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- XX -

La hora del escarmiento. Conducta gloriosa del Pontificado desde que ésta sonó

     Y nadie ve entretanto cómo el espíritu de los pueblos, desamparado de dirección y gobierno, preparaba una reivindicación tremenda de su menospreciada dignidad; y cómo la Providencia prevenía a Reyes y a poderes la más ejemplar de las lecciones de escarmiento.- Unos y otros habían desdeñado por insuficiente, la unidad fraternal de su doctrina; unos y otros habían tenido en insolente menosprecio la blanda autoridad de su justicia: a unos y a otros estaba preparada aquella unidad formidable de principios y negaciones; aquella justicia sangrienta y expiatoria de castigos y guerras, que como se alza una montaña al empuje de un terremoto, había de levantarse en medio de ellos, con el nombre de revolución francesa!...

     Durante ese tristísimo período, no pidamos cuenta al Pontificado de no haber sostenido la unidad del reino temporal -que no es su encargo en el mundo- cuando cumple, hasta el martirio, la obligación de ser el antemural en que se estrella el espíritu de disidencia cristiana, empleado con tenaz perseverancia como instrumento de ambición disolvente, como piqueta de minador subterráneo. De enmedio de la discordia política salva siempre la unidad religiosa: en el caos de un racionalismo descreído, hace prevalecer triunfante la más alta razón de la doctrina evangélica: sobre el exclusivo predominio de materiales y corruptores intereses, levanta la eterna protesta a favor de imperecederas e inmutables instituciones.

     Y si alguna vez, en litigios en que se ventilan derechos mundanos, aparece más inclinado a aquellos que no combaten sus principios; si obligado a habitar en una mansión, que por ser un santuario, no deja de estar fundada en la tierra, no ha ido a sentar su tabernáculo en el real de sus adversarios, falto de un campo neutral donde no le alcanzaran los cruzados fuegos; si en las luchas del continente se pone alguna vez al lado de las ideas de los sucesores de Carlos V contra los franceses del Reino Cristianísimo, que olvidan las tradiciones de San Luis y de Carlo Magno; y si en contiendas que puedan serle, como temporales, indiferentes, acude solícito a rechazar, no la novedad de una institución extraña, sino el error de una doctrina perversa; no por eso es verdad que el Pontificado haya ejercido influencias perturbadoras o tiránicas, patrocinando en Europa y en Italia, contra la justicia de los oprimidos, la iniquidad de los opresores, que las más de las veces son sus mortales adversarios.

     No es verdad, no, que el Pontífice haya repugnado sistemáticamente una forma de gobierno, ni dejado de acatar jamás los designios de la Providencia en el origen y constitución de los poderes. No le asustaron nunca libertades; no le subyugaron tiranías. Había vivido en paternal familiaridad con las antiguas repúblicas de Italia: vivió con Venecia hasta nuestros días, y no fue él quien la entregó al Austria aherrojada y vendida.

     Había roto con los monarcas más poderosos; con los déspotas más temidos y adulados; con Enrique IV de Alemania, con Federico Barbaroja, con Alfonso de Aragón, con Pedro de Castilla, con Felipe Augusto, con Enrique VIII, con el gran Carlos V, con el mismo religioso Felipe II. Resistió en nuestros días sugestiones de soberanos muy poderosos, y sigue en pastoral armonía con las repúblicas democráticas de América.

     Al estallar la revolución de 1789, no condenó la declaración de los derechos del hombre: abominó, sí, de la guerra que declaró a Dios, y de los crímenes con que espantó al mundo. La maldijo en los demagogos ateos o regicidas, llamáranse Robespierre o llamáranse Grégoire; y la resiste en el caudillo que la resume y personifica, pero no cabalmente cuando magistrado popular restaura y constituye, sino cuando Soberano reconocido y Emperador poderoso, avasalla y tiraniza.

     No le neguemos el lauro de gloria y la palma de santidad que recoge en esas agitadas y turbulentas centurias, y en la más deshecha tempestad del medio siglo que las corona, hasta enlazarse con la que atravesamos y corremos. Si no puede establecer la concordia entre los Príncipes cristianos, ruega siempre por ella en los altares, con eterna y diaria protesta de una fe que abarca a los gobiernos y a todas las formas de gobierno, y ejerce siempre, y bajo el influjo de todas las ideas, sus altas funciones de poder moderador, atento a atajar las ambiciones tiránicas y desmedidas, lo mismo de un Emperador católico, como el que le sitió en Santangelo, que de un César jacobino que le llevara encadenado a Fontainebleau.

     Y cuando no puede salvar a Italia, como en tiempos de Carlos V, obligando al vencedor prepotente a que reconozca todos sus Estados, gobiernos y príncipes italianos, impide a lo menos que Roma vuelva a ser humillante feudo de Césares extranjeros, o risible parodia de exhumadas repúblicas, cuyos postizos tribunos fueron cónsules y dictadores, a la manera que se vestían de Quirites los romanos de alquiler, que puso no sabemos qué Rey de Nápoles, para animar las ruinas de Pompeya.



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- XXI -

Confianza del Papa en Dios y en su misión divina.- Quién pierde más

     Esto, y no más, fue dado a la potestad sagrada del Pontificado, puesta en contacto con los intereses del mundo.

     Hasta donde su influencia es legítima, no la rechaza; pero ni favorable la adula, ni hostil le amedrenta; ni en caso alguno le antepone la misión espiritual y perdurable que le está confiada. Porque los poderes de la tierra le abandonen, no se cree desamparado de la existencia del cielo(15).

     De la hostilidad de sus adversarios o del desdeñoso apartamiento de los que debieran ser sus protectores, no será la Iglesia católica ni la Religión cristiana las que más sufran. La sociedad civil, el estado temporal, quedarán de este abandono peor librados. Lo que pierda el Pontificado en influencia, no lo ganarán ni la Italia en consideración, ni el mundo en reposo. Porque deje de existir el Imperio, Italia no alcanzará soberanía, ni la política europea vendrá a concierto.

     En tres siglos de encarnizadas contiendas no ha podido hallar todavía una combinación para cimentar sobre bases sólidas el equilibrio de aquellas fuerzas que más de una vez mantuvo la autoridad de la Iglesia romana en el fiel de la balanza de su santa justicia.

     La fe religiosa no ha retirado sus márgenes de la extensión del mundo, ni los cálculos de la razón han reemplazado en las entrañas de los pueblos a aquellos principios evangélicos, de tal manera connaturalizados en nuestra moral, que los espíritus superficiales se ilusionan, hasta el punto de considerarlos no más que como nobles instintos. Pero los poderes que han divorciado la justicia cristiana de la razón de Estado, corren, y corren, y correrán desconsolados, buscando vanamente las garantías del público derecho, fuera del alcance de esa fuerza brutal, que afrenta diariamente el orgullo de una civilización presuntuosa... Guerras de treinta años, guerras de cuarenta años, guerras continentales, guerras marítimas, guerras por una sucesión, por un matrimonio, guerras por la orilla de un río, o por la falda de un monte guerras por el azúcar, por el algodón, por el opio; guerras por un collar, por un guante, por un abanico, por un paletot, han hecho humear de fuego y cuajar de sangre todas las playas y campiñas de aquella culta Europa, que se escandalizó de las cruzadas, y de la querella de las investiduras. Y ni la paz de Westfalia, ni la paz de Utrecht, ni la paz de Amiens, ni la paz de Viena, han dado asiento de reposo a la Europa de la ciencia, de la libertad, de la industria maravillosa, de la riqueza inagotable, de la diplomacia infalible!...

     Desde que San Pío V cantó aquel TE DEUM de Lepanto, cuando España y Venecia, con una bendición de Roma, acabaron para siempre con el poder de los Otomanos, los pueblos europeos celebraron infinitos funerales y ofrecieron innumerables hecatombes.

     El Jefe supremo de la Cristiandad no ha vuelto a entonar en su nombre TE DEUM ninguno.



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- XXII -

Problema actual.- Datos

     Cuando después de tantas luchas por mentidos intereses; después de tantas iniquidades y tiranías, perpetradas con olvido de Dios y en desprecio de los hombres, se inaugura en Europa una nueva política, y se alza una voz y una bandera, que convocan a los pueblos a una nueva asociación de naciones iguales, independientes y libres; a lo menos, el nombre que se proclama es el que corresponde a la más excelsa de las prerrogativas de la humana criatura, al más noble, al esencial atributo de la conciencia humana. La doctrina que anuncia esa palabra eléctrica y de mágico prestigio, es algo como la fe; algo que se parece a una religión; algo que debe inflamar, después de tanto materialismo, a los espíritus más generosos; que hace revivir, después de tanta desventura, a los pueblos oprimidos; que no choca, antes bien armoniosamente se concierta con las almas creyentes.

     Ahora bien: libertad y materia; materia y libertad se contradicen y excluyen, como el ser y la nada. Quien dice libertad, ha dicho espíritu: quien admite el espíritu, está tocando a Dios. Quien reconoce a Dios, viene luego a Cristo. Libertad... puede sonar como REDENCIÓN, cuando baja del cielo. Mucho fue menester... fue menester que el genio infernal del orgullo profanara su nombre, para que los libertadores aparecieran tiranos, y los redentores verdugos!

     En ninguna parte debía tener este grito un eco más resonante que al otro lado de los Alpes. Fue consecuencia del eterno espíritu, que había animado a aquellos naturales en todo el curso de su historia; fue resultado necesario de la situación a que le habían traído las combinaciones de la diplomacia, que el pueblo Italiano se adhiriera con la más ardiente de sus aspiraciones a una regeneración política, que se fundaba en una idea expansiva y universal, y le brindaba con la esperanza de recobrar entre los demás pueblos un puesto de grandeza.

     Pero desconoceríamos también el genio de Italia, si al despertar de su letargo, en vez de abrir sus párpados a la vida de la igualdad, no conservara todavía en el fondo de sus ojos aquellas ilusiones de primacía con que se adormeciera. No la culpemos, si sus opresores, para mantenerla despierta, esclava, la cargan de cadenas más pesadas que cuando se encontraba adormecida. Los esfuerzos de la sierva que se emancipa, no tienen toda la dignidad que cumple a la Reina destronada.



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- XXIII -

Divorcio entre la Religión y la Libertad. Napoleón, italiano. Yerro de Napoleón.- Error de Italia

     Pero no culpemos tampoco al Jefe de la Iglesia Romana, si cuando esta gran revolución se inaugura en toda la extensión de los reinos cristianos, y con toda la confusión de sus nuevos principios, no se pone desde luego al lado de la tendencia que se llamó patriótica, y al frente de la idea que se anuncia regeneradora...

     �Cómo pudiéramos nosotros aclarar con más evidencia que lo ha presenciado el mundo, el lastimoso principio de este discorde antagonismo?... �A qué emplear nuevas fórmulas, o nuevos razonamientos, o nuevas declamaciones, en el juicio contradictorio de esta revolución y de su resistencia?... No: no tenemos nosotros, herederos, aunque próximos, de tan grandes sucesos, el derecho de llamar rebeldes a los que se alzaban, ni de lanzar dictados de oprobio contra los que resistían... Lloremos, sí, no sobre ellos, sino sobre nosotros y sobre nuestros hijos, (como a las piadosas mujeres de Jerusalén decía, caído en tierra, el Salvador del mundo), si los que primero tremolaron la enseña de libertad, empezaron por lanzar anatemas a la Religión, y dieron desventurado principio a ese sacrílego divorcio, que imprime desde entonces funesta bastardía a todo cuanto engendra la revolución francesa, y que propaga por de pronto en el nuevo César que la hereda y personifica, la estéril impotencia de levantar de nuevo el poder de Carlo Magno.

     Las aspiraciones y los sucesos de Italia toman desde luego un carácter muy distinto del que revisten en las demás naciones de diferente temperamento histórico. Ya lo hemos dicho con insistencia. En vano la Italia, que había visto las águilas del antiguo imperio reducidas a no ser más que un blasón heráldico, esculpido sobre la puerta de un castillo desmantelado, había despertado de los sueños del predominio, a las realidades del cautiverio: ni por eso formula sus demandas de emancipación en pretensiones de igualdad. Este pensamiento le es instintiva y originariamente antipático.

     Nunca se le presentará la independencia, sino bajo la forma de conquista. No reclama la igualdad, hasta que se siente dotada de un privilegio de dominación; y el movimiento de la libertad no la arrastra, sino cuando hay un nuevo Imperio, al cual se asocia. Y es que por una ilusión que se enlazaba con su propio destino, este Imperio puede creerle suyo. El dictador de la gran República, el caudillo de las nuevas doctrinas, el ascendiente de las nuevas razas, el reorganizador de la nueva sociedad, el representante de la idea que agita al mundo, el que lleva en sus manos la bandera de los nuevos colores, y en su nombre extraño el agüero de los nuevos destinos, es un italiano, es el sucesor y descendiente de los antiguos coronados dictadores.

     Pasemos nueva revista a los títulos que sobre él tiene Italia. Italia es la primera que le proclama César; que le saluda Augusto; la que le quita su nombre de familia, y hace de su nombre personal un título imperatorio y un apellido dinástico. De Italia son las glorias que le hacen Cónsul; a Italia torna siéndolo para volver consagrado de Emperador. No le hubieran bastado cien batallas ganadas en el Rhin o en el Danubio, o en el Támesis. De allí no hubiera traído aquella corona de hierro vinculada en los armarios de Monza.

     La púrpura del Luxemburgo era una decoración teatral: los italianos le enviaron desde el foro la secular, la verdadera: fueron ellos sus legiones pretorianas. En aquel genio, que es su genio; en aquella fortuna, que es su libertad; en aquella personalidad, que es su representación, abdicarán de nuevo su gloria y su destino; y mientras que todos los pueblos de Europa se aprestan a defender su secular independencia contra un soldado, que no les representa como los Césares, la universal ciudadanía; los italianos seguirán tras el ídolo de su creación y abismarán su nacionalidad en el piélago de aquella gloria, con total olvido de su extranjería, en pos del nuevo Emperador de los Francos, y le servirán de cohortes y de lictores en la lucha o en el martirio de las otras nacionalidades de Europa.

     Y a esta ilusión de los súbditos, había de corresponder otra más deplorable en la imaginación del caudillo. A aquel Carlo Magno se le antojó tener necesidad de un León III; aquel Cesarismo creyó que para hacerse Imperio le faltaba la tradicional consagración. Como los Emperadores paganos, tenía el Pontificado máximo de la aclamación popular; quiso él buscar fuera de la revolución, aquella autoridad que no es la fuerza. Pero entre la incapacidad de una soberanía atea para ungirle de una majestad religiosa, y la imposibilidad de que un Pontífice diera al heredero de los regicidas una consagración cristiana, abriose un abismo tal, que sus ojos, al contemplarle, se marearon con el último vértigo de la soberbia humana, desvanecida y endiosada.

     Entonces, más audaz que Alejandro, quiso hacer un nudo con aquella espada, que sólo servía para cortarlos. Entonces, tiranizar a Roma, le pareció lo mismo que arrodillarse ante ella; y porque tenía a la Italia liberal, quiso arrastrar con ella a la Roma pontificia. Era éste en el orden religioso un absurdo tan grande, como en el orden moral las locuras de Calígula y de Heliogábalo.



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- XXIV -

La Italia de Napoleón no es la Italia papal; es la Italia anti-papista. Ilustres escritores italianos contemporáneos. El pontificado católico vale más que el de la revolución y el de la disidencia

     Cabía en lo antiguo la elevación del hombre al rango de divinidad; pero no en el sentimiento europeo esta apoteosis que postraba la divinidad delante del hombre. Era un golpe que humillaba la religión más que los decretos de Saint Just, y que las ceremonias de Robespierre. Era declarar el Sacramento de la Iglesia como un rito de pompa palaciega y de etiqueta cortesana, que el mundo podía necesitar como ceremonia; pero que él no admitía como creencia.

     �Y que había de suceder? -El atentado se consumó.- Pero la inflexible lógica pudo más que la ilusión absurda, y la Providencia más que el cálculo descreído. Napoleón no pudo ser el conciliador de dos potestades, ni de dos ideas, ni de dos siglos. Su consagración fue una antítesis, un anacronismo, como después su matrimonio. No era una nueva Europa religiosa la que representaba; era el siglo XVIII que prevalecía. No era la Italia papal; era la Italia antipapista. Las dos ideas que se divorciaban en su persona, más que para el sentimiento europeo, -y lo fueron mucho,- quedaban divorciadas para el espíritu y para el porvenir de Italia.

     No quisiéramos que nuestros juicios parecieran apasionados; pero no pueden dejar de ser severos. No es culpa nuestra que las consecuencias de estos hechos sean más tristes que nuestras calificaciones; y las ilusiones más funestas que los errores. Los españoles, que hemos perdonado a la sombra de Bonaparte los delirios de su ambición, bien podemos lamentar con tristeza, pero sin ira, los sueños de gloria con que magnetizó la nerviosa complexión política de los italianos. Más lúgubre que nuestras palabras, triste, comme le lendemain d'une fète, que dijo un poeta francés, fue para ellos el despertar de aquel letargo febril y convulsivo.

     Vieron entonces que, en vez de colocarse de nuevo al frente de la Europa, se habían hecho sus enemigos: que cuando, tras de una breve dominación, había desaparecido el nuevo Imperio, en el hundimiento estrepitoso de su misma frágil construcción, se habían encontrado, como antes, envueltos en sus ruinas; presa y víctimas de desapiadados rivales. Vieron los italianos que sus ilusiones imperiales solo servían para quedar amarrados a las cadenas de otra Potencia, que alucinada igualmente de un somnambulismo cesáreo, continuaba en probarles con su mismo razonamiento, que no podía ser Imperio sin ellos. Vieron, finalmente, que al divorciarse de Roma, que en la lucha sangrienta no había podido ser imperial sino europea, habían hecho excisión de su natural metrópoli.

     Ellos debieron conocer... ya tarde!... que de lo que había quedado de revolución en el mundo, la metrópoli no estaba en Italia, sino en París, que adictos a Roma, tenían que dejar de ser revolucionarios; y que el buscar de nuevo en la revolución su independencia, envolvía la original contradicción de hacerse independientes, dependiendo de principios y de apoyos extranjeros.

     Estas consideraciones, que parecerán fantásticas a algunos espíritus superficiales, no se ocultaron a la penetración y claro entendimiento de los más ilustres y eminentes italianos(16). Son ellos mismos los que nos las han sugerido.

     Ellos mismos son los que nos explican cómo estos precedentes complicados tejen la trama de los últimos sucesos de Italia, antes de su más reciente explosión. Ellos mismos nos indican cómo para volver a colocar a los italianos en el camino de una nueva y legítima regeneración, era menester empezar por desvanecer ante sus ojos las ilusiones que los habían alucinado. Ellos mismos formularon fría y razonadamente un nuevo programa, según el cual las aspiraciones de Italia debían acomodarse a demandar un puesto de igualdad y participación, que la justicia y la imparcialidad de la Europa no podía negarles. Y algunos de ellos, en fin, anunciaron elevadamente la idea, y predicaron resueltamente la necesidad de que entre los elementos de grandeza para constituir su nueva y legítima nacionalidad, no rechazaran ni tuvieran en olvido el mismo singular y glorioso privilegio que deben a la Divina Providencia, de abrigar en su seno aquel Pontificado de la Iglesia universal, que harto más vale que el Pontificado de la revolución, o que el Pontificado de la disidencia, en cuyo nombre otras naciones toman o ejercen su moral predominio.



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- XXV -

Compromisos de las alianzas. Solución de Pío IX. Roma independiente enmedio de una Italia libre.- Encono del antipapismo protestante

     Cuando la Italia inició de nuevo una pretensión nacional y práctica, tal como se deriva de la actual constitución europea, reclamando un puesto de independencia e igualdad entre los demás Estados y su participación de soberanía en el Congreso de las naciones, los hombres inteligentes debieron abrigar la esperanza de que Roma fuera para los Italianos, no solamente la égida protectora contra las extremadas consecuencias de su natural agitación, y contra las indeclinables necesidades de su debilidad, al empezar la desigual pelea; sino también el obstáculo para que la cuestión de su independencia no apareciera en el drama de la política moderna, un acto más de la antigua, clásica y secular tragedia entre un Imperio que se funda en la posesión de someterla, y otro que aspira a constituirse en el poder de emanciparla.

     Comprendemos que Italia acepte sin desdoro la alianza y los auxilios de una potencia que puede oponerse legítimamente a que haya en Europa una supremacía imperial fundada en la hegemonía Germánica sobre el centro y núcleo de las naciones latinas.

     Pero comprendemos también que esta cooperación impone a la Italia miramientos hacia el nuevo Augusto, que sin divorciarse del espíritu católico, como el César que le precedió, no puede entregar a Roma a los nuevos Lombardos de Desiderio, ni acceder a que el Pontífice quede bajo una custodia que el mundo católico no consiente, ni confía a los sectarios de Mazzini.

     La solución de estos conflictos debiera haberse buscado hoy, como hace mil años, en Roma misma, y en el santo prestigio del Pontificado. Pero no en vano, ni por arbitrario capricho, nos hemos fijado con tanta insistencia en los precedentes históricos, al examinar una faz de esta cuestión, evocándolos e inculcándolos, aun a riesgo de ser molestos, o de parecer desmemoriados.

     Ahora nos cumple ya ser más concisos, y correr más desembarazados. No en vano nos hemos detenido en un análisis de aquellos elementos históricos, que encarnados en la generación de los sucesos y en la genealogía de los partidos, tienen más fuerza vital que las especulaciones de la inteligencia, y mayor poder que las combinaciones y cálculos de la sabiduría; a la manera que el temperamento nativo de un individuo, o el resultado de sus hábitos y costumbres hacen ineficaces las prescripciones más cuerdas del médico que aspira a curarle o fortalecerle. No en vano, ni por espíritu de preocupación fanática, hemos recordado los tiempos en que una disidencia anticatólica toma las proporciones de un vasto sistema diplomático, y los nefastos días en que una revolución política reviste en sus principios y en sus resultados, la forma de una cruzada anti-religiosa.

     Hombres y acontecimientos vienen, desde Adán, engendrados en el germen de las paternas dolencias. No es culpa, sin duda de la Italia actual, sino original pecado, inherente a la filiación histórica de las ideas y a la procedencia de los intereses y ambiciones, que desde el primer instante, y aun antes de nacer, se hayan apoderado de su movimiento regenerador las dos tendencias que señalamos. Pero mucho menos puede ser culpa del Sumo Pontífice de Roma, si entre el espíritu anti-religioso que se deriva de la revolución francesa, y el proselitismo anticatólico que anima las creencias reformistas, la resurrección italiana no ha tenido la fortuna de buscar dentro de sí misma los principios que pudieran constituir su unidad en una federación o en una monarquía católica.

     Decimos mal, y con dolor habremos de recordárselo a la revolución italiana!... Hubo quien tuviera el primero la inspiración de esta idea patriótica y salvadora. Ha habido quien buscó en ella la solución del problema, tal como le hemos propuesto, y como lo habían anunciado esclarecidas y patrióticas inteligencias.

     El Santo Pontífice, que se sienta hoy en la Cátedra de San Pedro, proclamó un día desde las alturas de su Trono venerando, una ROMA INDEPENDIENTE ENMEDIO DE UNA ITALIA LIBRE.

     El mundo recuerda con espanto de aflicción, cómo respondieron la Europa y la Italia a la patriótica apelación del más y liberal de los Soberanos de Roma. No queremos detenernos en la conmemoración de aquella lastimosa historia, y de las tribulaciones tan parecidas a remordimientos que debieron caer sobre aquella alma santamente cándida y generosa, cuando en lugar de una Italia regenerada, se encontró con una revolución asesina; cuando la sangre inmortal de Rossi, víctima del puñal fratricida, bañó con doloroso espanto su Sagrado Pie!

     Pero no extrañemos la inevitable consecuencia de que la revolución actual, hija de 1848, encontrándose, al ver la luz, con un Pontificado, del cual se reconocía sin derecho a demandar ni admitir protección ni acogida, le declarase esa sistemática guerra, con todo el rencor del remordimiento, que nos revela aquella profunda observación de Tácito: Proprium humani ingenii est odisse quem læseris.

     Desde ese momento, Roma se halló comprometida en el espantoso conflicto de la absorción con que la amenaza la hostilidad revolucionaria, y la proscripción y el destierro que contra su Pontífice fulmina, entre gozoso de la victoria e iracundo de la tardanza, el anti-papismo protestante. Aún pudiera llegar a tiempo de salvarla la patriótica e ilustrada de un liberalismo verdaderamente italiano, pero, sobre todo, sincera y completamente católico.

     �Oh! feliz y grande esta luz, y el que traiga esta luz! Mas éstos son misterios del porvenir, o más bien... el secreto de Dios.

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