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Abajo

Nazarín

Benito Pérez Galdós





  —5→  

ArribaAbajoPrimera parte


ArribaAbajo- I -

A un periodista de los de nuevo cuño, de estos que designamos con el exótico nombre de reporter, de estos que corren tras la información, como el galgo a los alcances de la liebre, y persiguen el incendio, la bronca, el suicidio, el crimen cómico o trágico, el hundimiento de un edificio y cuantos sucesos afectan al Orden público y a la Justicia en tiempos comunes, o a la Higiene en días de epidemia, debo el descubrimiento de la casa de huéspedes de la tía Chanfaina (en la fe de bautismo Estefanía), situada en una calle cuya mezquindad y pobreza contrastan del modo más irónico con su altísono y coruscante nombre: calle de las Amazonas. Los que no estén hechos a la eterna guasa de Madrid, la ciudad (o villa) del sarcasmo y las mentiras   —6→   maleantes, no pararán mientes en la tremenda fatuidad que supone rótulo tan sonoro en calle tan inmunda, ni se detendrán a investigar qué amazonas fueron esas que la bautizaron, ni de dónde vinieron, ni qué demonios se les había perdido en los Madroñales del Oso. He aquí un vacío que mi erudición se apresura a llenar, manifestando con orgullo de sagaz cronista, que en aquellos lugares hubo en tiempos de Mari-Castaña un corral de la Villa, y que de él salieron a caballo, aderezadas al estilo de las heroínas mitológicas, unas comparsas de mujeronas, que concurrieron a los festejos con que celebró Madrid la entrada de la reina doña Isabel de Valois. Y dice el ingenuo avisador coetáneo, a quien debo estas profundas sabidurías: «Aquellas hembras buscadas ad hoc, hicieron prodigios de valor en las plazas y calles de la Villa, por lo arriesgado de sus juegos, equilibrios y volteretas, figurando los guerreros cogerlas del cabello y arrancarlas del arzón para precipitarlas al suelo». Memorable debió ser este divertimiento, porque el corral se llamó desde entonces de las Amazonas, y aquí tenéis el glorioso abolengo de la calle, ilustrada en nuestros días por el establecimiento hospitalario y benéfico de la tía Chanfaina.

Tengo yo para mí que las amazonas de   —7→   que habla el cronista de Felipe II, muy señor mío, eran unas desvergonzadas chulapas del siglo XVI; mas no sé con qué vocablo las designaba entonces el vulgo. Lo que sí puedo asegurar es que desciende de ellas por línea de bastardía, o sea por sucesión directa de hembras marimachos sin padre conocido, la terrible Estefanía la del Peñón, Chanfaina, o como demonios se llame. Porque digo con toda verdad que se me despega la pluma, cuando quiero aplicárselo, el apacible nombre de mujer, y que me bastará dar conocimiento a mis lectores de su facha, andares, vocerrón, lenguaje y modos para que reconozcan en ella la más formidable tarasca que vieron los antiguos Madriles y esperan ver los venideros.

No obstante, me pueden creer que doy gracias a Dios, y al reporter mi amigo, por haberme encarado con aquella fiera, pues debo a su barbarie el germen de la presente historia, y el hallazgo del singularísimo personaje que le da nombre. No tome nadie al pie de la letra lo de casa de huéspedes que al principio se ha dicho, pues entre las varias industrias de alojamiento que la tía Chanfaina ejercía en aquel rincón, y las del centro de Madrid, que todos hemos conocido en edad estudiantil, y aun después de ella, no   —8→   hay otra semejanza que la del nombre. El portal del edificio era como de mesón, ancho, con todo el revoco desconchado en mil fantásticos dibujos, dejando ver aquí y allí el hueso de la pared desnudo, y con una faja de suciedad a un lado y otro, señal del roce continuo de personas más que de caballerías. Un puesto de bebidas -botellas y garrafas, caja de polvoriento vidrio llena de azucarillos y asediada de moscas, todo sobre una mesa cojitranca y sucia-, reducía la entrada a proporciones regulares. El patio, mal empedrado y peor barrido, como el portal, y con hoyos profundos, a trechos hierba raquítica, charcos, barrizales o cascotes de pucheros y botijos, era de una irregularidad más que pintoresca, fantástica. El lienzo del Sur debió de pertenecer a los antiguos edificios del corral famoso: lo demás, de diferentes épocas, pudiera pasar por una broma arquitectónica: ventanas que querían bajar, puertas que se estiraban para subir, barandillas convertidas en tabiques, paredes rezumadas por la humedad, canalones oxidados y torcidos, tejas en los alféizares, planchas de zinc claveteadas sobre podridas maderas para cerrar un hueco, ángulos chafados, paramentos con cruces y garabatos de cal fresca, caballetes erizados de vidrios y cascos de botellas para amedrentar a la ratería;   —9→   por un lado, pies derechos carcomidos sustentando una galería que se inclina como un barco varado; por otro, puertas de cuarterones con goteras tan grandes, que por ellas cabrían tigres si allí los hubiese; rejas de color canela; trozos de ladrillo amoratado, como coágulos de sangre; y por fin los escarceos de la luz y la sombra en todos aquellos ángulos cortantes y oquedades 1 siniestras.

Un martes de Carnaval, bien lo recuerdo, tuvo el buen reporter la humorada de dar conmigo en aquellos sitios. En el aguaducho del portal, vi una tuerta andrajosa que despachaba, y lo primero que nos echamos a la cara, al penetrar en el patio, fue una ruidosa patulea de gitanos, que allí tenían aquel día su alojamiento, ellos espatarrados componiendo albardas, ellas despulgándose y aliñándose las greñas, los churumbeles medio desnudos, de negros ojos y rizosos cabellos, jugando con vidrios y cascotes. Volviéronse hacia nosotros las expresivas caras de barro cocido, y oímos el lenguaje dengoso y las ofertas de echarnos la buenaventura. Dos burros y un gitano viejo con patillas, semejantes al pelo sedoso y apelmazado de aquellos pacientes animales, completaban el cuadro, en el cual no faltaban ruido y músicas para caracterizarlo mejor, los canticos de una gitana, y los tijeretazos   —10→   del viejo pelando el anca de un pollino.

Aparecieron luego por una cavidad, que no sé si era puerta, aposento o boca de una cueva, dos mieleros enjutos, con las piernas embutidas en paño pardo y medias negras, abarcas con correas, chaleco ajustado, pañuelo a la cabeza, tipos de raza castellana, como cecina forrada en yesca. Alguna despreciativa chanza hubieron de soltar a los gitanos, y salieron con sus pesas y pucheretes para vender por Madrid la miel sabrosa. Vimos luego dos ciegos, palpando paredes, el uno gordinflón y rollizo, con parda montera de piel, capa de flecos, y guitarra terciada a la espalda, el otro con un violín, que no tenía más de dos cuerdas, bufanda y gorra teresiana sin galones. Unióseles una niña descalza, que abrazaba una pandereta, y salieron deteniéndose en el portal a beber la indispensable copa.

Allí se enzarzaron en coloquio muy vivo con otros que llegaron también a la cata del aguardiente. Eran dos máscaras, la una toda vestida de esteras asquerosas, si se puede llamar vestirse el llevarlas colgadas de los hombros, la cara tiznada de hollín, sin careta, con una caña de pescar y un pañuelo cogido por las cuatro puntas, lleno de higos que más bien boñigas parecían. La otra llevaba la careta en la mano, horrible figurón que representaba   —11→   al Presidente del Consejo, y su cuerpo desaparecía bajo una colcha remendada, de colorines y trapos diferentes. Bebieron y se desbocaron en soeces dicharachos, y corriéndose al patio, subieron por una escalera mitad de gastado ladrillo, mitad de madera podrida. Arriba sonó entonces gran escándalo de risas, y toque de castañuelas; luego bajaron hasta una docena de máscaras, entre ellas dos que por sus abultadas formas y corta estatura revelaban ser mujeres vestidas de hombre, otras con trajes feísimos de comparsas de teatro, y alguno sin careta, pintorreado del almazarrón el rostro. Al propio tiempo, dos hombres sacaron en brazos a una vieja paralítica, que llevaba colgado del pecho un cartel donde constaba su edad, de más de cien años, buen reclamo para implorar la caridad pública, y se la llevaron a la calle para ponerla en la esquina de la Arganzuela. Era el rostro de la anciana ampliación de una castaña pilonga, y se la habría tomado por momia efectiva, si sus ojuelos claros no revelaran un resto de vida en aquel lío de huesos y piel, olvidado por la muerte.

Vimos que sacaban luego un cadáver de niño como de dos años, en ataúd forrado de percal color de rosa, y adornado con flores de trapo. Salió sin aparato de lágrimas ni despedida   —12→   maternal, como si nadie existiera en el mundo que con pena le viera salir. El hombre que le llevaba echó también su trinquis en la puerta, y sólo las gitanas tuvieron una palabra de lástima para aquel ser que tan de prisa pasaba por nuestro mundo. Chicos vestidos de máscara, sin más que un ropón de percalina, o un sombrero de cartón adornado con tiras de papel, niñas con mantón de talle y flor a la cabeza, a estilo chulesco, atravesaban el patio, deteniéndose a oír las burlas de los gitanos, o a enredar con los pollinos, en los cuales se habrían montado de buena gana si los dueños de ellos lo permitieran.

Antes de internarnos, diome el reporter noticias preciosas, que en vez de satisfacer mi curiosidad, excitáronla más. La señora Chanfaina aposentaba en otros tiempos gentes de mejor pelo, estudiantes de Veterinaria, trajineros tan brutos como buenos pagadores; pero como el movimiento se iba de aquel barrio en derechura de la Plaza de la Cebada, la calidad de sus inquilinos desmerecía visiblemente. A unos les tenía por el pago exclusivo de la llamada habitación, comiendo por cuenta de ellos, a otros les alojaba y mantenía. En la cocina del piso alto, cada cual se arreglaba con sus pucheros, a excepción de los gitanos, que hacían sus guisotes en el patio,   —13→   sobre trébedes de piedras y ladrillos. Subimos al fin, deseando ver todos los escondrijos de la extraña mansión, guarida de una tan fecunda y lastimosa parte de la humanidad, y en un cuartucho, cuyo piso de rotos baldosines imitaba en las subidas y bajadas a las olas de un proceloso mar, vimos a Estefanía, en chancletas, lavándose las manazas, que después se enjugó en su delantal de arpillera; la panza voluminosa, los brazos hercúleos, el seno emulando en proporciones a la barriga y cargando sobre ella, por no avenirse con apreturas de corsé, el cuello ancho, carnoso y con un morrillo como el de un toro, la cara encendida, y con restos bien marcados de una belleza de brocha gorda, abultada, barroca, llamativa, como la de una ninfa de pintura de techos, dibujada para ser vista de lejos, y que se ve de cerca.




ArribaAbajo- II -

El cabello era gris, bien peinado con sin fin de garabatos, ondas y sortijillas. Lo demás de la persona anunciaba desaliño, y falta absoluta de coquetería y arreglo. Nos saludó con franca risa, y a las preguntas de mi amigo contestó que se hallaba muy harta de aquel trajín, y que el mejor día lo abandonaba   —14→   todo, para meterse en las Hermanitas, o donde almas caritativas quisieran recogerla; que su negocio era una pura esclavitud, pues no hay cosa peor que bregar con gente pobre, mayormente si se tiene un natural compasivo, como el suyo. Porque ella, según nos dijo, nunca tuvo cara para pedir lo que se le debía, y así toda aquella gentualla estaba en su casa como en país conquistado; unos le pagaban, otros no, y alguno se marchaba quitándole plato, cuchara o pieza de ropa. Lo que hacía ella era gritar, eso sí, chillar mucho, por lo cual espantaba a la gente; pero las obras no correspondían al grito ni al gesto, pues si despotricando, era un suponer, no había garganta tan sonora como la suya, ni vocablos más tremebundos, luego se dejaba quitar el pan de la boca, y el más tonto la llevaba y la traía atada con una hebra de seda. Hizo, en fin, la descripción de su carácter con una sinceridad que parecía de ley, no fingida, y el último argumento que expuso fue que después de veintitantos años en aquel nidal de ratas, aposentando gente de todos pelos, no había podido guardar dos pesetas para contar con algún respiro en caso de enfermedad.

Esto decía, cuando entraron alborotando cuatro mujeres con careta, entendiéndose por ello no el antifaz de cartón o trapo, prenda   —15→   de Carnaval, sino la mano de pintura que se habían dado aquellas indinas con blanquete, chapas de carmín en los carrillos, los labios como ensangrentados, y otros asquerosos afeites, falsos lunares, cejas ennegrecidas, y la caída de ojos también con algo de mano de gato, para poetizar la mirada. Despedían las tales de sus manos y ropas un perfume barato, que daba el quién vive a nuestras narices, y por esto y por su lenguaje, al punto comprendimos que nos hallábamos en medio de lo más abyecto y zarrapastroso de la especie humana. Al pronto, habría podido creerse que eran máscaras, y el colorete una forma extravagante de disfraz carnavalesco. Tal fue mi primera impresión; pero no tardé en conocer que la pintura era para ellas por todos estilos ordinaria, o que vivían siempre en Carnestolendas. Yo no sé qué demonios de enredo se traían, pues como las cuatro y Chanfa hablaban a un tiempo con voces desaforadas y ademanes ridículos, tan pronto furiosas, como risueñas, no pudimos enterarnos. Pero ello era cosa de un papel de alfileres, y de un hombre. ¿Qué había pasado con los alfileres? ¿Quién era el hombre?

Aburridos de aquel guirigay, salimos a un corredor que daba al patio, en el cual vi un cajón de tierra con hierba callejera, ruda, claveles   —16→   y otros vegetales casi agostados, y sobre el barandal, zaleas y felpudos puestos a secar. Nos paseábamos por allí, temerosos de que la desvencijada armazón que nos sustentaba se rindiese a nuestro peso, cuando vimos que se abría una ventana estrecha que al corredor daba, y en el marco de ella apareció una figura, que al pronto me pareció de mujer. Era un hombre. La voz, más que el rostro, nos lo declaró. Sin reparar en los que a cierta distancia le mirábamos, empezó a llamar a la señá Chanfaina, quien no le hizo ningún caso en los primeros instantes, dándonos tiempo para que le examináramos a nuestro gusto mi compañero y yo.

Era de mediana edad, o más bien joven prematuramente envejecido, rostro enjuto tirando a escuálido, nariz aguileña, ojos negros, trigueño color, la barba rapada, el tipo semítico más perfecto que fuera de la Morería he visto, un castizo árabe sin barbas. Vestía traje negro que al pronto me pareció balandrán; mas luego vi que era sotana. «¿Pero es cura este hombre?» -pregunté a mi amigo, y la respuesta afirmativa me incitó a una observación más atenta. Por cierto que la visita a la que llamaré casa de las Amazonas, iba resultando de grande utilidad para un estudio etnográfico, por la diversidad de castas humanas   —17→   que allí se reunían: los gitanos, los mieleros, las mujeronas, que sin duda venían de alguna ignorada rama jimiosa, y, por último, el árabe aquel de la hopalanda negra, eran la mayor confusión de tipos que yo había visto en mi vida. Y para colmo de confusión, el árabe... decía misa.

En breves palabras me explicó mi compañero que el clérigo semítico vivía en la parte de la casa que daba a la calle, mucho mejor que todo lo demás, aunque no buena, con escalera independiente por el portal, y sin más comunicación con los dominios de la señora Estefanía que aquella ventanucha en que asomado le vimos, y una puerta impracticable, porque estaba clavada. No pertenecía, pues, el sacerdote a la familia hospederil de la formidable amazona. Enterose al fin esta de que su vecino la llamaba, acudió allá, y oímos un diálogo que mi excelente memoria me permite transcribir sin perder una sílaba.

«Señá Chanfa, ¿sabe lo que me pasa?

-¡Ay, que nos coja confesados! ¿Qué más calamidades tiene que contarme?

-Pues que me han robado. No queda duda de que me han robado. Lo sospeché esta mañana, porque sentí a la Siona revolviéndome los baúles. Salió a la compra, y a las diez, viendo que no volvía, sospeché más, digo que casi   —18→   se fueron confirmando mis sospechas. Ahora que son las once, o así lo calculo, porque también se llevó mi reloj, acabo de comprender que el robo es un hecho, porque he registrado los baúles, y me falta la ropa interior, toda, todita, y la exterior también, menos las prendas de eclesiástico. Pues del dinero, que estaba en el cajón de la cómoda, en esta bolsita de cuero, mírela, no me ha dejado ni una triste perra. Y lo peor... esta es la más negra, señá Chanfa... lo peor es que lo poco que había en la despensa voló, y de la cocina volaron el carbón y las astillas. De forma y manera, señora mía, que he tratado de hacer algo con que alimentarme, y no encuentro ni provisiones, ni un pedazo de pan duro, ni plato ni escudilla. No ha dejado más que las tenazas y el fuelle, un colador, el cacillo, y dos o tres pucheros rotos. Ha sido una mudanza en toda regla, señá Chanfa, y aquí me tiene todavía en ayunas, con una debilidad muy grande, sin saber de dónde sacarlo y... Con que ya ve: a mí, con tal de tomar algún alimento para poder tenerme de pie, me basta. Lo demás nada me importa, bien lo sabe usted.

-¡Maldita sea la leche que mamó, padre Nazarín, y maldito sea el minuto pindongo en que dijeron: «un aquel de hombre ha nacido»!   —19→   Porque otro de más mala sombra, otro más simple y saborío no creo que ande por el mundo como persona natural...

-Pero, hija, ¿qué quiere usted...? yo...

-¡Yo, yo!... Usted tiene la culpa, y es el que mismamente se roba y se perjudica, ¡so candungas, alma de mieles, don ajo!

La retahíla de frases indecentes que siguió, la suprimimos por respeto a los que esto leyeren. Gesticulaba y vociferaba la fiera en la ventana, con medio cuerpo metido dentro de la estancia, y el clérigo árabe se paseaba tan tranquilo, cual si oyese piropos y finezas, un poquito triste, eso sí, pero sin parecer muy afectado por sus desdichas, ni por la rociada de denuestos con que su vecina le consolaba.

«Si no fuera porque me da cortedad de pegarle a un hombre, mayormente sacerdote, ahora mismo entraba, y le levantaba las faldas negras y le daba una mano de azotes... ¡so criatura, más inocente que los que todavía maman!... ¡Y ahora quiere que yo le llene el buche!... Y van tres, y van cuatro... Si es usted pájaro, váyase al campo a comer lo que encuentre, o pósese en la rama de un árbol, piando, hasta que le entren moscas... Y si está loco, es un suponer, que le lleven al manicómelo.

  —20→  

-Señora Chanfa -dijo el clérigo con serenidad pasmosa, acercándose a la ventana-, bien poco necesita este triste cuerpo para alimentarse: con un pedazo de pan, si no hay otra cosa, me basta. Se lo pido a usted porque la tengo por vecina. Pero si no quiere dármelo, a otra parte iré donde me lo den, que no hay tan pocas almas caritativas como usted cree.

-¡Váyase a la posada del Cuerno, o a la cocina del Nuncio arzopostólico, donde guisan para los sacrosantos gandules, verbigracia clérigos lambiones!... Y otra cosa, padre Nazarín: ¿está seguro de que fue la Siona quien le ha robado? Porque es usted el espíritu de la confianza y de la bobería, y en su casa entran Lepe y Lepijo; entran también hijas de malas madres, unas para contarle a usted sus pecados, es un suponer; otras para que las empeñe o desempeñe, y pedirle limosna, y volverle loco. No repara en quién entra a verle, y a todos y a todas les pone buena cara y les echa las bienaventuranzas. ¿Qué sucede? que este le engaña, la otra se ríe, y entre todos le quitan hasta los pañales.

-Ha sido la Siona. No hay que echar la culpa a nadie más que a la Siona. Vaya con Dios, y que le valga de lo que le valiere, pues yo no he de perseguirla.

  —21→  

Asombrado estaba yo de lo que veía y oía, y mi amigo, aunque no presenciaba por primera vez tales escenas, también se maravilló de aquella. Pedile antecedentes del para mí extrañísimo e incomprensible Nazarín, en quien a cada momento se me acentuaba más el tipo musulmán, y me dijo: «Este es un árabe manchego, natural del mismísimo Miguelturra, y se llama D. Nazario Zaharín o Zajarín. No sé de él más que el nombre y la patria; pero, si a usted le parece, le interrogaremos para conocer su historia y su carácter, que pienso han de ser muy singulares, tan singulares como su tipo, y lo que de sus propios labios hace poco hemos escuchado. En esta vecindad muchos le tienen por un santo, y otros por un simple. ¿Qué será? Creo que tratándole se ha de saber con toda certeza».




ArribaAbajo- III -

Faltaba la más negra. Oyeron las cuatro tarascas amigas de Estefanía que se acusaba a la Siona, de quien una de ellas era sobrina carnal, y acudieron como leonas o panteras a la ventana, con la buena intención de defender a la culpada. Pero lo hicieron en forma tan brutal y canallesca, que hubimos de intervenir para poner un freno a sus inmundas   —22→   bocas. No hubo insolencia que no vomitaran sobre el sacerdote árabe y manchego, ni vocablo malsonante que no le dispararan a quemarropa... «¡Miren el estafermo, el muy puerco y estropajoso, mal comido, alcuza de las ánimas! ¡Acusar a Siona, la señora de más conciencia que hay en todita la cristiandad! ¡Sí señor, de más conciencia que los curánganos, que no hacen más que engañar a la gente honrada con las mentiras que inventan!... ¿Quién es él, ni qué significan sus hábitos negros de ala de mosca, si no hace más que vivir de gorra, y no sabe ganarlo? ¿Por qué el muy simple no se agencia bautizos y funerales, como otros clerigones que andan por Madrid con muy buen pelo?... Misas a granel salen para todos, y para él nada: miseria, y chocolate de a tres reales, hígado y un poco de acelga, de lo que no quieren las cabras... ¡Y luego decir que le roban...! como no le roben los huesos del esqueleto, y la coronilla, y la nuez, y los codos, no sé qué le van a robar... ¡Si ni ropa tiene, ni sábanas, ni más prenda que una ramita de romero, a la cabecera, para espantar a los demonios!... Estos serán los que le han robado, estos los que le han quitado los Evangelios y la crisma, y el Santo Óleo de la misa, y el ora pro nobis... ¡Robarle! ¿Qué? Dos estampas de la Virgen   —23→   Santísima, y el Señor crucificado con la peana llena de cucarachas... Ja, ja... ¡Vaya con el señor Domino vobisco, asaltado por los ladrones!... ¡Ni que fuera el Sacratísimo Nuncio pascual, o la Minerva del cordero quitólico, con todo el monumento de Dios en su casa, y el Santo Sepulcro de las once mil vírgenes! ¡Anda y que le den morcilla!... ¡Anda y que le mate el Tato!... ¡Anda y que...!

-¡Arza! -les dijo mi amigo, echándolas de allí con empujones más que con palabras, pues ya era repugnante ver a una persona de respetabilidad, por lo menos aparente, injuriada por tan vil gentuza.

Costó trabajo echarlas: por la escalera abajo iban soltando veneno y perfume, y en el patio tuvieron algo que despotricar con los gitanos, y hasta con los burros. Despejado el terreno, ya no pensamos más que en trabar conocimiento con Nazarín, y pidiéndole permiso nos colamos en su morada, subiendo por la angosta escalera que a ella conducía desde el portal. Cuanto se diga de lo mísero y desamparado de aquella casa es poco. En la salita, no vimos más que un sofá de paja muy viejo, dos baúles, una mesa donde estaba el breviario y dos libros más, y una cómoda; junto a la sala, otra pieza que llamaremos alcoba porque en ella se veía la cama, de tarima,   —24→   con jergón, una flácida almohada, y ni rastros de sábanas ni colchas. Tres láminas de asunto religioso, y un Crucifijo sobre una mesilla, completaban el ajuar, con dos pares de botas de mucho uso puestas en fila, y algunos otros objetos insignificantes.

Recibionos el padre Nazarín con una afabilidad fría, sin mostrar despego ni tampoco extremada finura, como si le fuera indiferente nuestra visita, o si creyese que no nos debía más cumplimientos que los elementales de la buena educación. Ocupamos el sofá mi amigo y yo, y él se sentó en la banqueta frente a nosotros. Le mirábamos con viva curiosidad, y él a nosotros como si mil veces nos hubiera visto. Naturalmente, hablamos del robo, único tema a que podíamos echar mano, y como le dijéramos que lo urgente era dar parte sin dilación al delegado de policía, nos contestó con la mayor tranquilidad del mundo:

«No, señores; yo no acostumbro denunciar...

-Pues qué... ¿le han robado a usted tantas veces, que ya el ser robado ha venido a ser para usted una costumbre?

-Sí, señor; muchas, siempre...

-¿Y lo dice tan fresco?

-No ven ustedes que yo no guardo nada. No sé lo que son llaves. Además, lo poco que   —25→   poseo, es decir, lo que poseía, no vale el corto esfuerzo que se emplea para dar vueltas a una llave.

-No obstante, señor cura, la propiedad es propiedad, y lo que relativamente, según los cálculos de D. Hermógenes, para otro sería poco, para usted podrá ser mucho. Ya ve, hoy le han dejado hasta sin su modesto desayuno y sin camisa.

-Y hasta sin jabón para lavarme las manos... Paciencia y calma. Ya vendrán de alguna parte la camisa, el desayuno y el jabón. Además, señores míos, yo tengo mis ideas, las profeso con una convicción tan profunda como la fe en Cristo nuestro Padre. ¡La propiedad! Para mí no es más que un nombre vano, inventado por el egoísmo. Nada es de nadie. Todo es del primero que lo necesita.

-¡Bonita sociedad tendríamos si esas ideas prevalecieran! ¿Y cómo sabríamos quién era el primer necesitado? Habríamos de disputarnos, cuchillo en mano, ese derecho de primacía en la necesidad.

Sonriendo bondadosamente y con un poquitín de desdén, el clérigo me replicó en estos o parecidos términos:

«Si mira usted las cosas desde el punto de vista en que ahora estamos, claro que parece absurdo; pero hay que colocarse en las alturas,   —26→   señor mío, para ver bien desde ellas. Desde abajo, rodeados de tantos artificios, nada vemos. En fin, como no trato de convencer a nadie, no sigo, y ustedes me dispensarán que...».

En este punto vimos que señá Chanfa obscurecía la habitación ocupando con su corpacho toda la ventana, por la cual largó un plato con media docena de sardinas y un gran pedazo de pan de picos, con más un tenedor de peltre. Tomolo en sus manos el clérigo, y después de ofrecernos, se puso a comer con gana. ¡Pobrecillo! No había entrado cosa alguna en su cuerpo en todo el santo día. Ya fuese por respeto a nosotros, ya porque la compasión había vencido a sus hábitos groseros, ello es que la Chanfaina no acompañó el obsequio con ningún lenguarajo. Dando tiempo al curita para que satisfaciera su necesidad, volvimos a interrogarle del modo más discreto. De pregunta en pregunta, y después que supimos su edad, entre los treinta y los cuarenta, su origen, que era humilde, de familia de pastores, sus estudios, etc..., me arranqué a explorarle en terreno más delicado.

«Si tuviera yo la seguridad, padre Nazarín, de que no me tenía usted por impertinente, yo me permitiría hacerle dos o tres preguntillas.

  —27→  

-Todo lo que usted quiera.

-Usted me contesta o no me contesta, según le acomode. Y si me meto en lo que no me importa, me manda usted a paseo, y hemos concluido.

-Diga usted.

-¿Hablo con un sacerdote católico?

-Sí señor.

-¿Es usted ortodoxo, puramente ortodoxo? ¿No hay en sus ideas, o en sus costumbres, algo que le separe de la doctrina inmutable de la Iglesia?

-No señor -me respondió con sencillez que revelaba su sinceridad, y sin mostrarse sorprendido de la pregunta-. Jamás me he desviado de las enseñanzas de la Iglesia. Profeso la Fe de Cristo en toda su pureza, y nada hay en mí por donde pueda tildárseme.

-¿Alguna vez ha sufrido usted correctivo de sus superiores, de los que están encargados de definir esa doctrina, y de aplicar los sagrados cánones?

-Jamás. Ni sospeché nunca que pudiera merecer correctivo ni admonición...

-Otra pregunta. ¿Predica usted?

-No señor. Rarísimas veces he subido al púlpito. Hablo en voz baja y familiarmente con los que quieren escucharme, y les digo lo que pienso.

  —28→  

-¿Y sus compañeros no han encontrado en usted algún vislumbre de herejía?

-No, señor. Poco hablo yo con ellos, porque rara vez me hablan ellos a mí, y los que lo hacen, me conocen lo bastante para saber que no hay en mi mente visos de herejía.

-¿Y posee usted sus licencias?

-Sí señor, y nunca, que yo sepa, se ha pensado en quitármelas.

-¿Dice usted misa?

-Siempre que me la encargan. No tengo costumbre de ir en busca de misas a las parroquias donde no conozco a nadie. La digo en San Cayetano cuando la hay para mí, y a veces en el Oratorio del Olivar. Pero no es todos los días ni mucho menos.

-¿Vive usted exclusivamente de eso?

-Sí señor.

-Su vida de usted, y no se ofenda, paréceme muy precaria.

-Bastante; pero mi conformidad le quita toda amargura. En absoluto me falta la ambición de bienestar. El día que tengo qué comer, como; y el día que no tengo qué comer, no como.

Dijo esto con tan sencilla ingenuidad, sin ningún dejo de afectación, que nos conmovimos mi amigo y yo..., ¡vaya si nos conmovimos! Pero aún faltaba mucho más que oír.



  —29→  

ArribaAbajo- IV -

No nos hartábamos de preguntarle, y él a todo nos respondía sin mostrar fastidio de nuestra pesadez. Tampoco manifestaba la presunción natural en quien se ve objeto de un interrogatorio, o interview, como ahora se dice. Trájole Estefanía, después de las sardinas, una chuleta al parecer de vaca y de no muy buena traza; mas él no la quiso, a pesar de las instancias de la amazona, que volvió a descomponerse y a soltarle mil perrerías. Pero ni por estas ni por lo que nosotros cortésmente le dijimos para estimularle más a comer, se dio el hombre a partido, y rechazó también el vino que le ofreciera la tarasca. Con agua y un bollo de a cuarto puso fin a su almuerzo, declarando que daba gracias al Señor por el sustento de aquel día.

«¿Y mañana? -le dijimos.

-Pues mañana no me faltará tampoco, y si me falta esperaremos al otro día, que nunca hay dos días seguidos rematadamente malos.

Empeñose el reporter en convidarle a café: pero él, confesándonos que le gustaba, no quiso aceptar. Fue preciso que le instáramos los dos en los términos más afectuosos para   —30→   que se decidiera; lo pedimos al cafetín más próximo, nos lo trajo la tuerta que vendía licores en el portal, y tomándolo con la comodidad que la estrecha mesa y el mal servicio nos permitían, hablamos de multitud de cosas, y le oímos varios conceptos por donde colegimos que era hombre de luces.

«Dispénseme usted -le dije-, si le hago una observación que en este momento se me ocurre. Bien se conoce que es usted persona de ilustración. Me sorprende mucho no ver libros en su casa. O no le gustan, o ha tenido sin duda que deshacerse de ellos en algún grave aprieto de su vida.

-Los tuve, sí señor, y los fui regalando hasta que no me quedaron más que los tres que ustedes ven ahí. Declaro con toda verdad que, fuera de los de rezo, ningún libro malo ni bueno me interesa, porque de ellos sacan el alma y la inteligencia poca sustancia. Lo tocante a la Fe lo tengo bien remachado en mi espíritu, y ni comentarios ni paráfrasis de la doctrina me enseñan nada. Lo demás, ¿para qué sirve? Cuando uno ha podido añadir al saber innato unas cuantas ideas, aprendidas en el conocimiento de los hombres, y en la observación de la Sociedad y de la Naturaleza, no hay que pedir a los libros ni mejor enseñanza ni nuevas ideas que confundan y enmarañen   —31→   las que uno tiene ya. Nada quiero con libros ni con periódicos. Todo lo que sé bien sabido lo tengo, y en mis convicciones hay una firmeza inquebrantable; como que son sentimientos que tienen su raíz en la conciencia, y en la razón la flor, y el fruto en la conducta. ¿Les parezco pedante? Pues no digo más. Sólo añado que los libros son para mí lo mismo que los adoquines de las calles, o el polvo de los caminos. Y cuando paso por las librerías y veo tanto papel impreso doblado y cosido, y por las calles tal lluvia de periódicos un día y otro, me da pena de los pobrecitos que se queman las cejas escribiendo cosas tan inútiles, y más pena todavía de la engañada humanidad que diariamente se impone la obligación de leerlas. Y tanto se escribe, y tanto se publica, que la humanidad, ahogada por el monstruo de la imprenta, se verá en el caso imprescindible de suprimir todo lo pasado. Una de las cosas que han de ser abolidas es la gloria profana, el lauro que dan los escritos literarios, porque llegará día en que sea tanto, tanto lo almacenado en las Bibliotecas, que no habrá la posibilidad material de guardarlo y sostenerlo. Ya verá entonces el que lo viere el caso que hace la humanidad de tanto poema, de tanta novela mentirosa, de tanta historia que   —32→   nos refiere hechos, cuyo interés se desgasta con el tiempo y acabará por perderse en absoluto. La memoria humana es ya pajar chico para tanto fárrago de Historia. Señores míos, se aproxima la edad en que el presente absorberá toda la vida, y en que los hombres no conservarán de lo pasado más que las verdades eternas adquiridas por la revelación. Todo lo demás será escoria, un detritus que ocupará demasiado espacio en las inteligencias y en los edificios. En esa edad -añadió en tono que no vacilo en llamar profético-, el César, o quien quiera que ejerza la autoridad, dará un decreto que diga lo siguiente: «Todo el contenido de las Bibliotecas públicas y particulares se declara baldío, inútil y sin otro valor que el de su composición material. Resultando del dictamen de los químicos que la sustancia papirácea adobada por el tiempo es el mejor de los abonos para las tierras, venimos en disponer que se apilen los libros antiguos y modernos en grandes ejidos a la entrada de las poblaciones, para que los vecinos de la clase agrícola vayan tomando de tan preciosa materia la parte que les corresponda, según las tierras que les toque labrar». No duden ustedes que así será, y que la materia papirácea formará un yacimiento colosal, así como los de guano en las islas Chinchas,   —33→   se explotará mezclándola con otras substancias que aviven la fermentación, y será transportada en ferrocarriles y buques de vapor desde nuestra Europa a los países nuevos, donde nunca hubo literatura, ni imprentas ni cosa tal.

Grandemente nos reímos celebrando la ocurrencia. Mi amigo, a juzgar por las miradas recelosas que oyéndole me echaba, debió de formar opinión muy desfavorable del estado mental del clérigo. Yo le tenía más bien por un humorista de los que cultivan la originalidad. Nuestra charla llevaba trazas de ser interminable, y ya picábamos en este asunto, ya en el otro. Tan pronto el buen Nazarín me parecía un budista, tan pronto un imitador de Diógenes.

«Todo eso está muy bien -le dije-, pero podría usted, padre, vivir mejor de lo que vive. Ni esto es casa, ni estos son muebles, ni por lo visto, tiene usted más ropa que la puesta. ¿Por qué no pretende usted, dentro de su estado religioso, una posición que le permita vivir con modesta holgura? Este amigo mío tiene mucho metimiento en ambos Cuerpos Colegisladores y en todos los Ministerios, y no le sería difícil, ayudándole yo con mis buenas relaciones, conseguir para usted una canonjía».

Sonrió el clérigo con cierta sorna, y nos   —34→   dijo que ninguna falta le hacían a él canonjías, y que la vida boba de coro no cuadraba a su natural independiente. También le propusimos agenciarle alguna plaza de coadjutor en las parroquias de Madrid, o un curato de pueblo, a lo que respondió que si le daban tal plaza la tomaría, por obediencia y acatamiento incondicional a sus superiores. «Pero tengan por seguro que no me la dan -añadía con seguridad exenta de amargura-. Y con plaza y sin plaza, siempre me verían ustedes tal como ahora me ven, porque es condición mía esencialísima la pobreza, y si me lo permiten, les diré que el no poseer es mi suprema aspiración. Así como otros son felices en sueños, sonando que adquieren riquezas, mi felicidad consiste en soñar la pobreza, en recrearme pensando en ella, y en imaginar, cuando me encuentro en mal estado, un estado peor. Ambición es esta que nunca se sacia, pues cuanto más se tiene, más se quiere tener, o hablando propiamente, cuanto menos, menos. Presumo que no me entienden ustedes, o que me miran con lástima piadosa. Si es lo primero, no me esforzaré en convencerles; si lo segundo, agradezco la compasión, y celebro que mi absoluta carencia de bienes haya servido para inspirar ese cristiano sentimiento.

  —35→  

-¿Y qué piensa usted -le preguntamos con pedantería, resueltos a apurar la interview-, de los problemas pendientes, del estado actual de la sociedad?

-Yo no sé nada de eso -respondió encogiéndose de hombros-. No sé más sino que a medida que avanza lo que ustedes entienden por cultura, y cunde el llamado progreso, y se aumenta la maquinaria, y se acumulan riquezas, es mayor el número de pobres, y la pobreza es más negra, más triste, más displicente. Eso es lo que yo quisiera evitar, que los pobres, es decir, los míos, se hallen tan tocados de la maldita misantropía. Crean ustedes que entre todo lo que se ha perdido, ninguna pérdida es tan lamentable como la de la paciencia. Alguna existe aún desperdigada por ahí, y el día que se agote, adiós mundo. Que se descubra un nuevo filón de esa gran virtud, la primera y más hermosa que nos enseñó Jesucristo, y verán ustedes qué pronto se arregla todo.

-Por lo visto es usted un apóstol de la paciencia.

-Yo no soy apóstol, señor mío, ni tengo tales pretensiones.

-Enseña usted con el ejemplo.

-Hago lo que me inspira mi conciencia, y si de ello, de mis acciones resulta algún   —36→   ejemplo, y alguien quiere tomarlo, mejor.

-Su credo de usted, en la relación social, es, según veo, la pasividad.

-Usted lo ha dicho.

-Porque usted se deja robar, y no protesta.

-Sí señor, me dejo robar y no protesto.

-Porque usted no pretende mejorar de posición, ni pide a sus superiores que le den medios de vivir dentro de su estado religioso.

-Así es; yo no pretendo, yo no pido.

-Usted come cuando tiene qué comer, y cuando no, no come.

-Justamente... no como.

-¿Y si le arrojan de la casa...?

-Me voy.

-¿Y si no encuentra quien le dé otra...?

-Duermo en el campo. No es la primera vez.

-¿Y si no hay quien le alimente...?

-El campo, el campo...

-Y por lo que he visto, le injurian a usted mujerzuelas, y usted se calla, y aguanta.

-Sí señor, callo y aguanto. No sé lo que es enfadarme. El enemigo es desconocido para mí.

-¿Y si le ultrajasen de obra, si le abofetearan...?

-Sufriría con paciencia.

  —37→  

-¿Y si le acusaran de falsos delitos...?

-No me defendería. Absuelto en mi conciencia, nada me importarían las acusaciones.

-¿Pero usted no sabe que hay leyes, y tribunales que le defenderían de los malvados?

-Dudo que haya tales cosas; dudo que amparen al débil contra el fuerte; pero aunque existiera todo eso que usted dice, mi tribunal es el de Dios, y para ganar mis litigios en ese, no necesito papel sellado, ni abogado, ni pedir tarjetas de recomendación.

-En esa pasividad, llevada a tal extremo, veo un valor heroico.

-No sé... Para mí no es mérito.

-Porque usted desafía los ultrajes, el hambre, la miseria, las persecuciones, las calumnias, y cuantos males nos rodean, ya provengan de la Naturaleza, ya de la Sociedad.

-Yo no los desafío, los aguanto.

-¿Y no piensa usted en el día de mañana?

-Jamás.

-¿Ni se aflige al considerar que mañana no tendrá cama en que dormir, ni un pedazo de pan que llevar a la boca?

-No señor, no me aflijo por eso.

-¿Cuenta usted con almas caritativas, como esta señora Chanfaina, que parece un demonio y no lo es?

-No señor, no lo es.

  —38→  

-¿Y no cree usted que la dignidad de un sacerdote es incompatible con la humillación de recibir limosna?

-No señor: la limosna no envilece al que la recibe, ni en nada vulnera su dignidad.

-¿De modo que usted no siente herido su amor propio cuando le dan algún socorro?

-No señor.

-Y es de presumir que algo de lo que usted reciba pasará a manos de otros más necesitados, o que lo parezcan.

-Alguna vez.

-¿Y usted recibe socorros, para usted exclusivamente, cuando los necesita?

-¿Qué duda tiene?

-¿Y no se sonroja al recibirlos?

-Nunca. ¿Por qué había de sonrojarme?

-¿De modo que si nosotros, ahora... pongo por caso..., condolidos de su triste situación, pusiéramos en manos de usted... parte de lo que llevamos en el bolsillo...?

-Lo tomaría.

Lo dijo con tal candor y naturalidad, que no podríamos sospechar que le movieran a pensar y expresarse de tal manera ni el cinismo ni la afectación de humildad, máscara de un desmedido orgullo. Ya era hora de que termináramos nuestro interrogatorio, que más bien iba tocando en fisgoneo importuno, y nos despedimos   —39→   de D. Nazario celebrando con frases sinceras la feliz casualidad a que debíamos su conocimiento. Él nos agradeció mucho la visita y nuestras afectuosas manifestaciones, y nos acompañó hasta la puerta. Mi amigo y yo habíamos dejado sobre la mesa algunas monedas de plata, que ni siquiera miramos, incapaces de calcular las necesidades de aquel ambicioso de la pobreza: a bulto nos desprendimos de aquella corta suma, que en total pasaría de dos duros sin llegar a tres.




ArribaAbajo- V -

«Este hombre es un sinvergüenza -me dijo el reporter-, un cínico de mucho talento, que ha encontrado la piedra filosofal de la gandulería, un pillo de grande imaginación que cultiva el parasitismo con arte.

-No nos precipitemos, amigo mío, a formar juicios temerarios, que la realidad podría desmentir. Si usted no lo tiene a mal, volveremos, y observaremos despacio sus acciones. Por mi parte, no me atrevo aún a opinar categóricamente sobre el sujeto que acabamos de ver, y que sigue pareciéndome tan árabe como en el primer instante, aunque de su partida de bautismo resulte, como usted ha dicho, moro manchego.

  —40→  

-Pues si no es un cínico, sostengo que no tiene la cabeza buena. Tanta pasividad traspasa los límites del ideal cristiano, sobre todo en estos tiempos en que cada cual es hijo de sus obras.

-También él es hijo de las suyas.

-Qué quiere usted: yo defino el carácter de ese hombre, diciendo que es la ausencia de todo carácter, y la negación de la personalidad humana.

-Pues yo, esperando aún más datos, y mejor luz para conocerle y juzgarle, sospecho, o adivino en el bienaventurado Nazarín una personalidad vigorosa.

-Según como se entienda el vigor de las personalidades. Un gandul, un vividor, un gorrón puede llegar en el ejercicio de ciertas facultades hasta las alturas del genio; puede afinar y cultivar una aptitud, a expensas de las demás, resultando... qué sé yo... maravillas de inventiva y sagacidad que nosotros no podemos imaginar. Este hombre es un fanático, un vicioso del parasitismo, y bien puede afirmarse que no tiene ningún otro vicio, porque todas sus facultades se concentran en la cría y desarrollo de aquella aptitud. ¿Que ofrece novedad el caso? No lo dudo; pero a mí no me hace creer que le mueven fines puramente espirituales. ¿Que es, según   —41→   usted, un místico, un padre del yermo, gastrónomo de las hierbas y del agua clara, un budista, un borracho del éxtasis, de la anulación, del nirvana, o como se llame eso? Pues si lo es, no me apeo de mi opinión. La sociedad, a fuer de tutora y enfermera, debe considerar estos tipos como corruptores de la humanidad, en buena ley económico-política, y encerrarlos en un asilo benéfico. Y yo pregunto: ¿ese hombre, con su altruismo desenfrenado, hace algún bien a sus semejantes? Respondo: no. Comprendo las instituciones religiosas que ayudan a la Beneficencia en su obra grandiosa. La misericordia, virtud privada, es el mejor auxiliar de la Beneficencia, virtud pública. ¿Por ventura, estos misericordiosos sueltos, individuales, medievales, acaso contribuyen a labrar la vida del Estado? No. Lo que ellos cultivan es su propia viña, y de la limosna, cosa tan santa, dada con método y repartida con criterio, hacen una granjería indecente. La ley social, y si se quiere cristiana, es que todo el mundo trabaje, cada cual en su esfera. Trabajan los presidiarios, los niños y ancianos en los asilos. Pues este clérigo muslímico-manchego, ha resuelto el problema de vivir sin ninguna especie de trabajo, ni aun el descansado de decir misa. Nada, que a lo bóbilis bóbilis resucita   —42→   la Edad de oro, propiamente la Edad de Oro. Y me temo que saque discípulos, porque su doctrina es de las que se cuelan sin sentirlo, y de fijo tendrá indecible seducción para tanto gandul como hay por esos mundos. En fin, ¿qué puede esperarse de un hombre que propone que los libros, el santo libro, y el periódico, el sacratísimo periódico, todo el producto de la civilizadora imprenta, esa palanca, esa milagrosa fuente... todo el saber antiguo y moderno, los poemas griegos, los Vedas, las mil y mil historias, se dediquen a formar pilas de abono para las tierras? ¡Homero, Shakespeare, Dante, Herodoto, Cicerón, Cervantes, Voltaire, Víctor Hugo convertidos en guano ilustrado, para criar buenas coles y pepinos! ¡No sé cómo no ha profetizado también que las Universidades se convertirán en casas de vacas, y las Academias, los Ateneos y Conservatorios en establecimientos de bebidas, o en establos para burras de leche!

Ni mi amigo con sus apreciaciones francamente recreativas podía convencerme, ni yo le convencí a él. Por lo menos, el juicio sobre Nazarín debía aplazarse. Buscando nuevas fuentes de información, entramos en la cocina, donde campaba la Chanfaina, frente a una batería de pucheros y sartenes, friendo aquí, atizando allá, sudorosa, con los ricitos   —43→   blancos tocados de hollín, las manos infatigables, trajinando con la derecha, y con la izquierda quitándose la moquita que se le caía. Al punto comprendió lo que queríamos decirle, pues era mujer de no común agudeza, y se adelantó a nuestras preguntas diciéndonos:

«Es un santo... créanme, caballeros; es un santo. Pero como a mí me cargan los santos... ¡ay, no les puedo ver!... yo le daría de morradas al padre Nazarín, si no fuera por el aquel de que es clérigo, con perdón... ¿Para qué sirve un santo? Para nada de Dios. Porque en otros tiempos, paíce que hacían milagros, y con el milagro daban de comer, convirtiendo las piedras en peces, o resucitaban los cadáveres de difuntos, y sacaban los demonios humanos del cuerpo. Pero ahora, en estos tiempos de tanta sabiduría, con eso del teleforo o teléforo, y las ferros-carriles y tanto infundio de cosas que van y vienen por el mundo, ¿para qué sirve un santo más que para divertir a los chiquillos de las calles?... Este cuitado que ustedes han visto, tiene el corazón de paloma, la conciencia limpia y blanca como la nieve, la boca de ángel, pues jamás se le oyó expresión fea, y todo él está como cuando nació, quiere decirse que le enterrarán con palma... eso téngalo por cierto... Por más que le escarben   —44→   no encontrarán en él ningún pecado mayor ni menor, como no sea el pecado de dar todo lo que tiene... Yo le trato como a una criatura, y le riño todo lo que me da la gana. ¿Enfadarse él? Nunca. Si ustedes le dan un palo, es un suponer, lo agradece... Es así... Y si ustedes le dicen perro judío, se sonríe como si le echaran flores... Y mis noticias son que el cleriguicio de San Cayetano le trae entre ojos, por ser así, tan dejado, y no le dan misas sino cuando las hay de sobra... De forma y manera que lo que él gane con el sacerdocio me lo claven a mí en la frente. Yo, como tengo este genio, le digo: 'Padrito Nazarín, métase en otro oficio, aunque sea para traer y llevar muertos en la funebridad...', y él se ríe... También le digo que para maestro de escuela está cortado, por aquello de la paciencia y el no comer... y él se ríe... Porque eso sí... hombre de mejor boca no se hallaría ni buscándolo con un candil. Lo mismo le come a usted un pedazo de pan tierno, que medio cuarterón de bofes. Si le da usted cordilla, se la come, y a un troncho de berza no le hace ascos. ¡Ay, si en vez de santo fuera hombre, la mujer que tuviera que mantenerle ya podría dar gracias a Dios!...».

Tuvimos que cortar la retahíla de la tía Chanfa, que no llevaba trazas de acabar en   —45→   seis horas. Y bajamos a echar un párrafo con el gitano viejo, quien adivinando lo que queríamos preguntarle, se apresuró a ilustrarnos con su autorizada opinión.

«Señores -nos dijo, sombrero en mano-, Dios les guarde. Y si no es curiosidad, ¿se pue sabé si le dieron guita a ese venturao de don Najarillo? Porque más valiera que lo diesen a mujotros, que así nos ahorrábamos el trabajo de subir a pedírselo, o se quitaban de que lo diera a malas manos... Que muchos hay, ¿ustés me entienden? que le sonsacan la caridad, y le quitan hasta el aire santísimo, antes de que lo dé a quien se lo merece... Eso sí, como bueno lo es, mejorando lo que me escucha. Y yo le tengo por el príncipe de los serafines coronados, ¡válgame la santísima cresta del gallo de la Pasión!... Y con él me confesaría antes que con Su Majestad el Papa de Dios... Porque bien vemos cómo se le cae la baba del ángel que tiene en el cuerpo, y cómo se le baila en los ojos la minífica estrella pastoral de la Virgen benditísima que está en los Cielos... Con que, señores, mandar a un servidor de ustés, y de toda la familia...».

Ya no queríamos más informes, ni por el momento nos hacían falta. En el portal, hubimos de abrirnos paso por entre un pelotón de máscaras inmundas, que asaltaban el puesto   —46→   de aguardiente. Salimos pisando fango, andrajos caídos de aquellos cuerpos miserables, cáscaras de naranja y pedazos de careta, y volvimos paso a paso al Madrid alto, a nuestro Madrid, que otro pueblo de mejor fuste nos parecía, a pesar de la grosera necedad del Carnaval moderno, y de las enfadosas comparsas de pedigüeños que por todas las calles encontrábamos. No hay para qué decir que todo el resto del día lo pasamos comentando el singularísimo y aún no bien comprendido personaje, con lo cual indirectamente demostrábamos la importancia que en nuestra mente tenía. Corrió el tiempo, y tanto el reporter como yo, solicitados de otros asuntos, fuimos dando al olvido al clérigo árabe, aunque de vez en cuando le traíamos a nuestras conversaciones. De la indiferencia desdeñosa con que mi amigo hablaba de él, colegí que poca o ninguna huella había dejado en su pensamiento. A mí me pasaba lo contrario, y días tuve de no pensar mas que en Nazarín, y de deshacerlo y volverlo a formar en mi mente, pieza por pieza, como niño que desarma un juguete mecánico para entretenerse armándole de nuevo. ¿Concluí por construir un Nazarín de nueva planta con materiales extraídos de mis propias ideas, o llegué a posesionarme intelectualmente del   —47→   verdadero y real personaje? No puedo contestar de un modo categórico. Lo que a renglón seguido se cuenta, ¿es verídica historia, o una invención de esas que por la doble virtud del arte expeditivo de quien las escribe, y la credulidad de quien las lee, resultan como una ilusión de la realidad? Y oigo, además, otras preguntas: «¿Quién demonios ha escrito lo que sigue? ¿Ha sido usted, o el reporter, o la tía Chanfaina, o el gitano viejo?...». Nada puedo contestar, porque yo mismo me vería muy confuso si tratara de determinar quién ha escrito lo que escribo. No respondo del procedimiento; sí respondo de la exactitud de los hechos. El narrador se oculta. La narración, nutrida de sentimiento de las cosas y de histórica verdad, se manifiesta en sí misma clara, precisa, sincera.





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ArribaAbajoSegunda parte


ArribaAbajo- I -

Una noche del mes de Marzo, serena y fresquita, alumbrada por espléndida luna, hallábase el buen Nazarín en su modesta casa, profundamente embebido en meditaciones deliciosas, y tan pronto se paseaba con las manos a la espalda, tan pronto descansaba su cuerpo en la incómoda banqueta, para contemplar, al través de los empañados vidrios, el cielo y la luna y las nubes blanquísimas, en cuyos vellones el astro de la noche jugaba al escondite. Eran ya las doce; pero él no lo sabía ni le importaba, como hombre capaz de ver con absoluta indiferencia la desaparición de todos los relojes que en el mundo existen. Cuando eran pocas las campanadas de los que en edificios próximos sonaban solía enterarse; si eran muchas, su cabeza no tenía calma ni atención para cuentas tan largas. Su reloj nocturno era el sueño, las pocas veces que lo sentía de veras, y aquella noche   —50→   no le había avisado aún el cuerpo su querencia del camastro en que reposarse por breve tiempo solía.

De pronto, cuando más extático se hallaba mi hombre diluyendo sus pensamientos en la preciosa claridad de la luna, se obscureció la ventana, tapándola casi toda entera un bulto que de la parte del corredor a ella se aproximara. Adiós claridad, adiós luna, y adiós meditación dulcísima del padre Nazarín.

Al llegarse a la ventana, oyó golpecitos que daban de afuera, como ordenando o pidiendo que abriese. «¿Quién será?... ¡a estas horas!...». Otra vez el toque de nudillos, como redoblar de un tambor. «Pues por el bulto -se dijo Nazarín-, parece una mujer. Ea, abramos y veremos quién es esa señora, y a santo de qué viene a buscarme».

Abierta la ventana, oyó el clérigo una voz sofocada y fingida, como la de las máscaras, que con angustioso acento le dijo: «Déjeme entrar, padrico, déjeme que me esconda... que me vienen siguiendo, y en ninguna parte estaré tan segura como aquí.

-¡Pero mujer...! Y a todas estas, ¿quién eres, quién es usted, qué le pasa?...

-Déjeme entrar le digo... De un brinco me meto dentro, y no se enfade. Usted, que   —51→   es tan bueno, me esconderá... hasta que... Entro, sí señor; vaya si entro.

Y acompañando la acción a la palabra, con rápido salto de gata cazadora, se metió dentro de un brinco, y cerró ella misma los cristales.

«Pero señora... ya comprende...

-Padre Nazarín, no se incomode... Usted es bueno, yo soy mala, y por lo mismo que soy tan remala, me dije digo...: «no hay más que el beato Nazarín que me dé amparo en este trance». ¿No me ha conocido todavía, o es que se hace el tonto?... ¡mal ajo!... Pues soy Ándara... ¿no sabe quién es Ándara?...

-Ya, ya... una de las cuatro... señoras que estuvieron aquí el día que me robaron, y por consuelo me pusieron como hoja de perejil.

-Yo fui mismamente la que le insulté más, y la que le dije cosas más puercas, porque... La Siona es mi tía... Pero ahora le digo que la Siona es más ladrona que Candelas, y usted un santo... Me da la real gana de decirlo porque es la realísima verdad... ¡mal ajo!

-¿Conque Ándara...? Pero yo quiero saber...

-Nada, padrito de mi alma, que aquí donde me ve, ¡por vida del Verbo! he hecho una muerte.

-¡Jesús!

  —52→  

-No sabe una lo que hace cuando le tocan a la diznidá... Un mal minuto cualisquiera lo tiene... Maté... o si no maté, yo di bien fuerte... y estoy herida, sí, padre... tenga compasión... La otra me tiró un bocado al brazo y me levantó la carne... santísima: con el cuchillo de la cocina alcanzó a darme en este hombro, y me sale sangre.

Diciéndolo, se cayó al suelo como un saco, con muestras de desvanecimiento. El padrito la palpó, llamándola por su nombre. «Ándara, señora Ándara, vuelva en sí, y si no vuelve, y se muere de esa tremenda herida, haga propósito mental de arrepentimiento, abomine de sus culpas para que el Señor se digne acogerla en su santo seno».

Todo esto ocurría en obscuridad casi completa, pues la luna se había ocultado, cual si quisiera favorecer la evasión y escondite de la malaventurada mujer. Nazarín trató de incorporarla, cosa no difícil, por ser Ándara de pocas carnes; pero se le volvió a caer de entre las manos.

«Si tuviéramos luz -decía el clérigo muy apurado-, ya veríamos...

-¿Pero no tiene luz? -murmuró al fin la tarasca herida, volviendo de su desmayo.

-Vela tengo; pero ¿con qué la enciendo, Virgen Santísima, si no hay mixtos en casa?

  —53→  

-Yo tengo... búsquelos en mi bolsillo, que no puedo mover el brazo derecho.

Nazarín tocaba de abajo arriba, en el cuerpo de la infeliz, como quien toca una pandereta, hasta que al fin sonó algo como un cascabel en medio de las ropas, impregnadas de una pestilencia con falsos honores de perfume. Revolviendo con no poco trabajo, encontró la caja mugrienta, y ya estaba el hombre raspando el fósforo para sacar lumbre cuando la mujerona se incorporó asustada, diciéndole:

«Cierre antes las maderas. Podría verme algún vecino que ande por ahí, ¡contro! y entonces buena la hacíamos...».

Cerradas las maderas y encendida luz, Nazarín pudo cerciorarse del lastimoso estado de la infeliz mujer. El brazo derecho lo tenía hecho una carnicería, de arañazos y mordiscos, y en la paletilla una herida de arma blanca, de donde brotaba sangre, que le teñía la camisa y el cuerpo del vestido. Lo primero que hizo el curita fue desembarazarla del mantón, y luego le abrió, o desgarró, conforme pudo, el cuerpo de la bata de tartán. Para que estuviese mas cómoda, le trajo la única almohada que en su cama tenía, y procedió a la primera cura con los medios más primitivos, lavar la herida, restañarla con trapos, para lo   —54→   cual hubo de hacer trizas una camisa que le regalan aquel mismo día unos amigos de la vecindad. Y la tarasca, en tanto, no paraba de hablar, refiriendo el trágico lance que a tal extremidad la había traído.

«Ha sido con la Tiñosa.

-¿Qué dices, mujer?

-Que la bronca fue con la Tiñosa, y la Tiñosa es la que he matado, si es que la maté, pues ya voy dudando. ¡Contro! cuando yo la agarré por el moño y la tiré al suelo, ¡ay! le di el navajazo con toda mi alma, para partirle la suya... ¡mal ajo! pero ahora... me alegraría de saber que no la había matado...

-Tal para cual. ¿Con que la Tiñosa...? ¿Y quién es esa señora?

-Una de las que conmigo estuvieron aquí aquella mañana, ¿sabe?, la más fea de las cuatro, con unos ojos de carnero a medio morir, el labio partido, la oreja rajada, de un tirón que le dieron para arrancarle el pendiente, y la garganta llena de costurones... ¡Mal ajo! si el premio de horrorosa no hay quien se lo quite, y yo mismamente, al par de ella, soy como... las diosas del Olímpido. Con que... fue todo por un papel de alfileres de cabeza negra que le dio el Tripita... y de ahí saltó la quistión... De donde vinimos a una muy fuerte despotrica sobre si el Tripita   —55→   es caballero o no es caballero... Y porque yo dije que es un lambión y un carnerazo, vino la gorda, y el decirme que yo era esto y lo otro, y... lo que no hay para qué decírselo a una. Mire, padre, yo soy muy loba, tan loba como la primera, pero no quiero que me lo digan, y menos ella, loba vieja y tan zurrida que ni los gatos la quieren ya...

-Cállate, boca infame, cállate, si no quieres que te abandone a tu suerte desdichada -le dijo el clérigo con severidad-. Arroja de ti el rencor, miserable, y considera que has añadido a tus horribles pecados el de homicidio, para que tu alma no tenga un punto, un solo punto por donde pueda ser cogida para sustraerla a las llamas del infierno.

-Es que... verá, padrito... Si lo que digo es que yo, cuando me tocan la diznidá... ¡mal ajo!... Porque aunque una sea un guiñapo, cada cual tiene su aquel de vergüenza propia y quiere que la respeten...

-Cállate, repito..., y no hagas comentarios. Cuéntame el caso liso y mondo, para saber yo si debo ampararte o entregarte a la justicia. ¿Y cómo escapaste del tumulto que en tu casa, en la calle o en donde fuera debió de formarse...? ¿Cómo conseguiste que no te prendieran inmediatamente? ¿Cómo pudiste llegar aquí, sin ser vista, y guarecerte en mi   —56→   casa, y por qué razón me has puesto en el compromiso de tener que esconderte?

-Todo se lo contaré como desea; pero antes me ha de dar agua, si la tiene, y si no la tiene váyase a buscarla, porque me está abrasando una sed que ni el Infierno...

-Agua tengo, por fortuna. Bebe, y cuenta, si el hablar no te debilita y trastorna.

-No señor, yo estoy hablando, si me dejan, hasta el día del Perjuicio final, y cuando me muera, hablaré hasta un poquito después de dar la última boqueada. Pues verá usted... la tiré con la navaja en semejante parte, y en semejante otra, con perdón... y si no me desapartan, la mecho... La mitad del pelo de ella me lo traje entre las uñas, y estos dos dedos se los metí por un ojo... Total, que me la quitaron; y quisieron asujetarme; pero yo, braceando como una leona, me zafé, tiré el cuchillo, y salí a la calle, y de una carrerita, antes que pudieran seguirme fui a parar a la calle del Peñón. Luego volví pasito a paso... oí ruido de voces... me agazapé. La Roma y Verginia chillaban, y la tía Gerundia decía: «ha sido Ándara, ha sido Ándara...». Y el sereno y otros hombres... que dónde me habría metido, que por aquí, que por allá... y que me buscarían para llevarme a la Galera y al patíbulo... Yo que oí esto ¡contro! me voy escurriendo,   —57→   escurriendo pegadita a la pared, buscando la sombra, hasta que me entré por esta calle de las Amazonas, sin que nadie me viera. Toda la gente allí, y por aquí ni una rata. Yo iba preguntando a qué santo me encomendaría, y buscaba un agujero donde meterme, aunque fueran los de la alcantarilla. ¡Pero no cabía, por mucho que me estirara no cabía, Señor!... ¡Y doliéndome el brazo, y soltando sangre de la herida! ¡mal ajo! Me arrimé al quicio del portalón de esta casa, que hace mucha sombra... empujé para adentro, y vi que se abría... ¡Oh, qué gusto! ¡Suerte como ella!... Los gitanos suelen dejarlo abierto, ¿sabe?... Entreme despacito, como un soplo de viento, y me fui escabullendo, pensando que si me veían los gitanos era perdida... Pero no me vieron los condenados. Dormían como cestos, y el perro se había salido a la calle... ¡Bendita sea la perra que fue la causante de que saliera!... Pues señor, me fui colando por el patio como una babosa, y para entre mí decía... «¿Pero dónde me meto yo ahora? ¿A quién le pido yo que me esconda?». A la Chanfa ni pensarlo. A Jesusita y la Pelada menos. Pues si me veían los Cumplidos, peor... En esto me pasó por el pensamiento que si no me salvaba el padre Nazarín no me salvaba nadie. Y de cuatro brincos me subí   —58→   al corredor. Yo me acordé entonces de que el día de Carnaval le había dicho cuatro frescas, por mor del enfado natural de una. De la conciencia ¡mal ajo! sentí que me corría la sangre, como de la herida. Pero dije: él es un santorro muy simplón y muy buenazo, y no se acordará de aquellas palabritas, ¡contro! y me corrí hacia la ventana y llamé, y... ¡Ay, cómo me duele ahora..., ay, ay!... Padrito, ¿usted tiene por casualidad vinagre?

-No, hija, ya sabes que aquí no hay lujo, ni en mi despensa ningún alimento nutritivo ni estimulante. ¡Vinagre! ¿Crees tú que has entrado en Jauja?




ArribaAbajo- II -

A la madrugada se puso tan mala la pobre, que D. Nazario (pues no siempre hemos de llamarle Nazarín, familiarmente), no sabía qué hacerle, ni qué medidas tomar para salir con ventura de aquel grave conflicto en que su cacareada y popular bondad en mal hora le puso. La tal Ándara (a quien llamaban así por contracción de Ana de Ara) cayó en extenuación alarmante con frecuentes colapsos y delirio. Para colmo de desdicha, aunque el buen cura comprendió que todo el mal provenía de extenuación, motivada por la pérdida   —59→   de tanta sangre, no podía ponerle inmediato remedio, por no tener en su casa más vituallas que un poco de pan, un pedazo de queso de Villalón, y como una docena de nueces, substancias impropias para un enfermo traumático. Pero pues no había otra cosa, forzoso fue apencar con el pan y las nueces, hasta que viniera el día y pudiese Nazarín procurarse mejor alimento. Hubiérale dado él de muy buena gana un poco de vino, que era lo que ella principalmente apetecía; mas en casa tan pobre y modesta no entraba jamás aquel líquido. Ya que no podía atender al reparo de fuerzas, trató de acomodar el cuerpo de la miserable en cama menos dura que el santo suelo donde yacía desde que entró; y viendo la imposibilidad, después de infructuosos ensayos, de que Ándara se moviera de aquel sitio, porque sus músculos habían venido a ser como trapos y sus huesos de plomo, no tuvo el buen Nazarín más remedio que sacar fuerzas de flaqueza, y echarse a cuestas, con descomunal trabajo, aquel fardo execrable. Afortunadamente, el peso de Ándara era escaso, porque andaba mal de carnes (la mayor desgracia en su condición), y para cualquier hombre de medianos bríos el levantarla habría sido como cargar un pellejo de arroba a medio llenar. Así   —60→   y todo, sudó la gota gorda el pobre cura, y por poco se cae en mitad del camino. Pero al fin pudo soltar su farda, y al caer los molidos huesos y flojas humanidades en el colchón, dijo la moza: «Dios se lo pague».

Ya cerca del día, y hallándose en un momento lúcido, después de haber desembuchado mil desatinos, tocantes al Tripita, la Tiñosa y demás gentuza con que ordinariamente trataba, la tarasca dijo a su bienhechor:

«Señor de Nazarín, si no tiene comida, supongo que no le faltará dinero.

-No tengo más que lo de la misa de hoy, que aún no lo he tocado ni me lo ha pedido nadie.

-Mejor... Pues, en cuanto amanezca, traerá media librita de carne para ponerme un puchero. Y tráigase también medio cuartillo de vino... Pero mire, venga acá. Usted no tiene malicia, y hace las cosas a lo santo, con lo cual perjudica, sin querer. Mire, oiga lo que le digo. Haga caso de mí, que tengo más... gramática. No compre el vino en la taberna del hermano de Jesusa, ni en la de José Cumplido, donde le conocen. «Anda, anda -dirían-, el bendito Nazarín comprando vino, él que no lo cata». Y empezarían a chismorrear, y que torna, que vira, y alguien se metería en averiguaciones y, ¡contro! me descubrirían...   —61→   ¡Y qué cosas dirían de usted!... Váyase a comprarlo a la taberna de la calle del Oso, o a la de los Abadales, donde no le conocen, y además hay más conciencia que por aquí, vamos al decir, que no bautizan tanto.

-No necesitas decirme lo que tengo que hacer -repitió el clérigo-. Sobre que la opinión del mundo no significa nada para mí, no es bien que yo tome tus consejos, ni que tú te atrevas a dármelos. Ni tengas por seguro tampoco, desdichada Ándara, que esta pobre morada mía es escondite de criminales, y que a mi sombra vas a encontrar la impunidad. Yo no te denunciaré; pero tampoco puedo, porque no debo, ¿entiendes? burlar a tus perseguidores, si con justicia te persiguen, ni librarte de la expiación a que el Señor, antes que los tribunales, sin duda te sentencia. Yo no te entregaré a la justicia: mientras aquí estés, te haré todo el bien que pueda. Si no te descubren, allá Dios y tú.

-Bueno, señor, bueno -replicó la tarasca entre hondos suspiros-... Eso no quita para que compre el vino donde le digo, porque es menos cristiano allá que acá. Y si no tuviere bastante guita, busque en el bolsillo de mi bata, donde debe de haber una peseta, y tres o cuatro perras. Cójalo todo, que yo para nada lo necesito ahora, y de paso que va por   —62→   el vino, tráigase una cajetilla para usted.

-¡Para mí! -exclamó el sacerdote con espanto-. ¡Si sabes que no fumo!... Y aunque fumara... Guárdate tu dinero, que bien podrías necesitarlo pronto.

-Pues el vicio del tabaco, ese nada más, bien lo podría tener, ¡mal ajo! Vamos, que el no tener ningún vicio, ninguno, lo que se dice ninguno, vicio también es. Pero no se enfade...

-No me enfado. Lo que te digo es que las vanas palabras y la distracción del espíritu son un nuevo mal que añades a los que ya tienes sobre ti. Reconcentra tus pensamientos, infeliz mujer, pide el favor de Dios y de la Virgen, sondea tu conciencia, reflexiona en lo mucho malo que has hecho, y en la posibilidad de la enmienda y del perdón, si con fe y amor procuras una y otro. Aquí me tienes para ayudarte, si piensas en cosas más serias que el escondite, la peseta, el vino, y la cajetilla... a no ser que esta la quieras para ti, en tal caso...

-No, no señor... yo no... -refunfuñó la moza-. Era que... Total, que si quiere coger la peseta, cójala, pues no es bien que todo el gasto sea de su cuenta...

-Yo no necesito de tu peseta. Si la necesitara te la pediría... Ea, a pensar en tu alma,   —63→   en tu arrepentimiento. Repara que estás herida, que yo no puedo curarte bien, que el Señor puede mandarte, a la hora menos pensada, una gangrena, un tifus, o cualquier otra pestilencia. ¡Ah! nunca sería tanto como lo que mereces, ni tan grave como la podredumbre que devora tu alma. En eso es en lo que tienes que pensar, Ándara infeliz; que si en todo caso estamos a merced de la muerte, a ti ahora te anda rondando, y como venga de súbito, que puede venir, y te coja desprevenida, ya sabes a dónde vas a parar.

Ni mientras Nazarín hablaba, ni mucho después, dijo Ándara esta boca es mía, demostrando con su silencio el vago temor que la exhortación produjo en su alma. Pasado un largo rato, volvió a echar suspiros y más suspiros, manifestando con voz quejumbrosa que si era preciso morir, no tendría más remedio que conformarse. Pero bien podía suceder que viviese, tomando algún alimento, un poco de vino, y aplicándoselo también a las heridas. Y como llegase el caso, ella no dejaría de procurarse todo el arrepentimiento posible, a fin de que el trance final la cogiera en buena disposición y con mucho cristianismo en toda su alma. Fuera de esto, si el padrito no se enfadaba, le diría que ella no creía en el Infierno. Tripita, que era persona muy leída, y   —64→   compraba todas las noches La Correspondencia, le había dicho que eso del Infierno y el Purgatorio es papa, y también se lo había dicho Bálsamo.

-¿Y quién es Bálsamo, hija mía?

-Pues uno que fue sacristán, y estudió para cura, y sabe todo el canticio del coro y el responso inclusive. Después se quedó ciego, y se puso a cantar por las calles con una guitarra, y de una canción muy chusca que acababa siempre con el estribillo de el bálsamo del amor, le vino y se le quedó para siempre el nombre de Bálsamo.

-Pues escoge entre la opinión del señor de Bálsamo y la mía.

-No, no, padrito... Usted sabe más... ¡Qué cosas tiene! ¡Cómo se va a comparar...! Si ese de que le hablo es un perdido, más malo que la sarna. Vive con una que la llamamos la Camella, alta y zancuda, mucho hueso. Le viene este nombre de que antes, cuando pintaba algo, le decían la dama de las Camelias.

-No quiero saber nada de camellas ni camelias, ¿entiendes? Aleja de tu mente la idea de todo ese personal inmundo, y piensa en sanar tu alma, que no es floja tarea. Ahora procura conciliar el sueño; y yo aquí, en esta banqueta, apoyadito en la pared, espero el   —65→   día, que ya no ha de tardar en enviarnos sus primeros resplandores.

Durmiéranse o no, ello es que ambos callaron, y silenciosos permanecían cuando penetraban por las rendijas de la ventana y de la clavada puerta los primeros flechazos de la luz matutina. Aún tardaron un ratito en iluminar toda aquella pobreza, y en diseñar los contornos de los objetos, poniendo a cada uno su natural color. Ándara se durmió profundamente al amanecer, y cuando despertó, bien entrado el día, encontrose sola. Como notara ruido en la casa, entrar y salir de gente en el patio, el barullo de los huéspedes, la voz tormentosa de la Chanfaina en la cocina, tuvo miedo. Aunque bien pudieran ser aquellos rumores el movimiento común y ordinario de la casa, la infeliz no las tenía todas consigo, y en su zozobra hizo propósito firme de permanecer achantadita en el flaco jergón, cuidando de no hacer ruido, de no moverse, ni toser, ni respirar más que lo preciso para no ahogarse, a fin de que ningún descuido suyo delatara su presencia en la casa del sacerdote.

Más que el miedo para desvelarla, podía la extenuación para adormecerla, y segunda vez cayó en un letargo pesadísimo, del cual la sacó Nazarín, sacudiéndole la cabeza, para   —66→   ofrecerle vino. ¡Ay, con qué ansia lo tomó, y qué bien le supo! Después le aplicó a las heridas el mismo medicamento que empleara para uso interno, y tanta fe en esta terapéutica tenía la mujerona, sin duda por haber presenciado ejemplos mil de su eficacia, que sólo con aquella fe, a falta de otra, se mejoró la condenada. La conciencia de su desamparo ante el peligro le inspiraba mil precauciones ingeniosas, entre ellas el no hablar con don Nazario más que por señas, para que ninguna voz suya llegase a los oídos de la refistolera vecindad. Con visajes y garatusas se dijeron todo cuanto tenían que decirse, y por cierto que pasó Ándara grandes apuros para indicarle con tan imperfecto lenguaje algunas cosas pertinentes al puchero que el buen curita pensaba poner. No hubo más remedio que emplear la palabra, reduciéndola a un susurro apenas perceptible; al fin se entendieron, Nazarín adquirió preciosas nociones de arte culinario, y la enferma tomó un caldo, que no sería ciertamente de mucha substancia, mas para ella bueno estaba; y con unas sopas que comió después se fue reponiendo y entrando en caja. Cumplidos estos deberes de hospitalidad caritativa, Nazarín salió, dejando la casa cerrada, y a la moza herida sin más compañía que la de sus alborotados   —67→   pensamientos, y la de algún ratón que, a la husma de las migas de pan, andaba por debajo de la cama.




ArribaAbajo- III -

Todo el resto del día estuvo sola la buena pieza, pues el padrito no se daba prisa en volver a su domicilio. Recelos y desconfianzas de criminal acometieron, por la tarde, a la malaventurada mujer. «¡Si me denunciará este buen señor! -se decía, no pudiendo pensar más que en la anhelada impunidad-. No sé, no sé... porque unos lo tienen por santo, y otros por un pillete muy largo, pero muy largo... No sabe una a qué carta quedarse... ¡Contro! ¡mal ajo! Pero no, no creo que me denuncie... El cuento es que si me descubren y le preguntan si estoy aquí, contestará que sí, porque él no miente ni aun para salvar a una persona. ¡Vaya con la santidad! Si es cierto que hay Infiernos con mucha lumbre y tizonazos, allá debían ir los que dicen verdades que a un pobre le cuestan la vida, o le zampan en una cárcel».

Por la tarde, pasó un rato de horrible pavura oyendo la voz de la Chanfa junto a la ventana. Hablaba con otra mujer que por el habla gargajosa y carraspeante, parecía la   —68→   Camella. ¡Y la Camella era tan mala, tan amiga de meter en todo las narices, y llevar y traer cuentos! Después que picotearon bien, Estefanía llamó con los nudillos en el cristal; pero como el padre no estaba allí para responderle, se fueron las muy indinas. Otras personas, y algunos chicuelos de la vecindad, llamaron también en el curso del día, cosa muy natural y que no debía ser motivo de alarma, porque la pobretería de aquellos lugares visitaba con frecuencia al que era amigo y consuelo de los pobres. Al anochecer, ya no podía la mujerzuela con su congoja y susto, y anhelaba que volviese el clérigo, para saber si podía contar o no con el sigilo en aquella obscura reclusión. Los minutos se le hicieron horas; al fin, cuando le vio entrar, ya cerca de anochecido, a punto estuvo de reñirle por su tardanza, y si no lo hizo fue porque el gozo de verle le quitó el enfado.

«Yo no tengo que darte a ti cuenta de dónde voy ni de dónde vengo, ni en qué empleo mis horas -le dijo Nazarín, contestando a las primeras preguntas impertinentes y oficiosas de la que bien podía llamarse su protegida-. ¿Y que tál? ¿Vamos bien? ¿Te duele menos la herida? ¿Vas tomando fuerzas?

-Sí, hombre, sí... Pero el canguelo no me deja vivir... A cada instante me parece que   —69→   entran para cogerme y llevarme a la cárcel. ¿Estaré segura? Dígamelo con verdad, a lo hombre, más que a lo santo.

-Ya sabes -repuso el sacerdote desembarazándose del manteo y la teja-, yo no te denuncio... Procura tú no hacer aquí nada por donde te descubran... y chitón, que anda gente por el corredor.

En efecto, llamó otra vez Estefanía, y abierta la ventana por Nazarín, hablaron un ratito.

«Vaya que está hoy mi beato muy paseante en Corte -decía la amazona-. ¿Qué pasa? ¿Ha ido a bailarle el agua al Obispo, como lo aconsejé? Como no adule, no le darán nada. ¿Y qué? ¿hubo misa hoy? Bueno. Así, aplicarse, ir a las parroquias con cara de poca vergüenza, darse pisto... Verá cómo caen misas. Oiga, padrito, yo siento... me parece que sale por esta ventana un olor... así como de esa perfumería condenada que gastan las mujeronas... ¿Pero usted no huele? ¡Si es un tufo que tira para atrás!... Claro, no es novedad. Como entran a verle a usted personas de todas castas, y usted no distingue, ni sabe a quién socorre...

-Eso será -replicó Nazarín sin inmutarse-. Entra aquí mucha y diversa gente. Unos huelen y otros no.

  —70→  

-Y también me da olor a vinazo... ¿Se nos está su reverencia echando a perder?... Porque el de la misa no será.

-Lo del otro olor -dijo el clérigo con suprema sinceridad-, no lo niego. Aroma o pestilencia, ello es que existe en mi casa. Yo lo siento, y lo sentirá todo el que tenga olfato. Pero olor a vino no lo noto, francamente, no noto nada, y esto no es decir que no lo haya habido en casa hoy... Pudo haberlo; mas no huele, señora, no huele.

-Pues yo digo que trasciende... Pero no hay que disputar, porque no tendrán la misma trascendencia sus narices y las mías.

Ofreciole después comida la señora Chanfa, y él rehusó, limitándose a recibir, tras repetidas instancias, un bollo de canela, y dos chorizos de Salamanca. Con esto se acabó la conversación, y el horroroso susto de la reclusa. «Ya me barrunté yo -decía inconsolable, al sentir que se alejaba la amazona-, que esta perfumación indecente de mi ropa me iba a denunciar. La quemaría toda, si pudiera salir de aquí en camisa. Lo que menos pensaba yo echándome esos olores, era que me habían de traer tal perjuicio. Y es buena esencia, ¿verdad, padrito? ¿No le gusta a usted olerla?

-A mí no. Sólo me agrada el olor de las flores.

  —71→  

-A mí también. Pero van caras, y no puede una tenerlas más que de vista, en los jardines. Pues hace tiempo, tenía yo un amigo que me llevaba muchas flores, de las mejores; sólo que estaban algo sucias.

-¿De qué?

-De la porquería de las calles. Este amigo era barrendero, de los que recogen las basuras todas las mañanas. Y a veces, por el Carnaval o en tiempo de baile, barría en la puerta de los teatros y casas grandes, y con la escoba recogía muchas camellas.

-Camelias, se dice.

-Camelias, y hasta rosas. Lo ponía todo en un papel con mucho cuidadito, y me lo llevaba.

-¡Qué fino!... ¿Dejarás al fin de pensar tonterías, y mirarás a lo importante, a la purificación de tu alma?

-Todo lo que usted quiera, aunque me parece que de esta no expiro. Yo tengo siete vidas como los gatos. Dos veces estuve en el espital con la sábana por la cara, creyendo todos que me iba, y volví, y me cure.

-No hay que fiar, señora mía, de feliz circunstancia de haber escapado una y otra vez. En toda ocasión la muerte es nuestra inseparable compañera y amiga. En nosotros mismos la llevamos desde el nacer, y los achaques,   —72→   las miserias, la debilidad, y el continuo sufrir son las caricias que nos hace dentro de nuestro ser. Y no sé por qué ha de aterrarnos la imagen de ella cuando la vemos fuera de nosotros, pues esa imagen en nosotros está de continuo. De seguro que tú te espantas cuando ves una calavera, y más si ves un esqueleto...

-¡Ah, sí, qué miedo!

-Pues la calavera que tanto te asusta, ahí la llevas tú: es tu cabeza...

-Pero no será tan fea como la de los cementerios.

-Lo mismo; sólo que está vestida de carne.

-¿De modo, padrito, que yo soy mi calavera? ¿Y el esqueleto mío es todos estos huesos, armados como los que vi yo una vez en el teatro, en la función de los fantoches? ¿Y cuando yo bailo, baila mi esqueleto?¿Y cuando duermo, duerme mi esqueleto? ¡mal ajo! ¿Y al morirme, cogen mi esqueletito salado y lo tiran a la tierra?

-Exactamente, como cosa que ya no sirve para nada.

-Y cuando se muere una, ¿sigue una sabiendo que se ha muerto, y acordándose de que vivía? ¿Y en qué parte del cuerpo tiene una el alma? ¡En la cabeza o en el pecho?   —73→   Cuando una se pelea con otra, digo yo, el alma se sale a la boca y a las manos.

Contestole Nazarín, sobre esto del alma, en la forma más elemental y comprensible para tan ruda inteligencia, y siguieron departiendo en voz baja, a prima noche, después de cenar algo, sin cuidarse de la vecindad, que por fortuna, de ellos tampoco se cuidaba. Ándara, por causa sin duda de la forzada quietud que le excitaba la imaginación, todo quería saberlo, demostrando una curiosidad hasta cierto punto científica, que el buen eclesiástico safisfacía en unos casos y en otros no. Anhelaba saber cómo es esto de nacer una, y cómo salen los pollos de un huevo igualitos al gallo y a la gallina... en qué consiste que el número trece es muy malo, y por qué causa trae buena sombra el recoger una herradura en mitad de un camino... Cosa inexplicable era para ella la salida del sol todos los días, y que las horas fueran siempre iguales, y el tamaño de los días de un año, en cada estación, igual a los días de los otros años... ¿Dónde se metían los ángeles de la guardia cuando una es niña, y qué razón hay para que las golondrinas se larguen en invierno y vuelvan en verano, y acierten con el mismo nido?... También es muy raro que el número dos traiga siempre buena suerte, y que la   —74→   traiga mala el tener dos velas encendidas en las habitaciones... ¿Por qué tienen tanto talento los ratones, siendo tan chicos, y a un toro, que es tan grande, se le engaña con un pedazo de trapo?... Y las pulgas y otros bichos pequeños, ¿tienen su alma a su modo?... ¿Por qué la luna crece y mengua, y qué razón hay para que cuando una va por la calle y encuentra a una persona parecida a otra, al poco rato encuentre a la otra?... También es cosa muy rara que el corazón le diga a una lo que va a pasar, y que cuando las mujeres embarazadas tienen antojo de una cosa, verbigracia, de berenjenas, salga luego el crío con una berenjena en la nariz. Tampoco entendía ella por qué las almas del Purgatorio salen cuando se les da a los curas unas perras para responsos, y por qué el jabón quita la porquería, y por qué el martes es día tan malo que no se puede hacer nada en él.

Fácilmente contestaba Nazarín a no pocas de sus dudas, pero otras no se las podía satisfacer, y las proposiciones que pertenecían al orden de la superstición estúpida, se las negaba rotundamente, exhortándole a echar de su mente ideas tan desatinadas. Con esto pasaron la velada, y una noche tranquila y sin ningún accidente permitió a la enferma reparar sus fuerzas. De este modo transcurrieron   —75→   tres días, cuatro; Ándara restableciéndose rápidamente de sus heridas y cobrando fuerzas, el buen D. Nazario saliendo todas las mañanas a decir su misita, y regresando tarde a casa, sin que ningún suceso alterase esta monotonía, ni se descubriera el escondite de la mala mujer. Aunque esta se creía segura, no se descuidaba en sus minuciosas precauciones para que no llegara al exterior de la casa rumor ni indicio alguno de su presencia. A los tres días abandonó el ocioso jergón; mas no se atrevía a salir de la alcoba, y como sintiera voces, contenía templando la respiración. Pero no quiso la voluble suerte favorecerla más tiempo, y al quinto día fueron inútiles ya todas las cautelas, y la infame se vio en peligro inminente de caer en poder de la justicia.

Al anochecer, se llegó la Estefanía a la ventana, y llamando al padrito, que acababa de entrar, le dijo: «Eh, so babieca, que ya no valen pamplinas, que ya se sabe todo, y quién es la mala rata que esconde usted en su madriguera. Ábrame la puerta por allá, que quiero entrar y hablarle, sin que se enteren los vecinos».



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ArribaAbajo- IV -

Ándara, que tal oyera, se quedó más blanca que la pared, lo cual en verdad no era extremada blancura, y ya se consideró en la Galera, con grillos en los pies y esposas en las manos. Daba diente con diente cuando sintió entrar a la Chanfaina, que se metió de rondón en la alcoba diciendo:

«Se acabaron las pamemas. Mira, tú, trasto, desde el primer día entendí que estabas aquí. Te saqué por el olor. Pero no quise decir nada, no por ti, sino por no comprometer al padrico, que se mete en estos fregados con buena intención y toda su sosería de ángel. Y ahora, sepan los dos que si no hacen lo que voy a decirles, están perdidos.

-¿Se murió la Tiñosa? -le preguntó Ándara, aguijoneada por la curiosidad, más poderosa en aquel instante que el miedo.

-No se ha muerto. En el espital la tienes de interfezta, y según dicen, no comerá la tierra por esta vez. Pues si se muriera, tú no te escapabas de ponerte el corbatín. Con que... ya sales de aquí espirando. Vete a donde quieras, que de esta noche no pasa que venga aquí el excelentísimo Juzgado.

-¿Pero quién...?

  —77→  

-¡Ay qué tonta! ¡La Camella tiene un olfato...! La otra noche vino a esta ventana, y pegaba las narices al quicio como los perros ratoneros cuando rastrean el ratón. Golía, golía, y sus resoplidos se oían desde el portal. Pues ella y otras te han descubierto, y ya no hay escape. Lárgate pronto de aquí, y escóndete donde puedas.

-Ahora mismo -dijo Ándara, envolviéndose en su mantón.

-No, no -agregó la Chanfa, quitándoselo-. Voy a darte uno mío, el más viejo, para que te disfraces mejor. Y también te daré una bata vieja. Aquí dejas toda la ropa manchada de sangre, que yo la esconderé... Y que coste que esto no lo hago por ti, feróstica, sino por el padruco, que está en el compromiso de que le tengan o no le tengan por un peine como tú. Que la justicia es muy perra, y en todo ha de meter el hocico. Ahora, este serófico tiene que hacer lo que yo le diga, si no, le empapelan también, y que vengan los angelitos a librarle de ir a la cárcel.

-¿Qué tengo yo que hacer? sepámoslo -preguntó el sacerdote, que si al principio parecía sereno, luego se le vio un tanto pensativo.

-Pues usted, negar, negar y negar siempre. Esta pájara se va de aquí, y se esconde   —78→   donde pueda. Se quita todo, solutamente todo el rastro de ella: yo limpiaré la salita, lavaré los baldosines, y usted, Sr. Nazarillo de mis pecados, cuando vengan los de la justicia, dice a todo que no, y que aquí no ha estado ella, y que es mentira. Y que lo prueben, ¡contro! que lo prueben.

El curita callaba; mas la diabólica Ándara apoyó con calor las enérgicas razones de la Estefanía.

«Es una gaita -prosiguió esta-, que no se pueda quitar el condenado olor... ¿Pero cómo lo quitamos...? ¡Ah, mala sangre, hija de la gran loba, pelleja maldita! ¿por qué en vez de traerte acá este pachulí que trasciende a demonios, no te trajiste toda la perfumería de los estercoleros de Madrid, grandísima puerca?».

Acordada la najencia de Ándara, la hombruna patrona, que era toda actividad en los momentos de apuro, trajo sin tardanza las ropas que la criminal debía ponerse en sustitución de las ensangrentadas, para favorecer con algún disfraz su escapatoria en busca de mejor escondite.

«¿Vendrán pronto? -preguntó a la Chanfa, con resolución de acelerar su partida.

-Aún tenemos tiempo de arreglar esto -replicó la otra-, porque ahora van con la denuncia,   —79→   y lo menos hasta las diez o diez y media no llegarán aquí los caifases. Me lo ha dicho Blas Portela, que está al tanto de todos estos líos de justicia, y sabe cuándo les pica una pulga a los señores de las Salesas. Tenemos tiempo de lavar y de quitar hasta el último rastro de esta sinvergonzona... Y usted, señor San Cándido, ahora no sirve aquí más que de estorbo. Váyase a dar un paseo.

-No, si yo tengo que salir a un asunto -dijo D. Nazario poniéndose la teja-. Me ha citado el Sr. Rubín, el de San Cayetano, después de la novena.

-Pues aire... Traeremos un cubo de agua... Y tú, mira bien por todos los lados, no se te quede aquí una liga, o botón, una peina del pelo, u otra cualisquiera inmundicia de tu persona, cintajo, cigarrillo... No es mal compromiso el que le cae a este bendito por tu causa... Ea, rico, D. Nazarín, a la calle. Nosotras arreglaremos esto.

Fuese el clérigo, y las dos mujeronas se quedaron trajinando. «Busca bien, revuelve todo el jergón, a ver si dejas algo -decía la Chanfa. Y la otra:

-Mira, Estefa, yo tengo la culpa, yo soy la causante... y pues el padrico me amparó, no quiero que por mí, y por este arrastrado perfume, le digan el día de mañana que si tal   —80→   o cual... Pues yo la hice, yo trabajaré aquí hasta que no quede la menor trascendencia del olor que gasto... Y ya que tenemos tiempo... ¿dices que a las diez?... vete a tus quehaceres, y déjame sola. Verás cómo lo pongo todo como la plata...

Bueno, yo tengo que dar de cenar a los mieleros y a los cuatro tíos esos de Villaviciosa... Te traeré el agua, y tú...

-No te molestes, mujer. ¿Pues no puedo yo misma traer el agua de la fuente de la esquina? Aquí hay un cubo. Me echo mi mantón por la cabeza y ¿quién me va a conocer?

-Ello es verdad: vete tú, y yo a mi cocina. Volveré dentro de media hora. La llave de la casa está en la puerta.

-Para nada la quiero. Quédese donde está. Yo voy y traigo el agua de Dios en menos que canta un gallo... Y otra cosa: ahora que me acuerdo... dame una peseta.

-¿Para qué la quieres, arrastrada?

-¿La tienes o no? Dámela, préstamela, que ya sabes que cumplo. La quiero para echar un trago, y comprarme una cajetilla. ¿Miento yo alguna vez?

-Alguna vez, no; siempre. Vaya, toma la jeringada peseta, y no se hable más. Ya sabes lo que tienes que hacer. Al avío. Me voy. Espérame aquí.

  —81→  

Salió la terrible amazona, y tras ella, con dos minutos de diferencia, la otra tarasca, después de juntar con su peseta la que le diera su amiga y de coger en la cocina una botella, y una zafra no muy grande. La calle estaba obscura como boca de lobo. Desapareció en las tinieblas, y cruzando a la calle de Santa Ana, al poco rato volvió con los mismos cacharros agazapados entre los pliegues de su mantón. Con presteza de ardilla subió la angosta escalera y se metió en la casa.

En poquísimo tiempo, que seguramente no pasaría de siete u ocho minutos, entró Ándara en un cuartucho próximo a la cocina, sacó un montón de paja de maíz, de un colchón deshecho, lo llevó todo a la alcoba, envuelto en la misma tela del jergón, y extendiolo debajo de la cama, derramando encima todo el petróleo que había traído en la botella y en la zafrilla. Aún le parecía poco, y rasgando de arriba abajo con un cuchillo el otro colchón, también de maíz, en cuyas blanduras había dormido algunas noches, acumuló paja sobre paja; y para mayor seguridad, puso encima la tela de ambos colchones y cuanto trapo encontró a mano, y sobre la cama la banqueta y hasta el sofá de Vitoria. Formada la pira, sacó su caja de mixtos, y ¡zas!... Como la pura pólvora, ¡contro! Abierta   —82→   la ventana para que entrara la onda de aire, espero un instante contemplando su obra, y no se puso en salvo hasta que el espeso humo que del montón de combustible salía le impidió respirar. Tras de la puerta, en el peldaño más alto de la escalerilla, observó un rato cómo crecía con furor la llama, cómo bufaba el aire entre ella, cómo se llenaba de humazo negro la vivienda del buen Nazarín, y bajó escapada y escabullose por el portal más pronta que la vista, diciendo para su mantón: «¡Que busquen ahora el olor... mal ajo!».

Por el cerrillo del Rastro bajó a la calle del Carnero, después a la Mira el Río, y parose allí mirando al sitio donde, a su parecer, entre los tejados, caía el mesón de la Chanfaina. No tenía sosiego hasta no ver la columna de humo, que anunciarle debía el éxito de su ensayo de fumigación. Si no subía pronto el humo, señal era de que los vecinos sofocaban el fuego... Pero no: ¡cualquiera apagaba aquel infiernito que armara ella en menos de un credo! Intranquila estuvo como unos diez minutos, mirando para el cielo, y pensando que si la lumbre no prendía bien, su hazaña, lejos de ser salvadora y decisiva, la comprometería más. Por todo pasaba, aun por ir ella a pudrirse en la Galera; pero no   —83→   consentía que acusaran al divino Nazarín de cosas falsas, verbigracia, de que tuvo o no tuvo que ver con una mujer mala... Por fin, ¡bendito Dios! vio salir por encima de los tejados una columna de humo negro, más negro que el alma de Judas, y a los cielos subía retorciéndose con tremendos espirales, y creeríase que la humareda hablaba, y que decía al par de ella: «¡Que descubran ahora el olor!... ¡Que aplique la Camella sus narices de perra pachona!... Anda, ¿no queríais tufo, señores caifases de la incuria?... Pues ya no huele más que a cuerno quemado... ¡contro! y el guapo que ahora quiera descubrir el olor... que meta las uñas en el rescoldo... y verá... que le ajuma...».

Alejose más, y desde lo bajo de la Arganzuela vio llamas. Todo el grupo de tejados aparecía con una cresta de claridad rojiza que la tarasca contempló con salvaje orgullo. «Puede una ser una birria, pero tiene conciencia, y por conciencia no quiere una que al bueno le digan que es malo, y se lo prueben con un olor de peineta, con una jediondez de la ropa que una se pone... No... la conciencia es lo primero. ¡Arda Troya!... Estate tranquilo, Nazarín, que si pierdes tu casa, poco pierdes, y otra ratonera no te ha de faltar...».

El incendio tomaba formidables proporciones.   —84→   Vio Ándara que hacia allá corría presurosa la gente, oyó campanas. Pudo llegar a creer, en el desvarío de su imaginación, que las tocaba ella misma. Tan, tarán, tan...

«¡Qué burra es esa Chanfaina! ¡Creer que lavando se quita el aire malo! No, ¡contro! eso no va con agua, como el otro que dijo... ¡El aire malo se lava con fuego, sí, ¡mal ajo! con fuego!».




ArribaAbajo- V -

Al cuarto de hora de salir la diabólica mujer de la vivienda de D. Nazario, ya era esta un horno, y las llamas se paseaban por el recinto estrecho devorando cuanto encontraban. Acudieron aterrados los vecinos; pero antes de que trajeran los primeros cubos de agua, providencia elemental contra incendios leves, ya por la ventana salía una bocanada de fuego y humo que no dejaba acercarse a ningún cristiano. Corrían los inquilinos de aquí para allá, y subían y bajaban sin saber qué partido tomar; las mujeres chillaban, los hombres maldecían. Hubo un momento en que las llamas parecieron extinguirse o achicarse dentro de la estancia, y algunos se aventuraron a entrar por la escalerilla del portal, y otros derramaron cántaros de agua por la ventana   —85→   del corredor. Con una buena bomba, bien cebada de agua, habríase cortado el incendio en aquel instante; pero mientras llegaba el socorro de bombas y bomberos, tiempo había para arder toda la casa, y achicharrarse en ella sus habitantes, si no se daban prisa a ponerse en salvo. A la media hora, vieron que salían velloncitos de humo por entre las tejas (el piso era principal y sotabanco, todo en una pieza), y ya no quedó duda de que se había extendido el fuego solapadamente a las vigas altas. ¿Y las bombas? ¡Ay Dios mío! cuando llegó la primera, ya ardía como zarzal reseco la desvencijada techumbre, y el corredor, y el ala norte del patio. Creyérase que toda aquella construcción era yesca salpimentada de pólvora; el fuego se cebaba en ella famélico y brutal, la devoraba; ardían las maderas apolilladas, el yeso mismo y hasta el ladrillo, pues todo se hallaba podrido y deshecho, con una costra de mugre secular. Ardían con gana, con furor: la combustión era un júbilo del aire, que daba en obsequio de sí mismo función de pirotecnia.

No hay para qué describir el pánico horrible del indigente vecindario. Ante la formidable intensidad y extensión de la quema, debía creerse que pronto el edificio entero ardería por los cuatro costados sin que se salvara   —86→   ni una astilla. Apagar tal infierno era imposible, ni aunque vomitaran agua sobre él todas las mangas del orbe católico. A las diez y media, nadie pensaba más que en salvar la pelleja, y los pocos trastos que componían el mueblaje de las viviendas míseras. Viéronse, pues, salir de estampía de los corredores al patio, y de este a la calle, hombres, mujeres y chiquillos, y escaparon también los gitanescos burros, los gatos y perros, y hasta las ratas que, entre el viguetaje y en agujeros de arriba y abajo, tenían sus guaridas.

Y pronto se llenó la calle de catres, cofres, cómodas y trebejos mil, como el aire de un clamor de miseria y desesperación, al cual se unía el fragoroso aventeo de las llamas para formar un conjunto siniestro. Cuidábanse exclusivamente vecinos y auxiliares de salvar trastos y personas, entre las cuales había algunos impedidos, cojos y ciegos. A excepción de uno de estos, que salió con las barbas chamuscadas, el salvamento se verificó sin ningún detrimento en las vidas humanas. Desaparecieron sí bastantes aves, más bien que por muerte, por haber variado de dueño en aquellos apuros, y alguno de los asnos fue a parar, de la primera carrera, a la calle de los Estudios. A última hora trabajaron los   —87→   bomberos para impedir que el incendio saltara a las casas inmediatas, y, conseguido esto, aquí paz y después gloria.

No hay para qué decir que la Chanfaina, desde que recibió en sus narizotas el tufo de la quemazón, no pensó más que en poner en salvo su ajuar, que con no valer en sí más que para leña, era lo mejor de la casa. Ayudada de los mieleros y de otros huéspedes diligentes, fue sacando sus cosas, y puso bazar de ellas en la calle. Sus manos y pies no descansaban un momento, ni tampoco su agresiva lengua, que rociaba sus palabras bárbaras y sucias a todo el gentío, y a los bomberos y al fuego mismo. El reflejo de las llamaradas enrojecía su rostro, tanto como el hervor de su condenada sangre.

Y he aquí que cuando ya tuvo todos sus chismes en la calle, menos una parte de la batería de cocina que no pudo salvar, y se ocupaba en custodiarlos y defenderlos de la pillería, se le puso delante el padre Nazarín, tan fresco, Señor, pero tan fresco, como si nada hubiera pasado, y con aspecto angelical le dijo: «¿Con que es cierto que nos hemos quedado sin albergue, señora Chanfa?

-Sí, pavito de Dios, ¡mala centella nos parta a todos!... ¡Y con qué desahogo lo dice!... Claro, como usted nada tenía que perder,   —88→   y Dios le ha hecho el favor de consumirle sus miserias, no repara en los pudientes, que tenemos que sacar los trastos a la calle. Pues esta noche dormirá usted al raso, como un caballero. ¿Qué me dice de esta chamusquina espantosa? ¿No sabe que empezó por su casa, como si mismamente hubiera reventado un polvorín?... A mí que no me digan: esto no ha sido natural. Esto ha sido función artificial, sí señor, un fuego que... vamos... no quiero decirlo. La suerte es que el amo de la finca se alegrará, porque todo ello no valía dos ochavos, y el Seguro algo le ha de pagar, que si no, de esta catastrofa se había de hablar mucho en los papeles, y alguien lo había de sentir, alguno que me callo por no comprometer.

Encogiose de hombros el buen D. Nazario, sin mostrar aflicción ni desconsuelo por la pérdida de su menguada propiedad, y terciándose el manteo, se puso a disposición de los vecinos para ayudarles a ordenar los cachivaches, y a moverlos de un lado para otro. Trabajando estuvo hasta muy avanzada la noche, y al fin, rendido y sin fuerzas, aceptó la hospitalidad que le ofreció en la próxima calle de las Maldonadas un sacerdote joven, amigo suyo, que acertó a pasar por el lugar del siniestro, y al verle en faenas tan impropias,   —89→   y así se lo dijo, de un ministro del altar.

Cinco días pasó en la casa y compañía de su amigo, en la placidez ociosa de quien no tiene que cavilar por las materialidades de la existencia; contento en su libre pobreza; aceptando sin violencia lo que le daban, y no pidiendo cosa alguna; sintiendo huir de su vida las necesidades y los apetitos; no deseando nada terrenal ni echando de menos lo que a tantos inquieta; con la ropa puesta por toda propiedad, y un breviario que le regaló su amigo. Hallábase en las puras glorias, con todo aquel descuido del vivir asentado sobre el cimiento de su conciencia pura como el diamante, sin acordarse de su destruido albergue, ni de Ándara ni de Estefanía, ni de cosa alguna que con tal gente y casa se relacionara, cuando una mañanita le llamaron del Juzgado a declarar en causa que se formaba a una mujer de mal vivir, llamada Ana de Ara, y tal y qué sé yo.

«Vamos -se dijo cogiendo manteo y teja, dispuesto a cumplir sin tardanza el mandato judicial-, ya pareció aquello. ¿Qué habrá sido de la tal Ándara? ¿La habrán cogido? Allá voy a decir todita la verdad en lo que me atañe, sin meterme en lo que no me consta, ni tiene nada que ver con la hospitalidad que di a esa desgraciada mujer».

  —90→  

Por cierto que su amigo, a quien informó del caso en breves palabras, no puso buena cara cuando le oía, ni dejó de mostrarse un tanto pesimista en la apreciación de la marcha y consecuencias de aquel feo negocio. No por esto entró en recelo Nazarín, y se fue a ver al representante de la Justicia, que le recibió muy fino, y le tomó declaración con todos los miramientos que al estado eclesiástico del declarante correspondía. Incapaz de decir, en asunto grave ni leve, cosa ninguna contraria a la verdad, norma de su conciencia; resuelto a ser veraz no sólo por obligación, como cristiano y sacerdote, sino por el inefable gozo que en ello sentía, refirió puntualmente al juez lo sucedido, y a cuantas preguntas se le hicieron dio respuesta categórica, firmando su declaración y quedándose después de ella tan tranquilo. Acerca del crimen de Ándara, hecho en el cual no había intervenido, se expresó con generosa reserva, sin acusar ni defender a nadie, añadiendo que nada sabía del paradero de la mala mujer, la cual debió salir de su escondite la misma noche del incendio.

Retirose del Juzgado muy satisfecho, sin reparar, tan abstraído estaba mirando a su conciencia, que el juez no le había tratado, después de la declaración, tan benévolamente   —91→   como antes de ella, que le miraba con lástima, con desdén, con prevención quizá... Poco le habría importado esto, aun habiéndolo advertido. En casa de su amigo, este renovó sus comentarios pesimistas acerca del amparo dado a la bribona, insistiendo en que el vulgo y la curia no verían en D. Nazario al hombre abrasado en fuego de caridad, sino al amparador de criminales, por lo cual convenía tomar precauciones contra el escándalo, o ver de sortearlo cuando viniese. Con estas cosas, el dichoso cleriguito no le dejaba vivir en paz. Era hombre entrometido y oficioso, con muchas y buenas relaciones en Madrid, y de una actividad lamentable cuando tomaba de su cuenta un asunto que no le incumbía. Se avistó con el juez, y por la noche tuvo la indecible satisfacción de espetar a D. Nazario el siguiente discurso:

«Mire usted, compañero, cuanto más amigos más claros. A usted se le pasea el alma por el cuerpo, y no ve el peligro que se cierne a su alrededor... se cierne, sí señor. Pues el juez, que es todo un caballero, lo primero que me preguntó fue si usted está loco. Respondile que no sabía... No me atreví a negarlo, pues siendo usted cuerdo, resulta más inexplicable su conducta. ¿En qué demonios pensaba usted al recibir en su domicilio a una pelandusca   —92→   semejante, a una criminal, a una...? ¡Por Dios, D. Nazario! ¿sabe usted de qué le acusan los que llevaron el cuento al juez? Pues de que usted sostenía relaciones escandalosas, vitandas y deshonestas con esa y otras ejusdem furfuris. ¡Qué bochorno, amigo querido! Bien sé que es mentira. ¡Si nos conocemos!... Usted es incapaz... y si se dejara tentar por el demonio de la concupiscencia, lo haría sin duda con féminas de mejor pelaje... ¡Si estamos conformes... Si yo doy de barato que todo es calumnia!... ¿Pero usted sabe la que le viene encima? Fácil es a sus calumniadores deshonrarle; difícil, dificilísimo le será a usted destruir el error; que la maledicencia encuentra calor en todos los corazones, transmisión en todas las bocas, mientras que la justificación nadie la cree, nadie la propaga. El mundo es muy malo, la humanidad inicua, traidora, y no hace más que pedir eternamente que le suelten a Barrabás y que crucifiquen a Jesús... Y otra cosa que decirle: también quieren complicarle en el incendio.

-¡En el incendio!... ¡yo! -exclamó D. Nazario más sorprendido que aterrado.

-Sí señor, dicen que ese infernal basilisco fue quien prendió fuego a la casa de usted, el cual fuego, por las leyes de la física, se propagó a todo el edificio. Yo bien sé que usted   —93→   es inocente de este como de otros desafueros; pero prepárese para que le traigan y le lleven de Herodes a Pilatos, tomándole declaraciones, complicándole en asuntos viles, cuya sola mención pone los pelos de punta.

En efecto, a él, con sólo decirlo, parecía que se le erizaba el cabello de terror y vergüenza, mientras que el otro, oyendo tan fatídicos augurios, se mostraba sereno.

«Y finalmente, mi querido Nazario, ya sabe que somos amigos, ex toto corde, que le tengo a usted por hombre impecable, por hombre puro, pulchérrimo viro. Pero vive usted en pleno Limbo, y esto, no sólo le perjudica a usted sino a los amigos con quienes tiene relación tan íntima como es el vivir bajo un mismo techo. No es esto echarle, compañero; pero yo no vivo solo. Mi señora madre, que le aprecia a usted mucho, no tiene tranquilidad desde que se ha enterado de estos trotes judiciales en que anda metido nuestro huésped. Y no crea que ella y yo solos lo sabemos. Anoche se habló latamente de esto en la tertulia de Manolita, la hermana del señor Provisor del Obispado. Unas le acusaban, otras le defendían a usted. Pero lo que dice mamá: «basta que suenen las hablillas, aun siendo injustas, para que no podamos tener a ese bendito en casa...».



  —94→  

ArribaAbajo- VI -

-No diga usted más, compañero -replicó D. Nazario en el reposado tono que usaba siempre-. De todos modos pensaba yo marcharme de hoy a mañana. No me gusta ser gravoso a los amigos, ni he pensado en abusar de la hidalga hospitalidad que usted y su señora madre, la bonísima doña María de la Concordia, me han dado. Ahora mismo me voy... ¿Qué más tiene usted que decirme? ¿Me pregunta que cuál es mi contestación a las viles calumnias? Pues ya debe usted suponerla, amigo y compañero mío. Contesto que Cristo nos enseñó a padecer, y que la mejor prueba de aplicación de los que aspiran a ser sus discípulos es aceptar con calma y hasta con gozo el sufrimiento que por los varios caminos de la maldad humana nos viniere. No tengo nada más que decir.

Como era de tan fácil arreglo su equipaje, porque todo lo llevaba sobre su mismo cuerpo, a los cinco minutos de oír el discurso despidiose del cleriguito y de doña María de la Concordia, y se puso en la calle, encaminando sus pasos hacia la de Calatrava, donde tenía unos amigos, que seguramente le darían hospitalidad por pocos días. Eran marido y   —95→   mujer, ancianos, establecidos allí desde el año 50 con el negocio de alpargatas, cordelería, bagazo de aceitunas, arreos de mulas, tapones de corcho, varas de fresno, y algo de cacharrería. Recibiéronle como él esperaba, y le aposentaron en un cuarto estrecho, en el fondo del patio, arreglándole una regular cama, entre rimeros de albardas, collarines y rollos de sogas... Era gente pobre, y suplía el lujo con la buena voluntad.

En tres semanas largas que allí vivió el angélico Nazarín, ocurrieron sucesos tan desgraciados, y se acumularon sobre su cabeza con tanta rapidez las calamidades, como si Dios quisiera someterle a prueba decisiva. Por de pronto, no había misas para él en ninguna parroquia. En todas se le recibía mal, con desdeñosa lástima, y aunque jamás pronunció palabra inconveniente, hubo de oírlas ásperas y crueles en esta y la otra sacristía. Nadie le daba explicaciones de tal proceder, ni él las pedía tampoco. De todo ello resultó una vida imposible para el pobre curita, pues habiendo concertado con los Peludos (que así se llamaban sus amigos de la calle de Calatrava) abonarles un tanto diario por hospedaje, no podía de ninguna manera satisfacerles. Últimamente renunció a más correrías por iglesias y oratorios, buscando misas, que ya   —96→   no existían para él, y se encerró en su obscura morada, pasando día y noche en meditaciones y tristezas.

Visitole un día un clérigo viejo, amigo suyo, empleado en la Vicaría, el cual se condolió de su mísera suerte, y por la tarde le llevó una muda de ropa. Díjole el tal que no le convenía en modo alguno achicarse, sino dirigirse resueltamente al Provisor, y relatarle con leal franqueza sus cuitas y el motivo de ellas, procurando recobrar el concepto perdido por su indolencia y la maldad de gentecillas infames que no le querían bien. Añadió que ya estaba extendido el oficio retirándole las licencias, y llamándole a la Oficina Episcopal para imponerle correctivo, si de sus declaraciones resultaba motivo de corrección. Tantos y tantos golpes abatieron un poco el ánimo valiente de aquel hombre tan apocado en apariencia, y en su interior tan bien robustecido de cristianas virtudes. No volvió a recibir la visita del clérigo anciano, y su residencia obscura se rodeaba de una soledad melancólica, y de un lúgubre quietismo. Pero la tétrica soledad fue el ambiente en que resurgió su grande espíritu con pujantes bríos, decidiéndose a afrontar la situación en que le ponían los hechos humanos, y determinando en su voluntad la querencia de mejor vida,   —97→   conforme a inveterados anhelos de su alma.

No salía ya de su obscura madriguera sino al amanecer, y se encaminaba por la Puerta de Toledo, ávido de ver y gozar los campos de Dios, de contemplar el cielo, de oír el canto matutino de las graciosas avecillas, de respirar el fresco ambiente y recrear sus ojos en el verdor risueño de árboles y praderas, que por Abril y Mayo, aun en Madrid, encantan y embelesan la vista. Se alejaba, se alejaba, buscando más campo, más horizonte y echándose en brazos de la Naturaleza, desde cuyo regazo podía ver a Dios a sus anchas. ¡Cuán hermosa la Naturaleza, cuán fea la Humanidad!... Sus paseos matinales, andando aquí, sentándose allá, le confirmaron plenamente en la idea de que Dios, hablando a su espíritu, le ordenaba el abandono de todo interés mundano, la adopción de la pobreza, y el romper abiertamente con cuantos artificios constituyen lo que llamamos civilización. Su anhelo de semejante vida era de tal modo irresistible que no podía vencerlo más. Vivir en la Naturaleza, lejos de las ciudades opulentas y corrompidas, ¡qué encanto! Sólo así creía obedecer el mandato divino que en su alma se manifestaba continuamente; sólo así llegaría a toda la purificación posible dentro de lo humano, y a realizar los bienes eternos, y   —98→   a practicar la caridad en la forma que ambicionaba con tanto ardor.

De vuelta a su casa, ya entrado el día, ¡qué tristeza, qué hastío, y cómo se le desvirtuaba su idea con las contingencias de la realidad! Porque él, de buen grado, renunciando a todas las ventajas materiales de su profesión eclesiástica, dejaría de ser gravoso a los infelices y honrados Peludos, y ya por la limosna, ya por el trabajo, se buscaría su pan. ¿Pero cómo intentar ni el trabajo ni la mendicidad con aquellas ropas de cura que le denunciarían por loco o malvado? De esta idea le vino la aversión del traje, de las horribles e incómodas ropas negras, que habría cambiado más gustosamente por un hábito de más grosero tejido. Y un día, encontrándose con su calzado lleno de roturas, y sin recursos para mandar que se lo remendaran, imaginó que la mejor y más barata compostura de botas era no usarlas. Decidido a ensayar el sistema, se pasó todo el día descalzo, andando por el patio sobre guijarros y humedades, porque llovió abundantemente. Satisfecho quedó; pero considerando que a la descalcez, como a todo, hay que acostumbrarse, hizo propósito de darse la misma lección un día y otro, hasta llegar a la completa invención del calzado permanente, que era uno   —99→   de sus ideales de vida, en el orden positivo.

Una mañana que salió, poco después del alba, a su excursión por las afueras de la Puerta de Toledo, habiéndose sentado a descansar como a un kilómetro más allá del puente, caminito de los Carabancheles, vio que hacia él se llegaba un hombre muy mal encarado, flaco de cuerpo, cetrino de rostro, condecorado con más de una cicatriz, vestido pobremente, y con todas las trazas de matutero, chalán o cosa tal. Y respetuosamente, así como suena, con un respeto que Nazarín ni como hombre ni como sacerdote acostumbraba ver en los que a su persona se dirigían, aquel desagradable sujeto le endilgó lo siguiente:

«Señor, ¿usted no me conoce?

-No, señor... no tengo el gusto...

-Yo soy el que llaman Paco Pardo, el hijo de la Canóniga, ¿sabe?

-Muy señor mío...

-Y vivimos en aquella casa, que se ve más acá del propio cementerio... Pues allí está la Ándara. Le hemos visto a su reverencia varias mañanas sentadico en esta piedra, y Ándara dijo dice: que le da vergüenza de venir a hablarle... Pues hoy me ensalzó a que viniera yo... con respeto, y vea cómo vengo y... con respeto le digo que dice Ándara que le   —100→   lavará a usted toda la ropa que tenga... porque si no es por su reverencia estaría en el convento de las monjas de la calle de Quiñones, alias la Galera... Y más le digo... con respeto. Que como mi hermana trae de Madrid basuras y desperdicios, y otras cosas sustanciales, con lo que criamos cerdos y gallinas, y de ello vivimos todos, es el caso que hace dos días... digo mal, tres, trajo una teja de cura eclesiástico, que le dieron en una casa... La cual, es a saber, la teja, aunque de procedencia de un difunto, está más nueva que el sol, y Ándara dijo que si usted la quería usar, no tenga escrófulo, y se la llevaré adonde me mande... con respeto...

-Inocentes, ¿qué decís? ¿Teja? ¿Para qué quiero yo tejas ni tejados? -replicó el clérigo con energía-. Guardaos la prenda para quien la quiera, o usadla para algún espantajo, si tenéis allí, como parece, sembrado de hortalizas, guisantes, o cosa que queráis defender de los pajarillos... y basta. Muchas gracias. A más ver... ¡Ah! y lo de lavarme la ropa, se estima (esto lo decía ya retirándose); pero no tengo ropa que lavar, a Dios gracias... pues la muda que me quité cuando me dieron la que llevo puesta... ¿te enteras? la lavé yo mismo en un charco del patio, y créete que quedó que ni pintada. Yo mismo la tendí de   —101→   unas sogas, pues allí de todo se carece menos de sogas... Con que... Adiós...

Y de vuelta a su casa, empleó todo el día en el ejercicio de andar descalzo, que a la quinta o sexta lección le daba ya desembarazo y alegría. Por la noche, cenando unas acelgas fritas y un poco de pan y queso, habló con sus buenos amigos y protectores de la imposibilidad de pagar su cuenta, como no le designaran alguna ocupación u oficio en que pudiera ganar algo, aunque fuese de los más bajos y miserables. Escandalizose el Peludo de oírle tal despropósito. «¡Un señor eclesiástico! ¡Dios nos libre!... ¡Qué diría la Sociedaz, qué el santo cleriguicio!...». La señora Peluda no tomó por lo sentimental los planes de su huésped, y como mujer práctica, manifestó que el trabajo no deshonra a nadie, pues el mismo Dios trabajó para fabricar el mundo, y que ella sabía que en la Estación de las Pulgas daban cinco reales a todo el que fuera al acarreo del carbón. Si el curita manso quería ahorcar los hábitos para ganarse honradamente una santa peseta, ella le procuraría una casa donde pagaban con largueza el lavado de tripas de carnero. Uno y otro, plenamente convencidos ya de la miseria que abrumaba al desdichado sacerdote, y viendo en él un alma de Dios incapaz de ganarse el   —102→   sustento, dijéronle que no se afanase por el pago de la corta deuda, pues ellos, como gente muy cristiana y con su poquito de santidad en el cuerpo, le hacían donación del comestible devengado. Donde comían dos, comían tres, y gatos y perros había en la vecindad que hacían más consumo que el padre Nazarín... Lo cual que no debía tener recelo por quedar a deberles tal porquería, pues todo se perdonaba, por amor de Dios, o por aquello de no saber nunca a la que estamos, y que el que hoy da, mañana tiene que pedirlo.

Manifestoles su agradecimiento D. Nazario, añadiendo que aquella era la última noche que tendrían en la casa el estorbo de su inútil persona, a lo que contestaron ambos disuadiéndole de salir a correr aventuras, él con verdadera sinceridad y calor, ella con medias palabras, sin duda porque deseaba verle marchar con viento fresco.

«No, no: es resolución muy pensada, y no podrán ustedes, con toda su bondad que tanto estimo, disuadirme de ella -les dijo el clérigo-. Y ahora, amigo Peludo, ¿tiene usted un capote viejo, inservible, y quiere dármelo?

-¿Un capote...?

-Esa prenda que no es más que un gran pedazo de tela gorda, con un agujero en el centro, por donde se mete la cabeza.

  —103→  

-¿Una manta? Sí que la tengo.

-Pues si no la necesita, le agradeceré que me la ceda. Por cierto que no creo exista prenda más cómoda, ni que al propio tiempo dé más abrigo y desembarazo... ¿Y tiene una gorra de pelo?

-Monteras nuevas verá en la tienda.

-No, la quiero vieja.

-También las hay usadas, hombre -indicó la Peluda-. Acuérdate: la que puesta traías cuando viniste de tu tierra, a casarte conmigo. Pues de ello no hace más de cuarenta y cinco años.

-Esa montera quiero yo, la vieja.

-Pues será para usted... Pero le vendrá mejor estotra de pelo de conejo que yo usaba cuando iba de zaguero a Trujillo...

-Venga.

-¿Quiere usted una faja?

-También me sirve.

-¿Y este chalequito de Bayona, que se podría poner en un escaparate si no tuviera los codos agujereados?

-Es mío.

Fueron dándole las prendas y él recogiéndolas con entusiasmo. Acostáronse todos, y a la mañana siguiente, el bendito Nazarín, descalzo, ceñida la faja sobre el chaleco de Bayona, encima el capote, encasquetada la montera   —104→   y un palo en la mano, despidiose alegremente de sus honrados bienhechores, y con el corazón lleno de júbilo, el pie ligero, puesta la mente en Dios, en el cielo los ojos, salió de la casa en dirección a la Puerta de Toledo: al traspasarla creyó que salía de una sombría cárcel para entrar en el reino dichoso y libre, del cual su espíritu anhelaba ser ciudadano.





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