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Tristana: literaturización y estructura novelesca

Germán Gullón


University of Pennsylvania

A Douglass M. Rogers





En la novela Tristana (1892) de don Benito Pérez Galdós se oyen ecos del hacer literario de muchas épocas y de diversas literaturas, desde el mito de Tristán e Iseo de donde acaso proceda el nombre de la protagonista, hasta El burlador de Sevilla, de Tirso de Molina, prototipo del carácter y hábitos amorosos del don Lope galdosiano. La profunda literaturización de la obra, evidente desde la primera página, requiere una revisión crítica, no solo para añadir nuevas fuentes a las ya indicadas por Francisco Ayala1 y Suzanne Raphaël2, sino lo que es más importante, para estudiar el impacto y función de esas fuentes en la estructura novelesca.

Prescindiendo de las averiguaciones autobiográficas que pudieran hacerse en la novela3, a menudo aventuradas y casi siempre poco iluminadoras de lo que la obra es, paso sin más a desentrañar ese «revestimiento de literatura que en Tristana es lo bastante fuerte como para imprimirle forma y prestarle carácter»4. Desde el comienzo es palpable la intención de presentar el texto inserto en un contexto literario explícito, para lo cual se multiplican las alusiones a otras obras amplificando el significado del primero al prestarle resonancias que sin este contexto no tendría. El cervantismo de este propósito resulta patente desde las primeras frases de la obra. Las palabras iniciales del Quijote se reproducen en Tristana con las variantes propias del caso. El «En un lugar de la Mancha [...] no ha mucho tiempo vivía un hidalgo»5, tiene su contrapartida en el galdosiano: «En el populoso barrio de Chamberí [...] vivía no ha muchos años un hidalgo de buena estampa»6. Otras coincidencias se observan en la edad de los caballeros: ambos frisan en los cincuenta, años y se parecen en lo físico, en su «enjutez»; sus nombres dan lugar a incertidumbre, pues si el del hidalgo manchego no es seguro, «tenía el sobrenombre Quijada, o Quejada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben; aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quejana» (pág. 19); tampoco parece haber acuerdo en cuanto al del protagonista de Tristana, pues era llamado «Don Lope de Sosa [...] y, en efecto, nombrábanle así algunos amigos maleantes; pero él respondía por don Lope Garrido. Andando el tiempo, supe que la partida de bautismo rezaba don Juan López Garrido» (pág. 7). Los diferencia, en cambio, la clase de caballería que practican; don Lope «la sedentaria» y no la «andante» de don Quijote.

Junto a las características quijotescas coinciden en don Lope rasgos que le acercan a otros personajes literarios. Según Ayala, esos rasgos vienen a llenar la «silueta» del don Lope de Sosa viviente en «La cena jocosa» de Baltasar del Alcázar7. Y siguiendo la indicación sugerida por el nombre podría también mencionarse a un oscuro poeta de Cancionero, Lope de Sosa, cantor de la «tristeza dell'amor»8. Y por supuesto, a todo se antepone en las connotaciones implícitas, el nombre del personaje, don Juan, aunque este, más que recordar al arquetipo barroco o romántico, anticipe las figuras decaídas de los donjuanes del siglo XX: Valle-Inclán (las Sonatas), Unamuno (El hermano Juan), o Pérez de Ayala (Tigre Juan). El carácter anticipatorio de la novela de Galdós en lo referente a esa visión decadente del don Juan, típica del siglo XX, nos lo confirma el hecho curioso de que Miguel de Unamuno, en sus Tres novelas ejemplares y un prólogo (1920), bautice a uno de sus donjuanes pasivos con el nombre de Tristán, personaje de «El Marqués de Lumbría». Y, sin duda, influyó en Armando Palacio Valdés, autor de la hoy casi olvidada novela Tristán o el pesimismo (1906), cuyo protagonista, que presta el nombre al título de la obra, vive inmerso en un pesimismo semejante al que tiñe el espíritu de Tristana, la joven heroína de la ficción que comentamos.

Tristana tiene algo (poco) de la Nora ibseniana (Casa de muñecas), aunque a diferencia de esta nunca llega a romper los lazos de la esclavitud femenina, tema de la novela en opinión de Joaquín Casalduero. En las novelas de Galdós creo ver un antecedente inmediato en Amparo Sánchez Emperador, de Tormento. El parecido de ambas muchachas se basa en su situación vital, la orfandad9, y, en la «caída», una con el cura Pedro Polo, la otra con don Lope. La diferencia entre ellas no es menos clara, y se explica bien comparando las obras donde aparecen. Tormento es un «trozo de vida», a la manera naturalista, lo que resta a Amparo profundidad sicológica; ella existe en función del argumento, mientras que la protagonista de Tristana, escrita cuando el autor, por influencia de la novela rusa, de Ibsen y quizá de Paul Bourget, ha pasado del realismo naturalista a otro más espiritual, es una mujer que va configurándose a medida que su historia se desarrolla, hasta parecernos más importante e interesante que los sucesos que le ocurren. La situación de Amparo y Tristana necesitadas de protección y víctimas de sus protectores tiene, a su vez, un antecedente en L'école des femmes, de Molière, y otro, más cercano en El sí de las niñas, de Moratín10, culminación de la serie de tres obras dramáticas que comienza con El viejo y la niña, designaciones que Galdós emplea para referirse a Tristana y don Lope.

Tras todo este andamiaje literario apunta el mencionado mito de Tristán e Iseo. Dejando aparte obvias semejanzas físicas -la blancura de Tristana, recuerda a la de «Iseo, la de las blancas manos», y que quedó bien grabada visualmente en quienes vieran la versión cinematográfica de Buñuel, con la blancura de Catherine Deneuve, muy siglo pasado y muy muñeca de museo- recordaremos que en el mito Tristán e Iseo beben el filtro amoroso reservado para los esposos, cambiando con esta acción su destino, «que jamás les dará reposo, pues han bebido su destrucción y su muerte»11. Tristana, en el novecientos de la ficción, bebe también de la fuente prohibida: hace el amor fuera del matrimonio y lo hace, de modo casi incestuoso, con el hombre encargado de velar por ella y de protegerla como un padre. Este hecho hará imposible -como en la leyenda de Tristán- la felicidad de los amantes. Los efectos del filtro duran en la leyenda tres años (señalándose así que el amor tiene fatalmente limitaciones temporales); menos aún dura la sugestión, el equívoco, o como quiera llamársele, en Tristana: la protagonista, como la desamparada Amparo, se arrepiente, lo que es decir, se desilusiona, a poco de haber «pecado».

Sin agotar las semejanzas entre el mito y la novela, pues enumerarlas todas no es necesario, y sin insistir en coincidencias, como la ya señalada por Suzanne Raphaël entre Evaristo Feijoo de Fortunata y Jacinta y don Lope, creo haber probado suficientemente que Tristana existe en un contexto literario que añade a la acción propiamente dicha resonancias de figuras míticas, arquetípicas o meramente novelescas que universalizan e intensifican «el caso» narrado. Y quizá este es el momento de indicar que en el contexto al personaje literaturizado -Tristán, don Quijote, don Juan- le vemos situado en un nivel al que no alcanzan los de la novela. Si aquellos al literaturizarse se convierten en sustancia mítica-legendaria, como en las novelas de caballerías, muy otros son en la realidad de la ficción galdosiana los seres «de carne y hueso» que en ella funcionan.

Para no confundir al lector, Galdós utiliza un recurso muy de su gusto, del que echa mano en varias ocasiones para establecer la distancia existente entre la literatura, el ideal, y la «realidad».

Ese parámetro es el folletín. Si en Tormento el folletín de Ido, paralelo a la novela, destaca la diferencia entre lo imaginado y lo vivido12, si en La de Bringas (aunque no aparezca Ido) el lector detecta el modo de hablar del folletinista (como al final de la novela, donde suyo parece el comentario: «Francamente, naturalmente, los vi salir con pena»)13, en Tristana, aunque tampoco se oiga la voz de Ido, reconocemos el deje de su acento en expresiones como «torres de virtud» o «pasiones tremendas». Lo literario se lleva al extremo: los ideales quedan en entredicho y se convierten en materia de folletín; al parodiar el tono del novelista por entregas, ironizando sobre el lenguaje folletinesco de que se vale en ciertos momentos, el narrador se burla de lo sentimental que él mismo ha puesto en la escritura de Tristana.

Los estudios dedicados hasta ahora a Tristana son parciales en cuanto que en ninguno se ha intentado analizar la novela en todos sus aspectos ni darnos una idea exacta de cómo es su estructura, donde se articulan los elementos que la integran. Esos estudios, algunos muy valiosos, resultan aproximaciones limitadas a la novela, y se pueden clasificar -generalizando, para simplificar la exposición- en dos grupos: en uno, figuran quienes, como Francisco Ayala y Suzanne Raphaël, tratan principalmente de dilucidar las influencias operantes sobre la ficción galdosiana; en el otro, se incluyen a los que como Emilia Pardo Bazán14, y modernamente Joaquín Casalduero15, atienden sobre todo a los intentos de liberación de la mujer, que encarna en Tristana la Srta. Reluz. En esta línea, con variantes y llegando a conclusiones muy distintas están Emilio Miró16, Leon Livingstone17 y Ruth Schmidt18.

Desde los mencionados acercamientos críticos no puede deducirse una visión total de la novela. Si, por ejemplo, nos ceñimos a la cuestión del feminismo, advertiremos en seguida que si bien Tristana es el vértice de la acción, subordinar a su situación toda la novela sería convertirla en un alegato simplificador -pro o contra, dependiendo del crítico a quien leyéramos- del movimiento liberador de la mujer. Lejos estaba Galdós de intentar tal cosa. El feminismo, en mi opinión, es un subtema o, mejor dicho, un ingrediente enriquecedor de la situación novelesca. El narrador refiere sucesos de que cabe extraer consecuencias sociales, consecuencias de una situación social, pero no es esta, sino los factores personales los que dan a la acción, al argumento, el giro que en definitiva toma.

Tristana permaneció durante muchos años en el olvido, y las causas aducibles para explicar este hecho (por ejemplo, el estreno de Realidad [1892], que la oscureció) no bastan para ocultar la verdadera razón de esa postergación, que acaso se debió a un mal entendimiento inicial. Si Emilia Pardo Bazán solo vio en la novela la cuestión del feminismo es porque este problema la preocupaba directamente. El lector de hoy deberá superar este tipo de limitaciones y enfrentarse con esta, como con todas las obras de Galdós, como lo que son y quisieran ser: creaciones artísticas antes que nada. Y como tal, creación artística, me propongo examinarla a continuación, tratando de presentar el modo en que las resonancias literarias, recientemente discutidas, se tejen con el «caso» contado en la obra, las relaciones amorosas de Tristana con don Lope y Horacio.

El narrador presenta el primer nivel de la acción a través de los ojos de un personaje importante, aunque en apariencia secundario: Saturna, la sirvienta y confidenta de Tristana. En este plano, realista, los hechos aparecen desprovistos de idealización o literatura, como es lógico dado el punto de vista de quien los observa; el simbolismo del nombre ya dice mucho, pues Saturno no es solamente el devorador de sus hijos, sino la encarnación del pragmatismo19, del no nonsense bien anclado en el mundo, del que conoce todos los entresijos, sus posibilidades y sus limitaciones, tanto personales como sociales. En la escueta, presentación de la sirvienta, el narrador dice de su vida lo suficiente para que captemos los hechos verdaderamente importantes: al morir su marido, un albañil, por caída del andamio en que trabajaba, Saturna, con rápida y práctica decisión ingresa a su hijo, Saturno, en un hospicio, poniéndose ella a servir. Mujer resuelta, no se deja abatir por la desgracia: «a grandes males grandes remedios». Si la historia de Saturna tiene los elementos necesarios para construir con ella un folletín (la lucha por dar oficio honrado al hijo, la difícil busca del pan cotidiano, la pobreza honrada, etc.), es lo cierto que esos elementos fueron manejados sin ceder a la retórica que parecían requerir.

Saturna observa la vida sin las gaitas de la novela sentimental y del folletín dramatizante; ve las cosas como son, y buen ejemplo de su lucidez lo ofrece su comprensión de las posibilidades que la sociedad contemporánea ofrecía a la mujer: «Tres carreras pueden seguir las que visten faldas: o casarse, que carrera es, o el teatro... vamos, ser cómica, que es buen modo de vivir, o... no quiero nombrar lo otro. Figúreselo» (pág. 35). Quien se lo tiene que figurar es Tristana, pero las opciones propuestas por la doméstica le vienen estrechas a la fantasía, que la incita a ser pintora, escultora, política o políglota, y más tarde actriz dramática. Tristana quiere desempeñar en la vida un papel interesante, y el no hacer caso a Saturna le traerá muchos disgustos.

El fino instinto de la criada para auscultar la realidad, sin figuraciones extravagantes, vuelve a manifestarse cuando se decide a quitarle la máscara a don Lope, convirtiéndolo en «don Lepe», por aquello del dicho decidero que atribuye al así llamado el colmo de la listeza. De conquistador de drama lo transforma en engatusador de sainete, destacando con el cambio de nombre el abismo que separa la realidad del ser y la fachenda de la apariencia. Don Lope cuenta sus aventuras amorosas como «historias galantes» (pág. 116), mas, según Saturna dice a Tristana, los enredos del averiado galán no pasan de «trapisondas» (pág. 146).

Horacio Díaz, el joven enamorado que al entrar en la novela forma con Tristana y don Lope el clásico triángulo amoroso, aparece también con cierta aura de misterio, su profesión de pintor le presta un aire romántico (por no ceñirse a lo seguro de las ocupaciones burguesas), o al menos así lo ve Tristana. Si es Saturna quien mira, la impresión que producen el artista y el medio en que vive será muy otra. El «estudio» de Horacio le parece «un palomar, vecinito de los pararrayos» (pág. 57), y no es por cazurrería ni por ignorancia que se niega a darle el más adecuado nombre de estudio, sino porque lo que allí ve no le impresiona gran cosa. Su mirada desmitifica cuanto toca: «Figúrese -dice del aposento horaciano- un cuarto muy grande, con un ventanón por donde se cuela toda la luz del cielo, las paredes de colorado, y en ellas cuadros, bastidores de lienzo, cabezas sin cuerpo, cuerpos descabezados, talles de mujer con pechos inclusive, hombres peludos, brazos sin personas y fisonomías sin orejas, todo con el mismísimo color de nuestra carne. Créame, tanta cosa desnuda le da a una vergüenza... pinturas cortas, enteras o partidas... algunas con su cielito azul, tan al vivo como el cielo de verdad...» (pág. 57). Observa la cantidad de cosas amontonadas en el lugar con acumulación más propia de bohardilla que de estudio, y lo aún más importante, la semejanza entre los cuadros y la realidad, casi un calco. El azul del cielo en el cuadro no desmiente el visible a través de la claraboya, la desnudez de las mujeres pintadas es tan real que la escandaliza. Es decir, no hay arte sino copia. Y como pronto sabremos, el pintor preferirá el original, la bella naturaleza levantina, a sus copias.

Tristana, semejante en esto al escudero del Lazarillo de Tormes, idealiza los lugares de que habla. Si pensara en los hechos según son, y le interesara su verdad advertiría detalles tan significativos de la escisión en la personalidad de Horacio como el contraste entre ser realmente un rico heredero y no un pobre artista, o el de que no viva en el estudio sino en casa de una tía que acabará arrastrándolo lejos del arte y de Madrid para llevárselo a Levante. Horacio, como apunta Ruth A. Schmidt, es una «persona convencional» a pesar de que su «profesión y vida bohemia sugieran otra cosa»20. Saturna lo ha visto bien, ni idealizado como lo quiere Tristana, ni degradado como lo querría don Lope; por eso obligará a este a aceptar la relación entre la muchacha, ya inválida, y el débil enamorado, a quien alude como lo que es: «un joven y guapo mocetón» (pág. 197).

Al poner las cosas en su punto, cumple su misión desmitificadora, y nos ofrece a los lectores una visión de los sucesos desprovista de engaño y de fantasía. A tal manera de ver la vida nos permitimos denominarla realista. A sus ojos el triángulo amoroso, paralelo al constituido por los amantes y el anciano, se compone de los siguientes personajes:

Figura 1

La señorita, la linda cojita, y no Tristana, pues aunque las une estrecha relación y gran confianza Saturna no deja de verse como sirvienta. Gracias a tal visión, el mundo de la novela existe en su prosaica verdad: la Srta. Reluz como una pobre huérfana, a quien la sociedad excluye por haber sido seducida y mantenido relaciones amorosas con un caballero que casi la triplicaba en edad; don Lope como un don Lepe vivales y camelista, y el señorito Horacio como un muchacho guapo que vive con una tía achacosa a la que habrá de heredar.

Superpuesta a esta manera de ver las cosas, se manifiesta en el texto otra distinta, que debemos al narrador y a su omnisciencia, de que se vale sin ningún reparo, para presentarnos otras facetas del carácter de los personajes, una realidad que nos atrevemos a llamar ideal, pues en ella se proyectan los anhelos de tres personajes principales.

Entre el Juan que reza en la partida de nacimiento y el enamoradizo don Lope hay mucho trecho; este último es casi una invención del anciano caballero: «como un precioso afeite aplicado a embellecer la personalidad... O había que matarle o decirle don Lope» (págs. 7-8). Bajo la sugestión de un nombre que se le antoja representativo, vigoroso, útil para expresar las grandezas de la casta a que pertenece, el caballero soñará lo vivido, y de sus trapacerías hará intrigantes historias galantes: el cuento de nunca acabar.

Composición no menos fantasiosa harán Horacio y Tristana de sus amores, desgajándolos de cuanto es vulgar y terrenal para elevarse a cielos purísimos, a la remota estratosfera del ideal: «Bonito, realmente bonito a no poder más era el presente, y Horacio se extasiaba en él, como si transportado se viera en un rincón de la eterna gloria» (pág. 111). Consumado el amor, su idealización del mismo es todavía más patética, pues, contra lo que pudiera esperarse, el contacto carnal en vez de dar como resultado el reconocimiento de la realidad en su dimensión más natural, lanza a los amantes a nuevas alturas, y con fuerza renovada; Tristana, borracha de amor, reviste las más diversas máscaras; unas veces será Beatrice, otras Francesca, o más bien la Paca de Rímini (otra instancia de literaturización, en su textualidad natural y en su irónica degradación, al gusto galdosiano); cuando no, Crispa o la señá Restituta (pág. 115). Horacio, quizá por su evidente apego a lo práctico y por no levantarse fácilmente del suelo, padece una especie de «aplanamiento sospechoso», «un sopor» (pág. 122); aun así, las relaciones con Tristana le incitan a posar como amante exaltado; es una simulación, pero el serlo no impide ser rebautizado con el nombre de «señó Juan» (pág. 115).

Vista la situación desde esta perspectiva, el triángulo que se superpone al anterior es este:

Figura 2

Al ser real se superpone el ideal. A mi juicio, el mero cambio de nombre ilumina diferentes rincones de la personalidad. El contraste es interesante, y no me parece dudoso que se establece con intención irónica: ese «Señó» Juan, con que se designa a Horacio, es obviamente despectivo, y quiere decir que el artista o seudoartista no puede compararse con el tenoriesco don Juan que es el viejo don Lope: ni para eso sirve en las fantasiosas recreaciones de su amada. El narrador no utilizará los nombres al azar, sino combinándolos en forma que sirvan de guía para entender el alcance de las relaciones entre los personajes y sus implicaciones en cuanto a revelación del carácter que en ellas se manifiesta.

Cuando Tristana, inválida ya, recibe a Horacio, el narrador expone así lo ocurrido: «De los labios del señó Juan no salieron más que las conmiseraciones que se dan a todo enfermo, revestidas de una forma de tierna amistad. Y en todo lo que dijo referente a la constancia de su amor veíase el artificio trabajosamente edificado por la compasión» (pág. 208). Puesto que «señó Juan» es un apodo que Tristana pone a Horacio, fácil es deducir que la escena está presentada menos desde la perspectiva de este que desde la de la muchacha. El narrador podía haberle llamado, en esta ocasión, Horacio, pero prefirió no hacerlo y utilizar el apelativo cariñoso que la amante utilizaba para nombrar al hombre cuando estaba enamorada de él. Entendemos así el choque sicológico que se produce en Tristana al oír hablar al ser querido de ayer como habla el extraño de hoy, tan convencionalmente. El narrador explica o al menos describe cuidadosamente lo que ocurre, pero no las impresiones de los personajes; esta es la razón de que Tristana quede siempre como una figura algo misteriosa. Aun si se detalla su modo de sentir, la intimidad no acaba de desvelarse, hay un fondo que se resiste al análisis, y al lector le ocurre lo que de don Lope se dice: «Creyó notar el viejo galán que Tristana se desconcertaba al recibir el jicarazo [que Horacio se casaba]; pero tan rápidamente y con tanto tesón volvió sobre sí misma, que no le era fácil a don Lepe conocer a ciencia cierta el estado de ánimo de su cautiva, después del acabamiento definitivo de sus locos amores» (pág. 223).

Se menciona al protagonista como «el viejo galán», equivalente al tenoriesco don Lope, y como don Lepe, ambigüedad útil para dramatizar la escena: se habla de la misma persona, pero subrayando la dualidad de su ser, apuntando primero o la visión del tipo como quien quisiera todavía ser, galán, aunque anciano, y luego al truquista embaucador que Tristana sabe que es. Para el primero, la joven es su trofeo más preciado, por ser el último; para el segundo, una criatura que ha de retener a cualquier precio en la servidumbre a que la tiene sometida. Don Lope podría comprender mejor a Tristana, pero al tunante don Lepe le resulta difícil entender su tesón, pues en su esquema de valores no hay lugar para voluntades fuertes, más propias del ámbito ideal que del real. Tras la amputación de la pierna y el abandono de Horacio, la cree abocada a la aceptación de la trivialidad burguesa en que don Lepe la espera con los brazos abiertos para llevarla al altar.

Sobre lo real y lo ideal, es útil observar el tercer nivel de significación a que nos referimos al comienzo: el plano de la literaturización, que impregna a los anteriores de diversas connotaciones. Ahora veremos que los resultados obtenidos al incluir a los seres ficticios en una corriente de alusiones literarias fueron excelentes. El hecho de hacerlos nacer a la vida novelesca con una doble o triple partida de bautismo, prefigura la posibilidad de que su conducta se oriente en otras tantas direcciones, reconociéndose así como hecho incontrovertible la multiplicidad del ser: que, por ejemplo, donjuanismo y quijotismo sean aspectos, aunque tan contradictorios, de un mismo ser. Cuál de ellos sea el auténtico ya es cosa que se deja a juicio del lector.

Si el verdadero nombre del viejo galán es don Juan López Garrido, el donjuanismo ya lo lleva grabado en él; el quijotismo aparece de modo más reticente, en las analogías que ya indicamos. Tristana, aparte de los apelativos dantescos con que se reconoce mientras dura el romance con Horacio, lleva un nombre cargado de resonancias literarias, explicado por las aficiones libresco-dramáticas de su madre. De esta se dice: «Adoraba el teatro antiguo, y se sabía de memoria largos parlamentos de Don Gil de las calzas verdes, de La verdad sospechosa y de El mágico prodigioso. Tuvo un hijo, muerto a los doce años, a quien puso el nombre de Lisardo, como si fuera de la casta de Tirso o de Moreto. Su niña debía el nombre de Tristana a la pasión por aquel arte caballeresco y noble, que creó una sociedad ideal para servir constantemente de norma y ejemplo a nuestras realidades groseras y vulgares» (pág. 23). Según eso, Tristana es una proyección de las vagas alusiones de su madre, y parece llegar a la vida predestinada a vivirla como heroína de novela.

Horacio es émulo del «caballero incógnito» (pág. 51), del salvador, llamado a librar a Tristana de las garras de don Lope «Horacio la incitó a proceder con firmeza, y a medida que se agigantaba en su mente la figura del don Lope, más viva era su resolución de burlar al burlador y de arrancarle su víctima» (pág. 83). Su papel es el de príncipe de los cuentos de hadas, vencedor del monstruo y salvador de la heroína, pero en el curso de la acción se verá que es incapaz de ponerse a la altura de las circunstancias. El último triángulo lo podemos formar así:

Figura 3

A este nivel la ironía es total. Superpuesto a los anteriores el triángulo compuesto por las figuras legendarias ilumina el significado del conjunto y completa la desmitificación de los personajes y de la situación. No hay ogro (como no hay don Juan), ni gigante; la cautiva puede burlar al caduco burlador, y el «caballero incógnito», lejos de ser un Sigfrido, se comporta como un señorito prudente. Los arquetipos míticos les vienen grandes y por contraste con ellos los tres entes ficticios resultan un tanto ridículos y patéticos.

La estructura de esta novela se basa, pues, en la acumulación de posibilidades que he procurado expresar mediante las relaciones entre los tres personajes principales, relaciones que son a la vez uniformes y variables, según sea la perspectiva desde la que se les observa. Como ocurre en Fortunata y Jacinta, el triángulo amoroso es la clave de la acción. Allí, cambian según cambian sus componentes; aquí, estos son siempre los mismos, pero cambian su apariencia precisamente por cómo se ven a sí mismos y a los otros. El cómo somos 1 se refleja en el cómo queremos ser 2, y en el cómo pudiéramos ser 3: el ideal literario. El arte de Galdós ha sabido fundir los tres en una descarnada y profunda visión del ser humano, que gracias al proceso de literaturización resulta plenamente sustantiva. Galdós aprovechó al máximo esa característica que posee la novela, a diferencia de la historia, de poder crear un mundo de referentes eternos como son los del arte, donde se reelaboran las constantes de la humanidad, sus mitos, sin ataduras temporales. Por tanto, creo que Tristana, debido a su consistente estructura novelesca, permeada por referencias literarias de diversas épocas, no puede ocupar el puesto que con frecuencia se le asigna, el de un alegato de un feminismo incipiente.

El desenlace de la novela, el matrimonio de Tristana y Lope, es, en su vulgaridad misma, desolador: impuesto por las conveniencias sociales, revela el vencimiento de Tristana y en cierto modo también el del «vencedor». Convertida en confitera, Tristana es al final de la novela una imagen triste: tras la mutilación y el abandono, queda en manos de don Lepe, que hace del matrimonio una prisión y una claudicación. Claudicación a que él tampoco podrá escapar. El narrador no se muestra ya irónico, pues los personajes con resignación muestran su conformidad con el destino, y parecen entender que «los sueños sueños son».





 
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