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Escribir en el exilio

Daniel Moyano





Bueno, el esquema que yo traía para desarrollar, sobre el tema «Escribir en el exilio», coincide en general con lo expuesto por los que me han precedido en el uso de la palabra, de modo que, para no repetir, y dado lo avanzado de la hora y el cansancio de todos, voy a intentar ilustrar lo que ellos han dicho, con algunos ejemplos, y si todavía queda un poco de tiempo les leeré un cuentito escrito después de muchos años de imposibilidad o de silencio.

Mi esquema, además, trataba un poco de nuestra experiencia del exilio, anterior al mismo, por el solo hecho de ser argentinos, es decir, inmigrantes, un poco judíos, un poco españoles, un poco cualquier cosa, eso que César Fernández Moreno sintetizó en aquellos versos felices: «Y bueno, soy argentino». Yo, por ejemplo, nací en el exilio de mis abuelos maternos, que eran italianos. Mi esquema apuntaba a que de una vez por todas hay que admitir que nuestra identidad puede ser la falta de ella. La conciencia de que no hay identidad puede ser uno de sus posibles sustitutos. La búsqueda de una identidad, tema clarísimo de toda nuestra literatura, proviene del desarraigo. Del desencuentro entre distintas culturas producido durante el llamado descubrimiento de América, surge el desarraigo. Ya llevamos cinco siglos así. Y bueno, soy argentino. Lo pensé en Madrid y escribí el esquema que tengo aquí pero que no voy a desarrollar porque repetiría cosas que ya se han dicho. Ya en el viaje en tren desde München hasta aquí fui cambiando de idea, los conceptos me parecieron demasiado solemnes o ambiciosos, y pensé que lo mejor sería leerles (lo primero que pude escribir en el exilio después de casi siete años de silencio obligado, es decir, de imposibilidad de escribir, por razones diversas entre las que se encuentra el extrañamiento del propio idioma). Y así, ver de qué forma las palabras pueden ser recuperadas. De modo que todo lo que diga ahora será en el fondo una preparación del clima necesario para leerles el cuento en cuestión, digamos que una especie de propaganda del mismo.

En España era difícil escribir, entre otras cosas de orden práctico, jurídico o anímico, porque las palabras, aunque eran las mismas, significaban cosas distintas, tenían otra historia y sobre todo sonaban de otra manera. Porque las palabras, como la patria, son la infancia, se apoyan en ella para poder sonar y significar en niveles profundos.

Después están las diferencias entre el español peninsular y el de América. Si yo hubiera vivido mi exilio en Alemania, al aprender la palabra «Kartoffeln» nombraba las papas y ahí acababa la cosa. En España no es así, basta entrar en una ferretería por ejemplo y tratar de comprar algo, decir pinzas, o alicates, o tornillo por ejemplo: todo cambia de nombre y el caos es total. Uno puede no entenderse con otros en una lengua extranjera, pero cuando esto sucede con la propia y común, la cosa se pone negra.

Después estaba el asunto tan espinoso del verbo «coger», que me voy a permitir exponer con unos versos de mi comprovinciano el cordobés Nores Martínez (yo viví 17 años en la Rioja pero mi tonada es cordobesa, imposible de disimular). Los versos en cuestión se refieren a estos pequeños problemas. Y dicen:


Con su botella de vino
y ante un auditorio lego
despotriciaba un gallego
contra el idioma argentino:
«No es piantar sino marchar,
no es chupar sino beber,
y no se dice agarrar
sino prender o coger».
Y la lección aprendieron
dos puntos que los escucharon:
al vino se lo bebieron,
al gallego lo cogieron,
hecho lo cual se marcharon.



Bueno, estos versos serían la ilustración de las exposiciones de Mario Goloboff y Juan Carlos Martini. Problemas de palabras. Un día en Madrid una periodista creo que holandesa me pidió por favor que le arreglara una entrevista con Onetti, que se negaba a recibirla porque estaba trabajando fuerte y no quería que le cortaran el ritmo. «Está bien, traela», me dijo de mala gana. Entonces ella, con una voz muy dulce, le dijo:

-Maestro, por favor, ¿qué significa «La percante se piantó del bulín»?

Y Onetti, que ese día se había levantado con ganas de ser ogro, le aclaró con su tono de voz más ronco, pero lo más dulcemente que pudo:

-La mina rajó del cotorro.

-Gracias -dijo ella, como si hubiera entendido algo.

Bueno, esto va muy desordenado, pero no estoy diciendo nada concreto, ya les aclaré que se trata de una simple propaganda o creación de clima para leerles un cuento.

La primera vez que fui al mercado de la Cebada, en el centro de Madrid, en vez comprar papas, según mi propósito, me encontré con la palabra «vez». Yo ya sabía que en Madrid las papas son patatas, casi como en inglés, así que estaba seguro.

Llego a uno de los puestos, donde había unas veinte o treinta viejecitas, dulces y empequeñecidas por el tiempo, esperando su turno para comprar. No había cola ni nada parecido así que me puse por ahí, a la espera de mi turno.

Llevaba diez minutos esperando cuando llegó otra ancianita y preguntó mirándonos a todos de una sola ojeada:

-¿Quién tiene la «vez»?

Las veinte o treinta abuelas me miraron todas a un mismo tiempo, incitándome a dar la vez que yo no sabía que tenía, y como no dije nada, una de ellas dijo tenerla y con eso se la pasó a la recién llegada, con lo que yo quedé excluido. Pasó toda la mañana y el vendedor no me atendió porque yo no había pedido la vez, y por tanto no la tenía. Cuando iban a cerrar el mercado pregunté por qué no me atendían, y me explicaron que tenía que pedir la vez.

Al día siguiente aparecí otra vez por ahí (eran más o menos las mismas viejas del día anterior), y sin decir buenos días ni nada pregunté directamente y lo más aplomadamente que pude quién tenía la vez. Una viejecita bruja como la de Las iniciales del misal de Fernández Moreno el Viejo, giró hacia mí sus hermosas arrugas empolvadas diciendo:

-Servidora.

Y me la pasó. Era la primera vez en mi vida que tenía una «vez». Algo tremendamente excitante. Le di las gracias y me puse a esperar con fundamentos la hora en que me atendieran.

Sentía la presencia física de la Vez, en un bolsillo del pantalón. Un bolsillo que estaba medio roto. ¿Y si se me cae y se me pierde? Entonces la saqué de allí y la puse bajo el brazo, fuertemente apretada. La sentí como un pequeño conejo blanco, calentito (era invierno). Y no despegaba el brazo del cuerpo, lo apretaba cada vez más para que la «vez» no se me cayera en un descuido.

Era realmente hermoso. Nunca había tenido una «vez», y era una maravilla tener por una vez la vez. Ventajas del exilio, dije. Pensé: seguramente soy el primer argentino que tiene una vez.

Después advertí, tristemente, que a la «vez» hay que darla cuando llega otra persona. Y yo no estaba dispuesto a desprenderme de la primera «vez» que acaso tuviera por única vez. Vi que se acercaba una viejecita preparando las palabras para pedirme la vez que tanto me había costado conseguir, así que antes de que llegara, empecé a irme lo más disimuladamente que pude, con la vez bajo el brazo, para quedarme con ella y no dársela a nadie. Y me la llevé a casa, por ahí anda todavía dando vueltas.

Pero bueno, hablando un poco más en serio, en los diálogos que intentábamos con los españoles de los primeros tiempos, nunca conseguíamos la comunicación plena, porque, como creo que dije hace un rato, cuando una decía «río», la representación mental que ambos interlocutores se hacían era muy distinta. Cuando un español decía «río», a mí se me representaba el de Cosquín, en las sierras de mi infancia en la Córdoba de allá, lleno de mojarritas, mientras que para él esa misma palabra representaba acaso al Tajo, es decir a Garcilaso, y a Miguel Hernández, y por extensión a Fernando Pessoa. O a cualquier río de su infancia, claro.

Para aclarar esto del no poder escribir durante tantos años después de lo que pasó en mi país, tengo que decir que a mí me detuvieron, y me encarcelaron, y me pegaron y todo eso. En Madrid me decía, supongo que erróneamente: «lo que pasa es que con la cárcel me quitaron las palabras, me las quitaron para siempre, ya no las tengo más». La verdad es que estuve más o menos cinco años sin palabras. Pidiendo la «vez», a ver si en una de ésas las palabras volvían. En mi casa de Madrid ya no hay dónde poner las veces que reuní.

No sólo no podía escribir libros. Ni siquiera artículos, ni cartas. Como dice el negro Álvarez, un humorista cordobés, no tenía ni «ni», y estaba ahorrando para ser pobre. Hasta que un día el pintor Osvaldo Gomariz, también cordobés, y que de paso es médico, me dice: «Tengo el remedio para vos». Y yo: «No quiero ningún remedio». Horacio Salas me recordó recién, (me había olvidado totalmente de eso), que yo entonces quería morirme. Es que todos queríamos eso. Lo que contó Juan Carlos Martini sobre lo que le sucedió en su exilio de Barcelona, es lo mismo que me sucedió a mí en Madrid, y a otros en cualquier ciudad europea, porque la estructura del exilio es la misma en todas partes y desde siempre. Pero en fin, el tiempo ha pasado, nos encontramos en lo que Mario Benedetti llamó «el desexilio», y bueno, toda esa dolorosa tensión empieza a ser olvido y sobreviven las anécdotas que nos permiten reírnos de lo que antes fue muy doloroso. Y como decía Cristina Peri Rossi, no encontrábamos ni siquiera un poco de cariño. Ni «ni».

Cuando los militares argentinos me detuvieron, el mismo día del golpe, yo iba por la mitad del borrador de una novela. Al día siguiente del arresto, unos curas amigos llegan a casa y le dicen a mi mujer que quieren ver mi biblioteca, el pobre es tan despistado que seguro tiene alguno de esos libros prohibidos cuya tenencia (aunque uno no los haya leído) se considera un acto subversivo, porque lo más probable es que allanen esta casa, y si encuentran algo de eso, entonces Daniel no saldrá nunca de la cárcel.

Hurgando hurgando retiraron varios libros, y cuando ya se iban ven de golpe en un rincón el manuscrito de El vuelo del tigre. Después de leer, espantados, las primeras páginas, dijeron:

-Mira Irma, hay que hacer desaparecer esto. Si los milicos llegan a leerlo, lo matarán.

Entonces cavaron un pozo en la huerta y enterraron el original, supongo que medianamente protegido con algo, envuelto en algún papel supongo, o en trapos, pero no desnudo, esto sería horrible.

Cuando salí de la cárcel y amontonábamos todo en un baúl para venirnos a Europa, busqué el original por los rincones más oscuros.

-No lo he visto -decía Irma.

-Entonces se ha perdido -decía yo.

Unos meses después, en Madrid, repetí la frase. Entonces «no, no fue así», me dice ella, «el padre Inestal fue a casa y después de hojearla la enterró en la huerta, medio hondo me parece, y allí quedó el libro, él mismo cavó el pozo».

Como el padre Inestal es muy pequeño (medirá unos 90 centímetros), pensé: «Menos mal que no se cayó en el pozo que cavó». Pero bueno, total que la novela quedó enterrada y allí. Cuando volví, años después, no encontré ningún indicio que me permitiera cavar en algún sitio de la huerta con alguna posibilidad de encontrar el original, si es que no lo enterraron desnudo y gracias a eso consiguió salvarse de la putrefacción de los otoños sucesivos.

Unos años después, gracias al medicamento del pintor y de paso médico, Osvaldo Gomariz, conseguí recuperar mi voz como cantor, según diría Martín Fierro, y, después de escribir el cuentito que les leeré al final de esta ponencia, reescribí la novela que quedó enterrada, acaso con el mismo argumento, pero no con las mismas palabras.

Lo mismo le sucedió al poeta riojano Héctor David Gatica, que en tiempos de la dictadura escribió, en el exilio interno de allá, «Los días insólitos, cuyo tema era lo sucedido, y por miedo lo enterró en algún punto de los inmensos llanos riojanos, que son su tierra natal.

Pasan los años, llega el presidente Alfonsín y con él un deseo de democracia, y entonces Gatica agarra una pala, se va a Villa Nidia, su pueblo, y desentierra su libro.

Me dice Gatica:

-El libro estaba envuelto en bolsas de nylon, pero cuando cavo me doy conque al lado del libro vive un quirquincho, que había hecho su casita allí, y entonces le quito el libro suavemente, para no molestar al bicho.

El libro de David se publica y gana un importante premio de la Sociedad Argentina de Escritores, y además es un libro excelente, según me acaba de comentar Jaime Alazraki. Me encantaría que hubiese un quirquincho al lado de mi novela enterrada.

Volviendo a Osvaldo, él que en Madrid me dice:

-Tengo un remedio para vos.

-No necesito ningún remedio. Lo que yo quiero es volver -le dije. Un «volver» que, según la aclaración de Horacio Salas, equivalía a «morir», sin que uno lo supiera.

-El remedio -dijo Osvaldo entregándome unas llaves- es esto. Eran las llaves de su bohardilla en Alonso Martínez, pleno Madrid, «donde te dejo toda la paz del mundo» (y de paso, me acuerdo, una botella de coñac).

Iba todas las tardes un rato, a la salida del trabajo, (una multinacional donde me pasé siete años lijando plásticos para las maquetas de refinerías de petróleo que hacíamos en mi sección), y siguiendo con la rutina de lijar y cantar interiormente, sin abrir la boca, música de mi tierra, para olvidarme de la situación de esclavitud en que me sentía, en la bohardilla en vez de escribir me sentaba ante la máquina, como si estuviese por lijar, y seguía oyendo esa música interna, tratando de recuperar mi paraíso perdido, es decir, no sólo el país sino esa otra persona que yo había sido antes del exilio y de esa horrible multinacional, que sentía como una prolongación de la cárcel (y de hecho lo era).

Osvaldo, que pintaba en otro rincón de la bohardilla, empezó a mirarme como reprochándome que pasaran los días y los días y yo siguiera sin escribir una palabra.

-¿Cómo podés estar tanto tiempo sentado sin moverte ni hacer nada? -me dijo un día.

Yo le había explicado ya que escuchaba música, por dentro, valses y tangos, polcas y mazurkas de mi infancia, el acordeón de mi abuelo italiano, la mandolina de mi padre. Y mi viola, o sea mi Bratsche, claro, porque yo fui ejecutante de ese instrumento durante mis años riojanos, o sea 17, en el Cuarteto Estable del Conservatorio de esa provincia. De modo que no sólo escuchaba música sino que también la ejecutaba. Por dentro, claro, y sin instrumento.

Yo estaba casi seguro, lo sentía así, que tras la reconstrucción de los sonidos perdidos vendría la de las palabras. De modo que en el fondo sabía que no estaba perdiendo el tiempo.

Los fines de semana me quedaba a dormir allí, para aprovechar el día libre desde temprano por la mañana. Pero para escuchar música interna, claro, que en ese momento me parecía más importante que escribir.

En eso sentí lo pasos de Osvaldo por la escalera de madera del siglo pasado, que cruje desde el primer al último peldaño, regresando de una guardia médica nocturna, y corrí a sentarme ante la máquina, puse un papel y adopté una actitud da a la voluntad inmediata de escribir, para que no me reprochara nada. Entonces él prepara sus materiales de trabajo y de golpe me dice:

-¡Escribí algo de una vez!

Me quedo pensando. Tengo adentro todo el peso de lo que nos había sucedido a los argentinos. Pero no puedo escribir sobre la sangre y el horror que hay en todo, y todavía no consigo dar con el equivalente necesario que cuente aquella realidad sin necesidad de nombrarla. Porque tengo que contarla, aún hablando de cualquier otra cosa, para poder superar aquello y seguir viviendo.

-¿Sabes lo que pasa? Yo de lo único que sé escribir es de mis tías, de ésas que tuve en las sierras de Córdoba, siempre vestidas de blanco, y que eran como de otro mundo.

-Entonces -me dice él- seguí escribiendo sobre tus tías.

-Ya no tengo más; se me acabaron -le digo.

Y me dice:

-Puedo prestarte una.

-Ah, bueno.

-Y de las sierras de Córdoba, como las otras que tuviste.

-¿Cómo se llamaba? -le digo empezando a creerle.

-Lila -dice Osvaldo.

-Es una maravilla de nombre -digo viendo ya que el sonido Lila empieza a transformarse en una mujer vestida de blanco.

-Bueno -dice él-, mi tía Lila era...

-No por favor -le pido-, no me cuentes nada, quiero que venga sola.

Y los dedos se van derechito para el lado de las teclas y no paran de golpear durante casi una hora.

Termino el cuento y se lo entrego. Lo lee. De vez en cuando sonríe. Cuando acaba me dice asombrado, abriendo tremendos ojos:

-Es idéntica a mi tía Lila.

-Bueno, así recuperé las palabras perdidas, y ahora mismo les voy a leer el cuento.


Tía Lila

Pobre tía Lila con su vestido blanco, tan alta, tan soltera. Un vestido en el que trabajaron las mejores costureras de las sierras para plisarlo y darle esa forma de campana ondulante que tenía todas las tardes tía Lila cuanto nos llamaba desde la galería. Chicos, dejen ya esa pelota por favor, y a lavarse las manos, a frotarse las rodillas, y limpiarse la nariz que vamos a rezar. Un vestido que de tan plisado que era ella podía levantarlo o moverlo para cualquier lado sin que se le vieran las rodillas; nunca se acababan los pliegues, ni siquiera cuando tomaba las puntillas del ruedo y lo alzaba hasta la altura de los hombros para ser un pavo real, o juntando las manos sobre la cabeza, cerrándose allá arriba la campana para ser escarapela. O puro remolino si bailaba, el vestido se abría girando como el remolino donde se ahogó el tío Jacinto. Y qué manera de tener encajes y bordados; hilos de todos los colores formando dos grandes mariposas en el pecho, repetidas en las mangas cerradas en los puños con tiritas amarillas, todo encerrando a tía Lila en una gran blancura.

Chicos, hoy nos vamos a Cosquín a visitar al tío Emilio. A portarse bien, no llevar las hondas, no matar palomitas de la virgen ni entrampar jilgueros. Portarse bien con el tío Emilio que es tan bueno y les dará leche de cabra, pan con chicharrón y miel de sus panales. Mucho cuidado queriditos, a ser juiciosos y prudentes en la casa del tío Emilio tan bueno tan hermoso. Nada de cazar pájaros y clavarles agujas en los ojos, miren que Dios puede castigarlos por eso y dejarlos ciegos para siempre. Aprendan del tío Emilio que es tan bueno porque nunca mató pájaros ni les pinchó los ojos con espinas. Por eso lo mejor es portarse bien y juntar berro y peperina, chañar y piquillín para el tío Emilio, sin olvidarse por supuesto de pedirle la bendición. ¿Y no podemos llevar la pelota? No, eso no, dice tía Lila, porque entonces juegan y gritan demasiado, los gritos ponen nervioso al tío Emilio y además espantan sus abejas.

Que Dios los bendiga, mis queridos, dice tío Emilio tocándonos la cabeza. Y ahora vengan a ver mis flores, mis panales, mis cabritos, mis melones, mis jaulas con Siete Colores, mis canteros de margaritas y coronas de novia. No, gracias tío Emilio, queremos ir un rato a la canchita. Bueno, hijos, vayan con Dios pero no se junten con los negros, no se peleen ni se insulten. No, nunca, tío Emilio, porque Dios está en todas partes y nos está mirando siempre y desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.

Desde la cancha hacemos señas a los negritos del rancherío, que vienen como moscas. Che, ¿no tienen pelota ustedes? Podríamos jugar un partidito. Qué van a tener pelota ellos. Pero hacen señas con los ojos para que miremos el suelo, y ahí vemos un montón de sapos que han salido del arroyo a buscar bichos, déle saltar por la canchita.

Lo lindo de esto es que la pelota ayuda, se gambetea sola. Linda pelota saltarina para los buenos tiros de boleo. Lo malo es cuando hay que cambiar de sapo. A veces te cortan en pleno avance diciendo che, esa pelota ya no vale, ¿no ves cómo está la pobre?, ahora la pelota es ésta. Entonces discutimos mucho, griterío, chicos, qué están haciendo en la canchita por amor de Dios, llega la voz de tía Lila.

Carozo y Titilo han formado dos bandos. Yo en el arco de Carozo, el Beto en el otro. Y hay cuatro negritos para cada equipo. Y un montón de sapos, que en cierto modo también son jugadores, alternadamente; ellos, cuando no son pelota, van saltando por la canchita como si jugaran; uno que sube y otro que baja, saltando siempre, desde el arroyo hasta la casa de tío Emilio, justamente hasta sus canteros de coronas de novias, todo es un latir de sapos.

En eso hay un pase alto de Titilo. Un negrito viene a la carrera con intenciones de cabecear, pero justo a tiempo recuerda la calidad de la pelota y entonces la para con el pecho, no la deja llegar al suelo, juega bárbaro el negrito; la frena en la rodilla, la bailotea con la izquierda y tira con la derecha a media altura y muy violento. Yo estoy bien colocado y embolso sin problemas. Pero ahí nomás la suelto, la tiro para atrás por encima del palo, está helada esa pelota, córner gritan varios. Automáticamente voy a buscarla cuando llega la voz de Titilo diciendo que la deje, ya no sirve. Y allá desde el córner con las patas abiertas viene girando el otro sapo, la panza le blanquea cuando pasa frente al arco, peligro para mí, he salido a destiempo, cuando Carozo salva la situación sacando de voleo, un tiro bárbaro que toma de sorpresa al otro arquero, que ni ve la pelota cuando pasa alta junto al poste casi en el ángulo y se estrella no sé dónde y ya estamos uno a cero, nos abrazamos con el Carozo y los negritos nuestros.

Chicos, no se ensucien, dice tía Lila debajo de la magnolia. Y dentro de un rato vengan que vamos a rezar todos juntos por el tío Jacinto que está muerto pobrecito.

Nosotros no queremos rezar ni que nos cuenten otra vez la historia del tío Jacinto. Ya nos hemos olvidado de él. Sabemos que tenía bigotes y usaba sombrero aludo porque así está en el cuadro, en la pared.

Es que el remolino lo hundió y lo devolvió tres veces a la superficie, dice siempre tía Lila como si no lo supiéramos, mostrándonos tres dedos blancos, y nadie fue capaz de alcanzarle un palo, una tablita al pobrecito, y a la tercera vez no volvió a salir más.

Se ahogó por boludo, decimos siempre con Titilo. Nosotros nos bañamos siempre en los remolinos, es mejor que en aguas mansas. Uno se deja llevar girando para abajo un par de metros, y en el fondo el remolino es un puntito que no tiene fuerza, acaba en cero. Todo lo que hay que hacer es apoyar un pie en el fondo y con el envión salir hacia el costado, y ya se está fuera de la atracción del giro. Después nadar hasta la superficie, tomar resuello y otra vez adentro. Como un tobogán, pero más divertido. El remolino no existe en el fondo del río, todo el mundo lo sabe menos el tío Jacinto, claro. Y los que estaban ahí mirándolo ahogarse se lo decían; haga un envión cuando esté abajo, señor Jacinto, tenga en cuenta que el remolino lo llevará de abajo hacia arriba tres veces solamente. Se lo decían con palabras y también con señas por si era sordo, pero él nada. En vez de hacer lo que le decían, él también hacía señas con los dedos, y nadie lo entendía por supuesto. Los otros le decían tres, tres dedos le mostraban para que los mirase, y él también mostraba, cada vez que salía, tres dedos, siete dedos, nueve dedos. Tres veces, le decían los otros, pero él nada, haciendo su testamento, tres vacas, siete ovejas, nueve canarios, todo eso se lo dejo a mi querido hermano Emilio. Los bigotes y el sombrero chorreando. Tres veces te perdona el remolino. Pero él, nada. Y claro, a la tercera vez el remolino se lo llevó al carajo. Entonces que se joda, decimos siempre con Titilo.

Qué haces, imbécil, me grita Carozo cuando me dejo meter el gol, cuando no veo al sapo que pasa como un refucilo entre mis piernas, todo por acordarme del tío Jacinto. Menos mal que es gol anulado, porque un pedazo de la pelota entró en el arco pero hubo otro que pasó por fuera junto al poste. Ahora la pelota es ésta, dice un negrito que se corta solo para el otro arco, y cuando va a tirar sale Titilo, taponazo, se la quitan y a cambiar de sapo.

Titilo busca el empate como loco y como sabe que yo no sé atajar pelotas altas se remuerde en un tiro muy elevado que pasa por encima del travesaño; salto todo lo que puedo viendo que el sapo va derechito a lo del tío Emilio, alcanzo a rozar la pelota con las uñas pero no hay caso, se me va, girando como un remolino con la panza para arriba allá lejos se estrella contra la jaula del Siete Colores de mi tío Emilio. Y enseguida la voz de tía Lila, tan buena, tan creída, la voz que dice por amor del Señor mis chiquilines, dejen tranquilo ese sapito y vengan a rezar. Ella hablando de un sapo y nosotros ya hemos usado como veinte.

Paren, penal, gritaron varios. Del penal del empate me acuerdo muy bien. Discutían a ver quién lo pateaba. Era un sapo grande, gordísimo, que no se quedaba quieto frente al arco mientras discutíamos. Lo ponían en su sitio, sobre un montoncito de tierra, y él enseguida agarraba para el lado del arroyo. Al final lo pateó el Titilo, como siempre. Volvieron a poner la pelota en su sitio. Titilo lo miró, tomó carrera y se remordió en un tiro a media altura que no pude atajar desgraciadamente, mientras oía el grito de tía Lila como yéndose del mundo, cayendo en remolinos, mientras veíamos que su vestido blanco cambiaba rápidamente de color, mientras oíamos su grito mas bien suave, como si fueran señas de gritos, más bien lánguidos, como si en vez de gritar estuviese diciendo qué han hecho mis queridos, no se olviden que Dios y el tío Jacinto los están mirando desde el cielo.

Gol, golazo, gritan Titilo y sus negritos, que se abrazan con el Beto. Yo me retuerzo de bronca en el suelo, muerdo el pasto. Dejarme meter el gol y además mancharle el vestido a tía Lila. Ahora ella va a pensar que no la queremos. El vestido tan blanco, tan bordado, tan puntillas, entre las dos mariposas ha reventado el sapo, a la altura del canesú alforzado del vestido de tía Lila pavo real y escarapela.

Es molestísimo rezar cuando se suda a mares. Sudando es imposible concentrarse en el retrato del tío Jacinto, alumbrado con velas. Rezamos mirando de vez en cuando a tía Lila, que llora en enaguas lavando el vestido en una palangana. Nunca sabremos si llora por su vestido o por el tío Jacinto. Titilo reza mirando el retrato del difunto, pero los ojos le relumbran de alegría. Yo rezo tratando de disimular la bronca que tengo todavía. Un poquito más y lo atajaba, le agarraba una pata, qué sé yo, lo echaba al córner. Si me estiraba un poco ganábamos uno a cero.

El tío Emilio, que reza con nosotros como si contara melones o cabritos. La tía Lila, que al siguiente verano habíamos olvidado como al tío Jacinto porque después no volvimos a las sierras. La tía Lila, creyendo en tantas cosas buenas. La tía Lila, que dicen que nunca pudo sacar del todo las manchas de sangre que hicimos en su vestido blanco. La tía Lila, sin saber que nosotros seguiríamos matando sapos.







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