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ArribaAbajoCapítulo XXV

Cómo Aben Humeya envió a levantar los lugares del río Almanzora, y la descripción de aquella tierra


Río de Almanzora quiere decir río de la vitoria. Tiene principio de una fuente que nace en el camino que va de Canilles de Baza a Serón, llamada Fuencaliente, y corriendo por un valle lleno de arboledas, va a dar a la villa de Tíjola, dejando en los cerros de la mano derecha, algo apartadas del río, a Serón, el Deyre, Bayarca, Lúcar, Sierro, Sofloy, Almuña, Purchena, que tiene título de ciudad, Olula, Fínix, Lanteyra, Cantoria, Líjar, Códbar, Errax, el Borx, Alboleas, Sujura o Surgena, Overa, las Cuevas, Lubrín, Urriecal, Ante, Védar, Serena, Teresea, Cabrera, Benitagla, Albánchez; y en la torre de Montroy, una legua a poniente de la ciudad de Vera, se mete en el mar Mediterráneo. En las sierras que son a levante dél yendo hacia la mar están Lucus, Somontin, Partaloba, Códbar, Oria, Albox, Vélez el Rubio y Vélez el Blanco. Tiene a poniente la sierra de Bacares y la de Filabres, cuyo lugar principal se llama Tahalí. Los otros son Senes, Chercos, Alcudia, Alhabra, Benalguacil el alto, Benalguacil el bajo, Benicanon, Senimina, Xenecit, Castro, Ulela de Castro y Ulela del Campo. Y a tramontana, la hoya y comarca de Baza, donde están las villas de Canilles, Benamaurel, Zújar, Freyla, Cúllar, Güéscar, Castilleja, Orce, Galera, Cortes y otras; a levante tiene las sierras de los Vélez y de Mojácar, y a mediodía el mar Mediterráneo. Toda esta tierra es abundante de pan y de legumbres; crían los moradores mucha seda y muy buena, y tienen muchos ganados. En las laderas de las sierras de una parte a otra del río hay hermosas arboledas de huertas, que se riegan con el agua de las fuentes que nacen dellas y corren a dar al río principal, y las frutas todas son tempranas y muy sabrosas. La mayor parte de las villas tienen castillos antiguos puestos en sitios fuertes por naturaleza, y algunos son de calidad que con poco trabajo se podrían hacer inexpugnables. Quisieron los rebeldes levantar todos los pueblos deste río, cuando levantaron a Gérgal, y por temor del marqués de los Vélez, que, como atrás dijimos, entraba por aquella parte, lo dejaron de hacer. Este miedo les duró todo el tiempo que estuvo alojado en Terque; y como después salió el marqués de Mondéjar de la Alpujarra, y el marqués de los Vélez se recogió en Berja y después en Adra, acudiendo los moros por las sierras de Gérgal y de Bacares, comenzaron a hacer algunos saltos en el río de Almanzora. De aquí tomó atrevimiento Aben Humeya de enviar a levantar aquella tierra; y andándolo tratando, un moro de los que estaban con él fue al lugar de Almuña, y queriendo consolar a la mujer y hijas de Jerónimo el Maleh, que las tenía captivas el alcaide Diego Ramírez, les dijo que estuviesen de buen ánimo, porque dentro de quince días tendrían libertad, y que el proprio Maleh venía con mucha gente a levantar aquellos pueblos. Había hecho Diego Ramírez muy buen tratamiento a estas moriscas, y teníalas recogidas en casa de un morisco amigo suyo; y queriendo gratificarle la buena obra, le dijeron lo que el moro les había dicho, para que se pusiese con tiempo en cobro. El cual envió luego un correo a don Juan de Austria, suplicándole que enviase alguna gente de guerra con que poder asegurar aquella tierra antes que los moros entrasen en ella, porque de otra manera se perdería. Y como esto no se pudo hacer tan presto como la necesidad pedía, a 12 días del mes de junio deste año de 1569 bajaron de la Alpujarra el Gorri de Andarax y el Peligui de Gérgal, y con ellos el Maleh y otros capitanes moros con más de cuatro mil hombres de pelea; y dando primero en Purchena, se hubieran de perder los cristianos que allí había, si el bachiller Román, beneficiado de Macaela, que venía de captiverio de la Alpujarra y había llegado la noche antes, no les avisara como dejaba junta aquella gente para venir a amanecer sobre ellos. Los cuales, viendo que en la fortaleza no había alcaide ni gente de guerra, aunque de sitio era muy fuerte, no osaron meterse dentro; y dejándola desamparada, se fueron huyendo a Oria y a Vera y a   —276→   otras parte; por manera que cuando llegaron los moros había solas tres horas que se habían salido de la ciudad, y solamente hicieron que los moriscos que moraban en ella se rebelasen, y a los que no querían hacerlo, les daban muchos palos y los llevaban consigo maniatados. Hubo tres moriscos de los principales, que por no alzarse dejaron sus mujeres y hijos; los dos dellos se metieron en Oria, y el uno en Cantoria; los otros todos, cual de grado, cual por fuerza, se fueron con sus mujeres y lujos a la Alpujarra. Los moros robaron y destruyeron la iglesia, luego saquearon las casas de los cristianos, y mataron una mujer vieja que no había querido irse con los demás; y no queriendo dejar aquella fortaleza desamparada, por ser de la calidad que era, metieron gente de guerra dentro para sustentarla, y de la madera de los techos de la iglesia, que desbarataron, hicieron aposentos y reparos en ella, y levantaron una torre de tapiería hacia aquella parte. Hecho esto pasaron a Olula y a los otros lugares, y levantando los moriscos dellos, saquearon y destruyeron las iglesias y las casas de los cristianos, mas no mataron ninguno, porque se habían puesto todos en cobro con el aviso de la mujer y hijas del Maleh. Los moriscos de Serón estuvieron tres días que no se alzaron, porque los entretuvo Diego de Mirones, vecino de Madrid, que tenía la tenencia de aquel castillo por el marqués de Villena, cuya es aquella villa; el cual habiendo enviado su mujer y hijos a Castilla con los soldados que tenía de guarnición y con los vecinos cristianos que vivían en aquel lugar, que por todos serían ciento y treinta hombres, se velaba con mucho cuidado; y cuando supo que los moros andaban alzando los lugares del río. Recogió todas las mujeres cristianas en el castillo. Estando pues los alcaides moros en el río, le enviaron a decir que por tenerle buena voluntad y pesarles de su trabajo, le aconsejaban que les entregase aquella fortaleza; y que si esto hacía, le dejarían ir con toda la gente que tenía dentro, y le acompañarían hasta ponerle en lugar seguro cerca de Baza; mas que si no lo hacía, supiese que no podían dejar de pasar él y con los que él estaban por el rigor de la muerte. Diego de Mirones recibió la embajada con alegre semblante, y hizo dar de comer a dos moros que la llevaban, y sendos pares de alpargates que la pidieron; y después les respondió que él agradecía mucho a los alcaides la voluntad que mostraban a sus cosas; mas que el castillo le tenía por el marqués de Villena, a quien había escrito para ver lo que mandaba que hiciese dél; y que venida la resolución, que sería muy en breve, podría responderles con más certidumbre. Vueltos los dos moros con la respuesta, los alcaides entendieron que era dilación, y dende a dos días el Maleh y el Hanon fueron con todo el golpe de la gente sobre él; y alzando los moriscos de la villa. Le tuvieron cercado doce días; y al fin, viendo que se les defendía, y que no tenían artillería con que poderle batir, ni se podía ganar a batalla de manos, levantaron el cerco y fueron sobre Tahalí, lugar de don Enrique Enríquez; y alzándose los moriscos del lugar, cercaron y combatieron el castillo, donde estaba don Álvaro de Luna, vecino de Bazar, con cincuenta soldados. Lo primero que hicieron fue acometer el reducto o rebelión, y picándole, hicieron un portillo, y entraron dentro, y sacaron dos caballos que estaban en una caballeriza. Luego enviaron a requerir al alcaide que se rindiese, diciendo que por ser aquel lugar de don Enrique Enríquez harían todo buen tratamiento a los que estaban dentro con él, y los dejarían ir libremente con sus armas y bienes muebles donde quisiesen; y aunque sobre esto hubo demandas y respuestas, estando el alcaide suspenso entre temor y esperanza, al fin aceptó el partido con que le diesen solos dos días de término, y los moros alzaron el cerco. Esto hizo don Álvaro de Luna contra la voluntad de un morisco llamado Juan Alguacil y de un hijo suyo, de los más ricos de aquel lugar, que se habían recogido con él en el castillo; los cuales le requirieron que no lo rindiese, porque ellos se ofrecían a defenderle con la gente que allí había, mas no le pudieron convencer, antes se enojó con ellos y los metió en una mazmorra, y dentro del término que los alcaides le habían dado salió dél con todos los soldados y cinco mujeres vestidas en hábito de hombres, y se fue a la ciudad de Almería. Los moros entraron en el castillo, y hallando en la mazmorra aquellos dos moriscos los sacaron fuera y los ahorcaron luego, no sin grandísima nota del que los había dejado allí. Certificáronnos personas que dijeron haberse hallado presentes, que murieron cristianos, diciendo que morían por no ser traidores a Dios ni al Rey. Ganado el castillo de Tahalí, los moros pasaron a Cantoria, y teniendo cercada aquella villa solo un día, se les dio, porque eran todos los vecinos moriscos. Y por esta orden fueron levantando todos los otros lugares del río, excepto a Oria, las Cuevas a Serón, que se defendieron los castillos por entonces.




ArribaAbajoCapítulo XXVI

Cómo los moros volvieron a cercar el Castillo de Serón, y yendo a socorrerle don Alonso de Carvajal, se le mandó que no fuese, y se volvió a su villa de Jódar


Queriendo pues Aben Humeya acabar de ocupar todos los lugares del río de Almanzora para hacer la guerra por aquella parte, recogió el mayor número de gente que pudo, y se fue a poner en la sierra de Bacares, y desde allí envió un alcaide, llamado el Mecebe, sobre el castillo de Serón; el cual le cercó con cinco mil moros, a 10 días del mes de junio deste año, con grandes regocijos y algazaras. El alcaide Diego de Mirones envió luego un soldado a Baza para que desde allí se diese aviso a su majestad y a don Juan de Austria del estado en que estaba; el cual salió de parte de noche, y pudo hacer el efeto a que iba sin que los moros se lo estorbasen. Mas ya en este tiempo don Juan de Austria sabía por algunas espías como los moros se aprestaban para ir sobre el castillo, y se había tratado del remedio, y tomádose resolución en el Consejo en que convendría que fuese a socorrerle suficiente número de gente, por si fuese menester pelear con el enemigo en campaña; y porque no la había de ordenanza que pudiese ir con la brevedad que el negocio requería, acordaron de cometerlo a don Alonso de Carvajal, señor de Jódar, encargándole que juntase el mayor número de gente que pudiese de sus deudos, amigos y vasallos, y hiciese aquel socorro. Este acuerdo había sido muy acertado, si otra provisión no lo interrompiera; porque su majestad, siendo avisado del cerco, escribió aquellos mesmos días al marqués de los Vélez   —277→   que procurase socorrer aquella fuerza, pareciéndole que por tener su campo junto en Adra, nadie lo podría hacer con más brevedad. El aviso desta orden llegó a don Juan de Austria a tiempo que don Alfonso de Carvajal iba la vuelta de Baza con mil y quinientos arcabuceros y ciento y cincuenta caballos, y muchos caballeros y hijosdalgo de Úbeda y Baeza, amigos y allegados de su casa. Y casi a un mesmo tiempo, estando un día don Juan de Austria con los del Consejo, le llegó un correo con carta del marqués de los Vélez, en que decía que habiéndole su majestad cometido el socorro del castillo de Serón, y viendo cuán malo lo podía hacer, por la distancia que había desde Adra, le había parecido que podría ir a hacerlo en su lugar una de tres personas, Juan Rodríguez de Villafuerte Maldonado, corregidor de Granada, don Luis de Córdoba, o don Rodrigo de Benavides, con mil y quinientos infantes y trecientos caballos, que era número suficiente y necesario para aquel efeto. Esta carta puso en confusión a los del Consejo por el inconveniente que traía, y estuvieron suspensos, no se determinando si pasaría adelante don Alonso de Carvajal con la orden que llevaba de don Juan de Austria, o si se le mandaría que parase. Luis Quijada decía que no se debía hacer otra provisión sobre la que su majestad había hecho en el marqués de los Vélez; el Presidente porfiaba que la que don Juan de Austria había hecho en don Alonso de Carvajal, pues el Consejo supremo no proveyera lo contrario si supiera lo que él tenía proveído, era la que se había de guardar, porque tenía poder y facultad para poderlo hacer, como capitán general; mayormente que se había de mirar el inconveniente que se presentaba de perder aquel castillo con cualquiera dilación, poniendo ejemplo en que en tiempo del emperador don Carlos, habiendo él mesmo proveído la plaza de maese de campo del tercio de Nápoles, que estaba vaca, en un caballero particular, teniéndola proveída el visorrey don Pedro de Toledo en otro, se había determinado que la provisión del Visorrey se había de cumplir, pues siendo capitán general, había podido proveerla. Deste parecer, fueron la mayor parte del Consejo; mas don Juan de Austria se arrimó a lo que Luis Quijada decía, y se resolvió en que don Alonso de Carvajal se volviese, porque llegó luego otra carta del marqués de los Vélez, avisando como, por parecerle que había dificultad en ir a hacer aquel socorro uno de los tres caballeros que había señalado, lo había cometido a don Enrique Enríquez, su cuñado, que estaba más a la mano en Baza. Toda esta diligencia que el marqués de los Vélez hacía, se entendió que era para deshacer la provisión de don Alonso de Carvajal, de que ya estaba avisado, queriendo enviar persona de su mano. Era el marqués de los Vélez valeroso y esforzado caballero y muy discreto; mas no se podía determinar cuál era en él mayor extremo, su esfuerzo, valentía y discreción, o la arrogancia y ambición de honra, acompañada de aspereza de condición, a que demasiadamente era inclinado. Volviendo pues a nuestra historia, don Juan de Austria escribió luego a don Alonso de Carvajal, mandándole que en el lugar que le alcanzase aquella carta parase y se volviese a su casa, y agradeciese de su parte a la gente que llevaba la voluntad con que se había movido a hacer aquella jornada, la cual convenía que parase por algunos respetos que había parecido al Consejo; y alcanzándole el correo en Cúllar, una legua antes de llegar a Baza, se volvió bien desgustado, por no dejarle llegar a hacer el efeto para que había salido. Dejemos agora el socorro deste castillo; que hubo hartas controversias en él, por encontrarse las dos provisiones, y vamos a echar los moriscos del Albaicín de Granada; cosa en que hacían grandísima instancia el Presidente y el duque de Sesa; pareciéndoles que aquella gente no era de provecho, y podría ser muy dañosa teniéndola en la ciudad.




ArribaAbajoCapítulo XXVII

Cómo se sacaron los moriscos del Albaicín de Granada, y los metieron la tierra adentro


Todas las ocupaciones del Consejo eran estos días en tratar de la orden que se ternía para echar los moriscos del Albaicín, viendo que los negocios de la guerra iban cada día empeorándose; porque los moros ya no alzaban los pueblos para sacar gente, como lo habían hecho hasta allí, sino para defenderlos, poniendo el ánimo y la confianza en mayores cosas; lo cual parecía causar la remisión que había de nuestra parte, no se acabando de resolver en cosa de cuantas se trataban. Al fin vino orden de su majestad para que con el menor escándalo que ser pudiese se metiesen la tierra adentro todos los moriscos de Granada y del Albaicín que fuesen de edad de diez años arriba y de sesenta abajo, y que los llevasen a los lugares de la Andalucía y a otros pueblos comarcanos fuera de aquel reino, y los entregasen por sus nóminas a las justicias para que tuviesen cuenta con ellos; y que para que esto se hiciese sin alboroto se les diese a entender como los apartaban de peligro por su bien y quietud, y que, allanada la tierra, se ternía cuenta con ellos, y serían remunerados los que hubiesen sido leales. Tomado pues acuerdo de la manera que esto se había de hacer, la víspera de San Juan de junio don Juan de Austria mandó apercebir la gente de guerra que había en la ciudad y en los lugares de la Vega. Luego se echó bando general que todos los moriscos y mudéjares que moraban en la ciudad de Granada y en su Albaicín y Alcazaba, así vecinos como forasteros, se recogiesen a sus parroquias; los cuales con harto miedo, como personas que sabían muy bien la pena en que habían incurrido, y temían que los encerraban para hacer algún castigo ejemplar en ellos, no pudiendo hacer otra cosa, obedecieron. Y viéndolos tan afligidos el padre Albotodo, fue al presidente don Pedro de Deza, y le dio parte del temor y aflicción con que estaban aquellas gentes; el cual le dijo que fuese de su parte a decirles que no temiesen, porque él les aseguraba las vidas; y que si para ello quisiesen una cédula firmada de su nombre, se la daría; el cual escribió luego la cédula y se la dio que la firmase, y se la firmó por sólo asegurarlos. Y con esto tomaron algún consuelo, porque entendieron que siendo clérigo no los engañaría; aunque lo que más los aseguró fue la palabra que don Juan de Austria les dio, estando ya encerrados en las iglesias, en nombre de su majestad, diciendo que los tomaba debajo del amparo y seguro real, y les certificaba que no les sería hecho daño, y que sacarlos de Granada era para desviarlos del peligro en que estaban puestos entre la gente de guerra. También don Alonso de Granada Venegas les certificó que lo que se hacía era   —278→   para su bien; y con esto se aseguraron los hombres de buen entendimiento, y estos tales aseguraron a los demás. Estuvieron aquella noche con algunas compañías de infantería de guardia en las puertas de las iglesias; y otro día de mañana, estando apercebida y puesta en sus escuadrones toda la gente de guerra en el llano que se hace entre la puerta de Elvira y el hospital Real, don Juan de Austria, el duque de Sesa, el marqués de Mondéjar, Luis Quijada y el licenciado Birviesca de Muñatones, cada uno por su parte, porque no hubiese algún escándalo, los sacaron de allí, y llevándolos recogidos en medio de las ordenanzas de los arcabuceros, los fueron encerrando poco a poco en el hospital Real, donde estaba Francisco Gutiérrez de Cuéllar, caballero del hábito de Santiago y teniente de contador mayor de cuentas, que por mandado de su majestad había venido aquel día a Granada, y con él algunos contadores y escribanos, tomando por memoria los nombres y edades de los que encerraban, para que hubiese cuenta y razón con los que iban y quedaban, y se pudiesen entregar por sus listas a los corregidores de los partidos donde habían de ir. Fue un miserable espectáculo ver tantos hombres de todas edades, las cabezas bajas, las manos cruzadas y los rostros bañados de lágrimas, con semblante doloroso y triste viendo que dejaban sus regaladas casas, sus familias, su patria, su naturaleza, sus haciendas y tanto bien como tenían, y aun no sabían cierto lo que se haría de sus cabezas: ejemplo grande para que los súbditos entiendan cuán bien les está ser leales vasallos a sus reyes y señores naturales, pues al fin son ellos los que los han de amparar y defender; y por el contrario, nadie se paga del traidor. Con toda cuanta diligencia pusieron don Juan de Austria y los del Consejo en recoger los moriscos sin escándalo, este día se ofreció ocasión con que los hubieran de matar a todos, y fue que don Alonso de Arellano, uno de los capitanes de infantería de Sevilla, queriendo hacer una invención a diferencia de las otras compañías, puso un crucifijo en una asta de una lanza, cubierto con un velo negro, y le hizo llevar delante de su compañía; y viniendo por la calle Elvira con los moriscos de dos parroquias en medio de los soldados, viendo los desventurados aquella insignia, entendieron que los llevaban a matar, y aun las moriscas, que iban llorando tras dellos, creyeron lo mesmo; una de las cuales vimos dar grandes voces, mesándose los cabellos y diciendo en aljamía: «¡Oh desventurados de vosotros, que os llevan como corderos al degolladero! ¿Cuánto mejor os fuera morir en las casas donde nacistes?» Llegando pues con este miedo a la puerta del hospital Real, sucedió que un barrachel de campaña, llamado Velasco, dio un palo a un morisco mancebo algo falto de juicio, que llevaba medio ladrillo debajo del brazo; el cual se lo tiró y le hendió una oreja. A esto acudieron luego los alabarderos de la guardia, y matando al morisco, no parara allí el negocio, porque los mataran los soldados a todos, creyendo que era don Juan de Austria el herido, que iba vestido de las mismas colores que el Velasco, si el valeroso Príncipe no acudiera a detener la gente metiéndose en medio y diciendo a voces: «¿Qué es esto, soldados? Vosotros no veis que si a Dios desplace la maldad del infiel, por más ofendido se tiene de aquellos que profesan su ley; porque están más obligados a guardar verdad a todo género de gentes, principalmente en cosas de confianza. Mirad pues lo que hacéis; no quebrantéis el seguro que les he dado; porque hasta agora no hay cosa que lo pueda innovar; y si la justicia de Dios tardare, no disimulará el ejemplo de su castigo». Con estas y otras razones de ruego y amenazas los apaciguó; y porque no se alborotase la ciudad y matasen los moriscos que venían por las calles, mandó a don Francisco de Solís y a mí que nos fuésemos a poner en las puertas de la ciudad y no dejásemos entrar a nadie dentro; y demás desto, dijo al barrachel que se fuese luego a curar, y dijese que no le había herido nadie, sino que su mesmo caballo le había dado una cabezada. Finalmente, se quietó el negocio, y fueron encerrados todos los moriscos en aquel hospital, que es un edificio muy suntuoso y muy grande, que la católica reina doña Isabel mandó hacer poco después de haber ganado aquella ciudad, para curar enfermos de todas enfermedades y recoger los locos; y de allí los llevó la gente de guerra a los lugares de la Andalucía, dejando por entonces, demás de los muchachos y viejos, muchos oficiales que eran menester en la ciudad, y otros que tuvieron favor. Quedaron también los mudéjares, porque alegaban no deber ser ellos tratados igualmente que los moriscos, por haber venido en vasallaje del pueblo cristiano en su prosperidad, y no opresos de necesidad como ellos, y haber servido sus antepasados en las guerras a los príncipes cristianos, en tiempo que pudieran servir a los reyes moros; y así, se disimuló con ellos por entones. Hecho esto, comenzó a sentirse más seguridad en la ciudad, aunque quedó grandísima lástima a los que, habiendo visto la prosperidad, la policía y el regalo de las casas, cármenes y huertas, donde los moriscos tenían todas sus recreaciones y pasatiempos, y desde a pocos días lo vieron todo asolado y destruido, y tan mal parado, que parecía bien estar sujeta aquella felicísima ciudad a tal destruición; para que se entienda que las cosas más espléndidas y floridas entre la gente están más aparejadas a los golpes de fortuna. Tenían los del Albaicín cierto pronóstico que, según nos dijeron algunos dellos, les decía que vernía tiempo en que verían bajar por la cuesta de la Alcazaba un arroyo de sangre morisca, que cubriría una gran piedra que estaba a un lado de aquella calle, junto al pilar de la Merced. Y pudieron decir que se les cumplió este día, porque por toda aquella cuesta abajo vimos bajar tantos moriscos, que cubrieron la calle y la piedra; y si bien se considera, ellos eran la verdadera sangre que su pronóstico decía. Dejémoslos pues con su mala ventura, que los que quedan irán presto tras dellos; y volvamos al río de Almanzora, donde dejamos cercado el castillo de Serón.




ArribaAbajoCapítulo XXVIII

Cómo don Enrique Enríquez envió a don Antonio Enríquez, su hermano, en socorro del castillo de Serón, y los moros le desbarataron


En este tiempo los moros apretaban reciamente a los cristianos que tenían cercados en el castillo de Serón; y don Juan de Austria, siendo avisado que don Enrique Enríquez estaba mal dispuesto, y que no podía ir a hacer aquel socorro por su persona, como el marqués de los Vélez decía, acordó de enviar a ello a don Luis de Córdoba, uno de los tres caballeros que   —279→   había señalado al principio; y mientras se aparejaba la gente que había de ir, y se daba orden en las cosas necesarias para la jornada, envió delante al capitán Antonio Moreno; el cual adoleció en Baza, de cuya causa se procedió en el socorro más lenta y espaciosamente de lo que convenía, y sucedieron los inconvenientes que adelante diremos; porque viéndose el alcaide Diego de Mirones en grandísimo trabajo por la falta de agua para tanta gente como tenía dentro, a culpa de los mesmos soldados y vecinos, que por ocuparse en robar las casas del lugar cuando se fueron los moriscos, no habían querido henchir el aljibe, que les fuera de más provecho que los viles despojos que metieron en el castillo, hizo que se descolgasen por el muro de parte de noche tres soldados grandes arábigos, y les mandó que lo más encubiertamente que pudiesen pasasen por el campo de los enemigos cada uno por su parte, y fuesen a dar aviso a la ciudad de Baza del estado en que le dejaban, y dijesen a don Enrique Enríquez que le enviase socorro; y que de vuelta procurasen traer alguna pólvora a cuestas, como mejor pudiesen; avisándoles que cuando tornasen, si viesen que no podían llegar al castillo con seguridad, hiciesen una ahumada de día en el cerro del Javea, que está dos leguas de Serón a la parte de Baza; y si les respondiesen a ella desde la torre del homenaje, llegasen; y si no, se volviesen. Salieron estos tres soldados del castillo, de la manera que hemos dicho, día de San Pedro, a 29 de juno, y fueron tan venturosos, que pasaron por medio del campo de los moros sin ser conocidos, y llegaron a Baza y dieron su recaudo a don Enrique; el cual no fue a hacer el socorro, por estar enfermo, ni lo envió por entonces, porque no tenía cantidad de gente para ello y estaba aguardando que le viniese de fuera; y haciendo dar a cada uno dellos un zurrón de pólvora, los despidió, mandándoles que dijesen al alcaide Mirones que con mucha brevedad le socorrería, y que se entretuviese lo mejor que pudiese. Sucedió pues que los moriscos que moraban dentro la ciudad de Baza vieron los tres soldados, y supieron lo que iban a tratar, porque tenían espías dentro de la casa del proprio don Enrique; y para dar aviso a los moros tomaron las señas dellos, y despacharon un morisco al alcaide Mecebe, avisándole que si acudiesen al campo, tuviese cuenta con prenderlos; el cual usó de un ardid de guerra que le pudiera aprovechar, y fue mandar que algunos moros aljamiados se llegasen a castillo, y dijesen como los tres cristianos que habían enviado a Baza eran muertos, y diesen las proprias señas que tenían, y les persuadiesen a que se rindiesen, pues ya no tenían remedio, sino que se habían de perder. Mas los cercados entendieron luego que no era verdad lo qué decían, porque los soldados habían hecho la ahumada que se les había mandado en el cerro del Javea, y no les habían respondido, y entendieron claramente que se habían vuelto a Baza, conforme a la orden que llevaban; antes tomaron alguna manera de consuelo, por entender que habrían pasado a dar su recaudo. No mucho después don Enrique acordó de enviar el socorro con don Antonio Enríquez, su hermano, aunque fue muy flaco, porque no llevó más de quinientos arcabuceros y sesenta caballos, con orden que entrase por el paraje de Lúcar, que cae tres leguas de Serón en el mesmo río. Con esta gente llegó don Antonio Enríquez a Lúcar, y hallando solas las mujeres en las casas, y doce moros que se habían hecho fuertes en el castillo, no quiso detenerse en combatirle; antes viendo que hacían grandes ahumadas, apellidando la tierra, y entendiendo que se juntaría mucha gente contra él, dio vuelta hacia Baza sin llegar a Serón; y no se engañó mucho, porque el Mecebe con toda su gente acudió luego a las ahumadas. Y estando en el cortijo del Jauca, que apenas acababan de llegar a él, dieron sobre ellos; y hallándolos desapercebidos, con improviso acometimiento los desbarataron; y matando más de docientos soldados, pusieron los demás en huida; y cargados de armas y despojos, volvieron aquel día a Serón, haciendo grandes alegrías por la vitoria. Luego envió el Mecebe un recaudo a Mirones, diciendo que no porfiase más en su vana defensa, que le había de aprovechar poco, porque le hacía saber como todos los cristianos que iban a socorrerle eran muertos, y ofreciéndole cualquier partido que pidiese si determinaba de entregarle aquel castillo.




ArribaAbajoCapítulo XXIX

Cómo Diego de Mirones salió a buscar socorro, y fue preso, y los cercados rindieron el castillo de Serón


Entendiendo pues los cercados que debía de haber alguna rota de nuestra parte, porque la pólvora con que los moros tiraban era de mejor respuesta que la con que habían tirado hasta allí, así por esto, como por ver los grandes regocijos que por todo el campo hacían, comenzaron a desmayar; y estando en gran confusión, vieron asomar cincuenta de a caballo, que don Enrique enviaba a que diesen vista al castillo desde lejos para entretener a los cercados en esperanza, mientras llegaba don Luis de Córdoba con la gente que iba de Granada; porque tenía aviso que le enviaba don Juan de Austria a hacer aquel socorro. Estos caballos los pusieron en mayor confusión, porque como dieron luego la vuelta sin llegar al castillo, entendieron que iban huyendo. Creciendo pues cada hora el temor y la falta del agua, que los aquejaba mucho, Diego de Mirones determinó de salir en persona con treinta arcabuceros de parte de noche, y rompiendo por medio del campo de los enemigos, ir a buscar socorro antes que la gente pereciese de sed. Con este acuerdo salió, y arcabuceándose con los moros, pasó por todos ellos sin perder hombre; y pusiéranse en salvo con mucha facilidad si los soldados, que iban muertos de sed, no se detuvieran tanto en el río bebiendo, que los moros tuvieron lugar de alcanzarlos; los cuales tomándoles los pasos por diferentes partes, siguiendo el rastro de las cuerdas que llevaban encendidas, dieron con catorce dellos, y los mataron; los otros diez y seis pudieron salvarse con la escuridad de la noche, y llegaron otro día a Baza. Diego de Mirones, que iba a caballo, anduvo toda la noche perdido de un barranco en otro, con un solo mozo que le pudo seguir; y como no era prático en la tierra, después de cansado de dar vueltas, dejó ir el caballo por donde quiso; y cuando creyó estar cerca de Canilles, en la hoya de Baza, se halló en las viñas de Serón, porque como el caballo había sido criado en aquel lugar, volvió a la querencia. Y descubriéndole   —280→   los moros que estaban en las atalayas, bajaron a él y le tomaron los pasos; y al fin, no se pudiendo menear ya el caballo de cansado, le prendieron. Con esta prisión fueron los enemigos muy alegres, porque entendieron que se les entregarían luego los cercados; y llevándole a la tienda del Mecebe, donde estaba también el Maleh, que había venido aquellos días al campo, trataron con él que si hacía que los cristianos rindiesen el castillo, les darían libertad a él y a cuantos había dentro, chicos y grandes, hombres y mujeres, con que dejasen las armas y no llevasen consigo más de cada ocho reales; y entre ruego y amenazas le dijeron que si no lo hacían, le darían cruelísima muerte. Viéndose Diego de Mirones preso, y sabiendo el trabajo que había dentro del castillo, y cuán mal se podía ya sustentar, creyendo que los moros cumplirían su palabra, tuvo este medio por razonable; y llevándole maniatado a una casa junto a la puerta del castillo, llamó a González, su escribano, y a otros cristianos por sus nombres, y les dio cuenta de su desventura, y les rogó que saliese uno dellos debajo de seguro a tratar de partido, porque los alcaides le hacían tal, que le parecía que no era de desechar. Luego salió el escribano, y con él otros tres cristianos, que hicieron sus capitulaciones con los alcaides de la manera que dijimos, con aquellas condiciones; y a 11 de julio deste año de 1569 entregaron el castillo a los moros; mas los enemigos de Dios no les guardaron nada de cuanto les prometieron, porque tomaron las mujeres y niños por esclavos, y mataron cruelmente todos los hombres, y entre ellos dos clérigos de misa, y cuatro mujeres viejas. Y como dijese un moro vecino de Serón al Maleh que cómo permitía que se hiciese un tan mal hecho como aquel, mostró una carta de Aben Humeya, por la cual le mandaba que no diese vida a cristiano que pasase de doce años, y que luego le enviase a Diego de Mirones y a todas las mujeres a Bacares. Mataron este día ciento y cincuenta cristianos, y fueron captivas ochenta mujeres. Otro día siguiente llegaron a vista de Serón don Antonio Enríquez y el capitán Antonio Moreno, que llevaban la vanguardia del socorro; y hallando las calles llenas de cuerpos de cristianos muertos y el castillo ocupado de moros, se volvieron; y lo mismo hizo don Luis de Córdoba desde el camino, cuando supo que era perdido Serón.




ArribaAbajoCapítulo XXX

Cómo don Juan de Austria mandó proveer de gente las fortalezas de los Vélez y Oria, y encomendó aquel partido a don Juan de Haro


Siendo el castillo de Serón perdido, los moros quedaron por señores de todos los lugares del río de Almanzora. Y como las villas de los Vélez y Oria estuviesen en peligro, por haber en ellas muchos moriscos y pocos cristianos, y la fortaleza de Vélez el Blanco, donde estaban las hijas del marqués de los Vélez, mal proveída de gente que la pudiese defender, y falta de agua, porque un aljibe que había dentro no la detenía, que estaba hendido, el presidente don Pedro de Deza pidió con mucha instancia a don Juan de Austria mandase proveer aquellas villas de manera que el enemigo no hiciese algún daño en ellas, estando, como estaba, el marqués de los Vélez metido en la Alpujarra, donde no podía socorrerlas, porque podría ser que fuese sobre ellas para ocuparlas y alzar aquellos moriscos; o a lo menos, cuando otra cosa no pudiese hacer, sacarle de la Alpujarra llamándole hacia aquella parte; cosa que sería de mucho inconveniente. A esto proveyó luego don Juan de Austria que se escribiese al licenciado Pedro del Odio, alcalde de corte de la Audiencia real, que estaba en la ciudad de Lorca haciendo justicia sobre un delito, que con toda brevedad proveyese aquellas villas de gente, bastimentos y municiones, y de todas las otras cosas necesarias para su defensa; y se envió orden a don Juan de Haro, capitán de los caballos del marqués del Carpio, que venía de camino hacia Granada, que con su compañía se metiese en Vélez el Blanco, y tuviese cuidado de guardar aquel partido, procurando que los moros no hiciesen daño en él. Pedro del Odio envió solos cuarenta soldados con Diego Ramírez, alcaide de Almuña, porque no pudo sacar más gente de Lorca; con los cuales y con otros sesenta arcabuceros que envió la ciudad de Murcia, se metió en la fortaleza de Oria; y pareciéndole no estar allí muy seguro, sacó cantidad de munición de pólvora, cuerda y plomo, y muchas esclavas moras, que el marqués de los Vélez tenía dentro, y lo llevó todo a Vélez el Blanco. Y con esta gente y la que don Juan de Haro llevó, se aseguraron aquellas villas por entonces, que no estaban en poco peligro si los moros fueran sobre ellas antes que este socorro les llegara, porque el Maleh con más de tres mil hombres intentó de ocupar la fortaleza de Oria; y hallando resistencia en los soldados que había dentro, alzó el lugar y se llevó todos los vecinos moriscos a la sierra, día de señor Santiago deste año de 1569.




ArribaAbajoCapítulo XXXI

Cómo Aben Humeya escribió a don Juan de Austria pidiéndole que le rescatase a su padre y hermano, que estaban presos en Granada


Habiendo Aben Humeya apoderádose de las fortalezas del río de Almanzora, dejó por general de aquel partido al Maleh, y se fue al Láujar de Andarax, y desde allí envió la gente a sus partidos; y vanaglorioso con aquel suceso, acordó que sería bien tratar de la libertad de su padre y de su hermano, que, como dijimos, estaban todavía presos en la cárcel de la chancillería de Granada. Para esto despachó un mozuelo cristiano, que había sido preso en Serón, con tres cartas, una para don Juan de Austria, otra para don Luis de Córdoba, y la tercera para el marqués de los Vélez, en la cual le rogaba que encaminase aquel mozo a Granada con el despacho que llevaba. Y porque los moros no le hiciesen algún mal en el camino, le dio un pasaporte en arábigo, que traducido en romance decía desta manera: «Con el nombre de Dios misericordioso y piadoso. Del estado alto, ensalzado y renovado por la gracia de Dios, el rey Muley Mahamete Aben Humeya, haga Dios con él dichosa la gente afligida y atribulada del poniente. Sepan todos que este mozo es cristiano de los de Serón, y va a la ciudad de Granada con negocios míos, tocantes al bien de los moros y de los cristianos, como es costumbre tratarse entre los reyes. Todos los que le vieren y encontraren déjenle pasar libremente y seguir su camino, y ayúdenle, y denle todo favor para que lo cumpla; porque el que lo contrario hiciere,   —281→   y le estorbare o prendiere, condenarse ha en perdimiento de la cabeza». Y abajo decía: «Escribiolo por mandado del Rey, Aben Chapela». Y a la mano izquierda, debajo de los renglones, estaban unas letras grandes, que parecían de su mano, que decían: «Esto es verdad»; imitando a los reyes moros de África, que no acostumbran firmar sus nombres sino por aquellas palabras, por más grandeza. Llegado el mozo, con el despacho a la Calahorra, el marqués de los Vélez lo encaminó a Granada, y él se fue derecho a la fortaleza de la Alhambra, y lo dio al marqués de Mondéjar, y le dijo cómo Aben Humeya le enviaba a solo llevar aquellas cartas, y que para aquel efeto le había dado libertad; mas que no sabía lo que se contenía en ellas. Y el Marqués, llevando consigo al mozo, se fue luego a don Juan de Austria, y juntándose los del Consejo, algunos quisieran que el proprio mensajero entrara a dar su recaudo; mas el licenciado Birviesca de Muñatones dijo que no convenía a la autoridad de don Juan de Austria dar audiencia a la embajada de un hereje y traidor que estaba con las armas en las manos, sino que se cometiese a uno de los que allí estaban, que viese las cartas y examinase aquel mozo, y hiciese después relación en el Consejo. Cometiéndoselo pues al proprio licenciado Muñatones, abrió las cartas, y lo que se contenía en la que venía para don Juan de Austria era que había sabido que había dado tormento a don Antonio de Válor, y a don Francisco su hermano; los cuales no tenían culpa de lo que él hacía, y que la causa de aquel levantamiento solamente había sido por los agravios que los ministros de justicia habían hecho; que le rogaba mucho mandase hacerles buen tratamiento, porque de otra manera mataría cuantos cristianos tenía en su poder; y que queriéndoselos dar por rescate o trueque, daría ochenta captivos por ellos; y si fuese menester dar algunos de los que estaban en Berbería, los haría traer para aquel efeto, aunque estuviesen en poder del Gran Turco. Esto se contenía en la carta de don Juan de Austria; y en la de don Luis de Córdoba solamente le encomendaba que tratase aquel negocio con don Juan de Austria. Haciendo pues relación en el Consejo de lo que se contenía en las cartas, se acordó que no se le respondiese, sino que el proprio don Antonio de Válor le escribiese, certificándole como se les hacía buen tratamiento, y que no se les había dado tormento, y lo que más a él le pareciese, aconsejándole como padre que se apartase de aquella liviandad en que andaba; lo cual se hizo así, y dende a pocos días tornó a escrebir otra carta en respuesta de la de su padre, por la vía de Guéjar, y la encaminó al alcaide Xoaybi, que estaba de guarnición en aquel presidio, con otra para él, que decía desta manera: «Los loores a Dios del estado grande, venturoso, renovado por Muley Mahamete Aben Humeya, que Dios haga vitorioso; salud en Dios, y su gracia y bendición, que desea a su especial amigo el alcaide Xoaybi de Guéjar. Hermano mío, lo que os ruego es que enviéis luego a Granada esta carta, que os será dada escrita en castellano; y guardaos no alcéis más alcaría ninguna hasta que venga respuesta della; que después desto yo os daré orden de lo que habéis de hacer. Y por Dios os encargo seáis hombre de secreto; que presto iré a veros y proveeré todo lo que os cumpliere. La salud y bendición de Dios sea sobre vos». Hasta aquí decía la carta del alcaide Xoaybi, la cual hallamos originalmente en su posada cuando después don Juan de Austria ganó el lugar de Guéjar; y según parece, el traidor no envió la otra a Granada, antes la debió de abrir, y visto lo que se contenía, la guardó para calumniarle con ella. Y así, parece que los moros, gente sospechosa, entendiendo que trataba de su daño se indignaron contra él, persuadidos por algunos ofendidos que le aborrecían por las crueldades que había hecho en los hombres más principales de su nación, y de secreto comenzaron a tratarle la muerte; y al fin se la dieron, como se dirá en su lugar.




ArribaAbajoCapítulo XXXII

Cómo Aben Humeya juntó su campo en Andarax para ir sobre Almería, y cómo don García de Villarroel dio sobre Guécija, y le desbarató el desinio que llevaba


En el capítulo treinta y seis del quinto libro dijimos como don García de Villarroel hizo ahorcar a Francisco López, alguacil de Tavernas, luego que volvió al cargo de la gente de guerra de Almería; porque se temió que el marqués de los Vélez enviaba por él a ruego de unos moriscos deudos suyos, que andaban de paces y habían hecho que se redujese otro moro no menos valeroso que él, llamado Alonso López, con un hijo suyo que se decía Pedro López, que andaban estos días en nuestro campo, y después huyeron a la sierra; y juntando número de moros, hicieron grandes daños a los cristianos, corriendo la tierra; y captivando y matando mucha gente, fortalecieron el castillo de Tavernas, y lo sustentaron hasta que don Juan de Austria ocupó las fortalezas del río de Almanzora, como diremos adelante; los cuales hacían instancia, pidiendo a Aben Humeya que fuese sobre Almería, facilitándole aquella empresa con decir que no había gente de guerra dentro suficiente para defenderla, en especial habiendo tanto número de moriscos de los muros adentro; con quien ellos tenían sus inteligencias. Y no se engañaban, porque por el mes de marzo pasado había pedido el marqués de los Vélez a don García de Villarroel su compañía de caballos para cierto efeto, y le había enviado a Juan de las Heras, su alférez, con treinta escuderos escogidos y una compañía de infantería del capitán Bernardino de Quesada, y no le había vuelto más la gente, y la que quedaba era poca, y la ciudad estaba como cercada, y era tan molestada de los enemigos, que no osaban salir de los muros, especialmente que tenían aviso como Aben Humeya había tratado de sacarlos por una parte, y teniéndolos arredrados de los muros, dar él por otra, y atajarlos fuera de la ciudad; y aun lo había ya intentado dos veces, enviando más de mil moros de parte de noche a que se metiesen en las huertas; los cuales se llevaron los moriscos de paces que moraban en ellas, y mataron algunos que no quisieron ir con ellos. Finalmente Aben Humeya, con determinación de poner cerco sobre Almería y ocupar aquel puerto, tan importante para recebir los navíos de África, juntó mucho número de gente en Andarax; y siendo avisado dello don García de Villarroel por sus espías, aunque no con certidumbre de lo que quería hacer, porque unos le decían que la junta era para dar sobre Almería, otros sobre Adra, para entender el desinio que   —282→   tenía, o interrompérsele si pudiese, salió de Almería a 23 de julio con docientos arcabuceros y treinta caballos; y sin declarar lo que iba a hacer, porque los moriscos de la ciudad no lo sintiesen y diesen aviso a sus parientes, caminó aquel día la vuelta de Inox, que está a levante de Almería, y cuando anochecía hizo alto; y recogiendo la gente, les dijo el fin para que los había sacado de la ciudad, y como iban a dar sobre Guécija, donde sabía que estaban moros de guerra, y esperaba en Dios hacer algún buen efeto. Está el lugar de Guécija cuatro leguas de Andarax, donde tenía Aben Humeya recogida su gente, y desta causa quisieran algunos de los que iban con don García de Villarroel que se dejara la empresa para mejor ocasión, cuando el campo del enemigo estuviese más apartado; mas él los persuadió de manera, que hubieron de proseguir su camino. Y volviendo sobre el norte, caminaron toda aquella noche con grandísimo trabajo, porque demás de ser el camino áspero y muy fragoso, hacía grande escuridad; y al reír del alba fueron a dar sobre el lugar, y quedándose a la parte de fuera don García de Villarroel con cien arcabuceros y quince caballos puestos en su escuadrón, don Cristóbal de Benavides, su hermano, acometió con los demás el lugar; y matando muchos moros, salió de la otra parte con algunos soldados, siguiendo a los que se subían huyendo a la sierra. A este tiempo don García de Villarroel mandó tocar a recoger, porque se desmandaban mucho yendo cebados en los enemigos, y sabía que estando Aben Humeya tan cerca, no dejaría de acudir a las ahumadas que hacían por las sierras. Habiéndose pues recogido nuestra gente, dio vuelta hacia Almería con ciento y treinta esclavas y muchos bagajes cargados de ropa. No tardó mucho en llegar el socorro que enviaba Aben Humeya, y en el barranco que dicen del Ramón, dos leguas y media de Almería, los moros más ligeros alcanzaron la retaguardia, donde iban don García y don Cristóbal de Benavides y otros caballeros y soldados de honra; los cuales se pusieron en emboscada detrás de un cerro, aguardando a que los enemigos se acercasen para darles un Santiago; mas ellos se desviaron, y tomaron lo alto de una loma sobre mano izquierda, y desde allí comenzaron a escopetear a nuestra gente. Venía delante de todos un moro animando a los otros, y dando grandes voces que acometiesen sin miedo; al cual derribó un soldado de un arcabuzazo, y muerto aquel, todos los demás aflojaron y se fueron quedando por aquellos cerros; y no siendo los cristianos más seguidos, prosiguieron su camino con toda la presa, y entraron en Almería una hora antes de mediodía. Desta jornada se consiguió mucho efeto; por que Aben Humeya mudó parecer, entendiendo que le habían mentido los moriscos de Almería y que había en la ciudad más gente y mejor recaudo del que le habían dicho; y quedó tan enojado con ellos de allí adelante, que hacía matar cuantos le venían a las manos con sola información de que los hubiesen visto hablar con don García de Villarroel, creyendo que eran espías, y en poco tiempo faltaron veinte y tres moriscos de la ciudad y su tierra, que hizo morir cruelísimamente. A unos hacía enterrar hasta la cinta y tirarles con las ballestas; a otros descuartizaba a vivos, y a uno hizo aserrar por medio con una sierra. Y fue tanto el miedo que de allí adelante tuvieron, que muchos dejaron el oficio, y sino era con grande interés, no se hallaba quien quisiese ser espía.




ArribaAbajoCapítulo XXXIII

De una entrada que don Antonio de Luna hizo en el valle de Lecrín, donde murió el capitán Céspedes, y de algunos recuentros que hubo estos días con los enemigos a la parte de Salobreña


Habíanse vuelto los vecinos de Pinillos del Valle a sus casas estos días, y como hubiese entre ellos algunos moros de guerra que hacían daño, don Juan de Austria mandó a don Antonio de Luna que con las compañías que estaban alojadas en la vega de Granada, y tomando de camino alguna gente de la que estaba en el presidio de Tablate, fuese a dar una alborada sobre aquel lugar, el cual recogió tres mil y docientos infantes y ciento y veinte caballos, con que llegó a Tablate la víspera de señor Santiago. Y porque no halló allí al capitán Céspedes, cabo y gobernador del presidio, que era ido a uno de los lugares reducidos allí cerca, dejó orden al capitán Juan Díaz de Orea que en viniendo le dijese que dos horas antes que amaneciese enviase dos compañías de infantería de tres que allí tenía por el camino derecho de Pinillos, y fuesen a amanecer sobre el lugar, porque lo mesmo haría él con toda la otra gente. Y porque entendió que los moros que le habían visto llegar estaban sobre aviso para desmentir las espías, acordó de volverse por donde había venido, para que entendiesen que era escolta que había traído bastimentos, y se volvía a Granada; y se fue a emboscar aquella noche en lo de Béznar, hasta que vio que le quedaba de la noche el tiempo que había menester para ir a amanecer sobre Pinillos. Apenas se había vuelto don Antonio de Luna, cuando el capitán Céspedes vino a Tablate, y vista la orden que había dejado, quiso ir él con la gente, no embargante que algunos amigos le aconsejaron que no hiciese la jornada, pues no tenía orden de don Juan de Austria para ello, ni estaban bien él y don Antonio de Luna. Otro día de mañana, que fue la fiesta de señor Santiago, a 25 de julio, al reír del alba, se halló toda nuestra gente sobre el lugar de Pinillos; mas no se pudo hacer el efeto, porque estaban los moros avisados y habían subídose con sus mujeres y hijos a las sierras. Y viendo que había errado el tiro don Antonio de Luna, dio vuelta hacia los lugares de las Albuñuelas y Salares, y llegando a Restával, que todos estos pueblos están juntos, ordenó al capitán Céspedes que fuese por el camino arriba que sube hacia las Albuñuelas, con docientos arcabuceros, y con él Francisco de Arroyo con los soldados de la cuadrilla de Pedro de Vilches, y él con toda la otra gente pasó al lugar de Salares, a fin de cercar aquellos dos lugares a un tiempo. Llegando pues el capitán Céspedes a lo alto de la sierra que está entre Restával y las Albuñuelas, vio estar un golpe de moros en un cerro redondo que está a la mano izquierda en medio de un llano, y a las espaldas dél tenían las mujeres, bagajes y ganados en el valle de la sierra que está sobre Restával. Dejando pues el camino que llevaba, y enderezando hacia ellos, los tiradores comenzaron a trabar escaramuza, y a la primera rociada le dieron un escopetazo por los pechos, que le pasó un peto fuerte que llevaba, y le derribó muerto en tierra. Acudieron tantos moros de los que andaban derramados por aquellas sierras sobre los cristianos que con él iban, que hubieron de retirarse desordenadamente,   —283→   dejando muertos algunos soldados, y entre ellos uno llamado Narváez de Jimena, que peleó este día como buen español al lado de su capitán por retirarle. No pudo don Antonio de Luna socorrerlos, hallándose de la otra parte de un barranco que se hace entre los dos cerros, y la caballería que estaba abajo en el río con don Álvaro de Luna, su hijo, se retiró luego desbaratada. Algunos dijeron que don Antonio de Luna no había querido socorrer al capitán Céspedes, mas no se debe presumir semejante crueldad en caballero cristiano, ni aunque le socorriera llegara a tiempo de poderle salvar la vida, porque le mataron luego como comenzó la escaramuza; antes se entendió haber sido causa de su muerte su demasiado ánimo y quererse meter donde estaban los moros de todo el valle, por ventura con deseo de hacer algún efeto importante. Finalmente, don Antonio de Luna no quiso pasar el barranco que estaba entre él y el cerro de la escaramuza; el cual, habiendo saqueado a Salares, juntó los capitanes a consejo para ver lo que se haría; y después de haber dado y tomado gran rato sobre ello, viendo que el número de los moros crecía, se fue retirando la vuelta del Padul por diferente camino del que había llevado, quedando el capitán Lázaro de Heredia, esforzado mancebo, de retaguardia con su compañía para recoger la gente, que venía medio desbaratada. Los moros siguieron el alcance todo lo que les duró la aspereza de la tierra, que no osaron pasar adelante por miedo de los caballos, y volviendo a Salares, mataron algunos soldados que se habían quedado saqueando las casas. El alférez de Céspedes se hizo fuerte en la iglesia con tres soldados, y se defendió allí tres días hasta que les pusieron fuego y los quemaron dentro. Solamente llevaron los escuderos algún ganado que toparon desmandado, y cantidad de bagajes y ropa que sacaron del lugar y seis moras captivas. El suceso deste día puso mayor ánimo a los alzados, y luego la semana siguiente, yendo el alférez Moriz con la infantería de la ciudad de Trujillo, cuyo capitán era Juan de Chaves de Orellana, acompañando una escolta que iba del Padul a Tablate, el Macox envió trecientos escopeteros a esperarla en el barranco de Talará, y saliendo de una emboscada en que se había metido, la desbarataron, y mataron al alférez y a todos los soldados que iban con ella; mas luego envió don Juan de Austria otra más a recaudo con el capitán Íñigo de Arroyo Santisteban y Pedro de Vilches, Pie de palo, los cuales dejando el paso de Talará, donde se entendía que estarían los moros, fueron de parte de noche a pasar por otro paso más arriba, que llaman de los Nogales, y los burlaron de manera, que cuando era de día estaban de la otra parte del barranco, y llegaron seguramente a Tablate, donde quedó la mitad del bastimento, y la otra mitad llevó el capitán Gaspar de Alarcón, que vino por ello desde Órgiba. No mucho después se mandó sacar el presidio de Tablate, y se pasó a Acequia, lugar más conveniente para la seguridad del camino y de las escoltas.

Habíanse juntado algunas veces los moros del valle de Lecrín y de las Guájaras, y llevádolos Gironcillo a correr hacia lo de Motril y Salobreña, y saliendo a ellos los caballos, aunque pocos, les habían hecho mucho daño. Juntando pues el moro seiscientos tiradores estos días, fue a emboscarse detrás del cerro que llaman del Hacho, cerca de Salobreña, y andando unos cristianos desmandados en el campo, salió a ellos y mató uno y hirió otro; los demás volvieron huyendo a la villa. Y como las centinelas tocasen rebato, don Diego Ramírez de Haro hizo disparar una culebrina para dar aviso en Motril, que está una legua de allí y es todo tierra llana; y saliendo don Luis de Baldivia con sesenta caballos de su compañía, y de la de los contiosos de Arjona que estaban con él de guarnición en aquella villa, fue en busca de los enemigos, los cuales en sintiendo disparar la pieza de artillería se habían retirado hacia la sierra; y alcanzándolos en las cuestas de Termay, que están a poniente de Salobreña, andando peleando con ellos, salió don Diego Ramírez con solos siete caballos que tenía consigo, y acometiéndolos animosamente, los desbarataron y hicieron huir. Y pasando los capitanes hasta junto a Itrabo, pusieron fuego a los panes y quemaron todos aquellos montes; y como no llevaban infantería para combatir el lugar, se volvieron a sus presidios. Sucedió aquel día que un moro de a pie se abrazó con un escudero, y derribándole del caballo, se lo quitó y subió en él para llevárselo; mas otro escudero de Motril, llamado Diego Pérez Treviño, viendo que se iba con el caballo del cristiano, arremetió con el suyo contra él, y alcanzándole, le echó mano de los cabezones, y el moro asió dél tan recio, que entrambos vinieron al suelo, y bregando un buen rato, al fin mató Treviño al moro, y cobró el caballo y lo volvió a dar a su dueño.






ArribaAbajoLibro séptimo


ArribaAbajoCapítulo I

Cómo su majestad mandó reforzar el campo del marqués de los Vélez, y se le ordenó que allanase la Alpujarra


Estábase todavía el campo del marqués de los Vélez en Adra sin hacer efeto porque tenía muy poca gente, y gran falta de bastimentos, por haber consumido ya el trigo y cebada que había hallalo en el campo de Dalías, y deseoso de salir de allí, pedía que le engrosasen el campo, proveyéndole de gente y de todas las otras cosas necesarias con que poder deshacer al enemigo y allanar la tierra. Y habiéndose platicado largamente sobre su comisión en el consejo de su majestad, se tomó resolución en que se pusiese luego por la obra, no siendo tiempo de poderse dilatar más el negocio. Ordenose al comendador mayor de Castilla que con las galeras que traía a su orden llevase al campo del marqués de los Vélez los soldados pláticos de Italia y la gente que don Juan de Mendoza tenía en Órgiba, que iría a embarcarse a la playa de Motril, y cinco compañías que iban a orden del marqués de la Favara, las cuatro de la ciudad de Córdoba, cuyos capitanes eran don Francisco de Simancas,   —284→   Cosme de Armenta, don Pedro de Acevedo y don Diego de Argote, y la otra suya; y a don Sancho de Leiva, que fuese a traer mil catalanes que estaban hechos en Tortosa, cuyo cabo era un caballero del hábito de Santiago, de aquella nación, llamado Antic Sarriera. Al capitán Francisco de Molina se mandó que entregase la gente de guerra que tenía en Guadix a don Rodrigo de Benavides, hermano del conde de Santisteban, y que con mil infantes y cincuenta caballos que se le darían en Granada, se fuese a meter en Órgiba, y que don Luis de Córdoba, general de la caballería que allí estaba, se viniese a Granada; todo lo cual se puso luego por la obra. El comendador mayor llevó los soldados viejos y toda la otra gente a la villa de Adra, y hizo tres viajes desde Motril, cargado de bastimentos, municiones y bagajes; y don Sancho de Leiva llevó el tercio de los catalanes. Los proveedores de Granada y Málaga aprestaron mucha cantidad de bastimentos; el de Granada los envió a Órgiba, y el de Málaga por mar a Adra. Solamente se dejó de poner bastimento en la Calahorra, cosa que el marqués de los Vélez pedía con instancia, entendiendo que no sería menester, o por los fines que al Consejo pareció; que, según lo que después sucedió, fuera de grande importancia, y fue de mucho daño no haberlos puesto allí. Tampoco se le proveyeron todos los bagajes que pedía, porque se habían con grandísima dificultad, a causa de que los bagajeros los huían, y muchos los desjarretaban o les dejaban morir de hambre por no servir con ellos: tantos eran los cohechos, robos y malos tratamientos que los alguaciles y comisarios les hacían. Había opiniones diferentes en el consejo de Granada en este tiempo sobre la orden que se había de dar al marqués de los Vélez: algunos querían que pasase a Vera para asegurar la sospecha que había de los moriscos de los reinos de Murcia y Valencia y de toda aquella costa, y allanar lo del río de Almanzora; otros que se estuviese quedo en Adra, y saliese de allí a hacer los efetos necesarios para allanar la Alpujarra y deshacer al enemigo. Y estando un día tratando sobre ello don Juan de Austria, dijo que le parecía que no podría ser bien proveído el campo en Adra, porque por tierra era muy largo el camino para las escoltas, habiendo de ir desde Granada a Órgiba, y desde allí a Adra, y por mar tampoco había seguridad de poder enviar los navíos, por los inciertos temporales; y que le parecía debía ponerse en parte donde estuviese más cerca del enemigo y fuese proveído con menos dificultad, y que sería bien que se pusiese en Ugíjar de la Alpujarra, lugar puesto entre las taas y en buen comedio para salir a conseguir el efeto que se pretendía; cosa que se podía hacer muy mal desde Vera, por estar a trasmano; y estando todos deste acuerdo, al marqués de Mondéjar se le representó un inconveniente a su parecer grande, y era que para pasar de Adra a Ugíjar se había de ir forzosamente a Berja, y entre Berja y Ugíjar había un paso por donde de necesidad se pasaba la sierra por una peña horadada, que no podía ir más que un hombre tras de otro; y si se ponían allí los enemigos, que habían de acudir a las ahumadas en viendo marchar el campo, podrían recebir mucho daño los cristianos. Esta dificultad tuvo algo suspensos a los del Consejo, entendiendo que no había otro camino por donde poder ir sino aquel; y mandando venir los adalides allí delante dellos, se informaron muy particularmente si había otra parte por donde se pudiese ir, queriendo desechar el paso que el marqués de Mondéjar decía; los cuales dijeron que rodeando una legua se podía excusar, yendo a dar a Lucainena, y de allí a Ugíjar; aunque también había otro mal paso en un barranco, que los moros llamaban Haudar el Bacar, que quiere decir el arroyo de las vacas, dificultoso no tanto como el de la Peña Horadada. Finalmente se concluyó aquel consejo con que se escribiese al marqués de los Vélez que tomase el camino que los adalides decían, y se fuese a poner en Ugíjar, no perdiendo el tiempo ni la ocasión en lo que se había de hacer; porque en lo que tocaba a las provisiones se harían las diligencias posibles para proveerle. En el siguiente capítulo diremos lo que le sucedió en el camino.




ArribaAbajoCapítulo II

Cómo el marqués de los Vélez partió con su campo de Adra, y cómo los moros le salieron al camino y los desbarató, y pasó a Ugíjar


Siendo avisado el marqués de los Vélez dónde había de ir y el camino que había de llevar, y teniendo aprestadas todas las cosas para la partida, mandó dar cinco raciones a la gente de guerra; y haciendo cargar todos los bastimentos y las municiones que pudieron ir en los bagajes, partió de la villa de Adra a 26 días del mes de julio de 1569 años con doce mil infantes y cuatrocientos caballos. Llevaba su campo puesto en ordenanza, repartida la infantería en tres escuadrones, el uno a vista del otro. La vanguardia llevaba el marqués de la Favara; de batalla iban don Pedro de Padilla y don Juan de Mendoza y don Juan Fajardo, a cuyo cargo estaba la infantería que el marqués de los Vélez tenía en Adra; y de retaguardia Antic Sarriera; el bagaje iba en medio, y el marqués de los Vélez detrás de todo el campo con la caballería. Aquella tarde llegaron al lugar de Berja, donde estuvo tres días alojado el campo; y habiéndose informado muy bien el marqués de los Vélez del camino que se había de tomar para huir el paso de Peña Horadada, partió otro día de mañana la vuelta de Ugíjar por el camino de Lucainena, llevando la mesma orden que cuando salió de Adra, excepto que los tercios iban trocados. De vanguardia iba don Juan de Mendoza, luego el marqués de la Favara; seguíale el marqués de los Vélez con la caballería, y detrás dél Antic Sarriera y don Juan Fajardo; y de retaguardia de todos don Pedro de Padilla. Tenía ya aviso Aben Humeya del poderoso ejército que se aparejaba contra él, y hizo tres provisiones. A Hernando el Habaquí envió con cartas a Argel para que procurase traerle algún socorro; a don Hernando el Zaguer hizo ir a recoger el mayor número de gente que pudiese en los partidos de Almería, río de Almanzora y sierras de Baza y Filabres; y a Pedro de Mendoza el Hoscein, con cinco mil hombres, mandó que defendiese la entrada de la Alpujarra a nuestro campo, aunque el proprio Hoscein nos dijo después que no llevaba orden de pelear, sino de espantar, porque tenían acordado de no pelear hasta tener toda la gente junta. Caminando pues nuestros escuadrones poco a poco, llevando sus mangas de arcabucería sueltas a los lados, y algunos caballos y peones descubriendo delante, a las ocho horas de la mañana, los descubridores llegaron a unas vertientes de sierras que   —285→   están a mano derecha del paso de las Vacas, donde descubrieron los moros, que estaban derramados por aquellos cerros haciendo grandes algazaras. Don Juan de Mendoza prosiguió su camino y llegó a un llano que se hace junto al barranco, y allí hizo alto, tomando por frente a los enemigos, los cuales comenzaron a deshonrar a los soldados, diciendo y haciendo las deshonestidades que semejantes bárbaros acostumbran. Metiéronse algunos soldados en el barranco con deseo de arcabucearse con ellos a tiempo que el marqués de los Vélez asomaba por un cerro con la caballería; el cual, viendo trabada la escaramuza sin orden suya, envió a mandar a don Juan de Mendoza que parase, y pasando a la vanguardia, le reprehendió, diciendo que había sido atrevimiento, con el cual pudiera poner el campo en condición de perderse; y mostrando estar enojado con él, mandó a don Juan Fajardo que pasase adelante con dos mil infantes, y que acometiendo a los enemigos, procurase echarlos de aquellos lugares; y por otra parte envió a don Juan Enríquez con algunos caballos el barranco arriba a buscar paso por donde pudiese pasar la caballería. Los moros comenzaron a remolinar, y dende un poco se fueron retirando; mas luego dieron vuelta, mostrando querer hacer algún acometimiento, como gente que presumía defender aquel paso; y cuando vieron subir otra manga de arcabuceros, y entre ellos caballería que los iba cercando, no osando aguardar, dieron luego a huir. A este tiempo los soldados delanteros comenzaron a llamar la caballería para que los siguiese, y el marqués de los Vélez, dejando sobre el barranco a don Juan Enríquez con las banderas de los catalanes y del tercio de Nápoles, pasó y fue en su seguimiento. Iban ya los moros huyendo por aquellos cerros la vuelta de Lucainena, y no osando aguardar en ninguna parte, pasaron a Ugíjar y a Válor, donde estaba Aben Humeya, dejando muertos más de cincuenta dellos que pudo nuestra gente alcanzar; y matáranse muchos más si no fuera el calor que hacía tan grande, que desmayaba los hombres y los caballos; y hubo algunos soldados que perecieron de sed en el alcance. Aquella noche se alojó nuestro campo en Lucainena tan desordenadamente, que el marqués de los Vélez, viendo la mala orden del alojamiento, se apeó fuera del lugar a pie de una encina. A este tiempo don Juan Enríquez, que vio el paso del barranco desembarazado, hizo pasar la infantería adelante, y se quedó con los caballos de resguardo mientras pasaba el bagaje, por si acudiesen enemigos; y fue bien que no los hubiese, según el embarazo y la confusión grande que hubo, porque cayendo los bagajes cargados unos sobre otros en el barranco, murieron muchos; y siendo necesario poner cobro en la munición y bastimentos que llevaban, se detuvieron tanto, que sobrevino la noche; y juntándose los capitanes a consejo, acordaron de quedarse allí hasta otro día, y enviaron dos escuderos que avisasen al marqués de los Vélez para que mandase poner dos o tres compañías de guardia en el camino, que hiciesen escolta a los bagajes que iban enviando poco a poco; mas no hubo esto efeto, porque los escuderos no le hallaron aquella noche, por haberse apeado de la manera que dijimos. Otro día los capitanes hicieron cargar los bagajes, y los aviaron lo mejor que pudieron, no con pequeño trabajo, haciendo que los escuderos llevasen la pólvora, plomo y cuerda y pelotas de los bagajes que quedaban muertos delante, en los arzones de los caballos, porque no se quedase allí aquella munición. Recogida toda la gente, partió el marqués del alojamiento de Lucainena, y fue aquel día a Ugíjar, y se metió dentro a vista de los enemigos, que estaban puestos en ala por las laderas de las sierras; los cuales se retiraron luego a Válor sin hacer acometimiento. Esta mesma noche llegó don Hernando el Zaguer con mucha gente que traía recogida de los lugares por donde había andado; y cuando vio nuestro campo en Ugíjar y supo cuán poca defensa había hecho el Hoscein en el paso que había ido a defender, y que tampoco había osado acometer el segundo día, desconfiado del negocio de la guerra, dijo que no era ya tiempo de aguardar más, y se fue la vuelta de Murtas; y en un lugar llamado Mecina de Tedel murió de enfermedad dentro de cuatro días. Estuvo el marqués de los Vélez en Ugíjar dos días, y siendo avisado que Aben Humeya había juntado la gente de la Alpujarra en Válor, y que estaba con determinación de pelear, pareciéndole que no había más que aguardar para deshacerle, quiso informarse del camino que podría llevar para que la caballería fuese superior y pudiese ejecutar el alcance. Y como las guías le dijesen que de ninguna manera se podría ir por tierra llana, sino era rodeando una jornada y haciendo noche en el camino en parte donde no había agua, quiso ir él en persona a reconocerlo; y pareciéndole que el camino derecho que va por el río arriba no era tan dificultoso como decían las guías, acordó de ir por él en busca del enemigo.




ArribaAbajoCapítulo III

Cómo nuestro campo fue en busca del enemigo, y peleó con él en Válor, y le venció


Habiendo reconocido el marqués de los Vélez el camino, y determinado de ir por él, a 3 días del mes de agosto, después de haber oído misa y encomendádose todos los fieles a Dios, comenzó a marchar con todo su campo en la mesma orden que había venido hasta allí. Llevaba la vanguardia don Pedro de Padilla con los soldados viejos de su tercio y la mayor parte de la gente del tercio de los pardillos, mezclados unos con otros. Luego seguía el marqués de los Vélez con la caballería, armado de unas armas negras de la color del acero, y una celada en la cabeza llena de plumajes, ceñida con una banda roja, que daba una hazada muy grande atrás, y una gruesa lanza en la mano, más recia que larga. El caballo era de color bayo; encubertado a la bastarda, con muchas plumas encima de la testera; el cual iba poniéndose con tanta furia, lozaneándose y mordiendo el espumoso freno con los dientes, que señoreando aquellos campos, representaba bien la pompa y ferocidad del Capitán General que llevaba encima. Detrás de la caballería iba el bagaje, y en la batalla el marqués de la Favara con sus compañías y algunas del reino de Murcia; y de retaguardia Antic Sarriera con los catalanes, y luego don Juan de Mendoza. Todos estos escuadrones llevaban sus mangas de arcabuceros a los lados, ocupando las laderas y las cumbres de los cerros de donde parecía que los enemigos podrían hacer daño; y desta manera caminaban poco a poco, guardando sus ordenanzas por el río arriba. Habíase puesto el enemigo   —286→   con toda su gente en la ladera de un cerro que está por bajo de Válor con las banderas tendidas, tocando los atabalejos y las dulzainas con tanta armonía, que atronaban aquellos valles; y en un cerrillo que está a caballero del río y del camino por donde forzosamente había de pasar nuestra gente, tenía puestos quinientos escopeteros escogidos que defendiesen aquel paso. Llegando pues nuestra vanguardia a este cerrillo, don Pedro de Padilla y otros caballeros sus amigos, que se habían apeado de los caballos y puéstose en la primera hilera de la vanguardia, acometieron animosamente a los enemigos, los cuales esperaron y resistieron como si fuera gente de ordenanza; y de tal manera pelearon, que hubieron bien menester los nuestros las manos un buen rato; mas al fin se valieron tan bien dellas, que les entraron, matando más de docientos moros, aunque murieron también de los nuestros treinta cristianos. Y fue bien menester que les acudiese la caballería, porque andaba Aben Humeya vistoso delante de todos en un caballo blanco con una aljuba de grana vestida y un turbante turquesco en la cabeza discurriendo de un cabo a otro, animando su gente y diciendo que fuesen adelante, y peleando animosamente tomasen venganza de sus enemigos; que no temiesen el vano nombre del marqués de los Vélez, porque en los mayores trabajos acudía Dios a los suyos; y cuando les faltase, no les podría faltar una honrosa muerte con las armas en las manos, que les estaba mejor que vivir deshonrados. Por otra parte, el marqués de los Vélez, viendo que los de la vanguardia pedían caballería de mano en mano, mandó a don Diego Fajardo, su hijo, que pasase con los caballos adelante; el cual pasó por una acequia a la mano izquierda del río, yendo un caballo tras de otro, porque, siendo el paso angosto, no desbaratasen las hileras de la infantería. Siguiéronle don Jerónimo de Guzmán con algunos caballos de Córdoba, y don Martín de Ávila con los de Jerez de la Frontera, y subieron por la halda del cerro, y fueron a salir con harto trabajo a unas viñas que estaban a media ladera, y por allí acometieron a los enemigos; los cuales subir por donde jamás pensaron que pudiesen correr caballos, comenzaron a desmayar, y teniéndose por perdidos, dejaron el sitio y el lugar y se pusieron todos en huida. Viendo pues Aben Humeya el desbarate de su gente, y que no podía hacerlos detener, volviendo también él las espaldas, llegó a un barranco donde se hacía una quebrada de peñas, entre Válor y Mecina; y apeándose del caballo, le hizo desjarretar, y se embreñó en las sierras con solos seis moros que le siguieron, dejando ahorcados a Diego de Mirones, alcaide de Serón, y a un alguacil de la sierra de Filabres llamado Juan Alguacil, que llevaba preso porque no quería ser contra nuestra santa fe, para con aquel espectáculo entretener nuestra gente. Los caballos subieron buen rato por la sierra arriba hasta encaramar a los enemigos en lo más alto della, donde no eran ya de provecho. La infantería llegó cerca de Válor, y pasando de largo, fue siguiendo el alcance hasta el proprio barranco donde Aben Humeya había hecho desjarretar el caballo, que estaba casi una legua más arriba, y allí se alojó aquella noche por haber agua y leña de chaparros en abundancia. Al marqués de los Vélez le reventó el caballo al subir de la cuesta, y tomando otro subió a mano derecha, y llegó al puerto de Loh con don Álvaro Bazán, marqués de Santacruz, y don Jorge Vique y otros caballeros, y obra de cincuenta caballos y siendo ya las cinco horas o más, pasó la sierra y se fue a la fortaleza de la Calahorra, no le pareciendo que sería acertado volver de noche con los caballos cansados por donde andaban los enemigos, o, como después decía, porque en el campo no había bastimentos más que para aquella noche y para otro día, cuando mucho; y especialmente les faltaban a los catalanes, que por no llevar las raciones a cuestas se habían dejado la mitad dellas en Adra; y quiso ir a dar orden en el despacho de los que hallase en aquella fortaleza, y no los habiendo, remediar con su presencia como se llevasen de otra parte; y como no halló ningunos que poder llevar, despachó luego a la hora a Guadix y a Baza y a Granada, para que con brevedad le proveyesen de algunos. Otro día de mañana fueron el obispo de Guadix y don Rodrigo de Benavides a visitarle, y le llevaron más de doscientos bagajes cargados de pan y de bizcocho, con que volvió aquel mesmo día al campo, que halló alojado en Válor, donde se detuvo dos días aguardando otras escoltas; y como vio que no venían, ni tenía nueva que fuesen, dejando puesto fuego a las casas que Aben Humeya tenía en aquel lugar, se fue a poner en lo más alto del puerto de Loh. En este alojamiento se comenzaron a ir los soldados sin orden, que no fue posible detenerlos en viendo la tierra llana; y desde allí fueron a Guadix los marqueses de Santacruz y de la Favara y otros caballeros. Enfermó mucha gente con los aires delgados de la sierra; y fue tanto lo que aquejó la hambre a los que quedaban, que fue necesario bajar con todo el campo a la Calahorra, confiado en que, con las vituallas que traerían vianderos, se podría entretener mientras le proveían los ministros de su majestad. Puesto el campo en la Calahorra, comenzaron a irse los soldados más de veras, pudiéndolo hacer mejor; y aunque don Juan de Austria envió luego al licenciado Pero López de Mesa, alcalde de la chancillería de la ciudad de Granada, a que le proveyese de bastimentos con diligencia desde la ciudad de Guadix, no se pudo enviar tanta cantidad junta, que bastase a suplir la necesidad presente; y así se estuvo en aquel alojamiento muchos días consumiendo poco a poco los bastimentos de aquella comarca, sin hacer efeto. Estando pues el marqués de los Vélez en la Calahorra, don Enrique Enríquez, su cuñado, falleció en Baza de enfermedad, y don Juan de Austria envió en su lugar a don Antonio de Luna con mil infantes y docientos caballos; el cual estuvo en aquella ciudad desde 14 días del mes de agosto hasta 15 del mes de noviembre; y en la vega de Granada quedó en su cargo don García Manrique, hijo del marqués de Aguilar. Vamos a lo que Hernando el Habaquí negoció en la ciudad de Argel con Aluch Alí sobre el socorro que Aben Humeya le pedía.




ArribaAbajoCapítulo IV

Cómo Hernando el Habaquí pasó a Berbería por socorro, y cómo Aben Humeya se rehízo con los socorros que le vinieron de Argel y de otras partes


Partió Hernando el Habaquí de España a 3 días del mes de agosto, el proprio día que Aben Humeya fue desbaratado en Válor, y llegando a Argel dentro de   —287→   ocho días, hizo instancia con Aluch Alí para que le diese socorro de navíos y gente, poniéndole por intercesores algunos morabitos que le moviesen a ello por vía de religión; el cual mandó pregonar que todos los turcos y moros que quisiesen pasar a socorrer a los andaluces, que así llaman en África a los moros del reino de Granada, lo pudiesen hacer libremente. Mas después, viendo que a la fama deste socorro había acudido mucha y muy buena gente, acordó que sería mejor llevarla consigo al reino de Túnez, y así lo hizo, dejando indulto en Argel para que todos los delincuentes que andaban huidos por delitos y quisiesen ir a España en favor de los moros andaluces, fuesen perdonados. Destas gentes recogió Hernando el Habaquí cuatrocientos escopeteros debajo la conduta de un turco sedicioso y malo llamado Hoscein; y embarcándose con ellos en ocho fustas, donde metieron algunos particulares mucha cantidad de armas y municiones para vendérselas a los moros, vino con todo ello a la Alpujarra. Con este socorro y con el de otras fustas que vinieron también de Tetuán con armas y municiones que traían mercaderes moros y judíos, los enemigos de Dios tomaron ánimo para proseguir en su maldad y se hicieron más fuertes, no habiendo en toda la Alpujarra ejército de cristianos que poder temer. Luego tornó Aben Humeya a proveer sus fronteras; y los moros, habiéndose recogido a sus pueblos, sembraban sus panes y labraban sus heredades y criaban la seda, como si estuvieran ya seguros y muy de reposo en sus casas. El Hoscein, hinchéndolos de esperanza con decirles que Aluch Alí le enviaba por mandado del Gran Turco a que viese la disposición y calidad de la tierra y el número de gente morisca que había en ella para poder tomar armas, quiso ver los ríos de Almanzora y Almería, y la sierra de Filabres y todos los lugares de la Alpujarra, y después entró secretamente en la ciudad de Granada y en la de Guadix y en la de Baza, y las reconoció. Y siendo informado de todo lo que quiso saber de los moradores dellas, diciendo que deseaba tener alas para ir volando a dar cuenta de lo que había visto al Gran Turco su señor, para que luego les enviase su poderosa armada de socorro, se tornó a Berbería cargado de preseas, joyas y captivos que le dieron en aquellos partidos donde anduvo. Vamos a lo que se hacía en este tiempo a la parte del valle de Lecrín, y como los moros fueron sobre el lugar del Padul para alzarle y desbaratar el presidio que allí había para seguridad de las escoltas.




ArribaAbajoCapítulo V

Cómo los moros del valle de Lecrín combatieron el fuerte que los nuestros tenían hecho en el Padul, y quemaron parte de las casas del lugar


Con la nueva del socorro de África tornaron los alzados a su vana porfía, y los moriscos del Padul, que ya no podían sufrir la costa ordinaria y las molestias y vejaciones de la gente de guerra que tenían alojada en sus casas, teniendo aviso que andaban dando orden de irlos a levantar, y gobernándose por algunos hombres de buen entendimiento que había entre ellos, determinaron de pedir licencia a don Juan de Austria para irse a Castilla con sus mujeres y hijos. Y andando en esto, les aconsejó un clérigo beneficiado del lugar de Gójar que pidiesen que los dejase ir a poblar aquel lugar, que estaba despoblado y los moradores dél se habían ido a la sierra; lo cual les fue luego concedido, y con mucha brevedad mudaron sus casas a Gójar. No eran bien idos del lugar, cuando los moros del valle de Lecrín y de las Guájaras y de otros lugares comarcanos se juntaron; y siendo más de dos mil hombres de pelea, en que había muchos escopeteros y ballesteros, determinaron de ir a dar una madrugada sobre el Padul, y degollando los cristianos que estaban en él de presidio, llevarse los moriscos a la sierra. Con esta determinación partieron de las Albuñuelas a 21 días del mes de agosto deste año de 1569, y caminando toda aquella noche, fueron la vuelta de Granada para engañar las centinelas y poder tomar a los nuestros descuidados; y volvieron luego por el camino real que va desde aquella ciudad al Padul, puestos en su ordenanza, y caminando poco a poco, como lo solían hacer las compañías que iban acompañando alguna escolta. Desta manera llegaron al esclarecer del día cerca del lugar, y como la centinela que estaba puesta en lo alto de la torre de la iglesia los descubrió, aunque tocó la campana a rebato, diciendo que por el camino de Granada venían muchos moros, no por eso se alteraron los soldados ni se pusieron en arma; antes hubo algunos que le dijeron que debía de estar borracho, que cómo podía ser que viniesen moros de hacia Granada. Estando pues en esto, asomaron por un viso donde estaba un humilladero, no muy lejos de las casas, con once banderas tendidas; y acometiendo el lugar con grande ímpetu, antes que los nuestros se acabasen de recoger a un fuerte que tenían hecho al derredor de la iglesia, mataron treinta y seis soldados y tomaron treinta caballos de una compañía de gente de Córdoba que estaba allí de presidio, cuyo capitán era don Alonso de Valdelomar, y saqueando la mayor parte de las casas, se llevaron hartos despojos y dinero, y con la misma furia acometieron el fuerte, creyendo hallar poca defensa en él; mas el capitán Pedro de Redrován, vecino del Corral de Almaguer, que estaba allí por gobernador, y don Juan Chacón, vecino de Antequera, que por mandado de don Juan de Austria se había metido en aquel presidio con ciento y cincuenta soldados de su compañía dos días había, y otros dos capitanes, llamados Pedro de Vilches, vecino de la ciudad de Jaén, y Juan de Chaves de Orellana, natural de la ciudad de Trujillo, que después de la rota del barranco de Acequia había vuelto a rehacer su compañía, se defendieron valerosamente, y matando buena cantidad de moros, los arredraron de sí. Los cuales, viendo que no eran poderosos para entrarlos a batalla de manos, enviaron más de quinientos hombres a traer de las viñas cantidad de rama, espinos y paja, y pusieron fuego a todas las casas del lugar, creyendo poder también quemar las que estaban dentro del fuerte; y estando las unas y las otras cubiertas de llamas y de humo, no cesaban de dar asaltos por donde entendían poder tener entrada, horadando las casas y las paredes por muchas partes; lo cual todo resistía el notable valor y esfuerzo de los capitanes y soldados, no sin gran daño de los enemigos. Había una casa grande fuera del pueblo, donde vivía un vizcaíno, natural de Vergara, llamado Martín Pérez de Aroztigui, el cual, habiendo llevado su mujer y hijos a Granada, acertó a hallarse aquella noche   —288→   en su casa con cuatro mozos cristianos y tres moriscos amigos suyos, de los que se habían ido a vivir a Gójar, que se quisieron recoger con él; y como el acometimiento de los moros fue tan de improviso por aquella parte, no teniendo lugar de recogerse dentro del fuerte, se fortaleció en la casa, atrancando las puertas con maderos y piedras. Y viéndose en manifiesto peligro, porque no había dentro más que una sola escopeta, dijo a los moriscos que tenía consigo que hablasen a los moros y les rogasen que no le hiciesen daño, en la persona ni en la hacienda, pues sabían que era su amigo y los había favorecido siempre en sus negocios en tiempo de paz; los cuales respondieron que así era verdad, y que les diese el dinero y la escopeta si quería que le dejasen ir libremente a Granada; mas él no lo quiso hacer, diciendo que dineros no los tenía, y que la escopeta había de ir juntamente con la cabeza. Entonces los enemigos combatieron la casa, y poniéndole fuego a todas partes, procuraron también hacer un portillo con picos y hazadones en una pared que respondía al campo. No faltó ánimo a Martín Pérez para defenderse, viéndose combatido del fuego y de las escopetas y ballestas, que no le daban lugar de poderse asomar a tirar piedras desde las ventanas, y acudiendo a la mayor necesidad, hizo echar agua en la puerta de la casa que ardía; y echando grandes piedras al peso de la pared, donde los moros hacían el agujero, procuraba también ofenderlos con la escopeta, porque hasta entonces no lo había osado hacer, creyendo poderlos entretener con buenas palabras mientras llegaba el socorro. Finalmente se dio tan buena maña, que no hizo tiro que no derribase moro; por manera que cuando tuvo muertos siete de los que más ahincaban el combate, los otros tuvieron por bien de retirarse afuera. A este tiempo, habiendo ya más de cuatro horas que duraba la pelea en el fuerte y en la casa, la atalaya que los enemigos tenían puesta a la parte de Granada les avisó cómo venía gente de a caballo, y sin hacer más efeto del que hemos dicho, se retiraron la vuelta del valle. Había salido del Padul un escudero de los de Córdoba cuando los moros llegaron, y pasando por medio dellos, había ido a dar rebato a don García Manrique, que estaba en Otura, alcaría de la vega de Granada, y pasando a la ciudad, había también dado aviso a don Juan de Austria. Y la gente que los moros descubrieron eran sesenta caballos que se habían adelantado con don García Manrique; los cuales, juntándose con once escuderos que habían quedado en el Padul, se pusieron en su seguimiento y alancearon algunos que quedaron atrás desmandados. También acudió al socorro el duque de Sesa desde Granada con mucha gente de a pie y de a caballo; pero llegó tarde, a tiempo que ya llevaban los moros más de una legua de ventaja; y proveyendo la plaza de gente, que la había bien menester, porque habían sido muertos cincuenta soldados y muchos más heridos, loó a los capitanes lo bien que se habían defendido de tanto número de gente y de una violencia tan grande del fuego, que era lo que más se temía, y aquella noche volvió a Granada.




ArribaAbajoCapítulo VI

De las pláticas que hubo sobre la salida que el marqués de los Vélez hizo a la Calahorra, y cómo el marqués de Mondéjar fue llamado a corte


Aunque el marqués de los Vélez desbarató a Aben Humeya en Válor de la manera que hemos dicho, algunos contemplativos no le atribuían gloria entera de la vitoria, por salir como salió a la Calahorra, dejándole en la Alpujarra, donde con facilidad pudo tornar a juntar gente y rehacerse, especialmente viendo que no había vuelto a entrar luego para acabarle de deshacer. Y como en los consejos suele siempre haber humores diversos y aficiones particulares que despiertan los juicios delicados a dar justas causas y sospechas de su desacuerdo, formando queja de lo que por ventura podría merecer loor, estando sanas y conformes las voluntades, no fallaba quien decía que los enemigos habían sido menos de los que había escrito; que se le había dado más gente al doble de la con que se había ofrecido a allanar la tierra; que había perdido ocasión por salir de la Alpujarra antes de tiempo; que la salida había sido más para dar a entender que se podía hollar la Alpujarra con caballos, cosa que se había dificultado en el consejo de don Juan de Austria algunas veces, que por necesidad de bastimentos; y, que habiendo consumido un campo tan numeroso, se estaba en el alojamiento consumiendo los bastimentos y la gente que le había quedado sin hacer efeto. Estas cosas aguaban la vitoria al marqués de los Vélez, el cual se quejaba que cuarenta días antes que partiese de Adra había avisado al consejo de Granada que le pusiesen bastimento y municiones en la Calahorra, porque entendía acudir hacia aquella parte y proveerse de allí; y por no lo haber hecho, le había sido necesario sacar la gente a parte donde pereciese de hambre; ni menos le proveían para poder salir de donde estaba, de cuya causa se le iban cada día los soldados, y cargaba la culpa de todo ello al marqués de Mondéjar y al duque de Sesa y a Luis Quijada, entendiendo que le hacían poca amistad; el marqués de Mondéjar, por pasiones antiguas, renovadas por razón del cargo y preeminencia en que se había metido; el duque de Sesa, por tenerle por su enemigo, aunque era su sobrino; y Luis Quijada, según él decía, por ser su émulo y envidioso de su felicidad, y que había acriminádole la entrada en el reino de Granada sin orden de su majestad. Y porque nuestro oficio no es condenar ni asolver estas cosas, sino apuntarlas para los que esta historia leyeren, solamente diremos como su majestad, príncipe discretísimo, vistos los cargos que por vía de justificación se daban unos a otros, dijo que aunque no era tanto el daño de los moros como se había dicho, había sido importante cosa desbaratarlos y esparcirlos; y dende a pocos días, para mejor se informar, mandó al marqués de Mondéjar, por carta de 3 de setiembre, que fuese luego a la corte, y que el Consejo enviase relación de todos los bastimentos municiones que se habían llevado a la Calahorra. El cual partió de Granada a 12 días de dicho mes, y llegado a la villa de Madrid, satisfizo al negocio para que había sido llamado; y su majestad le mandó ir con él a la ciudad de Córdoba, donde había llamado a cortes; y ansí no volvió más al reino de Granada,   —289→   porque le proveyó por visorrey de Valencia, y después le envió por visorrey de Nápoles.




ArribaAbajoCapítulo VII

Cómo el capitán Francisco de Molina se fortaleció en Albacete de Órgiba, y de una escaramuza que hubo con los moros sobre el quitar el agua


Habiéndose metido Francisco de Molina en Órgiba de presidio con la gente que dijimos, luego comenzó a fortalecerse en Albacete, lugar principal de aquella taa, atajándole de manera que se pudiese defender con menos gente; y porque tenía orden de don Juan de Austria para meter la torre y la iglesia en el reducto que hiciese, a causa de que se habían de encerrar dentro cantidad de bastimentos y municiones que estuviesen de respeto, y no se podía hacer la fortificación tan aventajadamente como convenía, por tener muchos padrastros que señoreaban desde fuera la plaza y el muro, fue necesario que se hiciesen dos murallas de tapia, la una a la parte de fuera, y la otra a la de dentro, para que entre ellas pudiesen estar los soldados encubiertos, y algunas trincheas por donde pudiesen atravesar de una parte a otra. Y porque no había agua dentro del lugar, ni se podía hallar en pozos a cincuenta ni a sesenta brazas, habiéndose de proveer necesariamente de una acequia que los moros podían quitar a todas horas, mandó cavar unos hoyos muy grandes al derredor del muro donde echarla, para tenerlos llenos si acaso le cercasen. Queriendo pues Aben Humeya ir sobre este presidio, el proprio día que se acabaron de hacer los hoyos envió once banderas de moros que quitasen el agua de la acequia, y procurasen tomar algún prisionero de quien saber la gente que había quedado dentro y en qué términos estaba la fortificación; los cuales llegaron cerca del lugar y quitaron luego el agua, pudiéndolo hacer fácilmente, porque se tomaba a media legua de allí. Francisco de Molina pues, sospechando el desinio del enemigo, y viendo ir las banderas hacia el tomadero de la acequia, envió al capitán Diego Núñez, vecino de Granada, con docientos arcabuceros, a que se pusiese sobre el tomadero del agua, y se la defendiese de manera, que no dejase de ir su camino; el cual procuró de hacerlo así; mas eran los moros, tantos que no se atrevió a pasar de unas peñas, donde estuvo arcabuceándose con ellos gran rato. Entendiendo esto Francisco de Molina, envió luego al capitán Lorenzo de Ávila con otro golpe de gente, y después, pareciéndole que todo era poco para arrancar a los enemigos de donde se habían puesto dejando encomendado el fuerte a don Gabriel de Montalvo, vecino de Granada, que era capitán de infantería y sargento mayor de aquel presidio, salió él con cien arcabuceros y piqueros y veinte caballos, y llegando cerca de las peñas, halló que los dos capitanes estaban peleando con los moros; los cuales, viendo venir aquel socorro cargaron de manera, que matando algunos, los arredraron de sí tanto, que tuvieron lugar de volver la acequia hacia el lugar, y estuvieron guardando el tomadero hasta que fue de noche, escaramuzando siempre con ellos. A esta hora Francisco de Molina se retiró; y porque entendiesen los moros que todavía se estaba quedo, y no osasen bajar a quitar otra vez el agua, hizo dejar muchos cabos de cuerdas encendidas a los soldados entre las matas y al derredor de las peñas, y con este ardid de guerra los entretuvo burlados tirando toda la noche a los fuegos, y el agua corrió a los fosos hasta que se hincheron; y como fue de día, los enemigos entendieron el engaño, y tornando a quitar el agua, se fueron la vuelta de la sierra sin hacer otro efeto. Francisco de Molina, queriendo ver si los hoyos detenían algunos días el agua, halló que se secaron a segundo día; entonces sacó una parte del fuerte más a fuera hasta un barranco que cae sobre el río, y desde allí hizo un camino cubierto a manera de trinchea, por donde los soldados pudiesen ir a tomar agua sin que los enemigos se lo estorbasen; y con esto aseguró aquella plaza por entonces.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Cómo Aben Humeya alzó el lugar de las cuevas y fue a cercar a Vera, y cómo Lorca socorrió aquella ciudad


Estaba por alcaide mayor en la ciudad de Lorca el doctor Matías de Huerta Sarmiento, natural de la ciudad de Sigüenza; el cual, debajo de profesión de letras, era también soldado y había estado muchos días en Orán en tiempo que era allí capitán general don Alonso de Córdoba, conde de Alcaudete, y tenía prática y experiencia en cosas de guerra. Y deseando conservar los lugares de su jurisdición y saber el desinio de los enemigos, enviaba algunas espías al río de Almanzora; puso tan buena diligencia en esto y en prender las de los enemigos, que a 17 días del mes de setiembre deste año le vinieron a las manos dos espías de Aben Humeya, y dándoles tormento, confesaron como se quedaba aprestando para ir a ocupar la ciudad de Vera, donde tenía pensado esperar el socorro de Berbería, por ser plaza a su propósito para aquel efeto, y que sería su venida sin falta a la entrada de la luna de otubre, que era al fin de setiembre, con toda la gente que pudiese juntar, y que los moriscos de las villas de los Vélez se habían ofrecido de enviarle encubiertamente bastimentos; y demás desto declararon quién habían sido los moros que habían captivado aquellos días ciertos cristianos de María y de Caravaca, y de los otros lugares sus comarcanos. Estas confesiones envió fuego a don Juan de Austria y al marqués de los Vélez, y al Comendador mayor, que todavía andaba por la costa con las galeras, para que estuviesen todos apercebidos, si fuese menester, hacer algún socorro por mar o por tierra. Avisó también a la ciudad de Vera con tres de a caballo que estuviesen sobre aviso, porque sin duda irían los moros a cercarla, y envió al cabildo el traslado de las confesiones de las dos espías, ofreciéndose que socorrerá con la gente de Lorca siempre que fuese menester. Y para tener aviso cierto y poder acudir con tiempo, hizo poner atalayas que se descubriesen unas a otras desde Lorca a Mojácar, y los de Mojácar hicieron lo mismo hasta Vera, para que de día con ahumadas, y de noche con almenaras de fuego, se correspondiesen y avisasen cuando llegase el enemigo; advirtiéndoles que en el punto enviasen tres de a caballo con toda diligencia con el aviso, por si acaso faltase alguna atalaya. Y para ver como correspondían, a 23 de setiembre se hizo el ensayo y prueba de las ahumadas de día y de las almenaras de noche; las cuales pasaron de mano en mano desde Vera a Mojácar, y al Como   —290→   de Gali, y al cerro de Enmedio, y al cerro Gordo, y a la torre de Alfonsi de Lorca. No se engañaron los cristianos en hacer esta diligencia, porque Aben Humeya, viendo que el marqués de los Vélez se estaba quedo en la Calahorra, a que no había campo que le pudiese enojar, deseando ocupar la ciudad de Vera en aquella ocasión, bajó con cinco mil hombres al río de Almanzora, y juntando con ellos más de otros cinco mil de aquellos lugares, fue sobre la villa de las Cuevas, que es del marqués de los Vélez, y haciendo que se alzasen los vecinos, que eran todos moriscos, en venganza de las casas que le había hecho quemar en Válor, le hizo destruir y talar una hermosa huerta que allí tenía; y no pudiendo tomar el castillo, porque lo defendían los cristianos que se habían metido dentro, pasó a la ciudad de Vera, y el día de San Mateo, a 24 de setiembre, puso su campo sobre Vera la vieja, y desde allí hizo una gran salva de arcabucería contra la ciudad de Vera la nueva, que está a la parte de abajo. Era alcalde mayor desta ciudad el licenciado Méndez Pardo, el cual salió a reconocer el campo con treinta de a caballo; y habiendo escaramuzado un rato con los enemigos, se retiró a la ciudad, y dio luego aviso a las ciudades de Lorca y Murcia por las atalayas y con gente de a caballo, como estaba tratado. Queriendo pues Aben Humeya poner temor a los ciudadanos, plantó dos pecezuelas de artillería de bronce que llevaba, y comenzó a batir un lienzo de muro viejo, tirando asimesmo a las casas que se descubrían por aquella parte; mas luego reventó la una dellas, y un arcabucero hirió desde una tronera al artillero que tiraba la otra, y paró la batería. En este tiempo las atalayas daban priesa con las ahumadas, que se alcanzaban unas a otras; y estando la gente de Lorca en el sermón poco antes de mediodía, llegó la guardia de la atalaya de la torre del Alfonsín con el aviso al alcalde mayor; el cual, sospechando lo que debía ser, hizo luego tocar a rebato, y haciendo alarde de la gente de la ciudad, proveyó de armas a los que no las tenían, y juntando a cabildo, se nombraron por capitanes de la infantería Juan Navarro de Álava y Alonso de Ortega Salazar, y de los caballos, Diego Mateo Jerez, todos regidores. Y estando haciendo el nombramiento, llegó un escudero de Vera, que había corrido nueve leguas, a dar aviso como habían llegado domingo de mañana más de doce mil moros; y como tiraban con dos piezas de artillería a la ciudad, pidiendo que fuese luego el socorro. Y siendo todos de conformidad que se hiciese así, entre las dos y las tres de la tarde se juntaron en el campo que dicen de Nuestra Señora de Gracia, novecientos y setenta y dos infantes y ochenta caballos muy bien en orden; y antes que partiesen de allí, envió el alcalde mayor sus cartas requisitorias y notificatorias a la ciudad de Murcia, y a las villas de Cehegín, Caravaca, Calasparra, Moratalla, Sevilla, Alhama y Alumbres del Almazarrón, avisándoles como iba a socorrer a Vera con la gente de Lorca, y requiriéndoles de parte de su majestad que hiciesen lo mesmo. Y prosiguiendo su camino, anduvo toda aquella noche, y al amanecer entró en la ciudad de Vera, que son nueve leguas de camino; mas cuando él llegó, los moros habían tenido aviso del socorro que iba, y estando para picar el muro, porque no tenían ya con qué batir, habían dejado la obra y retirádose hacia las Cuevas. Juntándose pues la gente de Lorca con la de Vera, fueron en su seguimiento hasta el río de las Cuevas. De allí se volvieron los de Lorca, porque les pareció que no convenía ir más adelante con tan poca gente, siendo tan grande el número de los enemigos, y habiendo conseguido el efeto que se pretendía, que era descercar a Vera; y en el camino encontraron la gente de Murcia que iba al socorro, y eran tres mil infantes y trecientos caballos. Y juntándose los alcaldes mayores y capitanes a consejo sobre si sería bien ir todos en seguimiento del enemigo, aunque hubo algunos que decían que no había para qué, pues Vera estaba descercada, los más votos fueron de parecer que le siguiesen, porque no hiciese daño en otra parte. Y estando con esta determinación, nació entre ellos una diferencia honrosa: los de Lorca decían que les pertenecía por privilegio antiquísimo llevar en la guerra del reino de Granada la vanguardia yendo hacia el enemigo, y la retaguardia a la retirada; y los de Murcia querían llevarla ellos, por ser cabeza de reino y de aquel corregimiento, y sobre ello hubieran de llegar a las armas; y viendo esto los alcaldes mayores, mudaron parecer, y recogiendo su gente, se volvieron a las ciudades. Aben Humeya tornó a Purchena, y de allí al Láujar de Andarax, y envió la gente a sus partidos.




ArribaAbajoCapítulo IX

Cómo unos soldados que se iban sin orden del campo del marqués de los Vélez hirieron a don Diego Fajardo queriéndolos volver al campo


Era tan grande el desgusto que nuestra gente tenía en verse acorralada en el alojamiento de la Calahorra sin salir a hacer efeto, que no había reparo que bastase a detener los soldados; y aun los mesmos capitanes por ventura holgaban que se les deshiciesen las compañías, por tener ocasión de salir de allí so color de tornarlas a rehacer; y ansí había muchas banderas que no habían quedado diez hombres con ellas. El marqués de los Vélez hacía sus diligencias, y no le pareciendo tener suficiente número de gente, ni la provisión de vituallas que había menester para volver a entrar en la Alpujarra, de necesidad había de estarse quedo gastando las que el licenciado Pero López de Mesa le enviaba de un día para otro desde Guadix. Culpábanle mucho de remiso, y no los que sabían qué cosa era gobernar ejércitos, y aventurarlos tan a costa de la autoridad y reputación de los capitanes generales. Estando pues no con pequeño cuidado y congoja en ver que se le iba cada día deshaciendo más el campo, y que apenas tenía de quien poder fiar las rondas y centinelas, que cada noche mandaba poner dobladas, mas para guardar que la gente no se fuese que por temor del enemigo, fue avisado que tenían concertado de irse juntos más de cuatrocientos soldados; y encomendando a don Rodrigo de Benavides, que había venido de Guadix con la compañía de caballos del duque de Osuna, y a don Diego Fajardo, su hijo, con un estandarte de caballos de Córdoba, que estaba a cargo de don Jerónimo de Guzmán, la ronda de la noche en que le habían dicho que se tenían de ir, sucedió que andando rondando don Diego Fajardo, y con él don Jerónimo de Guzmán y el capitán Castellanos, comisario de la caballería, al cuarto de la modorra sintieron salir gente por hacia donde   —291→   don Rodrigo de Benavides andaba, que era a la parte de levante del lugar; y volviendo el capitán Castellanos por los escuderos de Córdoba, que habían quedado en el cuerpo de guardia, fueron los dos hacia donde estaba otra compañía de caballos de Osuna, y llamándolos, acudió también don Rodrigo de Benavides, y juntos se metieron por los soldados fugitivos, que iban atropellados sin orden, y hicieron volver muchos dellos a sus alojamientos. Otros, que no quisieron dejar de proseguir su camino, subieron por un cerro arriba que cae hacia aquella parte de levante, y a paso largo procuraron tomar lo alto y más agrio dél, donde los caballos no pudiesen aprovecharse dellos. Los capitanes se pusieron en su seguimiento, y llegando cerca don Diego Fajardo, les dijo que no hiciesen cosa tan fea como era dejar las banderas, y que se volviesen a sus cuarteles, porque él les daba su palabra que no les sería hecho mal ni daño por aquella salida; mas ellos no le quisieron oír ni responder, prosiguiendo siempre su camino a la sorda con las mechas de los arcabuces encendidas. De ver esto se airó mucho don Rodrigo de Benavides, y llamando a voces a don Diego Fajardo, para que los soldados le conociesen y temiesen, dijo: «Corramos, señor don Diego; por esta ladera atajarlos hemos, y cerrando con ellos, caiga el que cayere; que desta manera se han de tratar estos bellacos traidores». Estas palabras indignaron a los determinados soldados de tal manera, que como hombres agraviados dellas, respondieron que el que las decía y los que con él iban eran los traidores y malos caballeros, y que se hiciesen adelante, verían cómo les iba. De aqueste desacato se enojó don Rodrigo de Benavides; y aunque no eran más de catorce de a caballo los que estaban juntos para poder acometer, porque los otros se habían quedado muy atrás, hizo con don Diego Fajardo que los acometiesen, apellidando don Rodrigo de Benavides el nombre del señor Santiago; y pasando por ellos los que estaban a la parte alta, pareciéndoles que los trataban como a moros, dispararon sus arcabuces. Don Diego Fajardo se fue metiendo a media ladera, yendo par dél don Jerónimo de Guzmán y un escudero de Córdoba, y allí le dieron un arcabuzazo, que le pasó la rodela acerada que llevaba por junto a la embrazadura, y le quebró un dedo de la mano izquierda, y pasó la bala a la tetilla derecha, donde paró. Fue tan grande el golpe, que el caballo cayó y echó por cima de la cabeza a don Diego Fajardo medio aturdido; y apeándose don Jerónimo de Guzmán y el escudero, le alzaron del suelo. Era don Diego Fajardo esforzado caballero, afable y muy amigo de soldados, y viéndose herido de tan mala manera, pidió su rodela para ver si estaba pasada, y cuando vio el agujero que había hecho la bala, entendió que le habían muerto; y sintiendo en sí un estímulo de virtuosa congoja, que no le dejaba descansar en otra cosa, dijo que le llegaba al alma que cristianos le hubiesen puesto en aquel estado; y subiendo lo mejor que pudo en su caballo, se volvió a la Calahorra. Encontrole en el camino el marqués de los Vélez, que había salido con toda la caballería en oyendo tocar al arma; el cual viéndole de aquella manera recibió tanta alteración, que no le pudo hablar; y mandando a don Juan Fajardo, su hermano, y a don Rodrigo de Benavides, que también se había vuelto, que diesen orden de atajar aquellos soldados por tres o cuatro partes con caballos y infantes, se subió a la fortaleza. Los soldados se fueron, que no bastó nada a detenerlos, y de allí adelante se fueron otros muchos; por manera que vino a quedar aquel campo, en que había doce mil hombres, en menos de tres mil, la mayor parte dellos del tercio que llamaban de los pardillos y del de don Pedro de Padilla, que como gente obligada y de ordenanza vieja, tuvieron más sufrimiento.




ArribaAbajoCapítulo X

De una vitoria que don García Manrique hubo del Anacoz en el valle de Lecrín


Andaba en el valle de Lecrín el Anacoz con más de mil hombres haciendo daño en las escoltas que iban de Granada a Órgiba; el cual había muerto los docientos soldados de la compañía de Juan de Chaves de Orellana, que dijimos, entre Acequia y Lanjarón, y hecho otros muchos daños en la Vega y en lo de Alhama. Y queriendo el Consejo refrenar la insolencia de aquel hereje, mandaron llamar a Pedro de Vilches, por sobrenombre Pie de palo, porque tenía una pierna cortada de la rodilla para abajo, y en su lugar otra de madera, hombre plático en toda aquella comarca y muy animoso. Y preguntándole qué orden se podría tener para hacer una emboscada al Anacoz, dijo que le dejasen ir a él de parte de noche a las Albuñuelas y a Salares, donde se recogían aquellos moros, y que les daría un arma, y se vendría retirando a la mañana entreteniéndolos, hasta sacarlos de día al río, porque de noche era cierto que no saldrían; y que estuviese la caballería metida en emboscada en los llanos que caen entre la laguna del Padul y Dúrcal, y que él se los pondría en las manos de manera que los pudiesen alancear a todos. Este consejo pareció bien a don Juan de Austria y a los del Consejo, y luego se mandó a don García Manrique que apercibiese la gente de la Vega, y dejando ir delante a Pedro de Vilches, se pusiese él en emboscada con la caballería en el lugar que le señalase; el cual partió de Otura con cien caballos y cuatrocientos arcabuceros de los que estaban alojados en las alcarías de la Vega, llevando consigo a Tello González de Aguilar con las cien lanzas de Écija, que fue para aquel efeto desde Granada, y se fueron a meter antes que amaneciese en unas huertas que están por bajo del barranco del río de Dúrcal. Pedro de Vilches se fue derecho a los lugares de los Albuñuelas y Salares con los soldados de las cuadrillas, y ellos se estuvieron quedos esperando a que viniese huyendo de los enemigos, como había dicho; lo cual se hizo con tanto recato, que las centinelas que tenían puestas los moros hacia aquella parte no lo sintieron, y las nuestras las veían a ellas. Pedro de Vilches tocó su arma al amanecer del día; luego comenzaron las ahumadas, y los moros salieron a él con grande grita: hizo un poco de resistencia, y dando a entender que tenía miedo, comenzó a retirarse con orden hacia la emboscada. Los moros fueron creciendo cada hora en tanto número, que cubrían aquellos cerros, y apretaron tanto a Pedro de Vilches, que cuando llegó cerca del socorro, ya le habían muerto dos soldados y herido algunos; y veían tan cerca dél, que fue necesario que don García Manrique, viendo venir a las vueltas moros y cristianos   —292→   saliese a ellos, sin aguardar que bajasen todos a lo llano, como, estaba acordado; y matando seis turcos, que venían delante de todos, y más de docientos moros, el Anacoz con todos los demás se pusieron en huida, metiéndose por los barrancos y despeñaderos del río, donde no pudieron los caballos seguirlos, ni la gente de a pie, que no llegó a tiempo de poderlos alcanzar. Más adelante llevó la pena de sus maldades; porque siendo preso, le mandó justiciar el duque de Arcos en Granada. Ganaron los nuestros en esta vitoria tres banderas, y para regocijar la ciudad entraron por ella arrastrándolas y llevando los escuderos las cabezas y las manos de los moros en los hierros de las lanzas. Estando pues todos muy contentos en Granada con este suceso, solo el animoso Vilches se quejaba de don García Manrique, diciendo que por haber salido la caballería tan presto a favorecerle, no habían alanceado aquel día todos aquellos moros; y como le dijese el Presidente que si había salido antes de tiempo, había sido porque no le matasen los moros a él, siendo hombre impedido, y trayéndolos tan cerca a las espaldas, le respondió muy enojado: «Bien entiendo yo, señor, que lo hizo por eso; mas ¿qué iba en ello que matasen un hombre como yo, a trueco de alancear dos mil moros?» Respuesta de hombre leal, que no estimaba la vida por el servicio de Dios y de su rey.




ArribaAbajoCapítulo XI

De algunas provisiones que su majestad hizo estos días para el breve despacho de la guerra


Hizo su majestad estos días dos provisiones muy importantes para la brevedad que se pretendía en esta guerra, con parecer de don Juan de Austria y de los consejeros que quedaron cerca de su persona. La una fue mandar que acabasen de sacar los moriscos que habían quedado en Granada, y los metiesen la tierra adentro, por sospecha que dellos se tenía que daban avisos a Aben Humeya de todo lo que se hacía, teniendo sus inteligencias con los que andaban levantados; y la otra mandar que se publicase la guerra a fuego y a sangre; cosa que aun hasta este tiempo no se había publicado; porque solamente se trataba en el supremo consejo de Guerra con nombre de castigo en los rebeldes, no les queriendo dar otra autoridad; y aun se ofendían con muy justa razón los señores del reino de que llamasen rey, ni aun tirano, a Aben Humeya, a quien mejor cuadraba el nombre de traidor, pues lo era contra su rey y señor natural y dentro de su proprio reino. Concedió ansimesmo campo franco a todos los cristianos que sirviesen debajo de bandera o estandarte, y que aprehendiesen en sí todos los bienes muebles, dineros, joyas y ganados que tomasen a los enemigos, y que no pagasen quinto ni otra cosa alguna de las personas que captivasen, haciéndoles de todo ello gracia y merced por esta vez y presente ocasión, para animar la gente, que andaba ya muy desgustada, a que sirviesen voluntariamente, sin que fuese menester otro rigor, porque estaban escandalizados los pueblos de la Andalucía de oír las quejas que daban los soldados que se iban huyendo del campo del marqués de los Vélez. Y para que mejor se pudiesen entender con la paga ordinaria, les mandó acrecentar el sueldo a respeto de como se acostumbraba pagar la gente de guerra en Italia, que es cuatro escudos de oro cada mes al coselete y al arcabucero, y tres al piquero, que llaman pica seca. Y porque los cabildos, concejos y señores, a quien se mandó que rehiciesen las compañías con que servían, y las acrecentasen a mayor número, estaban ya muy gastados, no les bastando los proprios ni las sisas que con licencia del Consejo Real echaban sobre los bastimentos, para pagar la gente, ordenó que desde el primero día del mes de noviembre luego siguiente se pagase toda la infantería del dinero de su real hacienda, y que los cabildos, concejos y señores pagasen solamente la gente de a caballo. Lo cual todo se publicó en la ciudad de Granada por bando general a 19 de otubre deste año de 1569; y luego le enviaron traslados autorizados a todas las ciudades y señores del Andalucía y reino de Granada, para que se supiese en todas partes las gracias y mercedes que su majestad hacía a la gente de guerra. Dejemos agora el provecho que resultó destas provisiones, que fue muy grande, y digamos cómo Aben Humeya pagó la pena de sus crímenes y maldades por mano de los proprios rebeldes que le ordenaron la muerte.




ArribaAbajoCapítulo XII

Cómo los moros mataron a Aben Humeya, y nombraron en su lugar a Diego López Aben Aboo


Mientras estas provisiones se hacían de nuestra parte, Diego Alguacil, vecino de Albacete de Ugíjar, y otros deudos suyos, enemigos de Aben Humeya, que andaban ausentes dél por miedo que los mandaría matar, trataban de darle ellos la muerte por librarse de aquel temor y tomar venganza de las crueldades que había usado con los naturales de la tierra, y especialmente con Miguel de Rojas, su suegro, y Rafael de Arcos, y con otros alguaciles y hombres principales de aquella taa y de la de Juviles, que había hecho morir por consejo de los capitanes de los monfís que traía consigo; y al fin vinieron a tomar venganza dél matándole por sus proprias manos, como agora diremos. Entre otras cosas que Aben Humeya había hecho, de que se sentía muy agraviado Diego Alguacil, era haberse llevado de Ugíjar una prima suya viuda, con quien estaba amancebado, y traerla consigo por amiga contra su voluntad, aunque otros entendieron que la causa del enojo que tenía con él no eran celos, sino punto de honra, afrentado de que, siendo mujer principal, que podía casar con ella, la traía por manceba. Más desto nos desengañó después el tiempo cuando la vieron casada a ley de maldición con el proprio Diego Alguacil en Tetuán, seis años después de aquesta guerra. Finalmente, sea como fuere, él tuvo buena ocasión para conseguir el efeto que deseaba, siendo la mesma mora la secretaria de su enemigo y el instrumento de su mal. Era ya Aben Humeya extrañamente aborrecido y casi tenido por sospechoso en toda la Alpujarra, después que se supo lo que había escrito a don Juan de Austria y al alcaide Xoaybi de Guéjar, entendiendo que andaba en tratos para entregar la tierra a los cristianos, procurando solamente su particular seguridad y aprovechamiento, y por ventura tenía aquel deseo; mas era tan pusilánime y hallábase tan cargado de culpas, que no se osaba fiar, teniendo por cierto que la culpa del rebelión había de ser atribuida a pocos, y necesariamente castigado el   —293→   que hubiese sido cabeza dél; y como hombre que tenía poca seguridad de su persona, tenía en Láujar de Andarax, donde se había recogido después de la jornada de Vera, los caudillos y capitanes más amigos con dos mil moros, que repartían la guardia cada noche por su rueda, y tampoco se descuidaban de día, teniendo barreadas las calles del lugar de manera, que nadie pudiese entrar en él sin ser visto o sentido. Y porque no se fiaba de los turcos ni estaba bien con ellos, o por ventura no tenía con qué pagarles el sueldo mientras estuviesen ociosos, por apartarlos de sí los había enviado a la frontera de Órgiba a orden de Aben Aboo. Sucedió pues que como estos hombres viciosos eran todos cosarios, ladrones y homicidas, donde quiera que llegaban hacían muchos insultos y deshonestidades, forzando mujeres y robando las haciendas a los moros de la tierra. Y como fuesen muchas quejas dellos a Aben Humeya, escribió sobre ello a Aben Aboo, encargándole que lo remediase; el cual le respondió que los turcos no hacían agravio a nadie, y que si alguna desorden hiciesen, él lo castigaría. Sobre esto fueron y vinieron correos de una parte a otra; y ansí de lo que se trataba, como de la indignación que Aben Humeya tenía contra los turcos, avisaba por momentos la mora a Diego Alguacil; y de aquí tuvo principio la traición que le urdió, revolviéndole con ellos para que viniesen a descomponerle y matarle, como lo hicieron; porque queriendo estos días ir a alzar los moriscos que vivían en Motril y saquear la villa, sin dar a entender su desinio a Aben Aboo, le envió a decir que recogiese los turcos y caminase con ellos la vuelta de las Albuñuelas, y que en el camino le alcanzaría otro correo con la orden de lo que había de hacer; y como estos correos pasaban forzosamente por Ugíjar, y la mora avisaba a Diego Alguacil de los despachos que llevaban, saliendo a esperar en el camino al postrero en compañía de Diego de Arcos y de otros sus amigos, le mataron y le quitaron la carta que llevaba; y contrahaciéndola Diego de Arcos, que había servido de secretario a Aben Humeya y firmado algunas veces por él, como decía que volviese luego con los turcos a dar sobre Motril, puso que los llevase a Mecina de Bombaron, y que después de tenerlos alojados de manera que no se pudiesen juntar con la gente de la tierra y con cien hombres que llevaba Diego Alguacil, los desarmase y hiciese degollar a todos, y que lo mesmo hiciese de Diego Alguacil después que se hubiese aprovechado dél. Esta carta enviaron luego a Aben Aboo con persona de recaudo; el cual, maravillado de tan gran novedad, entendió que sin duda era verdad lo que se decía que Aben Humeya andaba en tratos para entregar la tierra. Y estando suspenso sin poderse determinar en lo que haría, Diego Alguacil, que había medido el camino y el tiempo, llegó con los cien hombres a su puerta; y hallándole alborotado, le dijo como Aben Humeya le había enviado a mandar que fuese con aquella gente a hallarse en la muerte de los turcos; mas que no pensaba intervenir en semejante crueldad, por ser personas que habían venido a favorecer a los moros y puesto las vidas por su libertad; antes, cansado de servir un hombre ingrato, voluntario, de quien no se podía esperar otra mejor paga, pensaba avisarlos dello para que mirasen por sí. Y estándole diciendo estas palabras, acertó a pasar por delante de la puerta donde estaban Huscein, capitán turco; y como Diego Alguacil quisiese hablarle, Aben Aboo se adelantó porque no le previniese, temiendo que le matarían los turcos, o por ventura queriendo ganar él aquellas gracias; y llamándole a él y a Caracax, su hermano, les mostró la carta; los cuales avisaron luego a Nebel, y a Alí arráez, y a Mahamete arráez, y al Hascen y a otros alcaides turcos; y alborotándose todos entre temor y saña, comenzaron a bravear, cargando las escopetas y diciendo que aquello merecían los que habían dejado sus casas, sus mujeres y sus hijos por venirlos a socorrer; y apenas podía Aben Aboo apaciguarlos, diciéndoles estuviesen seguros porque no se les haría el menor agravio del mundo. Diego Alguacil, viendo los turcos alterados y su negocio bien encaminado, para acreditarle más sacó una yerba que llaman haxiz, que los turcos acostumbran a comer cuando han de pelear, porque los hace borrachos, alegres y soñolientos, y dijo que se la había enviado Aben Humeya para que se la diese estando cenando a los capitanes, porque se adormeciesen y pudiesen matarlos aquella noche. Tratose allí que no convenía que reinase aquel hombre cruel que mataba toda la gente noble, sino que le matasen a él y criasen otro rey. Diego Alguacil decía que lo fuese el Huscein o Caracax; mas ellos, aunque aprobaban en lo de la muerte, no quisieron aceptar la oferta, diciendo que Aluch Alí los había enviado, no a ser reyes, sino a favorecer al rey de los andaluces, y que lo más acertado era poner el gobierno en manos de alguno de los naturales de la tierra que fuese hombre de linaje, de quien se tuviese confianza que procuraría el bien de los moros, mientras venía aprobación del reino de Argel. Esto pareció a todos bien, y sin perder tiempo nombraron a Aben Aboo, harto contra su voluntad, a lo que mostró al principio; mas al fin aceptó el cargo y honra que le daban, con que le prometieron de matar luego a Aben Humeya y de prender todos los alcaides y hombres principales que tenía por amigos, y de no soltarlos hasta que llanamente fuese obedecido. Era Caracax hombre escandaloso y malo, y por muchos delitos que había cometido andaba desterrado de Argel cuando su hermano el Huscein vino con el socorro que trajo el Habaquí; y poniendo luego por obra lo que Aben Aboo pedía, hizo primeramente que todos los que allí estaban le obedeciesen por gobernador de los moros por tres meses, mientras venía aprobación de Argel. Luego se puso en camino la vuelta de Andarax con docientos turcos y otros tantos moros, y con él Aben Aboo y Diego Alguacil, y Diego de Rojas con los cien moros que llevaban. Y llegando a media noche al Láujar, aseguró las guardas con decirles que eran turcos que iban a hablar con el Rey; y dejándolos pasar, llegaron a la posada de Aben Humeya, y haciendo pedazos las puertas, entraron dentro; y hallándole que salía a la puerta con una ballesta armada en la mano, le prendieron. Algunos dicen que estaba acostado durmiendo entre dos mujeres, y que la una era aquella prima de Diego Alguacil, y que ella mesma se abrazó con él hasta que llegaron a prenderle. No sé cómo puede ser esto, porque había sido avisado a prima noche, y tenía dos caballos ensillados y enfrenados para irse, y por no dejar una zambra, en que estuvieron gran rato de la noche, no había   —294→   querido decir nada; y después, cansado de festejar, se había ido a su posada, donde tenía veinte y cuatro escopeteros y más de trecientos moros de guardia al derredor del lugar para caminar antes que amaneciese. Sea como fuere, ninguno de los que con él estaban le acudió la hora que le vieron preso; y atándole las manos con un cordel Aben Aboo y Diego Alguacil, le hicieron luego cargo de sus culpas y le mostraron la carta; y conociendo la firma, dijo que su enemigo la había hecho, y que no era suya, y les protestó de parte de Mahoma y del Gran Turco que no procediesen contra él, sino que le tuviesen preso, porque no eran ellos sus jueces ni tenían autoridad de juzgarle, y que era buen moro y no tenía trato con los cristianos; y envió a llamar al Habaquí para justificar su negocio. Mas la razón tuvo poca fuerza entre aquella gente bárbara indignada y llena de cudicia, porque le saquearon la casa; y metiéndole en un palacio, Diego Alguacil y Diego de Arcos se encerraron con él so color de guardarle, porque no se les fuese; y antes que amaneciese, echándole un cordel a la garganta, le ahogaron, tirando uno de una parte y otro de otra. Dicen que él mesmo se puso el cordel como le hiciese menos mal, concertó la ropa, cubrió la cabeza, y que dijo que iba bien vengado y que era cristiano. Desta manera dio fin aquel desventurado a su desconcertada vida y a su nuevo y temerario estado, en conformidad de moros y de cristianos. Hubo algunos que afirmaron haberle oído decir muchos días antes que le traía desasosegado un sueño que había soñado tres noches arreo, pareciéndole que unos hombres extranjeros le prendían y le entregaban a otros que le ahogaban con su propria toca, y que por esta causa andaba imaginativo y se recelaba de los turcos de donde se puede colegir que el espíritu del hombre en las cosas que teme, el hervor que le eleva a la contemplación dellas le hace pronosticar en futuro parte de su suceso, porque como los cuidados del día hacen que el espíritu entre sueños esté de noche imaginando muchas cosas, que después vemos puestas en efeto por razón de una simpatía natural a que la naturaleza obedece, ansí en futuro la mesma simpatía, que está obediente a las influencias celestiales, hace afirmar, no por fe, sino por temor, parte de lo que se teme. Y no hay duda sino que Aben Humeya tenía entera noticia de los reyes moros a quien los turcos habían favorecido al principio en África para ponerlos en estado; y después los habían ellos mesmos muerto y quedádose con todo lo que les habían ayudado a ganar, y estaba con temor de que harían otro tanto dél. Volviendo pues a nuestra historia, otro día de mañana le sacaron muerto y le enterraron en un muladar con el desprecio que merecían sus maldades; saqueáronle la casa, cobró Diego Alguacil su prima, y los otros alcaides repartieron entre sí las otras mujeres; y dando el gobierno y mando a Aben Aboo con término limitado de tres meses, envió por confirmación de su elección al gobernador de Argel, como a persona que estaba en lugar del Gran Turco. A esto fue Mahamete Ben Daud, de quien al principio desta historia hicimos mención, con un presente de cristianos captivos y de cosas de la tierra; y no mucho después Daud le envió el despacho, y se quedó allá; que no osó volver más a España. De allí adelante se intituló el hereje Muley Abdalá Aben Aboo, rey de los andaluces, y puso en su bandera unas letras que decían: «No pude desear más ni contentarme con menos». Los turcos prendieron todos los alcaides que no querían obedecerle, y hicieron que le diesen obediencia, sino fue Aben Mequenun, hijo de Puertocarrero, que se apartó con cuatrocientos moros en el río de Almería, y a la parte de Almuñécar Gironcillo, llamado por otro nombre el Archidoni. Nombró Aben Aboo por general de los ríos de Almería, Boloduí, Almanzora y sierra de Baza y Filabres y tierra del marquesado del Cenete, a Jerónimo el Maleh; al Xoaybi y al Hascein de Güéjar encargó el partido de Sierra-Nevada, tierra de Vélez, Alpujarra y valle y sierra de Granada, con patentes que les obedeciesen todos los otros capitanes; y dende a poco tiempo despachó al alcaide Hoscein, turco, con segundo presente para el gobernador de Argel y para el mefti de Constantinopla, encargándole que por vía de religión encomendase sus negocios al Gran Turco, para que le mandase dar socorro de gente, armas y municiones mientras bajaba su poderosa armada; y ordenando una milicia ordinaria de cuatro mil tiradores, mandó que los mil dellos asistiesen por su rueda cerca de su persona, los docientos hiciesen cada día guardia, y pusiesen centinelas de noche dentro y fuera del lugar donde se hallase, como personas en quien tenía puesta su confianza y que pensaba gobernarse por su consejo.



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