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ArribaAbajo- VII -

La trampa



I

De allí se fue por San Miguel a su casa de la calle del Locum, y hasta muy avanzada la noche estuvo escribiendo en pliegos de marquilla; y no debía de serle fácil la tarea, pues a cada instante tachaba, y vuelta a escribir entre renglones. Por fin, después de romper muchas hojas y emborronarlas de nuevo, pareció satisfecho de su obra, y se levantó tronzado de tan larga inmovilidad del cuerpo; estiró los brazos, y se puso a dar paseos por la habitación, a prisita, frotándose las manos que se le habían quedado yertas. Cualquiera que le viese habría comprendido que aquel corre-corre por el cuarto, aquel brillar de los ojos, y el murmurar de los labios, señales eran de que el hombre había dado resolución a un problema trascendente, o encontrado el quid de gravísima dificultad. En vela estuvo hasta muy cerca del día, y cuando se fue a la cama cayó como en un pozo. Las ocho serían cuando entró Teresa a despertarle, cosa desusada, y hubo de darle dos o tres empujones para hacerle abrir los ojos.

-¿Qué hay, qué ocurre? -murmuró el madrileño alarmadísimo-. ¿Qué hora es?

-Las ocho. Te despierto porque ahí tienes visita, don Francisco Mancebo, que quiere hablarte con muchísima urgencia.   —288→   ¡Vaya unas horas de traer recados! Pero dice que es cosa grave, y que no hay más remedio sino que te tiene que hablar. En la sala baja está esperándote.

-Voy al momento -dijo Guerra echándose de la cama, pues aquella visita de Mancebo tan a deshora le daba mala espina. ¿Qué sería? Vistiose a escape, y bajó.

El clérigo no se entretuvo en saludos, y desde que le vio entrar le embocó sin preparativo alguno las siguientes palabras:

-Grandes novedades, Sr. D. Ángel, novedades estupendas. Sepa usted que no la admiten.

-¡Que no la admiten!

-Lo que usted oye. Yo no he vuelto aún de mi asombro. Ayer acordó la Congregación no dar el hábito a Lorenza, porque hay ciertas dudas acerca de... En resumen, que la echan, que no la quieren...

-¡Qué me dice, hombre! Si no puede ser...

-¿Va usted a salir? Yo tengo que volverme a la Catedral. Véngase y parlaremos por el camino. Tengo que decirle cosas graves, y me temo que las paredes oigan...

Ángel subió por su capa, y al punto salieron los dos.

-Pues por las trazas, amigo mío -díjole Mancebo en cuanto llegaron a la calle- en ello anda el dientecillo venenoso de la calumnia. Figúrese usted qué cuentos les habrán llevado a las hermanas, para inducirlas a resolución tan triste y ruidosa. Yo me lo temía, crea usted que me lo temía, porque francamente...

-Explíquese usted.

-A lo que iba, Sr. D. Ángel: alguno, o algunos   —289→   han armado un sinfín de catálogos que la niña no es trigo limpio; que en Madrid tuvo amores con su amo, y tal y qué sé yo... que en Toledo, mientras vivió en mi casa, usted y ella no hacían vida de santos; que durante el noviciado las visitas menudeaban de un modo sospechoso, y que han mediado cartas como de novios, y telégrafos y garatusas; y por fin, que cuando la niña salía para acompañar a las que van a casa de los enfermos, se veía con usted en la calle, y... ¡zapa! qué sé yo.

-¡Qué infamia! -exclamó Ángel echando lumbre por los ojos-. ¿Pero usted no se indigna? Le veo a usted tan tranquilo, que no sé qué pensar.

-Hombre, francamente...  (Con perfecta calma.)  yo me indigno. ¿No ve usted lo indignado que estoy? Pero soy viejo y ya tengo la sangre muy fría. La quiero recalentar, y ella, la muy condenada siempre como hielo.

-¿Y qué sucederá ahora?  (Con la mayor confusión.) 

-Pues ahora  (No pudiendo enfrenar la risilla que en sus labios retozaba.)  me parece que quedará curada para siempre de sus aspiraciones a la sublimidad. Si en el Socorro no la admiten, ¿a dónde va con su santo cuerpo? No tiene más remedio que volver a casa de su tío, el cual la recibirá con repique de campanas, como a una hija pródiga... al revés, y... y..., y... Tres veces intentó completar la idea, y no se atrevió, dejándola para mejor ocasión.

-No, no; esto no puede quedar así. Hay que deshacer esa torpe trama, confundir a los calumniadores probar a esas hermanitas que son unas tontas y que no merecen el sagrado hábito que visten.

  —290→  

-¿Y quién es el guapo, quién es el Quijote que se mete a deshacer un entuerto como éste?

-Yo, yo, yo lo deshago, ¡vive Dios!  (Con arranque generoso.)  aunque tenga que habérmelas con todo Toledo. ¡Pues no faltaba más! ¿Hemos de permitir que triunfe la mentira, que la inocencia sucumba sin defensa, que cuatro necios o cuatro tunantes pongan tacha a la reputación de una persona que vale más que todas las Hermanitas de todos los Socorros del mundo y que todas las monjas y frailes de todas las Religiones.

-Pues yo, qué quiere usted que le diga...  (Encogiendo los hombros hasta aproximarlos a las orejas.)  Yo no me metería en libros de caballerías... Claro, desmentirlo sí; decir que la chica y el Sol allá se van en brillo y pureza, eso sí... pero llevar las cosas por la tremenda y empeñarnos en que todo el mundo confiese, las hermanas inclusive, que no hay hermosura como la de doña Leré del Toboso... Por cierto que toda la noche me la he pasado cavilando en quién podrá ser, o quiénes, mejor dicho, los que han armado este tremendísimo catafalco de embustes. Y no desconocerá usted que lo combinaron con cierto arte, sacando partido de los hechos más inocentes. ¡Ah! se me olvidaba lo más salado... No hay tragedia sin su motita de sainete. Dijeron también que en la época última, usted y mi sobrina se comunicaban por medio de un tercero. ¿Y quién creerá usted que es ese tercero, ese correveidile que porteaba los recadillos, los avisos de citas, et reliqua?... Pues no era otro que el angélico D. Tomé.

-¡Estupidez! Algunas veces fui al Socorro con el   —291→   capellán de San Juan de la Penitencia; pero jamás me llevó recados, ni yo necesitaba de tal mensajero.  (Indignándose.)  Y no comprendo en verdad, Sr. de Mancebo, cómo se ríe usted de tales infamias.

-Es que me hacen gracia... por la monstruosidad de la calumnia.

-Pues a mí no me hacen ninguna gracia, ni veo fundamento para que usted tome estas cosas a broma.

-¡Pobrecito D. Tomé, paloma torcaz, qué lejos está del papel que le cuelgan...!

-Le juro a usted  (Con exaltación, apretando los puños.)  que si cojo al inventor de esta grosera y villana burla, no le quedarán ganas de repetirla.

-Yo me doy a pensar; voy pasando revista a los sospechosos y... Dígame usted:  (Parándose.)  ¿habrá salido esta culebra de la tertulia de D. José Suárez?

-Qué sé yo...  (Cabizbajo.)  Podrán mi tío y su mujer hablar con ligereza, bromear con la reputación de una persona; pero se me hace muy cuesta arriba creer que sean capaces de una calumnia calculada como ésta, y de llevar chismes de tal naturaleza a la Superiora.

-Ta... ta...  (Batiendo un rápido movimiento, como si atrapara moscas en el aire.)  Le cogí; creo que cogí al criminal... ¡Qué idea! A ver qué le parece.  (Acorralándole en el hueco de la puerta del Locum.)  ¿Habrá sido Juanito Casado, el clérigo de Cabañas? No sabrá usted que es primo hermano de la Madre del Socorro.

-No lo sabía, ni conozco a ese curita más que de vista. Yo le juro que si adquiero el convencimiento de que es él, no le valdrá su cara fea, y yo se la volveré bonita.

  —292→  

-Esto ha sido una suposición -dijo Mancebo, llevándose a su amigo por la puerta del Locum, que conduce a las cámaras bajas de la Catedral, donde está la oficina de Obra y Fábrica-. Ni yo quiero tampoco echarle ese borrón a Juanito, a quien tengo por persona formal y decente. Es que se pone uno a buscar y revolver por todos lados, y la maldita suspicacia humana que llevamos en el magín va marcando como la manecilla de un reloj. ¡Ah! otra idea. ¿Vendría el aire de esa familia endemoniada?... ¿cómo le llaman, Señor? El inspector del Timbre, padre de una tanda de ladrones.

-No sé, no sé...  (Con gran confusión.)  Yo he de poder poco, o he de saberlo, y el calumniador, quien quiera que sea, me la pagará. ¡Vaya si me la pagará!

Llegaron a la oficina de Obra y Fábrica, donde no había nadie, ni nada que hacer, y Mancebo, después de hojear varios papelotes que tenía sobre su pupitre, se puso a picar una colilla. Ángel se paseaba desde la mesa del canónigo obrero a la de D. Francisco. De repente saltó con la determinación de ir al Socorro a hablar con la Superiora.

-No le recibirán a usted. Tienen sus horas, y...

-Pediré una entrevista con Lorenza.

-No se la concederán.

Guerra había cogido de la mesa del canónigo obrero una regla de rayar papel, y la esgrimía como batuta. De repente dio con ella tan fuerte golpe sobre la mesa, que la partió en dos pedazos, y uno de ellos fue a dar a la pared de enfrente.

-Calma, amigo D. Ángel, y no nos destroce el material, que no está la Fábrica tan sobrada de fondos.

  —293→  

Sin contestarle nada, Guerra se embozó en su capa, y se fue, subiendo por la escalera que sale al atrio de la Sala Capitular. Tan preocupado estaba que atravesó el templo como si pasara por un almacén. Ni las campanillas de las misas le sacaron de su abstracción, ni las caras conocidas que vio, ni el recogimiento y santidad del sitio. Como un rehilete salió por el claustro, tomando luego la dirección de la Trinidad y Santo Tomé para ir al Socorro, a donde llegó en un cuarto de hora. Díjole la portera que no se podía ver a la Superiora hasta la tarde, ni a ninguna de las hermanas.

Aburrido tornó hacia la Catedral, renegando de la Congregación que cerraba sus puertas a protectores de tal calidad, y cerca ya del Salvador se encontró a una pareja de hermanas, Sor Natividad y Sor Expectación, la negra de alabastro. Ambas eran conocidas suyas. Alegrose mucho del encuentro y las acometió con una granizada de preguntas, a las que hubieron de contestar con todo el comedimiento propio del hábito que vestían. No estaban enteradas de nada. Sólo sabían que Sor Lorenza había estado asistiendo en la misma casa a una novicia, enferma de cáncer, y que desde el día siguiente la sustituiría otra hermana, porque a Sor Lorenza la trasladaban a una casa de Gerona, para donde saldría «mañana o pasado».

Oír esto Guerra y volarse fue todo uno. Despidiose como hombre que ha perdido el seso, y echó a correr hacia la Catedral. «Cualquier día consiento yo que la manden a Gerona... Esto es un destierro, una proscripción infame. ¡Si creerán esas beatonas que voy a tolerar tal procedimiento de inquisición veneciana!   —294→   Leré es inocente, y al que me diga lo contrario, aunque sea el mismo Cardenal, le enseñaré yo el respeto que se debe a la verdad, a la virtud. ¡Trasladada nada menos que a Gerona! ¿Por qué? Porque una infame lengua... porque un alma venenosa... vamos, que no puede ser. ¡Ah! señoras del Socorro, no se debe permitir que la asquerosa envidia triunfe de la verdad. ¿Qué inquisición es esta? ¡Castigar al inocente, dar la razón al vil delator! Repito que esto no puede ser, señoras del Socorro. Hay que oír a Leré, y oírla delante de mí, mejor, oírnos a los dos delante de toda la Congregación. No basta con decir: «Dios sabe la verdad, Dios ve nuestra inocencia». No basta, no, ¿cómo ha de bastar?»

Hablando de este modo, excitado, furioso, llegó otra vez a la Catedral, donde faltó poco para que entrara con el sombrero puesto. Ni por un momento se le ocurrió entregarse a sus ordinarias devociones. Misas había en diversos altares, y no se le ocurrió acercarse a oírlas. Bajó nuevamente a la Obra y Fábrica, donde aún estaba D. Francisco picando tabaco. Al oírle repetir la referencia de las hermanitas, el anciano clérigo soltó los chismes de la industria tabaquera, diciendo:

-¡Zapa, conque a Gerona! ¡Qué atrocidad! Eso es más serio de lo que yo creía. Luego, permanece en la Congregación. Pues yo pensé que la echaban, que nos la devolvían...

-Esta tarde -dijo Guerra sentándose en la silla del canónigo obrero y dando un puñetazo sobre el pupitre-, voy allá, y le juro a usted que, o la veo, o pasa algo muy gordo, pero muy gordo.

  —295→  

-Calma, calma, amigo mío. Quien va esta tarde allá soy yo, ¡Vaya con las correntonas, gabachas!... Poco a poco, señoras mías, que hasta ahí podían llegar las bromas. Serénese usted; advierta que con esa hormiguilla y ese furor súpito está dando la razón, o apariencias de razón, a los calumniadores. Ponga usted el pleito en mis manos, y espere la sentencia, que ella será lo que más convenga a todos. Ahora mismo me voy, ¿a dónde creerá usted? a casa de Laureano Porras, el capellán y director de esas señoras, el cual ha de decirme qué hay de ese destierrito a Gerona. Mientras no conozcamos los hechos, nada podemos hacer. Después determinaremos.

Sosegáronse con esto los nervios y el espíritu de Ángel, el cual convino en aguardará su amigo allí.

-Mejor es que me espere usted arriba, en la Catedral, porque subirá luego a la oficina el señor obrero; y no hay necesidad de que se entere. Fijemos un sitio para poder encontrarnos fácilmente: aquí en esta nave, junto al San Cristóbal o si le parece mejor en la capilla Mozárabe.

-En la Mozárabe.

Cogió Mancebo su teja, y salió despacio, muy despacio, mirando el suelo y los ennegrecidos escalones como si algo tuviera que deletrear en ellos.




II

Ángel subió también a la Catedral. Estaban en la misa mayor, y la magnificencia del culto, el canto del coro, las voces orquestales del órgano, le impresionaron hondamente, determinando una remisión   —296→   brusca de aquel estado de fiebre mental. El canto particularmente le transformó por completo, realizándose lo que indica la inscripción del órgano. Psalant corda, voces et opera; Canten los corazones: el de Guerra cantó también al unísono de la grave salmodia, diciendo: «Dios grande, he olvidado invocarte en esta tribulación. No permitas que triunfe la mentira. No permitas que sea condenado el inocente».

La grandiosa nave parecíale entonces de una severidad sombría, y el Cristo colosal suspendido sobre la verja de la Capilla Mayor se le antojó ceñudo y austero, respondiendo más a la idea de justicia que a la de misericordia. No se resignaba el hombre a la idea de que el conflicto se resolviese con el destierro de Leré, y el corazón le anunciaba desdichas mayores. Creyó que le sometía la divinidad a pruebas terribles, y dudaba si tendría valor para soportarlas, o si tales pruebas le arrollarían como impetuosas olas, contra las cuales nada puede la menguada fuerza del hombre. Inquietándose de nuevo, trató de calmar con la oración el tumulto de su alma, y compelió su voluntad a la obediencia poniéndole grillos y esposas; pero ¡ay! los hierros resultaban blandos como cera ante la distensión convulsiva, epiléptica de su carácter.

Arrimose a la verja del Coro, apoyándose en uno de los machones cuyo metal, por lo bien labrado, debió de ser blando cedro entre las manos del artista. Tan pronto miraba de frente al altar de la Capilla Mayor como al interior del Coro, volviendo la cabeza. Todo aquel espacio, entre las cinco bóvedas de la nave central, le había parecido hasta entonces la expresión más gallarda que del arte cristiano existe en   —297→   el mundo. El retablo, que es toda una doctrina dogmática traducida mediante el buril, el oro y la pintura del lenguaje de las ideas al de la forma, le produjo siempre un vértigo de admiración. Pero aquel día el retablo se alzaba hasta el techo como sublime alarde de la humana soberbia. Las verjas peregrinas le daban comúnmente idea de puertas celestiales, que cerradas para los pecadores se abren para los escogidos. Aquel día se le antojaron frontispicios de jaulas magníficas para dementes, atacados del delirio de arte y religión. La Virgen del altar de Prima en el Coro le recordaba, salvo el color negro, a su parienta doña Mayor, y en las sillerías bajas, las grotescas figuras de tallado nogal remedaron el gesto y el cariz de Arístides y Fausto Babel. La figura de D. Diego López de Haro se había convertido en D. José Suárez, y uno de los mascarones del órgano con turbante turquesco era el propio D. Simón Babel, inspector del Timbre.

De pronto un clamor argentino, celestial, puro que del Coro salía, hirió sus oídos. Era la vocecita de Ildefonso, que cantaba con los otros seises: tu autem, domine, miserere nobis.

-¡Ah! pillo -se dijo, sintiendo en su alma un gran consuelo-. ¿Estabas ahí? no te había visto.

Allí estaba, sí, arrastrando la cola de la sotana roja, goteada de cera. Ángel contempló por los huecos de la verja al sobrinito de Leré, que le miraba con picarescos ojos, y se reía el muy tuno, afectando formalidad en la postura. Sin forzar su imaginación, el atribulado creyente oyó aquella graciosa y bien timbrada vocecilla como si fuera la de Ción, que venía   —298→   del Cielo, rasgando las nubes y horadando las bóvedas de la iglesia para decirle: «Papaíto, no te sometas. Leré es tuya, tan tuya en la religión como fuera de ella, y Dios hará lo que a ti te dé la gana».

Concluida la misa, se fue a la antecapilla del Sagrario, que dentro de la inmensa basílica era el hueco en que con más gusto se acomodaba y se embutía. Sin sentir se le pasaba el tiempo contemplando, al través de la verja grandiosa, la efigie vestida con asiática magnificencia, cargada de joyas cuyo peso rendiría las fuerzas de veinte Sansones. La capilla, toda mármoles y bronces, es digno estuche de la imagen que mide por celemines las piedras preciosas de sus arreos suntuarios. Como la devoción de la Virgen era la que más fácilmente prendía en el corazón de Guerra, allí se encontraba muy bien, en excelente disposición para sensibilizar la tutela que desde su trono celestial dispensa a los humanos la Reina de los Cielos.

Las ideas del devoto novel sobre las imágenes y sobre las vestiduras de éstas habían cambiado en aquella crisis tan en absoluto, que lo que antes le había parecido mal, ahora le parecía de perlas, sin duda por ver tantas y tan hermosas en el manto de la Virgen. El lujo material que envuelve los símbolos de la divinidad era ya, a sus ojos, de una lógica perfecta, pues nada más propio que aplicar al enaltecimiento y esplendor de tales símbolos todo lo bueno, fino y selecto que existe en la Naturaleza. No menos bellos que las flores son los rubíes y topacios; no menos hermoso que el fuego es el oro. Procedemos, pues, racionalmente adornando los objetos representativos   —299→   de la divinidad, con luces, joyas y metales riquísimos, como signos que materializan y declaran el humano respeto.

En tal concepto, la pomposa imagen de Nuestra Señora del Sagrario le representaba o sensibilizaba mejor que ninguna otra, de la parte de acá, la sumisión de la Naturaleza a las potencias celestiales; de la parte de allá, el poder soberano de la divina intercesora, pues aquel trono de plata dábale idea, aunque vaga, de la inenarrable excelsitud del Cielo; los soles y lunas, el manto de perlas, las ajorcas, el pectoral, el cíngulo y la corona le permitían entrever y vislumbrar algo de las incomprensibles bellezas de arriba, y en suma, la materia selecta combinada por el arte creyente, le servía como de punto de apoyo para saltar hacia lo espiritual y lo intangible.

Dirigió mental plegaria a la Virgen, pidiéndole que no permitiese el triunfo de la calumnia contra Leré inocente. Y no es fácil determinar qué imagen embargaba más el ánimo del neófito, si la del Sagrario, que ante sus ojos tenía, o la de la ausente amiga y consejera, porque las dos se confundían en su corazón y hasta en las percepciones de sus alborotados sentidos. La humilde novicia del Socorro era ya, transcrita y estampada en su imaginación, el estímulo de todos sus actos, desde los más insignificantes a los más trascendentes. Jamás caballero de los que iban por el mundo castigando la injusticia y amparando el derecho, soñó en su dama ideal atributos de belleza y virtud tan peregrinos como los que Ángel en su monja soñaba. Porque aquellos andantes aventureros veían a sus damas simplemente hermosas,   —300→   y cuando más, castas como los serafines; pero Ángel veía a la suya hermosa sobre toda ponderación, de una honestidad y pureza absolutas, y además, con una ciencia que dejaba tamañitos a todos los padres de la Iglesia. Esta pureza y este saber divinizaban a sus ojos el rostro de Leré, si no vulgar, tampoco dechado de belleza; y se le antojaba de tan soberano hechizo que no podrían imitarle buriles ni pinceles de los más inspirados artistas. Y para llegar a la última embriaguez de idealización, representábase el traje de la novicia del Socorro, en la realidad bastante prosaico, como el más elegante que imaginarse podría, no con esta gentileza sensual de la mujer del siglo, sino con otra muy distinta, cuyo secreto hay que buscar en la iconografía cristiana y en sus mejores intérpretes, los pintores religiosos. La falda negra de estameña hacía unos pliegues propiamente escultóricos; el cuerpo, la toca cubriendo el busto, el velo corto, la manga ancha, todo era de una composición perfecta y de contornos exquisito. Echándose a volar por los espacios del ensueño, concluía por imaginarse el velo de su amiga recamado de perlas, el busto cruzado por un pectoral que deslumbraba, y la toca guarnecida de esmeraldas y perlas, formando como un rostrillo u ovalado marco, que en su magnificencia no era todavía digno de encerrar el inspirado semblante y los ojos sibilinos de la hermanita del Socorro.

Tales delirios no estorbaban la oración que a la Virgen dirigía con toda su alma: «Señora y Madre mía, tú me infundes valor sólo con dejarme llegar hasta ti; hácesme comprender que la injusticia no   —301→   triunfará, y me alientas a defender la inocencia, aplastando las cabezas de los discípulos de Satanás que andan por el mundo. Leré no saldrá de aquí, porque el dejarla salir viene a ser como declararla culpable. No, no puede ser. Los que la condenan a ese estúpido destierro tendrán que humillarse ante ella y confesar y declarar en alta voz su pureza intachable. ¿No es verdad, Señora y Madre, que tú quieres esto y me ordenas que así lo disponga? Y para llegar a este fin de justicia, ¿qué debemos hacer? Lo que los sucesos indiquen. Defenderemos a Leré por los medios materiales que correspondan a la violencia que con ella se quiere ejercer. En esto no puede haber ofensa de Dios ni de ti. Dios permite que en la humanidad se consumen actos de fuerza y que se derrame sangre para impedir el mal. La fuerza es tan de Dios como el espíritu, y la violencia en pro del bien y contra el mal ley santa es. Pues las guerras contra infieles, díganme, ¿qué fueron? ¿Qué significan los trofeos que adornan esta venerada iglesia cristiana? Leré no puede servir de juguete a la caprichosa disciplina de tres o cuatro monjas ignorantes e histéricas. Leré está llamada a muy altos destinos. Por ella y para ella fundaré yo la orden más grande, más bella, mejor armonizada con los tiempos que corren. No será mía la gloria, sino suya, pues no soy más que un tosco intérprete de su hermoso espíritu. Pero tal mujer no puede ni debe prestar obediencia a las que han nacido para ser sus inferiores; y yo, con tu divino auxilio, la redimiré de esa oprobiosa tutela monjil, y la pondré en el eminente lugar que le corresponde».

  —302→  

Su mente caldeada llegó a imaginar que asaltaba el convento, que imponía su voluntad a las hermanas, que éstas se le rendían sin condiciones, y que la calumniada novicia saltaba gallardamente a la jerarquía de Superiora o Madre de la comunidad.




III

Y a todas estas, ¿qué hacía el ingenioso Mancebo? Al salir de la Catedral desde la oficina de la Obra y Fábrica, recorrió despacio la nave lateral de la Epístola hasta la capilla Mozárabe. Allí torció sobre su derecha, siguiendo por delante de la puerta del Perdón, siempre con el mismo paso lento, la mirada recogida, cual si llevara el Santísimo en una procesión solemne. Meditando en el delicado paso que a dar iba, se dijo: «Si ahora voy yo a Laureano Porras, y Laureano Porras se descuelga, como es probable, con alguna cosa que a este bruto de D. Ángel no le agrade, este bruto de D. Ángel me va a comer».

Detúvose un instante en la puerta de la Presentación; salió al Claustro, volvió a entrar, indeciso, y por fin se metió en la capillita del Cristo de las Cucharas. «Si en realidad -pensaba-, no necesito ver a Laureano Porras para saber lo que me ha de decir. Pero en fin, demos de barato que me persono allá. Ya me figuro que voy por el Nuncio Viejo... ea, ya estoy en las Tendillas... un pasito más, y entro en la calle de los Aljibes. Tun, tun... «¿está D. Laureano?...» sí... pues adentro. «Hola, Laureano, buenos días. ¿Qué tal?... No tan bien como tú. ¿Te maravillas de verme   —303→   aquí? Pues ya debes suponer; vengo a que me enteres de eso de mi sobrina...» Me parece que estoy oyendo la contestación del amigo Porras: «Pues muy sencillo, D. Francisco: que nadie está libre de un arañazo, y como en estas órdenes hay que mirar mucho por la reputación, las hermanas han dispuesto que su sobrinita se vuelva al siglo, donde hace más falta que en el Socorro».

Así pensaba tomando asiento plácidamente en un banco, a la izquierda de la verja.

-Esto que pienso -decía cruzando las piernas, apoyando el codo en el brazo del banco y la mejilla en el puño-, es la pura realidad. Sucederá exactamente como lo he discurrido; me dirá Porras lo único que en rigor puede decirme; de modo que ¿para qué molestarme? ¿Pues qué necesidad tengo yo ahora de echarme a rodar por esas calles, y todo para que me digan lo que sé? Estate quietecito, hijo mío, y descansa, y si puedes, descabeza un sueñecito en este cómodo banco, que anoche no dormiste nada, pensando en esa muñeca... Porque lo que yo digo: la santidad que gasta la niña es pueril y de juguete. Esta mañana, cuando aletargado me quedé después del largo insomnio, lo pensaba yo, y de este modo razonaba... mi tesis. Ella se irá al Cielo, si muere, porque es buena; ¿pero entrará como santa canonizable? ¡Quia! Buenos están los tiempos para andar en esos dibujos. Irá y la pondrán en un sitio muy alto de la bienaventuranza eterna, más alto que el sitio en que me pongan a mí. Pero ¿en qué concepto la llevarán a ese empíreo luminoso?... Es un suponer, Señor. Como entre los ángeles hay tantísimo niño,   —304→   desean tener una muñeca con que jugar... y en tal concepto irá mi sobrina a las regiones etéreas, luminosas... que yo no puedo figurarme cómo serán... irá, eso es, como la más preciosa de las muñecas para los angelitos... ji, ji, ji.  (Riéndose solo.)  ¡Ay Dios mío, qué cosas se me ocurren!... Pues a lo que iba: ahora estoy en realidad delante de Laureano Porras, a quien pregunto por su madre... ¡Y que malita debe de estar la pobre señora! ¡Quien la conoció cincuenta años ha, cuando era la moza más guapa de Toledo! ¡Pobre doña Cristeta! Y ahora se empeña este maldito Laureano en que yo tome las once. Déjame a mí de onces y de bizcochitos... Quedamos en que allí no quieren a mi sobrina, en que mi sobrina volverá a la casa paterna de su tío... Ya la tenemos, y a poco que el madrileño ese nos ayude, fuera tonterías místicas. No es que sea tonta la niña, pues talento le sobra, para comprender lo que nos conviene a todos. Y no sé yo cómo no entiende que el que fue su señor está enamorado de ella como un bruto, y que todo ese furor católico que le ha entrado no es más que los movimientos desordenados y el pataleo de la amorosa bestia que lleva en el cuerpo... ¡Dios mío, qué cosas vemos los que recibimos de ti el beneficio de una larga vida! Lo que yo no acabo de comprender, Señor, es por qué anda todo tan torcido en tu mundo, cada persona donde no debe estar, y nadie contento, y todos queriendo ir por donde ir no pueden; cerrado el camino para los de pies ligeros, y abierto para los cojos; unos con más de lo que necesitan, otros reventando de ganas de poseer lo que aquellos desprecian. Francamente, vive uno y vive año tras año sin ver las cosas   —305→   arregladas, y los que ahora son chiquitines verán, cuando se caigan de viejos, lo mismo que yo estoy viendo en mis días... Bueno, Señor. Quedamos en que estoy hablando con Laureano Porras, el cual me dice lo que en buena lógica debe decirme. Yo no lo invento, yo no invento nada. No hago más que seguir los sucesos al son y paso que llevan. Porque, yo he observado en mi larga vida que el desear vivamente una cosa y persistir en tal deseo; es la mejor manera de encauzar los acontecimientos para que al fin venga a realizarse y a cumplirse lo que anhelamos. Porras piensa como yo, que la chiquilla debe volver al siglo y dejarse de hacer pinitos religiosos superiores a sus fuerzas muñequiles. Las cosas llevarán el aire que deben llevar; adelante, y marquemos el compás a los acontecimientos, ¡tan, tan!... que ellos al fin y a la postre bailarán como queremos que bailen.  (Adormeciéndose.)  No quisiera dormirme, porque se me haría tarde... A bien que Laureano me entretiene demasiado con su cháchara. Es hombre que cuando pega la hebra no hay medio de ponerle punto final. Y su madre, hidrópica y todo, también es de las que despotrican por siete, y le envuelven a uno en la conversación, sin dejarle un resquicio por donde salir. Convenido, convenido que la niña se vuelva a casa; y luego, ¡dulcísima Señora del Sagrario, protectora de toda mi familia, madre de los desconsolados, ayúdame! Con poco que me ayudes, les caso. ¡Vaya si les caso! Y entonces, ¡qué felices todos! don Ángel el primero, porque sus intereses deben de estar muy abandonados y necesita quien se los cuide. Bien puede decir que le ha venido Dios a ver, porque   —306→   yo soy un lince para administrar. Alabándome de ello, alabo al Señor que me dio estas grandes cualidades para todo lo económico. Y digan lo que quieran los tontos, también lo económico es de Dios, por que sin lo económico, ¿cómo vivirían las sociedades? No, Dios no quiere que el salvajismo prevalezca, y sin lo económico, ya se sabe... Lo que a mí me entristece es que teniendo este don de administrar no pueda emplearlo y lucirlo por falta de materia administrable. ¡Qué desordenado anda el mundo! Si a mí me pusieran de ministro de Hacienda... no aquí, no en España, donde todo se vuelve caciquismo, filtraciones, chanchullos, y qué sé yo qué, sino en...  (Se duerme profundamente.) 

Breve fue su sueño; pero en los minutos que duró tuvo tiempo de soñar las cosas más estupendas: que era inglés, y ¡¡ministro de Hacienda de Inglaterra!!, sin dejar de ser Mancebo, y presbítero y beneficiado de la Catedral de Toledo; que la Virgen del Sagrario tenía el manto recamado de libras esterlinas, y otros mil disparates... Despertó con sobresalto, creyendo que su sueño había sido larguísimo, y como no tenía reloj para consultar la hora, entráronle sospechas de que había transcurrido gran parte del día. Por dicha, acertó a entrar en la capilla el sacristán de ella; don Francisco le llamó, y apoyándose en él para tomar la vertical, le dijo: «¿Te parece, Sandalio amigo, que tengo tiempo de haber vuelto de casa de Laureano Porras? Digo, de haber ido... No, no es eso... Es que me dormí, y tengo un poco ofuscadas las entendederas... Pero las doce no serán». Adquirido el convencimiento de que ni las once habían dado aún, Mancebo   —307→   se entonó, puso orden en su meollo, hízose dueño de todas las ideas que en su cerebro bullían antes de dormirse, disciplinó las rebeldes, acarició las sumisas, y se fue de la capilla de las Cucharas, tomando el camino de la Mozárabe... Como no encontrase a Guerra en el punto de cita, le buscó por diferentes sitios de la iglesia, y ya desesperaba de encontrarle, cuando Ildefonso, que ya había dejado en la sacristía su hopalanda roja, le dijo que el madrileño estaba en la antecapilla del Sagrario.

Allá fue Mancebo, y antes de decir palabra a su amigo, arrodillose delante de la imagen de su particular devoción, para orar breve rato. Después, no queriendo tratar de cosas tan profanas delante de la augusta Señora, cogió al otro del brazo y se lo llevó al vestíbulo del Ochavo o trascapilla de la Virgen, y allí, sentaditos codo con codo, platicaron de esta manera:

Gracias a Dios que le encuentro a usted... Hombre, ¿no quedamos en que nos veríamos en la Mozárabe?

-Yo entendí que en la del Sagrario.

-¡Ay, estoy rendido! He venido a escape, porque allí me entretuve. Laureano, cuando rompe a charlar, no acaba. Luego, mis piernas no están ya para estas prisas, y la calle de los Aljibes no es aquí me llego.

-Qué hay,  (Impaciente.)  qué dice ese buen señor?

-Pues excusábamos la consulta, porque lo que dijo ya lo sabía yo, y piensa lo que yo pensaba. En resumen, el rum-rum ha sido tan fuerte que las hermanas no han tenido más remedio que dar esa satisfacción   —308→   a la opinión pública... por más que están convencidas de la inocencia de la niña.

-Pues si es inocente, ¿a qué el castigo?  (Sulfurándose.)  ¿Qué opinión pública ni qué niño muerto? Esto es un complot indecente, envidias de las otras hermanas, que quieren alejar a la que les hace sombra con su talento y su virtud.

-Pero si no hay destierro, ni la mandan a Gerona, ni ese es camino... Calma, hombre, calma.

-¡Ah! ¿Pero dijo el capellán que no se ha pensado en el destierro?... Explíquese usted.

-No... pero... sí, me lo dijo, me lo dijo.  (Para sí.)  ¡Demonio de hombre! Si no le contesto lo que él quiere, me pega.

-Me alegro. Respirando como quien se libra de un gran peso. Crea usted que estaba yo decidido a emplear la violencia, a impedir por cualquier medio semejante iniquidad, saltando por encima de todo. No crea usted; aún insisto en algunos de los propósitos que había formado. Leré, que tanto vale, no puede seguir subordinada a las que debían besar la tierra que ella pisa. Yo quiero que sea Madre.

-¡Que sea madre!  (Con júbilo.)  Pues eso mismo quiero yo, ¡zapa! Si acabaremos de entendernos... Bueno... verá usted lo que pasa. La niña, aburrida y mortificada de que se cuenten de ella esas barbaridades, ha dicho que no quiere más Socorro, ni más velo ni más hábito de estameña, y que se vuelve a su casa con su familia de su alma, con sus sobrinos queridísimos y con su tío que la adora.

-¡Ha dicho eso!

-Como usted lo oye. Y el contratiempo este considéralo   —309→   como un aviso del Cielo, como una indicación de que debe variar de camino, dedicándose a otros deberes más difíciles de llenar que los del monjío, a la mundana lucha, a trabajar por el bien y la salud espiritual en compañía de sus iguales, y a darnos a todos la felicidad que tan bien nos hemos ganado.

-Don Francisco, usted sueña.  (Estupefacto.) 

-El que sueña es usted: Por mi boca está hablando la lógica humana... y diría la divina si no temiera ser irrespetuoso con la divinidad.

-¿Es cierto lo que usted me dice?  (Inquietísimo.)  Don Francisco, que me vuelve usted loco.

-Lo que hago, Dios lo sabe y la Virgen también, es tornarle a usted a la razón.

-¿Pero el capellán ha dicho eso? Júremelo.

-Hombre, yo no acostumbro jurar.

Tan aturdido estaba Guerra, que no sabía qué pensar, ni qué hacer, ni qué decir. Se levantaba y a sentarse volvía, comunicando al clérigo su turbación y desasosiego.

«Yo necesito comprobar ahora mismo esas noticias, Sr. D. Francisco -dijo al fin-. Iré al Socorro, y hablaré con ella, valiéndome de los medios necesarios para facilitar la entrevista, cualesquiera que sean.

-Ea, no empecemos a hacer tonterías. ¿Sabe usted lo que saca de tomar las cosas con esa comezón y esa fiebre? Que resulte un argumento más en contra de mi sobrina y una confirmación de la maledicencia.

-Pues si no ahora, esta tarde misma he de salir de dudas.

  —310→  

-¡Dale bola! No sea usted tan fulminante. Calma, sangre fría; váyase al cigarral y espere tranquilo los acontecimientos. Podrá suceder que, si se presenta usted en el Socorro con la cara fosca y echando lumbre por los ojos, la niña se asuste de su determinación y dude, y tengamos nuevos líos, nuevas dilaciones, y qué sé yo. De fijo que Lorenza estará pensando ahora en volver con nosotros; pero titubeará, tendrá sus vacilaciones, sus escrúpulos; y si va usted allá con historias, ¡zapa! puede que se nos tuerza otra vez y nos quedemos sin ella.  (Echando el resto.)  Conténtese con saber que la Madre y las hermanas, y el capellán Porras le aconsejan que abandone la vida religiosa... Vaya, ¿aún quiere mejores noticias? Pues estaría bueno que ahora lo echáramos a perder todo por la fogosidad y las impaciencias de este buen señor. Estese tranquilo en su casa, que Lorenza vendrá, lo tengo por tan cierto como este es día, y todo se reduce a no espantar al pececillo que tiene ya la boca abierta para tragarse el anzuelo. Para mí es cosa hecha; la hija pródiga vuelve a casa, y con ayuda de nuestra Protectora Sacratísima, la casaré con... Pepito Illán.

Ángel había caído en una especie de letargo mental, y Mancebo le observaba la fisonomía con atención aguda, con socarrona perspicacia. En la mente del madrileño había aparecido una nebulosa, masa grande y difusa de ideas que aun no tenían forma pensable. Insistió de nuevo el clérigo en que no hiciera nada, en que dejara correr los acontecimientos y aguardase, porque si al Socorro iba con alguna tracamundana impropia del recogimiento monjil, podía escandalizar   —311→   a la Congregación, y a la niña y al pueblo entero, de lo que resultaría lo más contrario al deseo de todos. Como el puchero le llamaba, se despidió, diciendo para sí al abandonar la santa iglesia: «¡Demonio de hombre, qué perdido está! Si él y ella y todos hicieran lo que yo discurro, ¡qué bien estaríamos, y qué al derecho irían las cosas que ahora van torcidas!... A casa, hijo, a la casa de las once bocas, que el bendito garbanzo te espera. ¡Ay, qué vida esta! Siempre soñando con que mañana será mejor que hoy, y luego salimos con que todos los días son iguales, y no mejoramos, ni ese es el camino... Pero ahora no me queda duda de que va de veras, y Lorenza hará lo que yo pienso, y lo que le aconsejan Laureano y las hermanas... porque no hay duda de que se lo aconsejaron... o se lo aconsejarán, que es lo mismo».




IV

Guerra se fue a su casa llevándose a Ildefonso, a quien convidó a comer. Apenas concluyeron, mandole al Socorro con dos cartas, una para la Superiora y otra para Leré, abierta. Ordenó al chiquillo que le llevase la respuesta a la Catedral, a donde se fue sin pérdida de tiempo, y entraba en ella cuando el cimbanillo llamaba a coro, diciendo en lo alto de la gran torre con su agudo y sonoro acento: vox mea clamat; ergo canonici venite, y los canónigos le obedecían, entrando por esta y la otra puerta, y tomando el camino del Vestuario.

Poco después empezaba la Nona, que oyó el neófito   —312→   con delectación, y las Completas. Nunca le pareció la Catedral tan risueña, ni el canto tan hermoso y sentido, ni el Presbiterio tan rematadamente suntuoso y bello. Todas las figuras que decoran el muro externo de la Capilla Mayor, ángeles músicos en diversas actitudes, unos con trompeta en la mano, otros con cítara o violín, unían sus voces y la de sus delicados instrumentos a la patética salmodia, alabanza triunfal del Señor y confianza en sus misericordias. La soberana iglesia se le representaba en un grado superior de artística hermosura, como inmenso relicario de marfil esculpido por manos de ángeles, adornado de metales tan ricos por la materia como por la labra, y de piedras preciosas que en las contrapuestas oquedades transparentaban la luz del cielo, el cual, por aquellos anteojos de esmeraldas y rubíes, contemplaba el ámbito peregrino donde la vida mortal sueña con la eterna.

Ildefonso no tardó en volver con la respuesta, una carta de Leré en la que le decía que fuese allá a las cuatro en punto, carta en cuyo laconismo el exaltado caballero, sin saber por qué, vio algo de cariño profano, o cierta inclinación a lo temporal. Sus corazonadas llegaron hasta ver en la letra un poco rápida de la epístola la mano nerviosa de una persona que interrumpe la operación de hacer su equipaje para trazar una carta urgente.

¡A las cuatro en punto! Y era forzoso aguardar, pues las dichosas cuatro en punto dormían aún en los senos futuros del tiempo perezoso. ¡Pues apenas faltaban siglos para la hora de la cita...! ¡Como que eran las tres! Ángel ardía. La muestra interior del   —313→   reloj de la Catedral era una de las caras más antipáticas que había visto en su vida. La impaciencia no le impidió volver su pensamiento hacia la divinidad que en aquel recinto moraba, y se humilló para decirle con la más viva efusión del alma piadosa: «Señor, si has dispuesto que yo cumpla mi destino en la vida de acá por medio del matrimonio con la que destinabas para ti, en buen hora sea, y no cesaré en mis alabanzas de tu bondad hasta que se me seque la lengua. El disponerlo tú así significa que así debió ser desde el principio, y que tanto ella como yo habíamos tomado senderos torcidos. Tú los enderezas. ¡Cuán equivocados son nuestros juicios, Señor! Yo creí que la reservabas para ti, como si los humanos fuéramos indignos de poseerla. Pero ahora resulta que los caminos de la tierra también llevan a la perfección y a la vida perdurable. Por ellos iremos Leré y yo, la mirada siempre fija en ti, adorándote y ofreciéndote nuestros corazones con la esperanza de que nos admitas en la morada celestial».

El reloj tuvo la condescendencia de dar las tres y media. Guerra oyó la voz de Fabián, que parecía la del propio Isaías clamando entre ruinas y sombras, y maldiciendo a los impíos. La campana grande daba de tiempo en tiempo los toques canónicos, y a su profundo son, creeríase que toda la iglesia trepidaba, cual si de los subterráneos viniese un estremecimiento convulsivo de fiebre telúrica. Ángel no pudo contenerse más tiempo, y salió escapado camino del Socorro, a donde llegó tan pronto, tan pronto, que pensó no haber invertido ningún tiempo en recorrer la distancia. Dio vueltas por la Judería aguardando   —314→   la hora exacta, y por fin, como todo llega en este mundo, entró, y ved aquí a mi hombre en la sala locutorio, esperando a la novicia y a la hermana que solía acompañarla. Su sorpresa fue grande al ver que Leré se presentaba sola en la visita, lo que le transcendió a ruptura con las hermanas y a preliminares de abandono de la Congregación.

Pero a la primera sorpresa siguieron otras, verbigracia: él se figuraba que Leré estaría preocupada y triste, y la vio alegre, risueña, en todo el esplendor de su serena ecuanimidad. Añádase a esto un accidente puramente local. La única ventana de la sala que daba al patio hallábase cubierta de percal rojo, y las caras de ambos interlocutores se teñían del reflejo de la tela transparente. El rostro de Leré, extremadamente arrebolado, parecía recién salido de una fragua.

«Ya sé lo que ha ocurrido -dijo Ángel ávido de entrar en materia.

-¿Por quién lo supo usted?

-Por Mancebo.

-¡Ay, ay! No conviene fiarse de mi tío, que es muy buena persona, pero suele ver las cosas arregladitas a su deseo.

-Me lo dijo esta mañana, y he pasado un día cruel. ¡Verte calumniada, sin poder salir a tu defensa...!

-¡Defensa! ¿A qué defenderme? Ante Dios no lo necesito, pues sabe mi inocencia. Que los de acá me crean culpable, ¿qué me importa?

-Pero la opinión... las hermanas.  (Un poco desconcertado.)  Importa, sí, que tus compañeras tengan de ti la opinión que mereces.

  —315→  

-¡La opinión que merezco! Palabras de puro artificio que nada significan en mi conciencia.

-Ya ves. Hasta pensaron facturarte en gran velocidad para Gerona.

-Si; eso se pensó en el primer momento.

-Pero ante todo. ¿De dónde o de quién partió la calumnia?

-No lo sé, ni tengo interés ninguno en averiguarlo. A los que la fraguaron les perdono de todo corazón, y casi casi les agradezco la injuria, porque me proporcionaban lo que tanto deseo, ocasión de martirio, que rara vez se presenta en estos tiempos de vida tonta, dentro de la cual no hay drama humano ni divino, ni proporción alguna de hacer grandes méritos. Recibí el agravio con gusto, con placer íntimo que me adulaba el corazón, porque el dolor es mi querencia; yo lo busco, ando tras él desalada, como si fuera parte esencial de mí misma que me han quitado y que necesito reintegrar en mí. Es, hablando el lenguaje del mundo, mi media naranja. Pues digo que recibí el ultraje con gozo, porque me favorecía en mi deseada imitación de Nuestro Señor Jesucristo, que, siendo divino, soportó y perdonó ultrajes mayores. Me alegré, sí, porque yo no había sufrido ningún insulto de este calibre, ni desgracia alguna, ni aun contratiempos de estos que irritan a las personas. Me hacía falta una prueba, un cáliz amarguísimo, y como éste lo era, me lo bebí con delicia pidiendo a Dios que lo hiciera más amargo, y más repugnante de tomar... Fue un día de prueba para mí el día de ayer. Hallábame yo asistiendo a una infeliz novicia que tenemos aquí enferma de cáncer.   —316→   ¡Si viera usted...! está muy mal; su cara es una pura llaga con un agujero, la boca, por donde le introduzco los alimentos y las medicinas. La noche anterior fue terrible. La pobrecita, en el delirio de la fiebre y de la consunción, me insultaba con los denuestos más atroces. Parecía que me profetizaba lo que me iba a pasar. Por la mañana, la Madre me llamó, y con rostro sereno contome lo que decían de mí... Parecíame algo inclinada a creerlo, o por lo menos dudosa y llena de sospechas. Al decirme que me disculpara y que probase mi inocencia, tuve un momento de angustia y de cobardía, del cual pronto me rehíce. Respondí tranquilamente que lo que me imputaban era contrario a la verdad en absoluto; pero que yo no podía probar nada. Que presentaran pruebas los calumniadores. Yo no podía hacer otra cosa que negar redondamente.

-¿Y no te indignaste?

-¿Yo? No conozco la indignación. Dije a la Madre: «No puedo hacer más que negarlo, consolada por la voz del Señor que habla en mi conciencia. Y después de negar, me cumple obedecer. Si la Congregación me destina a otra casa, allá me voy. Si la Congregación no me estima digna de vestir su hábito, me lo quitaré. Si me arrojan de aquí, saldré, y dispuesta estoy a hacerlo que me manden, y a no tener voluntad». Así se lo dije a la Madre.

-¿Y la Madre...?

-La Madre se echó a llorar, y como si recibiera una inspiración del Cielo, me abrazó y me dijo: «Eres inocente».

-Ya, ya; muy bien.  (Clavándose las uñas de una   —317→   mano en los músculos de la otra.)  Pero aquí no puedes seguir.

-Después de lo que pasó entre la Madre y yo, nadie me ha dicho que me marche. El capellán don Laureano Porras había opinado, antes de que la Madre hablara conmigo, que me debían poner en una casa de Arrepentidas.

-¡Qué infamia!  (Indignado.)  ¡A ti, a ti en una casa de corrección! ¿Dónde está ese pillo, que le quiero enseñar...?

-Cálmese usted, por Dios. El pobre D. Laureano aconsejaba cuerdamente. Me creía culpable.

-¿Y hubieras tú consentido...? No me lo digas, porque...

-Si la Congregación hubiera dispuesto que yo entrase en las Arrepentidas, yo habría ido allá sin chistar. Obedezco siempre; no tengo voluntad.

-¡Leré!  (Absorto y casi sin habla.)  ¿Pero no ves que eso habría sido declararte... corregible... declararte culpable...?

-¿Y qué? La vana apreciación del mundo no significa nada para mí.

-Pero el hecho sólo de entrar en las Arrepentidas te ponía el sello de mujer mala.

-¿Y qué? Si Dios me ponía el sello contrario en mi conciencia, ¿qué podía importarme que me tuvieran por lo que no soy?

Atontado, como si fuera por el aire cayéndose de la torre de la Catedral, Ángel no tenía en su cerebro ideas para contestar a su divina consejera. Caía, caía, sin llegar nunca al suelo.

-Tu tío -balbuceó al fin-, me dijo que acobardada   —318→   ante la calumnia, volvías a tu casa y renunciabas a la vida religiosa.

-Eso debió decírselo D. Laureano, porque el pobrecito no lo había de inventar. Tal fue la idea de nuestro capellán ayer tarde, cuando la Madre le dijo que creía en mi inocencia como en el Evangelio. Pero ya varió de parecer. Esta mañana confesé con él, y hace un rato me ha dicho que tome el hábito, y que no hagamos caso de esas hablillas de gente desocupada. Pero créalo usted, si D. Laureano me manda a las Arrepentidas, allá me voy, y el pasar por mala sin serlo me proporcionaría una humillación que me vendría como anillo al dedo para pulir y acrisolar mi alma.

Tanta sublimidad sacó de quicio al novel creyente, que en un arranque de entusiasmo fervoroso, casi llorando, casi arrodillándose ante la novicia, le dijo: «Hija mía, perdona mis malos pensamientos, que no son dignos de llegar hasta ti. Pero necesito confesarte una flaqueza mía muy grande. Con lo que me dijo tu tío, me aluciné, me trastorné, llegando a pensar que salías del Socorro y que te casabas conmigo».

-¡Jesús mío, qué disparate!  (Riendo con toda su alma. Risa franca y graciosa.)  ¡Pero qué cosas se le ocurren! No quiero más esposo que el que se digna tenerme por suya. Ni sirvo yo para estos matrimonios de acá; no sirvo, crea usted que no sirvo. Mi tío debe de estar un poquitín trastornado. ¡Pobrecito!

Echando lumbre por los ojos, que con el reflejo de la cortina parecían bañados en sangre, Guerra le dijo: «Eres sublime, Leré. Ya que no puedes igualarme a ti, acércame siquiera... Insisto en que no debes continuar   —319→   en una Congregación donde se ha dudado de tu mérito inmenso. Estás llamada a muy altas empresas, y yo en mi esfera humilde oigo el llamamiento de Dios para que te ayude. Fundaré la orden de que debes ser directora, hermandad o como quieras llamarla, que te permitirá derramar por el mundo los tesoros de tu corazón divino. Todo cuanto tengo es tuyo; tuyo cuanto puedo y cuanto valgo.

-Eso no puede ser... ni viene al caso. ¡Fundar lo que ya existe! Esta institución religiosa es excelente para dar algún alivio a la pobrecita humanidad, que es pura miseria.

-Pero yo deseo que tú mandes, que no seas mandada... Yo quiero que tu espíritu sublime se traduzca en hechos... Te daré a conocer mi plan...

Leré meditó. Parecía vacilante. Era humana y la oferta de presidir y gobernar una gran fundación hirió su mente soñadora, haciendo flaquear sus propósitos de perpetua servidumbre.

-Veremos -murmuró-, y sus pupilas bailaban frenéticas, como no habían bailado nunca.

Guerra pudo observar en ella un fenómeno semejante a la oscilación de un gran monumento, esto es, la torre de la Catedral, que se tambaleara, no para caerse, sino para calzar mejor sus cimientos poderosos en las profundidades del suelo. Pasado un ratito de abstracción profunda, la novicia miró fijamente a su amigo y le dijo:

-Pues bien, acepto... pero con una condición.

-La que tú quieras.

-Mire que es algo dura la condición esta, amigo don Ángel. No hay que comprometerse antes de conocerla.

  —320→  

-No importa... Fundemos la institución que llevará tu nombre, y haz de mí lo que quieras.

-Pues... fúndese eso, tal y como usted lo ha concebido; pero antes de que el caso llegue, si ha de contar conmigo, es preciso que usted se haga sacerdote.

Ángel recibió el tiro a pie firme, a cara descubierta y con ánimo resuelto. El fogonazo, el estruendo, y el boquete enorme que hizo al penetrar en su cerebro la proposición de Leré, le exaltaron más, y delirante, fascinado por su ídolo, se arrancó a decir:

-Seré sacerdote.

-¿De veras?

-Tan de veras como estamos aquí tú y yo.

El júbilo hizo perder a Sor Lorenza por un instante breve la serenidad augusta de su carácter.

-Bien, bien -dijo con voz opaca-. El Señor está con nosotros. Le pertenecemos ya. El buen camino se nos abre ¡y qué camino! Detrás se quedan el mundo tonto, la ridícula sociedad, y los intereses temporales, no más importantes que juguetes de chiquillos. ¡Qué contenta estoy! Este minuto en que el papá de mi Ción me ha dicho lo que acabo de oír vale por años enteros de esas dichas ilusorias del mundo. ¿No lo cree usted así? Concluyamos por hoy... Es hora de que nos separemos.

Ángel la veía como digna de figurar en los altares, y si no estaba ya en ellos era, a su modo de ver, por injusticia y yerro de los hombres, que los hombres mismos pronto, muy pronto rectificarían. Salió de allí inflamado en adoración de Leré, ya sin voluntad, disparado satélite de aquel rutilante planeta. El fresco de la calle, despejándole la cabeza, no modificó en   —321→   manera alguna sus graves resoluciones. Reconoció el poder inmenso de su inspirada maestra y doctora y pensó que así como a él le transformaba, podía transformar el mundo entero, si se le daban medios de traducir en realidades su grande espíritu. «Es criatura sobrenatural, mensajera de Dios -se decía-, y ante ella abdico mi razón, me aniquilo, me borro de mis propios papeles, y soy y seré lo que ella quiere que sea».

Santander.- Diciembre 1890.






 
 
FIN DE LA SEGUNDA PARTE