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ArribaAbajoLibro II


ArribaAbajoCapítulo I

Concluido su noviciado, pasa a estudiar artes


Ya tenemos a fray Gerundio en campaña, como toro en plaza, novicio hecho y derecho como el más pintado, sin que ninguno le echase el pie adelante, ni en la puntual asistencia a los ejercicios de comunidad, porque guardaba mucho su coleto; ni en las travesuras que le había pintado el lego, cuando podía hacerlas sin ser cogido en ellas, porque era mañoso, disimulado y de admirable ligereza en las manos y en los pies. No obstante, como no perdía ocasión de correr un panecillo, de encajarse en la manga una ración, y en un santiamén se echaba a pechos un jesús, cuando ayudaba al refitolero a componer el refectorio, llegó a sospecharse que no era tan limpio como parecía. Y así el refitolero como el sacristán le acusaron al maestro de novicios, que cuando fray Gerundio asistía al refectorio o ayudaba a las misas, se acababa el vino de éstas a la mitad de la mañana, y a un volver de cabeza se hallaban vacíos uno o dos jesuses de los que juraría a Dios y a una cruz que ya había llenado; y aun que nunca le habían cogido con el hurto en las manos, pero que por el hilo se sacaba el ovillo, y que en Dios y en conciencia no podía ser otra la lechuza que chupaba el aceite de aquellas lámparas.

2. Era el maestro de novicios un bellísimo religioso, devoto y pío hasta más no poder, pero sencillo y cándido como él mismo. En viendo a un novicio con los ojos bajos, con la capilla calada, las manos siempre debajo del escapulario, poco curioso en el hábito, traquiñándose al andar, y andando siempre arrimado a la pared, puntual a todos los actos de comunidad, silencioso, rezador, y que en las recreaciones hablaba siempre de Dios: ¿pues qué, si naturalmente era bien agestadillo y vergonzoso? ¿Si le pedía licencia para hacer mortificaciones y penitencias extraordinarias y ocultas, aunque nunca las hiciese? ¿Si acudía frecuentemente a comunicarle las cosas de su espíritu y a darle cuenta de los sentimientos que tenía en la oración, especialmente si había algo que oliese a visión imaginaria? Sobre todo, ¿si en tono de caridad, de escrúpulo o de celo, iba a contarle las faltas que había notado, o que quizá sólo había aprendido en los otros su malicia? Para el buen maestro no había más que pedir. No creería cosa mala de este novicio, aunque se la predicaran frailes descalzos; y si alguno le acusaba de alguna faltilla, lo tenía por envidia o por emulación, diciendo, casi con lágrimas, que la virtud hasta en los claustros es perseguida. Los bellacos de los novicios, aunque por la mayor parte de poca edad, ya tenían bastante malicia para conocer esta flaqueza o esta bondad de su maestro; y así los más ladinos se la pegaban tan lindamente, haciéndole creer que eran los más santos. Nuestro Gerundio no iba en zaga al más raposilla de todos. Antes bien, en esta especie de farándula, los hacía muchas ventajas, y se sabía que era el queridito del maestro, y más añadiéndose a su buen parecer, disimulo y afectada compostura el ser ahijado y tan recomendado de nuestro padre provincial; porque, si bien es verdad que el maestro de novicios era varón espiritual y místico, no embargante todo eso, a mayor gloria de Dios y por el mayor bien de la religión, hacía con purísima intención su corte a los mandones, y no querría disgustar a un padre grave por cuanto tuviese el mundo.

3. En esta disposición del maestro, dicho se está lo mal recibidas que fueron las acusaciones del refitolero y del sacristán. Díjoles el bendito varón que conocían mal al hermano fray Gerundio, y que no sabía con qué conciencia hacían juicios tan temerarios y levantaban aquellos falsos testimonios a un novicio tan angelical; que si supieran bien quién era aquel mancebo, se tendrían por dichosos en poner la boca donde él ponía los pies; y que si era verdad que les faltaba el vino, sería sin duda porque el diablo tomaba la figura del santo novicio para beberle y para desacreditarle; concluyendo con decirlos que si la orden tuviera media docena de fray Gerundios, esa media docena de santos más adoraría con el tiempo en los altares.

4. Sucedió que mientras el bueno del maestro de novicios estaba dando esta repasata a los dos legos acusadores, el angelical fray Gerundio pasó (no se sabe si por casualidad, o por aviso que tuvo) por delante de la despensa. Y viendo a la puerta de ella una cesta de huevos, se embocó media docena en el seno, y con la mayor modestia del mundo siguió su camino para el noviciado, y se fue derecho a la celda del maestro a darle cuenta de lo que le había pasado en la oración de aquel día. Entró, como acostumbraba, con los ojos clavados en el suelo, la capilla hasta como dos dedos sobre la frente, las manos en las mangas debajo del escapulario, sonroseado adredemente, para lo cual le vino de perlas la travesurilla que acababa de hacer, y en todo caso (lo que era mucho del conjuro) amagando a una risita. Luego que el maestro le vio entrar, se le renovó todo el cariño: mandole sentar junto a sí, comenzó la cuenta de oración, y comenzaron las mentiras, ensartando todas cuantas se le vinieron a la cabeza; pero tan bien concertadas, y dichas con tanta gracia y con tanta compostura, que el bonazo del maestro, sin poderse contener, se levantó de la silla, y para alentar más y más a su novicio, le dio un estrechísimo abrazo. En hora menguada se le dio; porque, como le apretó tanto en el Señor, se estrellaron en el pecho los huevos que el angelical mancebo traía escondidos en él, y comenzaron a chorrear yemas y claras por el hábito abajo, que parecía haberse vaciado el perol donde se batían los huevos para las tortillas de la comunidad. El maestro quedó atónito y confuso, y le preguntó al novicio:

-¿Pues qué es esto, hermano fray Gerundio?

El santo mozo, que era asaz sereno y de imaginación pronta y viva para salir con lucimiento de los lances repentinos, le respondió sin turbarse:

-Padre, yo se lo diré a su reverencia. Como ha dos meses que su reverencia me dio licencia para tomar disciplina en las espaldas, por no poderla ya tomar en otra parte, se me han hecho unas llagas, y llevaba estos huevos para ponerme una estopada. Y no me atreví a decirlo a su reverencia, porque su reverencia no me privase del consuelo de esta corta mortificación.

Tragó el anzuelo el bonísimo varón, y pasmado de la estupenda mortificación de su novicio, volvió a darle otro abrazo, aunque menos apretado que el primero, por no lastimarle en las llagas de las espaldas, y por no mancharse con la chorrera del hábito. Y contentándose con advertirle blandamente que mejor es la obediencia que no los sacrificios, le despidió, dándole orden de que se fuese a mudar otra saya y otro escapulario.

5. Con estas trazas pasó nuestro fray Gerundio su noviciado, y hizo su profesión inoffenso pede, sin que le faltase voto. Y como todavía duraba el provincialato de su padrino y padre de hábito, le envió luego a estudiar las artes a un convento de los más graves de la provincia, sin que pasase por la regular aduana de corista, por dos o por tres años, como pasan los demás frailes en canal que no tienen arrimo.

6. Era lector un religioso mozo, como de hasta treinta años escasos, de mediano ingenio, de bastante comprehensión, de memoria feliz, estudiantón de cal y canto, furiosamente aristotélico, porque jamás había leído otra filosofía, ni podía tolerar que se hablase de ella; eterno disputador, para lo cual le ayudaba una gran volubilidad de lengua, una voz clara, gruesa y corpulenta, una admirable consistencia de pecho y una maravillosa fortaleza de pulmones: en fin, un escolástico esencialmente tan atestado de voces facultativas, que no usaba de otras, ni las sabía, para explicar las cosas más triviales. Si le preguntaban cómo lo pasaba, respondía:

-Materialiter bien; formaliter, subdistingo: reduplicative ut homo, no me duele nada; reduplicative ut religioso, no deja de haber sus trabajos.

En una ocasión, se le quejó su madre de que, en las cartas que la escribía, no la hablaba palabra de su salud. Y él respondió: «Madre y señoría mía: Es cierto que signate no decía a usted que estaba bueno, pero exercite ya se lo decía. Ahora pongo en noticia de usted como estoy explicando a mis discípulos la trascendencia o la intrascendencia del ente: yo llevo la analogía, y niego la trascendencia. A mi hermana Rosa dirá usted que me alegro mucho lo pase bien, así ut quo como ut quod, y que en cuanto a las calcetas con que me regala, la materia ex qua me pareció un poco gorda, pero la forma artificial viene con todos sus constitutivos. De las cuatro libras de chocolate que usted me envía, diré in rei veritate lo que me parece. Las cualidades intrínsecas son buenas, pero las accidentales le echaron a perder, por haber estado aplicado más tiempo del conveniente a la naturaleza ígnea, mediante la virtud combustiva. B. L. M. de usted su hijo inadaequate et partialiter, y su capellán totaliter et adaequate. -Fray Toribio, lector de artes».

7. Por aquí se puede sacar el carácter del padre lector fray Toribio, que en un argumento a todos se los llevaba de calle; porque con la voz sonora, con el pecho fuerte, con la lengua expedita y con la abundancia de términos, no había quien le resistiese, y así le llamaban el azote de los concursos. Tenía atestada la cabeza de apelaciones, ampliaciones, alienaciones, equipolencias, reducciones, y de todo lo más inútil y más ridículo que se enseña en las súmulas, sirviendo sólo para gastar el tiempo en aprender mil cosas inútiles. Ejercitábase él, y hacía que sus discípulos se ejercitasen, en componer contradictorias, contrarias, subcontrarias y subalternas, en todo género de proposiciones: en las categóricas, en las hipotéticas, en las simples, en las complejas, en las necesarias, en las contingentes y en las de imposible, gastando meses enteros en estas bagatelas impertinentísimas. Sobre la importante y gravísima cuestión de si blictiri es término, era cosa de espiritarse; y si alguno le quería defender que la unión era tan término como todos los demás, y que en ella se resolvía la proposición tan resolvidamente como en el sujeto y el predicado, era negocio de volverse loco, y a lo menos no le faltaba un tris para perder el juicio.

8. El mismo exquisito gusto y la misma buena elección que tenía en las súmulas, mostraba en lo perteneciente a la lógica. Aunque sabía muy bien que ésta no es más que un arte que ayuda a la razón natural a discurrir con penetración y con solidez, enseñándola el modo de buscar y descubrir la esencia de las cosas, de formar diferentes ideas de una misma, según los diversos respetos, nociones o formalidades con que se presenta al entendimiento; y que estas diferentes formalidades, nociones y respetos le dan bastante fundamento, no para que de una sola cosa haga dos, sino para que conciba como si fueran dos la que en realidad es una sola; y que supuesta esta penetración y esta división total, pueda ir después raciocinando y discurriendo acerca de ellas, hasta llegar muchas veces a la demostración, y casi siempre a un prudentísimo asenso. Repito que aunque el buen padre lector no ignoraba que ésta, y no otra, era la verdadera lógica, de nada menos cuidaba que de instruir a sus discípulos en lo que conducía para esto. Y de los nueve meses del curso, gastaba los siete en enseñarlos lo que de maldita la cosa servía, sino de llenarles aquellas cabezas de ideas confusas, de representaciones impertinentes y de idolillos o figuras imaginarias. ¿Si consiste en un único hábito, cualidad o facilidad científica, o en un complejo de muchos, correspondientes a la variedad de los actos logicales? ¿Si es ciencia práctica o especulativa? ¿Si la docente se distingue de la utente, esto es, si la instrucción en las reglas se distingue del uso de ella? ¿Si su objeto es un entecillo duende enteramente fingido por el entendimiento, o una entidad que tiene verdadero y real ser, aunque puramente intelectual? ¿Si la lógica artificial es tan necesaria para aprender otras ciencias que sin ella ninguna pueda aprenderse, ni bien ni mal? Y así de otras cuestiones proemiales, que de nada sirven y para nada conducen, sino para perder tiempo y para quebrarse la cabeza lo más inútilmente del mundo.

9. Esto es, por paridad, como si un maestro de obra prima (que así se llama, no se sabe por qué, a los zapateros) con un aprendiz que quisiese instruirse en el oficio, gastase un mes en enseñarle si la facultad zapateril era arte o ciencia; y si arte, si era mecánico o liberal. Otro en instruirle si era lo mismo saber cortar que saber coser, saber coser que saber desvirar, o si para cada una de estas operaciones era menester un hábito o instrucción científica que las dirigiese.

-Señor, que yo quiero aprender a hacer zapatos.

-Espérate, tonto, ¿cómo has de saber hacerlo, si no sabes si el objeto del arte zapateril es el zapato que realmente se calza, o aquel que se representa en la imaginación, como idea del que después se ha de hacer?

-Señor, yo no quiero hacer zapatos imaginarios, sino estos que se palpan, se tocan y se calzan.

-Eres un orate. Por ventura, ¿sabrás nunca hacer esos zapatos, no estando bien enterado de si las reglas que se dan para hacerlos son o no son diferentes del uso y práctica de ellas?

-Señor, ¿qué se me da a mí que lo sean ni dejen de serlo? Enséñeme usted esas reglas, pues ha cuatro meses que estoy en su casa, y hasta ahora ni siquiera una me ha enseñado.

-Ven acá, idiota. ¿Cómo te las he de enseñar yo, ni cómo las has de aprender tú, mientras no estés plenísimamente instruido en que esta arte, que llamamos de obra prima, es en parte práctica, y en parte especulativa? Práctica, porque su fin es enseñar a hacer zapatos ajustados, airosos y duraderos; especulativa, porque las reglas que da para eso, es menester que dirijan primero a la razón, sin lo cual no se gobernarían bien las manos.

-Por vida de... -y echole redondo- que vuestra merced matará a un santo. Y dígame, señor, para que yo aprenda esas reglas, ¿qué me importará saber si el oficio es plático o culativo, o la perra que me parió?

10. Si alguno fuera al padre lector con este cuento, bien sé yo que no lo había de contar por gracia; porque, sobre abundar de un humor escolástico flavobilioso, que hiriendo en un momento las fibras del celebro, se comunicaba rápidamente al corazón por el nervio intercostal, con movimiento crispatorio, y de aquí, por una instantánea repercusión, volvía al mismo celebro, donde agitaba con igual o con mayor crispatura las fibras que se ramifican en la lengua, estaba tan furiosamente poseído de todas estas vanas inutilidades, que era capaz de chocar con el mismo sol, si pretendía alumbrarle en este punto. En primer lugar, luego daba en los hocicos con aquella prodigiosa multitud de hombres grandes que se han ocupado loablemente en estas materias, y eran tenidos de todo el mundo por hombres sapientísimos. Si alguno le replicaba que los hombres más sabios y los hombres más grandes al fin son hombres, y que no se habían acreditado, ni de grandes ni de sabios, por haber gastado el tiempo en esas fruslerías, sino por haber escrito grave y doctamente otras materias utilísimas; y si se habían empleado en aquellas impertinencias, no era por no conocer que lo fuesen, sino porque la obediencia o la política los había precisado a no desviarse del camino carretero y a seguir el uso común, le faltaba poco para romperle los cascos. Y si lo dejaba de hacer, era de pura compasión, despreciándole como a un pobre mentecato. Después echaba mano de aquel otro lugar común con que se defienden los que no tienen bastante valor ni bastante generosidad para confesar que éstas son impertinencias, diciendo que sirven de mucho, aunque no sirven de otra cosa que de materia para aguzar los ingenios y para ejercitarlos en la disputa.

11. No había que reponerle, lo primero, que siendo la lógica la que enseña a discurrir y a disputar, parecía cosa ridícula comenzar a aprenderla arguyendo y disputando. Porque, o ya se sabían las reglas de la disputa, o se ignoraban. Si se sabían, era ociosa la lógica. Si se ignoraban, ¿cómo era posible que se disputase, sino diciendo en la materia y en la forma cuatrocientos disparates? Y así vemos que las partes más mecánicas y los oficios más fáciles no se comienzan a aprender por el ejercicio, sino a lo menos por aquellas reglas generales que son necesarias para saber imperfectamente ejercitarle. No hay oficio más fácil que el de aguador, porque en sabiendo echar al burro la albarda, y el camino del río o de la fuente, está aprendido el oficio. Con todo, es indispensable, antes de ir por agua, saber echar la albarda al burro y saber el camino. Si a un aprendiz de herrero le dijesen desde el primer día que hiciese una sartén, se reiría del maestro. Primero es menester darle una noticia general de todos los instrumentos del oficio, del uso particular de cada uno, del modo de manejarlos, y de disponer la materia para recibir la forma artificial que se pretende darla; después irle ejercitando en lo más fácil. Pues ahora, ¿hay cosa más graciosa que comenzar disputando si la lógica docente se distingue de la utente, y empedrar por precisión la disputa de toda la doctrina que se da acerca de los hábitos naturales, infusos y adquiridos; suponiendo ya sabido el modo con que éstos se engendran, y en qué consiste la virtud que tienen para producir después unos hijos enteramente parecidos a sus abuelos, esto es, a los actos que engendraron a los hábitos, siendo así que el pobre niño no tiene idea ni noticia de otros hábitos que de los hábitos largos de los curas, o de los hábitos de los frailes que vio predicar la Cuaresma y pedir el agosto en su lugar? ¿Qué concepto formará de toda aquella algarabía de hábitos, de actos, de semejanza específica, de semejanza genérica que es indispensable entienda, aun sólo para penetrar los términos de la cuestión, si nada de esto se le ha de explicar hasta que estudie la metafísica o la animástica?

12. No había que reponerle, lo segundo, que tolerado, y no concedido, que para ejercitar el entendimiento en la disputa fuese conveniente excitar algunas cuestiones proemiales, sería razón tomarlas de aquellos puntos históricos que pertenecen al fin, invención, progresos y estado actual de la misma lógica. Como, verbigracia: ¿para qué fin fue inventada la lógica, si solamente para enseñar a discurrir bien, o para evitar que otros no nos alucinasen con sofismas y con paralogismos? ¿Si la lógica es más antigua o más moderna que la filosofía en todas sus partes? Y aquí entraba naturalmente un curioso resumen historial del origen de la filosofía, y de su división en tanta variedad de sectas: la jónica, la itálica, la cirenaica, la heliaca, la megárica, la cínica, la estoica, la académica, la peripatética, la eleánica, la pirrónica o escéptica, la epicúrea, y finalmente la ecléctica; antes de hablar de los diversos sistemas de la filosofía moderna. Hallaríase que la lógica, respecto de unas sectas, había sido muy posterior, muy anterior respecto de otras, y respecto de algunas síncrona o coetánea.

13. Después se podía preguntar si la lógica se inventó por casualidad o de propósito. Y suponiendo, como suponen todos, que se inventó por casualidad, haciendo algunas observaciones para descubrir y para desembarazarse de los sofismas, se seguía la pregunta de quién fue el primero que hizo estas observaciones y formó una colección de ellas, para enseñar y para abrir los ojos a los demás. ¿Si Zenón Eleates, si Sócrates, si Platón, si Aristóteles o si Espeusipo? Y contando por la historia que Zenón hizo algunas observaciones, Sócrates otras, y Platón otras, todos tres anteriores a Aristóteles de quien Platón fue maestro, preguntar por qué, no obstante eso, se tiene comúnmente a Aristóteles por inventor de la lógica o de la dialéctica. A lo cual se ha de responder necesariamente que porque fue el primero que hizo una colección de todas las observaciones de aquellos tres filósofos, añadiendo él otras muchas de suyo, disponiéndolas en estilo didascálico o instructivo, y dándolas un método seguido, claro, conexo y natural. Así como Pedro Lombardo, por otro nombre el Maestro de las Sentencias, se llama regularmente el inventor de la teología escolástica, no porque lo fuese de los tratados de que se compone; sino porque los que estaban esparcidos y sin orden en las obras de los Padres, especialmente latinos, los redujo a un método uniforme en los cuatro libros de los Sentenciarios, disponiéndolos de manera que formasen un cuerpo bien repartido de facultad y de doctrina; añadiendo de suyo, además de eso, el poner en estilo de escuela y de disputa algunos puntos que en las obras de los Padres se leen en estilo puramente doctrinal.

14. Después de todas estas cuestiones, se concluía naturalísimamente con las pertenecientes a los progresos y estado actual de la misma lógica. ¿Si Aristóteles la concluyó, o la dejó imperfecta? ¿Si la que hoy tenemos es la misma que enseñó aquel filósofo, u otra diferente? Si la misma, aunque muy añadida, ¿qué partes son las que se añadieron, cuándo, por quiénes y con qué ocasión o motivo? Y de estas partes añadidas, ¿cuáles son necesarias, cuáles útiles, y cuáles impertinentes? Ve aquí unos proemiales de mucha utilidad, de mucha curiosidad y de muchos y bellos materiales, para que los entendimientos se ejerciten en disputas históricas y críticas pertenecientes a la misma lógica, con tanto gusto como aprovechamiento. Pero ve aquí también lo que oía nuestro padre lector fray Toribio, unas veces con una cólera espantable, y otras con una risa falsa y despreciativa, que le caía muy en gracia. Decía por toda respuesta, que todos eran tiquismiquis, fruslerías de entendimientos superficiales, y que esos proemiales eran buenos para una lógica de corbatín o de sofocante: en una palabra, admirables cuestiones para aquellos lógicos que leían las gacetas y encargaban a un corresponsal de Madrid que los enviase el Mercurio.

15. No puede omitir la historia un caso curioso que sucedió con nuestro escolasticísimo padre lector. Cierto padre nuestro de su misma orden, hombre de vasta erudición y de igualmente grave que amena literatura, harto mejor instruido en lo que era verdadera lógica y verdadera filosofía que el bendito fray Toribio, viéndole tan escolastizado en aquellas vanísimas sofisterías, y no pudiendo reducir a la razón aquella mollera endurecida y callosa, le dijo por burla cierto día:

-Pues de ese modo, padre lector, para usted no habrá en el mundo cuestión más importante que aquella que se defendió en Alemania: Utrum chimaera bombilians in vacuo possit comedere secundas intentiones?

Quedose atónito y como pasmado al oír semejante cuestión el metafisiquísimo fray Toribio; porque, aunque no había curso tomista, escotista, suarista, occamista, nominalista ni baconista que, a su parecer, no hubiese revuelto, no hacía memoria de haber leído jamás aquella cuestión in terminis. Suplicó al padre maestro que se la volviese a repetir; hízolo éste con grande socarronería. Quedose el lector suspenso por un rato, como quien repasaba allá para consigo los términos de la cuestión, queriendo penetrarlos. Y después de haber repetido dos o tres veces, en voz inteligible: Utrum chimaera bombilians in vacuo possit comedere secundas intentiones? Utrum chimaera bombilians in vacuo possit comedere secundas intentiones?, dio una patada en el suelo, y prorrumpió diciendo:

-Por el santo hábito que visto, que más quisiera ser autor de esta cuestión, que si desde luego me hicieran presentado; y concluido me vea yo en las primeras sabatinas, si no la defendiere en acto público, llevando la afirmativa.

Riose a su satisfacción el bellacón del maestro del fanático lector, y para echar el sello a la burla que estaba haciendo de él, le dijo con bufonada:

-Hará bien, padre lector, hará bien; y muérase con el consuelo de que le podrán poner sobre la piedra este epitafio, que se puso sobre la sepultura de otro que era de su mismo genio y gusto:


Hic jacet magister noster,
qui disputavit bis aut ter
in Barbara et Celarent,
ita ut omnes admirarent
in Fapesmo et Frisesomorum.
Orate pro animas eorum.






ArribaAbajoCapítulo II

Prosigue Fray Gerundio estudiando su filosofía, sin entender palabra de ella


La verdad sea dicha (porque ¿qué provecho sacará el curioso lector de que yo infierne mi alma?), que cuanto más cuidado ponía el incomparable fray Toribio en embutir a sus discípulos en estas inútiles sutilezas, menos entendía de ellas nuestro fray Gerundio. No porque le faltase bastante habilidad y viveza, sino porque como el genio y la inclinación le llevaban hacia el púlpito, que contemplaba carrera más amena, más lucrosa y más a propósito para conseguir nombre y aplauso, le causaban tedio las materias escolásticas, y no podía acabar consigo el aplicarse a estudiarlas. Por eso era gusto oírle las ideas confusas, embrolladas y ridículas que él concebía de los términos facultativos, conforme iban saliendo al teatro en la explicación del maestro. Llegó éste a explicar los grados metafísicos de ente, sustancia, criatura, cuerpo, etc. Y por más que se desgañitaba en enseñar que todo lo que existe es ente; si se ve y se palpa, es ente real, físico y corpóreo; si no se puede ver ni palpar, porque no tiene cuerpo, como el alma y todo cuanto ella sola produce, es ente verdadero y real, pero espiritual, inmaterial e incorpóreo; si no tiene más ser que el que le da la imaginación y el entendimiento, es ente intelectual, ideal e imaginario; siendo ésta una cosa tan clara, para fray Gerundio era una algarabía. Porque, habiendo oído muchas veces en la religión cuando se trataba de algún sujeto exótico y estrafalario, Vaya que ése es ente,jamás pudo entender por ente otra cosa que un hombre irregular o risible por algún camino. Y así, después que oyó a su lector las propiedades del ente, contenidas en las letras iniciales de aquella palabra bárbara R. E. V. B. A. U., cuando veía a alguno de genio extravagante, decía, no sin vanidad de su comprehensión escolástica: «Éste es un reubau, como lo explicó mi lector».

2. Por la palabra sustancia, en su vida entendió otra cosa más que caldo de gallina, por cuanto siempre había oído a su madre, cuando había enfermo en casa, Voy a darle una sustancia. Y así se halló el hombre más confuso del mundo el año que estudió la física. Tocándole argüir a la cuestión que pregunta si la sustancia es inmediatamente operativa, su lector defendía que no. Y fray Gerundio perdía los estribos de la razón y de la paciencia, pareciéndole que éste era el mayor disparate que podía defenderse; pues era claramente contra la experiencia, y a él se le había ofrecido un argumento, a su modo de entender, demostrativo que convencía concluyentemente lo contrario. Fuese, pues, al general muy armado de su argumento, y propúsole de esta manera:

-El caldo de gallina es verdadera sustancia; sed sic est que el caldo de gallina es inmediatamente operativo; luego la sustancia es inmediatamente operativa.

Negáronle la menor, y probola así:

-Aquello que, administrado en una ayuda, hace obrar inmediatamente, es inmediatamente operativo; sed sic est que el caldo de gallina, administrado en una ayuda, hace obrar inmediatamente; luego el caldo de gallina es inmediatamente operativo.

Riose a carcajada tendida toda la mosquetería del aula. Negáronle la menor de este segundo silogismo; y él, enfurecido, parte con la risa y parte con que le hubiesen negado una proposición que tenía por más clara que el sol que nos alumbra, sale del general precipitado y ciego, sin que nadie pudiese detenerle. Sube a la celda, llama al enfermero, dícele que luego luego le eche una ayuda con caldo de gallina, si por dicha había alguno prevenido para los enfermos. El enfermero, que le vio tan turbado, tan inquieto y tan encendido, creyendo sin duda que le había dado algún accidente cólico, para el cual había oído decir que eran admirable específico los caldos de pollo, juzgando que lo mismo serían los de gallina, va volando a su cocinilla particular, dispónele la lavativa y adminístrasela. Hace prontamente un prodigioso efecto; llena una gran vasija de las que se destinan para este ministerio, y bajando al general sin detenerse, dijo colérico al lector, al que sustentaba y a todos los circunstantes:

-Los que quisieran ver si el caldo de gallina hace o no hace obrar inmediatamente, vayan a mi celda, y allí encontrarán la prueba. Y después, que se vayan a defender que la sustancia no es inmediatamente operativa.

Este lance acabó de ponerle de muy mal humor con todo lo que se llamaba estudio escolástico. Y aunque algunos padres graves y verdaderamente doctos, que le querían bien, procuraron persuadirle que se dedicase algo a este estudio, a lo menos al de aquellas materias, así físicas como metafísicas, que no sólo eran conducentes, sino casi necesarias para la inteligencia de las cuestiones más importantes de la teología en todas sus partes, escolástica, expositiva, dogmática y moral, sin cuya noticia era imposible saber hacer un sermón sin exponerse a decir mil necedades, herejías y dislates, no fue posible convencerle. Ni aunque le dieron algunos panes y agua, hasta llegar también a media docena de despojos, ni por ésas se pudo conseguir que se aplicase a lo que no le llevaba la inclinación, y más habiendo en casa quien le ayudaba a lo mismo.

4. Era el caso que por mal de sus pecados se encontró nuestro fray Gerundio con un predicador mayor del convento, el cual era un mozalbete poco más o menos de la edad de su lector, pero de traza, gusto y carácter muy diferente.

5. Hallábase el padre predicador mayor en lo más florido de la edad, esto es, en los treinta y tres años cabales. Su estatura procerosa, robusta y corpulenta; miembros bien repartidos y asaz simétricos y proporcionados; muy derecho de andadura, algo salido de panza; cuellierguido, su cerquillo copetudo y estudiosamente arremolinado; hábitos siempre limpios y muy prolijos de pliegues, zapato ajustado, y sobre todo su solideo de seda, hecho de aguja, con muchas y muy graciosas labores, elevándose en el centro una borlita muy airosa; obra toda de ciertas beatas, que se desvivían por su padre predicador. En conclusión, él era mozo galán, y juntándose a todo esto una voz clara y sonora, algo de ceceo, gracia especial para contar un cuentecillo, talento conocido para remedar, despejo en las acciones, popularidad en las modales, boato en el estilo y osadía en los pensamientos, sin olvidarse jamás de sembrar sus sermones de chistes, gracias, refranes y frases de chimenea, encajadas con grande donosura, no sólo se arrastraba los concursos, sino que se llevaba de calles los estrados.

6. Era de aquellos cultísimos predicadores que jamás citaban a lo Santos Padres, ni aun a los Sagrados Evangelistas, por sus propios nombres, pareciéndoles que ésta es vulgaridad. A San Mateo le llamaba el ángel historiador; a San Marcos, el evangélico toro; a San Lucas, el más divino pincel; a San Juan, el águila de Patmos; a San Jerónimo, la púrpura de Belén; a San Ambrosio, el panal de los doctores; a San Gregorio, la alegórica tiara. Pensar que al acabar de proponer el tema de un sermón, para citar el Evangelio y el capítulo de donde le tomaba, había de decir sencilla y naturalmente Joannis capite decimo tertio, Matthaei capite decimo quarto, eso era cuento y le parecía que bastaría eso para que le tuviesen por un predicador sabatino. Ya se sabía que siempre había de decir Ex Evangelica lectione Matthaei, vel Joannis capite quarto decimo; y otras veces, para que saliese más rumbosa la colocación, Quarto decimo ex capite.¡Pues qué, dejar de meter los dos deditos de la mano derecha, con garbosa pulidez, entre el cuello y el tapacuello de la capilla, en ademán de quien desahoga el pescuezo, haciendo un par de movimientos dengosos con la cabeza, mientras estaba proponiendo el tema; y al acabar de proponerle, dar dos o tres brinquitos disimulados; y, como para limpiar el pecho, hinchar los carrillos, y mirando con desdén a una y otra parte del auditorio, romper en cierto ruido gutural, entre estornudo y relincho! Esto, afeitarse siempre que había de predicar, igualar el cerquillo, levantar el copete; y luego que, hecha o no hecha una breve oración, se ponía de pie en el púlpito, sacar con airoso ademán de la manga izquierda un pañuelo de seda de a vara y de color vivo, tremolarse, sonarse las narices con estrépito, aunque no saliese de ellas más que aire, volverle a meter en la manga a compás y con armonía, mirar a todo el concurso con despejo, entre ceñudo y desdeñoso, y dar principio con aquello de Sea ante todas cosas bendito, alabado y glorificado, concluyendo con lo otro de En el primitivo instantáneo ser de su natural animación, no dejaría de hacerlo el padre predicador mayor en todos sus sermones, aunque el mismo San Pablo le predicara que todas ellas eran, por lo menos, otras evidencias de que allí no había ni migaja de juicio, ni asomo de sindéresis, ni gota de ingenio, ni sombra de meollo, ni pizca de entendimiento.

7. Sí, andaos a persuadírselo, cuando a ojos vistas estaba viendo que sólo con este preliminar aparato se arrastraba los concursos, se llevaba los aplausos, conquistaba para sí los corazones, y no había estrado ni visita donde no se hablase del último sermón que había predicado.

8. Ya era sabido que siempre había de dar principio a sus sermones, o con algún refrán, o con algún chiste, o con alguna frase de bodegón, o con alguna cláusula enfática o partida, que a primera vista pareciese una blasfemia, una impiedad o un desacato; hasta que, después de tener suspenso al auditorio por un rato, acababa la cláusula, o salía con una explicación que venía a quedar en una grandísima friolera. Predicando un día del misterio de la Trinidad, dio principio a su sermón con este período:

-Niego que Dios sea uno en esencia y trino en personas -y parose un poco.

Los oyentes, claro está, comenzaron a mirarse los unos a los otros, o como escandalizados o como suspensos, esperando en qué había de parar aquella blasfemia heretical. Y cuando a nuestro predicador le pareció que ya los tenía cogidos, prosigue con la insulsez de añadir:

-Así lo dice el ebionista, el marcionista, el arriano, el maniqueo, el sociniano; pero yo lo pruebo contra ellos con la Escritura, con los Concilios y con los Padres.

9. En otro sermón de la Encarnación, comenzó de esta manera:

-A la salud de ustedes, caballeros.

Y como todo el auditorio se riese a carcajada tendida, porque lo dijo con chulada, él prosiguió diciendo:

-No hay que reírse, porque a la salud de ustedes, de la mía y de todos, bajó del cielo Jesucristo y encarnó en las entrañas de María. Es artículo de fe: Pruébolo: Propter nos homines et propter nostram salutem, descendit de coelis et incarnatus est.

Al oír esto, quedaron todos como suspensos y embobados, mirándose los unos a los otros, y escuchándose una especie de murmurio en toda la iglesia, que faltó poco para que parase en pública aclamación.

10. Había en el lugar un zapatero, truhán de profesión y eterno decidor, a quien llamaban en el pueblo el azote de los predicadores, porque en materia de sermones su voto era el decisivo. En diciendo el predicador: «¡Gran pájaro! ¡Pájaro de cuenta!», bien podía el padre desbarrar a tiros largos; porque tendría seguros los más principales sermones de la villa, incluso el de la fiesta de los Pastores y el de San Roque, en que había novillos y un toro de muerte. Pero si el zapatero torcía el hocico y, al acabar el sermón, decía: «¡Polluelo! ¡Cachorrillo! Iráse haciendo», más que el predicador fuese el mismísimo Vieira en su mesma mesmedad, no tenía que esperar volver a predicar en el lugar, ni aun el sermón de San Sebastián, que sólo valía una rosca, una azumbre de hipocrás y dos cuartas de cerilla. Este, pues, formidable censor de los sermones estaba tan pagado de los del padre fray Blas (que éste era la gracia del padre predicador mayor), que no encontraba voces para ponderarlos. Llamábale pájaro de pájaros, el non prus hurta de los púlpitos, y, en fin, el orador por Antonio Mesía, queriendo decir el orador por antonomasia. Y como el tal zapatero llevaba en el lugar, y aun en todo aquel contorno, la voz de los sermones, no se puede ponderar lo mucho que acreditó con sus elogios a fray Blas, y la gran parte que tuvo en que se hiciese incurable su locura, vanidad y bobería.

11. Compadecido igualmente de la sandez del predicador, que de la perjudicial simpleza del zapatero, un padre grave, religioso, docto y de gran juicio, que después de haber sido provincial de la orden, se había retirado a aquel convento, emprendió curar a los dos, si podía conseguirlo. Y como el día después del famoso sermón de la Anunciación le fuese a calzar el zapatero (porque era el maestro de la comunidad), y éste, con su acostumbrada bachillería, comenzase a ponderar el sermón del día antecedente, pareciéndole también que en aquello lisonjeaba al reverendísimo por ser fraile de su orden, el buen padre ex provincial quiso aprovechar aquella ocasión; y sacando la caja, dio un polvo a Martín (que éste era el nombre del zapatero), hízole sentar junto a sí, y encarándose con él, le dijo con grandísima bondad:

12. -Ven acá, Martín; ¿qué entiendes tú de sermones? ¿Para qué hablas de lo que no entiendes, ni eres capaz de entender? Si no sabes escribir, ni apenas sabes deletrear, ¿cómo has de saber quién predica mal ni bien? Dime, si yo te dijera a ti que no sabías cortar, coser, desvirar ni estaquillar, y que todo esto lo hacía mejor fulano o citano, de tu misma profesión, ¿no me dirías con razón: «Padre, déjelo, que no lo entiende. Métase allá con sus libros, y déjenos a los maestros de obra prima con nuestra tijera, con nuestra lesna, y con nuestro trinchete»? Esto, siendo así que saber cuál zapato está bien o mal cosido, bien o mal cortado, es cosa que puede conocer cualquiera que no sea ciego. Pues si un maestro y un predicador harían mal en censurar, y mucho peor en dar reglas de cortar ni de coser, a un zapatero, ¿será tolerable que un zapatero se meta en dar reglas de predicar a los predicadores y en censurar sus sermones? Mira, Martín, lo más más que tú puedes conocer y en que puedes dar tu voto, es en si un predicador es alto o bajo, derecho o corcovado, cura o fraile, gordo o flaco, de voz gruesa o delgada, si manotea mucho o poco, y si tiene miedo o no le tiene; porque para esto no es menester más que tener ojos y oídos; pero en saliendo de aquí, no sólo te expones a decir mil disparates, sino a elogiar cien herejías.

13. -Vítor, padre reverendísimo -dijo el truhán del zapatero-. ¿Y por qué no acaba su reverendísima con gracia y gloria, para que el sermoncillo tenga su debido y legítimo final? Según eso, ¿tendrá vuestra reverendísima por herejía aquella gallarda entradilla con que el padre predicador mayor dio principio al sermón de la Santísima Trinidad: «Niego que Dios sea uno en esencia y trino en persona»?

-Y de las más escandalosas que se pueden oír en un púlpito católico -respondió el grave y docto religioso.

-Pero si dentro de poco -replicó Martín- añadió el padre fray Blas que no lo negaba él, sino el ebanista, el marconista, el marrano, el macabeo y el sucio enano, o una cosa así, y sabemos que todos éstos fueron unos perros herejes; ¿qué herejía de mis pecados dijo el buen padre predicador, sino puramente referir la que estos turcos y moros dijeron?

Sonriose el reverendo ex provincial, y sin mudar de tono le replicó blandamente:

-Dígame, Martín, si uno echa un voto a Cristo redondo, y de allí a un rato añade valillo, ¿dejará de haber echado un juramento?

-Claro es que no -respondió el zapatero-, porque así lo he oído cien veces a los teatinos, cuando vienen a misionarnos el alma. Y a fe que en esto tienen razón, porque el valillo que se sigue después ya viene tarde; y es así, a la manera, que digamos, de aquello que dice el refrán: «Romperle la cabeza, y después lavarle los cascos».

-Pues a la letra sucede lo mismo en esa proposición escandalosa y otras semejantes que profieren muchos predicadores de mollera por cocer -repuso el buen padre-. La herejía o el disparate sale rotundo, y en todo caso descalabran con él al auditorio, y eso es lo que ellos pretenden, teniéndolo por gracia. Después entran las hilas, los parchecitos y las vendas para curarle. De manera que todo el chiste se reduce a echar por delante una proposición que escandalice, y cuanto sea más disonante, mejor; después se la da una explicación con la cual viene a quedar una grandísima friolera. ¿No te parece, Martín, que aun cuando así se salve la herejía, a lo menos no se puede salvar la insensatez y la locura?

14. -No entiendo de tulogías -respondió el zapatero-. Lo que sé es que por lo que toca a la entradilla del sermón de ayer: «A la salud de ustedes, caballeros», ni vuestra reverendísima ni todo el Concilio Trementino me harán creer que allí hubo herejía, porque la probó claramente con el Credo: proter nostra salute descendit de coelos, y que a todos nos dejó aturdidos.

-Es cierto -replicó el reverendísimo- que en eso no hubo herejía. Pero, ¿no me dirá, Martín, en qué estuvo el chiste o la agudeza que tanto los aturdió?

-¡Pues qué! -respondió el maestro de obra prima-. ¿No es la mayor agudeza del mundo comenzar un sermón como quien va a echar un brindis; y cuando todo el auditorio se rió, juzgando que iba a sacar un jarro de vino para convidarnos, echarnos a todos un jarro de agua con un texto que vino que ni pintado?

-Óigase, Martín -le dijo con sosiego el reverendísimo- cuando en una taberna comienza un borracho a predicar, ¿qué se suele decir de él?

-A ésos -respondió Martín- nosotros los cofrades de la cuba los llamamos los borrachos desahuciados; porque sabida cosa es que borrachera que entra por la mística o a la apostólica, es incurable.

-Pues venga acá, buen hombre -replicó el ex provincial-, si la mayor borrachera de un borracho es hablar en la taberna como hablan en el púlpito los predicadores, ¿será gracia, chiste y agudeza de un predicador usar en el púlpito las frases que usan en la taberna los borrachos? ¡Y a estos predicadores alaba, Martín! ¡A éstos aplaude! Vaya, que tiene poca razón.

-Padre maestro -respondió convencido y despechado el zapatero-, yo no he estudiado lógica; lo que digo es que lo que me suena, me suena. Vuestra paternidad es de esa opinión, y otros son de otra; y son de la misma lana, y en verdad que no son ranas. El mundo está lleno de envidia, y los claustros no están muy vacíos de ella. Viva mi padre fray Blas, y vuestra paternidad deme su licencia, que me voy a calzar al padre refitolero.

15. No bien había salido Martín de la celda del padre ex provincial, cuando entró en ella fray Blas a despedirse de su reverendísima, porque el día siguiente tenía que ir a una villa que distaba cuatro leguas, a predicar la colocación de un retablo. Como estaban frescas las especies del zapatero, y el buen reverendísimo -ya por la honra de la religión, ya por la estimación del mismo padre predicador, a quien realmente quería bien y sentía ver malogradas unas prendas que, manejadas con juicio, podrían ser muy apreciables- deseaba lograr coyuntura de desengañarle, y pareciéndole que era muy oportuna la presente, le dijo luego que le vio:

-Padre predicador, siento que no hubiese llegado usted un poco antes, para que oyese una conversación en que estaba con Martín el zapatero; y él me la cortó cuando yo deseaba proseguirla.

-Apuesto -respondió fray Blas- que era acerca de sermones, porque no habla de otras cosas; y en verdad que tiene voto.

-Podrále tener -replicó el ex provincial- en saber dónde aprieta el zapato; pero en saber dónde aprieta el sermón, no sé por qué ha de tenerle.

-Porque para saber quién predica bien o mal -respondió fray Blas-, no es menester más que tener ojos y oídos.

-Pues de esa manera -replicó el ex provincial-, todos los que no sean ciegos ni sordos tendrán tanto voto como el zapatero.

-Es que hay algunos -respondió el padre fray Blas- que, sin ser sordos ni ciegos, no tienen tan buenos ojos ni tan buenos oídos como otros.

-Eso es decir -replicó el ex provincial- que para calificar un sermón no es menester más que ver cómo lo acciona, y oír cómo lo siente el predicador.

-No, padre nuestro, no es menester más.

-Conque, según eso -arguyó el ex provincial-, para ser buen predicador no es menester más que ser buen representante.

-Concedo consequentiam -dijo fray Blas muy satisfecho.

16. -¿Y es posible que tenga aliento para proferir semejante proposición un orador cristiano, y un hijo de mi padre San N., que viste su santo hábito? Ora bien, padre predicador mayor, ¿cuál es el fin que se debe proponer en todos sus sermones un cristiano orador?

-Padre nuestro -respondió fray Blas, no sin algún desenfado-, el fin que debe tener todo orador cristiano, y no cristiano, es agradar al auditorio, dar gusto a todos y caerles en gracia: a los doctos, por la abundancia de la doctrina, por la multitud de las citas, por la variedad y por lo selecto de la erudición; a los discretos, por las agudezas, por los chistes y por los equívocos; a los cultos, por el estilo pomposo, elevado, altisonante y de rumbo; a los vulgares, por la popularidad, por los refranes y por los cuentecillos encajados con oportunidad y dichos con gracia; y en fin, a todos, por la presencia, por el despejo, por la voz y por las acciones. Yo, a lo menos, en mis sermones no tengo otro fin, ni para conseguirle me valgo de otros medios. Y en verdad que no me va mal, porque nunca falta en mi celda un polvo de buen tabaco, una jícara de chocolate; hay un par de mudas de ropa blanca; está bien proveída la frasquera; y finalmente, no faltan en la naveta cuatro doblones para una necesidad. Y nunca salgo a predicar que no traiga cien misas para el convento, y otras tantas para repartirlas entre cuatro amigos. No hay sermón de rumbo en todo el contorno que no se me encargue, y mañana voy a predicar a la colocación del retablo de..., cuyo mayordomo me dijo que la limosna del sermón era un doblón de a ocho.

17. Apenas pudo contener las lágrimas el religioso y docto ex provincial, cuando oyó un discurso tan necio, tan aturdido y tan impío en la boca de aquel pobre fraile, más lleno de presunción y de ignorancia que de verdadera sabiduría; y compadecido de verle tan engañado, encendido en un santo celo de la gloria de Dios, de la honra de la religión y del bien de las almas, en las cuales podía hacer gran fruto aquel alucinado religioso, si empleara mejor sus naturales talentos, quiso ver si podía convencerle y desengañarle. Levantose de la silla en que estaba sentado, cerró la puerta de la celda, echó la aldabilla por adentro, para que ninguno los interrumpiese, tomó de la mano al predicador mayor, metiole en el estudio, hízole sentar, y sentándose él mismo junto a él, con aquella autoridad que le daban sus canas, su venerable ancianidad, su doctrina, su virtud, sus empleos, su crédito y su estimación en la orden, le habló de esta manera:




ArribaAbajoCapítulo III

Del grave y docto razonamiento que un padre ex provincial de la orden hizo al predicador mayor de la casa donde estudiaba las artes nuestro Fray Gerundio


-Aturdido estoy, padre fray Blas, de lo que acabo de oírle, tanto, que aun ahora mismo estoy dudando si me engañan mis oídos, o si sueño lo que oigo. Bien temía yo, al oírle predicar y al observar cuidadosamente todos sus movimientos antes del púlpito, en el púlpito y después del púlpito, que en sus sermones no se proponía otro fin que el de la vanidad, el del aplauso y del interés. Pero este temor no pasaba de ofrecimiento, y ni aun se atrevía a ser sospecha, porque no se fuese arrimando a juicio temerario. Mas ya veo, por lo que acabo de oírle, que me propasé de piadoso.

2. »¡Conque el fin de un orador cristiano, y no cristiano, es agradar al auditorio, captar aplausos, granjear crédito, hacer bolsillo y solicitar sus convenenzuelas! A vista de esto, ya no me admiro de que el padre predicador se disponga para subir al púlpito, como se dispone un comediante para salir al teatro: muy rasurado, muy afeitado, muy copetudo, el mejor hábito, la capa de lustre, la saya plegada, zapatos nuevos ajustados y curiosos, pañuelo de color sobresaliente, otro blanco, cumplido y de tela muy delgada, menos para limpiar el sudor que para hacer ostentación de lo que debiera correrse un religioso que profesa modestia, pobreza y humildad. Un predicador apostólico que subiese a la cátedra del Espíritu Santo con el único fin de enamorar a los oyentes de la virtud, y moverlos eficazmente a un santo aborrecimiento del pecado, se avergonzaría de esos afectados adornos, tan impropios de su estado como de su ministerio. Pero quien sube a profanarla con fines tan indecentes, y aun estoy por decir tan sacrílegos, ni puede ni debe usar otros medios. No quiero decir que el desaliño cuidadoso sea loable en un predicador; sólo pretendo que la afectada curiosidad en el vestido o en el traje es la cosa más risible; y no hay hombre de juicio que no tenga por loco al religioso que pone más cuidado en componer el hábito que en componer el sermón, pareciéndole que el afeite de la persona puede suplir la tosca grosería del papel. En una palabra, padre mío, el que se adorna de esa manera para predicar, bien da a entender que no va a ganar almas para Dios, sino a conquistar corazones para sí. No sube a predicar, sino a galantear; tiene más de orate que de verdadero orador.

3. »El fin de éste, sea sagrado, sea profano, siempre debe ser convencer al entendimiento y mover a la voluntad, ya sea a abrazar alguna verdad de la religión, si el orador es sagrado, ya a tomar alguna determinación honesta y justa, si fuere profano el orador. No habrá leído ni leerá jamás el padre predicador que un orador profano, por profano que fuese, se hubiese jamás propuesto otro fin. Éste es el único que se propusieron en sus oraciones Demóstenes, Cicerón y Quintiliano, dirigiéndose todas a algún fin honesto y laudable: unas a conservar a la república, otras a encender los ánimos contra la tiranía; éstas a defender a la inocencia, aquéllas a reprimir la injusticia; muchas a implorar la misericordia, no pocas a excitar toda la severidad de las leyes contra los atrevimientos de la insolencia. Si se hubiera olido que algunos de aquellos famosos oradores no tenían otro fin en sus declamaciones que hacerse oír con gusto, captar el aura popular, ostentar el aseo o la majestad del vestido, el aire de la persona, el garbo de las acciones, lo sonoro de la voz, lo bien sentido de los afectos, la pomposa hojarasca de las palabras y la agudeza o falsa brillantez de los pensamientos; si se hubiera llegado a entender que sus arengas no se dirigían a otro fin que a solicitar aplausos, a conquistar corazones y a ganar dinero, hubieran sido el objeto de la risa, del desprecio y aun de la indignación de todos. Y si algunos concurriesen a oírlos, no sería ciertamente para dejarse persuadir de ellos como de oradores, sino para divertirse con ellos como se divertían con los histriones, con los pantomimos y con los charlatanes. Porque, en suma, mi padre predicador, el orador no es más que un hombre dedicado por su ministerio a instruir a los otros hombres, haciéndolos mejores de lo que son. Y dígame: ¿los hará mejores de lo que son el que, desde que se presenta en el púlpito, se muestra tan dominado de las pasioncillas humanas como el que más? ¿Hará humilde al vano y al soberbio el que en todas sus acciones y movimientos está respirando presunción y vanidad? ¿Corregirá la profanidad de los adornos y el desordenado artificio de los afeites el que, dentro de los términos a que puede extenderse su estado y su profesión, sube al púlpito de gala? ¿Enmendará los desórdenes de la codicia el que se sabe que hace tráfico de su ministerio, que predica por interés, y que revuelve al mundo para que le encarguen los sermones que más valen? Finalmente, ¿a quién persuadirá que a solo Dios debemos agradar, el que confiesa que en sus sermones no tiene otro fin que el agradar a los hombres?

4. »¿No me dirá el padre predicador si los Apóstoles se propusieron este bastardo fin en los sermones con que doce hombres rústicos, groseros y desaliñados convirtieron a todo el mundo? Dirá que Dios hacía la costa. ¿Y quién le ha dicho que no lo haría también ahora si se predicara con el espíritu con que predicaron los Apóstoles? Replicará que aquéllos eran otros tiempos, y que los nuestros son muy diferentes que aquéllos. ¿Qué quiere decir en eso, padre mío? Si quiere decir que los Apóstoles predicaron a una gente idiota, bárbara, inculta, ignorante, que se convencía de cualquiera cosa, y en cualquiera manera que se la propusiesen, acreditará que está más versado en leer libros de conceptillos que llaman predicables, y yo llamo intolerables y contentibles, que en la historia eclesiástica y profana. ¿Sabe que nunca estuvo el mundo más cultivado que cuando Dios envió sus Apóstoles a él? ¿Ignora que aún duraban y duraron por algún tiempo las preciosas reliquias del dorado siglo de Augusto, dentro del cual nació Cristo, y en el cual florecieron más que en otro alguno todas las artes y ciencias, especialmente la oratoria, la poesía, la filosofía y la historia? Nuestro siglo presume, con razón o sin ella, de más cultivado que otro alguno; y no se puede negar que en algunas determinadas facultades y artes se han hecho descubrimientos que ignoraron los que le precedieron. Con todo eso, en aquellas que cultivaron los antiguos, no se ha decidido hasta ahora entre los críticos la famosa cuestión sobre la preferencia de éstos a los modernos; y sepa el padre predicador que, aunque las razones que se alegan por unos y por otros son de mucho peso, pero el número de votos que están por los primeros hace incomparables excesos al que cuentan los segundos. Vea ahora si eran ignorantes, bárbaros e incultos aquellos a quienes predicaron y convirtieron los Apóstoles, cuando se disputa con grandes fundamentos si nos excedieron en comprehensión, en ingenio, en buen gusto y en cultura.

5. »Repondrá que aun por eso mismo los Apóstoles no convertían más que a la gente popular, idiota y del vulgacho. Otra alucinación que nace del mismo principio. ¿No me hará merced el padre predicador de decirme si era idiota, popular y del vulgacho Cornelio el Centurión? ¿Si el eunuco de la reina Cándace era también del vulgacho y popular? ¿Si era idiota San Dionisio Areopagita? ¿Si era un pobre ignorante San Justino Mártir? ¿Si San Clemente Alejandrino fue idiota? ¿Si era popular y del vulgacho San Lino y sus padres Herculano y Claudia, ambos de las familias más ilustres de Toscana? ¿Si tantos reyes, tantos príncipes y tantos magistrados como convirtieron los Apóstoles en sus respectivas provincias eran del vulgacho y populares? Un predicador que siquiera se tomase el corto y necesario trabajo de leer las vidas de los santos de quienes predica, no incurriría en semejante pobreza. Pero, ¿cómo no ha de incurrir en esta y en más crasas ignorancias, cuando muchas veces quien tiene menos noticia del santo a que se predica es el mismo predicador, haciendo vanidad de tomar asuntos tan abstraídos que un mismo sermón se puede predicar a San Liborio, a San Roque, a San Cosme y San Damián, a la Virgen de las Angustias, y, en caso necesario, a las benditas ánimas del purgatorio?

6. »Pero si acaso quiere decir el padre predicador que aquellos primeros tiempos de la Iglesia, aunque no eran menos instruidos, eran menos estragados que los nuestros, y consiguientemente no era tan dificultoso reducirlos a la verdad del Evangelio con razones claras, naturales, desnudas y sencillas, dirá otra necedad que en conciencia no se le puede perdonar. ¿Conque eran menos estragados que los nuestros unos tiempos en que los vicios eran adorados como virtudes, y las virtudes aborrecidas como vicios? ¿Unos tiempos en que la incontinencia recibía inciensos en Citerea, la embriaguez adoraciones en Baco, el latrocinio sacrificios en Mercurio? ¿Unos tiempos en que se adoraba a Júpiter estrupador, a Venus incestuosa, a Hércules usurpador y a Caco ratero? ¿Unos tiempos en que la vanidad se llamaba grandeza de corazón, el orgullo elevación de espíritu, la soberbia magnanimidad, la usurpación heroísmo; y al contrario, la modestia, el encogimiento, la moderación y el retiro se trataban como bajeza de ánimo, como apocamiento no sólo inútil, sino pernicioso a la sociedad?

7. »Mas no quiero estrecharle tanto, no quiero hacer cotejo de nuestro siglo con el primer siglo de la Iglesia; conténtome con hacer la comparación entre nuestros tiempos y aquellos en que florecieron los Paduas, los Ferreres, los Tomases de Villanueva. Dígame: ¿hay mucha diferencia entre nuestras costumbres y las de aquellos tiempos? Si sabe algo de historia, precisamente responderá que si hay alguna diversidad, es en los trajes, en las modas, en la mayor perfección de las lenguas y en algunos usos puramente accidentales y exteriores; que en lo demás, reinaban entonces como ahora las mismas costumbres, las mismas pasiones, las mismas inclinaciones, los mismos vicios, los mismos desórdenes, sólo que éstos eran más frecuentes, más públicos y más escandalosos en aquellos tiempos que en éstos. Con todo eso, ¿qué conversiones tan portentosas y tan innumerables no hicieron aquellos santos en los suyos? ¿Qué séquito no tenían siempre que predicaban, despoblándose las ciudades y aun las provincias enteras por oírlos? ¿Y se predicaban a sí mismos? ¿No se proponían otro fin en sus sermones que el de captar aplausos, granjear admiraciones, ganar dinero y meter ruido en el mundo? Metíanle, y grande; pero ¿era esto lo que ellos intentaban? ¿Y conseguíanlo por unos medios tan impropios, tan indecentes, tan indignos, y aun estoy por decir tan sacrílegos?

8. »Paréceme que estoy ya oyendo lo que me dirá interiormente el padre predicador: «Lo que veo es que yo lo consigo por los que uso; que también meto ruido, que me siguen, que me aplauden y que me admiran». ¡Lindamente! Y de ahí ¿qué se infiere? ¿Qué predica bien? ¿Qué sabe siquiera lo que se predica? ¡Oh, qué mala consecuencia! Mete ruido; también le mete una farsa cuando entra en un lugar. Síguenle; también se sigue a un charlatán, a un truhán, a un titiritero, a un arlequín cuando hacen sus habilidades en un pueblo. Apláudenle; pero ¿quiénes? Los que oyen como oráculo a un infeliz zapatero, y los que celebran a un predicador como pudieran a un representante. Admíranse al oírle; pero ¿de qué? Los necios y los aturdidos, de su osadía y de sus gesticulaciones; los cuerdos y los inteligentes, de su satisfacción y de su falta de juicio.

9. »Ora bien, padre predicador: ¿quién le ha dicho que los aplausos y las admiraciones de la muchedumbre son hijas de los aciertos? Frecuentísimamente, por no decir las más veces, son hijas de la ignorancia. El vulgo, por lo común, aplaude lo que no entiende; y sepa que en todas las clases de la república hay mucho vulgo. Ya habrá leído u oído lo de aquel famoso orador que, arengando en presencia de todo el pueblo, y oyendo hacia la mitad de la oración una especie de alegre murmurio de la multitud que le sonó a aclamación, se volvió a un amigo suyo que estaba cerca, y le preguntó sobresaltado: «¿He dicho algún disparate? Porque este aplauso popular no puede nacer de otro principio». Aun el mismo Cicerón, que no escupía los aplausos, desconfiaba de ellos si eran muy frecuentes, pareciéndole que no siendo posible merecerlos siempre, necesariamente había de tener en ellos mucha parte la adulación o la ignorancia. «No gusto oír muchas veces en mis oraciones: ¡Qué cosa tan buena! ¡No se puede decir mejor!» Belle et praeclare nimium, saepe, nolo.

10. »Aún más equívocas son las admiraciones que los elogios: éstos nunca debieran dirigirse sino a lo bueno y a lo sólido; aquéllas pueden, sin salir de su esfera, limitarse precisamente a lo singular y a lo nuevo, porque la admiración no tiene por objeto lo bueno, sino lo raro. Y así dice discretamente un jesuita francés, muy al caso en que nos hallamos, que «puede suceder, y sucede con frecuencia, una especie de paradoja en los sermones; ésta es que el auditorio tiene razón para admirar ciertos trozos del discurso que se oponen al juicio y a la razón, y de aquí nace que muy frecuentemente se condena poco después lo mismo que a primera vista se había admirado». ¿Cuántas veces lo pudo haber notado el padre predicador? Están los oyentes escuchando un sermón con la boca abierta, embelesados con la presencia del predicador, con el garbo de las acciones, con lo sonoro de la voz, con la que llaman elevación del estilo, con el cortadillo de las cláusulas, con la viveza de las expresiones, con lo bien sentido de los afectos, con la agudeza de los reparos, con el aparente desenredo de las soluciones, con la falsa brillantez de los pensamientos. Mientras dura el sermón, no se atreven a escupir, ni aun apenas a respirar, por no perder ni una sílaba. Acabada la oración, todo es cabezadas, todo murmurios, todo gestos y señas de admiraciones. Al salir de la iglesia, todo es corrillos, todo pelotones, y en ellos todo elogios, todo encarecimientos, todo asombros. ¡Hombres como éste! ¡Pico más bello! ¡Ingenio más agudo!

11. »Pero, ¿qué sucede? Algunos hombres inteligentes, maduros, de buena crítica y de juicio, que oyeron el sermón y no se dejaron deslumbrar, no pudiendo sufrir que se aplauda lo que debiera abominarse, sueltan ya esta, ya aquella especie contra todas las partes de que se compuso el sermón, y hacen ver con evidencia que todo él fue un tejido de impropiedades, de ignorancias, de sandeces, de pobrezas y, cuando menos, de futilidades. Demuestran con toda claridad que el estilo no era elevado, sino hinchado, campanudo, ventoso y de pura hojarasca; que las cláusulas cortadas y cadenciosas son tan contrarias a la buena prosa como las llenas y las numerosas, pero sin determinada medida, lo son al buen verso; que este género de estilo causa risa o, por mejor decir, asco a los que saben hablar y escribir; que las expresiones que se llaman vivas no eran sino de ruido y de boato; que aquel modo de sentir y de expresar los afectos, más era cómico y teatral que oratorio, loable en las tablas, pero insufrible en el púlpito; que los reparos eran voluntarios, su agudeza una fruslería, y la solución de ellos tan arbitraria como fútil; que los pensamientos se reducían a unos dichicos de conversación juvenil, a unos retruécanos o juguete de palabras, a unos conceptos poéticos, sin meollo ni jugo, y sin solidez; que en todo el sermón no se descubrió ni pizca de sal oratoria, pues no había en él ni asomo de un discurso metódico y seguido, nada de enlace, nada de conexión, nada de raciocinio, nada de moción: en fin, una escoba desatada, conceptillos esparcidos por aquí y por allí, y acabose. Conque, todo bien considerado, no había que aplaudir ni que admirar en nuestro predicador, sino su voz, su manoteo, su presunción y su reverendísimo coranvobis. Los que oyen discurrir así a estos hombres perspicaces, penetrativos y bien actuados en la materia, vuelven de su alucinación, conocen su engaño, y el predicador que por la mañana era admirado, ya por la tarde es tenido por pieza; los compasivos le miran con lástima, y los duros con desprecio.

12. »No quiero más prueba de esta verdad que los sermones mismos del padre predicador. ¡Cuánto se celebró y cuánto se admiró aquella famosa entradilla del sermón de la Santísima Trinidad: «Niego que Dios sea uno en esencia y trino en personas»! ¡Cuánto se admiró y cuánto se ponderó la otra del sermón de la Anunciación: «¡A la salud de ustedes, caballeros»! ¿Qué elogios no se oyeron de una y otra al acabarse las funciones? Pero, ¿cuánto duraron estas admiraciones y estos aplausos? El tiempo que tardó un hombre celoso, caritativo y prudente en abrir los ojos a los oyentes, para que conociesen que la primera proposición había sido una grandísima herejía, y la segunda una grandísima borrachera. Y cuando menos, añadida la explicación de la una y de la otra, ambas habían quedado en dos grandes insulseces. Porque la primera se redujo a decir que muchos herejes habían negado el misterio de la Santísima Trinidad. ¡Miren qué noticia tan exquisita! Y la segunda, estrujada su sustancia, no vino a decir más que Cristo o el Verbo divino había encarnado por la salud de los hombres. ¡Miren qué pensamiento tan delicado! Luego que sus oyentes cayeron en la cuenta, quedaron corridos de lo mismo que habían admirado poco antes; y sé muy bien que en las mismas tardes de la Trinidad y de la Anunciación se lo dieron a entender al padre predicador, si él hubiera querido percibirlo. Porque yendo a visitar a sus penitentes, como lo acostumbra los días que predica, para recoger los aplausos de los estrados, cierta señorita le dijo el día de la Trinidad: «¡Jesús, padre predicador! Dios se lo perdone a vuestra merced el susto que me dio con el principio de su sermón; porque cierto temí que el comisario del Santo Oficio le mandase callar, y que desde el púlpito le llevase a la Inquisición». Y también sé que otra le dijo la tarde de la Anunciación: «Cuando vuestra merced comenzó el sermón esta mañana, creí que estaba dormida, y que soñaba que en lugar de llevarme a la iglesia, me habían llevado a la taberna». Ambas fueron dos pullas muy delicadas y bien merecidas; pero como el padre predicador todo lo convierte en sustancia, túvolas por chiste, y le entraron en provecho.

13. »Éstos son, padre mío, los aplausos que logra aun de aquellas personas que no tienen más luces que las de un sindéresis natural bien puesto: burlarse de él y estimarle en lo que vale. Las que están más cultivadas, las que tienen alguna tintura del buen gusto, y sobre todo aquellas que no miran con indiferencia un ministerio tan serio y tan sagrado de la religión, no le puedo ponderar el dolor que las causa verle tan profanado en su boca, y la compasión con que miran tan infelizmente malogrados unos talentos que, si los manejara como debe, serían utilísimos para el bien de las almas, para la gloria de Dios, para mucha honra de nuestra sagrada orden y para más sólida y más verdadera estimación del padre predicador. No puede dudar éste la especial inclinación que siempre le he manifestado, desde que fue mi novicio; las pesadumbres de que le libré, cuando fui prelado suyo; la estimación que hice de sus prendas, siendo su provincial, pues yo fui quien le colocó en el candelero, encargándole uno de los púlpitos más apetecidos de la provincia. Ya se acordará de la carta paternal que con esta ocasión le escribí, recomendándole mucho que desempeñase mi confianza; que no diese ocasión para que me insultasen los que censuraron esta elección, sin duda porque le conocían mejor que yo; que predicase a Jesucristo crucificado, y no se predicase a sí mismo; o, a lo menos, que predicase con juicio y con piedad, ya que no tuviese espíritu para hacerlo con celo y con fervor. Protéstole que uno de los mayores remordimientos que tengo de los muchos desaciertos que cometí en mi provincialato (aunque pongo Dios por testigo que todos con buena intención), es el de haber hecho predicador al padre fray Blas, fiando la conversión de las almas a quien en nada menos piensa que en convertirlas, y a quien muestra tener la suya no poco necesitada de conversión. Díle a conocer en el mundo, cuando estaría mejor en el retiro del claustro y en la soledad del coro. Púsele en ocasión de que los aplausos de los necios le engreyesen, y la vanidad le precipitase. Conózcolo, llórolo, pero ya no lo puedo remediar; pues veo, con imponderable dolor mío, que aun dentro de la religión no faltan fomentadores de su vanidad, elogiadores y panegiristas de sus locuras: unos porque no alcanzan más, otros por adulación, algunos pocos por interés, y la mayor parte porque se deja llevar de la corriente y no tiene más regla que el grito de la muchedumbre.

14. »Entre estos últimos cuento a esa pobre juventud compuesta de colegiales, filósofos y teólogos, que se cría en este convento, y a quien es indecible el daño que hace con su mal ejemplo el padre predicador. Venle aplaudido, celebrado, buscado, regalado y sobrado de religiosas conveniencias; oyen al mismo padre predicador hacer ostentación pueril de ellas, alabarse de lo mucho que le fructifica la semilla del Verbum Dei, ponderar la utilidad y la estimación de su carrera, haciendo chunga y chacota de la de los lectores y maestros de la orden, a quienes trata de pelones, pobretes, mendigos, pordioseros y camaleones, que se sustentan del aire de los ergos, y que tienen las navetas tan vacías de chocolate como los cascos llenos de cuestiones impertinentes. ¿Qué sucede? Que cobran horror al estudio escolástico, tan necesario para la inteligencia de los misterios y de los dogmas, y para no decir de unos y de otros tantos disparates como dice el padre predicador. Dedícanse a leer libros de sermonarios inútiles y disparatados, o a trasladar sermones tan ridículos, tan insustanciales y aun tan perniciosos como los del padre fray Blas. Tómanle a él mismo por modelo, remedándole hasta las acciones y los movimientos, sin advertir que los que parecen bien cuando son naturales, se hacen risibles y despreciables en el remedo. Críanse con esta leche, y salen después a ser la diversión del vulgo, la admiración de los ignorantes, la risa de los discretos, el dolor de los piadosos, el descrédito de la orden, y tal vez su azote y su tormento.

15. »Viéndolo estamos todos en ese pobre, simple y atolondrado fray Gerundio. Su sencillez por una parte, y el padre predicador por otra, ambos concurren a echarle a perder a tiros largos. Aunque no le faltan talentos para que con el tiempo saliese hombre de provecho, viendo estoy que nos ha de sonrojar y que nos ha de dar que padecer. No hay forma de estudiar una conferencia, de dedicarse a entender una cuestión, y mira con horror al estudio escolástico, gastando el tiempo en leer sermones impresos y en trasladar los manuscritos del padre fray Blas. Y esto, ¿por qué? Porque me dicen que no sale de su celda; que tiene en ella letra abierta para desayunarse, para merendar y para perder tiempo; que el padre predicador le va imbuyendo en todas sus máximas, hasta pegarle también sus afectos y desafectos, no sólo con perjuicio de su buena educación, sino en grave detrimento de la caridad y de la unión fraternal y religiosa.

16. »Por tanto, padre mío, si el amor de nuestra madre la religión le debe algo; si tiene algún celo por la salvación de las almas que Jesucristo redimió con su preciosa sangre; si su misma estimación sólida y verdadera le merece algún cariño, ruégole, por la misma preciosísima sangre de Jesús, que mude de conducta. Sea más noble, más cristiano y más religioso el fin de sus sermones; y será muy otra su disposición. Predique a Cristo crucificado, y no se predique a sí mismo; y a buen seguro que no pondrá tanto cuidado en el afectado aliño de su persona. No busque otro interés que el de las almas: Da mihi animas, caterea tolle tibi; y yo le fío que predicará de otra manera. No solicite aplausos, sino conversiones; y tenga por cierto que no sólo logrará las conversiones que desea, sino los aplausos que no solicita, y éstos de orden muy superior al aura popular y vana que ahora le arrebata tanto. Sobre todo, le encargo, le ruego, le suplico que cuando no haga caso de lo que le digo y se obstine en seguir el errado rumbo que ha comenzado, a lo menos no dogmatice, no haga escuela tan perniciosa, no quiera imitar aquel dragón que con la cola arrastró tras de sí la tercera parte de las estrellas. Estremézcale aquel Vae! tan espantoso contra los que escandalizan a los pequeñuelos. Y no trate de vejez, de impertinencia, de prolijidad y de mala condición de los muchos años esta paternal, caritativa y reservada advertencia que le hago; sino mírela como la mayor prueba del verdadero amor que le profeso.




ArribaAbajoCapítulo IV

De la burla que hizo el predicador mayor del razonamiento del ex provincial, y de lo que pasó después con Fray Gerundio


Sin cespitar estuvo oyendo fray Blas el sermón que le espetó el reverendo padre ex provincial, y a pie firme sufrió la carga cerrada que le disparó, con una contenencia tal, que cualquiera se persuadiría que quedaba convencido, persuadido y trocado ya en otro hombre. Porque dice la leyenda de la orden que le oyó con semblante sereno, con los ojos bajos, con las manos debajo del escapulario, con el cuerpo algo inclinado hacia adelante, en postura humilde, aplicando un poco el oído izquierdo como para no perder sílaba, sin estornudar, sin escupir y aun sin sacar la caja ni tomar un polvo de tabaco en todo el tiempo que duró la misión. Ya el buen padre ex provincial se aplaudía interiormente a sí mismo de aquella feliz conquista; ya tenía por mil veces dichosa la hora en que se había determinado a hablarle con tanta resolución y claridad; ya estaba para echarle los brazos al cuello, dándole mil parabienes que finalmente hubiese abierto los ojos a la luz de la razón, cuando vio que el bueno del predicador levantó los suyos, le miró con serenidad, sacó las manos debajo del escapulario, reclinó el codo derecho sobre el brazo de la silla, refregose la barba, echó después mano a la manga, sacó la caja, dio dos golpecitos pausados sobre la tapa, abriola, tomó un polvo, y encarando al ex provincial, le dijo muy reposado:

-¿Acabó ya vuestra paternidad?

-Sí, ya acabé.

-Pues, padre nuestro, óigame vuestra paternidad este cuento.

2. »Asistía un loco al sermón del Juicio universal, que se predicaba en cierta misión. Estuvo verdaderamente fervoroso y apostólico el celoso misionero, y dejó tan aturdido al auditorio, que, aun después de acabado el sermón, por un rato ninguno se rebullía. Aprovechose el loco de aquel compungido silencio, y levantando la voz descompasadamente, dijo: «Señores, todo eso que nos acaba de predicar el padre misionero de juicio, juicio y juicio, sin duda que debe de ser así. Pero nondum venit hora mea, y yo llevo la contraria con el doctísimo Barradas». Vea vuestra paternidad si manda algo para Cevico de la Torre, porque yo parto mañana.

Y sin esperar a más razones, se levantó, tornó la puerta y se fue a su celda.

3. Esperábale en ella su queridito fray Gerundio, que además de ser un eterno admirador de las locuras y de los disparates de fray Blas, cuya sola razón bastaría para que éste le estimase mucho, era, fuera de eso, un frailecito rollizo, bien agestado, muy compuestico de andadura, de acciones y de movimientos; por lo cual, no sólo se llevaba todos los cariños del padre predicador mayor, sino generalmente los de casi todos los padres graves de la casa, entre los cuales había una especie de celillos y de competencia sobre quién le había de hacer más cocos. Enviábanle desde la mesa traviesa la fruta, los extraordinarios y el platillo, cuando sólo le tenían los padres gordos, y no los colegiales. Y aun por lo mismo era entre éstos envidiado, acechado y más que medianamente mordido, para lo que no daba él mismo poco motivo, ya por lo que se engreía con los halagos de los reverendísimos, ya por las mañuelas y artificios de que se valía para tenerlos más engaitados, ya finalmente porque el horror que tenía al estudio escolástico los daba muchas ocasiones de burlarse de él y de sonrojarle, las cuales no las perdían los bellacuelos de los otros colegiales. Pero a fray Gerundio se le daba muy poco de eso, procurando en todo caso cultivar la predilección de los mandones del convento; y entre todos, inclinándose más (aunque con el mayor disimulo posible) al despejo, al garbo y a la discreción del padre predicador mayor.

4. Luego que éste entró en la celda, contó a fray Gerundio cuanto le acababa de pasar con nuestro padre. Hízole un resumen del sermón, remedó su voz, imitó su postura, pintó sus gestos, glosó sus palabras y burlose de todo, tratándole de carcuezo, de fray Zaragüelles, de hombre de antaño y de otros apodos semejantes. Finalmente le dijo:

-Chico, como la misión duró tanto, tengo gana de cierta cosa, y así con tu licencia.

Retirose a la alcoba, tiró la cortina, hizo lo que tenía que hacer, y acabada esta función, dijo fray Blas a fray Gerundio:

-Ya sabes que mañana voy a Cevico de la Torre a predicar del patriarca San Benito, en su ermita del Otero. Es voto de villa, Pascua de flores, y hay romería, y el sermón es de los de a oncita de oro. Ante todas cosas, tómate esos dulces. -Y llenole la manga de los que sacó de una naveta-. Cerremos la puerta, porque no venga a inquietarnos algún reverendo muletilla. -Y echó la aldaba-. Siéntate, y oirás uno de los mejores sermones que he compuesto en toda mi vida.

5. «Título y asunto: Ciencia de la ignorancia, en la sabia ignorancia de la ciencia».

-Tenga usted, padre predicador -le interrumpió luego fray Gerundio-. No diga más, que sólo eso me encanta. Esos retruecanillos, ese paloteo de voces y ese triquitraque de palabras con que usted propone casi todos los asuntos de sus sermones, es cosa que me embelesa. ¡Ciencia de la ignorancia, en la sabia ignorancia de la ciencia! Vaya, que no hay más que decir. A la verdad, yo no entiendo bien lo que quiere significar; pero lo que me suena, me suena; y signifique lo que significare, ello es una gran cosa.

-No quiere decir más -replicó el predicador- que lo que dice San Pablo, que «la ciencia de los santos es la verdadera sabiduría, y que la sabiduría de este mundo es verdadera ignorancia y estulticia».

6. -¿Conque eso y no más quiere decir?

-Sí.

-Pero, ¡válgame Dios! ¿Quién lo adivinara? Otro que no fuera vuestra paternidad diría sencillamente: «San Benito supo lo que le convenía saber, e ignoró lo que no importaba ignorar». Y de esa manera, aunque lo entenderían todos, pero también cualquiera gañán sabría decirlo. Mas eso de proponer una cosa tan común con el airecillo especial con que la propone vuestra paternidad, en el mundo hay quien lo haga con tanta gracia. Y si no, dígalo aquel otro asunto del sermón que vuestra paternidad predicó al capítulo dos meses ha, en el día de las elecciones particulares: Elección de la rectitud, para la rectitud de la elección. Primero que se me olvide el tal asunto, me he de olvidar yo de cómo me llamo. Pero ya que hablamos de él, ¿no me explicará vuestra paternidad el concepto? Porque, a decir verdad, no le penetré muy bien. A mí lo que se me ofreció que querría decir, era que para que la elección fuese recta, era preciso que fuese recta la elección. Mas esto, claro está que no lo querría decir vuestra paternidad, porque sería una verdad de Pero Grullo.

7. -Calla, simplón -le respondió al punto fray Blas-; pues claro está que no quise decir otra cosa; y ahí estuvo el chiste, en decir una perogrullada de manera que parecía una cosa del otro mundo. Si te acordaras del modo tan claro, tan perspicuo, tan brillante con que entablé esa proposición para introducirme en el discurso, verías más claro que el sol de mediodía lo que yo quise decir.

-Como soy cristiano, que ya no me acuerdo -replicó fray Gerundio-, aunque tengo el sermón en la celda; porque al punto le trasladé, como sabe vuestra paternidad.

-Pues yo te lo traeré a la memoria, que bien en ella lo tengo.

8. »Concluida la salutación, que ése fue vino de otra cuba, dí principio al sermón con este apóstrofe al Sacramento, que estaba patente: «Amorosamente sabio os ofrecéis (soberano sacramentado Monarca), Maestro y Director de este capítulo». Nota de paso la oportunidad de llamar presidente del capítulo al Sacramento, y dime si esto se ofrece a cualquiera. Añadía después: «Para la más acertada rectitud de las elecciones, ofrece ese augusto Sacramento vitales luces a los electores prelados. Prueba perentoria y terminante: Ego sum panis vitae». Nota lo de panis vitae para las luces vitales. Mas por cuanto los electores eran muchos, y cada uno tenía su vida, buena o mala, como Dios sabe (que a nosotros no nos toca indagar vidas ajenas), y el texto sólo hablaba de una vida, vitae, era menester uno que hablase de muchas. Hallele a pedir de boca en el siriaco, que lee: panis vitarum. Ya tenemos al Sacramento pan de muchas vidas. Pero, por cuanto estas vidas podían ser de coristas, de sacristanes, de refitoleros y de otros muchos frailes que no tenían voto en capítulo, y yo había menester precisamente un Sacramento que fuese pan de las vidas de los padres capitulares y electores, aquí estuvo mi felicidad y mi discurso. Hallele, como lo podía desear, en Zacarías, en Tirino, en Menoquio y en Lyra; porque el primero llama al Sacramento Frumentum Electorum; el segundo, Panem Electorum; el tercero, Frumentum Electorum; y el cuarto, Frumentum Electorum est Corpus Christi consecratum pane frumenti.

9. -Digo que vuestra paternidad es un demonio, o que tiene familiar -le interrumpió fray Gerundio, sin poderse contener-. ¿Dónde diantres fue a encontrar unos textos tan a pelo, tan al intento y que hablan de pan de electores con tanta claridad, que los entenderá el más zafio batueco de los que van a vender miel a la villa de Béjar? Ahora me acuerdo que especialmente cuando oí esos textos en el sermón, me quedé como atorrollado. Es verdad que hablando después acerca de ellos con un padre maestro de la casa, que me quiere mucho, me dejó un poco confuso; porque me dijo claritamente que todos ellos, en el sentido en que vuestra paternidad los entendió, habían sido unos grandísimos disparates, delatables a la Inquisición; que así el texto como los intérpretes sólo querían decir que el pan del Sacramento, o que el Sacramento, era pan de los escogidos, que eso y no otra cosa significaba Electorum; que aplicarlo a los electores, puramente por el sonido material de la palabra, era un abuso intolerable de la Sagrada Escritura condenado por el Concilio Tridentino, por los papas y por la Inquisición; que ésta había castigado en Roma a un predicador, porque en las honras del cardenal Cibo había dicho que la carne de Cristo en el Sacramento era verdaderamente la carne del cardenal, probándolo con aquel texto: Caro mea vere est cibus el cual le había querido entender aquel loco (así le llamó el padre maestro), ni más ni menos, como vuestra paternidad había querido entender el Frumentum Electorum; que si se permitiera la licencia de usar o de abusar de la Sagrada Escritura con esa materialidad, no habría herejía, disparate, torpeza ni suciedad que no se pudiese probar con ella. Y de aquí fue ensartando tantas cosas, que me metieron en mucha confusión, y no sé cómo tuve paciencia para oírlas.

10. -¿Y tú hiciste caso de ellas?

-No, padre predicador; ¿qué caso había de hacer, si estaba conociendo palpablemente que todo era envidia? Porque el tal padre maestro es un hombre indigesto, que no sabe más que sus ergos, su teología, su Biblia, sus Concilios, sus Santos Padres, y servitor. En sacándole de ahí, no sabe una palabra: ni él ha leído jamas el Teatro de los dioses, ni a Ravisio Textor, ni a Aulo Gelio, ni a Natal Cómite, ni a Alejandro de Alejandro, ni a Plinio, ni a Picinelo. Conque ya se ve, ¿qué obligación tiene el pobre a entender de sermones, ni a saber cómo se han de traer, o cómo no se han de traer los textos de la Sagrada Escritura? Y como por otra parte es un triste pelón que anda con la hortera para tomar una jicarilla, y ve, gracias a Dios, la celda de vuestra paternidad tan abastecida de todo, se pudre a todo pudrir, y de aquí proviene que todo cuanto hace vuestra paternidad le da en rostro.

-Dame un abrazo -le dijo al oír esto el padre fray Blas-, que tú has de ser la honra de la orden. Toma esos cuatro bollos de chocolate para que te remedies en mi ausencia, y vamos adelante con el sermón capitular.

11. -Otro día hablaremos de ese sermón -dijo fray Gerundio-; que ahora, como está vuestra paternidad para irse mañana, temo que no nos ha de quedar tiempo para leer el de San Benito, aunque no sea más que la salutación, y estoy rabiando por oírla; porque sólo el pensamiento de Ciencia de la ignorancia, en la sabia ignorancia de la ciencia me ha excitado una curiosidad que es un horror.

-Tienes razón -respondió fray Blas-, y vamos a ella; aquí está el cartapacio sobre la mesa. Ten presente que estamos en primavera, que es Pascua de flores, y que la ermita del santo está en el campo, y oye.

12. »Al celebrado dios del regocijo consagraba la Grecia, Esparta y Tesalia festivos solemnes cultos el día 27 de marzo: Thessali huic deo risui quotannis rem divinam in summa laetitia faciebant, dice Ravisio Textor. Tejían verdes guirnaldas esmaltadas de matizadas flores, ofreciendo una primavera de gozo al obsequiado dios del regocijo: Vernis intexens floribus arva... risibus, et grandes mirata est Roma cachinos, dice Lilio Giraldo. Ofrecíase esta deidad al culto en la figura de un joven desnudo, coronado de mirto, adornado de alas y en la frondosidad de un prado ameno: Puer nudus, alato, myrthoque coronatus, qui humi sedebat, dice Vincencio Cartario».

13. »¿Has visto entradilla más florida para un sermón de primavera en Pascua de flores, y toda ella no menos que con autoridad de Cartario, Lilio Giraldo y Ravisio Textor? Pues aguarda un poco, y escucha la aplicación. «Éste es vernal paralelo del esclarecido patriarca San Benito, a quien con festivo gozo consagra hoy este pueblo este solemnizado culto». ¿Qué te parece, Gerundio amigo?

-¿Qué me ha de parecer? Lo primero, que vuestra paternidad tiene más en la uña el calendario de las fiestas de los gentiles, que la misma epacta de la orden; porque jamás le he visto errar ni siquiera una de aquéllas, y más de una vez le he notado que no sabía bien el santo de quien se rezaba aquel día. Lo segundo, que casi todos los sermones de vuestra paternidad comienzan con una fabulilla tan a pelo y tan al caso, que no parece sino que la fábula se fingió para el misterio, o que el mismo Dios fue sacando el misterio por la idea de la fábula. Por ejemplo: ¿cuándo se me olvidará a mí aquella crespa entradilla del sermón de la Concepción que oí este año a vuestra paternidad y la tomé de memoria, porque no espero oír en mi vida cosa más adecuada al asunto?:

14. «De la rizada espuma del celebrado Egeo, fingió la etnicidad fabulosa, fue su idólatra Venus concebida: Nuda Cytheresis edita fertur aquis, dice Ovidio. Concibiose de las tres celestiales Gracias sociada Et Veneris turba ministra fuit, dice Giraldo; porque no se verificase instante en que faltase alguna gracia a su hermosura. Y en memoria de esta concepción graciosa, celebraban los Cíclades el día 8 de diciembre con solemne alborozado culto: Hoc tamen die octavo decembris, festum conceptionis pulcherrimae Veneris ingenti jubilo celebratur». No me detengo ahora en reparar la cultura de llamar etnicidad a la religión de los gentiles, y no gentilidad o paganismo, que eso lo diría cualquier gabacho.

-Y si no la llamé politeísmo o polideismidad -interrumpió el padre predicador-, fue por reservar estos dos terminillos para otra ocasión.

-Digo que no me detengo en esto, porque con especialidad en esta invención de voces nuevas y flamantes, alambicadas de la lengua latina, es vuestra paternidad inimitable; y yo tengo ya apuntadas algunas para valerme de ellas en ocasión y tiempo, con la seguridad de que, aunque no haga más que hablar en ese estilo, no ha de haber sermón de cofradía que no me busque. Ya sé que al mar salado siempre le he de llamar salsuginoso elemento; a la vara de Aarón, aaronítica vara; al contraer el pecado original, traducir el fomes del pecado; Adán futurizado, al decreto de la creación de Adán; a su misma creación, adamítico fundamento; universal opificio, a la fábrica de todas las criaturas; a la naturaleza ciega, cecuciente naturaleza; y a un deseo ardiente y encendido, ígnitas alas del deseo. Este bello, claro, perspicuo y delicado estilo, déjelo vuestra paternidad de mi cuenta, y yo salgo por fiador de mí mismo que por lo que toca a él no ha de tener vuestra paternidad discípulo que más le honre.

15. »Tampoco quiero detenerme ahora en el reparo de aquella ingeniosa figura con que vuestra paternidad llamó idólatra a Venus, cuando dijo: «Fue su idólatra Venus concebida». Más de dos ignorantes lo tendrían por necedad, pareciéndoles que eso quería decir que Venus idolatraba en ellos, y no ellos en Venus, y que vuestra paternidad debiera de haber dicho su idolatrada Venus. Pero, sobre que entonces no constaría el pie del verso heroico de que se compone dicha cláusula: «Fue su idólatra Venus concebida», que era a lo que vuestra paternidad tiraba; y quede dicho de paso, ésta es una de las gracias que más me encantan en el elegante estilo de vuestra paternidad, la multitud de pies líricos y heroicos de que consta, que algunas veces me parece que estoy oyendo una relación, amén de los consonantes. Digo que, fuera de este primor, faltaría otro que no advierten, ni son capaces de advertir esos tontos. Ésta es aquella figura retórica que se llama... que se llama... ¡válgate Dios!, ¿cómo se llama?, que se llama... no sé cómo; la cual enseñaba a usar el presente por el pretérito, lo activo por lo pasivo; y así decimos: mi amantísimo amigo, por mi amigo muy amado; recibí la favorecida carta de vuestra merced,por la carta favorecedora; pues lo demás querría decir que se le hacía favor en recibirla, y no me parecería mucha modestia, ni mucha política. De la misma manera se puede decir tan lindamente idólatra Venus, por Venus idolatrada, como lo sabemos muy bien todos los que tuvimos la dicha de estudiar con el famoso preceptor de Villaornate; y por eso tengo yo tan en la uña todas las figuras retóricas, con sus nombres, pelos y señales.

16. »Pero dejándonos de estos pelillos, como iba diciendo de mi cuento, digo que la fábula de la concepción de Venus, para el misterio de la Concepción de María, no parece sino que vuestra paternidad mismo la inventó. Tan adecuada viene y tan al caso. Digo más: que a mi pobre juicio estuvo de sobra aquella valiente cláusula con que vuestra paternidad la aplicó: «Gallardo, aunque fabuloso, paralelo del milagroso objeto que termina los regocijados cultos de este día octavo de diciembre, en que la Iglesia católica celebra la Concepción pasiva de María, Venus del amor divino, diosa de la hermosura de la gracia»; porque no habría en todo el auditorio entendimiento tan zopenco, que no se hiciese luego cargo de la propiedad del gallardo paralelo,sin el cansancio de la aplicación. Porque es claro como el agua que si Venus fue madre del Amor, María fue madre del Amor; si Venus fue concebida de la espuma del mar, «en la nívea espuma de la divina gracia, fue concebida María, del mar de la humana naturaleza», como dijo vuestra paternidad un poco más abajo; si en la concepción de Venus asistieron las tres Gracias, «en contrarresto a las Gracias sociaron a María en su Concepción las Horas», siendo las Horas y las Gracias dos cosas tan parecidas, que es imposible haiga otras dos más semejantes. Finalmente, si Venus fue concebida el día ocho de diciembre, el día ocho de diciembre fue concebida María. Así que el paralelo no puede ser más gallardo, por lo que toca a estas cuatro propiedades. Y en cuanto a la segunda, en que se coteja la espuma del mar Eritreo con la «nívea espuma de la divina gracia», se encierra en ella una propiedad tan recóndita, que no es fácil se dé en el chiste a cuatro paletadas. Porque si la espuma no es otra cosa que el viento que se introduce en el agua o en cualquier otro licor, más o menos movido y agitado del mismo aire o de algún otro agente extraño, como leí pocos días ha en uno de estos libros que se usan y tratan de novedades, es claro como el agua que la divina gracia ha de ser muy espumosa, y precisamente ha de hacer una espuma nívea que disgregue la vista. ¿Por qué? Porque la divina gracia se atribuye particularmente al Espíritu Santo. Éste, ya se sabe que unas veces es aura suave y apacible, y otras es viento impetuoso que, agitando a la divina gracia e introduciéndose al mismo tiempo en sus divinos poros e intersticios, necesariamente ha de levantar una espuma nívea como el ampo. ¿Y qué cosa más propia que el que de esta nívea espuma fuese concebida la «Venus del amor divino»? Conque realmente no pudo ser más gallardo el paralelo.

17. »Así me lo pareció, y así lo defendí también contra aquel simplón, beatón y testarudo de fray Gonzalo, que estaba junto a mí, y al oírlo hizo muchos gestos, diciéndome después del sermón que aquello le había escandalizado. Preguntele por qué, y me respondió el tontorrón que por hacer cotejo de la madre de la pureza con la madre de la torpeza; de la mujer más limpia con la mujer más sucia; de la Concepción Inmaculada de María con la puerquísima concepción de Venus; de las Gracias profanas con la gracia divina; y concluir llamando a María «Venus del divino amor, diosa de la hermosura de la gracia»; sobre ser la última proposición una herejía formal, las demás eran unas blasfemias tan impías, tan sacrílegas, tan indecentes de la boca de un cristiano, cuanto más de un predicador apostólico, como vuestra paternidad dice que lo es, mostrando su título en toda forma, que a su parecer el sermón merecía la hoguera, concluyendo con que si él fuera prelado, le quitaría a vuestra paternidad la licencia de predicar. No sé cómo Dios me tuvo de su mano y no le llené de dedos aquella cara compungida; pero contenteme con decirle que no era la miel para la boca del asno, que no se habían hecho los gallardos paralelos para lelos gallardos, y volvíle las espaldas.

18. »Y ya que hablamos de paralelos, volvamos por Dios al vernal paralelo del sermón de San Benito, donde dejamos la salutación; que, como unas cosas llaman a otras y todas las de vuestra paternidad me emboban, yo mismo interrumpí la lectura sin poderme remediar. Ya me acuerdo que la introducción era del dios del regocijo, a quien celebraban los antiguos el día 27 de marzo; que le representaban un joven desnudo y en pelota como su madre le parió, muy coronado de mirto y muy adornado de alas, tendido en aquel campo, como si dijéramos, con la panza al sol: Puer nudus, alatus, myrthoque coronatus, qui humi sedebat; y finalmente, que el modo de celebrarle era con grandes risadas, zambra, bulla y carcajadas: Et grandes mirata est Roma cachinos. Decía después vuestra paternidad: «Éste es vernal paralelo del esclarecido patriarca San Benito». Pero antes de pasar más adelante, dígame vuestra paternidad qué quiere decir vernal paralelo, porque confieso que no lo entiendo.

-¡Ay bobo! Dime: ¿qué significa ver, veris?

-Ver, veris significa «la primavera», que así lo dicen los Géneros de Lara, por donde yo estudié.

-Pues, tonto, vernal paralelo quiere decir «paralelo primaveral», por ser en tiempo de primavera en que se celebraba la fiesta del regocijo, y también la de San Benito. Y ves ahí cómo de camino está encajada con grande arte y disimulo la circunstancia de celebrarse esta fiesta de Pascua de flores: Vernis intexens floribus arva; que en eso de hacerme cargo de todas las circunstancias, por ridículas que sean, aunque yo lo diga, ninguno me echará la pierna adelante.

19. -Ya estoy -dijo fray Gerundio- en lo que significa vernal paralelo. Ahora me falta saber la aplicación, y en qué se pareció San Benito al dios del regocijo, y la fiesta de aquél a la fiesta de éste.

-Ten un poco de paciencia -continuó el predicador-, y presto lo sabrás. Y en cuanto a la omnímoda semejanza de las fiestas, es cosa tan clara, que sólo un ciego podrá no distinguirlas sin que nadie se lo diga; porque si aquélla se celebraba en la primavera, en la primavera se celebra ésta; si aquélla en el día 27 de marzo, cabalitamente se celebra ésta en el mismo día; si aquélla en el campo, ésta en el otero; si allí había flores, flores hay aquí; si gente en aquélla, gente en ésta; y en fin, si en aquélla había grandes carcajadas, ésta no la va en zaga. Pues no se oye otra cosa por aquellos campos, y aun dentro de la misma ermita durante el sermón; si el predicador tiene un poco de sal, ¡qué grandísimas risadas!: Et grandes mirata est Roma cachinos.

-Ahora digo -respondió fray Gerundio- que las dos fiestas son tan parecidas una a otra como un huevo a otro huevo. Y ahora también descubro yo la clave para aplicar cualquiera cosa que haya sucedido en el mundo, en el mismo tiempo y en el mismo día del sermón, a la fiesta que predicare, sea la que fuere.

20. »Mas dígame vuestra paternidad: ¿cómo diantres pudo casar a San Benito con el dios del regocijo?

-Con la mayor facilidad del mundo -respondió fray Blas-. ¿No dice la historia que, siendo el santo de solos quince años, se salió de Roma, se fue al desierto, se escondió entre las mayores asperezas del monte Sublac, se sepultó en una cueva, o en una profunda cisterna; que allí hizo asperísima penitencia por espacio de tres años; que padeció crueles tentaciones del demonio; que se revolcó en una zarza hasta dejarla ensangrentada; que sólo se alimentaba de pan y agua, que de ocho en ocho días le traía un monje llamado Román, descolgándoselo por una cuerda, hasta que al cabo de los tres años un buen clérigo, por divina revelación, vino a buscarle, trayéndole vianda para comer y diciéndole que la comiese, porque era día de Pascua, lo que el santo mozo no sabía? Pues ¿qué cosa más parecida al dios del regocijo que San Benito en este pasaje de su vida? Éste joven, aquél niño; éste en el campo, aquél en el desierto; éste tendido en la yerba, aquél en el pozo; éste desnudo, aquél mal vestido, y cuando se revolcó en la zarza, tan desnudo como su madre le parió; éste coronado de flores, aquél cubierto de espinas; y finalmente, éste celebrado en tiempo de Pascua, y aquél regalándose en ella con lo que el buen clérigo le trajo. Mira tú ahora si pudo venir más ajustado el vernal paralelo. Porque en lo demás, aunque el dios del regocijo fuese un dios de tararira, de trisca, de bulla y de chacota, y San Benito en el desierto fuese una imagen viva de la más áspera penitencia, ejemplar asombroso de compunción y de lágrimas, eso para el asunto importa un bledo; porque ni los paralelos, aunque sean vernales, ni las semejanzas, ni las comparaciones han de correr a cuatro pies.

21. Iba fray Blas a proseguir en la lectura de su sermón, cuando llamaron a la puerta de la celda con tanta fuerza, que se sobresaltó. Y aunque a los principios hizo ánimo de no abrir, como el que llamaba era el padre prior, y le dijo en voz alta que abriese, que era el que llamaba y que bien sabía estaba dentro, no pudo resistirse, y se vio precisado a abrir. Entró en la celda el prior. Y encontrando en ella a fray Gerundio, le dijo con alguna seriedad qué hacía allí perdiendo el tiempo, y por qué no se iba a estudiar. Fray Gerundio le respondió, sin turbarse, que había venido de parte de su madre a dar al padre predicador la limosna de tres misas, para que las mandase decir en el altar de San Benito del Otero, porque había parido un niño quebrado, y el Santo, en aquella santa imagen, diz que era prodigioso con los niños que padecían este trabajo.

-¿Y qué lleva en esa manga? -le preguntó el prior.

Aquí saltó prontamente el predicador:

-Son unos dulces que le dí yo, para que de mi parte los envíe a sus dos primas, las hijas del familiar de Cojeces, que el otro día me regalaron con dos pares de calcetas.

No satisfizo al padre prior una ni otra respuesta. Pero como era buen hombre y nada malicioso, dejolas pasar, y contentándose con decir a fray Gerundio que tratase de ser más aplicado y de guardar más la celda, le envió a ella. Y él se quedó con el padre predicador mayor, tratando el negocio a que iba, de cuyo contenido no se encuentra rastro alguno en el archivo del convento, ni en los exactos documentos de donde se ha sacado esta puntualísima historia, lo que da bien a entender que no debió ser cosa de importancia, o a lo menos que no trataron materia alguna que tenga concernencia con ella.




ArribaAbajoCapítulo V

De una conversación muy provechosa que un beneficiado del lugar tuvo con Fray Gerundio, si Fray Gerundio hubiera sabido aprovecharse de ella


Había en aquella villa (ya conocerá el sagaz y penetrativo lector que hablamos de aquella villa donde estaba el convento); había, pues, en aquella villa un beneficiado hábil, capaz, despejado, de edad ya madura, porque estaba entre los cuarenta y los cincuenta. Había estudiado la filosofía que se usa en España con aplauso, y la teología con crédito, tanto, que había sido opositor en Toledo; y después de haberle dado uno de los mejores curatos, le renunció con pensión, porque le probaba mal la tierra, y se había retirado a su lugar, donde tenía un mediano beneficio, con el cual y con la pensión lo pasaba con mucha decencia. Era de costumbres muy ajustadas, de un porte eclesiástico serio y grave, pero al mismo tiempo de un genio jovial y festivo, lo que le conciliaba la general estimación de todos, acompañada de inclinación y cariño. Dedicábase mucho al ejercicio del confesonario, y de cuando en cuando predicaba también sus sermones con juicio, con piedad y con celo; porque era muy aficionado a las obras de los padres Segneri y Bourdaloue, a quienes procuraba imitar en sus sermones, así panegíricos como morales. Y como entendía medianamente las lenguas italiana y francesa, tenía algunos otros de los mejores sermonarios que se han impreso en uno y otro idioma, sin dejarse llevar tan totalmente del estudio de las Letras Sagradas y serias, que no hiciese sus excursiones hacia las más amenas, especialmente hacia los libros de crítica, de que tenía algunos selectos en su librería, no copiosa, pero escogida.

2. A favor de ellos, con su natural penetración y juicio, ni estaba tan encaprichado con todas las opiniones antiguas, como lo suelen estar los que no han estudiado otras, ni tan ciegamente enamorado de las modernas, que no descubriese la fruslería y la insustancialidad de muchas. Conocía y confesaba de buena fe que en todas las facultades se habían introducido mil inutilidades, preocupaciones y no pocas extravagancias; era de parecer que en realidad necesitaban de mucha reforma; pero al mismo tiempo era de opinión que ninguna estaba más necesitada de ella que la crítica. Juzgaba que ésta se había remontado con exceso, y que era menester cortarla los vuelos; porque no contenta con rajar, cortar y trinchar, algunas veces con razón, otras sin ella, y no pocas por puro antojo o capricho, por las ciencias naturales se había atrevido a escalar hasta el sagrado alcázar de la religión, con tanta osadía, que apenas dejaba costumbre inmemorial, tradición antigua, ni monumento, aun de los más respetables, que no pretendiese zapar hasta el cimiento; siendo éste el verdadero principio, no sólo de tanto error como ha brotado en el campo de la Iglesia en estos últimos siglos, sino de tanta libertad de costumbres, de tanta irreligión y aun de tanto ateísmo.

3. Sobre todo se reía mucho de la grande presunción de la crítica en punto de física natural, y de aquella intolerable satisfacción con que se jactaba de haber arrollado la de Aristóteles, abriendo los ojos al mundo para que conociese los grandes excesos que la hacía cualquiera de las físicas modernas. Aquí se descalzaba de risa el bueno del beneficiado; porque decía que, a excepción de tal cual fruslería de poca consideración, tan en ayunas se estaba el mundo de las verdaderas causas de casi todos los efectos de la naturaleza con la física de Descartes, de Newton y de Gasendo, como con la de Aristóteles; y que para él tan inconcebibles eran los torbellinos o turbillones y materia etérea del primero, como la materia primera y las formas sustanciales del último, protestando que ni con una ni con otra explicación veía gota.

-Yo no sé -añadía con gracia- con qué conciencia hacen tanta burla los modernos de los aristotélicos; porque preguntados éstos en qué consiste que el fuego queme, responden: «Porque tiene una virtud ustiva o quemativa». Convengo en que nada dicen en esto, pues en suma sólo vienen a decir que el fuego quema porque tiene virtud para quemar. Filosofía tan recóndita, que la alcanzará el más zafio sayagués.

4. »Pero quisiera saber si dicen más los modernísimos señores, cuando responden que el fuego quema porque es una sustancia compuesta de unas partículas piramidales o puntiagudas, sutilísimas, agilísimas que, agitadas continuamente con suma rapidez en movimiento vortical, se penetran por los poros de los cuerpos más consistentes, los taladran, los desunen, los deshacen. En esta respuesta hay sin duda más aparato de voces; pero, bien reflexionada, tiene menos sustancia que la otra, porque la aristotélica siquiera ya dice una verdad de Pero Grullo, con la cual modestamente viene a confesar su ignorancia. Mas la de nuestros físicos a la chamberí, entre un gran follaje de palabras, sólo nos vende unas purísimas arbitrariedades. ¿Quién ha hecho el análisis del fuego para descubrir de qué figura son sus partículas, si piramidales, cilíndricas, ovales, cuadradas o globulosas, agudas o chatas? ¿Por dónde se prueba que su movimiento es vortical o arremolinado, siendo así que si son tan ágiles y tan sutiles como se supone, de necesidad han de ser levísimas y volátiles, mucho más ligeras que el aire, y consiguientemente su movimiento no ha de ser hacia el centro, como lo es todo movimiento vortical, sino hacia arriba, como se observa en la llama? De donde vendría a inferirse el grandísimo absurdo de que ningún cuerpo estaría más libre de la actividad del fuego que el que estuviese más dentro de él, y que el remedio más eficaz para no quemarse uno era arrojarse en medio de la hoguera.

5. En fin, en esta materia estaba preciosísimo el bellaco del beneficiado, y concluía con decir que si él fuera hombre de talentos y de chiste, se le había ofrecido un buen proyecto con que hacer por lo menos tan ridícula la filosofía moderna como la aristotélica. Había de formar un hexaplo filosófico, a manera de los bíblicos, o una filosofía poliglota, compuesta de cuatro o de seis columnas, en cada una de las cuales, discurriendo por todos o por los principales tratados de la física, había de exponer con sus mismas palabras lo que dicen acerca de él Aristóteles y los jefes de las principales sectas filosóficas modernas. Por ejemplo: Principios o constitutivos del cuerpo en general: primera columna, Aristóteles; segunda, Descartes; tercera, Gasendo; cuarta, Maignan; quinta, Newton; sexta, Boyle. Principios o constitutivos de los cuerpos celestes: primera, segunda, tercera, etc. Principios o constitutivos del cuerpo sublunar inanimado, del vegetable, del orgánico y sensitivo, del racional, etc.: primera, segunda, tercera, etc. Y descendiendo después a los cuerpos y efectos particulares de sol, luz, calor, frío, humedad, sólidos, fluidos, opacos, transparentes, colores, sonido, sensación, etc., trasladar en cada columna con toda fidelidad lo que dice cada jefe acerca de cada uno de estos entes naturales. Y después, para amenizar más la obra y aun para variarla, añadir por modo de apéndice un breve resumen de la variedad, de la voluntariedad, del capricho y aun de la extravagancia con que en estas y en otras materias filosóficas han discurrido aquellos modernos más acreditados, que son nullius dioecesis, esto es, que no son partidarios de alguna secta particular, y que aprovechándose de la libertad de conciencia para filosofar que se han tomado, especialmente en este siglo, casi todas las naciones, cada uno ha filosofado según su fantasía. Aseguraba que sólo con trasladar sus opiniones, con sus mismísimas voces, explicando las oscuras, y dejando en su tenebrosa incomprehensibilidad a las ininteligibles, se formaría una obra que en España hiciese olvidar a los Cervantes, en Francia a los Despréaux, en Italia a los Bocalinis, en Alemania a los Menkenios, y arrinconarse en Inglaterra a los Waltones.

6. Así que por lo que toca a todas las filosofías sistemáticas, tanta burla hacía de unas como de otras, y aun más que de todas, se burlaba mucho de la crítica de ellas. Sólo daba algún cuartel a la física experimental, pero no tanto como otros que eran más indulgentes, pretendiendo que de cien experimentos apenas se hallarían dos hechos con la debida exactitud. En orden a la física matemática, que es hoy la física de la gran moda, adoptada por casi todas las academias de Europa, y es aquella que pretende deducir todas sus conclusiones de principios matemáticos y geométricos, se reservaba el derecho de juzgar hasta que estuviese mejor instruido en ella; bien que decía le daba el corazón que los principios de estas dos facultades apenas podían servir más que para explicar las leyes del movimiento, la mayor o menor resistencia, gravedad o levedad de los cuerpos, su elasticidad respectiva y algunos pocos efectos de la luz. Por lo demás, no concebía de qué utilidad podían ser los principios de la matemática y de la geometría para explicar las verdaderas causas y constitutivos de todo cuerpo sensible y natural, que es el objeto de la física. Pero, al fin, suspendía su juicio hasta que, mejor instruido en autos, se hallase en estado de pronunciar con conocimiento de causa.

7. En lo que no le suspendía era en el acierto y en la felicidad con que la crítica moderna trataba el importantísimo punto de la oratoria cristiana; en la evidencia que hacía de que ésta no sólo estaba adulterada, sino vilipendiada, estragada, despedazada y lastimosamente corrompida; en las verdaderas y radicales causas que señalaba de esta lamentable corrupción; y en las sabias, discretas e infalibles reglas que prescribía para resucitarla, para darla nueva vida y para conducirla al mayor estado de perfección a que puede llegar en lo humano.

8. Por lo que toca a la hedionda corrupción de la oratoria cristiana, la crítica no hace más que remitirnos a los sermones que oímos. Entre mil predicadores, apenas se hallarán dos o tres que sepan las partes de que se compone un sermón; y entre millares de sermones, con dificultad se encontrarán otros tantos que merezcan este nombre. Los más son un tejido de disparates sin orden, o una sarta de osadías sin juicio, o un encadenamiento de agudezas sin solidez, o una chorrera de dichicos sin jugo; y los menos malos, un matorral de verdades trivialísimas, sin método, sin cultura, sin eficacia y sin moción.

9. Las verdaderas, legítimas y originales causas de estar tan corrompido el púlpito cristiano, singularmente en España, todas se pueden reducir a tres: a la poca o ninguna estimación que hacen del púlpito los que ordinariamente nombran a los predicadores; a la poca o ninguna aplicación de los mismos predicadores nombrados, que no se dedican a instruirse en su facultad y a hacerse maestros en ella, y en no pocos a su incapacidad de aprenderla, aun cuando se dedicaran; y finalmente, al mal gusto de los auditorios, que aplauden lo que debieran abominar, y abominan lo que debieran aplaudir.

10. En casi todas las religiones de España, se aprecia mucho más la carrera de las cátedras que la del púlpito; se hace más estimación de la cátedra de Aristóteles que de la del Espíritu Santo; se conceden mayores honores al maestro más inepto que al predicador más sobresaliente. Esto es de notoriedad pública. Pero, ¿puede haber error más perjudicial ni más lamentable? Dícese que el médico comienza donde acaba el físico: Ubi definit physicus, incipit medicus. Si la filosofía es la que se enseña ordinariamente en nuestras escuelas, tan impertinente es para la medicina como para la música. Pero, ¿quién negará que donde acaba el teólogo, allí ha de comenzar el predicador? ¿Cómo podrá serlo, no digo sobresaliente, pero ni aun tolerable, el que no sabe los misterios de la fe, los dogmas de la religión, ni los sentidos de la Escritura? ¿Y cómo sabrá los primeros para enseñarlos al pueblo, el que no está más que medianamente versado en la teología escolástica; ni los segundos, el que ignora la dogmática; ni los terceros, el que jamás ha estudiado la expositiva, ni mucho menos la mística? ¿Cuánto desbarrará en los misterios de la Trinidad, de la Encarnación, de la Eucaristía, el que no ha estudiado estas materias? ¿Cuántos disparates dirá acerca de la predestinación, de la reprobación, de la providencia, de la economía de la gracia, de la presciencia infalible de Dios, sin perjuicio de la libertad, el que no esté más que razonablemente instruido en todos estos necesarísimos tratados? ¿Qué locuras, qué puerilidades, qué chocarrerías, y tal vez qué blasfemias hereticales no dirá, abusando de los textos de la Sagrada Escritura, el que no sabe manejarla, ni en su vida se ha dedicado a estudiar los cuatro únicos sentidos en que es capaz de explicarse: el literal, el alegórico, el místico y el tropológico? Todo esto no se puede saber sin estar más que superficialmente versado en las cuatro partes de la teología. Pues, ¿por qué se ha de hacer más aprecio de ésta que de la oratoria, siendo así que puede uno ser gran teólogo sin ser predicador, pero no puede ser gran predicador sin ser gran teólogo?

11. Digo, pues, para descargo de mi ánima, que no me parece razonable esta preferencia, y que, a mi pobre juicio, debieran reflexionar las religiones que la usan que ninguna de ellas se introdujo en el mundo, se propagó y se elevó al auge de estimación en que hoy las vemos por las funciones de la cátedra, sino por los ministerios del púlpito, ejercitados con solidez, con meollo y con celo, a la usanza apostólica. Así que no ha llegado a nuestra noticia que hasta ahora se haya fundado en la Iglesia de Dios ninguna religión de matemáticos, de físicos, de filósofos, de teólogos; y en verdad que se han fundado algunas con el título de religión de Predicadores, de Misioneros, de la Doctrina Cristiana, et reliqua. Pues aquí de Dios y del rey. Si las cosas se conservan por aquellos mismos principios que las producen (hablo como se acostumbra, que la verdad de este principiote quédese en su lugar); si las cosas se conservan por aquellos mismos principios que las producen, y si es indubitable que las más de las sagradas religiones fueron producidas, propagadas y elevadas a la procera estatura en que hoy las veneramos por los apostólicos ministerios del púlpito, ¿qué razón habrá, divina ni humana, para que se haga en ellas más caudal de las fatigas literarias de la cátedra?

12. No quiero decir por esto, ni Dios permita tal, que no ha de haber en ellas maestros, y que no se ha de hacer un sumo aprecio de los que verdaderamente lo fueren; antes pretendo lo contrario. Si voy suponiendo que es imposible de toda imposibilidad que haiga buenos predicadores sin que sean buenos teólogos, ¿cómo he de intentar que no sean sumamente estimados los que los enseñan a serlo? Lo que digo es que si el predicador supone al teólogo, no debe ser más estimado el teólogo que el predicador. Lo que digo es que, en mi corto entender, no debieran las religiones nombrar a alguno para que enseñe desde el púlpito, que no fuese capaz, y muy capaz, de enseñar desde la cátedra, y que ya no hubiese enseñado desde ella. Pero, ¿qué sucede por lo regular? Al que no entiende los ergos o mira con tedio las arideces escolásticas, como tenga buena voz, buena memoria, buena presencia y mucho despejo, hágote predicador de la noche para la mañana, y ármote de punta en blanco caballero del púlpito, con dos grandes legajos de papeles ajenos, buenos o malos, con media docena de sermonarios impresos, malos o buenos, y bandéate como pudieres.

13. De aquí nace, lo primero, que como las religiones saben muy bien hasta dónde llegan los talentos de los que por lo común hacen predicadores, los miran un poco al soslayo. Y aunque los conceden algunos honorcillos, son de prima tonsura, ornatus gratia, y dedaditas de miel para engolosinar niños; y aquellos que llegan a jubilar por la carrera del púlpito, son jubilados de media braga o de tapadillo. Nace, lo segundo, que los que pueden ir por la carrera de las cátedras y pudieran ser predicadores eminentes, no los harán ir por la del púlpito, aunque los descrismen; y visto lo visto, de tejas abajo hacen bien, como soy clérigo. Nace finalmente, lo tercero, que los que van por esta vía son, por lo común, unos lindos religiosos que por su parola, verbosidad y despejo harían unos buenos procuradores, unos buenos sacristanes, unos famosos demandantes, pero hacen unos perversos predicadores. Hétele, si no me engaño, la principalísima causa de la corrupción de la cristiana oratoria en España, de parte de los electores.

14. Y de camino queda dicha la que hay de parte de los electos. Siendo la mayor parte de ellos unos hombres como los acabamos de pintar, poco gramáticos, nada filosóficos y menos teólogos, ¿por dónde han de saber cuál es su sermón derecho, ni hacia dónde caen las partes de la oración, salvo las del Arte de Nebrija? Estudian sus mamotretos, zurcen unos, hilvanan otros, descuartizan éstos, enjalman aquéllos, y vamos adelante; que al cabo de los diez o de los doce años, jubilado me he de ser, y no me ha de faltar mi platillo, ni, a mal dar, un vicariato de monjas, y desdichada la madre que no tiene un hijo predicador y jubilado que llegue a definidor.

15. Finalmente, contribuye tanto como lo que más a la corrupción de nuestra oratoria el mal gusto de los oyentes. Mas porque no quiero infernar mi alma, declaro, para descargo de ella, que el mal gusto de los oyentes es hijo legítimo y de legítimo matrimonio del perverso gusto de los predicadores. Si aquellos pobrecillos no oyen otra cosa, ¿cómo no se les ha de pegar necesariamente lo que oyen?

16. Ora bien: yo leí en cierta parte del mundo un tratadillo oratorio del padre Sanadon, jesuita, en que prueba que esto del mal gusto de los ingenios es enfermedad contagiosa, y que se deben usar preservativos contra ella. Pero la lástima es que al mismo discretísimo padre le parece que es muy dificultoso encontrarlos eficaces; y en verdad que, si no me engaño mucho, lo esfuerza de manera que si no convence, concluye. Que el mal gusto se pegue como contagio, es más claro que chocolate de padre de la Compañía; y no hay más que ir discurriendo por los siglos en que reinó el más perverso, buscar la causa de su propagación, y se encontrará la prueba. Sólo hay una diferencia entre la peste y el mal gusto: que los estragos de aquélla se conocen antes que se experimenten; los de éste, hasta que se experimentan no se advierten; aquélla cunde a ojos vistas, éste se propaga sin sentir; por lo demás, así como aquélla se dilata por la comunicación de los apestados, así, ni más ni menos, se va extendiendo éste por el comercio de los que se sienten tocados del gusto epidémico.

17. Que no se encuentren a dos tirones preservativos eficaces contra esta epidemia, y consiguientemente que su curación sea muy dificultosa, por no llamarla desesperada, es una verdad que casi salta a los ojos. Lo primero, hay pocos médicos capaces de emprehenderla. Los genios superiores, cuales se requieren para tomar a su cargo el desengañar a los entendimientos de sus erradas preocupaciones, son raros. Algunos hay que las conocen muy bien, que se lamentan de ellas, que en lo interior de su corazón las abominan. Pero, en el fuero externo, déjanse llevar de la corriente y hacen lo que todos los demás; porque el laudo meliora, proboque... deteriora sequor, en toda especie de cosas, tiene muchos sectarios. Lo segundo, la naturaleza de la enfermedad la hace casi irremediable. ¿Cómo se ha de curar un mal con el cual se halla tan lindamente el enfermo, que le cae muy en gracia, y que a su parecer nunca está más robusto que cuando está más achacoso? Si algún médico caritativo intenta su curación, ríese el enfermo de la locura del médico, y dice que él es el que verdaderamente tiene necesidad de curarse. Conque ve aquí la peste del mal gusto extendida, y punto menos que sin remedio.

18. Uno solo hay, y ése es eficacísimo. Éste sería que a ninguno, a ninguno se le permitiese predicar que no fuese hombre muy probado en letras, en virtud y en juicio. Y no hay que decir que esto es pedir gullorías, porque sólo es pedir lo que David y San Pablo piden indispensablemente a todo predicador: El primero dice en sentido acomodable al intento: Disponet sermones suos in judicio; vele ahí el juicio. El segundo quiere que el predicador sea irreprehensible: Oportet irreprehensibilem esse; vele ahí la virtud; de doctrina sana y capaz de argüir y de convencer a los que le contradijeren: In doctrina sana, et eos qui contradicunt arguere; ves ahí las letras. Y no hay que salirme con la pata de gallo de que San Pablo no habla de los predicadores, sino de los obispos. ¡Bagatelas! Habla de los obispos en cuanto son predicadores; ca sabida cosa es que el oficio de predicar es propio y privativo del obispo, y que en la primitiva Iglesia el obispo predicaba de oficio. Como después se multiplicó el número de los fieles, se extendieron tanto las diócesis, y no era posible que los obispos estuviesen en todas partes para repartirlos el pan de la divina palabra, introdujéronse los predicadores, a quienes los concilios llaman coadjutores de los obispos en el ministerio de predicar: Coadjutores episcoporum in ministerio verbi; y por tanto, sólo se escogían para eso a los que sobresalían más entre todo el clero en virtud y en sabiduría. Yo quisiera saber por qué ahora no se podría hacer lo mismo.

19. Y no que en ordenándose de misa cualquiera teologuillo, luego solicita sus licencias corrientes para confesar, predicar, bobear, etc., y allá se las campanea. Pero siendo esto tan malo, todavía no es lo peor. Hay en una universidad un manteistilla chusco, pero aplicado y grande argüidor. Ha estudiado su filosofía y sus tres o cuatro años de teología con créditos de ingenio, y ha sustentado un par de actos con despejo y con intrepidez. Hacen a su padre o a su tío mayordomo de la cofradía del Santísimo de su lugar; echa el sermón al hijo o al sobrino; acude por la licencia; despáchasele, por lo común, sin tropezar en barras; sube al púlpito con su sobrepelliz almidonada y de perifollo; representa con desembarazo lo que otro le compuso, o echa por aquella boca con grande satisfacción los disparates que él mismo enjurjó. Porque un pobre muchacho sin más estudio que cuatro párrafos escolásticos, ¿qué obligación tiene a saber componer otra cosa? Acábase el sermón o lo que fuere, hay vítores, hay aclamaciones, hay enhorabuenas, hay después grandes brindis y muchas coplas en la mesa. ¿Y qué sucede no pocas veces? Que al día siguiente sale una mozuela poniendo demanda de matrimonio al señor predicador; y en aquella misma iglesia donde le oyeron tantas maravillas del sacramento de la Eucaristía, le ven recibir pocos días después las bendiciones para el del santo matrimonio.




ArribaAbajoCapítulo VI

En que se parte el capítulo pasado, porque ha crecido más de lo que se pensó, y se da cuenta de la conversación prometida


Pues, como iba diciendo de mi cuento, de esta y otras bellas especies de crítica estaba más que medianamente instruido nuestro beneficiado. Y como, por otra parte, no era de aquellos sectarios plebeyos o de escalera abajo, que hay en todas las escuelas, los cuales miran a los de la contraria con sobrecejo, con desdén y aun con horror; sino de los nobles, de los distinguidos, de los verdaderamente despejados, que, haciendo la debida diferencia entre los dictámenes del entendimiento y los de la voluntad, conocen muy bien que en todas las escuelas católicas hay maestrazos que se pierden de vista, doctores sapientísimos, hombrones de doctrina consumada, y que también hay en todas insignes majaderos; aunque él había estudiado opiniones contrarias a las que comúnmente se enseñaban en el convento de su lugar, donde estudiaba nuestro fray Gerundio, veneraba mucho a algunos de aquellos padres maestros y tenía grande y familiar trato con todos los padres graves de la comunidad; los cuales, viendo su gran juicio, su porte verdaderamente eclesiástico, su mucha erudición, sus bellas y gratísimas modales, su chiste y gracia natural sin salir jamás de los términos de una modesta compostura y, sobre todo, el sólido amor y estimación que profesaba a la orden, acreditadas con buenas pruebas, no sólo le correspondían con igual estimación y cariño, sino que no se reservaban de tocar en su presencia algunas materias domésticas con religiosa y amistosa confianza.

2. A dos de los padres más sabios, más religiosos y más graves del convento, cuyas celdas eran las que él frecuentaba más y a quienes él trataba con mayor estrechez, oyó lamentarse muchas veces de los lastimosos desbarros del predicador mayor de la casa; pero mucho más del daño que hacía con su ejemplo y con sus disparatadas máximas en punto de predicar a los colegiales mozos, y especialmente al candidísimo fray Gerundio, a quien tenía tan imbuido en que para ser gran predicador no era menester ser filósofo, ni teólogo ni calabaza, que había cobrado un sumo horror a todo estudio escolástico, sin haber bastado para hacerle que se aplicase a él ni avisos particulares, ni reprehensiones públicas, ni panes y agua, ni disciplinas, ni otros castigos que usaba santamente la orden. Añadían que ya le hubieran sacado ignominiosamente de los estudios, si no tuviera unas prendas por otra parte tan amables, y a no estar apadrinado de un padre ex provincial que le había dado el santo hábito; y, sobre todo, por el respeto de sus buenos padres, que aunque eran unos labradores honrados y no ricos, con todo eso eran de los hermanos más devotos y más proficuos que tenía la orden.

3. Una de las ocasiones en que aquellos dos reverendísimos trataron esta materia con mayor vehemencia y con mayor compasión, en presencia de nuestro beneficiado, les dijo éste:

-Ora padres maestros, tanto como la cura del padre predicador mayor no me atrevo a emprenderla, porque la tengo por desesperada. Está el mal tan arraigado, que se ha convertido en naturaleza; y el enfermo tan casado con su mal, que echará a pasear a quien pretenda curarle. Pero fray Gerundio es otra cosa; el achaque está muy a los principios, ni está tan duro el alcacer; y como quiera, nihil tentasse nocebit. Yo ni confío ni desespero. Mas ¿qué vamos a perder en intentarlo? A Dios y a dicha, voy allá sin perder tiempo.

Y diciendo y haciendo, partió derecho a su celda.

4. Entró en ella con familiaridad de doméstico, encontrole leyendo, y le preguntó con festivo desembarazo:

-¿Qué hace usted, amigo fray Gerundio?

-¿Qué he de hacer, señor beneficiado? Habrá una hora que acabé de trasladar un sermón, y, cansado ya de escribir, me puse a leer en un libro el más guapo que he leído, ni pienso leer en todos los días de mi vida. Y en verdad que si le leyeran nuestros padres maestros, no me aporrearan tanto para que estudiase las impertinencias que estudian sus paternidades.

-¡Hay cosa! -replicó el beneficiado-. ¿Y cómo es la gracia de ese libro?

-¿Por cuál me pregunta usted? Que tiene muchas, y todo él es una pura gracia.

-No digo eso -continuó el beneficiado-, sino que cómo se intitula el libro.

-¡Ah! ¿Cómo se intitula? -respondió fray Gerundio-. ¿Cómo se intitula? Eso es otra cosa, y no la había entendido. ¿Cómo se intitula?... ¡Pardiez que ya no me acuerdo! Pero tenga usted, que ya se me vino a la memoria. Se intitula El capuchino... No, no; soy un borracho. No se intitula El capuchino, pero ello es cosa de barbas. ¡Ah! Ya me acuerdo bien: se intitula El barbón. ¿El barbón?... No, ¡válgate Dios por memoria! Mas ello..., pues está aquí el mismo libro, ¿hay más que ir a ver la primera llana?; y lo sabremos.

5. Bien conoció desde luego el beneficiado que hablaba de la obra del Barbadiño, pero no le quiso interrumpir por el gusto que le daba oírle desatinar, y para ver si caía en cuenta de que quien no sabía ni aun el título del libro que estaba leyendo, ¿cómo había de entenderle? Al fin, viéndole tan embarazado, le dijo:

-No es menester que usted lea la primera llana, que ya sé qué libro es ése. Está escrito en portugués, y se intitula El verdadero método de estudiar. Y aunque su autor quiso esconderse tras de las venerables barbas de un capuchino de la congregación de Italia, y por eso tuvo por bien llamarse el P... Barbadiño, pero con licencia de sus barbas postizas, ya todo el mundo le conoce por las verdaderas, con sus pelos y señales; y hasta los niños, cuando pasa por la calle, le señalan con el dedo, diciendo: «Ahí va el señor arcediano». Pero, a propósito, mi padre fray Gerundio, ¿usted entiende la lengua portuguesa?

-Toda no, señor -respondió el candidísimo religioso-; pero tanto como hasta una docena de palabras, ya las entiendo bien, y con ellas me bandeo: como pregador, evangelho, sermôes, fiéis, y así otras a este tenor. Y como por el hilo se saca el ovillo, por unas palabras saco otras, y acá a mi modo formo el concepto de lo que quiere decir. Mas puesto que, según parece, usted ha leído esta obra, dígame qué siente de ella en Dios y en su conciencia.

6. -Eso, padre mío, es cuento largo -respondió el beneficiado-, y hoy no estoy muy de vagar. Puede ser que algún día se ofrezca ocasión de que hablemos de este punto, aunque de paso diré a usted que como hubiera escrito con menos satisfacción, sin tanta arrogancia y con más respeto de muchos hombres de bien, habidos y reputados por tales entre todos los literatos del mundo, puede ser que hubiera sido mejor recibida la obra; porque no se puede negar que tiene muita coisa boa.

-Entre ésas -dijo fray Gerundio-, las que mejor me parecen a mí son aquellas en que da contra la lógica, la física, la metafísica, la animástica y la teología escolástica, tratándolas de ridicularias, nombre que repite mucho, y a mí me da grande choz, porque me suena tan lindamente.

-Poco a poco, padrecito mío -replicó el beneficiado-. No levante usted ese falso testimonio al señor arcediano de Évora, aunque no es usted el primero que se lo ha levantado. Pero el hecho es que él no da contra esas facultades. Lo primero, da contra el mal método con que se enseñan en Portugal, y aun en toda España, y en eso no le falta razón; lo segundo, contra las muchas cuestiones inútiles e impertinentes que se mezclan en ellas, y en esto le sobra; lo tercero, contra el demasiado tiempo que se gasta en enseñar las que pueden ser de algún provecho, y en esto tampoco va descaminado. En materia de física natural, no dice que no se estudie, sino que no es física ni calabaza la que comúnmente se estudia por acá. Y también esto, son pocos los hombres verdaderamente sabios los que no lo conozcan, aunque no sean muchos los que lo confiesen.

7. -Pues si no es física la que se enseña por acá -replicó fray Gerundio-, y yo no tengo de ir a estudiarla donde se enseña, excuso aporrearme la cabeza.

-No se ha de tomar eso tan en cerro -respondió el beneficiado-, ni quiere decir el Barbadiño que nada de lo que acá se enseña sea física, sino que mucha y aun la mayor parte no lo es. Ítem, aunque da a entender que en Portugal y aun en toda España apenas se tiene noticia de la que es física legítima, castiza y verdadera, con licencia de sus venerables barbas, no tiene razón. No ha salido, ni verisímilmente saldrá en mucho tiempo, curso alguno español que de intento la profese y la promueva; porque para eso es menester superar muchos estorbos, que en el genio nacional son punto menos que invencibles. Pero tanto como saber hacia dónde cae todo lo que soñaron los antiguos y cavilaron los modernos, así acerca de la constitución del mundo en general, como de la composición del cuerpo natural, que es el objeto preciso de la física, impugnando con vigor, con nervio y con solidez a unos y a otros, hay por acá muchos hombres honrados que lo saben por lo menos tan bien como el reverendo padre Barbadiño.

8. »Dejo a un lado que el famoso Antonio Gómez Pereira no fue inglés, francés, italiano ni alemán, sino gallego por la gracia de Dios, y del obispado de Tuy, como quieren unos; o portugués, como desean otros. Pero sea esto o aquello, que yo no he visto su fe del bautismo, al cabo español fue, y no se llamó Jorge, como se le antojó a monsieur el abad Ladvocat, compendiador de Moreri, y no tuvo por bien de corregirlo su escrupulosísimo traductor, sin duda por no faltar a la fidelidad. Pues es de pública notoriedad en todos los estados de Minerva que este insigne hombre, seis años antes que hubiese en el mundo Bacon de Verulamio; más de ochenta antes que naciese Descartes; treinta y ocho antes que Pedro Gasendo fuese bautizado en Champtercier; más de ciento antes que Isaac Newton hiciese los primeros puchericos en Volstrope, de la provincia de Lincoln; los mismos con corta diferencia antes que Guillermo Godofredo, barón de Leibniz, se dejase ver en Leipzig, envuelto en las secundinas: digo, padre mío fray Gerundio, que el susodicho Antonio Gómez Pereira, mucho tiempo antes que estos patriarcas de los filósofos neotéricos y a la papillota levantasen el grito contra los podridos huesos de Aristóteles, y saliesen uno con su Órgano, otro con sus átomos, éste con sus turbillones, aquél con su atracción, el otro con su cálculo, y todos refundiendo a su modo lo que habían dicho los filósofos viejísimos, ya nuestro español había hecho el proceso al pobre Estagirita. Había llamado a juicio sus principales máximas, principiotes y axiomas; habíalos examinado con rigor y con imparcialidad; y sin hacerle fuerza la quieta y pacífica posesión de tantos siglos, había reformado unos, corregido otros, desposeído a muchos y hecho solemne burla de no pocos: tanto, que algunos críticos de buenas narices son de sentir que Antonio Gómez fue el texto de esos revolvedores de la naturaleza que ahora meten tanto ruido, pretendiendo aturrullarnos, los cuales no fueron más que unos hábiles glosadores o comentadores suyos. Y yo, aunque algo romo y pecador, me inclino mucho a que tienen razón, a lo menos en gran parte, como fácilmente lo probaría si mereciera la pena.

9. »Pero no metiéndonos ahora con los huesos del señor Antonio Gómez, que están bien enterrados, siquiera por los que su merced hizo enterrar en Medina del Campo cuando fue médico de aquella villa, digo que bien pudiera no disimular el padre fray Barbadiño que aun en las físicas más rancias de España se hace larga y muy comprehensiva mención de las antiguas, y consiguientemente también de las modernas; porque éstas, según dije poco ha, a la reserva de tal cual bachillería, experimentillo o cosa tal, apenas son más que una pomposa o galana refundición de aquéllas. A Meliso y Parménides, que no reconocían más que un único principio inmutable, indivisible, sin ponerle nombre ni querernos decir cómo era su gracia, pretendiendo que de la varia combinación de él se componían todos los cuerpos, y consiguientemente no reconociendo en ellos diferencia alguna específica y sustancial, sino meramente accidental, copiaron después todos los modernos que negaron las formas sustanciales y no reconocieron otro principio de todo cuerpo sensible que uno, al cual bautizó cada uno con el nombre que le dio la gana. Éste le llama átomos, aquél materia, el otro glóbulos, et sic de reliquis.

10. »A Meliso, Anaxímenes, Heráclito y Hesiodo, que también fueron filósofos monotelitas, esto es, que tampoco reconocían más que un principio de todos los mixtos, pero dieron un pasito más adelante, y cada uno le nombró según su genio o capricho; porque Meliso, que debía de ser flemático y aguado, dijo que todas las cosas se componían de agua y no más; Anaxímenes, que debía de adolecer de fantástico y ligero, defendió que todo era puro aire; Heráclito, que sin duda era de genio ardiente y fogoso, se desgañitaba por persuadir que todo era fuego; y Hesiodo, que en su poema intitulado Las obras y los días acreditó su inclinación a la agricultura, y consiguientemente a los terrones, juraba por los dioses inmortales que todo cuanto veíamos y palpábamos era tierra, y no le sacarían de ahí cuantos araban y cavaban: digo, pues, que a estos filósofos de antaño también remedaron aquellos filósofos de hogaño que, firmes en la resolución de no admitir más que un único principio de todos los entes corpóreos, andan besando las manos a todos los cuatro elementos, unos a éste y otros a aquél, para acomodarse cada cual con el que mejor le parece. Y note usted sobre la marcha, mi padre fray Gerundio, que el peso del aire, que tanto nos cacarean los modernos como un descubrimiento muy importante que no se había hecho en el mundo hasta que se inventó la máquina neumática, y con el cual nos encajan una filosofía llena de ventosidades, ya en tiempo de Anaxímenes debía ser tan conocido como el peso del plomo. Porque si este filósofo tuvo para sí por cosa cierta e indubitable que todo cuanto veía y palpaba era aire y nada más (y, en cierto sentido, a fe que no le faltaba razón); que el plomo era aire, el hierro era aire, las piedras eran aire, necesariamente había de persuadirse a que el aire era pesado.

11. »En la misma cierta, firme y valedera persuasión estuvo no menos que el mismo Aristóteles, a quien sus propios discípulos en muchas materias dejan padecer unas persecuciones injustas de estos bellacones de filósofos modernos, que en Dios y en mi conciencia no sé cómo se lo sufre el corazón. Pero, ¿qué han de hacer los pobres, si los más ni aun por el pergamino han leído en su vida a su maestro? Pues este hombre verdaderamente grande conoció demostrativamente el peso del aire con un experimento que hizo sencillo, simple y natural, sin más máquina neumática que la de un triste pellejo. Pesole primero estrujado, y pesole después inflado, y halló que inflado pesaba más que estrujado; conque infirió legítimamente que, a no ser por arte de encantamiento, esto no podía suceder sin que el aire tuviese peso. Esta experiencia la refiere el mismo buen viejo claritamante, y no con palabras góticas, como él o sus intérpretes se explican en otras partes, en el libro IV De Coelo, cap. IV. Y en verdad que para hacerla no hubo menester andarse con bolas de vidrio llenas de aire, ni con máquinas neumáticas para extraérsele, como lo hizo el bueno del académico monsieur Amberg, supongo que no más que ad terrorem; pues para la prueba bastaba cualquiera vejiga de puerco, de buey, y aunque fuese de un burro viejo.

12. »No le agradó a Empédocles esta monotonía en la constitución de los cuerpos; y queriendo echar el pie adelante a todos los que le habían precedido, dijo que aquéllos tan lejos estaban de componerse de un solo único elemento, que todos se componían de todos cuatro; pero no como nosotros grosera y sensiblemente los percibimos, impuros, mezclados y revueltos unos con otros; sino purísimos, desecadísimos y, en fin, como a cada uno le parió su madre la naturaleza. Preguntado en qué consistía la diferencia específica de los mixtos, puesto que todos se componían de unos mismos simples, respondía, con aquella gravedad y con aquella soberanía propia de un hombre que despreciaba coronas y cetros, que a la reserva del hombre (a quien no negaba alma racional distinta de los cuatro elementos) todos los demás mixtos sólo se diferenciaban entre sí, ya por la varia combinación de los elementos mismos, ya por el mayor predominio del uno sobre el otro; y que, así, entre la rana y el burro no había otra diferencia sino que en aquélla dominaba el agua y en éste la tierra, y que por eso croaba la una, y el otro rebuznaba.

13. »¿Parécele a usted, padre mío fray Gerundio, que los modernos no remedaron también al amigo don Empédocles? Pues cuente usted por secuaces suyos a todos aquellos médicos à la dernière (son éstos innumerables), los cuales no se contentan con decir que en todos los mixtos se mezclan los elementos, lo que apenas se puede dudar, sino que añaden que a ellos y a nada más se reducen todos los mixtos, pretendiendo que todo cuanto se extrae de ellos por el análisis o por la resolución es aire, agua, tierra y fuego, et praeterea nihil. Cuente usted también por el mismo partido a los químicos, y sepa que éste el día de hoy es un partido formidable; los cuales, aunque de los elementos de Empédocles sólo admiten dos, conviene a saber, el agua y la tierra, y en lugar de los otros dos inventan ellos tres, a los cuales llaman espíritu, azufre y sal; pero en realidad el espíritu se reduce al aire, el azufre al fuego y la sal al agua; conque sólo añaden voces al sistema empedocliano. Finalmente, cuente usted por el mismo bando (según quieren malas lenguas) al habilísimo jesuita Honorato Fabri el cual, aunque en rigor hizo burla de todos los sistemas filosóficos sin declararse partidario de alguno de ellos; pero alguna mayor inclinacioncilla mostró a la opinión de nuestro Empédocles, bien que exceptuando de ella al hombre y a los brutos, porque esto no lo podía ajustar con lo que enseña la fe.

14. »Y los señores filósofos atomistas y corpusculares, que son los que hasta pocos años ha han metido más bulla, ¿piensa usted que fueron originales? Ríase de eso por su vida; tan monas, o tan monos, fueron como todos los demás. En diciéndole a usted que la filosofía atomista y corpuscular cuenta ya por lo menos cerca de dos mil y cien años de antigüedad, que la inventó Leucipo, la adelantó Demócrito y la extendió Epicuro más de trescientos años antes que naciese Cristo, sabrá que los Galileos de Galileis, los Gasendos, los Bacones, los Descartes, los Maignanes, los Saguens, los Toscas y otros que no se pueden contar, no hicieron otra cosa que cristianizarla en lo que pudieron, refundirla en lo que no encontraron inconveniente, y sacarla al teatro barbihecha, afeitada y con zapatos nuevos.

15. »Sólo con poner en limpio lo que dijo Empédocles está hecha la prueba. Soñó, pues, alguna noche que había cenado poco y bebido mucha agua (porque, con efecto, fue hombre templado), que allá desde la eternidad andaban revoleteando libremente y a sus aventuras, sin orden y sin concierto, por esos inmensos espacios que llamamos caos, una infinita multitud de átomos o de cuerpecillos, los cuales se estuvieron moviendo y traveseando sin forma y sin destino siglos de siglos, hasta que quiso su buena suerte y la nuestra que por una dichosa casualidad se trabaron, unieron y pegaron todos unos con otros, y formaron esta prodigiosa masa de que se compone todo el universo: cielos, astros, montes, valles, ríos, plantas, brutos, hombres. Para que esta casualidad, aunque extraordinaria, no fuese milagrosa, vino muy a pelo y condujo mucho que los tales átomos o cuerpecillos no eran todos ni de una misma figura, ni de un mismo peso; sino que quiso la suerte que unos fuesen redondos, otros cuadrados, éstos cúbicos, aquéllos piramidales, unos cilíndricos, otros triangulares, agudos éstos, y aquéllos chatos, unos más pesados, y otros más leves. Y como estuvieron tanta infinidad de siglos encontrándose unos con otros, no fue imposible que al cabo acertasen a enlazarse, enredarse y engancharse recíprocamente, mezclándose con variedad unos con otros; y hétele formada toda la masa del mundo, con toda la diversidad de mixtos y de entes que la constituyen.

16. »Y no crea usted, amigo fray Gerundio, que Epicuro ni los muchos corbatines, bonetes y capillas que le copian al somormujo, se embarazan en explicar la diversidad sensible de los entes según esta sentencia. ¡Bueno es eso para su despejo! Si usted les pregunta qué cosa es la tierra, responderán con la mayor satisfacción del mundo: Es un gran agregado de átomos cúbicos que juntó la casualidad en un montón, y en eso consiste la consistencia y la solidez de la tierra. Y el agua, ¿qué cosa es? Eso es claro como el agua. Es un casual conjunto de átomos redondos, circulares y globulosos, que no pueden estar parados si no los cierran en alguna vasija, o no los reprimen con algún dique; y ve ahí en qué topa toda la fluidez de este elemento. ¿Y el fuego? El fuego, ¿quién no ve que es una masa de átomos piramidales, puntiagudos y muy afilados, que a fuer de tales todo lo penetran, lo taladran y lo deshacen? Y cátate ahí el secreto de su prodigiosa actividad. Y el aire, ¿qué será? ¡Bella pregunta! ¿Qué entendimiento habrá tan romo, que no conozca que el aire no viene a ser más que un inmenso espacio ocupado de bolillas revoleteantes, mucho más menudas, tersas y lisas que las que componen el agua? Y en esto consiste clara e indubitablemente que aquél sea mucho más fluido y mucho más diáfano que ésta.

17. »Ve aquí, fray Gerundio amigo, los principales sueños de los filósofos antiguos y las principales imaginaciones de los modernos, que apenas se diferencian de aquéllos más que en media docena de terminillos y en haber sacado al teatro sus opiniones con otro traje más de moda. Yo no negaré que unos y otros hicieron lo que pudieron para averiguar sus secretos a la naturaleza y para sacar a luz sus escondrijos, y que esto es lo que se llama filosofía. Pero, ¿quién le ha dicho al reverendo señor don Barbadiño que esta filosofía se ignora en Portugal y en España? Cierto que, teniendo su merced tanta obligación como se sabe a no ignorar lo que ha pasado en su misma Universidad de Coimbra, causa admiración que afecte ignorar lo que escribieron los sabios jesuitas conimbricenses en su Curso filosófico. Allí verá explicados muy extensamente todos estos sistemas, y también los verá impugnados con el mayor nervio. Es verdad que como aquellos padres no alcanzaron a esos monsieures novísimos, no pudieron impugnarlos en sus propios términos. Pero sí es cosa averiguada que la que se llama filosofía nueva y flamante es sólo un tejido de las más añejas y de las más podridas del mundo. Todos los que tienen noticia de éstas, tienen noticia de aquélla; y todos los que impugnan las unas, impugnan la otra. Pues por esta cuenta, no sólo en el curso de los conimbricenses, sino en muchos de los cursos filosóficos que de doscientos años a esta parte se han impreso en España, hallará mucha noticia de la que su paternidad barbadiña llama filosofía legítima, castiza y verdadera.

18. »Pero si todavía no se contenta con esto, y pretende que sea cierta su proposición mientras no se verifique que en los cursos de España se conoce en su propia y mismísima figura esta filosofía del tiempo, aun así será preciso que la vuelva al cuerpo. Porque si le dieran lugar para saber lo que pasa por acá sus estrechas correspondencias con ciertos amigos de Francia, y su aplicación infatigable a entender mal o a interpretar peor las bulas y breves pontificios sobre las misiones del Oriente, tendría sin duda noticia de que más ha de treinta años se publicó en España el Curso filosófico del sabio padre Luis de Losada, cuya admirable física comienza por un largo y docto discurso preliminar en que se exponen, se examinan y se baten en brecha casi todos los sistemas filosóficos que se llaman modernos por mal nombre, representándolos todos con sus pelos y señales. Aunque esta impugnación, como imparcial y como verdaderamente sabia, no es tan en cerro ni tan a destajo, que en el discurso de la obra no se abracen algunas opiniones de los filósofos experimentales, desamparando la de los aristotélicos, a cuyo jefe, por lo demás, se sigue con juicio y sin empeño.

19. »Acordaríase también de que el insigne valenciano don Vicente Tosca no sólo nos dio larga noticia de todas las recientes sectas filosóficas, sino que aun se empeñó el santo clérigo en que había de introducirlas en España, desterrando de ella la aristotélica. No logró el todo de su empeño, pero le consiguió en gran parte; porque en los reinos de Valencia y de Aragón se perdió del todo el miedo al nombre de Aristóteles. Se examinaron sus razones, sin respetar su autoridad; se conservaron aquellas opiniones suyas que se hallaron estar bien establecidas, o por lo menos no concluyentemente impugnadas; y al mismo tiempo se abrazaron otras de los modernos que parecieron puestas en razón. De manera que en las universidades de aquellos dos reinos se tiene noticia de lo que han dicho los novísimos terapeutas de la naturaleza, como se puede tener en la mismísima Berlín; y hay filósofos que pueden hablar con tanta inteligencia en estas materias a las barbas de la misma Academia de las Ciencias de París, como los Régis y los Regaults en su mesma mesmedad.

20. »Finalmente, ahora, ahora en fresco, y como dicen, todavía chorreando tinta, se acaba de imprimir en Salamanca el primer tomo de un curso filosófico que ha de constar no menos que de doce volúmenes, en el cual, según promete el autor, cuando llegue al tercero, todo él le ha de emplear en llamar a juicio todas las sectas filosóficas recién nacidas o resucitadas; y el cuarto, en examinar los recovecos de la naturaleza al gusto de los modernos, sin perjuicio del derecho que se reserva de averiguar en el quinto las verdaderas causas de tantas travesuras como hacen los meteoros, y de pasearse en el sexto por los cielos como pudiera por su celda; donde es preciso que vuelva a encontrarse con los neotéricos, y, o los abrace como amigos, o los precipite de aquellas alturas como espíritus rebeldes que no merecen pisar el estrellado país que no conocen. Ora bien: yo salgo por fiador de la habilidad del autor, pero no respondo del acierto de su ejecución; y más cuando él mismo destina ya in praevisione el tomo undécimo para corregir los errores, descuidos o equivocaciones de los diez precedentes; lo que parece señal de que a lo menos en estos diez tiene ánimo de errar, descuidarse o equivocarse mucho, pues le ha hecho tan de antemano a dedicar todo un tomo a este único asunto. Verdad es que para eso está seguro de que en el tomo duodécimo y último no ha de padecer la menor equivocación, error o descuido en los prolegómenos a la teología positiva y dogmática, de que ha de tratar, si Dios fuere servido, para abrir los ojos a los teólogos y predicadores novicios. Pues a no estar muy cierto de que este último volumen no ha de contener alguna errata o descuidillo, era natural que el tomo de las erratas le reservase para el postrero, para comprehender también en él las de los prolegómenos, como lo han hecho hasta aquí todos aquellos escritores que quisieron dejarnos el buen ejemplo de confesar que fueron hombres.



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