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Representación de «Los celos infundados, o el marido en la chimenea»

Comedia en dos actos y en verso, de don Francisco Martínez de la Rosa

Mariano José de Larra

[Nota preliminar: Reproducimos la edición digital del artículo ofreciendo la posibilidad de consultar la edición facsímil de La Revista Española, Periódico Dedicado a la Reina Ntra. Sra., n.º 26, 1 de febrero de 1833, Madrid.]

La pasión de los celos, tratada ya por otros en el teatro con más o menos felicidad, ha sugerido al señor Martínez de la Rosa esta producción, de que presentamos a nuestros lectores un rápido análisis.

Don Anselmo, hombre entrado ya en la edad madura y enlazado en matrimonio con doña Francisca, joven y hermosa, sufre el tormento de los celos, y como dice el autor en su bella exposición

Marido entrado en edad

y mujer de pocos años,

¿qué había de suceder?



Don Eugenio, hermano de ésta, que acaba de llegar de La Habana, acompañado de su primo Carlos, intenta, a instancia de este joven atolondrado, corregir a don Anselmo de su manía, que alimenta diariamente con chismes y enredos un bribón de criado de éstos que

Son como perros de puerta;

a una sombra, a un espantajo

le ladran, se avanzan, muerden:

viene un ladrón disfrazado,

les echa un poco de pan,

y le dejan libre el paso.



Don Anselmo no conoce a los recién llegados, y así es muy fácil hacer pasar al primo por el hermano; pónese el plan en ejecución, y don Anselmo cree tener en su casa en el amigo de su cuñado, que se finge sordo para poder ejecutar su parte más a la libertad, al seductor más perfecto de la tierra. Inútil es advertir que un hombre, ya por sí celoso, no puede vivir tranquilo con semejante huésped, y más si a esto se agregan los continuos avisos del redomado sirviente. Préstase, pues, a una infinidad de ridiculeces que pone en práctica para averiguar las intenciones de su natural enemigo, y desciende hasta el extremo de esconderse en una chimenea para oír sus galanteos a su propia esposa.

Don Eugenio, como es de esperar, carga la mano en sus requiebros, y el marido sale de la chimenea cubierto de hollín y decidido a echar de su casa al que, según él, intenta deshonrarle, lo cual pone en práctica por medio de una esquela.

Pero el seductor fingido, fuera ya de la casa, soborna fácilmente al criado, y se hace introducir en la habitación de doña Francisca durante la ausencia de su esposo; es de presumir que ha de dejarse sorprender para la realización de su plan. Vuelve don Anselmo, escóndese en una despensa a don Eugenio; de allí a poco un ruido extraordinario alarma al marido, su mujer tiembla las consecuencias de su inocente intriga, y se arroja a sus pies toda turbada. Don Anselmo corre en busca del escondido, y en el momento en que una trágica aventura hubiera podido desgraciar todas las benéficas intenciones de nuestros intrigantes, don Carlos descubre apresuradamente el enredo: le pone ante la vista la inocencia de su esposa, la identidad de sus personas, como hermano y primo, la índole del criado en que ponía su confianza, y que tantas veces ha dado lugar con falsas sugestiones a sus infundados celos, y lo ridículo, en fin, de la posición de un marido que cree ver un seductor en todo hombre, y de la manía que le expuso a tener celos de su mismo cuñado. El celoso queda convencido, reconocidos los parientes, despedido el tunante del criado, y más enamorado don Anselmo que nunca de su virtuosa consorte, promete no volver a importunarla con nuevas sospechas injustas.

Un lenguaje puro y hábilmente manejado, un estilo decoroso, un diálogo bien cortado, lleno de viveza y donaire, una versificación robusta, un conocimiento extremado de los recursos dramáticos y de los efectos teatrales, y el hombre reducido a la convicción por medio del ridículo, nos revelan al filósofo, al autor cómico, al poeta. Nuestra posición nos impone, sin embargo, el deber de entrar en pormenores, mal nuestro grado. Primeramente, estos planes, como éste (y como el de la Indulgencia para todos, por ejemplo), en que no nacen los incidentes y la convicción de la naturaleza de las cosas y de los acontecimientos que ocurren diariamente al protagonista, sino en que los demás personajes producen los sucesos a placer por medio de disfraces o ficciones, no nos parecen los más seguros, porque de su naturaleza ha de resultar necesariamente que al descubrir al sujeto a quien se quiere corregir que todo ha sido un artificio, su convicción se ha de debilitar y se ha de volver en contra precisamente del fin que se desea. Un celoso, que duda de la virtud de su mujer, y que escondido la oyó quedar triunfante, se tranquiliza; pero si se le descubre que el seductor era hermano de su mujer, y que ésta lo sabía, el hombre dará por nula esta prueba, y querrá justamente recurrir a otra. El demostrarle que su criado era capaz de soborno, no sólo no puede tranquilizarle, sino que debe hacer renacer en él mil dudas antiguas acaso ya desvanecidas. Este celoso, por otra parte, a quien se le presenta una nueva seducción de su mujer para hacerle ver que sus celos son infundados, no es ningún visionario, no tiene tales infundados celos, supuesto que él mismo la oye requebrar. El único medio de corregir a un celoso, si hay alguno, es demostrarle hasta la evidencia que su mujer es virtuosa, y al celoso de Martínez de la Rosa sólo se le demuestra que el que galanteaba a su esposa es su hermano. Así que sólo quedará para corregirle el cuadro fuertemente coloreado de las ridiculeces a que se entrega el que vive de esta manera dominado de una manía de semejante especie. Barón, en su celoso, incurrió, si mal no nos acordamos, en el mismo defecto de hacer galantear a su esposa por un su hermano; el celoso dirá siempre, una vez descubierto el estrecho parentesco: «¿Era su hermano? Cierto: soñé ofensas; ¿pero y cuando no lo sea?».

Nos parece algo traído por los cabellos el modo de enterarse el criado de la conversación de los dos hermanos, y el señor Martínez de la Rosa hubiera podido encontrar un medio más dramático y motivado. ¿No podría haberse justificado algo más la mudanza repentina del criado, a quien vemos en el primer acto tan adicto a su amo? No basta siempre el soborno, es preciso antes que el espectador esté convencido de que es sobornable el criado. Hemos creído notar algún trozo en que el autor ha remedado algún otro del Viejo y la Niña, sobre todo en el papel de Juan.

Algunas otras observaciones haríamos, si no nos detuviese una reflexión que no podemos desechar cuando se trata de un autor como el señor Martínez de la Rosa. ¿Serán estos que nos parecen defectos realmente defectos, o nos los harán parecer tales nuestros cortos conocimientos? Mucha fuerza nos hace esta consideración, y más si recordamos las bellezas de Los celos infundados: la exposición, la escena cómica de la chimenea y la cinta, la sordera tan oportunamente imaginada, de que ha sacado el autor tanto partido, el empeño de don Anselmo de hacer borracho al criado, su cojera supuesta y la manera original con que en esta escena aclara sus dudas el celoso, etc., etc., y el final, en fin, tan rápida como aguda y delicadamente concluido.

Revista Española, n.º 28 de febrero de 1833. Firmado: Mariano José de Larra.

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[Nota editorial: Otras eds.: Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, ed. Alejandro Pérez Vidal, Barcelona, Crítica, 2000, pp. 56-59; Artículos de crítica literaria y artística, ed. José R. Lomba y Pedraja, Madrid, Espasa-Calpe, 1975, pp. 38-46.]