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La dramaturgia mexicana de la generación 1954


Hugo Argüelles

Hugo Argüelles

En las tres décadas del siglo XX posteriores al periodo fundacional del teatro mexicano, la actividad teatral no siguió con la continuada evolución que había mostrado en el periodo anterior a 1938. La dramaturgia mexicana comprendió el avance que había vivido y las búsquedas usiglianas fueron aceptadas como el paradigma del teatro que debía de escribirse, no porque Usigli fuera tan exitoso, sino porque una vez alcanzado un estadio de evolución no es posible olvidar lo aprendido. En la segunda aparte del siglo XX, podría haberse dicho en México sin miedo a equivocarse una paráfrasis de la conocida frase de Rubén Darío: «¿Quién que es, no es romántico?», cambiando la afirmación a: ¿Quién que es, no es usigliano?

Una nueva generación de dramaturgos se inició con la cátedra de Usigli en la Universidad Nacional. En el conteo generacional propuesto por Arrom, ésa es la generación 1954, con la primera promoción de 1954 a 1969 y la segunda promoción de 1970 a 1983. La primera obra montada de un dramaturgo de esta generación fue una anticipación: Cuando zarpe el barco, de Wilberto Lenin Cantón (1921-1979), en el Grupo Proa en 1948. Posteriormente aparecieron Rosalba y los Llaveros, un éxito de Carballido; Antonia, de Rafael Bernal, y Luceros de carburo, de Federico S. Inclán, todas en 1950. Junto a obras de la generación anterior, como La culta dama (1951), de Novo, y la reposición de Corona de sombra. Paulatinamente fueron apareciendo las obras de autores pertenecientes a la nueva generación; en 1952 El reloj y la cuna, de Magaña; en 1953, Hidalgo, de Federico S. Inclán, Sólo quedaban las plumas, de Rafael Solana, y Los sordomudos de Luisa Josefina Hernández.

Este capítulo no es una crónica del teatro mexicano posterior a la generación fundadora, sino una consideración sobre la dramaturgia con que se continuó escribiendo y un comento de los estrenos más representativos. El grupo Teatro Estudiantil Independiente (TEA, 1945-1952), bajo la coordinación de Xavier Rojas -seudónimo de Javier Moreno Monjaraz- llevó el teatro a la calle con numerosas representaciones, entre las que destacan obras clásicas de Cervantes y sainetes de Ramón de la Cruz, junto a piezas de Vanegas Arroyo, Isabel Villaseñor, Rubén Bonifaz Nuño y del mismo Rojas. Este fue el primer grupo estudiantil de importancia en el teatro mexicano, pionero del teatro universitario de hoy. Además este director introdujo posteriormente el teatro arena en el teatro del Granero, espacio teatral que hoy lleva su nombre.

Entre los esfuerzos más meritorios de estos años se encuentran las labores de Poesía en Voz Alta (1956-1963), con la participación de Elena Garro, Octavio Paz, Juan José Arreola, Héctor Mendoza y los pintores Juan Soriano y Leonora Carrington. La intención de este experimento era devolver al teatro su calidad prístina de poesía; este movimiento sirvió de plataforma para iniciar el concepto moderno de la dirección como eje primordial de la puesta escénica.

A pesar de que había un teatro hegemónico nacional, las tres corrientes permanecieron con logros independientes, especialmente con un teatro que integraba la corriente tradicional de influencia española con el teatro mexicanista, es decir, teatro tradicional sobre los problemas del matrimonio o la mujer, situado en la provincia mexicana, sin que esas piezas fueran simultáneamente logros de vanguardia que pusieran al teatro mexicano a la altura de los mejores teatros nacionales americanos y europeos. La corriente tradicional de raigambre española permaneció viva en obras de éxito dirigidas a la clase media mexicana, en la dramaturgia de Concepción Sada, Luis G. Basurto, Agustín Lazo, y en la de algunos dramaturgos anteriormente experimentalistas, como Villaurrutia, Novo y Celestino Gorostiza, al decidir escribir para complacer al público de clase media. Villaurrutia escribió varios melodramas, La hiedra (1941), La mujer legítima (1942) y El yerro candente (1944); por su parte Novo triunfó en la escena con La culta dama y con Yocasta, o casi, ambas en 1961; y Celestino Gorostiza con una pieza costumbrista titulada El color de nuestra piel (1952). Algunas de estas obras poseen un valor indiscutible a pesar de que sus tramas volvieron a recurrir a los estremecimientos de la moral burguesa ante los cambios de la sociedad, aunque en este periodo los personajes fueron presentados con mayor hondura sicológica. Paralelamente Usigli continuó brillando con dos obras dirigidas al mismo público pero escritas con una mayor calidad: La mujer no hace milagros y Jano es una muchacha. Algunos de los colegas dramaturgos que rodearon a Usigli, especialmente Novo y algunos discípulos, como Emilio Carballido, Luisa Josefina Hernández y Jorge Ibargüengoitia, cobraron una aversión infundada en contra de quien era maestro de algunos y colega de todos, y con esmero cuidaron de no parecer influidos de la estética usigliana. Las mejores piezas siguieron el modelo presentado por El gesticulador, con la integración de las tres corrientes formativas del teatro mexicano, como Los signos del zodíaco (1951), Moctezuma II (1953), ambas de Sergio Magaña; El sitio de Tenochtitlán (1972) de Raúl Moncada Galán; Las alas del pez (1960) y El pequeño juicio (1968) de Fernando Sánchez Mayáns, y Retrato de su padre (1978), de Wilberto Cantón. Estas obras fueron los frutos dramatúrgicos más celebrados por los críticos y aplaudidos por el público que las presenció.

En el inicio de la generación 1954, el dramaturgo considerado la mayor promesa era Sergio Magaña (1924-1990), por lo adelantado de sus búsquedas dramatúrgicas y debido a su comprensión de la problemática social y lo certero en la elección de sus temas. En los años cincuenta el aprecio crítico colocó a este dramaturgo como el mejor de su generación. En 1956 en la primera edición conjunta de obra perteneciente a esta generación, el antólogo Celestino Gorostiza incluye en el prólogo esta consideración:

Sergio Magaña, perdido en su soledad, buscándose en sí mismo a la luz de una inteligencia atormentada por toda clase de inquietudes y problemas. Contradictorio como la mayor parte de los jóvenes de su tiempo, es el más ambicioso y quizás por eso mismo el más representativo de su generación. Por lo que sus obras anuncian, que si los dioses no lo destruyen, acabará por encontrarse y dará al teatro aportaciones cada vez más valiosas46.



Sus piezas Los signos del zodíaco (1951) y Moctezuma II (1954) son las mejores obras de ese quinquenio. La primera presenta un termómetro social de las aspiraciones del pueblo mexicano a cinco décadas después de la revolución mexicana, sueños incumplidos de vidas atomizadas unidas por el espacio de una vecindad que se convierte en metáfora nacional; y en la segunda pieza transforma al emperador azteca en un vidente de aquel presente y del presente nuestro, en cuanto al aplazamiento de la evolución nacional por la falta de unión de los mexicanos. La visión profética de Gorostiza resultó verdad y los demonios interiores de Magaña le impidieron llevar a cabo la carrera fructífera de dramaturgo que preludiaba. De sus obras posteriores descuellan Los motivos del lobo (1954) y Los argonautas (1965), ambas continuadoras de las búsquedas estéticas personales de este autor con excelente factura dramatúrgica. Magaña no puede ser calificado de autor malogrado porque la excelencia de su producción lo defiende; sin embargo, su paso por la vida deja el vacío de aquello que pudo hacer y el enigma de lo que pudo llegar a crear.

Bajo el epíteto de teatro experimentalista se llevaron a cabo montajes de autores considerados vanguardistas: Vildrac, Lenormand, Shaw, Andreiev, D'Annunzio, Sherwood, O'Neill, Chejov y Kaiser, autores europeos o norteamericanos que atinadamente montó el Grupo Proa, que había sido fundado por José de Jesús Aceves. Un buen número de piezas de mexicanos llegaron a la escena como resultado de este esfuerzo sin que la influencia usigliana estuviera presente: Ausentes de Edmundo Báez (est. 1942); Primer sueño de José de J. de Aceves; La tarántula (1943) de Magdalena Mondragón; Un juego de escarnio (1944), una de las mejores piezas de Ermilo Abreu Gómez; La primavera inútil (1944) de María Luisa Algarra; La mujer legítima, La hiedra y El solterón de Villaurrutia que fueron escenificadas en 1946; y dos piezas de María Luisa Ocampo, La jauría y La virgen fuerte (1943), así como Ellos pueden esperar (1949) del novelista Luis Spota. Algunas piezas escenificadas por el Grupo Proa pertenecen a otros periodos, como Gil González de Ávila, de Peón y Contreras, y Verdad o mentira, de Díez Barroso. Este esfuerzo puede ser entendido como continuador del Teatro de Orientación, aunque con mayor presencia de obras mexicanas. Este grupo más que ser calificado de «proa teatral», volvió su vista a la popa para montar melodramas de buena factura, como se habían escrito una década atrás, sin que ninguna de estas piezas tuviera interés para otros escenarios además de los mexicanos.


ArribaAbajoRafael Solana tradicional y mexicanista

La segunda promoción de la generación 1954, con predominio de 1969 a 1983 tiene como eje a Rafael Solana (Veracruz 1915-México 1992), y también incluye a otros dramaturgos: Margarita Urueta, Rafael Bernal, María Luisa Algarra e Ignacio Retes; junto a narradores y poetas que intentaron escribir también para el teatro, como Octavio Paz y Juan José Arreola. Si comparamos a Solana como miembro de esta promoción de dramaturgos, podemos comprobar que los sobrepasa con mucho en número de piezas, calidad de obras y sobre todo en noches-teatro. El primer interés creativo de Solana fue la poesía, tardó en descubrir el teatro. Se inició con una comedia, Las islas de oro, de 1952, que se estrenó en el Teatro Colón en la temporada de la Unión Nacional de Autores, bajo la dirección de Luis G. Basurto; en ese mismo año se estrenó El reloj y la cuna, de Sergio Magaña y el reestreno de Contigo pan y cebolla, de Manuel Eduardo Gorostiza. Después siguió con dos obras en 1953: Estrella que se apaga, estrenada en el teatro Caracol, basada en uno de sus cuentos publicado en la célebre revista El Hijo Pródigo, en 1946; y Sólo quedaban las plumas, estrenada en la Sala Chopin. Estas obras compitieron ese año con Hidalgo, de Federico S. Inclán, Los sordomudos, de Luisa Josefina Hernández, y Las cosas simples, de Héctor Mendoza. La carrera del dramaturgo Solana siguió con el que fue su mayor éxito, Debiera haber obispas (1954), y el mismo año con La ilustre cuna; y al año siguiente con Lázaro ha vuelto. En 1957 estrena A su imagen y semejanza, pieza que fue presentada en Berlín en 1962. La trama de esta última obra es amena:

Despechado por el mal trato que le da la crítica, un famoso director de orquesta decide tomar el pelo a los periodistas presentando como director invitado a un merolico a quien contrata, enseña y viste para que finja dirigir. El pelele tiene tan grande éxito que no solamente quita al maestro contratos y la dirección del conservatorio, sino también a su esposa.


(Teatro mexicano del siglo XX: 251)                


Solana dejó de escribir por un tiempo, y luego vinieron: La casa de la Santísima, de 1960, que es un melodrama basado en propia novela homónima y que tuvo gran acogida por el público que abarrotó el Teatro 5 de Febrero, bajo la dirección de Basurto; además en el mismo año, el monólogo Espada en mano, en la Sala Chopin, bajo la dirección de Manolo Fábregas. Durante este año de 1960 hubo dos estrenos nacionales de importancia: Nocturno a Rosario, de Wilberto Cantón, y Las alas del pez, de Fernando Sánchez Mayáns. Otro triunfo nacional lo consiguió Solana con Vestida y alborotada, comedia realista que resume magistralmente el teatro cómico, aunque con una anécdota menos creativa en comparación con otras tramas de sus obras.

Cuando Solana celebró su quincuagésimo aniversario de escritor, se imprimió una edición conmemorativa que incluye tres de sus piezas. Para esta publicación Basurto escribió un prólogo titulado «Escribir o morir», con palabras prestadas de Rainer María Rilke, para hacer un homenaje a la constancia de Solana por continuar todos los caminos artísticos que iniciaba. En el prólogo se menciona una anécdota admirable de que fue testigo Basurto: Solana, siendo secretario privado de Jaime Torres Bodet, entonces titular de Educación Pública, escribía La casa de la Santísima; con el manuscrito a medio escribir en «un cajón abierto en el que había muchas cuartillas escritas y otras por llenar, y que él usaba la pluma para ir pergeñando, con la mano activa dentro de ese cajón, entre llamadas de don Jaime, telefonazos a pasto, levantadas para introducir visitantes... Cuando le mostré mi asombro... me contestó que la tenía, no sólo en la mente, sino en la punta de los dedos, y que no podía dejarla escapar» (1985: 9).

Una de las mejores piezas de Solana es Pudo haber sucedido en Verona, que le mereció el premio Juan Ruiz de Alarcón; es una comedia de hilo fino y de grandes vuelos. Altera la anécdota de Romeo y Julieta, y pasa de la tragedia shakespeariana a la comedia molieresca con algunos matices chejovianos. La sinopsis en palabras de su autor es: «Romeo y Julieta se conocen cuando llevan ya cincuenta años de casados con Rosalinda y Paris, respectivamente. Se enamoran y hacen proyectos de fuga, que no llegan a realizarse. En la anciana Julieta se despierta un amoroso interés por uno de los nietos de Romeo, que la admira mucho» (Teatro mexicano del siglo XX: 255). Dos de sus últimas obras fueron La pesca milagrosa, escrita en dos días, el 16 y 17 de febrero de 1984, y Cruzan como botellas alambradas, escrita el 22 y 23 de febrero del mismo año, es decir, dos comedias creadas en el lapso de un mes. La precipitación, en este caso, no fue en demérito de las piezas, ya que Basurto ha calificado a La pesca milagrosa como una de las mejores comedias de este autor. Meritorias también son las labores de Solana como crítico teatral en la sección de espectáculos en la revista Siempre! y Jueves de Excélsior, cubriendo teatro, ópera y corridas de toros, siempre en forma anónima a pesar de que México entero sabía el secreto. Solana ganó el Premio Nacional de las Artes en 1986; además el Premio Nacional de Crónica en 1975 y el Premio Nacional de Periodismo en 1982.




ArribaAbajoOtros esfuerzos de la generación 1954

La corriente mexicanista per se no prosiguió; nadie más soñó con revivir el teatro protomexicano con una estética propia. Sin embargo, los temas mexicanos y los espacios provincianos se convirtieron en elementos omnipresentes del teatro posterior. La generación 1954 triunfó con comedias de sabor costumbrista y de ubicación provinciana, fueron los éxitos más sonados de las décadas de los cincuenta y sesenta, como las obras de Federico S. Inclán y Antonio González Caballero, y algunas de las comedias de Emilio Carballido, como Rosalba y los Llaveros (1950) y Te juro, Juana, que tengo ganas (1965). Estas obras tienen un innegable valor temático y han llegado a constituir para el gran público el prototipo del teatro mexicano, a pesar de que estilísticamente aún permanecen en un estadio anterior de evolución que el alcanzado por El gesticulador, ya que pertenecen al teatro tradicional de raigambre española pero con una transposición geográfica al espacio mexicano, sin que exista una propuesta dramatúrgica o escénica que pueda ser considerada creativamente vanguardista. Las únicas farsas de la generación de 1954 que constituyen un hallazgo dramático son las piezas de Jorge Ibargüengoitia (1928-1983), con Clotilde en su casa (1955) y El atentado (1962), pero que desgraciadamente fueron parcas en número por el retiro desilusionado del teatro de este autor y por su temprana muerte.

En la segunda parte del siglo XX, la corriente vanguardista fue dejando de pertenecer a los dramaturgos, para pasar a ser patrimonio de los directores teatrales. Una nueva profesión que nació con los esfuerzos meritorios de Alfredo Gómez de la Vega y, posteriormente, Xavier Rojas, José de J. Aceves, Seki Sano e Ignacio Retes. Más adelante se integraron a las actividades de la dirección teatral Héctor Mendoza, Julio Castillo, Luis de Tavira, seguidos de una larga nómina. En la provincia mexicana se han desarrollado varios núcleos de actividad teatral, sobresaliendo PROTEAC, en Monterrey, bajo la dirección de Luis Martín, como el único grupo independiente de provincia. Sobresalen los grupos teatrales de las Universidades de Guadalajara, Jalapa y Colima.

Podría decirse que en los años sesenta, la influencia del expresionismo de Bertold Brecht fue mayor en Latinoamérica que en Europa misma. Bajo la influencia brechtiana, en México se escribieron piezas de oportunidad política que perdían su mensaje al ser montadas con el presupuesto oficial, como las de Emilio Carballido, Un pequeño día de ira (1962), ¡Silencio, pollos pelones! (1963) y Yo también hablo de la rosa (1965); junto a la mejor pieza mexicana escrita bajo la influencia brechtiana, La paz ficticia (1960) de Luisa Josefina Hernández.

Los dramaturgos que escribieron obras en las que las tres corrientes estaban integradas pueden ser calificados de usiglianos porque fueron continuadores de la estética hegemónica fundada por El gesticulador, entre ellos sobresale Elena Garro, dramaturga perteneciente a la segunda promoción de la generación 1924.

Elena Garro, Paz, Pellicer, Fernando y Susana Gamboa

Elena Garro, Paz, Pellicer, Fernando y Susana Gamboa

(La Habana, 1937)




ArribaAbajoElena Garro y el teatro de realismo fantástico

Después de sor Juana Inés de la Cruz, la mayor dramaturga mexicana es Elena Garro. Pertenece a la segunda promoción de la generación 1954 y coincide con Usigli en sus indagaciones para evaluar las posibilidades del realismo sobre la escena. En el ensayo Itinerario del autor dramático (1940), Usigli había apuntado cuatro tipos de realismo moderno: el periodístico, el de tesis, el de contraste y el realismo que bautiza de mágico. Garro creó piezas que pertenecen a estas distintas gradaciones del realismo y, especialmente, alcanzó logros pioneros en el realismo mágico. Estos cuatro niveles de realismo barruntados por Usigli fueron utilizados por Garro: el realismo periodístico con obras de testimonio, como Los perros y su pieza publicada póstumamente Sócrates y los gatos, esta última sobre el 68 mexicano; el realismo de tesis tiene como paradigma a su pieza Felipe Ángeles. El realismo de contraste es utilizado en La dama boba; y el realismo mágico aparece en la mayoría de sus piezas breves, especialmente en Un hogar sólido, El rey mago y Ventura Allende. El teatro breve de Elena Garro constituye la culminación del «realismo mágico», como llamó Usigli en 1940 a las indagaciones ulteriores del realismo. La mejor pieza de realismo mágico en el teatro mexicano es Un hogar sólido (1958). Además, esta autora prosiguió con las indagaciones antihistóricas de Usigli con Felipe Ángeles (1979), que es la única pieza del teatro mexicano que puede ser comparada sin menoscabo con El gesticulador.

El tema mexicano alcanza en Garro -como en Usigli- tres niveles de abstracción. De la simple repetición escénica de la sociedad mexicana presentada por el teatro realista tradicional, pasan estos dos autores a indagar las razones sicológicas y sociológicas del mexicano, como sucede en Buenos días, señor Presidente y La dama boba; y continúan hasta perfilar en un análisis de la identidad y del ser del mexicano, como acontece en El gesticulador y en Felipe Ángeles.

Garro se interesó por el género trágico e intentó escribir tragedias. A continuación se incluye un extenso comentario epistolar sobre el concepto que Garro tenía del Teatro, de una carta fechada en París el 27 de enero de 1982:

¡Es tan raro escuchar a alguien que crea todavía en la misión sagrada del Teatro, ahora que lo han convertido en slogans, carteles y consignas! El Teatro es la dimensión de la tragedia y está por encima de los carteles o del llamado «Teatro realista o socialista o popular». ¿No te parece que Calderón, Lope y Sófocles, etc., hicieron Teatro político? Es decir que su Teatro entraba dentro de la política de su tiempo. ¡Claro que el Teatro político en el más alto sentido de la palabra, es decir, en el sentido religioso del hombre! Sin embargo, los clásicos carecían de «mensaje», hablo del mensaje del «Teatro de nosotros». El hombre [y la mujer] es singular. Y en su singularidad está su universalismo y, por ende, su tragedia. Si lo convertimos en masa, pierde su sentido de ser, se convierte en algo informe e inhumano, es decir, en el sueño soñado por los totalitarios. En la singularidad de Edipo nos podemos reconocer todos, porque es un arquetipo, pero en el Teatro de «nosotros», donde el hombre se convierte en una caricatura colectiva, nadie podrá reconocerse. ¡Helas! asistimos al triunfo de los impostores en el arte, tan necesarios a los demagogos de la política. Fincan su «fuerza» en las palabrotas, en la obscenidad y en la pornografía. No asustan a nadie, en cambio, corrompen a muchos. Hablas de libertad. Palabra equívoca a la que habrá que lavar con lejía para poder pronunciarla. En la única libertad que creo es en un espacio abierto dentro de nosotros mismos, el único espacio libre que nos queda para soñar, pensar y crear47.



En estas palabras podemos comprobar hasta qué punto Garro se había adentrado en el compromiso del teatro, para ella no era únicamente un vehículo artístico, sino un sendero creativo que la conducía a una concepción metafísica. Por eso, Felipe Ángeles pertenece al género trágico, bajo la concepción de tragedia que tenía Usigli.

Junto a Elena Garro, otros tres dramaturgos de la generación 1954 descuellan por ser continuadores de las búsquedas usiglianas aunque por senderos de dramaturgias personalísimas: Héctor Azar, Hugo Argüelles y Vicente Leñero.




ArribaAbajoHéctor Azar, hombre de teatro

Héctor Azar

Héctor Azar

Un valioso dramaturgo de la generación 1954 es Héctor Azar (1930-2000), quien debutó con una refundición de los fragmentos de una Pasión, bajo el título de Días santos y una adaptación teatral de la literatura picaresca. En 1958 la revista El Unicornio, que dirigía Juan José Arreola, publicó La Appassionata que fue su primera pieza de creación. En unos años en que el teatro mexicano estaba ensimismado en un costumbrismo banal de imitación de espacios de provincia y habla mimética, aparece el teatro mexicanista de Azar con recios personajes, con voces poetizadas que parecen que suenan a nunca antes oídas, en un México visto por los ojos escrutiñadores de Azar. Lo expuesto en escena se poetiza, se cubre de un manto de realidad milagrosa, con personajes que son mirados por el público con ojos distanciados. Teatro de raigambre mexicana con una ligera poetización que le permite guardar distancia de lo cotidiano y acercarse a lo simbólico, con personajes que poseen una gran dignidad humana. Inmaculada es una pieza sobre la soledad de una mujer, pero se convierte en la soledad de todos aquellos que intentan vivir de una manera diferente y que se apegan a una forma de vivir que conduce a la infelicidad, prodigando ternura sin que nadie exista para recibirla.

Azar pronto se convirtió en uno de los pilares del teatro mexicano. Sus obras se representaron en la capital y en toda la provincia mexicana. Sus piezas llegaron a ser para las nuevas generaciones el prototipo de la dramaturgia mexicana. Su obra dramatúrgica y ensayística ha sido ampliamente editada; su Puebla natal le publicó Teatro al Azar al celebrar sus cinco lustros de dramaturgo; también sobresale la edición de dos volúmenes del Fondo de Cultura Económica en su colección Letras Mexicanas, epítome de las ediciones de dramaturgos mexicanos, al lado de la obra Mariano Azuela, Xavier Villaurrutia, Rodolfo Usigli y Celestino Gorostiza.

Sus adaptaciones para la escena constituyen un teatro que ennoblece la conciencia y que limpia los sentidos. Es teatro completo, casi teatro total, pero con interés de hacernos revivir un modelo que pueda hacerse carne de nuestra conciencia. Algunas de sus obras que el mismo autor califica de didácticas son Doña Endrina, inspirada en poemas de Juan Ruiz, arcipreste de Hita, y la adaptación de El periquillo sarniento y La pícara Faustina, de Francisco López de Úbeda. Recorrer la dramaturgia de Azar es recorrer los espejos de mundos teatralizados que ineludiblemente regresan al lector/público a México y a la condición de ser del mexicano. Teatro complejo en su construcción, ambicioso en sus aspiraciones y pleno de ternura hacia los personajes. Paralelamente a los logros de su dramaturgia de gran aliento, su obra didáctica seguirá dando frutos en la juventud mexicana y sus labores políticas serán recordadas como las de un hombre con conocimiento. La obra ensayística azariana es amplia como amplios fueron sus conocimientos teatrales. En Las funciones teatrales incluye tres grandes apartados: «El escenario vacío», «Información igual a educación» y «A l filo del pretexto»; también sobresale Arte y circunstancia, sobre la historia del teatro. Sus trabajos teóricos sobre teatro, el espacio teatral y la dramaturgia son únicamente comparables al corpus teórico de Rodolfo Usigli. Su actividad docente fue notable. Sobresale su papel de fundador y director del Centro de Arte Dramático (CADAC), con ubicación en varias ciudades; además de ser maestro de la UNAM, en donde recibió el premio en docencia de humanidades en 1987. Su actividad de promotor cultural le llevó a la jefatura del departamento de teatro del Instituto Nacional de Bellas Artes, de 1965 a 1972; fue igualmente fundador de la Compañía Nacional de Teatro del INBA, de la que fue director. En sus últimos años se desempeñó como Secretario de Cultura del Gobierno del Estado de Puebla.




ArribaAbajoHugo Argüelles y su visión mordaz

Hugo Argüelles

Hugo Argüelles

Hugo Argüelles (1932-2003) escribió obras de humor negro y de lograda estructura dramática, como Los prodigiosos (1956), Los cuervos están de luto (1960) y El tejedor de milagros (1961). De sus obras posteriores, sobresale Retablo del gran relajo (1981), la pieza más argüelleana y en la que logra conjuntar todas su propuestas dramatúrgicas, y Los gallos salvajes (1986), acaso la obra teatral mexicana más penetrantemente indagadora del machismo mexicano.

La obra argüelleana es amplia y dispar, en sus piezas los personajes están aquejados de una angustia patológica que busca la intensificación del vivir, sin importar que su existencia sea cada vez más dolorosa. Todo aceptan menos un pathos exánime. Como sísifos pasionales, estos seres escénicos luchan con braveza a pesar de que saben que nunca poseerán totalmente el objeto de su deseo. Argüelles gusta confrontar a sus entelequias humanas con una experiencia límite que señale el único sendero que tienen para su condenación. Nunca es un camino de perfección que conduce a un ascenso espiritual, sino un doloroso itinerario que va descarnando sus máscaras hasta alcanzar una verdad. Para Argüelles, la existencia humana encarna un enigma: la permanencia de la jungla a pesar de la civilización. Por eso, para descubrir la esencia de lo humano, en vez de procurar la virtud, habría que adentrarse en la barbarie por medio de la incontinencia en las apetencias hasta que despertemos a la bestia que llevamos dentro. Ella es la única que puede olfatear el sendero que nos conducirá al conocimiento de la esencia del ser humano. No hay que recorrer las moradas para la ascensión espiritual, sino por el contrario bajar, mediante una anti-mística, los peldaños de la escalerilla de la bestialidad. Todos sus personajes viven el mito de la salamandra que tiene que morir calcinada para descubrir en medio del fuego su verdadera identidad, como en El ritual de la salamandra. La mayoría de sus piezas fueron bautizadas con nombres entresacados, no del santoral cristiano, sino de un bestiario: alacranas, buitres, cuervos, cocodrilos, gallos, escarabajos, hienas, vampiras, etc.; esta zoología no es presentada desde su domesticidad, sino desde su salvajismo. Como si los humanos fuéramos animales -animales fantásticos, si se quiere-, que primero morimos en la lucha que lograr atravesar el umbral de la civilización.

Si cada región de México tuviera una dramaturgia identitaria, los textos argüellanos deben ser los más intensamente veracruzanos. Esta visión casi caribeña no es compartida por otros dramaturgos nacidos en Veracruz, como Solana y Carballido. El teatro argüelleano podrá parecer exuberante y excesivo, pero siempre es profundo; acaso para algunos paladares podría parecer sobrecondimentado; pero nunca será tachado de banal. Es un teatro que no da soluciones sino abre profundas interrogantes. Su arte dialógico pudiera parecer parlero en exceso pero siempre será intrínsecamente teatral. Sus personajes poseen la habilidad de la palabra, pero no hablan como lo hacemos los humanos, sino hablan de la manera como los demons diatriban. Si el teatro usigliano alivia los males sociales, también lo logran los ritos argüelleanos. Estos dos autores tienen fe en el papel curativo del teatro, Usigli como beneficiosa medicina, Argüelles como vacuna del mal. La pieza mayormente usigliana de Argüelles es La ronda de la hechizada, sobre la integración cultural de la cultura protomexicana con la del Siglo de Oro del imperio español, dos herencias igualmente valiosas que México concierta. Este dramaturgo es también comparable a Usigli en cuanto a su esfuerzo por formar dramaturgos. Su taller fue el mayormente inspirador de los varios fundados en los años ochenta, impartía una androgogía dramática en la que no había receta ni teoría, pero sí búsquedas de la fundamentación del teatro sobre su esencia más antigua. Después de Usigli, Argüelles fue el dramaturgo mexicano más conocedor de teoría dramática, lo que logró por sus abundantes lecturas y especialmente por una intuición personal.

Para Argüelles ser estridente era su forma de relacionarse en el mundo. El número de sus anécdotas pudiera parecer incontable. En sus inicios recibió consejos sobre cómo escribir teatro de Luisa Josefina Hernández y, por mediación de ella, de Emilio Carballido. Argüelles contaba que sus mentores imponían en demasía estilos y formas de escribir teatro. Cuando el joven dramaturgo les mostraba lo que escribía, sus maestros menospreciaban sus logros y lo instaban a proseguir por los caminos recorridos anteriormente por sus mentores. Argüelles decidió escribir una obra siguiendo con detalle el método propuesto, luego pidió a Luisa Josefina que leyera la pieza y la maestra quedó entusiasmada con el logro. Ella misma pasó a Carballido el manuscrito para que lo leyera. Cuando los maestros citaron al diligente alumno para felicitarlo por lo atinado de su dramaturgia, al término de los halagos, el joven soltó una carcajada, tomó el manuscrito y lo partió en dos diciendo: «Esta obra no vale nada, nunca será montada ni publicada, la escribí sólo para probarles que puedo escribir tan bien como ustedes. Ahora déjenme en paz. Escribiré como a mí me parece». Ante los ojos atónitos de los maestros, Argüelles recogió las fracciones de su manuscrito y salió triunfante. Huelga decir que nunca fue el alumno predilecto de sus solícitos preceptores. Otro de sus decires era: «¿Quieres saber quiénes son los mejores dramaturgos de México? Pregúntale a Carballido, si los alaba son malos, si los critica son buenos», y su rostro se iluminaba con una sonrisa cínica, que parecía decir: «A mí nunca me alabó».




ArribaAbajoVicente Leñero

Vicente Leñero

Vicente Leñero

Sobre los dramaturgos de la generación 1954, Vicente Leñero (1933-) ha sido el que más ha contribuido en continuar las investigaciones usiglianas del realismo, con piezas antihistóricas testimoniales que corresponden a las «crónicas» anunciadas por Usigli, como El juicio (1972) y Martirio de Morelos (1981), y sobre todo con sus intentos de llevar a la escena la aspiración de Usigli de presentar «la sola apariencia de la realidad» (Itinerario: 119), en piezas «de realismo realista», según la denominación dada por Leñero, como La mudanza (1979), La visita del ángel (1981) y Nadie sabe nada (1988). La colaboración de Leñero con el director Ignacio Retes dio a la escena mexicana varias de las mejores puestas de la sexta década del siglo XX, como por ejemplo, Los albañiles (1973). Retes comprendía el papel de director escénico a favor del texto, y con habilidad profesional creaba cosmos realistas que eran vistos por el público desde una perspectiva analítica de lo social. Las puestas de Pueblo rechazado (1968) y El juicio (1972) constituyeron la mejor simbiosis como producto final de la dramaturgia textual con la escena. Usigli nunca contó con un director que comprendiera su teatro como Retes comprendió y dio vida a varios de los mejores textos de Leñero. Cuando este dramaturgo perdió esta mancuerna escénica, fue dirigido por Luis de Tavira, un director imaginativo pero demasiado influenciado por la moda escénica europea y quien no desarrolló una estética de la dirección que pudiera calificarse de «tavírica», como quedó comprobado con Martirio de Morelos y La noche de Hernán Cortés, piezas que debieron ser paradigmáticas para el teatro mexicano y que sólo quedaron en magnificentes experimentos escénicos. Los guiones cinematográficos de Leñero han recibido reconocimientos críticos y de público, pero han desviado su interés como dramaturgo. La creencia de Leñero de que sus textos son únicamente pretextos y que sus obras no deberían perdurar porque responden únicamente a un momento determinado, ha minado la aportación de este dotado dramaturgo al teatro mexicano. Quien debería ser hoy el dramaturgo mexicano vivo más importante en el periodo del cambio de milenio, ha queda relegado al no pequeño papel de ser subdirector de la revista Proceso y adaptador de exitosos cinedramas, como El callejón de los milagros y El crimen del padre Amaro.




ArribaAbajoDramaturgia de mujeres

La dramaturgia de pluma femenina ha continuado con un desarrollo notable en las generaciones posteriores, aunque quizá no ha vuelto a tener un impacto similar sobre el público al alcanzado por las autoras que pertenecen al periodo formador del teatro mexicano. La generación de 1954 incluye nombres tan notables como la ya nombrada Elena Garro, además habría que citar a Rosario Castellanos, Luisa Josefina Hernández y Maruxa Vilalta. La nómina de dramaturgas de esta generación es numerosa, algunos nombres son: María Luisa Algarra, Altair Tejeda de Tamez, Marissa Garrido, Julia Guzmán, Olga Harmony, María Alicia Martínez Medrano, Magdalena Mondragón, Carlota O'Neill, Marcela del Río, Luz María Servín, Carmen Toscano, Margarita Urueta, Alicia María Uzcanga, Teresa Valenzuela, Yolanda Vargas Dulché y algunas más. No es el lugar para hacer una crónica de sus aciertos dramáticos, valga decir que aunque la mayoría ha continuado escribiendo, sólo las cuatro primeras mencionadas han alcanzado al gran público. Junto al discurso femenino de estas autoras, varias obras de temática feminista han sido estrenadas. Notorias son Orinoco (1983) y Rosa de dos aromas (1986), de Carballido, que ha tenido presentaciones en México y en Hispanoamérica con éxito de público. Estas piezas siguen el interés por personajes femeninos que muestra este autor desde su estreno profesional con Rosalva y los Llaveros (1950).




ArribaAbajoAnálisis comparativo de la generación 1954 en Hispanoamérica vs. México

En Hispanoamérica, la generación 1954 dio frutos meritorios en varios teatros nacionales. Los países del Cono Sur presentaron obras imaginativas con plumas de intensa identidad continental. De una pléyade de escritores habría que singularizar a Carlos Gorostiza (1920-), con una dramaturgia social paralela a la del norteamericano Arthur Miller, en El puente (1949), y especialmente El pan de la locura (1958), pieza sobre la responsabilidad individual de la sociedad y el bien común. El teatro de plaza de Osvaldo Dragún (1929-1999), con obras de aparente sencillez, como Historias para ser contadas (1957) y Los de la mesa diez (1957) que recorrieron todos los escenarios de Hispanoamérica. La dramaturga hispanoamericana más interesante de esta generación es la argentina Griselda Gambaro (1928-), con un teatro comprometido socialmente que fluctúa entre el desamparo y la esperanza, como en El campo, Los siameses y Decir sí.

El teatro chileno fue marcado con piezas absurdistas de gran aliento, como El cepillo de dientes (1961), de Jorge Díaz (1930-), y con parábolas sobre la falta de igualdad de la sociedad, en Los invasores (1960) y Flores de papel (1970), de Egón Wolff (1926-). Esta dramaturgia posee características inalienables de creatividad propia y de sensibilidad latinoamericana; sin embargo, en algunas de estas obras se permea en demasía la influencia de Brecht, como en las de Dragún; la de Becket y Ionesco en el teatro de Díaz; y la de Durrenmatt y Max Frisch en el teatro metafísico de Wolff.

Los uruguayos Carlos Maggi (1922-), con El patio de la Torcaza (1967) e Híber Conteris, con sus piezas de crudeza social, como Enterrar a los muertos (1959) y El asesinato de Malcolm X (1967), hacen un balance social preludiador del periodo de dictaduras de derecha que sufrieron estos tres países.

Por su parte Puerto Rico, a pesar de no contar con su independencia política y en un periodo en que no tuvo el español como lengua oficial, presentó al mundo un dramaturgo de excepción, René Marqués (1919-1979), quien examina en La carreta la pérdida de raíces identitarias de la isla y en Los soles truncos (1958) toma el pulso al sentimiento puertorriqueño de separación e independencia. Una obra cubana que viajó por el mundo es La noche de los asesinos (1966), de José Triana, cuya trama presenta a tres niños que planean el asesinato de sus padres en un mundo alucinado por proceso autocrático, con un lenguaje dramatúrgico de raigambre cubana pero cuya sensibilidad no está alejada de la de Genet. En la Cuba del exilio, el teatro de Matías Montes Huidobro es con mucho el mejor, especialmente Las paraguayas y Exilio, esta última es una pieza paradigmática sobre el exilio como fenómeno hispanoamericano. En Colombia florecieron más la dirección escénica y los grupos de creación colectiva, pero algunas de las obras de Enrique Buenaventura (1925-2004), como En la diestra de Dios Padre (1962) se montaron a lo largo y ancho de los veinte países hispanohablantes de América.

Aunque nació en Guatemala, Carlos Solórzano (1922-) ha residido en México desde 1939, en donde ha desarrollado actividades académicas, de política cultural y notoriamente dramaturgia. Sus principales piezas son Doña Beatriz, la sin ventura y El hechicero, ambas de 1954, tres años después escribió Las manos de Dios y El crucificado; sus piezas más conocidas por sus múltiples montajes son Los fantoches (1959) y Cruce de vías (1969). Es gran conocedor de la teoría dramática y buen lector del teatro europeo de entreguerras; ha escrito parábolas matizadas de humanismo existencialista que acontecen en espacios americanos y con sentires mestizos. Además ha sido editor e historiador del teatro hispanoamericano. Su obra no es basta pero ha logrado un lugar señero en la dramaturgia de su generación por la intensidad religiosa de sus temas que contrasta con una generación mayormente arreligiosa.

La calidad dramática hispanoamericana de la generación 1954 y la cuidadosa utilización de las posibilidades escénicas hicieron que estas piezas llegaran a cimas comparables con las alcanzadas por la estética de Brecht y por las búsquedas absurdistas de Ionesco y Beckett. Ante la calidad dramatúrgica de las piezas mencionadas, la producción mexicana de la generación 1954 no llegó a competir sin recibir menosprecio. En México se escribieron piezas que no tenían equilibrio entre lo regional y lo universal; el teatro épico en México fue moda y no estética emanada del sentir del dramaturgo; no hubo absurdo mexicano ni autores comparables a Piñera, Díaz y Triana. México montó casi todas las obras mencionadas y muchas más de estos dramaturgos de países hermanos, pero a su vez no tuvo la gracia de que las obras mexicanas de ese mismo periodo fueran montadas en países hispanos. Si se quisiera hacer una antología del mejor teatro hispanoamericano de la generación 1954, habría dificultad en qué obras seleccionar de entre las de mayor calidad y acaso las mexicanas quedarían en su mayoría fuera, salvo las de Elena Garro y Hugo Argüelles.