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La estética de la mirada: Gabriel Miró y el esteticismo

Isabel Clúa Ginés





Es un tópico empezar un artículo sobre Gabriel Miró lamentando la imagen de escritor aislado, localista y de cualidades meramente formales que durante mucho tiempo se ha proyectado. Es un tópico que enlaza directamente con otro tópico aún más conocido: el lamento por el predominio de unos estudios de la literatura finisecular basados en la atomización, el exceso de secciones y la visión limitada a la tradición nacional. Y es que en un panorama divido entre modernistas y noventayochistas, un escritor como Miró (al que se ha incluido dentro del Novecentismo por ser el único sitio donde no molestaba demasiado) no tiene cabida. No obstante, quienes se han aproximado a Miró asumiendo el fin de siglo como un momento de renovación general de la cultura y las artes, sin limitarse a las comparaciones dentro de la tradición nacional, han mostrado ya que ese primer tópico que mencionaba se limita a ser eso mismo, un tópico sin ninguna solidez: es Miró, muy al contrario, un escritor cosmopolita, de amplia cultura, que sabe utilizar de forma magistral fuentes y textos de naturaleza variada y distinta procedencia para componer sus propios textos1. Zola o D'Annunzio, Turró o Binet, los clásicos áureos o los nuevos poetas simbolistas, Miró es capaz de hilvanar en perfecta armonía los materiales más dispares, y particularmente, los materiales dispares del fin de siglo: huellas naturalistas, decadentistas, simbolistas, etc. se pueden encontrar a lo largo de su producción.

Precisamente, el objetivo de estas páginas no es otro que mostrar la importancia de uno de esos hilos finiseculares en la teoría estética mironiana, formulada en el extraño y hermoso texto Sigüenza y el mirador azul2. Desde su primera publicación en 1982 la crítica ha coincidido en considerar el texto como la clave de la teoría estética mironiana y es, en efecto, un texto de teoría literaria brillante y excepcional: disfrazado de cuento, de anécdota infantil, la pieza es un inteligentísimo mosaico de referentes estéticos previos, entre los que destaca la reelaboración de las doctrinas esteticistas. Mi aproximación a este texto tiene un objetivo doble: mostrar la capacidad de reelaboración de los conceptos axiales del esteticismo en Sigüenza y el mirador azul y también plantear tanto algunos intertextos fundamentales de la teoría estética mironiana.

Sigüenza y el mirador azul se podría definir como una delicada evocación de la mirada de la infancia; se trata de una definición muy poco explicativa, pero no puede ser de otro modo teniendo en cuenta que nos encontramos frente a un texto extraño, refractario a la categoría y que presenta algunas particularidades muy notorias. En primer lugar es, quizás, el único texto mironiano en el que se hace evidente un propósito claramente teórico, en cuanto que se expresa con contundencia una teoría de la novela, y se desvelan otros puntos esenciales como la concepción del hacer literario, el estatuto del arte, etc. La claridad de esas explicaciones está indisolublemente vinculada a la coyuntura de la composición del texto, escrito como respuesta a la sangrienta reseña de El obispo leproso que Ortega y Gasset publicó en enero de 1927.

En segundo lugar, la tardía fecha de composición -poco después de publicar su obra cumbre y unos tres años antes de morir- dota al texto de una gran madurez y profundidad, que permite leerlo como testimonio final de toda una trayectoria literaria. De hecho, muchas de las ideas fundamentales que se entretejen en la pieza aparecen casi literalmente, en documentos anteriores, algunos muy próximos en el tiempo -como la única conferencia pronunciada por Miró, titulada Lo viejo y lo santo en manos de ahora, pronunciada en el Ateneo Obrero de Gijón en 1925- y en otros, sorprendentemente tempranos y de tipología muy diversa.

La tipología, la textualidad misma es, finalmente, otro aspecto relevante. Sigüenza y el mirador azul es un texto marcado por la interposición de ese doble que es Sigüenza y por la resistencia a encajar en cualquier categoría genérica, situándose en el punto en que lo literario y lo meta-literario se abrazan e invalidan cualquier división taxativa. Existe aún otro detalle importante: Sigüenza y el mirador azul es un texto múltiple; E. L. King edita tres versiones que evidencian el carácter provisional de la respuesta a Ortega y cuya comparación muestra los distintos matices implicados en la formación de la teoría estética mironiana.

Diferencias al margen -por el momento-, la anécdota central del mirador azul constituye el núcleo común de los textos3. Las versiones A y B narran una anécdota de la niñez de Sigüenza: el cambio de casa y la espera ansiosa por descubrir la particularidad de ese nuevo hogar, a saber, la existencia de un mirador azul «como no habría otro en la ciudad»4. La llegada a la casa y el encuentro con el mirador, no obstante, es totalmente deceptiva puesto que desde él no se ve nada, o mejor dicho: «Nada podía ver por el cristal de color ajeno. La claridad teñida del aposento seguía perteneciendo a los que ni siquiera estaban allí» (SMA, 103). El empeño de Sigüenza de despojar al mirador del añil que se apega a sus cristales, de desnudarlo del color impuesto por otros ojos y ganar así la visión propia y personal de aquello que se contempla desde el mirador cierra la anécdota central.

Resulta muy significativo que la vivencia por antonomasia de la infancia de Sigüenza mantenga una relación directa con la cuestión de la mirada y, en concreto, con la subjetividad y la individualidad de tal mirada. Más significativo aún resulta que la articulación de una teoría estética se alce sobre esa tríada de elementos -mirada, subjetividad e infancia-, que habían sido centrales en las teorías estéticas finiseculares. Hay que recordar que el esteticismo finisecular, desde sus formulaciones más tempranas, consagran al niño como ideal del artista precisamente porque el niño es capaz de preservar una mirada original sobre el mundo que le rodea. Estas formulaciones son planteadas en algunos de los textos cruciales de la modernidad, como es el caso de El pintor de la vida moderna de Baudelaire, en el que leemos:

Or la convalescence est comme un retour vers l'enfance. Le convalescent jouit au plus haut degré, comme l'enfant, de la faculté de s'intéresser vivement aux choses, même les plus triviales en apparence. [...] L'enfant voit tout en nouveauté; il est toujours ivre. [...] le génie n'est que l'enfance retrouvée à volonté, l'enfance douée maintenant, pour s'exprimer, d'organes virils et de l'esprit analytique qui lui permet d'ordonner la somme de matériaux involontairement amassée. C'est à cette curiosité profonde et joyeuse qu'il faut attribuer l'oeil fixe et animalement extatique des enfants devant le nouveau, quel qu'il soit, visage ou paysage, lumière, dorure, couleurs, étoffes chatoyantes, enchantement de la beauté embellie par la toilette.


(Curiosités esthétiques. Le peintre de la vie moderne: III. L'artiste, homme du monde, homme des foules et enfant5)                


La misma idea de la infancia como lugar en el que la mirada es auténticamente genuina, incorrupta por los hábitos y las convenciones y capaz, por ello, de «iluminar» el mundo es enfatizada por otra de las más influyentes voces de la época, John Ruskin:

And the whole difference between a man of genius and other men, it has been said a thousand times, and most truly, is that the first remains in great part a child, seeing with the large eyes of children, in perpetual wonder, not conscious of much knowledge, -conscious, rather, of infinite ignorance, and yet infinite power; a fountain of eternal admiration, delight, and creative force within him, meeting the ocean of visible and governable things around him.


(The Stones of Venice6)                


The whole technical power of painting depends on our recovery of what may be called the innocence of the eye, that is to say, of a sort of childish perception of these flat stains of colour, merely as such, without consciousness of what they signify, -as a blind man would see them if suddenly gifted with sight.


(The Elements of Drawing7)                


Precisamente, esa necesidad de mantener la mirada del niño, su capacidad de maravilla, su capacidad de ver lo que otros no ven y de preservar esa pureza de la propia mirada es lo que defenderá el Sigüenza niño en el texto. Así pues, tras el desencanto que supone encontrar el mirador azul, el niño empieza a librar su particular batalla infantil contra los ojos ajenos que han impregnado los cristales de un color que no es el propio:

Habló con su padre y con su madre; y alcanzó su voluntad. Nuño desarticuló los cristales. Y en una terraza, él y Sigüenza los descortezaron de su tinte hasta dejarlos en atmósfera diáfana. Le pareció que sus dedos de cinco años acababan de hacer la luz. Y vio que la luz era buena, y siguió creando. [...] El mirador sin piel azul le devolvía su universo como un horizonte de aguas moradas y de aguas celestes y encandecidas de sol y de luna.


(SMA, 103)                


La versión B modifica muy significativamente el momento de la primera mirada a través de los cristales despojados del azul, acentuando la individualidad de la visión como núcleo de todo el conflicto: «El mirador, sin cortezas azules le presentaba de nuevo el mundo con su horizonte de aguas moradas y aguas celestes. Había recuperado sus ojos y con su óptica el recuerdo del panorama de la otra casa» (SMA, 113).

Los textos establecen un paralelismo muy marcado entre la visión primera de Sigüenza través del mirador y la actividad creadora de Dios, tal y como es narrada en el Génesis. La visión depurada gracias al trabajo de eliminar el tinte de los cristales evoca a Sigüenza la creación de la luz: «Le pareció que sus dedos de cinco años acababan de hacer la luz. Y vio que la luz era buena: y siguió creando. Lo que creó, ya estaba; pero ahora estuvo para él con toda la gracia intacta de la nueva casa» (SMA, 103). Y el texto prosigue, vinculando la plenitud del Dios creador y del Sigüenza niño con la actividad del artista, en particular, del novelista: «Después de hacerla, vio Dios que era buena; y siguió creando. El autor del génesis le aplica a Dios la emoción del novelista, del novelista que no sabe enteramente su obra mientras la van cuajando sus dedos» (SMA, 103).

Es muy curioso observar cómo los textos parten de una referencia tópica y muy genérica, la del poeta-demiurgo, y llegan a una definición de obra literaria que está, a mi juicio, muy anclada a la época y a los distintos regímenes escópicos que pugnan por imponerse en la actividad estética finisecular. De hecho, es esta una idea que se detecta en varias ocasiones en los escritos de Miró y que permite atender al paso de las referencias tópicas a las teorías expresivas a una formulación mucho más elaborada y personal. Así, por ejemplo, la idea del poeta-demiurgo aparece muy tempranamente, y en 1901 -el mismo año en que publica su primera novela, La mujer de Ojeda- escribe:

Soy yo de los que creen que el arte no se define, como todo sentimiento, como el cariño, la pasión... Todo esto es subjetivo y grandioso; y la manifestación de lo grande, de lo sublime, no puede acoplarse, no cabe en los estrechos moldes de una definición; no comprendo el águila enjaulada, sino libre y remontándose más allá de los altos picos de las montañas [...].

Háse dicho que el arte es conjunto de reglas para hacer bien una cosa. Aplicando esta definición a la música, se podría decir que conociendo el valor de las notas, la composición, etc., etc., se puede llegar a ser un músico, ¡error!, sin inspiración, ni sentimiento artístico, ni Wagner hubiera escrito La muerte de Isolda, ni Verdi su Aida, ni Gounoud su Faust por millares de reglas que hubieran poseído8.


Me parece importante observar la larga duración de algunas ideas, como la que me ocupa, y a la vez, poner énfasis en las diferencias que, a mi juicio, atañen, sobre todo, al carácter más o menos personal del tratamiento de esas ideas. El texto de 1901, en los albores de la carrera literaria de Miró, muestra una vehemencia que se expresa mediante una retórica poco individualizada y que acude al mecanismo más simple, es decir, al ejemplo, para validar su tesis. Por otra parte, los ejemplos aducidos y especialmente el de Wagner, son muy sintomáticos y deben encuadrarse de pleno en el clima finisecular, en el que la consideración de la música como la más noble expresión del arte -precisamente, por su resistencia a caer en el tan temido utilitarismo o didactismo- es una idea recurrente.

El tono vehemente y el recurso a lugares comunes de las teorías literarias expresivas se puede reseguir en otros textos. Pienso, por ejemplo, en el discurso pronunciado por Gabriel Miró durante la Velada Literaria en el Ateneo Científico y Literario en homenaje a Salvador Rueda, que se recoge con el título «Ofrenda» en el Diario de Alicante, con fecha 21 de mayo de 1908. El discurso aborda otra cuestión candente de la teoría literaria, a saber la condición del artista, que Miró resuelve en un tono grandilocuente afirmando el carácter semidivino del Poeta, que «ha sido traspasado por la Divinidad y padece la absorción de ella». Ramos, que documenta el texto, comenta muy acertadamente la conexión del discurso con la tradición platónica y con sus derivaciones en las poéticas románticas y simbolistas.

En Sigüenza y el mirador azul el salto cualitativo respecto a esas primeras formulaciones es muy notable y se abandona la retórica generalista para centrarse en un debate mucho más complejo y completamente anclado en el fin de siglo:

Así le quedó a Sigüenza el concepto inicial de la novela y de toda obra estética: el de no ser casi ciencia, el de no proceder a mansalva con métodos y procedimientos de pre-visión, sino el de ver poco a poco, por la virtud de la forma, lo único quizás que quedaba del perfecto reflujo de Heráclito -según dicen- la forma que prorrumpa cada vez recién nacida renovando creadoramente todas las realidades [...].


(SMA, 104)                


La negación de la similitud entre novela y ciencia, por un lado, y el rechazo del «método» y los procedimientos de «pre-visión» remiten claramente a los proyectos de mimetismo transparente contagiados de positivismo que emergen en un momento dado de la modernidad estética. Me refiero, claro está, al naturalismo, cuyas directrices al respecto no pueden ser más claras:

Eh bien! En revenant au roman, nous voyons également que le romancier est fait d'un observateur et d'un expérimentateur. L'observateur chez lui donne les faits tels qu'il les a observés, pose le point de départ, établit le terrain solide sur le quel vont marcher les personnages et se développer les phénomènes. Puis, l'expérimentateur paraît et institue l'expérience, je veux dire fait mouvoir les personnages dans une histoire particulière, pour y montrer que la succession des faits y sera telle que l'exige le déterminisme des phénomènes mis à l'étude. C'est presque toujours ici une expérience «pour voir», comme l'appelle9.


Frente al programa de observación y experimentación -creo que la palabra que utiliza Miró, «pre-visión», coincide perfectamente con la definición de experimentación que da Zola en estas líneas- Miró lanza una mirada muy irónica y se centra en otras cualidades necesarias para la creación artística, pues evidentemente el ideal de una mirada inocente y siempre nueva choca de plano con esa idea de control y previsión postulada por el naturalismo. Así, el texto rechaza la idea de la creación literaria como una actividad metódica y reglada, como el simple seguimiento de ciertas recetas o instrucciones de manual10. Y hay que ver en esa actitud una voluntad de dotar a la literatura y al arte de una trascendencia que se pierde al reducirlo a una actividad mecánica, como el texto señala: «Si la novela fuese casi ciencia sería más fácil de escribir, estaría más al alcance de las gentes que no siéndolo. Siendo casi ciencia dependería casi únicamente del talento, y a estas horas ya talento tiene todo el mundo» (SMA, 111).

Que en el anecdotario del recuerdo Sigüenza rechace el tinte azul dejado por otros habitantes de la casa y que en la verbalización del proyecto estético se descarte el método y la previsión, implica la aceptación de un mismo núcleo ideológico: la negación de una mirada objetiva y normativa, o lo que es lo mismo, el rechazo de la mirada del otro y búsqueda de la propia como principio fundamental de la estética11. El discurso que aparta la ciencia del arte debe entenderse como negación de un modelo de mirada, el científico, que se basa en unos valores -la objetividad, el raciocinio, la ley- que nada tienen que ver con los valores propios del arte. Como ya apuntaba, entre otros, Emilia Pardo Bazán al afirmar que la obra artística no se ajusta en absoluto al método del observador científico12.

En cualquier caso, el texto mironiano no solo niega la legitimidad de la ciencia para intervenir en el arte, sino que lleva esa crítica incluso más allá. No se trata de que la ciencia sea un dominio distinto al arte y que no tenga derecho a intervenir en él, es que se cuestiona la propia objetividad y verdad de la ciencia al hablar de la intuición como un valor común a ambas actividades. La defensa de los valores artísticos y la reivindicación del estatuto del arte como un ámbito tan verdadero como la ciencia es un lugar común de las argumentaciones del esteticismo, tal y como se ve en las observaciones de Ruskin:

Science deals exclusively with things as they are in themselves; and art exclusively with things as they affect the human sense and human soul. Her work is to portray the appearances of things, and to deepen the natural impressions which they produce upon living creatures. The work of science is to substitute facts for appearances, and demonstrations for impressions. Both, observe, are equally concerned with truth; the one with the truth of aspect, the other with the truth of essence. Art does not represent things falsely, but truly as they appear to mankind.


(The Stones of Venice, Ruskin 1987: 47-49)                


Imitation can only be something material, but truth has reference to statements both of the qualities of material things, and of emotions, impressions, and thoughts. There is a moral as well as material truth, -a truth of impression as well as of form-, of thought as well as of matter; and the truth of impression and thought is a thousand times the more important of the two.


(Modern Painters I, Ruskin 1987: 11)                


Me parece interesante llamar la atención sobre el fragmento de Ruskin puesto que establece un juego doble entre objetivo y subjetivo, esencia y apariencia que separa netamente los ámbitos del arte y la ciencia, a la vez que les otorga un mismo estatuto en cuanto a conocimiento válido. El discurso mironiano se inscribe en esta línea, pero debe notarse cómo la lleva mucho más allá, pues lo que se pone en duda no es ya el valor del arte como forma de conocimiento sino el de la ciencia, cuya objetividad es contemplada con reservas. Miró parece darse cuenta de que la subjetividad de la mirada es una posición de conocimiento insalvable, a la que ni la propia ciencia escapa.

Si el transitado tema de las relaciones entre el arte y la ciencia se desliza, primero, por el rechazo del método, posteriormente, la reflexión ataca otro de los puntos fundamentales de la mentalidad positiva: el utilitarismo. Así, la versión B del texto prosigue con una reflexión sobre el proceso de creación: si la tabla de logaritmos no es de ayuda, ¿cuál es la ayuda? La respuesta remite a la cuasi-mística de los primeros textos, despojada ahora del imaginario y la retórica postromántica que la rodean en esas formulaciones primerizas:

No tengo más remedio que aludir a un oscuro y recóndito proceso del hombre, nada más suyo, desposeído de todo sostén; él, en la soledad y oscuridad de sí mismo, y allí nace el día bueno, también de sí mismo, sin que le sirva la conducta ajena para el hallazgo, aunque se valga para el itinerario de la búsqueda de su memoria. La técnica es la que movida del deseo se trae las claridades que no llegan sino un poco más allá de sus primeros términos; y es la pasión de ver y encarnar poseídamente lo que es un bien mostrenco o lo que no existe en ningún recinto del mundo lo que le mueve.


(SMA, 111)                


La clave de la labor artística se asocia a un momento de epifanía, inexplicable, que se apareja a la conciencia de uno mismo y, sobre todo, a la pasión de ver, una pasión que se reconoce de entrada, deceptiva, puesto que no alcanza a iluminar más que un ámbito poco mayor que el que ya se veía. Visto así, la labor artística puede parecer un mero solipsismo, una actividad estéril y vacía; las palabras de Miró en el texto de su conferencia Lo viejo y lo santo en manos de ahora aclaran, no obstante, las implicaciones de esa voluntad de ver.

Fortaleza de ingenuidad. Ella nos salva. El ingenuismo puede ser el origen y la legitimación en nosotros, en nuestra sangre, a través del tiempo y resistiendo el tiempo de muchos asuntos artísticos. Limpidez y persistencia del deseo, sin prisa de trocarse en propósito concreto; sin sospecha de que llegue a cumplirse [...]13.


El origen y legitimación del arte radican en algo tan frágil y tan indefinido como la gratuidad que rige esa voluntad de ver y que se asocia, muy claramente a una forma de habitar el mundo que no es otra que la de la infancia. La ingenuidad que debe estar presente en la obra de arte es una simulación de la mirada infantil, y el texto es especialmente preciso en este aspecto, recalcando el valor de la simulación y de la simultaneidad de dos visiones:

Ingenuidad no es primitivismo como procedimiento y fórmula de arte. No es modelar lo infantil, lo remoto imitándonos a nosotros mismos con balbuceo idiomático y mental. Eso, de ser arte, lo sería de niños, de ellos; pero, tampoco para ellos, que abra su curiosidad, no a costa de ellos, sino de nosotros, evocador y por tanto, desde nosotros y no desde entonces. Hay en los juegos de los niños -en su estética- un ímpetu y goce de ilusión, de alucinación, pero con desdoblamiento de sí mismos. Los niños que juegan a ladrones, a héroes, a caballos, se sienten facinerosos, conquistadores y cabalgaduras, sin perderse, en lo recóndito, a sí mismos. Si no fuese así, no jugarían; porque ¿para qué?14


Como en la tradición esteticista precedente, la capacidad de extrañamiento propia de la infancia ejerce de ideal de la actitud y la labor del artista. Así como la mirada del niño quiebra los parámetros de conocimiento racionales, ese desdoblamiento, que el artista también padece al recuperar su mirada antigua, multiplica su punto de vista y -como insistía la tradición anterior- lo aleja del anquilosamiento de la mirada propiciado por el hábito. El ingenuismo acaba remitiendo, pues, a esa voluntad de ver, individualizada y gratuita:

...Yo decía ingenuidad como virtud originaria del deseo de evocar, de la avidez del horizonte. Ingenuidad casi en su concepto romano. Ingenuo: el que ha nacido libre. Libre ha de engendrarse y nacer este deseo de ver, de recordar, de labrar lo que se nos quedó de criaturas pequeñas. Libre, exento de toda intención que no fuese la de ver aquello límpidamente desde nosotros15.


Sin más intención que el detenimiento en la propia visión de mundo, el arte se configura, como una actividad desvinculada de cualquier utilidad práctica o pretensión moral. Esta idea es repetida, bajo idéntica forma, en varias ocasiones por Miró y aparece, cómo no, en Sigüenza y el mirador azul (versión B):

¿Qué se propuso usted al escribir este libro? le dijo un carmelita a un escritor. -¿Yo? ¡Nada!- ¡Qué cuenta ha de dar usted a Dios! Los que se proponen algo, los que infieren el para qué del libro son los que no lo han escrito. Por eso el filósofo, el orador, el sabio, los que fundan la gnosis en un bien, en una aplicación, en una conducta son los que tienen familia apostólica, discípulos que le crean y le sigan. El artista no puede tener escuela sin producir un daño.


(SMA, 111)                


Pero como en el caso de otros conceptos ya comentados, es una idea de larga duración que aparece ya en 1906, en una carta dirigida a Andrés González Blanco, en la que leemos: «Al empezar un libro no me propongo nada. Quiero expresar ideales. Tendencias no las tengo ni las inicio por antiartísticas»16. La afirmación puede leerse -incluso me atrevería a decir que debe leerse- junto a las formulaciones wildeanas sobre la gratuidad del arte que aparecen en el prólogo a The Portrait of Dorian Gray, donde leemos afirmaciones como: «Ningún artista desea probar nada» o «Ningún artista tiene tendencias éticas. Una tendencia ética en un artista es un imperdonable manierismo de estilo», casi tan célebres como la famosa y tempranísima frase de Gautier en el prólogo de Mademoiselle de Maupin: «No hay nada verdaderamente bello que pueda servir para algo» o «El arte no expresa nada más que a sí mismo», uno de los más famosos aforismos de Wilde. De hecho, la disquisición de Gautier, como el trabajo de Wilde vuelven una y otra vez sobre tales ideas, siempre ubicadas en la constelación de la defensa de la autonomía del arte y su carácter trascendente. Tal y como lo plantea Wilde, el arte no sólo es gratuito sino que nunca puede ser representativo de nada, de ningún pueblo o ninguna época, puesto que su ámbito de actuación, si es que lo hay, es íntimo y privado: «El objetivo del arte es, sencillamente, crear un estado de ánimo» y a ese ámbito íntimo remite Miró en su texto17. Si bien a Gautier y Wilde se les ha acusado de mantener una impostura extrema, y de afrontar con cierta frivolidad cuestiones de tan profundo calado, lo cierto es que sus afirmaciones deben contemplarse -así lo entiendo- como una formulación desdramatizada de ideas defendidas vehementemente por otros autores. Basta leer a Ruskin:

The whole function of the artist in the world is to be a seeing and feeling creature: to be an instrument of such tenderness and sensitiveness, that no shadow, no hue, no line, no instantaneous and evanescent expression of the visible things around him, nor any of the emotions which they are capable of conveying to the spirit which has been given him, shall either be left unrecorded, or fade from the book of record. It is not his business either to think, to judge, to argue, to know. His place is neither in the closet, nor on the bench, nor at the bar, nor in the library. They are for other men, and other work. He may think, in a by-way: reason, now and then, when he has nothing better to do; know, such fragments of knowledge as he can gather without stooping, or reach without pains; but none of this things are to be his care, The work of his life is to be two-fold only; to see, to feel.


(The Stones of Venice III18)                


Ciertamente, la conexión de Ruskin con Wilde no es nueva, y a pesar de las diferencias de talante entre ambos, resulta lógica. Pero tales reflexiones se encuentran también en autores que son, en principio, mucho más renuentes a aceptar los planteamientos puramente esteticistas. Es el caso del crítico francés Jean Marie Guyau, cuyas obras conoció perfectamente Miró y sin duda, le sirvieron de inspiración. Creo que la mediación de Guyau es fundamental para acabar de trazar la relación entre Miró y los miembros de las corrientes esteticistas; su obra fundamental Los problemas de la estética contemporánea19, arranca con un tema que ya hemos visto en Miró y otros tantos autores finiseculares: la irritación por el ánimo de intromisión de la ciencia en el arte:

Los grandes artistas creyeron siempre en el carácter serio y profundo del arte: le consideraron más verdad y de más importancia que la realidad misma [...] Muy lejos estamos hoy de este orden de ideas, a juzgar por las teorías acerca del arte que más boga alcanzan entre los sabios [...] Una primera teoría científica y filosófica reduce el arte y aun la belleza misma a un simple juego de nuestras facultades [...] A esta teoría viene a agregarse otra más radical sobre el juego estético: si el arte no es otra cosa que un juego para los hombres, está muy por bajo del trabajo serio científico [...] Últimamente, los artistas mismos contribuyen hoy día a despreciar el arte, reduciéndolo a una mera cuestión de forma, de procedimiento y de habilidad20.


Lo curioso de este planteamiento inicial es que arremete contra varios frentes de la actualidad literaria; Guyau observa un peligro de degradación del arte tanto en su equiparación con la actividad científica como en su reducción a mero artificio. El texto de Guyau se desarrolla en permanente lucha con los extremos: a Kant le recrimina haber separado lo bello de lo útil, creando el peligro de considerar el arte como una actividad estéril; a Schopenhauer le recrimina, por el contrario, someterlo a una finalidad consolatoria que le resta autonomía. Ese difícil equilibrio, teñido de moralismo y en ocasiones totalmente confrontado con las posturas esteticistas más extremas, se sostiene sobre la convicción de que el arte no es un dominio independiente de la vida:

En nuestra opinión, el arte está en la vida misma; participa, por lo tanto, de la seriedad de ésta [...] Nada más opuesto al verdadero sentimiento de lo bello que ese diletantismo tibio para el cuál toda impresión se limita a una sensación más o menos refinada, está reducida a una simple exterioridad intelectual, a una ficción pasajera, mero juego del espíritu. Todo lo que así resbala, sin penetrar en el individuo, todo lo que, según la expresión vulgar y cruda, deje frío, es decir, todo lo que no conmueva la vida misma es extraño a lo bello. La más alta función del arte es hacer latir el corazón humano y, como este es el centro mismo de la vida, el arte debe ir confundido con la existencia toda, moral o material, de la humanidad21.


Si reparamos en la argumentación, la tesis ultra-moralista de que el arte está en la vida encuentra su justificación última en un argumento totalmente esteticista: que no hay vida fuera del sujeto y que ese sujeto está inmerso en su subjetividad, sus sensaciones y sus recuerdos: «Todo movimiento ha concluido por representar un sentimiento, un estado de conciencia: toda manifestación de la vida exterior, a nuestros ojos, se ha convertido en una manifestación de la vida interior»22. Los aires de familia con las formulaciones de signo esteticista prosiguen, incluso en la conceptualización de la imagen y el recuerdo como núcleos del sujeto:

Además, las sensaciones visuales, que son de todas, las más representativas, adquieren intensidad nueva mediante haber llegado a constituir el centro de un sinnúmero de asociaciones de ideas. Fragmentos enteros de nuestra existencia se agrupan a su alrededor, son la vida compendiada. Para el ser dotado de vista, el recuerdo es una serie de cuadros, es decir, de imágenes y colores23.


Lo que Guyau retrae, en todo caso, a los planteamientos esteticistas es el peligro de llevar al arte al puro artificio, a la esterilidad, a la total intrascendencia y en esa vehemencia se llega a un punto en el que el propio texto acaba apuntando a las tesis más radicales del esteticismo, a saber, la estetización de la vida misma y, en consecuencia, la consideración de la realidad como algo siempre supeditado al sentimiento que genera:

Las emociones verdaderamente estéticas son aquellas que nos dominan por completo, las que hacen latir con mayor fuerza el corazón, las que apresuran o retardan la circulación de nuestra sangre, las que aumentan la intensidad misma de nuestra vida [...] El verdadero artista se conoce en que lo bello le afecta, le conmueve profundamente, acaso más que la realidad de la vida; para él es la realidad misma24.


Vivir una existencia completa y robusta es ya estético: vivir una existencia intelectual y moral, tal es la belleza elevada al máximum, y tal es también el goce mayor. Lo agradable es como un foco luminoso, del cual es la belleza el nimbo resplandeciente, pero todo foco luminoso tiende a irradiar, y todo placer propende a convertirse en estético. Lo que quedó solo agradable, aborta, digámoslo así: la belleza, por el contrario, es una especie de fecundidad interior25.


Las posturas de Guyau encajan, sin duda, mejor con el moralismo de Ruskin y el vitalismo de Pater que con las formulaciones epatantes del esteticismo que hace Wilde. Sin embargo, creo que todos ellos manifiestan distintos matices de una idea central común: el culto a la belleza, y en concreto, a una idea de belleza que opera directamente en la vida, que conmueve y regala momentos de suprema plenitud; en ese sentido, el culto a lo artificial y a la reconstrucción del yo que proclama Wilde y los éxtasis paterianos ante los momentos de belleza y conciencia de ésta son dos respuestas distintas a una misma convicción, el poder de lo bello sobre lo real, o como decía Guyau, el carácter serio y profundo del arte que lo convierte, para los grandes artistas, en algo más real que la realidad misma. Y la filiación de Miró a esta cadena de referentes es inequívoca, tal y como afirma en una de sus frases más recordadas, en la que la realidad se dibuja como punto de partida, casi como pretexto para llegar a un orden superior que no es otro que el estético: «Para el artista la realidad, con todas su exactitudes, es la levadura que hace crecer la verdad máxima, la verdad estética» (SMA, 111).

Evidentemente, todo ello tiene, en el caso de Miró, una concreción en un programa estético que no busca reproducir la realidad sino las sensaciones, los momentos de epifanía y belleza plena que han nacido de ella y se han elevado muy por encima. Es obvio que estoy utilizando un léxico à la Pater para dar cuenta del programa estético mironiano; me avalan no sólo los argumentos que he ido aportando a lo largo de estas páginas sino también la apelación directa a él que hace Miró en Lo viejo y lo santo en manos de ahora. En su revisión de Figuras de la pasión del señor que despliega en la conferencia, Miró justifica la elección del tema evangélico no por convicciones religiosas -que no niega en absoluto- sino por otras razones más poderosas:

[...] ¿no hay, recordándolo y proyectándolo ahora, el deseo de acogernos a una conciencia emocional de nosotros mismos de aquellos años, un deseo de revivirla que coincide con el de Walter Pater: Ya que todo huye y desaparece bajo nuestros pasos, siquiera retengamos y prolonguemos toda pasión exquisita, todo conocimiento que ensanche nuestros confines, todo lo que liberte nuestro espíritu y conmueva nuestra vida?26


La referencia a Pater no es nueva, en absoluto, pues pertenece a la conclusión de su emblemático libro The Renaissance27. La elección de esa cita en su única conferencia me parece muy sintomática, no sólo en lo que se refiere al concepto que defiende, la epifanía vitalista -que Miró integra muy bien con el lugar común de la infancia y el recuerdo como elementos de estética- sino también en cuanto al valor añadido que tiene el texto de Pater, conocido y reconocido como un texto fundamental del esteticismo.

Hay aún otra cita explícita en la conferencia que se suma al vitalismo pateriano y que conecta extraordinariamente bien con los postulados de Guyau. En este caso se trata de André Gide, cuya frase «[...] el Arte, aunque le lleguen reflejos del cielo es una cosa enteramente humana»28 cierra la conferencia, una frase que coincide con la idea central del opúsculo conocido como «El sueño de Guyau», en el que Miró traduce libremente un fragmento de Esquisse d'une morale: sans obligation ni sanction. De hecho, Miró poseía esta obra y su afinidad con los planteamientos de Guyau queda explícitamente manifestada en la anotación autógrafa que aparece en la página 13 de su propio ejemplar, en la que Miró anota un vehemente «¡Dios mío, qué hermoso es esto!». Es precisamente este fragmento el que Miró reescribe e incorpora a una pequeña reflexión sobre el arte que E. L. King publica por vez primera en el año 1954 en la revista Clavileño y en el que aparecen ideas ya conocidas, como la crítica al frenesí de visibilidad propio del positivismo o la reivindicación de la subjetividad como núcleo central de la obra artística:

Ahora que la Medicina hunde su mirada en lo más recóndito de nuestra pobre vida, y explica ya la santidad, el Mal y el Genio mejor que una fiebre maltesa, no seré yo quien siga buscando la palabra precisa que manifieste el sentir raro y aun paradójico de esas almas en estado de gracia artística.

El elemento humano del arte, no el técnico, sino el emotivo, aunque pase y se alce en un misterio de intimidad, como un río o una altitud entre nieblas, aparece de cuando en cuando estremecido de luz. Entonces, es un trozo de Creación interpretada29.


Es también relevante la noción de «creación interpretada» que aparece en el texto y que remite a la gama de conceptos asociados a la representación, como opuesto a reproducción. En cualquier caso, y al margen de la evidente continuidad de ciertas ideas estéticas, el texto tiene su nota más característica en esta apropiación del sueño de Guyau, que incide directamente en el carácter del artista y en su compromiso e implicación en la realidad como rasgo esencial de su carácter. Como ya se ha dicho, la implicación mutua de la vida y el arte, es quizás el aspecto más notable de las reflexiones de Guyau y posiblemente el que mayor impronta deja en la obra mironiana

Este punto ha sido reseguido y resaltado por la crítica; E. L. King señala, a propósito de la estética mironiana, que su lema bien podría ser la frase de Romain Rolland: «No hay más que un heroísmo: ver el mundo según es, y amarle». Y de hecho, King la utiliza como lema en su clásico artículo «Gabriel Miró y "el mundo según es"»30 que analiza la estética mironiana basándose, sobre todo, en el cuento «Don Jesús y la lámpara de la realidad», perteneciente a El humo dormido. King considera fundamental la siguiente frase: «Nadie burle de estas realidades de nuestras sensaciones donde reside casi toda la verdad de nuestra vida»31. En efecto, la frase es una formulación redonda de ideas ya aparecidas y comentadas en Miró y en otros autores, que King relaciona inevitablemente con el subjetivismo que subyace en ellas.

Aparentemente, la aceptación del mundo según es y la consagración al subjetivismo son conceptos antitéticos y creo que King no acaba de resolver bien esa paradoja, sin embargo, Gordon la explica con gran claridad a propósito de los decadentes ingleses: «This transformation or exchange between objective and subjective means that art, that which would normally be part of the "static" universe, is part of one's development and hence interchangeable with the "personal history" that we call auto-biography»32. La desaparición de la línea entre lo objetivo y lo subjetivo que Gordon plantea se basa, en último término, en la indisociabilidad de arte y vida, en los mismos parámetros expuestos por Pater, Gide y Guyau y que coinciden también con los que expone Wilde: «For the artistic life is simple self-development. Humility in the artist is his frank acceptance of all experiences, just as Love in the artist is simply that sense of beauty that reveals to the world its body and soul» (De Profundis)33.

El artista pues, está demasiado comprometido con la realidad, en cuanto que la realidad es su propia creación como para caer en ejercicios de mera pirotecnia verbal. Y me parece importante reivindicar este compromiso ético, si se quiere llama así, dentro del pensamiento esteticista puesto que las más veces se ha contemplado esta postura como simple parafernalia verbal e impostura vital. Esconde mucho más: el artificio, la representación no son actividades neutras y carentes de implicaciones ideológicas. En este pensamiento esteticista-vitalista, en el que la realidad más valiosa es la que consagra el artista a través de la representación literaria, es obvio que no hay lugar donde esconderse. Como decía Wilde, «es al espectador, y no a la vida, lo que refleja realmente el arte», y es evidente que el artista en esta línea estética, es el primer observador. La mirada de Sigüenza niño a través del mirador y el anclaje de la teoría estética a esa mirada es inequívoca: el artista es, ante todo, un observador. No es extraño, entonces, que el programa estético de Miró se apoye en el descrédito de la realidad y la capacidad generadora de la mirada, tan típica de los nuevos regímenes escópicos de la modernidad, como base de su concepto de arte: el exacticismo.

Si bien la creación del concepto de «exacticismo» corresponde a Sigüenza y el mirador azul, el descrédito de la realidad -y en consecuencia, la autonomía de la mirada- en el que se sostiene, es una idea acariciada en términos muy similares en textos anteriores del propio Miró, especialmente en Lo viejo y lo santo en manos de ahora. Como ya se ha dicho, la conferencia trata la obra Figuras de la Pasión del Señor y Miró desgrana en ella buena parte de los propósitos artísticos que rigen esta obra y la totalidad de su producción.

Luego, ¿no llegaremos nunca a la fidelidad, a la exactitud? Así es, o mejor, así sea. Los libros de viajeros, de exégetas, de naturalistas, de arqueólogos, nos dejan una visión de un lugar, de un país, parcelada o panorámica que, poseída ya por nosotros, se nos aparece bien dotada de posibilidades de realidad, de realidad recreada, aunque sin exactitudes localistas. La precisión es una virtud en los mapas, en las guías oficiales, en los Baedecker. Para el artista, la realidad con todas sus exactitudes, es la levadura que hace crecer la verdad máxima, la verdad estética.

Nuestros ojos no calcan lo que presencian. Por eso se engañarán los que cotejen la obra artística con el lugar, con el pedazo de naturaleza que la inspiró. Las comprobaciones y demostraciones sirvan a las Matemáticas, a la Ciencia, singularmente a la ciencia aplicada.

No me afirmaría, no me dotaría de ninguna virtud literaria, si, en un viaje a Palestina se me ofrecieran sus campos prolijamente lo mismo que en mis páginas. Para eso bastaba con intercalar fotografías en el texto. No es que el artista proceda a su antojo. No existe el arte sin disciplina, sin esfuerzo, sin contradicción. La libertad, como la facilidad, lo enmollece y lo rebaja, dejándolos sin calidades ni esencias.

Emoción de lugares, de tiempos, de gentes... Sensación de aquello, emoción de aquello pero no su traslado. Prolijidad, rasgos sutiles, trazos grandes y que, de sus coordinaciones, resulte la exactitud que estampe la evocación. La exactitud para la exactitud no es menester, puesto que ya existe. Los ojos que ven concretamente un paisaje se cansan pronto de mirarlo34.


Si bien el fragmento es muy extenso, me parece fundamental reproducirlo por dos razones: la primera es que coincide a la letra con buena parte de la versión B de Sigüenza y el mirador azul, de suerte que este último podría considerarse una ampliación de la versión A elaborada con estos retazos de la conferencia. La segunda, y más importante, es que se refiere con todo detalle al núcleo de las estéticas modernas y lo inserta en una red de referencias a lo visual que rozan, muy sutilmente, los problemas centrales de cualquier especulación literaria, en una correlación pluscuamperfecta que integra los nuevos regímenes escópicos propios de la modernidad con la concreción en un proyecto personal.

Así, se impone la presencia del ojo no como mero receptor fiable y objetivo de la realidad sino como auténtica fuerza generadora; Miró lo traslada al quehacer literario y lo expresa mejor que yo: el ojo no calca, y con ello, desbarata los programa de mimetismo exacerbado, incidiendo en el candente punto de comparación entre arte y ciencia. La fidelidad y la exactitud no son, pues, valores relevantes en la labor artística; al menos, no lo son en cuanto valores absolutos y objetivos. Es necesaria la exactitud, pero la exactitud de la propia mirada, la exactitud de lo inexacto, y eso es lo que Miró convierte en programa estético, con nombre propio, en Sigüenza y el mirador azul:

Hemos llegado al exacticismo -todo lo contrario del realismo- la palabra exacta, el sonido exacto para evitar la realidad exacta sino su sensación emocionada. Lo exacto no necesita de nuestra lengua literaria porque ya existe. Los ojos que ven concretamente un paisaje se cansan pronto de mirarlo. La precisión es una magnífica virtud en los mapas, en las guías oficiales de Baedecker. Para el artista la realidad, con todas sus guías oficiales, es la levadura que hace crecer la verdad máxima, la verdad estética.


(SMA, 111)                


Creo que la definición roza la genialidad al utilizar un concepto tan absolutamente transitado por las poéticas miméticas como es la exactitud, y darle la vuelta para indicar, justamente, todo lo contrario de lo que indica en tales contextos. La contigüidad entre el ojo que mira y aquello que es contemplado es la exactitud que debe buscarse en la obra artística, y de nuevo, Sigüenza y el mirador azul ofrece la epifanía del descubrimiento infantil de tal fenómeno; en la versión A leemos:

Una noche, se despertó; es decir, una noche se sorprendió con los ojos abiertos: abiertos y rojos. No se veía sus ojos pero de seguro que se le había vuelto de color naranja; por eso, su dormitorio, se trocaba en una naranja inmensa y transparente; la oscuridad de la madrugada estaba enrojecida.


(SMA, 108)                


El fragmento, bajo aspecto de ingenuidad infantil, destruye los límites entre el conocimiento y la realidad: si lo que se ve es cálido y ardiente, es porque los ojos se han vuelto naranja y en ningún caso porque éstos registren la realidad. En este caso, la «realidad» es que ha habido un incendio en el puerto, un petrolero ha ardido y, con la mañana, Sigüenza observa las consecuencias de esa «realidad»: las cenizas, los restos abrasados y concluye: «La tragedia del vapor necesitaba de la palabra» (SMA, 108); poco después, contemplamos a Sigüenza narrando los hechos a sus vecinos:

-¿Visteis arder el barco de petróleo?

Ellos moviendo la cabeza detrás de los cristales le dijeron que no.

Sigüenza, sentadito en el caballete les refirió la desgracia. Vino a decirles que su cuarto, a media noche era una naranja.


(SMA, 109)                


Si la anécdota del mirador puede considerarse el epítome de la teoría literaria mironiana, la anécdota del petrolero ardiendo puede considerarse el epítome de su práctica; sin duda, el relato de Sigüenza es exacto, en tanto que registra las sensaciones provocadas por un hecho y deja el hecho en sí en un segundo y discretísimo plano; pero sobre todo, en esa pequeña vivencia infantil se manifiesta la necesidad de la palabra como mecanismo para conseguir la exactitud de esa sensación, tal y como explica en otro fragmento:

Yo sin la carne y la sangre de la palabra no puedo ver la realidad; y cuando un escritor halla la expresión plena, la imagen única, entonces yo puedo forjar otras motivaciones estéticas, o evocar, es decir, recordar con categoría de belleza, cosas que permanecían calladas e intactas en mi conciencia.


(SMA, 110)                


Precisamente, en la red de referencias a lo visual que forman la estética mironiana, la palabra desempeña un papel central. La palabra, por así decirlo, es el catalizador de la epifanía visual que estalla en todos los rincones de la obra de Gabriel Miró. De hecho, las revisiones de la estética mironiana se han centrado frecuentemente en el carácter sustantivo de la palabra en ésta. En ese sentido es indispensable el trabajo de Roberta Johnson, un estudio magnífico que recorre las conexiones de Miró con la fenomenología concluyendo, arriesgada y acertadamente, que la ontología de la palabra que se detecta en Miró llega a coincidir con la filosofía del último Heidegger35. A pesar de centrarse en la palabra, Johnson concede una gran importancia a las percepciones visuales, basándose sobre todo en la estrecha relación entre Miró y el filósofo Ramón Turró; tal y como lo plantea Turró en sus obras, el conocimiento es una actividad que consiste en «representarse lo real por medio de imágenes»36. A la luz de esa definición, parece obvio que la aventura de Sigüenza y el petrolero es toda una experiencia de conocimiento, digna de figurar en el pequeño bildungsroman que es Sigüenza y el mirador azul; una experiencia que, además, se hace eco de todo un estado intelectual, pues como Johnson señala, los cambios artísticos-estéticos de la modernidad no pueden disociarse de los cambios filosóficos contemporáneos, cuya innovación más destacada radica en que:

La mente, con sus herramientas (el lenguaje, la literatura, el arte y la ciencia) ya no se iba a considerar como una ventana al mundo. En la visión modernista, en vez de mirar por la ventana de la mente y sus procesos a una realidad más allá, los procesos o la experiencia de conocer en sí son la realidad37.


Una reflexión que también apoya Larsen glosando esa preciosa alusión a «la carne y la sangre de la palabra» que permiten «ver la realidad». Larsen señala, a propósito de las coincidencias entre Wilde y Miró:

También parece haberse dado cuenta [Miró] de que la estricta representación de lo observado no era necesariamente ni adecuada ni aun posible como meta artística [...] La literatura es más que una mera recopilación de observaciones y el escritor crea su perspectiva del mundo, y aun su mundo mismo, con las palabras38.


En general, la concepción de la palabra como creadora de mundos es reconocida como un rasgo fundamental de la estética mironiana pero no creo que sea incompatible con los planteamientos vinculados a la visualidad. Al contrario, y como el propio Miró reconoce, es precisamente la poderosa capacidad creadora y evocadora de la palabra lo que ayuda a alcanzar esa particular visión de mundo que debe recuperarse con toda exactitud39. Por otra parte, la consideración del verbo, el acrisolamiento de la lengua y el redescubrimiento y multiplicación de los sentidos de las palabras son posiciones absolutamente características de las estéticas finiseculares, cuya formulación más célebre corresponde a Verlaine, pero que se puede reseguir con mayor o menos intensidad en las prácticas esteticistas del fin de siglo.

La lectura de Sigüenza y el mirador azul arroja, pues, un claro perfil de las bases estéticas mironianas. La incredulidad respecto a los valores objetivos y el descrédito de la realidad como concepto unívoco y reproducible, parecen ser los ejes de la estética de Gabriel Miró: la defensa de la mirada subjetiva como único medio de conocimiento, el rechazo al cientifismo y al utilitarismo, la gratuidad del arte y su carácter transcendente son conceptos básicos que se concretan en el exacticismo como procedimiento artístico. Un procedimiento que, sin duda, se materializa con brillantez y genialidad en la obra literaria de Gabriel Miró.





 
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