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- XXVI -

Plan protestante.- �Qué importa Venecia? -Lo que importa es decapitar al catolicismo

     Esta solución dejaría una Italia en Europa.

     Pero �qué importa al liberalismo europeo que haya Italia? Lo que importa al protestantismo, sea liberal o monárquico, democrático o socialista, es que no haya Iglesia católica, esto es, Iglesia romana, ni en Italia, ni en el mundo, si tanto osaran y pudieran.

     Y ésta sería de seguro, aunque otra no se diera, la prueba de lo que valen, para la constitución europea y para la libertad del mundo, la existencia y la acción del Pontificado. No se lo preguntéis a los Italianos, sino a los contendientes en ese gran juego, del cual ellos son la puesta, y que quieren hacer a Roma la carta de triunfo decisiva de la última baza. Preguntádselo a quien para quedarse con el caudal de todos, no tiene otro obstáculo que esa autoridad vigilante, ni otro principio de cohesión refractario a su acción disolvente; que sólo encuentra la rigidez inflexible de su universal derecho opuesta a la norma contradictoria y acomodaticia de la particular conveniencia; y que no tiene rival más formidable que un Sumo Sacerdote, al título mismo sobre el cual otro invasor proselitismo aspira a fundar una especie de Pontificado seglar, o tal vez femenil; el Pontificado de la Biblia.

     Fiel a su divisa de dividir para reinar, el vínculo que se esfuerza a destruir, donde quiera que existe, es aquella unidad que él no puede representar.

     No le hace sombra ya la casa de Austria, ni la grande Armada, ni Richelieu, ni Luis XIV, ni la Convención, ni Bonaparte.

     Pero el Pontífice permanece aún en el Vaticano; y donde quiera que la ley de su espiritual supremacía pueda ser el vínculo moral para la formación o subsistencia de un grande Estado, allí será menester abrir un foso de disidencia; y allí acudirá Lutero, no con Mauricio de Sajonia, ni con el Landgrave de Hesse, ni con Gustavo Adolfo, sino con ochenta o cien navíos de ciento y treinta cañones �La Alemania, puede muy bien volver a ser en nuevas condiciones un Imperio poderoso? -Pues para hacerlo imposible, divídanse los Germanos del Elba y del Rhin y los ribereños del Danubio en irreconciliables creencias. Rivalidad entre Alemania y Prusia, que abra un abismo en que pueda hundirse la una, y mejor la primera que para eso es católica!

     Portugal y España, �pueden estrechar su natural hermandad, haciendo desaparecer sus ligerísimas diferencias y sus irracionales antipatías? -Pues hágase aparecer siempre a España fanática, sanguinaria, intolerante; y predíquese un día y otro en Portugal el protestantismo, con el celo de la desconfianza o del odio exagerado a Roma, y se creará entre los dos pueblos una frontera impenetrable a los caminos de hierro.

     �Amenaza la Francia de Napoleón III convertir en imagen demasiado parecida de un nuevo Imperio, una protección sobradamente eficaz y obligatoria? -El remedio es conocido; el antídoto, infalible y probado. Que la Italia al reconstituirse, arroje de su seno al Sumo Pontífice! Que la temida unidad italiana sea una comunión protestante o vergonzante o descarada; y la dominación del protectorado antipapal queda asegurada en las dos penínsulas.

     �Venecia!... �Qué importa Venecia?... Venecia no es Italia en aquella geografía donde Gibraltar no es España... Darle a Venecia sería desmembrar demasiadamente a un Estado amigo, a quien ya se ha dejado desangrar en Magenta y Solferino... Si el Papa estuviera allí, �oh! entonces ninguna duda ofreciera la apremiante necesidad de darle su puerto natural a la Lombardía. Pero, desgraciadamente para los Venecianos, el Papa está en Roma... en Venecia no manda más que el Emperador, a quien apenas obedecen los Bohemos, los Croatas y los Maghiares... En Roma está aquel poder misterioso que tanto se ridiculiza, pero que todo el mundo reverencia y acata, y que no tiene límites ni en los siglos!

     Todos los cónsules y almirantes se encuentran precedidos en todas las zonas y en todos los mares, por sus apóstoles y misioneros... Es menester que desaparezca la rival temida, para que el Pontificado de la Biblia en sajón tenga en todo el orbe colonias; en todas las costas, factorías; y en todos los Tronos europeos, miembros de una misma familia. Es necesario que la nueva Italia se apodere de Roma; que secularice el Santuario de Roma; que se convierta el palacio del audaz soberano, que no quiso absolver a Enrique VIII, en una corte donde pueda gobernar todavía, después de otros Rienzis y de otros Arnoldos de Brescia, algún descendiente de Mauricio de Sajonia o de Guillermo el Taciturno.

     De aquel árbol pomposo, que cobijó con su sombra a todo el orbe civilizado, y a pueblos ateridos y faltos de sol, han cortado las ramas que caían hacia sus tierras, a pretexto de que no dejaban pasar clara la luz del cielo. Es preciso ahora, que arranquen su tronco los mismos hijos del suelo en que ahondó sus raíces, aunque destilen sangre, como aquellos árboles del Dante en que se convierten en el Infierno los suicidas; aunque les sirvan después, como a los desesperados réprobos, para ahorcar en ellos sus propios cuerpos.

     Ocupar a Roma para lanzar de ella el Pontificado; ésta es, y nada más, para la revolución, -y sobre todo para el protestantismo,- toda la cuestión, todo el interés de la causa italiana. Se hacen harto engañosas ilusiones los que allí puedan creer que esas simpatías, esos votos, esos auxilios tan tardíamente llegados, son por su libertad, por su independencia, por su unidad, por su buena gobernación. Antes de su programa de ir a Roma, no los tuvieron. Que renuncien a esa pretensión, y no los tendrán. Una nacionalidad que resucitar, una libertad que proteger, una independencia que constituir, nada les importa a los que sólo se afanan y conspiran allí donde hay un Pontífice que derribar.

     Los que divinizan los héroes Italianos, no tendrán una protesta de esperanza, ni una gestión de simpatía para los mártires polacos. En Polonia no es enemigo el Papa.

     Los que no tienen bastantes homenajes y loores para el nuevo Rey de Italia, dejaron morir en la amarga orfandad de un destierro a su esforzado Padre, porque el desafortunado Carlos Alberto no podía ser enemigo del Papa. Los que hicieron perecer en un infame suplicio al mártir Caracciolo, prodigarán a Garibaldi auxilios de cooperación y dictados de gloria, porque la caída del Reino de Nápoles no es más que la circunvalación de Roma por las bandas que gritan ��Abajo el Papa!�

     Los que proclamarán como natural y hasta geográficamente necesario el unitarismo de la Península Italiana, enviarían sus escuadras, sus tesoros, su poder todo entero contra la unidad de la Península Ibérica, porque en España no está el Papa. Los que denuncian diariamente como un sacrílego atentado contra la civilización del siglo la administración de los Estados Romanos, no consentirán que se sospeche siquiera, y menos que se profundice, el ignominioso desgobierno de Constantinopla; porque el Gran Turco no es el Papa!...

     Tengan, pues, los fuertes el valor de sus odios: no hay necesidad de desmoralizar al mundo con la hipocresía de las inconsecuencias... Tener a Roma, ocupar a Roma será para los italianos la esperanza de un medio ineficaz de homogeneidad imposible; tal vez para muchos una nueva alucinación sobre la grandeza de una República o de un Imperio irrealizables. Para la revolución y el protestantismo, hacer de Roma la capital de Italia, sólo significa el medio de que el catolicismo no tenga cabeza. Que los italianos lleven su trono al Quirinal, les sería indiferente; tal vez les parecería ridículo. La grande hazaña, el grande interés, la grande esperanza es que sean ellos mismos los que con sus propias manos derriben el Vaticano.

     Pero no, no haya miedo: no lo harán, no lo podrán hacer... Se les vendrán encima al intentarlo, las catacumbas de cuatro siglos de mártires, y las bóvedas de dos mil años de templos!

     No es esto una figura; es un raciocinio y un sistema. Roma no es de Italia; es de Europa, del mundo católico: no de la Europa y del mundo actual, sino de la Europa y del mundo que ha creído en Cristo, y ha de creer por la duración de los tiempos. Roma no es de los Romanos del Tíber, como no es París de los Franceses del Sena. Roma es la metrópoli de la gran república que se llama la Iglesia. También se funda en una inmensa y perenne soberanía nacional: sólo que esta democracia incomparable, cuyo reino es la vida eterna, y cuya ciudadanía es la inmortalidad, cuenta siempre como presentes los votos de los muertos, y las aspiraciones y derechos de los que han de vivir.

     No hay en toda Europa foro bastante espacioso a contener los comicios de su tremendo plebiscito. Se necesitan aquellas graderías de cielos que vio en su nuevo maravilloso Apocalipsis, el gran poeta de los siglos Evangélicos. Allí estarán, no lo dudéis, el día del peligro de la ciudad Santa, las tribus y centurias DI QUELLA ROMA DOVE CRISTO E CIVE, y allí acudirán a vindicar su derecho ante esas microscópicas muchedumbres de un instante, todos los oradores y tribunos del cristianismo, con el formidable sufragio y la abrumadora mayoría de ochenta generaciones.



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- XXVII -

Sin Venecia no hay unidad italiana. Roma pontificia defensora del mundo católico: solución

     Sí; Roma es necesaria para Italia, como el Pontificado es necesario para el mundo. Pero aquella necesidad necesita explicación.

     No es Roma necesaria a Italia como capital; antes le sería funesta. Esle necesaria como cetro y como corazón del mundo católico, para hacer afluir allí la vida y el poder y la inteligencia del mundo actual y del venidero, como lo fue en el antiguo y en el moderno, y lo será siempre, mientras aliente y dure el nombre y el espíritu cristiano; es decir, hasta la consumación de los siglos.

     Por lo mismo que el cristianismo es la vida de la humanidad, -como que sin él, ni aun se concibe el hombre moral,- decíamos que el Pontificado, sin el cual tampoco se concibe ni explica el cristianismo, es necesario al mundo. Pero la voz infalible que ha asegurado existencia y vida a la Iglesia, no le ha fijado como condición de esta existencia, la perpetuidad en Roma.

     La Iglesia no vivirá sin Pontificado es decir, sin cabeza visible en el mundo, sin el centro universal de la autoridad, sin el criterio de la fe, sin el depósito de la doctrina, a quien están cometidas la definición y decisión, y asegurada la infalibilidad. Pedro es la piedra, y sobre esta piedra está fundada la Iglesia; a Pedro están dadas la facultad de atar y desatar sobre la tierra, y las llaves del Reino de los Cielos.

     �Admirable armonía de lo eterno con lo transitorio, que en la sucesión de los Representantes de Cristo, en quienes Pedro vive siempre, vincula lo inmutable de la institución, que no es humana, y la perpetuidad y el cumplimiento de la doctrina! En ella está visible la mano de Dios, y patente el sello de su sabiduría; así como acontece en los misterios de nuestra augusta Religión, que tan lejos se hallan de ser humanos, que ni aun fuera dado a los hombres imaginarlos por sí solos. Contemplándolos, se arroba el alma, viendo la inefable unidad de su conjunto, y el apoyo y demostración y coronamiento que entre sí se dan; como que todos y cada uno de ellos son la revelación de la Increada esencia del Amor y del Poder y de la misma Sabiduría.

     Fijo, pues, el mundo católico en lo que no le es dado dudar, en la perpetuidad de la Iglesia, descendiendo ahora a lo que es humano y contingente, a los medios de realización; �cuánto no importa a Europa, cuánto a Italia señaladamente, que ésta sea tal como la han trazado los siglos, adaptando a ella la historia, los progresos y hasta los errores mismos de la Humanidad?

     Viene en apoyo de esto la razón política, que ni puede dar a la Italia una cabeza que la haga zozobrar, ni una unidad fanática, que ponga en peligro la paz de la Europa; ni ha de dejar de tomar en cuenta el contrapeso que en ésta hace la autoridad de Roma y su Pontífice contra cualquiera de las Potencias heterodoxas que prepondere; y en especial con la que, aun de entre las católicas, se muestra más pujante e invasora, como arrastrada por su destino o por sus tradiciones.- Procedamos a explanar, aunque en breves rasgos, estas indicaciones.

     En la esfera de la razón de Estado, �quién no ve cuánto más esencial es a Italia independiente la posesión de la Reina del Adriático que la de Roma? Sin Venecia no hay independencia verdadera y completa italiana. Y esto, por más que la veáis destronada, a consecuencia del camino que ha tornado el comercio del mundo, y de largas ingratitudes e inmerecidos infortunios; pues que, como a Jesús, la han vendido, al precio de la paz de Europa, en Campo-Formio, y en otros posteriores mercados, los que con ósculo la halagaban, ya se llamasen Napoleón I, ya Carlos Alberto.

     Sí. Para ella no tornarán los hermosos días de poder y de dominación, en que a la par de nuestras naves, tronaban y vencían las suyas en Lepanto, y en que fue su poder marítimo valladar inquebrantable de Europa. Pero la patria de Manin, la amada de lord Byron, ventajosamente situada sobre el Adriático, y puerto natural de mucha y de la mejor parte de Italia, con ricas ciudades y fértiles provincias, es uno de los más ricos florones de la espléndida corona con que la ambición halaga a esa familia de Saboya, hoy más impetuosa que astuta, aunque este último distintivo comparta con el otro sus tradiciones, completando en cierta manera su blasón heráldico.

     Pero hemos hablado de esta corona de Italia. Para que sea una, quieren a Roma. �Como si Roma no pesara mucho, como cabeza, para esos pies, todavía monstruos, más numerosos que robustos, quienes tanto falta para estar unidos, y que tememos que nunca puedan alcanzar tal aplomo, que puedan aclamar como divisa el VIS BENE CONJUNCTIS.

     Tener por cabeza a Roma impondría además obligaciones a una potencia poderosa; a las cuales ni sabemos cómo faltar pudiera, ni cómo las consentirían ni sobrellevarían sus vecinos. Francia, o por mejor decir, el Emperador que hoy la rige y personifica, sorprendido y burlado por Cavour, que hizo abortar los planes de Villafranca, ve ya con celos esta ambición hidrópica de unidad, celos que aumentó la agregación de Nápoles y Sicilia, y que acaso tornara en incendio la unión incondicionada de Venecia y del Cuadrilátero. A ella dirige sus etapas el nuevo reino, que aunque perdiendo a Cavour ha perdido más de cien batallas, puede llegar a aquel término por otro camino que por la conquista, fuera de que sin conquista se fue a Nápoles, y salteó las Marcas.

     �Cuál es, pues, el interés de Italia y el interés del mundo, y sobre todo de Europa, en el arreglo de esta cuestión? No podemos menos de creer, ni vacilamos en afirmar que este interés es el de una CONCORDIA.

     Iniciada tal vez por la previsión política del Austria, o por la de Francia; comprendiendo ésta cuánto arriesga en faltar a sus tradiciones, creándose a sus puertas un nuevo y compacto y poderoso Estado, con grave peligro, andando el tiempo, -y quizá antes de mucho,- de que pueda pasar de amigo mimado, exigente, insaciable, a enemigo ensoberbecido y temible, esta concordia pudiera, y aun debiera, consistir en una federación. Suceda lo que suceda, nosotros creemos que Austria poco puede esperar ya en Italia, a donde está, por la santidad de los tratados, por el llamamiento de sus contrarios, o por el abandono, a lo menos; pero contra toda espontaneidad y filiación. En el seno de la Confederación Germánica, la amenaza con creciente empuje su rival natural la Prusia. Buscar debe, pues, en una cesión oportuna, en una compensación hábil y valiosa, los medios de precaverse, asegurarse o defenderse, en donde para ella está la vida, en Alemania. Allí no es sólo para ella cuestión de dominación, sino de existencia material y política.

     Dos razas, dos pueblos hay en Italia; dos coronas debiera haber, y aparte de las dos coronas, la Tiara; la santa autonomía del Pontificado, con su territorio independiente, rodeado y defendido por ambos reinos. Una Confederación, pues. Formar los tres una trinidad latina, con su Primado italiano.

     La idea no es nueva, ni nuestra. Apuntó en los albores del glorioso y festejado advenimiento de Pío IX; quísose en Villafranca; pero las tempestades que soltó el Eolo francés, no volvieron a recogerse a sus antros cuando a ello las requirió el mandato imperial. Sueltas andan por el mundo, turbando tierras y mares; y no habrá paz ni sosiego hasta que sea dado encadenarlas de nuevo. �Qué gloria y alabanza merecerá en su día, ante su Patria y ante la Historia, quien osó abrirles las puertas, y no quiere o no puede cerrárselas con mano fuerte, haciendo por la paz del mundo, y sobre todo, por la seguridad de Francia, cuanto debe, ya que antes hizo lo que, bien o mal, le pareció que de él reclamaban su nombre y el sello providencial de su dinastía?

     Pero decíamos que la federación italiana, que satisfaciendo los derechos y los intereses de Italia, daría garantías a Europa, asegurando a Francia, era necesaria también bajo otro punto de vista. Ella, en efecto, tendría por base la continuación del centro de la unidad católica en Roma, cabeza del mundo católico, y aun por ello, del mundo civilizado.

     Sería, en efecto, el centro de la unidad, que debe tomar la Europa celto-latina católica. Esta unidad poderosa, es antemural robusto contra dos embestidas: la de las razas eslavas que amenazan desbordarse bajo la enseña del autócrata cismático; o bien, contra la liga protestante, cuya cabeza está en Londres, y cuyo brazo pueda ser acaso la casa de Hohenzollern al frente de la Prusia, si prepondera un día en Alemania.

     Esto, respecto a los peligros del enemigo. Hailo también, por decirlo así, dentro de casa, aun entre los pueblos católicos, y señaladamente en el que lleva el nombre de cristianísimo; que ya está visto en todos tiempos, que la política y los intereses se sobreponen alguna vez, y aun de continuo, en el ánimo del poderoso, y más cuando por su instinto y tradiciones, se halla en la pendiente de ser invasor.

     Aludimos a Francia. A vista de todos, y en la conciencia del mundo están sus medros, su robustez, su poderío, su ciencia, su riqueza, su fuerza militar, su grande espíritu de iniciativa, su carácter acometedor y aventurero, que sólo templa el cálculo del interés en que es tan hábil, y en cuyo cálculo, por fortuna de Europa, entran allí todos, el gobierno, la Nación y los individuos.

     Pero �ha bastado esto antes? �Bastará siempre? No, a la verdad; si no se le busca otro influjo prepotente; el freno de la autoridad religiosa, puesta enfrente, de ese gobierno, y a nombre de la cual se levanta y obra el sentimiento religioso arraigado en sus entrañas.

     �Queréis medir la fuerza de este sentimiento? Pues contadlo en el escrutinio de los votos que formaron el Imperio, y en las fuerzas y en el espíritu público que ahogaron la reciente segunda época republicana. Preguntad además �quién ha hecho retroceder en sus planes a ese mismo Emperador? �Quién le ha hecho, en parte, borrar su obra al mismo tiempo que la escribía, y a hacer de ella una segunda edición corregida y no aumentada?

     Es el espíritu católico, que se sienta a su lado en el trono, encarnado en su augusta compañera, altiva española de la sangre de Guzmán; el que resuena en la cátedra evangélica en la voz de los Lacordaire, de Ravignan, Félix, y tantos otros preclaros oradores; el que mueve la pluma de sus grandes escritores católicos contemporáneos, como de Bonald, Dupanloup, Nicolás, Ozanam, Montalambert y otros ciento; y finalmente, el que va delante de sus mismos ejércitos, y sobre todo en pos de la Cruz de sus insignes Prelados, y en las falanges de un clero sabio y virtuoso.

     �Qué intervención, qué contrapeso opondríais para la paz del mundo, si esto quitarais de aquel suelo, volcánico y movedizo de suyo, y que además siente hoy rugir en su seno el rumor mal comprimido de los volcanes de 1848, apenas apagados y amenazando siempre con repetir sus erupciones? �No sabe el mundo ya por experiencia que nada es más temible para su sosiego, que los ensueños de gloria, que en la Nación vecina suelen confundirse con el delirio, y rayar en el frenesí?

     Lo dicho basta para justificar nuestras indicaciones. Asunto es éste tan importante, que si el tiempo, y sobre todo la salud, vagar nos dieren, nos proponemos hacerlo tema de otro estudio especial, que nos ha parecido anunciar aquí.



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- XXVIII -

Aspiraciones.- Posibilidades. Lo permanente.- Lo necesario.- Lo accidental.- Lo transitorio.- Lo italiano. Lo revolucionario.- Lo católico religioso.- Lo católico político.- Roma en estas condiciones

     Si de las consideraciones que preceden, hemos venido tan rápidamente a denunciar como imposible la destrucción del Pontificado romano, es porque con trazar nada más los leves lineamientos de su historia y de su influencia, no solo le hallamos santo y legítimo, sino que, -y esto es de mayor importancia todavía para la cuestión que se ventila,- hemos de reconocerle como un hecho necesario.

     Necesario para la Religión; necesario para la política; necesario para la existencia civil; necesario para la organización social; necesario para la paz de Europa; necesario para la independencia de Italia; necesario, en fin, para la libertad, para el progreso, para la tranquilidad, para el concierto y para la paz del mundo. Así le ha fundado Dios, y así le ha hecho la Historia. Así le han consagrado los siglos, así le ha recibido en legado y depósito la Europa, y así le tiene que conservar y transmitir a la cristiandad toda entera.

     El Pontificado es necesario como institución social europea, porque ha entrado por la acción de diecinueve siglos en el organismo interior, en la vida íntima, en el estado personal, en el derecho doméstico, en la manera de ser de la gran asociación cristiana.

     Es necesario el Pontificado, porque ha penetrado como esencial elemento en el derecho público, en las instituciones políticas, en las leyes civiles, en las relaciones internacionales de todos los pueblos católicos.

     El Pontificado es necesario, no tan sólo para regir la Iglesia, para definir el dogma, propagar la doctrina y conservar la tradición apostólica; sino para esa misma división esencial entre el poder espiritual y temporal, en cuyo nombre se le ataca, y que sin embargo no existe -nótese esto bien- sino en los Estados católicos, ni puede existir sin la institución del Pontificado.

     Es necesario el Pontificado de Roma, para que los Soberanos de las demás naciones no sean al mismo tiempo Pontífices; para que los depositarios del poder civil no se arroguen el señorío de las conciencias.

     Es necesario el Pontífice, como poder moderador en la política cristiana; para que los Reyes no se divinicen; para que no aspiren al rango de deidades, como hicieron siempre en el paganismo; para que haya en la tierra una potestad visible, a la cual tengan que reverenciar; para que haya un Sacerdote, a cuyas plantas tengan que rendir público homenaje de la igualdad de todos los hombres ante la ley de Dios. Y es necesario que este Sacerdote sea Rey, hasta para que lo hagan sin mengua; para que, súbdito ajeno, no sea su acatamiento un vasallaje, y súbdito propio, una farsa hipócrita.

     Es necesario el Pontificado, tal como está en Roma, bastante grande para ser independiente; bastante majestuoso, para representar dignamente el culto de la más notable porción del género humano, bastante débil y limitado, para estar libre, hasta de la sospecha de ejercer dominación temporal sobre los otros Príncipes y Estados.

     Es necesario, en fin, por su organización perfectísima, que satisface y sobrepuja todas las necesidades, todas las teorías y todas las aspiraciones políticas. Sucesión electiva, por una votación la más libre, la más escrupulosa y más afianzada que reconoce la Historia. Hereditaria, por la creación de cardenales, que constituyen una familia de Príncipes elegibles, habida de la manera única que los Pontífices pueden procrearla.

     Monarquía, en la indisputada supremacía de la potestad, y en la dirección unitaria de los negocios.- Gobierno representativo, por la inmutabilidad del derecho, por la autoridad e intervención de los Concilios, por la forma de las deliberaciones y la distribución de las jerarquías.- Democracia, por la capacidad reconocida a las condiciones más humildes, de ascender a las más excelsas eminencias.- Institución política, como Imperio.- Teocrática, como sacerdocio. Constitución maravillosa, de la cual si hubieran hablado a Platón y a Aristóteles, como existente en alguna región de la tierra, -�llevadnos allá, hubieran exclamado atónitos aquellos sapientísimos filósofos; -llevadnos allá, para que nos prosternemos en adoración ante esa autoridad portentosa y divina: porque esa institución que nos decís, es una revelación del cielo mismo; como que todo el poder de la inteligencia y de la sabiduría humana no hubiera sido capaz de inventarla ni de establecerla...�

     Verdad es también que si Aristóteles y Platón hubieran vivido en la Roma de los Pontífices, el uno se hubiera llamado Santo Tomás, y el otro San Buenaventura. Bien que entonces, en la imparcialidad de nuestros pretendidos liberales, la filosofía y la política de aquellos grandes genios no habrían sido contadas en la historia del espíritu humano, hasta que hubieran venido a disipar de repente las tinieblas de la ignorancia, y a enseñar a pensar a los hombres Descartes o Bacon, Hugo Grocio, o J. J. Rousseau!...

     �Y es esa institución, y las condiciones materiales y necesarias de su existencia, lo que quieren destruir los Italianos? �Se creen con el derecho de anular, por su propia voluntad y peculiar conveniencia, lo que es de altísimo interés moral en la organización de la Europa entera? �Se creen autorizados para hacer su constitución particular de hoy, incompatible y contradictoria con la secular constitución religiosa de doscientos millones de almas, a la que ellos mismos tan principalmente han cooperado? �Se creen bastante poderosos y autorizados para establecer el protestantismo universal, y para hacer prevalecer en un nuevo derecho público europeo, que así como la Europa no puede reconocer un solo Emperador, el catolicismo haya de dividirse en iglesias, no subordinadas a un Sumo Sacerdote?

     �Quién les ha permitido creer que esa enorme pretensión es de la competencia de las Cámaras italianas, ni de los habitantes de Roma? �Quién ha podido pensar que una ciudad, que por espacio de tantos siglos ha sido cabeza del mundo de la ley, y por tantos otros, Metrópoli del mundo religioso, está en las condiciones ordinarias de un reino que se legisla y constituye? Aun los que crean que esta cuestión es del dominio de los hombres, �no tendrán que reconocer la legitimidad del derecho, la universal competencia en ella de los fieles cristianos?

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