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Conferencia en «Encuentros hispanoamericanos. Realidad y ficción»

Daniel Moyano





ANDRÉS SOREL: Buenos días. Continuamos la segunda parte de la sesión en el acercamiento a los escritores hispanoamericanos, y lo hacemos hablando de un escritor que es un profundo amigo. Quienes amamos la literatura y rastreamos las huellas de la historia, quizá para conocer nuestro pasado e impedir que el futuro pueda derrumbarnos, encontramos siempre en el camino a hombres como Daniel Moyano. Y creo que, cuando surgió la palabra y la palabra se hizo canción, el hombre empezó a ser hombre, y hermanó música y poesía para que las huellas y la memoria, como el fuego, no se extinguieran y pudieran alentar la esperanza de la que habla Mario Benedetti. En Daniel Moyano, uno, en cualquier soledad del mundo en la que pueda encontrarse, encuentra lo que es la vida, lo que es la continuidad, lo que es el sentido de la amistad y, sobre todo, lo que es la belleza que se prolonga en esa vieja narración que desde el origen de los tiempos nos viene diciendo: había una vez, hay una vez y habrá una vez un contador de historias. Es decir, alguien que tiembla ante la música del amor, ante la profundidad de la soledad o ante el sentido del futuro. Yo voy a hacer un brevísimo repaso a la obra de Daniel, porque la obra de Daniel, igual que se escribe, se cuenta y se canta, y es en sus palabras, quizá, donde mejor encontramos esa belleza que él sabe dar a esas historias sin tiempo, porque son de todos los tiempos. Y lo había subtitulado (no me gusta etiquetar tanto las cosas, nos etiquetan a nosotros mismos) «El barroquismo mágico», la literatura que él realiza.

Empezamos toda esta brevísima exposición con citas de él, con la magia del cuento narrado a que nos referíamos, con una obra que se llama Libro de navíos y borrascas:

«Hagamos de cuentas que estamos en un viejo caserón de piedra, [...] una noche de invierno europeo. [...] Nos hemos reunido aquí para oír la historia de un viaje. [...] Un farero [...] hace girar las luces sobre olas y desgracias. [...] Sus ojos tienen el color de un miedo muy antiguo [...]».



Esta historia también es de fantasmas. Contar una historia supone enteramente enredarse en el lenguaje. Qué gran preocupación la del lenguaje en Daniel Moyano, la del lenguaje que pueda, en un momento determinado, no solamente comunicar, sino emocionar, la de la palabra que es música. Cuenta su historia en un lugar imaginario llamado Gualacato, entre la cordillera, el mar y las desgracias. Es una historia de casas-cárceles, de violencia impuesta, de represión interna. En la parábola no puede faltar algo que está desapareciendo de nuestro entorno en esta «maravillosa» época del feroz capitalismo que a todos nos abnega: la naturaleza, el único bien que el ser humano tuvo y que tanto tiempo luchó por conquistar y dominar, y que está siendo por él mismo destruida a la mayor gloria de los intereses de quienes nos dominan. Y la naturaleza, en él, halla la imaginación como síntoma de resistencia y los sueños en la escritura. El odio y la locura brotan en quien tiene miedo de vivir, mientras la pureza y la esperanza pueden hallarse allí, escondidas en el último lugar, en esos rinconcitos de sus diminutivos, entre la nieve y el barro. Y en la magia y la narración, en la magia que la narración va poco a poco desbrozando, encontramos también, y esto, a veces, pocos saben verlo, el sentido del compromiso, porque Daniel Moyano también se compromete -y cómo me gusta estos días hablar, ya que tan poco se habla y a tanto descrédito nos está llevando, de compromisos de escritores-. Dice Moyano en otro momento de su importante obra: «La muerte ya no necesita tiro ni navaja, instalada cómodamente en ese club privado de los poderosos que llamamos estado [...]». Porque Daniel escribe de ese otro terrorismo del que tan ayuna está la prensa de nuestra sociedad del primer mundo; el terrorismo de estado que existe, es, y, si se impone con violencia brutal en los países del tercer mundo, también sutilmente hiere nuestras dormidas conciencias en países que aún tienen cárceles, como España. El exilio, los naufragios, la historia. La soledad se acompaña siempre por la música. Me gustaría ver, cuando escribe Daniel, hasta qué punto está escribiendo. Sus dedos viajan con la música a la que tanto tiempo dedicó allá en su tierra, Argentina. Si el violín no suena, la soledad es absoluta, y escribe «[...] Es muy difícil contar, por no decir imposible. Cualquier día de estos ya nadie contará nada [...]».


Fábula kafkiana

Y vamos a referirnos, brevísimamente, a esa última obra que ha publicado, hermética, pero al tiempo abierta a todas las interpretaciones e imaginaciones posibles, que se llama Tres golpes de timbal.

«[...] A más de cinco mil metros de altura, las mulas andinas trepan dejando señales rojas en la nieve, hechas con las gotas de sangre que se les escapan por la nariz [...]. También las palabras, en el refugio cordillerano donde escribo estas historias suenan como latidos [...]».



Latidos hacia tanta sensibilidad perdida como anida en esa sociedad de consumo-bienestar, en la que dicen que vivimos. Una vez más, las historias que del olvido han de salvarse, esta vez del astrónomo y del titiritero y de Fábulo Vega allá en las tierras de Minas Altas. La fábula kafkiana llega a unos límites que pueden dar más vigencia del horror y de sus contrastes, la belleza lírica y el calor humano. Hemos dicho descripción de la naturaleza en el lenguaje, en la búsqueda de la magia que devuelva nada menos que la vida a los pueblos a los que la vida quieren quitar. Leamos:

«[...] Entonces fue posible ver el pueblo que nombraba, aunque éste, cubierto por el polvo que arrastran los vientos llanistas, con los techos caídos y las paredes de adobe perforadas por insectos zumbadores, estuviese devolviendo sus formas al paisaje para ser otra vez llano, línea de horizonte. Pero revivía fugazmente cada vez que decía la palabra, durando lo que ella. Yo la pronunciaba lentamente haciéndola durar más de lo debido, las sílabas que mi gramático llama heridas de la voz. En esos momentos era posible adivinar, tras unas elevaciones pétreas, un conjunto de casas escondidas, las pequeñas calles que casi sin querer formaban entre ellas, el humo de las cocinas, el ruido del agua en las acequias, ropa tendida al sol ondulando en el viento, balidos de animales recién nacidos, el canto del gallo blanco en la tranquila madrugada, antes de la llegada del sietemesino. Recorría las calles el olor de la albahaca, llevada por el viento que rizaba el agua de la acequia, despuntaba el maíz, y en la casa de Eme estaban los retratos de sus padres, sombrero y bigotito, manos con ramos de azahares. Y en uno de los rincones tintineaba la cajita de música que menciona la canción [...]».



En toda la obra de Daniel Moyano encontramos la pereza acosada, las pequeñas comunidades sometidas al miedo, a la amenaza del terror de estado, la canción y la palabra sobreviviendo como últimos reductos de libertad. El humor y la ternura contrapuntean la narración; la belleza del espacio es el alumbramiento de nuestras dudas, a él se vuelven los ojos del poeta narrador, hastiado y devorado por la violencia y estupidez del mundo real. En el espacio, la música es más pura, perfecta, y nadie ni nada puede contaminarla o destruirla. Escribe Daniel:

«[...] Ay, hijita, dijo refugiándose tras una puerta, aquí venimos a morir, pero lo olvidamos trenzando lazos, escudriñando las estrellas. Las gemelas hacen música, y sus padres desaparecieron, ni siquiera sabemos quiénes los asesinaron, ni dónde. La gente olvida las matanzas, las viejas coleccionan pelos y ropas de muerto dentro de sus cofres. ¿A dónde iremos cuando terminen el camino y lleguen aquí a clavarnos sus cuchillos otra vez como en Lumbreras? ¿Cuántos moriremos? ¿Cuándo? Me engendraron unos padres desconocidos como a tantos de los que hemos venido a morir en este pandero. Todo es absurdo y allá lejos hay una fiesta, ruidos horribles, carcajadas, borracheras. Saben que están en un degolladero, pero cantan y bailan junto a los degollados. El mundo es de los fuertes, los débiles soñamos o morimos, decía jotazeta [...]».



Y dice más adelante:

«[...] Las ciudades del mundo son piedras que van cambiando de sitio para albergar ilusiones que luego desaparecen [...]».



Como toda obra, también ésta es una odisea, un viaje, un fantástico viaje de una banda de música por los cielos y abismos de la cordillera, guiados por Fábulo hacia la libertad. El final cierra la alegoría, se apuesta por la literatura y contra el terror de estado consustanciales a la América en general y a nuestra civilización en particular, y escribe Daniel:

«[...] Hoy mismo comenzará el éxodo de mujeres y de niños. Hay un proyecto de resistencia, de dudosa eficacia: es muy difícil luchar contra los asesinos con técnicas de astrónomos y músicos, aplastados por hombres que sólo saben enlazar los objetos que traen las crecientes. Es posible que cuando estas memorias hayan cruzado el mar, Minas Altas ya no exista. Centenares de hombres atravesarán en diagonal su río seco, pisotearán sus girasoles, se llevarán los relicarios, romperán los espejos, destrozarán uno por uno los muñecos. Centenares de Sietemesinos orientarán sus armas contra Fábulo, buscando su corazón para borrar, con él, lo que nosotros fuimos. Nuestra esperanza es sobrevivir en estas palabras que dejamos escritas, de la misma manera que un niño recién engendrado se salvó en Lumbreras para contar la historia».



Hace cinco siglos, unos hombres, como todos los aventureros, destructores del pasado, de las huellas de la civilización y de las pequeñas culturas que surgen en los pueblos que llaman subdesarrollados, cruzaron el mar, y con su violencia llegaron a América. Cinco siglos después, hombres como los que están en este momento en Oviedo, nos han traído sus palabras, su mensaje, su belleza. Nosotros sí que estamos siendo descubiertos en este momento. Gracias a Daniel Moyano, y le cedo la palabra.





DANIEL MOYANO: Bueno, la verdad es que entre los poemas de Mario y el de Andrés, esta visión poética que ha dado de las cosas, a uno se le ablanda el corazón, y es bueno que así sea. Recién decía que yo, en Oviedo, había hablado muchas veces y que siempre cuento la misma historia; de manera que ésta será una variación más o una mentira más de las mismas cosas que uno cuenta, porque la biografía es una sola, no se la puede inventar, aunque se la pueda modificar ligeramente, sin faltar a la verdad en lo esencial.


Comienza la historia

El libro que acaba de citar Andrés es una novela andina que hice un poco, en el fondo, como homenaje a ese gran maestro de todos nosotros que fue Juan Rulfo. Él tuvo toda la vida un proyecto de escribir una novela que se llamara La cordillera y que es de suponer se desarrollaría en los Andes. Como la mía se desarrolla allí, secretamente la llamo La cordillera en homenaje a él. Durante muchos años fui integrante de una orquesta que iba a dar conciertos en los pueblos de la cordillera, tocando música europea a unos indios que nunca la habían oído. La Dirección de Cultura tenía sus planes, y su directora, una señora gorda, nos decía: «Bueno, vayan allá, a esa comunidad indígena que está a dos mil metros de altura y tóquenles, y explíquenles a Vivaldi y luego a Bach». Menos mal que la señora no conocía la existencia de compositores como John Cage o Stockhausen, de lo contrario nos hubiéramos convertido en torturadores de esos indios inocentes.

Bueno, llegábamos en autobús hasta el pie de los cerros y a lomo de mula subíamos con los violonchelos y los contrabajos y era una cosa hermosa ver esos instrumentos en esa situación. Peligrosa, porque las mulas en esa zona sufren hambre. En la Rioja no hay pastos, porque, cuando los ingleses llevaron el ferrocarril para llevarse el oro que había en los cerros, talaron los bosques para alimentar los trenes, y al talarlos dejó de llover. Todo eso quedó muy seco y las mulas no tenían pasto para comer, de modo que los violines, violas y violonchelos, aunque lustrados, son madera, son vegetal, son comidita. Entonces me acuerdo, la primera vez que fui, de una mula que miró así, muy engolosinada, el violín que llevaba bajo el brazo. Cuando ella me miraba y se acercaba decidida rumbo al violín, me dijeron: «Tenga cuidado, comerá el violín». Me hubiera gustado; debe de ser hermoso ver a una mula comiéndose un violín. Y pensé: otra vez me traigo un violín más baratito y se lo doy, que se lo coma, a ver qué pasa; quitándole las cuerdas, por cierto, para que no se atragante. En un pueblo cordillerano que se llama Jagüe, que casi no figura en los mapas, allí llegué a lomo de mula, pero no como músico, fui a ver cómo era porque me decían que eso era Macondo o Yoknapatawpha o cualquiera de estos pueblos que se han inventado, porque toda la gente tiene el mismo apellido, muchos eran medio albinos y casi todos parientes. Estaban allí, en lo alto de la montaña, a dos mil metros de altura, y la única calle era un río, era río y calle a la vez, río espasmódico, que con las crecientes traía cosas, troncos, restos de antiguas instalaciones mineras inglesas, que los pobladores, hábiles en el manejo del lazo, enlazaban al paso. Llego y pregunto: «¿Quién conoce la historia del pueblo?». Responden: «Un hombre que ahora está para el lado de Chile, ha cruzado la cordillera; qué pena, porque él tiene toda la historia del pueblo contada con muñecos; por cada persona que vivió o que vive en este pueblo él tiene un muñeco, y hace representaciones y cuenta la historia, porque a nosotros nos han venido persiguiendo de toda la vida, estábamos antes en el llano pero hubo una matanza hace muchos años, desde entonces estamos aquí».

Bueno, yo estaba temblando. De esto hace unos veinticinco años, temblaba por las cosas que me estaban contando, porque estaban dándose los primeros pasos para que años después existiera Tres golpes de timbal. Visitando las casas veo un piano de cola: «¿Y cómo, si nosotros hemos venido a lomo de mula con riesgo de que nos comieran los instrumentos, cómo han traído un piano hasta aquí?». «Este piano vino de Chile, a lomo de mula» (¿qué extraña vinculación con la música tienen allá las mulas?). Digo: «¿Qué?, ¿a lomo de mula trajeron ese piano?». «Pues claro, dicen». Y les pregunto: «¿pero dónde dicen que está ese hombre?». «Está para Chile, él le podría contar la historia de este pueblo».

Empecé a tomar notas y tomar notas, y nunca pude encontrar el tono de esa novela, nunca me sonaba bien. Además, la sombra de Rulfo era terrible, y estuve siempre renunciando a escribirla hasta que hace dos años, en Madrid, me encuentro con un poeta de la cordillera de los Andes y titiritero en el Retiro de Madrid, el Teuco Castilla, y le conté esta historia. Y él dice: «Pero hermanito, cómo no has escrito esa novela». «No me sale, no encuentro el tono; las cosas tienen que sonar, si no suenan no las puedo escribir». Y él: «Pues lo tienes que encontrar, eso lo tienes que escribir». Así que me encerré varios meses en el trastero de mi casa, para escribir la historia. Abajo había una barranca con gorriones y gatos; empecé a ver que los gatos eran pumas y los gorriones cóndores, y que el trastero estaba a cinco mil metros de altura, donde yo estaba encerrado con la Gramática de don Antonio de Nebrija, donde aprendí que las palabras son sonidos. Y dije: «Bueno, voy a ver cómo hago». Me compré la Gramática de don Antonio seguida de su Vocabulario, me ubiqué mentalmente en la Cordillera durante nueve meses y escribí Tres golpes de timbal de un tirón, mezclando cosas, inventando otras, y un poco para despedirme de una vieja obsesión, de una vieja novela que nunca pude escribir sobre Facundo Quiroga.

Quiroga es un caudillo riojano de la época de las guerras civiles y a la vez un personaje de Sarmiento. Yo quería escribir un anti-Facundo que nunca me salió, donde a Facundo, cuando nace, una mosca lo quiere matar transmitiéndole microbios. En la Rioja morían y mueren muchos niños por falta de higiene, por moscas, por estas cosas, insectos, y, en la novela frustrada, Facundo se salva de que la mosca le pique, porque la mosca se distrae y no le pica ni le inocula microbios; pero la mosca crece, y, según lo hace, va ascendiendo en la escala zoológica, mientras Facundo también crece, y bueno, pasa por el mar, pasa por los reptiles, pasa por ser un ave de rapiña y finalmente es un hombre, es Santos Pérez, el asesino de Facundo que en Barranca Yaco le mete a Facundo un tiro en la cabeza.




El Sietemesino

Es la historia que no pude escribir. Ahora, en esta novela, inventé al Sietemesino, que es quien debe matar al niño para impedirle que cuente lo sucedido. Es decir, que debe matar al narrador de la novela, que además es un cantor. El Sietemesino, como la mosca de la novela frustrada, se transforma en otros bichos y empieza a recorrer la escala zoológica en busca del cantor narrador para matarlo. Finalmente cambié de idea, en vez de hacer que el bicho matara al cantor, hice morir al Sietemesino al son de una flauta. O sea, me vengué de todos estos fantasmas, los maté a todos, y con eso le he dicho un poco adiós a esos temas tan duros, que son hermosos pero que te hacen daño.

Ahora, me sorprende lo que ha leído Andrés, se ve que el ánimo no estaba muy bien en esos momentos, porque un poco he querido contar la persecución sistemática. Ya sabemos, por ejemplo, que en Brasil hay genocidio, tribus enteras que están desapareciendo. He querido contar eso en Tres golpes de timbal.




Ruidos de sables dentro de mamá

Es verdad, como ha dicho Andrés, que es una novela contra el poder; pero no porque yo me lo haya propuesto. Para mí la violencia es una experiencia intrauterina. Nací el 6 de octubre de 1930, en Buenos Aires, donde un mes antes el entonces coronel Uriburu sale a la calle para derrocar a Hipólito Irigoyen, un presidente constitucional. Yo estaba muy tranquilo dentro de mi mamá, a la espera del nacimiento, oyendo los hermosos latidos de su corazón, cuando de golpe me llega ahí dentro el ruido de los sables, y ahora sé, gracias a Freud, lo que eso significa; yo no escribí contra los militares sino sobre lo que me sucedió allí dentro. «Casi naciste de un susto», me dijo ella años después.

Los ruidos de los sables que escuché dentro de mamá, junto a los sonidos de su corazón, existen todavía, porque los sonidos una vez producidos no desaparecen jamás de la realidad, salen al espacio exterior y allí giran junto a la música, y nunca desaparecerán, están girando con el mundo y con nosotros, en esta aventura planetaria. La prueba científica de todo esto es que en los hospitales, si las enfermeras se equivocan y ponen a un recién nacido junto a una madre que no es la suya, el niño llora porque siente que el latido del corazón que tiene al lado no es el que él estaba acostumbrado a escuchar. Cuando finalmente lo ponen junto a su madre verdadera y oye el sonido del corazón de siempre, el niño deja de llorar.

Cuando hago un tratamiento musical de las palabras, no se trata de una estética o de un propósito deliberado sino de una necesidad que me viene de la infancia, cuando mi abuelo italiano, que además era músico, al no encontrar las palabras adecuadas para expresar determinados sentimientos, me lo decía con sonidos de su instrumento, que era el acordeón. Yo tocaba mandolina y le contestaba con sonidos, y así jugando nos comprendíamos.

Tocábamos en las fiestas, casamientos o bautizos, de oído; yo tenía diez años y él setenta. Aprendíamos las piezas que pasaba una propaladora por los altavoces distribuidos en la parte céntrica del pueblo que se llamaba La Falda, en la provincia de Córdoba. Nosotros vivíamos en las afueras. Había que ir al pueblo, escuchar, memorizar y correr hacia la casa sin perder una sola nota y cantarle el vals o el fox-trot al abuelo para que él lo metiera dentro del acordeón.




La novia de Nemesio

Me acuerdo de un caso, perdón, si me pierdo me avisan. Una vecina medio entrada en años llega a casa y dice: «oiga, don Bellini» (Bellini es el apellido de mi abuelo) -dice-, «mire que yo tengo cuarenta y dos años, estoy como de novia con Nemesio desde hace dieciocho, y no se me declara nunca; yo quisiera que ustedes vayan a casa un jueves, cuando me visita, y toquen algo a ver si él con la música se anima».

Entonces dice mi abuelo: «te vas al pueblo ya, a ver si escuchas algo muy romántico, en nuestro repertorio no tenemos nada que sea capaz de ablandarle el corazón a esa bestia». Y me fui, me puse debajo de uno de los altavoces, justo cuando empezaron a pasar un vals que se llama Gota de lluvia, que tiene una música muy bonita, y la letra también; dice por ahí: «Pero si tu amor sólo fue visión de mi soledad,/ si mi afán de luz me llevó a soñar con tu irrealidad,/ cuando no llegues hasta mi rincón feliz», etc.

Bueno, lo que interesaba era la música, la escuché una sola vez y se me quedó íntegra en la memoria, aún hoy me pregunto cómo fui capaz de tal hazaña. Seguramente fue la necesidad, los hijos que iban a nacer de ella y de Nemesio dándome fuerzas para que yo recordara esa melodía, y salí corriendo para que no se me perdiera ninguna nota. Llego jadeando a casa y digo: «nono, nono, pronto, que me olvido». Él estaba esperándome con el acordeón en la mano, empecé a cantar el vals y a medida que lo cantaba él lo iba poniendo nota por nota en la memoria interna de su instrumento.

Ese jueves llegamos a la casa de la solterona media hora antes que Nemesio y nos escondimos detrás de unos muebles muy antiguos. Cuando el tímido llegó, y, tratando de usted a la chica, le dio la mano como desde lejos, entonces me dice mi abuelo: «empieza tú, bajito, yo voy a hacer una segunda voz». Y aquello nos salía bordado. Con un oído oíamos la música que tocábamos y con el otro a Nemesio, que, finalmente, derretido de amor, dice: «Adelina, bueno, la verdad que yo te quiero mucho, pensé que nunca me animaría a decírtelo, pero ahora, no sé, es cosa de milagro, no sé cómo me ha salido». Y tuvieron como 17 hijos, gracias al vals Gota de lluvia.

Años después la historia era conocida en el pueblo, yo ya me había marchado cuando inauguraron la radio y lo invitaron al viejo a «salir al aire» con el viejo vals. Se dice que los sonidos que empezaron a emitir las radios desde hace unos cincuenta años han recorrido unos cuarenta años luz en el espacio, o sea que el vals en estos momentos está por Saturno; no, mucho más allá, debe de estar por otras galaxias dando vueltas con aquello de «pero si tu amor sólo fue visión de mi soledad». Mi abuelo se ha muerto, yo me voy a morir, pero la melodía va a seguir dando vueltas ahí arriba, y gracias a ella nacieron esos niños; entonces todo esto, digo, condiciona un poco a la hora de escribir, te surgen, quieras o no, estas imposiciones sonoras y te ayudan en la orientación de las palabras.

Me crié en un hogar italiano, en el exilio de mi abuelo materno (de esto me doy cuenta ahora, antes no sabía que estaba en el exilio de él), y él hablaba italiano mezclado con portugués, porque antes había estado diez años en Brasil, donde nació mi madre. A mí me acunaron, me arrullaron con la lengua de Pessoa, y esto es un verdadero lujo; y además mi abuela no sabía hablarme ni reprenderme, me contaba los cuentos mezclando el portugués con el italiano, ¡un desastre!




El sonido

Entonces yo hablaba muy mal, me corregían en el colegio, «no, no se dice así», y siempre me quedó el complejo de que no sé escribir bien; será un poco por eso por lo que recurro a los sonidos, que son más ciertos que las palabras. Las leyes que rigen los sonidos no son ni de Andrés Bello ni de don Antonio Nebrija, son del universo, y entonces, bueno, yo me siento un poquito más seguro dándoles estructura musical a las palabras. También por haber estado diecisiete años dando conciertos en los pueblos y llevándote sorpresas hermosas en el trato con los sonidos.

Por ejemplo, en una obra de Albinoni, la viola (yo tocaba viola), hacía tá trá lalá, un adorno que se llama mordente; y el director de la orquesta, el maestro José Rodríguez Fauré, que acababa de regresar de la Unión Soviética donde había dirigido otras orquestas, me dice: «no, Moyano, prefiero que no haga ese mordente, no le sale; usted hace tá trá lalá, y es tá triá lalá». Le digo: «no sé qué es tá triá lalá». Y él: «ya lo sé, nadie lo sabe racionalmente, es una cuestión psíquica». El día en que por fin me salió el famoso tá triá lalá durante un concierto, el maestro distrajo un instante la batuta para hacerme un guiño cómplice, haciéndome brotar una alegría que me dura hasta ahora.

Después volvió a no salir, y después a salir, tocando por esos pueblos de la cordillera, y todo eso, a la hora de escribir y a la hora de encerrarte en un altillo o trastero, en Madrid, para escribir Tres golpes de timbal, acude a la memoria y a los dedos sobre el teclado de la máquina, y de alguna manera te ayuda a escribir la novela.




El primer cuento

Tuve la suerte de criarme en un hogar sin televisión donde la palabra era la protagonista. Una vez a la semana se hacía el pan en un horno de leña. Por la noche poníamos las brasas restantes en un gran recipiente que llamábamos fuentón, lo llevábamos a la habitación principal de la casa y allí, mientras nos calentábamos las manos, contábamos cuentos. Primero los conocidos, y cuando se nos acababa el repertorio inventábamos por nuestra cuenta. Ahí inventé mi primer cuento, lo inventé para liberarme de que me enviaran, de noche, a comprar cosas al almacén, a la tienda de ultramarinos, porque me daba miedo, y me inventé que veía una cara en la oscuridad y conté mi primer cuento, que era de terror. Todos creyeron en mis palabras, y entonces vi que se le podía obtener un beneficio al hecho de imaginar cosas.

Bueno, estoy alargando demasiado el asunto. Lo que quería decir es que no sé escribir una novela con un plan, si supiera lo que voy a escribir, no lo escribiría nunca. Me largo a navegar después de haber sentido un desafío, un desafío interno o externo, y que además sea como una mujer que has visto y que te gusta y con la que estás dispuesto a vincularte largamente; si ves que la relación no va a ser larga, que se trata de un ligue, escribes un cuento; si la cosa da para más, si se trata de una larga relación matrimonial con las palabras, que puede ser hermosa o no, depende, entonces escribes la novela. Con Tres golpes de timbal la relación fue matrimonial y hermosa realmente.

Volviendo a esto de que he metido un poco la música en mi escritura porque la música está en mis recuerdos de infancia y en mi abuelo, por ejemplo, y que además he metido la violencia en mi novela porque la traigo desde el vientre de mi madre, como ya les dije, donde unos ruidos interrumpieron el tic-tac del corazón de mamá, por eso cuando hablo de militares o de música, no lo hago por razones estéticas sino por recuerdos intrauterinos.

Mi madre tenía los ojos celestes, igual que la pulpera de Santa Lucía, que es una canción. Estuve escribiendo un texto, basado en un poema de Juan Gelman, que trata justamente de esa pulpera, en el que Juan se pregunta si realmente tenía los ojos celestes. Pulpera, ya saben, no es una mujer que vende pulpo, sino que atiende en un bar de la campaña. La canción dice que era rubia y que tenía los ojos celestes y que cantaba como una calandria. En la canción, la ama un payador, un músico, pero es otro quien se la lleva, y el payador vuelve a cantarle en el patio vacío, pero ella ya no está, y le dice: «Oh, pulpera que no fuiste mía, cómo lloran por ti las guitarras, las guitarras de Santa Lucía».

Para mí, la pulpera de Santa Lucía, a la luz del poema de Juan Gelman, es mi país. Voy a escribir una novela, ya la estoy escribiendo, para buscar a esa pulpera de Santa Lucía que no fue nuestra, como no lo fue nuestro país.

En lo que llevo escrito, le pregunto a mi padre, en una especie de carta kafkiana, qué hizo él con los ojos celestes de mamá; porque mamá era extranjera y tenía los ojos celestes, igual que la pulpera, y mi papá era criollo, y yo lo conocí muy grande, y fue muy cruel con ella; y entonces le pregunto adónde están los ojos de mamá, y paralelamente quiero encontrar a la pulpera de Santa Lucía, que es un poco querer encontrar ese país que nos han quitado. Tener ese país que soñamos cuando éramos adolescentes y creíamos en ese país y en esos sueños. En el colegio nos enseñaron que era una maravilla ese país, y yo siento que lo he perdido, por eso me emocionó mucho Mario con el amor con que habla, en sus poemas, de su país; yo no podría hacerlo, tengo el mismo amor, pero es pendular, tengo amor y odio, no sé por qué, y escribo para poder explicármelo; y, bueno, por ahí van los motivos por los que abordé estos temas y por los que escribo estas historias. No sé si esto explica alguna cosa, nadie me lo preguntó por otra parte.





SOREL: Te nos anticipaste.



MOYANO: Hoy me pedían que volviera a contar un cuento que conté aquí, en Oviedo, la otra vez; sí, se lo voy a contar.


Cuaderno Rivadavia

A mí me enseñaron que Sarmiento nunca faltó a clase durante siete años. Sarmiento fue nuestro educador, un hombre que odiaba a los árabes y a los españoles, y adoraba a los anglosajones, y en el fondo quería ser europeo y no argentino. Era un hombre culto, dicen que aprendió alemán en tres días.

Un día, esas cosas que a uno se le ocurren, me levanté con ganas de tener un cuaderno de tapas duras, marca Rivadavia -Rivadavia es el nombre de nuestro primer presidente- de doscientas hojas, de esos que nos daban cuando íbamos al colegio. Y llamé por teléfono a mi hermana a Córdoba, en Argentina.

-Qué pasa -me dice ella medio asustada.

-Nada, dime una cosa, ¿hay todavía en el país esos cuadernos llamados Rivadavia?

-Sí, claro.

-¿Me podrías mandar uno urgente?

-Sí, pero ¿por qué?

-Quiero tener un cuaderno Rivadavia, un poco para ver las láminas que trae al comienzo y al final del cuaderno, y otro poco para anotar cosas, siempre me han gustado esos cuadernos para anotar ideas de cuentos o novelas.

Y ella me dice:

-Hace cinco años me pediste lo mismo y te mandé uno de esos cuadernos, pero bueno, te enviaré otro.

Lo recibo por correo, y, cuando lo abro, allí estaba Sarmiento, con su mirada adusta y su labio para afuera, cabreadísimo. Hacía años que no veía una lámina de Sarmiento, entonces digo: Huy, qué bien, voy a escribir un cuento a ver por qué está enojado Sarmiento.

Y antes de escribirlo lo conté varias veces, una de ellas aquí en Oviedo, y después cuando lo escribí lo malogré, tendré que volver a escribirlo; ahora les cuento una mezcla de lo escrito y de lo dicho.




Una historia de Sarmiento

Sarmiento está una tarde por ahí, en la Rioja, que es una provincia del Noroeste, soñando con ríos europeos, el Sena y tantos otros, y dice poemas de Rimbaud y de Verlaine, y también en alemán, poemas de Walter von der Vogelweide por ejemplo, que no es fácil de pronunciar bien, y mientras sueña dice: «El día que yo sea presidente llenaré esto de alemanes, franceses e ingleses, y expulsaré del país a los españoles y a los indios». Él, en su libro Conflicto y armonía de las razas en América habla mal de lo hispánico, que identifica con la barbarie. Bueno, en mi historia, finalmente, es presidente, y se viene a Europa en un barco a comprar alemanes y franceses. Previamente ha mandado cartas en alemán, que en ese tiempo se escribía en gótico, así que es bastante complicada la carta de Sarmiento en alemán, y llega por fin a Alemania y le dice el Kaiser: Ich habe das Vergnügen Sie kennen zu lerne. Tremendo, ¿no? Significa algo así como «tengo el placer de tener la oportunidad de aprender a conocerle». Alemán de las cortes del siglo XVIII que ya no usaba nadie, ya decían hello en el más puro inglés del Imperio.

Pero bueno, Sarmiento que dice: «necesito alemanes»; y «¿cuántos quiere?», le responden. Él dice: «doscientos, y los quiero fuertes, ¿eh?». «Sí, sí, mire, mire qué estampa, estas mujeres, todas robustas; y observe a estos varones, todos salchicheros». «Qué maravilla, por fin vamos a llevar gente inteligente a mi país», dice Sarmiento. Suben los alemanes al barco, y zarpan para Inglaterra, y en cuanto llegan Sarmiento dice: «¿recuerdan que les escribí una carta?». «Sí», le dice una abuela de la Thatcher, «sí, pero hay unos problemas, nosotros tenemos unos futurólogos según los cuales un día les vamos a quitar las Malvinas, así que mejor que no nos mezclemos con estas cosas, no te vamos a vender ingleses Sarmientito»; y al final Sarmiento compra unos daneses, unas walquirias, por ahí, y ya en el barco le dice al capitán: «Cuidadito con pasar cerca de España ni de África, que son lugares de barbarie. En este barco va la cultura europea, yo voy a hacer de mi país un país culto, a los bárbaros los voy a convertir a la cultura, vamos a hacer salchichas, vamos a hacer cerveza, vamos a hacer poesía».

Pero a todo esto, entonces, sólo existía la navegación a vela, y, como en los cuentos de Salgari, viene un viento que de golpe les rompe el palo de trinquete, luego el de mesana, y con las pocas velas que les quedan empiezan a navegar de bolina alentados por unos vientos propicios e históricos que llevan la barca hasta la bahía de Cádiz, y ahí se quedan obligados para abrigar el barco, que para eso sirven las bahías.

Sarmiento se duerme; pasan por ahí unos andaluces de Jaén y dicen: «Mira, ese barco va para América». «Sí, pero está lleno de alemanes». «Bueno, pero nos metemos en la bodega sin que nadie se entere». Entonces pasan por ahí cerca unos italianos de la camorra, y dicen: Anche noi vogliamo andare via per là. Y dicen los andaluces, muy generosos: «Sí, sí, vengan, vengan también». Y se meten doscientos italianos de la camorra con los de Jaén, y en eso vienen corriendo unos árabes y dicen: «Eh, por favor, somos parientes de los futuros escritores turcos, dejen que entremos en el barco fundacional para que andando el tiempo nazcan Jorge Asís y Juan José Saer entre otros muchos turcos». Entonces se meten también, mezclados con ellos, unos señores de sombrero negro, barba también negra y gafas y el Talmud bajo el brazo. Como en el barco no hay espacio para tantos, tiran a los alemanes y demás civilizados al agua, que ahogados descienden pensativos, pálidos y satisfechos, como en el poema Le bateau ivre de Rimbaud.

El barco, así equipado, empieza a navegar con rumbo sur, y cuando llegan al Río de la Plata el capitán va a buscar a los alemanes, que a la sazón son andaluces o italianos, y hay ahí una mezcolanza de idiomas espantosa, dando origen a nuestro idioma nacional. «¿Cómo se lo decimos a Sarmiento?», piensa horrorizado el capitán. «Oiga, señor presidente», dice por fin. «¿Qué hay?», dice Sarmiento muy contento, mostrando la más feliz de sus caras. «Mire lo que ha pasado», explica el capitán, abriendo las compuertas del barco y mirando a las hordas de andaluces y demás huyendo hacia las pampas para mezclarse con indios e indias ávidos de erotismos transoceánicos; y allí todos se mezclan horriblemente contrariando las ideas racistas de Sarmiento, que al ver semejante desaguisado frunce el ceño, saca para afuera el labio inferior, y ahí se queda su imagen congelada, como en la televisión; y en todas sus estatuas, y en todas las láminas de los cuadernos de la infancia que tuvimos, siempre está cabreado y con el labio de abajo para afuera.

Bueno, esto define un poco lo que somos nosotros, los del Río de la Plata, que no tenemos culturas precolombinas importantes; y eso también condiciona una literatura. Sarmiento es uno de los polos opcionales que siempre nos han condicionado. Él quería que fuéramos europeos y no lo que ya éramos, mestizos. El imperio de turno no nos dejó ser lo que queríamos ser: nosotros mismos. Hace días, Carlos Puentes dijo en el Círculo de Bellas Artes de Madrid que el bipolarismo impuesto a América Latina durante más de medio siglo por las potencias mundiales, rusa y norteamericana había impedido a muchos pueblos hacer lo suyo y expresarse.

Mi país intentó ser inglés, después quiso ser norteamericano, los porteños se sienten o se han sentido muchas veces franceses o ingleses, y después de la derrota de las Malvinas cuando Buenos Aires empezó a ser pobre también, entonces la mitad de Argentina, ha empezado a mirar lo que realmente es. Tenemos que aceptar que somos Tercer Mundo, tenemos que aceptar que somos pobres, y empezar a ver lo que somos, no lo que hemos soñado ser. Argentina siempre fue un sueño, el Río de la Plata, un sueño de europeos que llevaron sus sueños allá, de la misma manera que el conquistador llevaba a las amazonas en la cabeza por los libros que leía, pues los emigrantes nuestros que bajaban del barco, también llevaban sueños irrealizables, por eso no tenemos país. Hay que inventarlo, o sea, hay que inventar el pasado y recordar el futuro -como dice Carlos Fuentes-, y un poco es eso lo que uno busca cuando se pone a escribir un libro como Tres golpes de timbal.





SOREL: A ver, qué queréis preguntarle para que siga contando.



PÚBLICO: Yo querría que hablara de la influencia del peso de la historia en su obra, del inconsciente colectivo, de cómo se mezcla todo eso en lo que escribe.



MOYANO: Creo que uno toma cosas que están en el inconsciente colectivo o en el inconsciente de uno, y con eso lo elabora. Una estudiante norteamericana, el año pasado, me mandó una carta diciéndome: «a qué edad leyó usted a Jung, por el uso que usted hace de los símbolos». Yo no había leído a Jung, entonces me compré sus libros y los leí. Y aprendí muchísimo. Le contesté a la chica: «Gracias por haberme inducido a leer a Jung».

En México, bastante antes de la llegada de Hernán Cortés, unos poetas de lengua nahual llamados tlamantinimes dijeron cosas sobre la poesía exactamente iguales a las que diría el francés Arthur Rimbaud unos mil años después. Los tlamantinimes, que enseñaban poesía y danza y música, que eran la misma cosa, combinaban palabras y sonidos especialmente buscando lo que ellos llamaban la palabra verdadera. Y decían: «El día que, combinando sonidos, descubramos la palabra verdadera, no solamente sabremos lo que son los dioses, sino que seremos dioses». «Yo soy aquel que será dios», dice Rimbaud hablando de la palabra. Esto quiere decir que la estructura de la mente es la misma, y la actitud del poeta ante la naturaleza y el misterio de la vida es exactamente la misma a lo largo del tiempo. Entonces esto quiere decir que, para un ignorante, -apelo a la musa de la ignorancia que inventó ayer Monterroso-, para un ignorante de Jung, no hacía falta el conocimiento. Yo, gracias a la ignorancia, hice uso de los símbolos, pero si hubiera leído a Jung seguro que no los hubiera usado, seguro que no los uso, de miedo a usarlos mal. Esto quiere decir que la inocencia o la ignorancia absoluta me han permitido hacer este uso de los símbolos como si yo los hubiera inventado; y lo que pasa es que estaban en el aire, todo está en el aire, todo está ahí.

El asunto es saber ver, y la música te ayuda a ver cuando estás escribiendo. Recurro a las estructuras musicales porque un conocimiento exhaustivo de las estructuras literarias; como he sido músico muchos años, el asunto del tá trá lalá, que leí antes, me lleva por caminos más seguros que las dudosas palabras. Y yo, inconscientemente, ante la inseguridad que me dan ellas, sin darme cuenta, en vez de tratar de dominarlas me dejo llevar por ellas, o sea por sus sonidos, y en esto las palabras empiezan a parecerse al tá trá lalá del maestro Fauré. Ahí está el poema último que nos ha leído Mario, se deja llevar por las palabras, y las palabras te van llevando y te permiten descubrir otras cosas, y el sonido de las palabras nos permite descubrir cosas que no existían antes, es decir que no estaban reveladas en la naturaleza. Una vez descubrí, gracias a dejarme llevar por las palabras, que una mula se comía un violín. Un hecho perfectamente posible que una vez descubierto te permite pensar que la realidad no es tan pobre como se deja ver. Las palabras nos deben ayudar, como a los científicos los fenómenos, a descubrir otros aspectos de la realidad, ocultos en la naturaleza.



PÚBLICO: ¿Podrías hablar más a fondo de tu relación con los símbolos?



MOYANO: Creo que, si me pusiera a hacer un uso racional de los símbolos, no podría. Los símbolos, si aparecen, lo hacen por pura necesidad del texto, cuando la carga es tan grande que algunas palabras van más allá de sus propios sonidos y se multiplican. Entonces aparecen los símbolos, como por ejemplo en el cuento, Es que somos tan pobres, de Rulfo, o en Colinas como blancos elefantes de Hemingway. Pero no porque ellos quisieran ponerlos deliberadamente en esos textos; los textos nunca deben ser forzados con nada que no provenga de ellos mismos.



PÚBLICO: Cómo es el período de gestación de tus cuentos: ¿los cuentas siempre primero?, ¿los escribes según se te ocurren?




Un silencio de corchea

MOYANO: Yo cierro los ojos y embisto, cuando aparece un cuento o algo así. Pero primero lo llevo un tiempo conmigo, contándolo verbalmente, haciendo variaciones. Hasta que el momento de escribirlo llega, no necesariamente. Muchas de las historias que cuento oralmente no han sido escritas todavía, no sé cómo traducirlas a palabras escritas y tengo miedo de arruinarlas. El cuento del músico que le revienta un bicho en la oreja a una pianista lo conté muchas veces e hice tantas variaciones que a la hora de escribirlo tuve que escribirle a la pianista para que me contara los hechos tal como sucedieron; a esas alturas no sabía si se trataba de una realidad o de una invención, o de un deseo o un recuerdo. Me respondió diciéndome que era verdad que le había reventado un bicho en la oreja con el arco de la viola, pero que no había sido durante un silencio de corchea, como querían mis recuerdos, sino en un silencio de negra, como quería la pura realidad. Y me enviaba una copia de la partitura para que lo comprobase. En mis recuerdos, yo tenía en mi partitura sólo un silencio de corchea. Tocábamos en un pueblo, se preparaba una tormenta tremenda y, a causa de la humedad, todo se había llenado de bichos, de insectos, y los teníamos en las partituras; tocábamos el Adagio y rondó de Schubert y cuando atacamos el rondó, que era muy difícil para el piano, un poco menos para el resto de los instrumentos de nuestro Cuarteto, cello, viola y violín, los bichos de la humedad invadieron todo, los instrumentos, las partituras; todo.

El pueblo, colocado en el corazón del desierto riojano, se llamaba Chamical. Los cuatro tubos de neón que nos alumbraban eran la única luz en setenta y cinco kilómetros cuadrados a la redonda, por cuya razón todos los insectos del desierto se fueron a las partituras y a nosotros, especialmente a la espalda al aire de la pianista. Recuerdo el día, 22 de noviembre, Día de la Música; pleno verano, cuarenta grados a la sombra tras la puesta de sol.

Los bichos se daban el lujo de alterar la partitura del divino Schubert; atravesando las figuras «negras» con sus patas, las convertían en corcheas, por ejemplo, o sea, la naturaleza alteraba a la otra naturaleza que es la música. Eran dos naturalezas que se encontraban.

Entonces de golpe empezó la pianista a gritar un «ay» lorquiano de Yerma dicho por Margarita Xirgu, por ejemplo; porque, justo cuando estaba ejecutando una escala muy difícil, un bicho enorme se prendió de su oreja. Cuando el cellista a puro golpe de arco le quitó algunos bichos de la espalda, ella gritó «el de la oreja», y entonces todos dirigimos los ojos por encima de las partituras, hacia ese monstruo redondo y alado y lleno de patas y de picos y todo quitinoso que se bebía a la pianista por la oreja.

Yo había leído un libro de Karl Flesch, un teórico alemán, en donde se daban las medidas del violín, entre ellas la extensión del arco. Como el mío era de viola, le sumé unos dos centímetros y calculé la distancia que me separaba de la espalda de la pianista. Hechos los cálculos precisos, me fui corriendo un poco para atrás, ¿no?, para poder, cuando llegara mi silencio de corchea, aprovechar la breve pausa para reventarle el bicho con la punta del arco.

El monstruo, pegado a la oreja, estaba lleno de pelos y de patas y de ojos por todos lados, y antenas, cosa espantosa; una especie de erizo alado y pampeano; entonces, me acuerdo, al acabarse un tararí tarará de la viola llegó el silencio esperado, que aproveché, teniendo en cuenta las medidas de Karl Flesch, para estirar el brazo y «plaf», darle el golpe de arco y reventarle el bicho, cuyo estallido sigue sonando en mi memoria como un remordimiento.

Como mi golpe de arco, fuerte, cayó sobre la parte débil del compás, se produjo una síncopa, y por poco la música de Schubert se convierte en puro jazz. En esa síncopa se desintegró el bicho, y salió de él toda esa cosa quitinosa, sus patas y sus pelos volaron por el aire. Años después, a la hora de escribir esta historia, me salió; pero no tenía más remedio que darle forma a eso, ya llevaba veinte años el pobre bicho ahí, a punto de ser reventado. Ahora ya lo maté definitivamente y, como digo, con la contrariedad de que no es un silencio de corchea sino de negra, pero no le voy a cambiar el título al cuento, lo voy a dejar con esa contradicción; porque Un silencio de negra suena feo por las dos sílabas escasas de la palabra «negra», mientras que Un silencio de corchea, en cambio, suena bien, porque la «e» de la palabra «corchea» suena bien gracias al sonido «cor» que la precede y a la letra «a», que la está esperando en el final de la palabra para ayudarle a sonar bien, para que no se caiga en el silencio. La palabra «negra», en cambio, se acaba ahí nomás, en sí misma, se acaba y ¡paf!, no hay más palabra ni sonido.




Mulas melómanas

Bueno, un poco es esto lo que me pasa cuando escribo. A la hora de escribir, todas esas cosas forman parte del mecanismo de la escritura, y aparece mi abuelo músico detrás del sonido de las palabras; a veces se me aparece el viejo con su acordeón diatónico. En los pueblos cordilleranos donde tocábamos, la gente iba en mula a oír nuestros conciertos. Tocábamos en las galerías o patios cubiertos de las escuelas rurales, y ahí, en las columnas metálicas que sostienen las galerías, el público ataba las mulas. Las mulas escuchaban más que el público. Eran mulas melómanas. Después, cuando ir al concierto en mula se hizo costumbre, la gente las lavaba y adornaba para que no deslucieran en la sala. A las mulas, cuando escuchaban tan tranquilas y con tanta concentración, sólo les faltaban los abanicos para ser esas damas emperifolladas que suelen ir a los conciertos.

Es por eso por lo que, cuando en Tres golpes de timbal hablo de mulas, no se trata sólo de mulas de novelas, sino de éstas con las que he convivido, que fueron mi público. Y todo eso pertenece no a la fantasía, sino a una realidad que suele visibilizarse en América Latina.

Ayer, hablando con Pedro Sorela de las mariposas amarillas de García Márquez, le comentaba que cuando íbamos en coche a Córdoba desde La Rioja, en verano, había una franja de más de un kilómetro de largo de mariposas amarillas obstruyendo el camino, y teníamos que parar porque tapaban el radiador del coche y el motor se recalentaba; entonces sacábamos las mariposas del parabrisas y del radiador, y así avanzábamos unos kilómetros más, hasta que las mariposas volvían a llevar la aguja del termostato al rojo.

Ayer me preguntaba un periodista que cuándo volvería a la Argentina. Uno, recordando lo que acabo de contarles y escribiendo, está reinventándose el país que perdió. Recuerdos mezclados con la imaginación, o sueños mezclados al alcohol, como dice un tango.

El otro día escribí dieciséis historias de un tirón, una detrás de otra, todas con músicos pero con otro tratamiento del tiempo, del sentimiento de tiempo, y bueno, eso después de todo es hermoso, porque si no lo hiciéramos qué otra respuesta le daríamos a estos desfases históricos que nos ha tocado vivir y al exilio, que es duro, quieras o no es duro, y hay que convertirlo en afirmación, como quería Cortázar.

En fin, esos países tienen una historia complicadísima, los pobres medios de un músico, como vendría a ser mi caso, aficionado a la literatura o que mezcla mal ambas cosas no alcanzan para explicar racionalmente los problemas de mi país; entonces, uno hace un poco de todo, reír o llorar, expresar sentimientos a través de las palabras.





SOREL: Si alguno más quiere preguntar, quedan unos minutos. Si no, vamos a agradecer la presencia de Daniel Moyano en Oviedo. Continuamos por la tarde. Gracias.







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