo mismo...

Porque hay gestos morales en la infancia -Pensó alguna vez Jacobsen- que nos conmueven porque los suponemos propios de esa pretendida naturaleza, pura e inocente, destinada a perderse con los años, cuando en realidad no son más que el reflejo de toda la chatarra que nosotros mismos vamos amontonando alrededor de hijos y educandos. Entonces premiamos nuestro propio logro, no la naturaleza pura e inocente, que suele tener más de egoísmo y de pragmatismo empresarial que de renuncia moral.

Por un tiempo me las arreglé para esconderme del Tito, que andaba desesperado por cobrar mi promesa. Cuando se dio cuenta de que le estaba sacando el cuerpo y que no podía encontrarme en la calle, terminó yendo a mi casa y se las agarró con mi madre, a la que solo alcancé a oír varias veces que le decía «basura, basura». Andaba hecho una fiera y yo casi no salía de casa, de miedo a encontrármelo. Pero era inevitable: tenía que ir al liceo algún día. Y cuando pensé que había desistido finalmente, me lo encontré en una esquina de Bartolomé Mitre. Me agarró de un brazo y me dijo adónde iba tan apuradita.

-¿Así que me querías tomar el pelo, eh?

-¡Soltame! -le dice Consuelo, sintiendo que aquella mano era como una tenaza hidráulica en su brazo.

-¿Sabés cuánto me costó el doctor, eh? ¿Sabés o no sabés? Me costó una fortuna, hija de puta. Con la mitad de ese dinero me hubiera cogido diez minitas como vos. Pero al Tito no le toman el pelo así nomás. ¿Sabés? ¿Sabés lo que voy a hacer, no?

-Por favor, soltame...

-¿Ah, no sabé lo que voy a hacer?

-¡Policía! Polic...

-Te voy a hacer otro cuajito, para que no seas tan malagradecida. Un día de estos, cuando menos te imagines, te cojo como a vos te gusta y te quedás preñada otra vez.

-¡Soltame, te digo!

-Dale, hacete la difícil. ¿Te pensás que me lo voy a creer de nuevo? A la minas como vos no se les puede creer ni medio. Estoy seguro que ahora debés estar toda mojadita aquí abajo, y con todo te seguís haciendo la difícil...

El Tito está a dos centímetros de su cara. El aliento a cerveza le baja espeso, como si se hubiese vuelto más ácido al recorrer sus pulmones llenos de nicotina. Sin mucho esfuerzo, logra chuparle la oreja y un mechón de pelos, hasta que alguien lo agarra de la camisa y, sin decir palabra, le aplasta el puño sobre la cara. El desconocido se pone en posición de boxeador que espera el ataque de su adversario, pero el Tito se acobarda y no se levanta. De su nariz sale un hilo de sangre aguada. Consuelo mira la sangre y la palabra «cuajito» le cruza un instante por la cabeza.

-Bueno, besame a mí ahora -le dice el otro, un moreno que a Consuelo le parece recién salido de una obra en construcción, porque tiene la ropa toda sucia de cal y las manos curtidas por el trabajo-. Dale, papito, vamos a ver si sos tan guapo conmigo.

-Esperá loco, ¿vos qué te metés...?- dice el Tito, con voz suplicante-. Esto no es asunto tuyo.

-Me meto de atrevido que soy, ¿viste? Y como tengo ganas de pelear te voy a reventar esa naricita que tenés... No me gustan los hombres con naricita de paloma.

Otro grupito de hombres se acerca, atraídos por la pelea. Entonces Consuelo advierte que una cuadra más arriba hay una obra en construcción, y no sabe si los obreros se sumarán al agresor o simplemente los atrae el espectáculo. Entonces, aterrada, baja corriendo por Mitre y dobla por Cerrito. Cuando está lo suficientemente lejos de la escena, todavía asustada y sudando en el pecho, piensa que tal vez los otros obreros en ese momento estarían defendiendo a la víctima. Y recuerda (o cree recordar) que el moreno de las manos curtidas le resultaba en cierta forma familiar, o que tal vez lo había visto antes en alguna parte. «Es un cliente de mamá», se dice. Entonces se sienta en el umbral de una casa y se pone a llorar.

Al poco tiempo nos mudamos para el Cordón. Mamá alquiló dos piezas en el cuarto piso de un hotel viejo, casi pensión, haciendo cruz con la plaza de los bomberos, en 18 y Minas. Era una buena oportunidad para que el Tito me perdiera el rastro y mejor aún para inventar una vida nueva. Me teñí el pelo de negro bien negro, en un intento inútil por dejar de ser rubia y visible a la distancia. Digo inútil, porque todavía me quedaban los ojos azules y la piel blanca, tal vez más blanca que antes. A Mabel no le gustó nada, se veía, pero no dijo mucho y a mí eso me pareció como el reconocimiento de mi independencia y de su ya menguada autoridad, que nunca fue mucha. Incluso me pasó el dato de que en un supermercado pedían cajeras y yo me presenté al otro día. Fui por disciplina, porque estaba segura de que no podían elegirme a mí, que era la hija de una prostituta, en el mejor de los casos la hija de una limpiadora que nunca había visto un billete grande y ahora pretendía manejar miles de ese tipo. Cuando me tocó el turno de entrar para hablar con el gerente, se me cortó la respiración y el corazón comenzó a golpearme debajo de la garganta. Hice lo que pude por disimular aquello, pero el veterano se dio cuenta enseguida y me dijo que me relajara, amabilidad que me hizo un pobre favor. Fui un desastre respondiendo a las preguntas y a la mirada filosa de ese tipo: en qué había trabajado antes, con quién vivía, por qué quería trabajar en Híper-Súper-Macro, a lo que yo iba respondiendo con la verdad más deshonesta, evitando detalles que le dieran una imagen de mi vida que yo despreciaba. Había una cola de cien candidatas y me eligieron a mí. Me sentía tan feliz de haber ganado, que no me importaba que mamá tuviera razón cuando me decía que me presentara de minifalda, con el argumento de que las minifaldas estaban de moda. Después el manager me dio un uniforme más corto que la minifalda que llevaba y me dijo que debía ponérmelo siempre, incluso en invierno, y que me pintara los labios de rojo para que hiciera juego, igual que las otras chicas más veteranas. El sueldo de la ganadora apenas daba para pagar los boletos del ómnibus y el surtido de una semana, pero me servía para distraerme, para sentirme importante manejando tanto dinero, apretando las teclas con rapidez para demostrarle a la gente que sabía lo que hacía, contando con aparente desgano los billetes más grandes que se iban acumulando en el fondo de la caja, para que la gente que esperaba el cambio pensara que no me impresionaba aquello, en lo más mínimo. Mientras, mamá trabajaba de día limpiando en casa ajena y de noche desaparecía. Yo no quería saber más nada de sus ingresos especiales, pero igual me daba cuenta de que estaba trabajando en la calle. Después, el dinero comenzó a rendir cada vez menos. El alquiler subió al mes de instalarnos allí, llegó el invierno, los clientes de Constituyente comenzaron a escasear y los vecinos del edificio dejaron de saludarnos cuando nos cruzábamos en el pasillo, camino al baño. Yo pensaba que alguno de ellos la había descubierto esperando clientes en la calle, o había pagado sus servicios antes de pasar el dato, porque el edificio estaba lleno de hombres y mujeres solas, viudas, divorciados y estudiantes de pecho y de derecho, gente que se odiaba y se deseaba en secreto, entre las paredes laboratorio del baño, masturbándose como yo lo hacía cuando perdía la cabeza y pensaba que el tipo más asqueroso del edificio lograría un día conquistarme por un momento, el tiempo suficiente para que en un orgasmo solitario yo le dijera que era divino, que me encantaba esa porquería que me estaba haciendo. Y cuando terminaba de hacerlo, me sentía el ser más despreciable de esta tierra, algo mucho peor que mi madre, porque ella lo hacía por dinero, por necesidad, y no por un deseo incontrolable. Y era un peligro compartir el baño con una mujer que quién sabe qué peste lleva adentro, vecina, como si compartir el baño con una prostituta fuera más contagioso que acostarse directamente con ella. Por el contrario, en ese tiempo mamá se había vuelto una maniática del hipoclorito, y esto también debió llamar la atención de los otros vecinos del edificio, cuando entraban al baño y los abrazaba ese olor penetrante, o cuando no podían entrar porque adentro estaba la misma loca de siempre (como los escuché decir una vez, con el oído pegado a la puerta que daba al pasillo), fregando y fregando con su botella de Lavandina, repasando otra vez los aparatos y los pisos, quemándose las manos con ese maldito veneno. Pero no nos echaban porque mamá tenía muy buenas relaciones con la administradora del hotel, un vieja charlatana que decía que yo era como una hija para ella; y yo nunca la había visto antes. Yo, literalmente, odiaba todas esas viejas y viejos desahuciados, ocupados todo el día en esperar la hora del almuerzo en sus cuartos o en el recibidor, delante del viejo ascensor, y después la merienda del café con leche y pan arriba, matizando el día, para que no sea exactamente igual al anterior, con algún nuevo chisme sobre la loca de la Lavandina. Y la hija, con esa pollerita hasta aquí, ¿vio? Y qué quiere, doña Sofía, de tal palo tal astilla. Hijo de tigre rayado sale, dirá usted. Todas estas frases célebres las escuchaba yo en el momento exacto, porque era invariable que cuando bajaban la voz del cuchicheo era para emitir algún juicio y respectivo comentario sobre la vida privada de alguno de los inquilinos, y no lo digo por hablar mal de la gente, doña, pero hay cosas que no se comprenden. Claro que cada uno es libre de vivir como se le cante, pero la libertad de una comienza cuando termina la libertad del otro, le gustaba decir a doña María Elisa, y yo me representaba la frase favorita del profesor de Moral, invertida en sus factores sin alterar el producto. Entonces yo dejaba en la cama mi recién descubierto Zoroastro y me iba a la puerta que daba al pasillo para pegarle la oreja. Recuerdo que un fin de semana tuve la alegría de que se incendiara el restaurante que estaba abajo. Yo estaba sola en mi cuarto y cuando vi el humo por el balcón recién me di cuenta de que abajo estaba lleno de gente y los bomberos comenzaban a subir las escaleras para desalojar el edificio. Salí al pasillo, puse llave en la puerta y bajé como si fuera al mercado. Aquello era como un espectáculo del cielo: viejas y viejos interrumpidos en su merienda y amontonados contra la puerta del ascensor, mientras un bombero les gritaba que desalojaran por las escaleras para no quedar atrapados en la jaula. Pero el viejerío no se animaba a tirarse por el hueco de la escalera, que aún conservaba la majestuosidad de un pasado marmolado y ornamentado, pero que ahora parecía un túnel ahumado al infierno.

Y, por si fuera poco (o a causa de todo eso), comenzamos a discutir entre nosotras, por tonterías, hasta que ella me dijo que no podía más con mi vida y me mandó a vivir con un tío mío que yo no veía desde niña.



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