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  —CXIV→  

ArribaAbajo Capítulo XXIII

De los medios que se valió la culpa, el demonio y su mala inclinación para gane este pecador estuviese expuesto a tan grandes peligros de perderse, y lo escribe para que otros escarmienten


Algunas veces se ha puesto este pecador a considerar qué es lo que pudo inclinar al Señor para que este pecador no cayese de irreparable caída para siempre en el infierno, y que lo ayudase tanto, detuviese, convirtiese y asistiese, y que nunca para siempre lo desamparase; antes bien lo limpiase, le levantase, le diese fuerzas para volver a pelear, penar y padecer, y no dejar de la mano la espada del resistir y el ansia de no pecar, ya vencido, ya venciendo, siempre llorando y clamando.

Y suponiendo que de todo lo que obra Dios en las almas es especial motivo su piedad, que es   —CXV→   sola la que le persuade a que las ampare, ayude, consuele, busque, halle, cobre y las lleve sobre sus divinos hombros, a pasos y pastos de eternidad; con todo eso es su bondad tan inmensa y se deja tan fácilmente obligar de sus criaturas, que para ejemplo y escarmiento de otros, pondrá aquí este pecador sus daños al caer, y sus remedios y asideros al procurarse levantar.

La primera causa de haber estado tan cerca de perderse para siempre y de haberse relajado tan sin medida ni término, fue el faltarle la humildad; porque si él la tuviera como debía, estuviera más atento a huir de todo aquello que podía ocasionar las ruinas de su alma; y aunque era en lo exterior humilde, pero debía de pensar que era humilde: y aunque procuraba y deseaba ser bueno, pero debía de pensar que era bueno; y por aquella oculta soberbia le debió el Señor de querer escarmentar, con que viese que no era bueno, sino malo, flaco, miserable y lleno de soberbia, ambición, sensualidad y liviandad, y un pródigo despreciados de los bienes de la gracia y de tantas luces y sentimientos devotos como Dios daba a su alma.

La segunda fue el arrojarse sin temor a los peligros y daños, ya de la ambición, ya de la soberbia, ya de mil afectos desordenados y sensuales de la porción inferior. Y esto nacía de   —CXVI→   lo primero, que era la falta de temor, de humildad y de entender que no caería ni pecaría por el deseo grande que tenía de no pecar ni ofender a Dios, y este en lo sensitivo es consiguiente que se lo aumentase el demonio, para que en esa confianza se pusiese, empeñase y acercase al despeñadero más a prisa y con más seguridad.

Lo tercero: fue hacerse sordo a las divinas inspiraciones, o, por mejor decir, replicarlas, que era mayor desvergüenza, por la propia satisfacción y deseo que sentía en sí de no ofenderá Dios y pensar que nunca llegaba a ofenderle, y con eso andar buscando razones para defenderse contra Dios, que le alumbraba para que viese que lo que él tenía por razón era pasión; y este es uno de los enemigos más fieros que puede tener un alma, particularmente en naturales vivos, ardientes, discursivos y fecundos de razones, las cuales en juntándolas a alguna secreta pasión, ya sea de ambición, ya de soberbia, ya sea alguna aficioncilla que toque a sensualidad, u otra cualquier cosa que sea, en habiendo cualquier color para defenderla, aunque Dios avise, llame, clame, vocee y tire de la otra parte, él hallará y buscará razones para su opinión, y que fomenten su antojo y su devaneo; y obligará a Dios a que lo deje y desampare, pues quiere discurrir más que Dios y conocer más que Dios, y otros desatinos   —CXVII→   semejantes; y finalmente, andar siempre buscando contra Dios excusationes in peccatis.

Y así lo que debe hacer el buen espiritual en estos casos es (en sintiendo el alma algún peligro, y viendo la luz y la inspiración divina que le advierte) caminar, y caminará lo seguro siguiendo la luz que le dan cuando conoce que le aparta de los peligros; y tener por sospechoso su discurso y su razón si es para acercaras a ellos, y finalmente, tener por pasión a su razón.

Lo cuarto: es haberle entrado en su alma la afición a cosas permitidas que andaban cerca de las prohibidas, y cebándose en las unas, acercarse sobradamente a las otras; y con eso él pensaba (aunque podía y debía no pensarlo) que era poderoso para todo, siendo la misma flaqueza, miseria, maldad y debilidad. Y Dios, que vio que se negaba a sus inspiraciones y que andaba con la razón sin razón, cubriendo y justificando sus pasiones (o para castigo suyo o para que escarmentado, como quien cae y se rompe la cabeza, y se huelga el que ama porque escarmiente a mayor daño el herido), lo permitía para que de allí en adelante viviese más atento a los peligros y obrase ya escarmentado con el tiempo que no quiso ni supo obrar cauto. Finalmente, permitió y dispuso esta bondad infinita que cayese, para   —CXVIII→   que con la caída abriese los ojos, y levantado huyese de las caídas.

La quinta causa fue el no estar atentísimo a huir de todo aquello que era más conforme a su inclinación, porque como quiera que el vano se perderá fácilmente fomentando la soberbia; el ambicioso andando con puestos y dignidades; el sensual entre deleites y recreaciones, y así de los demás vicios, así el que conoce en su alma propensión al mandar, al dominar, al subir, al valer, al juicio propio, a la fragilidad de la carne, a la soberbia o ambición del espíritu, no sólo debe huir de aquello a que es más propenso, sino estar atentísimo a pelear, humillarse, confundirse y apartarse de cuanto puede arrastrarlo vencerlo o sujetarlo. Y este pecador no sólo no huía ni peleaba como debía, apartándose de aquello que le mataba, sino que era tan loco y desatinado, que algunas veces pensaba, probaba e intentaba en medio del peligro estar exento del daño, y quería hallar en el fuego el refrigerio y no mojarse nadando; y esta locura le nacía de propia satisfacción, ya que no de su virtud, por lo meros de su deseo de servir y agradar a Dios y no ofenderlo. Esto es bueno cuando se obra con el santo recato, advertencia y atención a huir de todo aquello que de mil millones de leguas se acerca al pecar; pero cuando sirve de acercar el alma a los peligros,   —CXIX→   suele ser el mayor lazo, pues aunque haga mayor penitencia que han hecho los Santos y despida más lágrimas y sentimientos que han tenido los más fervorosos penitentes, si él anduviere al obrar, ya por algún secreto asimiento de ambición o soberbia, sensualidad o codicia, caminando entre peligros, en ellos, con ellos o entre ellos, se perderá en ellos de irreparable caída, si ya Dios, por su bondad infinita, como hizo con este miserable pecador, no le levanta caído y la ayuda levantado.



  —CXX→  

ArribaAbajoCapítulo XXIV

De los medios de que se valió la gracia para que este pecador no se perdiese del todo y para siempre, y lo escribe para que otros esperen y peleen


No hay duda que es infalible, verdadera y constante la sentencia del Santo Job, que después pronunció San Pablo con la misma claridad, que es guerra la vida del hombre sobre la tierra y que la carne pelea contra el espíritu y el espíritu pelea contra la carne. Y así como la culpa y el demonio se valían de todos aquellos medios que hemos dicho para ganar y destruir a este alma, Dios y la gracia se valían de otros para tenerla, contenerla, y perdida cobrarla y caída levantarla.

Lo primero: le dejó Dios a esta alma un ansia grandísima de no ofenderle, servirle y agradarle. Y aunque no era eficaz y poderosa para huir de los peligros, y algunas veces para incurrir   —CXXI→   en los daños, lo era para sentirlos, aborrecerlos, llorarlos y pedir a Dios perdón. Y aunque esto no es lo mejor acompañado de aquello (esto es, pecar y llorar), es menos malo que si fuera aquello solo, porque una cosa es perderse ya vueltas a Dios las espaldas, y esto es perderse del todo. Otra es perderse sin querer perderse, sintiendo perderse y pidiendo a Dios que no le deje perder: este modo de perderse, aunque es de daño el perderse, tiene disposiciones más fáciles de cobrarse.

Lo segundo: le conservó siempre el dolor de cualquiera cosa en que se desviase de agradar a Dios o se acercase a ofenderle. Y en lo grande y lo pequeño, si caía se levantaba, lloraba, clamaba a Dios, le pedía lo apartase de lo malo, lo conservase en lo bueno y que muriese antes que le ofendiese; y estar un alma clamando a Dios son prendas de que lo halle.

Lo tercero: le conservó la penitencia, el dolor y sentimientos de ofenderle, aborreciendo cuanto no era agradar y servir a Dios; conociendo lo malo y llorándolo; defendiendo lo bueno y abrazándolo; de suerte, que el vencer era con gran gusto suyo y el caer con gran disgusto, porque siempre la razón y la gracia estaban aborreciendo a la pasión y a la culpa.

El cuarto: no haberse rendido a la culpa de   —CXXII→   voluntad, que abrazaba las pasiones como a amigos, sino como a enemigos, vencido, rendido y triunfado de la culpa; pero reventando, no caminando (cuanto a los pasos del alma) por su pie, sino arrastrado. Y esto de obrar como obraba el imperfecto, pecaminoso o malo (aunque es mito obrar con tanta luz y así lo agrava) pero tiene más fácil el remedio que si fuera voluntario de voluntad amigable, y gustoso sobre malo, porque entonces obra el alma, rotas las dos riendas de la razón y vergüenza, persuadida más que no llevada del apetito, sin quererse contener.

Lo quinto: que no dejó la oración y la penitencia, y el pedir a Dios perdón y misericordia, ni aquellos ejercicios que miraban a su agrado y gusto, sintiendo hacer cualquier cosa que lo apartase de Dios, cuanto más aquello en que le ofendía y desagradaba.

Lo sexto: que todos los días confesaba, decía misa y se preparaba, y aunque no era entre estas batallas y miserias con la pureza que debía; pero le parecía a él que la quisiera tener purísima, y así lo entiende ahora, y a los pies del confesor diera la vida por no haber ofendido a Dios y no volver a ofenderle, y en la misa clamaba con voces de su alma, dolorosísimas, y lágrimas bien frecuentes, que no permitiese le dejase y le   —CXXIII→   librase de estos peligros y daños, y aunque esto era en muchas ocasiones, sin apartarse de los medios del peligro y perdición, debía de compadecerse Dios de ver malo al que quería ser bueno, y enemigo, al que deseaba ser su esclavo y amigo, y de ver siervo afligido de la culpa al que en su alma no deseaba ausentarse de la gracia.

Lo séptimo: también debió de compadecerse aquella Divina misericordia de este hombre, porque cuando podía huir de su perdición y le ayudaba Dios a hacerlo, huía de los peligros y andaba siempre buscando a su daño el remedio; y ya clamando, ya orando, ya haciendo penitencia, ya huyendo, siempre estuvo peleando; y era como un luchador y un soldado que ya se levanta, ya lo llevan, ya queda como muerto en la campaña, ya se levanta y pelea, y sin perder el ánimo, herido y vencido, vuelve otra vez a pelear, hasta vencer y escaparse; y este modo de caer y pelear (que se debe a la gracia Divina, que ayuda al pobre soldado que pelea) es de grandes esperanzas, y del que dice el Señor que quien así cae no se perdería del todo, antes volver a servirle: Cum ceciderit non collidetur, quia Dominus sipponet manum suam.

Supone su mano Dios unas veces para que no caiga el alma desde la culpa leve a la grave; otras para que no desde la grave al infierno. Y   —CXXIV→   se levanta, y todo es caer sobre la misericordia, que le alumbra, le levanta y favorece. Bendita sea tan inefable piedad. Así cayeron David, San Pedro, San Pablo y este pecador pecadorísimo, con mayor superstición que cuanto tiene, ni ha tenido, ni puede tener el mundo.

Lo octavo: debió de ser grande bien para el alma el no haber perdido los sentimientos de Dios y de su amor, dolor con amor, y amor con dolor grandísimo de ofenderle, que este nunca se apartó de su alma, ni su Divina Majestad se lo quitó: sino que, aunque como miserable caía, lloraba y se levantaba amando a quien le ayudaba, adorando a quien le amaba y pidiendo gracia y fuerzas para perseverar en lo bueno y no incurrir en lo malo.

Y aunque es así, que el amor imperfecto sensitivo, se compadece con la culpa y tiene en ello mucha parte la naturaleza; pero cuando este amor sensitivo a Dios, tiene o tuvo su raíz, en el racional, espiritual y verdadero, fácilmente con la gracia y por la gracia se hace y se vuelve verdadero, racional y espiritual. Y asimismo no hay amor de Dios perfecto, ni se compadece con la culpa, ni cabe en un corazón, amor de Dios y culpa mortal. Pero de lo que sirve dejar Dios al alma, a quien lo da aquel sensitivo amor, es para que se vuelva a Dios y llore su culpa y se junte   —CXXV→   el sentimiento con el consentimiento; y el amor sensitivo con el espiritual y verdadero, y con esa llore más vivamente sus culpas con motivos de amor y con un dolor vehementísimo y ansia de apartarse de sus culpas, como San Pedro, que no hay duda, que al buscar al Señor la noche de la Pasión en casa de Anás y de Caifás, ut videret finem, tenía amor sensitivo y racional: y cuando como flaco lo negó, le quedaría el sensitivo, y con la culpa se le fue el espiritual y racional, y después, como amante vuelto ya en sí lloraba con amor y dolor sensitivo y racional aquella culpa. Y así, aunque no hay duda, que esta verdadera caridad, obra como ama, y es amar con pureza y obrar con ella, sin ofenderá Dios, que es el verdadero amor de Dios; con todo eso, tengo por gran bien y merced de Dios para todo tiempo darle su Divina Majestad a cualquiera cristiano tal amor, que ame en todos tiempos el alma a Dios, esto es, que tenga sentimiento de amor de Dios: por que es como tenerle un despertador, para que si como flaco cae, luego vuelva a buscar a quien adora, a quien ama, y tanto más siente haberle ofendido, cuanto más lo quiere y lo siente en su alma amado.

Últimamente, solo Dios sabe, y no se puede bastantemente explicar lo que esta alma pasó, lo que padeció, lo que obró la gracia para defender   —CXXVI→   a esta alma de la culpa; lo que obró el demonio, las malas inclinaciones y pasiones de este pecador para despojar a esta alma de la gracia; lo que Dios obró para que no se perdiese; lo que este desdichado y rebelde pecador obró para perderse; lo que el alma pobre y desamparada de todo y sólo socorrida con los auxilios de la gracia, bondad divina y piedad sobre infinita de su Dios, trabajaba en que no le llevasen a su Dios; y en llevándoselo y en buscarlo, tenerlo y detenerlo, y esta batalla espiritual de perder y cobrar a Dios y asirse firmemente al no perderle, todo se debe a la gracia de aquel Dios, que es todo misericordia.

Bendito sea para siempre este señor (que según espera esta alma en su divina bondad) en esta porfiadísima batalla venció la gracia, triunfó y puso a sus pies la culpa.



  —CXXVII→  

ArribaAbajoCapítulo XXV

Nuevas y repetidas misericordias que Dios obró con este pecador, después que le libró de tan grandes peligros y perdición


Habiendo salido esta alma pecadora de esta espiritual batalla y naufragio en los brazos de la gracia y piedad Divina, y escapado como el que se está ahogando en la tempestad y le viene por socorro un diestro nadador que le toma sobre sí y le saca a tierra, comenzó con las raíces que tenía echadas en su alma el deseo de servir y agradar a Dios, y no ofenderle a retoñecer, y a recibir nuevas y mayores misericordias de Dios, y las ha ido recibiendo en los años siguientes, que él se holgara que fueran eternidades, para haber llorado y servido a un Dios tan bueno y perdonador, y se irán apuntando algunas, por ser dificultoso y aún imposible a su discurso el poderlas referir todas.

  —CXXVIII→  

La primera: que agradecido a lo que Dios había hecho en él, librándole de tan grandes peligros y daños, fue cada día recibiendo más gracia, y fortificándose más en los propósitos de agradarle y no ofenderle, y a este intento iba repitiendo devociones de la virgen y los santos.

La segunda: le dio gracia el Señor, para que fuera también avivando los ejercicios de la penitencia, y aunque ésta del todo no la dejó, pero la fue aumentando más desde entonces.

La tercera: que frecuentó más el acudir a los hospitales y a asistirles, y a los lugares e imágenes de devoción, señaladamente a las de la Virgen Santísima, en quien siempre ha puesto su corazón y toda su confianza.

La cuarta: en los mismos hospitales iba obrando con más humildad que antes, sirviendo de rodillas a los pobres, y llevando las ollas y lo demás (aunque lo más de esto lo solía hacer antes de treinta años a esta parte).

La quinta: algunos meses antes de lo que se dirá, andando en el coche, particularmente en el campo, en poniendo los ojos por las ventanas del coche, se le presentaba la virgen María, Nuestra Señora, en figura de una niña muy hermosa, con manto azul, corona en la cabeza, la luna en los pies, y esto le duró mucho tiempo, y se le representaba   —CXXIX→   en el aire, unas veces algo lejos y otras cerca; y aunque él no hacía caso de esto, porque no se ha gobernado por estas cosas, le consolaba muchísimo, y debía de dejarle algunos buenos efectos en el alma. Esto le duró hasta que le sucedió lo que se sigue.

La sexta: le sucedió, que saliendo una mañana (sería como a las once del día) de servir a los pobres en un hospital, tomó su coche para ir a visitar una imagen de devoción de Nuestra Señora, en donde veinte años antes, y más le había, sucedido el quererlo el demonio espantar en figura de culebra (como lo ha dicho arriba en el capítulo 14), porque a esta santa imagen tenía grandísima devoción; y le sucedió, que seis u ocho pasos después de haber partido vio al lado derecho a Nuestro Señor en figura de salvador a pie caminando hacia donde iba este pecador, y el vestido o túnica parecía morada de color algo claro; él rostro hermosísimo sobre manera; los pies descalzos, el pelo castaño, los ojos claros y hermosos, el semblante grave, humano, pero no alegre. Y cuando vio aquello se enterneció, y cuanto caminaba el coche iba este Señor caminando. Los ojos con que le veía, eran de la imaginación, mas no puede jurar que fuesen de ella solamente, porque influía tan eficazmente al entendimiento, calentaba de tal suerte en la voluntad   —CXXX→   y se ponía tan presente a los del cuerpo, que con todos ellos parece que lo veta.

Apeose y siempre le parecía que caminaba a pocos pasos (como a cuatro o seis) de su persona y a la mano derecha. Algunas veces volvía este pecador los ojos a la otra parte del coche, y allí se le ponía como a la otra pacte, de suerte que le fue continuando esta preferencia cerca de seis años: y hasta ahora no se le ha quitado del todo, más o menos conforme ha sido su voluntad; particularmente cuando va a las visitas de las almas lo primero que ve ordinariamente (aunque en estos años últimos no ha sido tan frecuente) es este dulce acompañamiento en este género de presencia.

El juicio que él hace de esto es, que el Señor, para recoger su alma, permite que algún ángel le represente en esta figura, o que la imaginación y los sentidos necesariamente mirando lo vean de esta manera o porque así cumpliese su voluntad santísima; y de cualquiera manera, esto lo tiene por cosa de Dios, porque los efectos son: quietud, paz y sosiego, devoción y ninguna propiedad en el alma, recogimiento, amor divino, pureza de conciencia, agradecimiento a Dios, mira lo que dice y habla y ninguna propiedad en el alma, ni asimiento alguno a esto.

Es verdad, que de tres años a esta parte se   —CXXXI→   mudó el rostro y semblante en figura de que estaba padeciendo coronado de espinas, y así se le ha representado comúnmente en estos tres años y en los antecedentes, como salvador, de la manera que tiene dicho.

Lo séptimo: cuando ha tenido algunas tercianas, particularmente en dos o tres ocasiones, se ha avivado más esta presencia con grandes efectos y ternuras de corazón; y en dos ocasiones se le presentaba su madre santísima en figura de una señora de hasta cuarenta y más años, sumamente hermosa y venerable, y asentarse en un lado de la cama el Señor y su Madre en el otro, mirándolo con agradable vista, y causándole notable recogimiento y amor, consuelo y gozo, y tanta quietud y sosiego en el alma, que se manifestaba que aquello debía de ser obra de Dios.

Lo octavo: en este género de visiones nunca ha sentido en su alma embarazo, ni asimiento, ni afecto, que le cause aflicción, ni congoja ni deseo de que se repitiesen, sino un sosiego y quietud grande, y desasimiento, como sino sucediese; por que siempre lo ha tenido a este género de cosas, como sujetas a engaños, y desde los primeros años de su vocación le ha dado Dios desapego a lo criado, y a criaturas en la voluntad, sin consentirle afecto, ni cosa alguna, que no fuese hacerla voluntad de Dios, y obrar en fe,   —CXXXII→   en espíritu y verdad, exceptuando el tiempo que ha referido, en que ha vivido ya arrastrado, ya luchando con sus pasiones, pero han sido de otro género, y siempre aborreciendo aquello que a Dios no le acercaba, o que de Dios le apartaba; porque verdaderamente, aun cuando las pasiones hacían suerte en él y lo perdían, era reventando y aborreciendo cuanto no era este desasimiento, y deseo de ser solo, y todo de Dios, y creo que es la causa de aborrecer cuanto no es de Dios, o puede tener al servir y agradar a Dios el que desde que le sucedió haberle pegado fuego en su corazón la Virgen con el amor que tenía en sus brazos y manos (que era el dulcísimo Jesús en la ocasión que ha referido en el capítulo diez y seis) y el amor de los bienes eternos, y eterno es enemigo del temporal y de todo lo criado, el amor del Criador le ha defendido aquel amor de este amor, y aquel deseo de Dios de todo deseo que no sea aquel deseo, que es de Dios, en Dios y por Dios.

Lo noveno: le ha dado Dios fidelidad en el alma, si no en el servirle como debe, en conocer que es lo mejor, y procurar seguir lo bueno, cierto y seguro, y aún en lo espiritual en huir de lo que es malo, peligroso o dañoso. Y siempre que ha sentido cerca de sí al demonio luego lo palpita el corazón y teme, y se vuelve a Dios y lo   —CXXXIII→   conoce como si lo viese, y como el polluelo en viendo al gavilán tiembla, y corre como puede a ponerse debajo de las alas de su madre, así el alma se va a poner en el amparo y protección de su Dios y su padre celestial; y de esto ha tenido harto en los seis años siguientes.

Últimamente siente y se le ha fijado más en el alma el santo temor de Dios y de sí mismo, y el fiar más en Dios y fiar menos de sí, diciendo diversas veces: Consige temor, tuo carnes meas.

Y este temor de sí y temor con amor de Dios a Dios, lo tiene por grandísimo tesoro y desea perder antes la vida, que no perderle mientras le dure la vida.



  —CXXXIV→  

ArribaAbajoCapítulo XXVI

Que le mudaron a este pecador de iglesia, y lo que le sucedió para aceptarla, y nuevas misericordias y miserias


Estando este pecador sirviendo en un Consejo, entre tanto que venían las causas y trabajaba en la defensa de su dignidad, habiéndolas allanado por la divina bordad, le presentaron a otra iglesia, y como quiera que él deseaba más conservarse en la primera y que habiéndole proveída antes a una Metrópoli, se había excusado y se había estrechado con su iglesia con vínculo de voto de no dejarla, por quitar todo motivo a la humana ambición, que en cosa alguna descansa, en esta ocasión rehusó también admitir esta, a que le presentaron.

Es verdad que no era el motivo de no aceptar esta iglesia, tan puro y tan limpio, como lo, fue el voto, o promesa, quo hizo de no dejar la   —CXXXV→   primera: sino por una graduación que había hecho, harto presumida y vana, de sus méritos y servicios y de tantos años y puestos de Ministro y Prelado y que había remediado tantas y tan graves cosas y materias y que le parecía menos crédito de su persona y servicios, el no darle otra que fuese de mayor estimación y graduación, en el concepto común de este género de premios.

Y aunque veía que era preciso aceptar alguna iglesia, por no poder servir la primera a dos mil leguas ausente y más estando constante su Rey, de que sirviese en estas provincias, con que cesaba la causa del voto y era ruina de la iglesia lo que antes podía ser conveniencia; pero quería su vanidad de tal altura esta gracia, que calificase con proporcionada estimación sus méritos y servicios.

Para defender este dictamen de la propia estimación y hacerlo muy puro, espiritual y santo, trabajaba su discurso notablemente: y como para lo peor y para perderse ha sido siempre sutil y agudo este pecador, hallaba tantas razones espirituales y santas, de decencia y de conciencia (sin embargo, que le hacía otras mercedes por sus servicios, abrigadas a esta promoción), que le parecía a él (¡oh amor propio lo que engañas!) que era pecado ser humilde y culpa ser resignado.

  —CXXXVI→  

A esto ayudaba harto la familia, que ordinariamente se viste y sobreviste ciegamente de la honra de su Prelado, y mide con varas de grande medida sus méritos, y sentían vivamente que no fuese lo que ellos llamaban premio (siendo verdaderamente Cruz) muy a su satisfacción.

Acudía al consejo de varones doctos y espirituales, y él hacía de suerte la relación y ponía de manera el caso, que ordinariamente daban la sentencia conforme a su propio amor, con que cobraba más fuerza en su dictamen y con él su perdición; porque es cierto que, si porfiara en esto, se ponía en infinitos embarazos y disgustos, e inquietudes muy ajenas de camino espiritual y de Dios.

Andando con estas perplejidades, asido el ánimo al dictamen y teniendo por bueno, allá en lo interior siempre el alma andaba fiel y contra las bachillerías del entendimiento. Daban voces dentro de ella la humildad, la sinceridad, la verdad, para que anduviese por el camino del desasimiento y se negase a la propia estimación y exaltación y conociese quién era.

Con estos cuidados se entró un día en el oratorio a orar, o a adorar a aquella santa imagen de Jesucristo, bien nuestro que siempre ha traído consigo, a la cual cortaron los herejes los brazos y las piernas, y mirando a aquel Señor, le dio   —CXXXVII→   instantáneamente un rayo de luz al entendimiento, y como si fuera una vela encendida que corta y quema un hilo a que está asida alguna cosa, así le quitó el asimiento de su propia voluntad, y al instante se le ofrecieron muchos discursos de verdad y de humildad, y los abrazó con sumo gusto su corazón; porque luego se le propusieron las razones siguientes con que él a sí mismo se reprendía, diciendo: ¿Estoy loco? ¿Qué engaño es este? ¿Es posible que he de resistirme a cosas que ordena Dios? ¿No lo representa el Príncipe? ¿Qué méritos, qué servicios son los míos, que merecen premio alguno? ¿Por culpas me han de premiar? Y cuando hubiera méritos y servicios, ¿cuándo merecía esta iglesia? ¿Cuándo la merced que le acompaña y califica los méritos? Y las iglesias, ¿son premios o ministerios o cruces? ¿No es locura discurrir de esa manera?

Finalmente se trocó el corazón y el discurso, y a la hora de comer dijo a los familiares con resolución: Que quien no le hablase con estimación de la iglesia a que era presentado y le persuadiese a que no la aceptase, era enemigo capital de su consuelo. Con lo cual volvió a hablar de otra manera a los ministros, que con gran gozo suyo se ajustó. Y es cierto que así se sintió en el cuerpo y en el alma, consolado desde entonces como sí hubiera arrojado de sí la peña y pena de   —CXXXVIII→   Sisiso, que traía sobre sí, quedándole con este suceso gran luz de acudir a Dios en todo, pues da más su Divina Majestad en un instante, cuando le buscan las almas, que todas las criaturas, aunque estuviesen alumbrando con la luz de su caudal enteras eternidades.

Desde entonces también el Señor, en premio de aquella, resignación o porque es manantial de misericordia, le fue aumentando las luces. Porque habiendo dejado la ocupación de Ministro, se retiró a la soledad, y en ella y con ella vivía siempre en ejercicios devotos de oración y de mortificación, y en la misa, en la mesa, en el oratorio, en la presencia divina y en sus acciones y operaciones, se conocía esta mudanza, y habiendo venido sus bulas, partió el día de su ángel de guarda, a su iglesia, contentísimo de haber de servir a Dios en aquella soledad, que lo era, respecto de los lugares grandes; donde se había criado toda su vida.



  —CXXXIX→  

ArribaAbajoCapítulo XXVII

Llega a su iglesia, comienza a obrar en su ministerio y nuevas misericordias y cargos, sin descargo, sino la misma misericordia, que satisface a sus cargos


Todo el camino hasta llegar a su iglesia, que no fue largo, lo ocupó todo en entregarse de todo a Dios y ofrecerle el corazón, en que hallaba grande consuelo. Llevaba ya apuntados les dictámenes, con que se había de gobernar en el ministerio, como más juzgó que cumplía al agrado del Señor y al aprovechamiento de las almas de su cargo, a las cuales le comenzó a dar Dios grande amor, como le sucedió cuando lo eligió para la primera esposa. Y por estos apuntamientos e instrucciones que él hizo a sí mismo, se gobernó más fielmente por la gracia y misericordia divina que por los que hizo cuando vino de aquellas   —CXL→   provincias remotas, en los cuales, si hubiera sido observante, de otra suerte estuviera su alma y harto más aprovechada. Si bien puede ser que no hubiera sacado el fruto de la humildad y penitencia que le ofrecían sus culpas, sus pecados y miserias.

Las misericordias que su indignidad ha recibido de su Señor, Redentor y Criador, no se pueden contar ni escribir, sino adorar.

Lo primero: le ha dado en esta iglesia y diócesis que sirve, quietud de ánimo y consuelo para amar todo aquello que puede entristecerle la naturaleza, y para hallar y abrazar con reverencia y gozo, cuantas descomodidades aquí se pueden considerar, hallándose aquí con una espiritual alegría: y esta es grandísima merced, por ser el campo donde se hacen y corren alegremente todas las operaciones de pastoral y ministro; pues si él estuviera descontento con la iglesia y en su diócesis, no hiciera cosa alguna de provecho.

Lo segundo: le ha dado tierno amor a su iglesia y almas de su cargo, y deseo de su alivio y de que consigan la salvación; y por hacerlo, le parece que diera la vida con gran gusto, con que se le hace muy fácil cuanto obra en su servicio.

Lo tercero: a poco tiempo que estuvo, con ocasión de sus empeños y deudas (que eran muchas, por el poco cuidado que ha tenido con la   —CXLI→   renta de su dignidad), arrojó de casa (movido de luces e inspiraciones) la poca plata que tenía, coche, litera y todo lo demás que miraba a fausto y ostentación; y esto con una espiritual alegría tan grande, que si como dejaba el coche, pudiera dejar la vida por Dios, con igual gusto y amor la dejaría.

Lo cuarto: a esto ayudó mucho haber leído vidas de santos obispos; y habiendo visto en la de San Martín Turonense, que habiendo sido pobrísimo, con todo eso, al morirse, andaba el demonio buscando en su pobre aposento si había alguna cosa que acusar, y que cuando subía a los cielos su alma, iba el demonio tras ella a ver si había de donde asirle, le hizo tanta fuerza esto ejemplo, que arrojó de casa para pagar sus deudas con ellos, todos estos asideros, que en otros fueran ornamentos debidos a la dignidad; y en su indignidad y miseria de este pecador, podían ser motivos de propiedad.

Lo quinto: siempre que tomaba cualquiera de estas resoluciones y otras de ese género que miraban a espíritu de pobreza (que siempre ha amado muy tiernamente), le daban tantos ímpetus de amor, de luz y misericordia, que conocía que era gustosa a Dios aquella resolución.

Lo sexto: leyendo en otra ocasión la vida de San Martín, reparó en que por su mano daba de   —CXLII→   comer a los pobres y los lavaba los pies. Y al instante propuso de hacerlo así; y todos los miércoles y los sábados, cada uno de aquellos días se los lava, les da de cenar y los sirve de rodillas, y al besarlos los pies lo hace con el mismo consuelo y a la misma consideración que si fuera Jesucristo, bien nuestro. Y aunque desde que entró a servir el ministerio pastoral, todos los jueves ha dado por su persona de comer y servido a doce pobres; pero no ha hallado el consuelo y gozo que en lavarles los pies y servirles arrodillado, y darles después de haber cenado una limosna con que comen el día siguiente.

Lo séptimo: le ha puesto Dios por su bondad infinita tan gran respeto a los pobres, que de ninguna manera, al servirles, se atreve a cubrirse delante de ellos, y le parece que en cada uno mira a Dios, y así los trata, como si en cada uno viera aquella eterna y divina majestad; principalmente cuando les da de comer.

Lo octavo: estando en un convento muy santo de su diócesis, salió un día como por entretenimiento a dar de comer a los pobres de la puerta, y le supo tan bien esta ocupación, que luego trató de obrarlo siempre en su casa, en la cual se les daba antes por el limosnero, en pan o en dinero la limosna. Comunicolo con el guardián del convento, que era hombre docto, y le   —CXLIII→   dijo que era bueno hacer esto, y que no podía deslucir a la dignidad. Luego lo preguntó a un religioso lego, muy virtuoso (porque este pecador es muy aficionado a consultar con la sinceridad, después de haber consultado a los doctos) y respondió lo mismo. Fuese luego a consultar con el Santísimo Sacramento, que estaba descubierto, y le preguntó si esto sería de su gusto; y lo respondieron interiormente que mirase a su Evangelio, y como hablaba de los pobres y se le representaban, y a quien servía el que a ellos les servía. Con que hizo propósito de hacerlo, e indispensablemente lo ejecuta, y por su mano se les escudilla y provee de lo que han menester para comer a medio día de dos ollas grandes, y halla en ello grande consuelo. Y llama cargos a estos ejercicios, y misericordias a estas misericordias, pues cada beneficio es cargo; y en su obrar no halla acción que por el modo, la substancia, la propiedad, la vanidad u otros géneros infinitos de imperfecciones, con que las echa a perder, no sea una miseria continuada que espera le perdonará la divina bondad y misericordia.



  —CXLIV→  

ArribaAbajoCapítulo XXVIII

Le va Dios estrechando más las reglas a este pecador y dando inflamaciones de amor


Con estos y otros ejercicios del ministerio se ha ido más facilitando el obrar aquello que juzga que es más agrado de Dios, y cada día desapropiándose más de todo humano deseo, llevándole la gracia con gran gozo y alegría a servir con alegría al Señor.

Lo primero: le ha ido creciendo de suerte el amor, que algunas veces si no brotaran por los ojos los afectos interiores, le parece que reventaría el pecho; y hasta que salen las lágrimas (y con esto desahoga el corazón) padece el alma mucho en aquellos interiores movimientos. Y aunque es así que desde ahora treinta años que le parece que le imprimió el Señor en su alma su amor divino, ha tenido grandes ímpetus de este divinísimo fuego en todos tiempos, hasta arrojarse   —CXLV→   en el suelo clamando, voceando y llorando por no poderlo sufrir; pero no de esta manera, porque aquellos ordinariamente venían por ilustraciones del entendimiento, y de allí pasaban a calentar la voluntad, y esta a amar y llorar de amor y de dolor de haber ofendido el objeto de su amor. Pero este, que ahora padece, es más dado y sobrenatural; porque sin considerar en cosa alguna, sino con un toque interior tierno y fuerte del amor Divino (aunque más fuerte que tierno), siente ser tocada su alma e inflamada, y de allí pasa el fuego al corazón, y luego se ata la lengua que no puede hablar, y se le levanta el pecho, y hasta que sale el descanso por los ojos llorando (cayéndose y brotando lágrimas los ojos, con un modo notable interior, como si fuese por un surtidor de agua hacia arriba) padece mucho; de suerte, que si durase, corría mucho peligro la vida.

Lo segundo: algunas veces, sólo en nombrando a Jesús, o viniéndole alguna luz interior, o nombrando el dulce y suave nombre de MARÍA, se le inflama de manera el corazón, como ha dicho, que parece que se le sale del pecho, y de allí pasa a quitarte el habla, y le dan unos gemidos tiernos, que nunca ha tenido, sino de cuatro a cinco meses a esta parte, y hasta que se sosiega, aunque sea delante de algunos, ni puede hablar, ni discurrir sino llorar.

  —CXLVI→  

Lo tercero: algunas veces siente su alma, tan movida, y da unos saltos y movimientos interiores tales, que teme no prorrumpa en alguna demostración, más que llorar (que esa es ordinaria en la misa, y fuera de ella), de la misma manera que cuando un niño de seis meses está en los brazos de su madre, dando saltos hacia arriba, así ve este pecador en su alma, con vista interior y espiritual, que está en los brazos de la gracia, del amor y de la misericordia, y ella dando saltos interiores, y dulces de alegría y de gozo sobre manera interior y superior, sin estar en su mano el poderla sosegar.

Lo cuarto: un día estando comiendo enfrente de una ventana de donde se veía el cielo, mirando acaso hacia él, vio en todo el espacio del cielo, que se venía un alma sola y sin compañía, y que al derredor no se vela cosa alguna; e interiormente le ilustraron con cierta noticia muy superior, diciéndole en lo más reservado de su alma: así quiero que camines.

Lo quinto: comenzó el Señor a darle fuerzas para aumentar penitencia; y siendo así, que había probado a ver si le dejaría la salud dormir vestido como lo había hecho muchos años (y después por sus indisposiciones le dispensaron), habiendo probado en una ocasión, y ocasionándole un gran catarro, que le duró mucho tiempo   —CXLVII→   y le impidió con calentura acudir al ministerio (que es lo que él siente mucho); probó de allí a dos años, víspera de San Andrés, y se halló bien, y no sintió ninguna indisposición, y así lo continuó y lo continúa.

Lo sexto: dejó la cama y tomó un jergón con grandísimo consuelo suyo; por la paja que tenía le despertaba memorias del pesebre del Señor, y cubriéndose con una manta raída y su capote, comenzó a volver a sus principios de cuando se veía mozo, y cada día se halla mejor, más sano, fuerte y contento.

Lo séptimo: en todas las ocasiones que ha hecho actos de caridad y servido a los pobres en tiempos fuertes de frío, siempre descubierto, jamás por ello se ha acatarrado, ni perdido la salud.

Lo octavo: cada día le ha ido quitando más el sueño (y con gran gusto y consuelo suyo), hasta ir disponiendo que se levante a las tres de la mañana; y, siendo así que siempre ha sido trabajado de la cabeza, le ha fortificado de suerte, que no le hace daño alguno para acudir a su ministerio.

Lo noveno: le ha ido estrechando más en la frecuencia de las disciplinas y penitencia del día y noche, y siempre halla más consuelo y salud (si bien siente que el brazo derecho debe de padecer   —CXLVIII→   en este ejercicio mucho, porque por la coyuntura del hombro le causa mucho dolor). Lo décimo: en la comida le ha ido también estrechándole, disponiéndole con santas inspiraciones y deseos que vaya dejando lo regalado. Y así le ha dado a Dios muchos años a la fruta, y si no es en dos o tres ocasiones o tiempos (en las dos por enfermo y en la otra por lo relajado), en treinta años no la ha comido otra vez. Ahora le ha quitado todo lo que es truchas, besugos, capones, gallinas y cualquiera otra cosa de este género, y el dulce raras veces se le consienten, y sólo se sirve de dos platos al comer y uno al cenar, aunque haya en la mesa más por los huéspedes.

Lo decimoprimero: con ocasión de que Dios haya piedad de su alma en la hora postrera de su vida, le ha quitado el comer postres y se los ha dado a Dios para que su bondad se los guarde para entonces.

Lo decimosegundo: le ha puesto en que cuando come sea ofreciendo a Dios su corazón, si se acuerda, en cada bocado, y al comenzar algún plato pone los ojos o corazón en una imagen de Cristo Nuestro Señor, que se le ofrece siete veces; y otras en la de la Virgen, y si así no lo hace no siente consuelo este pobre pecador.

Lo decimotercero: le ha formado el modo de   —CXLIX→   comer religiosamente en comunidad con su familia, leyendo mientras se come, hallando en ello grandísima utilidad para todo y haciendo se vaya a recibir la bendición de la Virgen antes de ir a comer, y después se vuelve al oratorio a pedir la misma bendición.

Lo decimocuarto: en una ocasión, estando comiendo, tenía delante una imagen de Cristo Nuestro Señor Crucificado, y habiendo hecho este pecador un acto de mortificación interior (y no era de la abstinencia de comer) volviendo los ojos al Santo Cristo, vio con los de la imaginación o entendimiento o del cuerpo (que todo participó) un Serafín a sus pies adorándole y besándole, y fue tanto lo que le hirió en el alma a este pecador esto, que se le inflamó el corazón y anduvo movido y con suma reverencia y presencia de aquella vista algún tiempo; y en otras ocasiones, mirando allí, siente recogimiento y amor, y cuando lo escribe está sintiendo muy vivo y ordinariamente sólo con acordarse de aquello.

Lo decimoquinto: en nombrándose, cuando se lee, el Santísimo Sacramento, se descubre este pecador, y no se vuelve a cubrir, y si se nombra el dulce nombre de María, hace lo mismo, como se nombre tres veces, y dos si se nombra el de Jesús. Y si se lee alguna historia de la virgen la oye descubierto, aunque hace gran frío en aquella   —CL→   tierra donde está, mas esto jamás le ha causado, ni ha hecho daño.

Lo decimosexto: en otra ocasión leyendo la vida de aquel varón apostólico el maestro Ávila, viendo este pecador el fervor de aquel varón de Dios, y lo que predicaba sólo por la caridad, y lo que él, necesitado de la justicia se defendía de cumplir con tan alto ministerio, se puso a llorar con grande fuerza en su oratorio; después de haber comido, contraponiendo su flaqueza con el fervor de aquel varón santo, que no se podía consolar, y sintió su preferencia allí donde lloraba, y lo consoló y abrazó, y aunque no dejó de llorar, sino mucho más, quedó su alma muy movida e inflamada en amor de Dios y así ha de predicar, y publicar con su pluma y con su voz la palabra del Señor.



  —CLI→  

ArribaAbajo Capítulo XXIX

De otras misericordias de Dios, y deseos que le ha dado del consuelo y bien de las almas de su cargo, y de sembrar la divina palabra


El ansia que le dio Dios a este grandísimo pecador del bien de las almas de su cargo desde que fue consagrado, veinte años ha, cada día ha ido creciendo más, y tan práctico está en este ejercicio, que nada de cuanto él puede alcanzar, y les conviene, puede (si así es lícito decirlo), aunque quiera omitirlo; señaladamente en estos últimos años, porque es tan grande la fuerza de la gracia, que parece que si él no fuera a obrar lo que obra, lo arrastraran y llevaran por fuerza, aunque el amor entrañable que les tiene, ni admite fuerza, ni dilación en lo que obra. Si bien   —CLII→   algunas veces es menester bien la gracia para avivar esta flaca y débil naturaleza, y siente harto las omisiones, que reconoce en tan santo ministerio.

Lo primero: habiendo temido como flaco el andar a caballo y no en coche, como solía visitar antes, por ser esta tierra tan fría, no sólo le ha dado fuerzas, sino consuelo, gozo y salud para hacerlo. Y cuando hace frío o nieva o hace aire recio o hiela, visitando, siente su alma una alegría tan grande, que entonces se pone a cantar o reír o a llorar de gusto; y en una ocasión (casi sin poderse contener), helando y ventiscando reciamente, se puso a cantar estos dos versos que entonces se le ofrecieron:


Padecer por el amado
son pasos de enamorado.



Tan contento y alegre, que si le dijeran que dejase lo que hacía y le valdría muchísimo descanso y consuelo, mirara a este consuelo como enemigo capital, por lo que aquel trabajo le recreaba, como dulcísimo amigo.

Lo segundo: nunca ha dejado de exhortar, predicar, rogar o platicar, no sólo ofreciéndose el caso y hora de predicar, sino en las conversaciones   —CLIII→   visitando el obispado, hablando con agrado a las almas, mezclando cuanto les puede ser de provecho.

Lo tercero: le han enseñado a que cuando ha de ir a predicar pida a Dios el espíritu de compunción, y en lo interior y exterior vaya triste, o por lo menos gravemente recogido y compungido; porque sale mejor la palabra divina del ánimo penitente, que del alegre, distraído y relajado.

Lo cuarto: que hable lo menos que pueda ser poco antes de predicar, y ande en silencio, y si no palabras muy medidas y serias, nunca salgan de sus labios.

Lo quinto: halla gran consuelo en predicar con el Señor en el pecho, algo después de haberle recibido en la misa, o por lo menos sin haber obrado otra cosa que le ocupe ni distraiga, desde que acabó el divino sacrificio.

Lo sexto: raras veces para predicar piensa media hora lo que ha de decirles; sino es que, comúnmente, cuando es sermón de importancia, toma una disciplina, se encomienda a Dios, lee el Evangelio y allí apunta aquello que se le ofrece sobre el Evangelio, y alguna vez (mas muy raras) mira algún libro, y pocas veces puede seguir los discursos que allí lee, aunque haga diligencia para ello, porque, aunque quiera, no puedo retenerlo en la memoria.

  —CLIV→  

Lo séptimo: en no hallando que apuntar mira al rostro de la Virgen o de Nuestro Señor, y luego se le ofrece. Otras veces cuando predica, particularmente a los pobres labradores, no piensa lo que les ha de decir, sino que toma la bendición del Santísimo, y dice postrado el himno del Espíritu Santo, hasta el verso: Sermone ditans guttura, y luego los versículos y después la oración y después Iube domine benedicere. Y responde asimismo: Benedictione perpetua benedicat nos Pater aeternus. Amen. Iube domine benedicere. Unigenitus dei filius nos benedicere, adiuvare dignetur. Amen. Y otra vez: Iube domine benedicere. Spiritus Sancti gratia illuminet sensus, corda nostra. Amen. Y otra: Iube domine benedicere Ipsa Virgo Virginum intercedat pro nobis ad Dominum. Y otra: Iube Domine benedicere. Omnes Angeli Dei, omnes Sancti, Advocati mei accipiant cor meum, offerant Domino meo Jesu Christo. Amen.

Luego dice con profunda humildad: Señor, poned en mi corazón, pecho y labios, aquello que más convenga al bien de estas almas y gloria vuestra. Con esta preparación predica una hora, y más algunas veces, y siendo indignísimo e ignorante, le da Dios que decir a las almas de su cargo; que mire a hacerlas mejores y llevarlas a la eternidad de gloria.

  —CLV→  

Lo séptimo: con este sencillo modo de predicar de que amen a Dios y lo sirvan, y poniéndoles delante las postrimerías, particularmente después que ha dado en contar ejemplos de almas que callan pecados, son y han sido los casos que le han sucedido de sacar almas de veinte, treinta y treinta y cinco años de malas confesiones, tantos, que cien mil años estuviera padeciendo por servirle a Dios esta merced, y por lo que en esto lo ha dado su bondad no fuera condigna satisfacción.

Lo octavo: le dio luz y gracia para que estableciese el Rosario de la Virgen en todo el Obispado, que es el Breviario y diurnal de los pobres labradores, como acostumbra a decir.

Lo noveno: le dio ánimo y resolución para aventurarse a morir per el ministerio y bien de las almas de su cargo, sin el cual no se puede hacerlo que conviene. Y decía que los Obispos habían de ser espías perdidas del ejército de Dios, que han de tener jugada la vida para servirle y darla por quien la dio por las almas. Y aunque sentía morirse empeñado de deudas, decía que más quería morir empeñado de hacienda que de comisiones y omisiones en el oficio, por ser menores las penas del empeñado, porque gasta más de lo que tiene, que las del Obispo que hizo lo que no debía o no llegó a lo que   —CLVI→   debía. Y cuando para impedirle estos santos ejercicios se le ofrecía el temor de morir, decía en su corazón: Buen fiador tengo, creyendo que Dios sería su amparo y socorro.



  —CLVII→  

ArribaAbajoCapítulo XXX

De otras misericordias que Dios hizo en las visitas a este pecador y de sus misericordias, y como visitaba su Obispado y repartía al visitar las veinticuatro horas del día


En las visitas le sucedieron algunas cosas harto sobrenaturales en orden al ministerio.

Lo primero: le ordenó el Señor, su bondad y su gracia, que hiciese la visita constantemente en la forma siguiente:

Llegaba al lugar que había de visitar con su familia a las cinco de la tarde, más o menos temprano, según se había podido despachar en el lugar antecedente.

En llegando a la Iglesia (a cuyas puertas se, apeaba) y dado la bendición solemne al pueblo, entre tanto que venía el Pontifical y ornamentos, hacía junta de los niños y la gente del lugar.   —CLVIII→   Comenzaba por su persona a explicar y preguntar la doctrina a los pequeños, y con esa ocasión daba luces de enseñanza a los grandes, y a los que le respondían bien daba alguna cosa para acariciar a los padres y madres en los hijos y ganarles a todos el amor, y a los que erraban no les reñía mucho, sino que los animaba para que supiesen más, y por no atemorizarlos ni apartarlos del amor, que es bien que tengan a su Prelado.

En viniendo los ornamentos pontificales gestando preparado, se vestía y decía los responsos solemnes por la Iglesia, y luego descubría el Santísimo con gran consuelo de su alma, y le incensaba y daba, con su Divina Majestad en las manos, la bendición al pueblo. Y en el incensar, y en tenerlo en ellas, le daba Dios particulares sentimientos de amor y de reverencia, y tan grande al incensar y derramar con el incienso su alma delante de aquel Divino Señor, que le parece que si en el cielo se pudiera escoger oficio, él había de pedir el de incensar al Redentor de las almas.

En acabando esto visitaba de Pontifical la pila y lo demás que a esto toca, y volvía al altar y se desnudaba y ponía la capa pontifical, porque deseaba siempre al predicar parecer Obispo y autorizar en los pueblos su dignidad,   —CLIX→   por lo que mueve en ellos lo exterior a lo interior.

Luego se postraba delante del Santísimo y recibía su bendición, como se ha dicho arriba en el capítulo antecedente; leíase el edicto, y en acabando comenzaba la plática, y ordinariamente era de una hora o de tres cuartos.

Todo el discurso de la plática primera se reducía a tres puntos. El primero a mostrarles amor espiritual de su bien y decirles que venía a curar sus almas y componer bien las cosas de sus conciencias, arrancar vicios, plantar virtudes y remediar lo que necesitase de remedio espiritual, así en los eclesiásticos como en los seglares.

El segundo: a que se preparasen para confesar el día siguiente, y que se dispusiesen bien; y aquí les ponderaba lo que importa la gracia, lo que vale, y merece buscarse con ansia la Gloria, el rigor de la cuenta, la delgadeza del juicio, el horror y tormentos del infierno, y que acercarse a las culpas es acercarse a él, y apartarle de él, apartarse de la culpa.

En el tercero les ponderaba el gozo que trae en las almas el servir a Dios, la suavidad y consuelo en confesándose, con qué brevedad y suavidad puede ponerse en gracia por la gracia de Dios, y que no perdieran estas ocasiones ni las indulgencias que ofrecían a cuantos comulgaban   —CLX→   de su mano, y que no callasen pecado alguno, contando algún ejemplo de los que por callarlos se habían condenado.

Últimamente decía que todo se había de hacer con el amparo de la Virgen, y que así fuesen todos con este pecador a rezar su rosario, para que el día siguiente se obrase todo en su servicio. Con esto les daba la bendición al acabar de la plática, y luego rezaba con todo el pueblo el rosario, y acabado decía un responso y el acto de contrición; luego tocaban a la oración, y hecho esto volvía con todo el pueblo, que ordinariamente le acompañaba a su casa, mostrándole grande agrado: duraba este ejercicio por la tarde tres horas.

A la mañana, cuando ya se habían levantado, enviaba confesores para que se confesasen, y después iba este pecador, y de sepultura en sepultura decía un responso rezado en cada uno de los que habían muerto desde la visita antecedente; luego se sentaba a confesar, y no lo dejaba hasta que todos los que se querían confesar lo hiciesen muy a su gusto, aunque fuese hasta la una y las dos del día, y de esta perseverancia conoció grandísimos frutos y milagros, de que se dirán algunos en otra parte.

En acabando de confesar se confesaba él y se vestía para decir misa al pueblo, y en la misa los   —CLXI→   comulgaba a todos de su mano, y en acabando, teniendo el sitial delante, hacía una plática de una hora poco más o menos.

En esta plática enderezaba el discurso y la doctrina lo primero a darles gracias de su docilidad, y de que se hubieran confesado, explicándoles cuán dichosas eran sus almas de estar en gracia, y pintándoles la hermosura del alma en ella, y la fealdad de la condenada.

Luego les iba dando instrucciones de perseverar, contra juramentos, maldiciones y otros vicios, dejándoles instrucciones cómo se habían de defender del enemigo y sus asechanzas.

Después les dejaba las devociones que habían de tener, y cómo se habían de gobernar para servir mucho a Dios, perseverar y tener presente a Dios y no ofenderle, y vencer una mala costumbre de cualquiera vicio que sea; y a esta plática llamaba preservativa, y a la otra curativa, y con esto les daba la bendición solemne y los dejaba consolados.

Acabada la plática, y dado la bendición solemne confirmaba a todos los que querían, si no es que para más comodidad de los mismos feligreses se aguardase para la tarde.

Entre tanto que él hacía estas funciones el visitador visitaba lo material y tomaba las cuentas y lo demás que tocaba a las almas; y en   —CLXII→   casa le comunicaba aquello que tenía dificultad. Solía salir a la una, a las dos y a las tres de la tarde, y ni al pueblo le causaba molestia alguna (como veían que padecía lo mismo su Prelado), ni él sentía jamás fatiga.

A la tarde volvía a la iglesia y rezaba con sus feligreses el rosario del corazón, decía el responso de despedida y a todos les daba su bendición y los dejaba contentos, y así se acababa la visita y pasaba a otro lugar en donde hacía lo mismo.



  —CLXIII→  

ArribaAbajo Capítulo XXXI

De algunas cosas que se sucedieron visitando su Obispado.


Las cosas que en estas visitas le sucedieron fueron notables.

Lo primero: le sucedió, no una vez, sino tres o cuatro, llegar un pecador a sus pies cuando ya acababa de confesar y decirle que el demonio le estaba persuadiendo a que no se confesase con su Prelado, y que se había salido de la iglesia dos veces y que otras dos se había entrado a ella por haberle dicho al oído una voz, que fuese y se confesase con él: y era un pecado callado de muchos años, que confesó con grandes lágrimas. Otro estando en el campo arando dejó los bueyes y el arado, y vino a los pies de su Prelado, diciendo: que le estaban persuadiendo, sin saber quién, que se fuese a confesar y confesose, y necesitaba   —CLXIV→   de confesarse, como el otro, por pecados callados adrede en la confesión.

En otra ocasión, diciéndole a un pecador de treinta años de malas confesiones por un pecado callado, y preguntándole que cómo lo había callado tanto tiempo, respondió: que de vergüenza, y que sino hubiera venado su Prelado y no le oyera predicar, muriera de esa manera.

Otra persona que se hallaba en el mismo estado le dijo que así como entró por la puerta de la Iglesia su Prelado, le pareció que veía a su ángel, y que luego le dijo su corazón: Con este te has de confesar y salir de mal estado.

De este género de confesiones sólo en esta visita hizo más de veinticuatro, quedando las almas consoladas, y asimismo este pecador, y lo advierte para que sepan los Obispos y Prelados cuánto importa predicar y confesar por sus personas, y que se animen a confesar y predicar por si mismos, porque harán gran bien a las almas de su cargo.

Procuraba mostrarles mucho amor y humanidad, hablándoles y acariciándoles para que no les apartase del remedio la autoridad y gravedad que ordinariamente acompaña la dignidad, porque en estas ocasiones es tiempo de consolar con amor, dulzura y suavidad a las almas, y guardar la gravedad y autoridad para otras, como   —CLXV→   cuando se defiende un punto de honra de Dios, u otro de jurisdicción eclesiástica o de disciplina o corrección necesaria.

En medio de todas estas misericordias que te hacía Jesús dulcísimo y gloriosísimo su Señor, tenía tantas miserias y omisiones este pobre y perdido pecador en todo género, que aunque su deseo era bueno y de la gloria de Dios, y por todo el mundo no le ofendiera; pero su ignorancia, flaqueza y poco seso, falla de prudencia, de celo, de virtud y de espíritu, de que andaba rodeado, le daba materia bien fecunda a muchas lágrimas.



  —CLXVI→  

ArribaAbajo Capítulo XXXII

De otras misericordias que Dios le hizo en las mismas visitas y cosas harto notables


Una de las cosas por que este pecador tiene más que adorar a Dios; es por haberle dado gracia para mejorar las almas y facilitarles los medios y disposiciones para hacerlo, y hacer más fácil lo que a todos les parecía imposible.

En una ciudad propuso hacer una Congregación de eclesiásticos y seglares, y a todos pareció imposible, y dentro de pocos días no sólo fue posible, sino que ha echado tan hondas raíces en la virtud y perseverancia, que por la bondad divina se consigue de ella y en ella muy grandes frutos, y se espera que ha de durar para siempre.

En otro lugar formó otra (en tres días) de oración y ha sido consuelo de aquel pueblo, y   —CLXVII→   los mismos que al principio la censuraban, después más fervorosamente la frecuentaban.

En otro comenzó a conferir sobre esta materia con la gente más honrada y virtuosa, y no hubo alguno que no lo dificultase; y comenzando a obrar se dispuso de manera que es el consuelo, reformación y alegría de aquel pueblo, siendo grande, comprendiéndose en ella el estado eclesiástico y secular.

De este género de sucesos, confesiones generales, amistades, paces y restituciones se han hecho muchas en todas partes, llevados de las exhortaciones de su Prelado. Y esto es bien que lo entiendan los que gobiernan almas, porque si este pecador obispo, ignorante sobre malo, sólo con hablar sencillamente y mostrar amor a los súbditos y acariciarlos en cuanto él podía, socorrerlos y servirlos, hacía fruto en sus súbditos, ¿qué harán o qué no harán tantos, tan grandes y tan santos obispos como hay en todas partes, si predican, confiesan y exhortan?

En todas las visitas, aunque al principio traía cama, se la quitó Dios y no se la dejaba traer ni desnudarse, ni comer regaladamente, ni de lo que tema prohibido, y se levantaba a las cuatro de la mañana, poco más o menos, y andaba a caballo con soles, aires y frío y tenía cerca de sesenta años y dos fuentes. Todos los días hacía   —CLXVIII→   dos pláticas, y confesaba y caminaba de un lugar a otro, y siempre volvía de la visita mejor, y más gordo de lo que salía a ella, y sucedieron en ellas algunas cosas particulares.

Lo primero: le sucedió muy ordinariamente que cuando había de estar más cansado se hallaba más descansado, y después de haberse fatigado todo el día, al acabar el rosario de la Virgen, que era el último ejercicio, a las siete, y a las ocho de la noche en el invierno, entonces le venía un género de descanso y alivio tan grande, que si se comenzasen los ejercicios del día, se hallaba, no sólo con más aliento en el ánimo, sino en el cuerpo, para comenzar a obrar.

Lo segundo: de tres años a esta parte particularmente, le ha sucedido aligerarle el cuerpo y quitarle todo lo pesado de él, porque siendo así, con cincuenta y ocho años de una vida de muchas fatigas, enfermedades, jornadas, trabajos, y (lo que es más y peor) cansada, atormentada y quebrantada de pecados, apenas se puede levantar cuando se postra. Y otras veces de cualquiera cosa se cansa, aunque no ande sino trescientos pasos. Con todo eso, cuando venía a las siete o a las ocho de la noche de hacer pláticas a pie, otras a caballo y volvía solo o con un criado a su casa, se hallaba el cuerpo tan aligerado y suelto, como si a un hombre que era de plomo lo hubieran   —CLXIX→   hecho de corcho, y solfa al andar ir con tanta ligereza y decir a Dios: Señor ¿qué es esta que me dais? ¿Qué queréis de mí? Admirado de que esto pudiese hacer, y esto le ha sucedido diversas veces.

Lo tercero: en una ocasión, después de haber predicado y hecho otros ejercicios espirituales, fundando una Congregación, viviendo entonces en un convento muy santo, habiendo vuelto a las siete y media o a las ocho de la noche, se entró en un coro bajo para aguardar la familia y rezar con ella el rosario; y estando arrodillado en un rincón del coro, se le pusieron delante tres Santos, que eran San Bernardo, Santo Domingo y Santo Tomás de Aquino, con una presencia tan tierna para el alma y una ilustración tan amable al entendimiento, o a la imaginación, o a todo junto, y tan tierna y dulce, que le consoló muchísimo. Estaban con sus hábitos mismos, y que le mostraban agrado y que le asistían como sus amparadores. Y ahora no puedo escribir esto sin bien abundantes lágrimas. Era este convento de nuestro Padre Santo Domingo.

Lo cuarto: en otra ocasión, en este mismo convento, habiendo madrugado antes que se levantase la comunidad para ir a recibir la bendición del Santísimo, al coro alto, llevó una carta pastoral para que sus súbditos ofreciesen a Dios   —CLXX→   repetidas veces su corazón, y simplemente arrodillado dijo: Dios mío y Señor de mi alma, dad espíritu a estas palabras muertas y vida de gracia a estas obras; haced que todo sea para gloria vuestra y bien de las almas, dadme a mí trabajos y penas y a Vos gloria y alabanzas, u otras cosas de este género. Le sucedió que estando diciendo esto, desde la llaga de los pies de una imagen de Cristo Nuestro Señor, que estaba en lo más alto del altar, vino un rayo de luz o fuego sobre la misma carta pastoral y de paso abrasó de manera el corazón de este pobre pecador; que hubo de derramar muchas lágrimas para poder descansar.

Lo quinto: en otra ocasión, habiendo partido con su familia por no gravar al cura con quedarse allí aquella noche, con grande ventisco y agua, con su gente, salieron después las cargas, en las cuales venía el Niño Jesús, que siempre trae consigo, y habiendo andado dos leguas de noche, lloviendo, por malísimo camino y barrancos, y estando a pique de caer la familia, y este Obispo ya casi del todo caído de la mula, ninguno cayó, siendo así que las cargas siempre llegaban en camino bueno media hora, y una después que las mulas, y que en este camino, que era malísimo, y de noche, con aguas, habían de llegar más de dos horas después; y así como llegó a la Iglesia,   —CLXXI→   pidió que con luces fuesen a buscarlas, y se pusieron a caballo para esto. Apenas salieron del lugar, a menos de doscientos pasos, poco más, las hallaron buenas, sin haber caído, ni otra cosa de daño o dificultad, diciendo el mozo que el Niño Jesús era quien lo había traído, apenas sabiendo cómo ni de qué manera pudo llegar estando lloviendo por mal camino y andar dos horas de tiempo.

Lo sexto: en otra ocasión, visitando a caballo después que dejó el coche, saliéndole en un lugar a recibir los niños, como acostumbran, se le puso delante de la mula un niño de cinco años, arrodillado, y paró este Obispo y le dijo: ¿Hijo, qué quieres? Y dijo el niño: ¿Dónde viene el Obispo? Respondiole: Yo soy el obispo. Dijo entonces el niño, con un modo de falsía bien notable: ¿Pues qué ha hecho del carricoche? Causole notable consuelo, y le hizo muchas fiestas al niño, pero le dejó admirado el verle tan desproporcionado a su edad, que le daba con ironía la enhorabuena de que hubiese dejado el coche y visitase a caballo. Finalmente consoló no poco a su alma este niño.



  —CLXXII→  

ArribaAbajoCapítulo XXXIII y último

Dase fin a esta vida interior


Desde su primera vocación comenzó el Señor a disponerle a este pecador el que anduviese con vida y ejercicios ordenados cada día, de suerte, que en todas las veinticuatro horas tuviese cierta y determinada ocupación. Y estos diarios los ejecutaba más o menos puntualmente, conforme eran las ocupaciones y variedad de negocios o fragilidad y miseria de este mal cristiano y sacerdote.

Pero después que su Divina Majestad le llamó perdonado de su bondad (según espera de su misericordia) a vida más abstraída dentro de una ocupación tan oficiosa, como la del ministerio pastoral, se los puso más precisos y lo llevaba, sino arrastrado, gustosa y voluntariamente compelido con la fuerza de la gracia, más puntual a seguirlos y ejecutarlo.

  —CLXXIII→  

Levantábase a lastres de la mañana en todos tiempos, invierno y verano (aunque al principio era a las cuatro), y en levantándose ofrecía a Dios su corazón con breves jaculatorias. Cuando el cuerpo pedía más sueño, lo animaba diciendo: Mira que está el Señor a la puerta con tacos los que le acompañan, y hacen jornada a la eternidad; levántate a seguirlo y acompañarlo, no sea que se vaya y después no le puedas alcanzar. Con esta consideración se animaba, como si hubiera de hacer jornada; y era tan poderosa esta meditación, que de ninguna manera le parecía que podía resistirse a sus impulsos y movimientos.




 
 
Laus Deo
 
 


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