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ArribaAbajoEl intelectual y su compromiso

Sin nombres todavía, con la mayoría de ellos germinando la tierra de España, mi generación no tiene ya otra suerte que la suerte española, luz o tiniebla. Se habla de vidas rotas entre nosotros: la mía hubiera podido ser más tranquila y fecunda, pero nunca más rica de sentido


Francisco Giner de los Ríos.                


No es este el momento de teorizar sobre un concepto tan problemático como el de «intelectual»352; no obstante, sí resulta necesario establecer el sentido que los colaboradores de España Peregrina le otorgaron, y, para ello, nada mejor que retomar una definición formulada durante la guerra civil, aquella que Arturo Barea -oculto detrás del pseudonímico Juan de Castilla- resumía en una edición francesa del año 1937: «En Espagne, comme partout son intellectuels non les hommes qui suivent un esprit exceptionnel, non ceux qui incarnent telle ou telle idéologie, telle ou telle orthodoxie, mais touts ceux qui remplissent une des missions de culture. Les idées personnelles de l'intellectuel et de sa profession ne son que des éléments secondaires. L'intellectuel peut être catholique ou athée, communiste ou individualiste, ressentir la patrie profondément ou se considérer comme un 'citoyen du monde'. Son moyen d'expression peut être la parole, la musique, la plume, le pinceau, le ciseau, etc..., jusqu'au bistouri. Partout où se rencontrera un homme cultivé et intelligent exprimant de quelque façon son opinion sur les phénomènes de la vie, il y aura un intellectuel... les intellectuels espagnols son tous ces qui par les armes de l'intelligence et de la cultura, ont réalisé une oeuvre, ou du moins une promesse d'oeuvre»353 -el subrayado es nuestro.

Así, añadiendo a esta primera definición, la voluntad de comprometerse con la República derrotada y, por tanto, oponerse al franquismo354; la ferviente convicción en la pérdida del carácter individualista de todo intelectual, así como la consecuente necesidad de «consubstanciarse con el pueblo»355, obtendremos un perfil próximo al de ese republicano que reinicia, no sin dudas356, su trabajo de la mano de la Junta de Cultura Española. Un español que, gracias a la radical modificación del horizonte vital, «el fervor que... ha acrecido la experiencia de la guerra» (1, p. 44) y los planteamientos de preguerra, pretende superar357 una concepción elitista del «intelectual». Tal como quería José Bergamín en su intervención ante la Conferencia Panamericana de ayuda a los refugiados españoles, el republicano español se siente parte de «ese enorme desterrado total español que se llama el pueblo español»358 y, como tal, adquiere un compromiso ineludible con toda la comunidad española, la desterrada y la del interior que continúa oponiéndose al nuevo régimen.


ArribaAbajoLa exigencia de compromiso

Como veíamos, esta primera caracterización del intelectual que integra la Junta de Cultura Española se sustenta fundamentalmente en el «compromiso»; concepto este a partir del cual -y prescindiendo de toda referencia explícita que reprodujese las polémicas de guerra- adquiere sentido la labor aglutinadora de los exiliados de España Peregrina, «españoles que no hemos podido, ni querido, quitarnos la sangre que nos echaron encima, la sangre inocente, la sangre de pueblos enteros asesinados... los que no pudimos, ni quisimos apagar este rojo fuego doloroso en nuestro corazón que nos teñía el rostro de vergüenza desenmascarándolo de palideces espectrales, no huimos de la quema, la llevamos dentro» (1, p. 14).

Partiendo, pues, de los años de formación en España, el desenlace de la guerra y la posterior expatriación se renueva la discusión en torno al intelectual -no se debe, refuerza Imaz, «traicionar, en el escritor, al hombre» (3, p. 107)- y los alcances de su compromiso. En la revista hallamos muchas colaboraciones en torno a este tema: desde planteamientos de cuño personal como los de Larrea -quien, recordémoslo, proponía una identificación del verdadero intelectual con el «hombre nuevo» que se debía comprometer necesariamente con la creación del Nuevo Mundo359- hasta la posición defendida por Eugenio Imaz en «Discurso in partibus» y «Pensamiento desterrado», que anticipa el que será el núcleo de su Topía y utopía (1946). Entre ellas, distinta aunque unida por una coincidencia de intenciones360, encontramos la visión de José Manuel Gallegos Rocafull: si en Larrea advertimos una propuesta de futuro y, en Imaz, unas normas éticas de actuación, Gallegos nos señala con claridad los límites que España Peregrina impone a la reflexión nacida del conflicto del exiliado situándola entre una necesidad de manifestar «la adhesión a la causa popular» y el mantenimiento de la propia conciencia individual.

Gallegos, en su reseña al libro de aforismos de Paul L. Landsberg, Piedras Blancas361, se acerca a la cuestión eligiendo un texto y un autor, bien conocido por los lectores de Cruz y Raya, de hondas coincidencias con la situación del español expatriado. Su historia de vida se acerca a la de los mismos exiliados: como ellos, el francés fue desposeído de su cátedra y tuvo que enfrentarse al poder opresor. Del mismo modo, ejemplifica una simbiosis entre la experiencia de vida de Landsberg y la evolución de su pensamiento, extrapolables a la del desterrado republicano muy en la línea marcada durante los años treinta.

Así pues, a partir del libro de Landsberg -no en vano uno de los primeros publicados por la editorial Séneca-, Gallegos reflexiona sobre la actitud del intelectual ante su circunstancia vital: visible en él, el magisterio orteguiano, aunque se muestre en desacuerdo con las últimas actitudes del «maestro» -como deja claro en su reseña a Ensimismamiento y alteración publicada en marzo-, Gallegos concluye afirmando la necesidad de que la «pasión» de vida (pasión compartida con los otros, con la colectividad) complemente la inteligencia (3, p. 132).

La angustia por la tragedia que hendió «su vieja e inolvidable España» -como escribió Gallegos Rocafull al final de uno de sus prólogos362-«y la búsqueda de nuevas luces (orientaciones y revelaciones) que le ayudaran a encontrar propuestas -en las que se tendrán mucho en cuenta los teólogos del Siglo de Oro que vivieron, como él, en un mundo caótico363- justifican bien la necesidad de interiorización que el intelectual debe adoptar como paso previo a su reflexión sobre el mundo.

Aparte de las más o menos implícitas referencias a un modelo de conducta cristiano364, las afirmaciones de Gallegos contenidas en este y similares artículos propician la imagen del intelectual comúnmente aceptada por los demás colaboradores de España Peregrina: la de un hombre que combina sabiamente pasión y reflexión y, sin renunciar a «la aventura» colectiva; adquiere plena conciencia del riesgo que ella implica, realizando, al mismo tiempo, el esfuerzo por dominarlo (3, p. 132). En definitiva, un hombre que -como postula Eugenio Imaz en su significativo «Discurso in partibus»- no elude su responsabilidad, a pesar de las dificultades: «Hay un momento, uno por lo menos, en que al intelectual le es imposible estar au dessus de la mélée. Este es el de la guerra civil... El intelectual que se pone en medio, no es intelectual ni hombre... Yo a nadie le achaco el miedo físico, y menos, pobre de mí, a un intelectual. Tampoco le pido que dé testimonio, con su cuerpo de la verdad, que esto es cosa de mártires. Lo que le pido es consecuencia, y cuando no me la ofrece le achacó (sic) su miedo intelectual, su miedo profesional, su miedo ¿a la verdad!, su huida de la realidad, única fuente conocida de verdad... Cuando el mundo está revuelto, como ahora, no vale decir no me gusta o esto tiene muy mala cara, y retirarse con desgana a la clásica torre para entonar los ayes lastimeros con su consabido acompañamiento de guitarra... hay que tomar posiciones: o con las fuerzas creadoras, con el conocimiento, o contra las fuerzas creadoras, contra el conocimiento. Si para alguien no hay opción, es para el intelectual» (1, pp. 15-17)365.

Ligado a esta caracterización de intelectual, entramos de lleno en la actitud comprometida de España Peregrina. Una actitud decididamente ideal que -a pesar de los últimos acontecimientos y, en parte también como expiación personal y colectiva de un estrepitoso fracaso político- no quiere alejarse de la esperanza del mantenimiento de la República sobre la que fundamenta su labor en el exilio y, por ello mismo, defiende uno de los argumentos más recurrentes de la revista de la Junta: el convencimiento de que los exiliados están luchando por la «verdad»: «Hay que lanzarse resueltamente a la aventura, sentir la presión enorme de la fatalidad para afirmarse frente a ella, por el vigor del pensamiento y por la fuerza de la voluntad, libre e independiente, esto es, en condiciones de llegar a la verdad», comentaba Gallegos Rocafull (3, p. 132). Eugenio Imaz, en su «Discurso in partibus» ya citado, refuerza esta identificación de la «verdad» con el «compromiso» (1, p. 15) y, en términos parecidos, se expresa el pseudonímico Donoso Descortés cuando, en palabras que contienen implícitamente una continua preocupación por la inevitable fragmentación del colectivo exiliado, afirma: «...tenemos un arma extraordinaria, la verdad, que no pertenece a nadie sino a todos» (3, p. 135)366.

Reelaborando -a partir de las nuevas experiencias y las exigencias de la Junta367- la polémica de entreguerras368 que discutía la identificación del intelectual que busca la «verdad» con el hombre de acción (el político, al fin y al cabo), España Peregrina no se identifica explícitamente con ninguna tendencia política determinada ni pretende dar consignas de ningún tipo, aunque en el fondo subyazcan los planteamientos de la Junta de Cultura Española: sus colaboradores se definen como libres «de banderías políticas, de nacionalismos mezquinos, de imperios azules o rojos; [son] esclavos únicamente de la verdad y la justicia» (4, p. 152) y, en la mayoría de los casos, muestran su independencia con orgullo369. De esta forma se pretende sustituir la desunión política de tan dramáticas consecuencias, durante y después de la guerra, con una vaga propuesta de «liberalismo» que todavía hoy espera ser estudiada y que aglutinaba desde convencidos comunistas ortodoxos o los que Touchard denomina socialistas no leninistas370, hasta hombres que defienden «la necesidad revolucionaria de un humanismo cristiano, es decir, de un humanismo que escape en sus fuentes tanto del antiguo idealismo burgués como del materialismo contemporáneo», pero que no defienden ningún ideario político concreto371.

Fruto de esta indeterminación nace la búsqueda de aquellas coincidencias que refuercen la unión, en especial una ferviente creencia en la responsabilidad moral que, se entiende, ha sido encomendada a todos los exiliados: «Obligación de verdaderos hombres es, y por tanto, de españoles, proseguir una lucha en que se hallan comprometidos cuantos valores pueden interesarnos, aprovechando la viva fuerza de haber llegado en nuestra batalla hasta el fin, de no haber capitulado ante la muerte, de haber dado entero testimonio de la vida en nosotros de los principios superiores. ¿No somos acaso los miembros extremos, dedicados a la acción de ese cuerpo que se encuentra paralizado en España, así como la prolongación de cuantos en un impulso de fe colectiva nos confiaron el sentido de sus vidas sacrificadas en defensa del derecho a la paz; a la evolución y a la justicia?» (4, p. 148).

Debido a la ausencia de una militancia concreta y las limitaciones objetivas impuestas por la realidad más inmediata372, el compromiso se concreta en el que iba a convertirse en uno de los principios de acción de España Peregrina: la necesidad de crear, conservar y transmitir la Cultura: «sólo la cultura, la verdadera cultura, desinteresada y profunda, podrá salvarnos» (1, p. 44), se repetía en la revista, recogiendo, en esencia, un argumento postulado durante los años anteriores en la Península: «Como es notorio, la República Española había puesto una gran parte de su esperanza en el desarrollo de los valores culturales» (1, p. 44). El hombre que había salido de la guerra civil se proponía -como lo había hecho durante el conflicto- ser estadista de lo que él denomina «la educación del espíritu», estableciendo pactos perdurables con la difusión de la cultura en tanto redentora de la humanidad y redentora de sí misma.

Los hombres de España Peregrina reconocen sus dudas y limitaciones ante esta importante función transmisora de unos valores españoles que reforzaba, en gran medida, su papel rector de una colectividad; pero no dejan que aquellas vacilaciones actúen como un factor anulador: «Perdonad mi estilo seco y entrecortado -decía Imaz en «Pensamiento desterrado»-. Perdida la guerra hemos perdido la fluidez encendida de la pasión en vilo y tenemos que pronunciarnos en sacudidas contra la acción adormecedora de este mundo normal que nos envuelve y tenemos que gritar para oírnos, en este silencio atroz que nos invade como una marea. Pero hay que hablar, con la esperanza firme que esta tartamudez reseca romperá algún día en manantial claro y alegre» (3, p. 107). Antes al contrario, se pretende luchar abiertamente contra los sentimientos de extrañamiento provocados por su instalación en tierra ajena y la pérdida de las referencias inmediatas. Una vez más, el mantenimiento de la propia labor cultural se presenta como la única posibilidad de seguir sintiéndose parte de una misma comunidad y, por tanto, como el único camino válido para el retorno.

Cuando Francisco Giner de los Ríos reseña El español del éxodo y del llanto de León Felipe previene contra las expresiones de una nostalgia inoperante -«Aquí no valen para nada literaturas, ni esas lindas y elaboradas nostalgias de 'España, la tierra de mi España' que pretenden cubrir la nostalgia de la arena del propio circo» (1, p. 40)- y, coherentemente con la idea leonfelipesca del poeta como hombre esencialmente público, considera la voz del artista como la mantenedora de los valores republicanos373. De esta forma, un poemario que recibiría algunas críticas a raíz del tono apocalíptico de sus versos374, se observa -desde la perspectiva de uno de los jóvenes colaboradores de España Peregrina- más como principio de compromiso que como final: «Este inmenso llanto, que limpia y corre toda nuestra angustia, nos salvará, nos colocará otra vez frente a España. Porque frente a las palabras del poeta no creemos en su muerte. No lloramos lo inevitable. Las sienes de España no están ya quietas para siempre. En sus heridas nos muestra lo firme de su sangre, el decidido sino de muerte y nacimiento que le ronda las venas más hondas. Este llanto español nos limpia como hombres, pero, sobre todo, nos limpia como españoles, y al limpiarnos como españoles nos levanta de nuevo» (1, p. 40).




ArribaAbajo...En y para el «pueblo»


«...porque queremos el pan nuestro de cada día,
flor de aliso y perenne ternura desgranada,
porque queremos que se cumpla la voluntad de la Tierra
que da sus frutos para todos».


Federico García Lorca.                


Estos últimos versos de uno de los poemas del libro Poeta en Nueva York de Federico García Lorca parcialmente aparecido en España Peregrina ilustran, esbozado detrás de un proyecto universalista y humanista propuesto por algunas de las corrientes de pensamiento europeas contemporáneas, el acercamiento que los intelectuales republicanos pretendieron realizar en el primer tercio del siglo XX. García Lorca formula una propuesta de futuro implicándose en ella, aunque, de hecho, el punto de vista des de el que se nos enuncia este deseo se sitúa en una posición privilegiada: la propia del grueso del intelectual: algún día -se nos dice en el texto, a modo de augurio- la muchedumbre indefensa clamará por la llegada de un reino de abundancia material y fraternidad cumplida; algún día, pretenden autoconvencerse los exiliados de España Peregrina, todos los integrantes de la República -el «pueblo»375 que permanece «soterrado» en la Península y el «pueblo» del destierro- podrán ver sus aspiraciones cumplidas.

Y es que, aunque el acercamiento al «pueblo» se había iniciado desde principios de siglo (ya antes, los liberales españoles del siglo XIX -burguesía y clases medias- tendían a identificar, como había sucedido en la Francia revolucionaria, al estado llano con la Nación, al que otorgaron la «soberanía nacional» en la Constitución de 1812), fue durante los treinta cuando los intelectuales se apropian de lo popular, interesándose por las manifestaciones artísticas de este corte y, sobre todo, proponiendo una práctica revolucionaria con el fin de cambiar las condiciones de vida de los menos favorecidos. Durante la República, «... la cultura española pretendía vincularse a un movimiento popular de liberación y afirmación de las clases oprimidas de la sociedad»376 y cuando «un pueblo desprovisto hasta entonces de todos los conocimientos y de todas las técnicas modernas, sin más fuerza que su alzamiento y su conciencia» (2, p. 75) se enfrentó a las potencias europeas y mundiales con la finalidad de defender un gobierno democrático, esta vocación popular se concretó en una posición genéricamente comprometida377.

Este «mito» popular que venía dado fundamentalmente por su identificación con la República -«Algo habría en la causa del pueblo republicano para que junto a los campesinos y obreros no instruidos, junto a los desheredados de todas las clases, que defendían su concepto natural de la Justicia, se encontrasen personalidades tan eminentes...» (1, p. 31)378- y la búsqueda en él de la Cultura -de la verdadera Cultura española, claro está-379 continúa en el exilio380, expresándose en posiciones muy diversas: desde la de tintes claramente revolucionarios que representaba Sánchez Vázquez hasta la que pretendía rescatar del cristianismo sus aspectos más progresistas, como ejemplifican los textos de Gallegos Rocafull. De este último filósofo es el siguiente fragmento donde el concepto de «pueblo» adquiere un nuevo sentido convirtiéndose en componente fundamental del mensaje de Cristo: «Una civilización que pretendiera ser cristiana, respetaría en todos los hombres la dignidad de hijos de Dios y procuraría dar a todos, los medios necesarios para que cada vez acentuaran más su parecido con el Padre que está en los cielos... ¡Desgraciado del que rearguya que no puede haber democracia, donde nadie se preocupa de la suerte del pueblo, ni libertad, si no hay medios de utilizarla, ni igualdad donde el dinero ha creado una desigualdad más profunda que la de las castas indias» (1, p. 11)381.

Eugenio Imaz actúa de crisol de las posturas enunciadas en España Peregrina y anticipa, a partir de su búsqueda del «pueblo», lo más «puro de la tradición popular española» (3, p. 120): un humanismo de corte liberal382. Asimismo, a partir del concepto de «pueblo», readapta una serie de motivos como el de «intrahistoria»383 y se interesa de manera preferente por la educación384.

Enfoque complementario nos lo ofrece Faustino Miranda quien, reseñando un libro de Medina Echevarría publicado en la séptima entrega de España Peregrina, citaba a un núcleo significativo de los artistas revalorizados durante la República, los mismos que se mantendrían en el destierro americano: «Lo mejor de la civilización española es obra directa del pueblo: los regadíos mejor organizados, las instituciones jurídicas más justas, el régimen más conveniente para el trabajo, las formas más puras del arte... las admirables canciones de gesta y el romancero... y los autores más gloriosos y geniales son precisamente quienes tomaron fuente de inspiración del inagotable manantial popular; tal es el caso de Goya en la pintura, de Lope de Vega y Cervantes en las letras» (7, p. 40)385. En la misma dirección se expresaba Josep Carner, quien, partiendo de la obra de Alfonso Reyes, argumentaba la existencia de un «espíritu popular» en la literatura española. De él, partía el poeta catalán para situar al republicano en esa tradición liberal a la que antes nos referíamos a propósito de Rizal: «...ninguna nación, sea en su historia política, sea en su obra civilizadora, en sus letras como en sus armas, deja sentir al igual de España el aliento del espíritu popular, del grito multánime que sale de todas las bocas y parece unificarse en el aire, en ráfagas de clara epopeya. El Soldado Desconocido es el más alto héroe español. Las mayores sorpresas que nos da aquella historia -la reconquista, la lucha contra la francesada, el descubrimiento de América- son obra de la iniciativa popular, abriéndose paso muchas veces contra la inercia de sus directores. Ninguna literatura hay más invadida de Folklore...» (1, p. 38). El pueblo, pues, defendía con su lucha los valores supremos del hombre y, al tiempo, con su independencia, abría paso a la continuidad de la cultura española, siempre popular386.

De todas formas, el concepto de «pueblo» no se plantea únicamente como continuación de las propuestas iniciadas algunos años antes -algunas de ellas ligadas, no lo olvidemos, a la corriente literaria indigenista latinoamericana, cuyo sentido de protesta había sido conocido en la España de preguerra a través de escritores como Arguedas, Icaza o Alegría387-; en cierta medida, sirve como primer paso hacia la integración en México388 gracias a su coincidencia con el discurso ideológico de la Revolución mexicana imperante durante el gobierno cardenista, y aun antes389. No en vano, por esas fechas, aquel iniciaba la revitalización -como un paso más hacia la libertad, la justicia social y la concreción de la identidad nacional- de todas las manifestaciones culturales y artísticas de raigambre popular390.

España Peregrina ejemplifica esta comunión de intereses a través de un comentario de la redacción sobre el desarrollo del primer Congreso Indigenista Americano celebrado en Pátzcuaro (3, p. 120), así como mediante la reseña realizada por Eugenio Imaz del número extraordinario que la revista Educación dedicó en su cuarta entrega al citado encuentro (6, p. 279). Resultaría difícil entender el interés que esta reunión despierta, si nos limitásemos a considerarlo como una información más sobre la vida cultural mexicana, por otra parte, muy escasamente reseñada en España Peregrina. En realidad, su sentido debemos buscarlo en la adecuación del tema a los intereses específicos de la República -reconsideración de las capas sociales más desfavorecidas, búsqueda de una mayor igualdad económica, social y política, fundamentalmente a través de la educación- y a los valores universalistas propuestos por el exilio, muchos de ellos acuñados desde una lectura marxista de la historia: «El problema del indio es, fundamentalmente, un problema económico... Como lo era, y sigue siendo, el problema del campesino andaluz. Con todas las diferencias que se quieran, pero con esa coincidencia fundamental»; «hay otro problema tremendo: el biológico, más que sanitario, de estas razas ateridas por la depauperación, el vicio y las plagas tropicales. ¿Pero quién podría negar su raigambre económica?...»; «el problema de la educación, si quiere superar la etapa del catecismo, si se pretende, no ya incorporar el indio a la civilización, según la vieja consigna romántica, sino, al revés, incorporar la civilización en el indio, hacerle sangre de su sangre, tendrá que prepararlo para tareas más cumplidas que el peonaje y salvar sus artes populares de esa incorporación a la civilización que realiza con tan buen gusto el curioso turista... por esta razón el problema del indio, de los treinta millones de indios americanos, adquiere proporciones sencillamente humanas, universales y pone ardiente nuestra simpatía al lado de los americanos que buscan en la dignificación del indio la estabilización y el progreso de su patria» (6, p. 279).

El interés, desde los primeros años del exilio, de muchos investigadores republicanos hacia la antropología -uno de los campos de estudio más potenciados desde los tiempos de la Revolución Mexicana- debe entenderse, en parte, a partir de esta perspectiva. La sola enunciación de investigadores y docentes de tanto renombre en México como Pedro Bosch Gimpera, Juan Comas Camps, Angel Palerm Vich, Santiago Genovés Tarazaga, José Luis Lorenzo Bautista, Pedro Armillas o Pedro Carrasco muestra cómo el camino, siquiera esbozado al inicio, tomó forma en una línea de investigación tan fecunda que todavía hoy la antropología mexicana reconoce a los exiliados españoles su indiscutible magisterio391.




ArribaAbajoActitudes comprometidas

La enunciación de todos estos conceptos teóricos no hubiese tenido ningún sentido si con ellos no se consiguiera mostrar cómo era posible «la concordia entre la individualidad del creador y el ánimo de una esperanza colectiva»392, tan necesaria en estos momentos iniciales del exilio. Fruto de esta necesidad, España Peregrina incluyó noticias y comentarios referidos a las actitudes comprometidas de los intelectuales españoles y extranjeros que, obvio es decirlo, sólo eran consideradas como tales cuando apoyaban la República393.

Dejando aparte los comentarios en torno a los poetas actuales a que nos referiremos en un capítulo posterior, sobresale por su actitud de intelectual comprometido una de las figuras más emblemáticas del arte del siglo XX, Pablo Picasso. No en vano, el malagueño unía a su indiscutible capacidad creadora, un pleno apoyo a la República, del que había dado significativas muestras encargándose de la dirección provisional del Museo del Prado, colaborando activamente en la salvación del patrimonio artístico español o donando la serie de grabados «Sueño y mentira de Franco» para sufragar los gastos de la construcción del Pabellón Español de la Exposición Mundial de París, en el cual, además, participó activamente con una obra emblemática: el Guernica394. Una vez perdida la guerra, el pintor había continuado como presidente del Comité de Ayuda a los Republicanos Españoles en Francia, entidad de la que formaban parte, además, otros escritores afines a la Junta de Cultura Española: José María Semprún, Corpus Barga y José María Quiroga Pla395.

Todo ello aparecía implícito en «Picasso en Nueva York», una de las reseñas artísticas con la que -a juicio de David Bary- Larrea seguía «dedicándose a lo que será una de sus actividades más significativas, la crítica de arte, concebida y llevada a cabo dentro del contexto unitario de su visión general de la evolución de la cultura»396. Gestado a partir de la visita del vasco a la exposición neoyorquina de su amigo Picasso en noviembre de 1939, el artículo combina el justo comentario artístico con el elogio al aspecto humano de Picasso: «¡Con qué punzante desasosiego tomó parte activa desde el primer día en la guerra de España!... le iba su concepto humano, impersonal, de la Justicia, esa profunda realidad que ha agrupado solidariamente junto al pueblo español, confirmando el dicho de Edgar Allan Poe para quien el poeta se distingue de los demás hombres por su superior sentido de la justicia...» (1, p. 36)397. De entre todos los juicios en torno a su obra enunciados por Larrea, nos interesa destacar tan sólo uno: la consideración del Guernica como ejemplo máximo de esa «concordia» entre la voluntad creadora del artista y su compromiso con la comunidad, a que aludíamos al principio de este apartado; la misma «concordia» que les lleva a definir la obra como «el cuadro moderno más famoso del mundo» (1, p. 36).

De esta forma, Larrea inicia su tarea crítica en torno a un cuadro que le resultaba especialmente grato por su implicación personal -durante su estancia parisiense de 1937, pudo seguir muy de cerca las etapas de su gestación398-; pero, sobre todo, por la categoría de símbolo del exilio que tanto su autor -«...será siempre Picasso para nosotros un símbolo primordial en este filo en que estamos» (1, p. 36)399- como la obra adquieren en los años siguientes a la guerra civil. Emblema de la participación del artista en los dramas de nuestro tiempo y símbolo, también, de la cultura que se opone a la violencia, el Guernica fue convirtiéndose en ejemplo pictórico de la vocación universalista de la obra de arte nacida en el destierro: «El Guernica, -negro, gris y blanco- queda para siempre como testimonio inmortal del arte. El pintor ha puesto en él su verdad poética más pura, más cruelmente desnuda, descarnada, desenmascarada de las fogosas apariencias de sus otros lienzos. Y esta terrible desnudez verdadera nos hiere con la interrogación dramática de su propia angustia»400.

En una publicación con vocación universalista parecía lógico que las referencias al compromiso de los intelectuales no se limitasen a los de origen español, sino que incluyera a otros muchos europeos y americanos401: sin duda, la enunciación de una larga lista de autores encabezada por premios Nobel y personalidades tan eminentes como Einstein, Gandhi, Tagore, Chaplin o Romain (1, p. 31) reafirmaban, contundentemente, la «verdad» de la República que mantenían con orgullo los exiliados, después de la derrota.


Los falsos intelectuales

Eugenio Imaz, en el tantas veces citado «Discurso in partibus», mostraba cierto tono de preocupación a partir de ese reiterado afán por recordar al intelectual republicano la «tarea» que le había sido encomendada. El secretario de la Junta recogía así ese miedo a la inacción contra el que pretendía luchar España Peregrina: «Recobrad el hilo de vuestra verdad y no perdáis el hilo de los acontecimientos», exhortaba Imaz al final de su artículo; en términos que recordaban el texto fundacional de la revista. No era suficiente con que los exiliados se creyeran poseedores de la razón histórica; había que perseverar en ella, continuar la «tarea» iniciada y recriminar las actitudes de quienes se salían del camino trazado.

José Bergamín representa claramente esta necesidad crítica mediante tres de sus cinco colaboraciones -«Contestando a Don José Ortega y Gasset. Un caso concreto» (1, pp. 32-34), «Iris de paz. Españoles infra-rojas y ultra-violetas» (1, pp. 13-14) y «La del catorce de abril (¡Aquellos intelectuales!)» (3, pp. 99-101). En estos textos, el escritor madrileño recupera el tono crítico e irónico que caracterizó sus escritos políticos durante los años de la República y la guerra civil, tal como muestran sus publicaciones en Cruz y Raya y Hora de España. Dejando aparte la primera colaboración -aunque, temáticamente, no se diferencia demasiado de las otras: a ella nos referiremos más adelante-, las otras dos coinciden en su ataque a los intelectuales quienes, durante los primeros años de la República, apoyaron al Frente Popular y, más tarde, se desentendieron de esta posición inicial: «Son estos infra-rojos como larvas o fetos de sí mismos que buscan más allá de la vida, no la muerte de que lograron escapar, sino una vida desvivida, desnacida... que les oculta, aún hasta para sí mismos, lo que son, y, sobre todo, lo que fueron; o lo que parecieron, por lo que nos dijeron ser» (1, p. 13). La crítica se extiende a los intelectuales que Bergamín denomina «ultra-violetas»: estos, sin haber rechazado públicamente su ideología republicana, no han encontrado ningún sitio en donde establecerse a causa de su falta de compromiso activo. Estos hombres no quieren radicarse en un país como México -donde la actitud comprometida de la Junta pretende establecerse como paradigmática-, pero tampoco pueden hacerlo en el propio: «Al lado de estas larvas, y como finas sombras espectrales, andan también otros españoles descoloridos, con nostalgia de haber nacido finlandeses que se desviven, materialmente, por pasarse, si no de listos, de violados, o morados o violetas... Quieren ganarles a su desengaño engañándose más, nuevamente. Y encienden su verde esperanza en un indefinido afán ultravioleta, extraterrestre, y, diríamos, que trascendental y ultratúmbico» (1, p. 13).

En tanto traidores a la causa que otorga sentido al destierro, los integrantes de esa mal llamada «tercera España» reciben las críticas más acérrimas de un Bergamín que, en el fondo, está expresando un largo lamento por el engaño de amigos, de compañeros de empresas culturales y, sobre todo, de aquellos maestros que no se manifestaron abiertamente en contra de la victoria franquista. A pesar de que en «Españoles infra-rojos y ultra-violetas» no se cite ningún nombre, los protagonistas de esta «traición» son fácilmente reconocibles para los lectores de España Peregrina, y el mismo Bergamín no eludirá personalizar sus críticas en otros de sus comentarios, centrándolas especialmente en Ortega, Marañón y Pérez de Ayala (3, p. 99)402.










ArribaAbajoIII. Relectura de la tradición literaria desde el exilio

Duro es nuestro porvenir, pero no por eso deja de serlo. Posiblemente nuestra misión no vaya más allá que la de ciertos clérigos o amanuenses en los albores de las nacionalidades: dar cuenta de los sucesos y recoger cantares de gesta. Labor obscura de periodistas alumbradores. Nunca más lejana una época dorada de las letras. Llega al poder una nueva capa que no puede colegir de buenas a primeras la calidad o lo auténtico. Y, querámoslo o no, nos toca servirla.

No quiero defender, y quede claro, una poética política o al servicio de quien sea. No podríamos subsistir, y menos los escritores de lengua española, sin nuestros gemidos: 'El barro, que me sirve, me aconseja...'


Max Aub.                



ArribaAbajoUna relectura necesaria

Como señalábamos desde el principio de nuestro estudio, la voluntad de continuar los planteamientos españoles otorgaba credibilidad y sentido a la obra cultural del exilio español que la revista de la Junta representaba, justificándola «tanto más cuanto que la península, sometida a la tiranía de la letra que mata, quedaba inepta para todo florecimiento en el orden del espíritu» (2, p. 78). Partiendo de este presupuesto, a continuación estudiaremos la revisión de la historia literaria realizada por los colaboradores de España Peregrina: ella nos servirá -a partir de sus querencias y rechazos- como primera aproximación a la teoría y la creación literarias gestadas en el primer año del exilio mexicano.


ArribaAbajoLa propuesta de continuidad a través de la tradición literaria española


«...porque temo dejar de ser
si me olvido de lo mío»



Estos versos de José Moreno Villa resumían, en su brevedad, la compleja experiencia del hombre en el exilio: por un lado, el miedo ante el extrañamiento propio y ajeno -también ante un futuro incierto, de límites imprecisos-; por otro, la conciencia de desarraigo personal y colectivo que este obligado alejamiento de la tierra implicaba. Los versos nos sitúan, además, en el «empeño de continuidad»403 manifestado en todos los niveles, pero concretado -no sin altibajos a lo largo de los años- en una voluntad explícita de mantener la identidad cultural, de la que la historia literaria no era sino uno de sus aspectos fundamentales.

En efecto, la dialéctica entre la continuidad y la adaptación característica de los primeros momentos del exilio, cuya expresión hemos ido advirtiendo a lo largo de este trabajo -desde el recuerdo de la República y la guerra civil hasta la integración en América-, resulta fundamental a la hora de acercarnos a la relectura de los antecedentes culturales y específicamente, literarios propuesta por el destierro intelectual. Y, en este sentido, la significación que los exiliados otorgaron al concepto de «tradición» y cómo lo reelaboraron, releyendo la historia literaria española desde su peculiar punto de vista y unos concretos intereses ideológicos404, nos proporciona un punto de partida inmejorable para la comprensión de unas actitudes que irán variando a lo largo de los años, como testimonian las demás publicaciones exiliadas405.

Por todo ello, la cita de autores y obras del más próximo o lejano pasado español constituyó, durante la breve vida de la publicación, uno de los motivos recurrentes que tendrían más eco en el pensamiento exilado: las referencias constantes a Lorca o Machado -por citar sólo dos nombres de los más representativos- convirtieron, muy pronto, a algunos escritores en pautas estéticas necesarias para el escritor y, aún, en modelos vitales y éticos dignos de continuación para el republicano español. En el origen de esta relectura ideologizada de la historia literaria española aparecía, sin duda, la contradictoria experiencia del hombre en el exilio, pero, de forma destacada, la lectura de la tradición realizada durante la brillante Edad de Plata anterior406.




ArribaAbajoLa Edad de Plata, punto de partida

La creencia en la Cultura como factor de transformación social había constituido uno de los pilares ideológicos básicos de la 2ª República española. Esta Cultura, en mayúsculas, se hizo presente en todos los ámbitos de la vida pública, otorgando a los intelectuales un «status» social y político difícilmente imaginable a finales del siglo XIX y favoreciendo, de modo privilegiado, la literatura en tanto la máxima expresión de aquella. Procedentes de un contexto tan propicio para su labor intelectual, los escritores exiliados de 1939 creyeron, desde el principio, que tan sólo salvando las propuestas republicanas, mantendrían su propio trabajo creador.

El periodo anterior, y especialmente el conflicto bélico, habían configurado una nueva visión de la historia literaria, redefiniendo el término «tradición»: de este modo, «tradición verdadera» se opuso al «tradicionalismo casticista» de que hablaba Unamuno407 o, en términos próximos, María Zambrano408; tradición se enfrentó a un equívoco tradicionalismo409, al que en España Peregrina se referirán el pseudonímico Donoso Descortés burlándose de la ideología reaccionaria410 y José Bergamín, parodiando de la mano de Machado y Lorca ciertas actitudes tradicionalistas: «El mayor poeta español último nos había dado otra imagen de España parecida a la suya en viejos versos, que hoy son, también, para nosotros, peregrinos: «A la revuelta de una calle en sombra/ un fantasma irrisorio besa un nardo». Fantasma irrisorio de lo español o del español que otro poeta de España, hermano de aquel nuestro evocara con nostalgia moruna» (3, p. 130).

Los exiliados reelaboran esta «tradición», otorgándole nuevos significados: por un lado, la continuación de unos antecedentes situaba a los autores expatriados en su lugar dentro de la historia cultural española411 y, por otro, marcaba el camino a seguir, propiciando un estudio interpretativo que se acercaba en mucho a los argumentos testimoniados por María Zambrano durante la guerra civil: «...la interpretación de nuestra literatura es indispensable. Al no tener pensamiento filosófico sistemático, el pensar español se ha vertido dispersamente, en la novela, en la literatura, en la poesía. Y los sucesos de nuestra historia, lo que real y verdaderamente ha pasado entre nosotros, lo que a todos los españoles nos ha pasado en comunidad de destino, aparece como en ninguna parte en la voz de la poesía»412.

Así, el pensamiento literario y las tendencias formales y temáticas precedentes -caracterizadas fundamentalmente por su «compromiso moral»- pasaron a convertirse en los primeros puntos de referencia de unos autores desarraigados materialmente, pero que se oponían con fuerza al destierro «espiritual» a través del mantenimiento de una «idea de la tradición y de los textos... que se corresponde con una honda, apasionada, voluntarista defensa del hombre y las expresiones que lo han singularizado»413, y consideraban la tradición como trasmisora de la esencia de un pueblo.

A partir de una voluntad común de «asumir y transformar la herencia cultural... bajo el denominador común del antifascismo»414, y el rechazo definitivo de una evocación idealizada y evasionista del mismo, estos españoles recién instalados en tierra ajena se dedicaron a reelaborar una parte significativa de aquellas propuestas que Raquel Asún caracterizó por su sentido liberal y humanista415: la contemporaneización de la palabra y vivencia de unos clásicos «vistos y sentidos como un legado que reclamaba un mundo en libertad»416; la readaptación, por los escritores «comprometidos», de un romancero en donde el pueblo pasa de ser una entelequia para convertirse en una realidad con la que se identifican; la utilización de unos personajes literarios que adquieren categoría de ejemplos y simbolizan el enfrentamiento bélico; la actualización de obras y temas como la Numancia de Alberti o lo real-maravilloso en teatro417, con fines antifascistas; el interés heredado de la escuela filológica española en reconducir la crítica y rescatar autores españoles «de valores iguales o superiores a los foráneos»418... Todo ello contribuyó a concretar una concepción de la literatura española que extremaba sus querencias y rechazos, postulando un concepto «nacional» de la literatura donde privaba «el hecho de que tengamos una literatura medieval 'popular' que tiende a excluir lo más internacional o más 'culto'; que conozcamos mejor el romancero que la poesía cortesana del siglo XV; que antepongamos el teatro y la lírica áurea a los géneros en prosa; que el esquema más común de nuestra historia literaria resulte más 'sociológico', 'histórico' que sus equivalentes europeos; que el canon de obras estudiadas incluya con prodigalidad piezas de dudosa 'literaturidad'...»419.




ArribaAbajoLos testimonios de la tradición

En una charla ofrecida a bordo del Ipanema, Julián del Amo aconsejaba, en testimonio posteriormente recogido en su Método del trabajo intelectual420, una serie de libros que deberían formar parte de la biblioteca de cualquier español que pretendiera conocer nuestra literatura. Entre los libros de su elección, Amo incluía al Lazarillo de Tormes y el Guzmán de Alfarache; sin olvidar el Poema del Cid, La Celestina o a Garcilaso. Seleccionaba, de entre las obras del Siglo de Oro, a Calderón, Góngora, Gracián, Quevedo y Cervantes; incluía, también, a algunos autores del siglo XIX como Espronceda o Bécquer. Pero, de entre los muchos libros y autores citados, las preferencias de Julián del Amo se centraban especialmente en los escritores contemporáneos a quienes convertía indirectamente en clásicos; entre ellos, destacaba a Ramón Gómez de la Serna, Jacinto Grau, Juan Ramón Jiménez, así como a los imprescindibles Antonio Machado y Federico García Lorca.

El profesor español trazaba así, sin ser demasiado consciente de ello, la lista de gran parte de los autores revalorizados por la historiografía literaria española en el exilio. En efecto, sus preferencias no podían entonces considerarse -como tampoco nos lo parecen ahora- fruto de una elección personal, sino más bien la concreción de unos gustos gestados previamente, que se advierten de forma preferente en un punto de vista crítico influido por una lectura antifascista de las obras seleccionadas, así como en la predilección por aquellas de carácter popular (el «sentido proletario» del romance es innegable) o de alto contenido humano y social, como El Lazarillo de Tormes421.

Esta misma orientación apuntada tempranamente por el bibliógrafo valenciano se recoge en España Peregrina, donde la lectura del pasado se basa en la necesidad de reafirmación ideológica y existencial, el proceso de mitificación del país perdido, la necesidad de compromiso (especialmente durante los primeros años del exilio), la presentación del grupo intelectual desterrado ante un público hispanoamericano y, naturalmente, la búsqueda de una obra literaria personal y, al mismo tiempo, colectiva422. Algo de ello apuntaban Vicens en su propuesta de una Bibliografía Hispánica (7, pp. 17-21) y el pedagogo Isidoro Enríquez Calleja -en su un tanto confusa reseña del Nabí carneriano- cuando veían en la tradición una superación de las agotadas vanguardias o la literatura «de compromiso»: «En gracia de unas tendencias de tipo social y de una locura de la metáfora por la metáfora hase dispensado a los poetas de nuestro tiempo el gracioso desaliño de sus obras. ¿Más ya está bien!... La poesía novecentista [del novecientos, se entiende] ha crecido mucho para ignorar que Lope o Góngora o Calderón hurgaron las fibras más recónditas del purismo sin emperrarse en él y si dejar de ser impecables en el verso y populares en la anécdota, ya escribiesen sobre Dios o sobre el Diablo» (8-9, p. 121).

Las razones de este retorno no difieren de las manifestadas por otras publicaciones literarias del exilio, pero se singularizan, en parte, por su mayor grado de politización y su no disimulado enraizamiento en lo español (menos evidente en Romance, mucho más difuso en las colaboraciones españolas incluidas en las demás revistas mexicanas).

Para los colaboradores del órgano publicista de la Junta, «herederos en el espíritu de los afanes de nuestro pueblo», el retorno al pasado suponía, ante todo, la oportunidad de «levantar la voz libremente, dar expresión al contenido profundo de la causa por la que libremente se inmolaron tantos miles de compatriotas» y, aún, hacer que «nuestra alma sea la voz de la sangre de nuestro pueblo»423, en un contexto que, previsiblemente, no iba a favorecer estos propósitos. La defensa de la verdadera tradición implicaba, además, la descalificación de la más que dudosa cultura coetánea de la Península que, a pesar de las pocas informaciones que llegaban de ella, aparecía ya como el «páramo intelectual» en que se convirtió durante la década de los cuarenta424.

De esta forma, el comentario de algunos autores españoles del pasado más o menos inmediato, las referencias intertextuales a obras o personajes literarios y las reflexiones robadas a hombres de letras y políticos como Pi y Margall425, Larra o Quintana constituyen algunos de los motivos críticos fundamentales de España Peregrina. Motivos que no sólo nos muestran aquellas figuras de la cultura española que el exilio incorpora como modelos ideológicos y/o estéticos, sino también nos hablan de una búsqueda de lo esencial español en personajes como el Quijote -de hondo raigambre idealista-, la revalorización de ese «pueblo», al que nos hemos referido en tantas ocasiones, o la recuperación -no exenta de un claro compromiso ideológico- de esa «intrahistoria» que tan importantes frutos había dado en la literatura de los años anteriores426.




ArribaAbajoUna mirada a la historia literaria española427

El primer hito temporal en la revisión del pasado lo constituye la Edad Media. Aunque en torno a ella no encontremos demasiados comentarios, el interés por esta época, de clara filiación romántica, se centra fundamentalmente en el folklore popular como la representación más fiel de la cultura, los sentimientos y, aún, las pasiones del pueblo. La afición por el romancero clásico, obvio es decirlo, plantea en España Peregrina esta búsqueda de las raíces populares: gracias al Romancero de la Guerra Civil, la composición poética ha actualizado su mensaje de rebeldía y compromiso, después de nacer «... como nació el romancero clásico cuando nuestros antepasados batallaban contra idéntica morisma y contra idénticos imperialismos invasores» (2, p. 82)428.

Los comentarios en torno al Siglo de Oro son más extensos y dejan patente, ya desde el hecho de su misma formulación, la continuidad de los trabajos de la excelente generación de estudiosos de la escuela filológica española429 y participan, en germen, de ese proceso «desmitificador» que el contacto con la realidad americana potenciaba430. Entre todos los autores del XVI, el mayor interés recae en Luis Vives, homenajeado en el cuarto centenario de su muerte431. Comentando, por una parte, el homenaje que le realizó la revista Educación y Cultura (4, p. 185)432 e incluyendo, por otra, diversos textos alusivos a su vida y obra433, el cuarto número de España Peregrina dedica un significativo espacio a comentar la vida y obra de este valenciano universal.

Vives ejemplifica una tradición española de dimensión paneuropeísta, vocación pacificista e interés por la pedagogía; señalando con su actitud vital y su pensamiento, los inicios de la tradición del pensamiento liberal español que culminaría en el bando republicano: «...nuestro pueblo, debatiéndose desesperadamente, estaba en la misma línea que sus grandes figuras renacentistas: Vives, los Valdés» (4, p. 185), afirmaba Eugenio Imaz, situándose en una posición 'humanista burguesa' que, por esas mismas fechas, Aníbal Ponce oponía al «humanismo proletario»434.

De entre todos los rasgos definidores de Vives, el más destacado en España Peregrina es su acendrado pacificismo» (4, pp. 156-159) debido a la afinidad ideológica que unía muchos de los planteamientos formulados en el siglo XVI con los propios de los desterrados: «[su defensa del] espíritu de la paz... vino a formularse en la execración formal de la guerra realizada por nuestras últimas Cortes Constituyentes» (4, p. 154). Como ellos, el pensador renacentista reprobaba la guerra; aunque, de manera similar a los republicanos exiliados de 1939, se enfrentó al poder opresor cuando lo consideró necesario y aceptó la persecución que este hecho le comportó. También Vives padeció el destierro al tener que huir de España a causa de la intolerancia religiosa y política (4, pp. 156-159); convirtiéndose, así, en uno de los integrantes de la primera emigración española de heterodoxos que los republicanos continúan435.

Junto a esta afinidad vital, la recuperación de Vives sirve para teorizar sobre una norma ética que el republicano considera como propia y resume en el concepto de «humanismo»; un humanismo indisolublemente ligado a la lucha de un pueblo que defiende los valores supremos del hombre (justicia, libertad...), surgido paradójicamente en medio del combate, cuando los hombres se reconocen como hermanos de los hombres. Él otorga, por otra parte, legitimidad moral a la lucha republicana. Aunque no se dé ninguna definición de él, lo cierto es que en los primeros años del exilio el término se generaliza, convirtiéndose en un espíritu de época cuya influencia se hará patente en la creación y crítica artística.

Por todo ello, molesta, a los redactores de España Peregrina -y mucho-, la manipulación de Vives realizada por los franquistas, quienes, nada más organizar el Estado dictatorial, pretendieron convertirlo en abanderado de sus ideas pedagógicas y sus teorías religiosas. Las críticas no aparecen tan sólo formuladas directamente -«La Junta de Cultura Española denuncia públicamente este nuevo delito de leso espíritu español, esta profanación inútil y envilecedora del alma de España cometida en la persona de uno de sus más preclaros hijos...» (4, p. 154), «Que estos -¡oh manes de Torquemada!- no tengan el tupé -la frente que, según las Escrituras, no se sonroja en las prostitutas- de celebrar su centenario» (4, 185)-, sino también a través del contraste entre distintos textos, como el del fragmento de un télex datado en Madrid -procedente de la revista castellana editada en Roma, Imperio- con otro texto escrito por Vives, donde el filósofo exponía sus ideas cristianas próximas a las corrientes más heterodoxas de su tiempo...

La atención que despierta Vives no impide que España Peregrina se centre de forma destacada en el Quijote y recoja la polémica de preguerra en torno a él que lo había convertido tanto en «materia de discusión nacional y reflejo del alma de su pueblo»436 como en «arma arrojadiza» desde el tricentenario de su publicación, en 1905. En España, casi todas las tendencias ideológicas se habían servido de él, utilizándolo para justificar muchos de sus planteamientos437. Don Quijote, ya en el exilio, pasa a convertirse en uno de los motivos más utilizados por los republicanos para refrendar el sentido de su destierro y, más aún, convertir la propia circunstancia de exilio en categoría antropológica definitoria de la naturaleza humana438. Sirva esta extensa cita de J.L. Abellán para ejemplificar nuestra afirmación: «Antes de que fuera elaborado filosóficamente con terminología técnica adecuada, el hecho ha sido recogido desde antiguo por la literatura española. El quijotesco caballero andante que se echa al mundo por los anchos campos de La Mancha buscando la aventura que le hará famosos por los siglos de los siglos, es representación arquetípica de lo que el exilio tiene de marginación; don Quijote se mueve por el campo, a la intemperie de toda ordenación social, rehuyendo a la Santa Hermandad, expresión de la ley en su época; con el corazón puesto en Dulcinea y la fe en el heroísmo de su brazo, se lanza al camino de su andante Peregrinación sin otra meta fija que la de dejar constancia de su esfuerzo. 'Yo sólo sé lo que conquisto con mis trabajos', dice, pues los encantadores podrán quitarle la ventura o el éxito de la empresa, pero 'el esfuerzo o el ánimo es imposible'. Este dejar constancia del propio yo, en un acto fundacional que da sentido al mundo, es la justificación de la caballería andante por sí misma y de la Peregrinación como modo de vida sin otro fundamento que el bien -«desfacer entuertos, consolar viudad, remediar afligidos»- que se puedan hacer en el camino»439.

El interés que despierta la obra, pues, no reside tanto en su construcción o estilo, sino en la figura ejemplar y en los valores inherentes a ese personaje universal revivido por los muchos republicanos arrojados de su tierra. Estos, en palabras de Larrea, se habían llevado con ellos el sentido profundo de la aventura del Quijote, de ese primer desterrado de nuestra literatura440: «Por tercera vez -ésta después de muerto, como su prefigura, el Cid-, Don Quijote ha dejado su solar nativo para ganar, mientras en su cadáver se corrompe lo corruptible, la gran batalla de la vida» (10, p. 4). Continuas citas sobre el personaje (2, p. 80), la inclusión de algún párrafo del libro cervantino (1, p. 30) e, incluso, el uso -con connotaciones positivas- del adjetivo «quijotesco»441 refuerzan el mito del Quijote, acercándolo a la interpretación «delirante» de España realizada en esos primeros años de destierro442. Interpretación esta que propone, desde una visión idealista de la historia, la búsqueda de la esencia española en el paisaje de Castilla, tan indisolublemente unido a don Quijote: «El alma castellana, comentaba el pedagogo Faustino Miranda, ha sido moldeada por paisajes como el de 'los inmensos horizontes de la Mancha -de líneas sencillas y de la más austera grandiosidad- que evocan siempre el recuerdo de la noble figura de Don Quijote y su primera salida al mundo, en la mañana de aquel día que era uno de los calurosos del mes de julio: los cauces de los ríos estarían ya secos, empezarían a amarillear los yermos y rastrojos, sólo darían nota de vida, en la infinita tristeza del campo manchego, el verde plateado de los olivos y el follaje de las cepas de los viñedos» (7, p. 39)443.

Citas puntuales a Quevedo, Fray Luis de León o Juan de la Cruz completan las referencias a autores del Siglo de Oro (1, p. 30; 1, p. 37; 1, p. 65; 8-9, p. 121) y, como cuando se habla de escritores posteriores (Quintana y Larra, por ejemplo), casi todas estas menciones inciden sobremanera en sus comunes posiciones éticas y, específicamente, políticas -en especial, en la línea del patriotismo bien entendido, continuado en el exilio después de una guerra de liberación comparable a la que vivió Quintana en 1820 (7, p. 23).

Similares propósitos de defender los valores fundamentales, como la libertad física y espiritual del individuo, sirven para revalorizar uno de los autores frecuentemente citado en el destierro americano: Mariano José de Larra. Defensor animoso de la libertad individual, el escritor romántico propuso con valentía una nueva concepción del mundo basada en una vaga creencia en lo popular y unos planteamientos sociales que coincidieron con el inicio de la modernidad, cuya afinidad con el exilio se muestra con claridad en la reproducción de una cita de Larrea aparecida en la séptima entrega de España Peregrina: «No conocemos crimen mayor que el empeño que los gobiernos ponen en coartar la libertad del pensamiento. No sólo privan de un derecho a su generación, sino que asesinan en su germen a su posteridad. En nuestra opinión, los hombres todos deben saberlo todo. Sólo así podrán juzgar, sólo así podrán comparar y elegir» (7, p. 21).

Para el desterrado, la crisis de valores posterior a la guerra civil, y coetánea a un conflicto mundial, empieza a mediados del XIX; de ahí que, del Romanticismo, le interesen especialmente aquellos autores del siglo pasado ajenos al romanticismo más esteticista, tal y como se desprendía, años más tarde, del documentadísimo estudio Liberales y Románticos. Una emigración española en Inglaterra (1823-1834) de Vicente Llorens. Por ello, a través de la publicación de la Junta, Larra encuentra su contrapunto, más que en sus coetáneos españoles, en los románticos europeos: Lord Byron -citado por Unamuno al inicio de un poema suyo titulado significativamente «Adiós España»444- o Víctor Hugo, y en el cubano José María de Heredia. Larra se sitúa, de esta traza, en una línea imaginaria progresista y moderna, en donde se insertan los republicanos españoles; la misma que -pasando por otros hitos como Galdós, no citados específicamente en España Peregrina pero recuperados más adelante por otras publicaciones del exilio, a causa de su compromiso social- llega a la llamada generación del 98.

Pero de todos los autores y movimientos comentados con mayor o menor detalle a lo largo de las páginas de la publicación de la Junta, los más tratados son los escritores del siglo XX y sus maestros inmediatos, a quienes se suele incluir genéricamente bajo el rótulo de fin de siglo445. Como comentaba Jesús Sánchez Trincado -en unos términos que fácilmente hubieran podido ser suscrito por muchos otros exiliados españoles- «...nos interesa el pasado más cercano, porque es el que peor conocemos y porque en él se sustenta el presente que como tal hemos vivido. Ese pasado inmediato es justamente el puente entre el ayer del cual adquirimos un concepto libresco y del hoy, que tiene tanto mayor interés cuanto, como nos ocurre a los españoles que hemos vivido los últimos quince años, 1925-1940, es necesario juzgarlo de suma trascendencia para el futuro» (10, p. 32).

Desafortunadamente, lo acertado de la hipótesis de Sánchez Trincado no se correspondió con un estudio riguroso de la cuestión; antes al contrario, el artículo que este crítico incluye en la décima entrega de la revista, «Durante el Postmodernismo» adolece de muchas deficiencias, no tan sólo conceptuales446. A pesar de la enumeración de autores y movimientos del fin de siglo y el primer tercio del XX que contribuían -en un momento en que la guerra y sus consecuencias amenazaban la pervivencia de la memoria histórica más cercana- a la necesaria reconstrucción del pasado, el apresurado crítico no supo siquiera esbozar algunas de las afinidades o rechazos que unían a los exiliados con sus inmediatos precedentes: desprecio por lo que Imaz llamaba «degeneración» del 98 (1, p. 38); afinidad por la coincidencia de sentimientos ante una derrota que llevó, por ejemplo a María Zambrano447, a realizar numerosos estudios sobre los integrantes de la llamada generación del 98 (trabajos que incidieron, en especial, en «la persistencia del tono nacionalista-crítico -y, en cualquier caso, muy tradicional- que jamás abandonan los creadores nacidos entre 1870 y 1890»448.

Así pues, a pesar de su formulación, esta revisión crítica del grupo noventayochista no llegó a realizarse en España Peregrina, ni a través de Sánchez Trincado, ni gracias a uno de los colaboradores de España Peregrina más cercano a la Institución Libre de Enseñanza: Luis Santullano, quien se limita a realizar una evocación nostálgica del pasado inmediato. El escritor y pedagogo ovetense incluye, en la publicación de la Junta, dos escritos de crítica literaria449 que se inspiran en los dictados de la Institución Libre de Enseñanza y los usos críticos del fin de siglo. Haciendo suya -como Azorín- la tarea de potenciar el interés por los escritores a través de un periodismo cultural basado en procedimientos narrativos que conectaban con el biografismo de principios de siglo450 y el tantas veces citado concepto de intrahistoria, Santullano recuerda la personalidad y la vida cotidiana de Leopoldo Alas «Clarín» y elude explícitamente cualquier otro comentario de sus obras451. De su última colaboración, cabe destacar el interés de Santullano por remarcar las actitudes éticas y políticas de un escritor que intervino decididamente en los conflictos de su tiempo; interés que se une a la ejemplaridad moral que los redactores de España Peregrina otorgan a Clarín, como muestra la evocación de su recuerdo, unido al del hijo fusilado por el bando nacional, y que sirve tanto de homenaje a los republicanos muertos durante la guerra como de severo ataque a los sublevados: «Bajo la sombra augusta de Clarín, ESPAÑA Peregrina execra una vez más la iniquidad de sus verdugos y dedica un fervoroso homenaje a su memoria» (4, p. 174).

Otros autores como Machado o Unamuno, aunque se iniciaron en las letras durante los últimos años del siglo XIX, supieron evolucionar de una forma muy distinta; hecho este que les diferenció radicalmente de los hombres del 98, confiriéndoles un carácter ejemplar e incluyéndolos, al mismo tiempo, en el grupo de los autores más cercanos a los exiliados. Así se refleja en España Peregrina y, así, vamos a estudiarlos a continuación.





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