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ArribaAbajoCapítulo XXXI

Cómo don Diego de Quesada fue a ocupar a Tablate, lugar del valle de Lecrín, y los moros le desbarataron, y la descripción de aquel valle


Llámase valle de Lecrín la quebrada que hace la sierra mayor, tres leguas a poniente de Granada, donde comienza a levantarse la Sierra Nevada. Tiene a poniente la sierra de Manjara, que contina con el río de Alhama; al cierzo la vega de Granada y los llanos del Quempe; al mediodía confina con las Guájaras, que caen en lo de Salobreña, y con tierra de Motril; y a levante con Sierra Nevada y con la taa de Órgiba. Hay en este valle veinte lugares, llamados Padul, Dúrcal, Nigüelas, Acequia, Mondújar, Harat, Alarabat, el Chite, Béznar, Tablate, Lanjarón, Ixbor, Concha, Guzbíjar, Melegix, Mulchas, Restábal, las Albuñuelas, Salares, Lújar, Pinos del Rich o del Valle. Es abundante toda esta tierra de muchas aguas de ríos y de fuentes, y tiene grandes arboledas de olivos y morales y otros árboles frutales, donde cogen los moradores diversidad de frutas tempranas muy buenas, y muchas naranjas, limones, cidras y toda suerte de agro, que llevan a vender a la ciudad de Granada y a otras partes. Los pastos para los ganados son muy buenos, y cogen cantidad de pan de secano y de riego en los lugares bajos, y la cría de la seda es mucha y muy buena. Corren por este valle seis ríos, que proceden de la sierra mayor. El primero hace a la parte de poniente, y llámanle río de las Albuñuelas, porque nace de dos fuentes junto al lugar de las Albuñuelas; el cual pasa cerca de los lugares de Salares y Pinos del Valle, y se va después a juntar con el río de Motril. El segundo nace par del lugar de Melegix, y se va a juntar con el de las Albuñuelas por bajo de Restábal. El tercero nace de la Sierra Nevada, y va a dar   —213→   en una laguna grande que se hace entre los lugares del Padul y Dúrcal, y de allí va a juntarse con el río de las Albuñuelas. El cuarto nace también en la Sierra Nevada, en el paraje del lugar de Acequia, y antes que llegue al lugar se parte en dos brazos, y tomándole en medio, va el uno a dar al lugar del Chite y el otro a Tablate, y de allí al río de las Albuñuelas y al de Motril. El quinto baja también de la Sierra Nevada y va al lugar de Lanjarón, y de allí al río de Motril. Y el sexto, que nace más a levante de la mesma sierra, es el que divide los términos del valle y de la taa de Órgiba, el cual se va a meter en el río de Motril por los lugares de Sortes, Benizalte y Pago, que caen en lo de Órgiba. Los lugares bajos del valle de Lecrín se alzaron el segundo día de Pascua, cuando Abenfarax y los otros monfís que venían de Granada llegaron a Béznar, porque hicieron encreyente a los moriscos que la ciudad y el Alhambra era suya, y que el Albaicín quedaba levantado, y como hubieron robado las iglesias y muerto muchos cristianos de los que vivían en ellos, pasaron a levantar los otros lugares de la Alpujarra; mas los que moraban en el Padul, Dúrcal, Nigüeles, las Albuñuelas y Salares, que son los más cercanos a Granada, no se alzaron por entonces, aunque se fueron muchos dellos a la sierra, que hicieron después harto daño en busca de su perdición. Uno de los lugares alzados fue Tablate, que está puesto cerca de un paso importante, por donde de necesidad se había de ir para pasar a la Alpujarra. Queriendo pues el marqués de Mondéjar tenerle ocupado para cuando fuese menester, mandó a don Diego de Quesada que, con la gente que tenía en Dúrcal y la que le enviaba para aquel efeto, se fuese a poner en Tablate, y que el capitán Lorenzo de Ávila volviese a Granada, y de allí fuese a recoger la gente de las siete villas, porque entendía salir con brevedad a castigar los rebeldes. Luego que llegó esta orden a Dúrcal, don Diego de Quesada, con toda la gente de a pie y de a caballo que allí había, se fue al lugar de Béznar, y hallando las casas solas y la iglesia destruida y quemada, pasó a Tablete, donde halló también las casas solas y los moradores subidos a la sierra. A este lugar llegó la gente muy fatigada, así la gente como los caballos, y como se desmandasen luego por las calles y casas desordenadamente, sin poner centinela a lo largo, y con harto menos recato del que convenía a gente de guerra, los moros, que los estaban mirando desde lo alto de los cerros, vieron buena ocasión para acometerlos, y juntándose muchos dellos, bajaron lo más encubierto que pudieron, y los acometieron impetuosamente en las casas y calles, y mataron y hirieron muchos cristianos. Hubo algunos escuderos que no teniendo tiempo de enfrenar los caballos, que estaban comiendo, se los dejaron y salieron del lugar huyendo a pie; y hicieran los moros mucho más daño, si no fuera por unos soldados que se habían desmandado sin orden a buscar qué robar por aquellos cerros; los cuales, viendo que bajaban de la sierra desde lejos, y sospechando lo que iban a hacer, dieron grandes voces a los nuestros, y les capearon con una capa, para que se pusiesen en arma, y hicieron tanto, hasta que el proprio don Diego de Quesada, que andaba por la plaza del lugar con algún tanto de cuidado más que los otros, oyó las voces, y entendiendo lo que podía ser, hizo tocar a arma a gran priesa, y con la gente que pudo recoger de presto, salió al campo y ordenó un escuadrón, donde guareciesen los que salían huyendo del lugar; y cuando le pareció que convenía, se retiró, y dejó el paso que se le había mandado guardar, teniendo poca confianza en aquella gente tímida, mal plática y poco experimentada que llevaba consigo, y por los lugares de Béznar y de Dúrcal pasó al Padul, yendo siempre escaramuzando con los moros; los cuales le siguieron hasta el barranco de Dúrcal, y de allí se volvieron, no osando pasar adelante, por ser tierra donde era superior la caballería.




ArribaAbajoCapítulo XXXII

De los apercebimientos que el marqués de Mondéjar y la ciudad de Granada hicieron estos días


Con el suceso de Tablate cobraron los rebeldes mayor ánimo; y el marqués de Mondéjar, sabido que don Diego de Quesada se había retirado al Padul sin su orden, envió a mandarle que se viniese a Granada, y en su lugar fueron el capitán Lorenzo de Ávila con la gente de las siete villas, y el capitán Gonzalo de Alcántara, hombre plático, criado en Orán, con cincuenta caballos, y orden que se metiesen en Dúrcal, y procurasen mantener aquel lugar y los otros comarcanos del valle de Lecrín, que aun no se habían alzado, en lealtad, mientras llegaba la gente que se aguardaba de las ciudades de la Andalucía y reino de Granada. Porque viendo que los rebeldes hacían demostración, no sólo de defender sus casas, más aun de ofender a los cristianos en las suyas, y que andaban en la Alpujarra y cerca de Granada con banderas tendidas, levantando los lugares por do pasaban, y no dejando hombre a vida que tuviese nombre de cristiano, quería formar ejército con que poderlos oprimir; y hallándose falto de gente, de artillería y de municiones, y de todas las otras cosas necesarias para ello, porque en Granada no la había, ni menos se podía valer de la gente de guerra que estaba en los presidios de la costa, por ser poca y estar donde era bien menester, había despachado correos a toda diligencia a los grandes y a las ciudades y villas del Andalucía, dándoles aviso del levantamiento, y de cómo quería salir a allanarlo en persona, y la falta con que se hallaba de gente de a pie y de a caballo para poderío hacer, ordenándoles de parte de su majestad que le enviasen el mayor número que pudiesen. Y porque los corregidores y alcaldes mayores tardaban en hacerlo, pareciéndoles que debía de ser lo que otras veces, que habían sido apercebidas las ciudades, y se había vuelto la gente sin ser menester, el Acuerdo había despachado provisiones con grandes penas, mandándoles que con toda diligencia cumpliesen las órdenes del marqués de Mondéjar. El cual mientras se juntaba esta gente dio orden en aprestar vituallas y municiones dentro de la ciudad de Granada y fuera della, y hizo apercebir todas las cosas necesarias para formar un campo; lo cual todo se aprestó y puso a punto desde 26 días del mes de diciembre hasta 2 de enero, no embargante que de presente no había dinero de su majestad de que poderlo hacer, proveyéndose de otras partes lo mejor que pudo; y porque los lugares de la costa estaban faltos de gente y de bastimentos, y no se podían proveer por tierra, escribió a la ciudad de Málaga, y al proveedor Pedro Verdugo, encargándoles   —214→   que con toda brevedad los proveyesen en bergantines y barcos por mar, o como mejor pudiesen. Era corregidor de aquella ciudad y de la de Vélez Francisco Arévalo de Zuazo, caballero del hábito de Santiago, hombre prático por la edad, y muy cuidadoso de las cosas de su cargo; el cual envió luego a Castil de Ferro, donde no había más que el alcaide y dos mozos, a Sanchíznar con veinte hombres y algunos mosquetes; a Salobreña a Diego Barzana con cincuenta tiradores, y a Motril a Diego de Mendoza con otros sesenta; y el proveedor proveyó aquellas plazas y la de Almuñécar, y las que hay hasta Almería, de bastimentos y municiones lo mejor que pudo para reparo de la necesidad presente. También se acordó en el cabildo de Granada que, pues la gente de guerra ordinaria era poca, y el peligro grande y común, sería bien que se armasen todos los vecinos, y se hiciese una milicia dellos, sin reservar a nadie, y que en cada parroquia se nombrase un capitán que arbolase una bandera, a la cual se recogiesen todos los parroquianos, ordenándoles que rondasen y velasen cada noche la ciudad por sus parroquias y cuarteles, y que el cuerpo de guardia se hiciese en las casas de la Audiencia Real por estar cerca de la plaza Nueva, donde había de ser la plaza de armas; lo cual se puso luego por la obra; y porque estaban desarmados los ciudadanos, se buscaron las armas que se pudieron haber, y se las dieron; yen un punto se mudaron todos los oficios y tratos en soldadesca, tanto, que los relatores, secretarios, letrados, procuradores de la Audiencia, entraban con espadas en los estrados, y no dejaban de parescer muy bien en aquella coyuntura. También hicieron los mercaderes ginoveses que moraban en aquella ciudad una compañía de por sí, que en armas y aderezos de sus personas hacia ventaja a las demás. Y desde luego se comenzó la ronda, y se pusieron los cuerpos de guardia y centinelas en las partes y lugares que pareció ser conveniente; y el presidente y oidores mandaron pregonar que todos los vecinos estantes y habitantes en Granada acudiesen a lo que el Corregidor les mandase; aunque esto no duró mucho tiempo, porque su majestad escribió a la Audiencia y al Corregidor agradeciéndoles el cuidado que de la guardia de la ciudad tenían, y mandándoles que obedeciesen al marqués de Mondéjar, su capitán general, y estuviese todo lo de la guerra a su orden; y lo mesmo escribió al cabildo, porque así convenía a su servicio.




ArribaAbajoCapítulo XXXIII

Cómo don Juan Zapata fue con ciento y cincuenta soldados a favorecer el lugar de Guájaras del Fondón, y los moros los mataron


El lugar de Guájaras del Fondón era de don Juan Zapata, vecino de Granada, el cual se hallaba estos días en la villa de Motril; y queriendo asegurar aquellos vecinos que no recibiesen daño de los monfís que andaban levantando la tierra, juntó ciento y cincuenta tiradores de los soldados de la costa, y el jueves 30 días del mes de diciembre, entre las cuatro y las cinco de la tarde, se fue con ellos a su lugar. Los moriscos se alborotaron luego que le vieron venir con aquella gente armada, y rogaron al beneficiado que le dijese como los lugares estaban alborotados y llenos de moriscos forasteros que venídose huyendo de otros lugares, y andaban de mala manera, y que sería bien que se volviese a Motril antes que le sucediese alguna desgracia. El beneficiado fue a hablarle, y con él Gonzalo Tertel, alguacil, y algunos de los regidores del lugar; los cuales le pidieron ahincadamente que le volviese a Motril, porque su estada allí no era para más que acabar de alborotar la tierra; mas él les respondió que aquellos soldados los traía a su costa para defenderlos de los monfís, si acudiesen por allí a hacerles daño, y que era menester que los pagasen y les diesen de comer, y que le trajesen luego docientos ducados, y pan y vino y carne a la iglesia, donde se recogerían, porque no quería que diesen pesadumbre en las casas. Y como le replicasen que no había orden de cumplir nada de lo que pedía, por estar la tierra de la manera que veía, los amenazó que si no le daban lo que pedía, saquearía las casas donde se habían recogido los moriscos forasteros, y podría ser que a las vueltas fuesen las haciendas de los vecinos. Con esta respuesta se volvieron los moriscos al lugar, quedándose con él el beneficiado, el cual le importunó mucho que se fuese antes que anocheciese, porque había diez moros para cada cristiano, y podría ser que le hiciesen daño. Y viendo que no aprovechaban los ruegos ni temores que le ponía, le dejó, y se fue al lugar de Guájar la alta, donde tenía su casa; que no quiso quedarse con él aquella noche, por mucho que se lo rogó. Los moros pues, indignados de ver la respuesta que don Juan Zapata les había dado, determinaron de matarle a él y a los soldados que traía consigo, y para esto juntaron toda la gente armada, y caminaron la vuelta de la iglesia. El alguacil tomó consigo al beneficiado y a su gente, porque no los matasen, y los encerró en un aposento de su casa debajo de llave, y con ellos otros cristianos del lugar. Lo primero que hicieron los moros fue tomar las puertas de la iglesia, para que los cristianos, que inconsideradamente se habían metido dentro, no pudiesen salir a pelear; y haciendo traer muchas haces de leña, cañas y tascos untados con aceite, le pusieron fuego a hora que anochecía. Los soldados viéndose cercados de llamas, quisieran salir al campo, mas los arcabuceros y ballesteros que estaban puestos delante de las puertas, y el grandísimo fuego que ardía alderredor, se lo defendía; y si algunos atrevidos se aventuraron, fueron luego muertos. Creciendo pues la llama por todas partes, los techos de la iglesia se encendieron, y se fueron quemando hasta que vinieron abajo, y cayendo tierra, tejas, ladrillos y maderos quemados encima dellos, perecieron todos de diferentes muertes: unos ahogados de humo y del polvo, otros aporreados, otros abrasados entre llamas; por manera que en el espacio de una hora perecieron todos, excepto tres que tuvieron lugar de poderse descabullir. Don Juan Zapata fue muerto queriendo hacer camino a los demás para que saliesen a pelear, y con él algunos animosos soldados que le siguieron. Este infelice caso estuvieron mirando el beneficiado y los cristianos que estaban con él en casa de Gonzalo Tertel desde una ventana, bien temerosos de que irían luego los moros a hacer otro tanto dellos; mas el morisco les acudió, y los aseguró dende a tres días con enviarlos a Motril acompañados de cincuenta moriscos sus amigos, que los llevaron hasta cerca de aquella villa, donde entraron   —215→   salvos y seguros con los bienes muebles que pudieron llevar; y no solamente hicieron esta buena obra; pero antes desto, viendo la determinación de los moros y el peligro en que estaba don Juan Zapata, envió a gran priesa un morisco al marqués de Mondéjar, avisándole de lo que pasaba para que proveyese con tiempo de algún socorro, antes que se perdiese; el cual envió luego a mandar al capitán Lorenzo de Ávila, que estaba alojado en Dúrcal, que fuese a socorrerle con quinientos arcabuceros. Y partiendo otro día a hacer el socorro, cuando llegó a una venta que está en la cuesta que llaman de la Cebada, donde se aparta el camino que va de Granada a Motril, supo como eran perdidos todos los cristianos, y se volvió sin hacer efeto a su alojamiento.




ArribaAbajoCapítulo XXXIV

Cómo los moros quisieron alzar los lugares del río de Almanzora, y la causa porque no se alzaron


Luego que se levantó el lugar de Gérgal, el Gorri envió a dar aviso a los lugares del río de Almanzora de como la tierra estaba toda levantada, para que hiciesen ellos lo mesmo, apercibiéndoles que si luego no lo hacían, iría sobre ellos y los destruiría. Andando pues las espías que había enviado persuadiendo a los moriscos a rebelión, el viernes, postrero día del mes de diciembre, aquella mesma noche acertó a venir allí Diego Ramírez de Rojas, alcaide de Almuña, que con el alboroto de la Alpujarra había ido a llevar su mujer y familia a la villa de Oria; y llegando cerca del lugar, encontró con unos cristianos que por aviso de ciertos moriscos sus amigos se iban a guarecer en la misma fortaleza; de los cuales supo como habían llegado moros de Gérgal y de otras partes a levantar la tierra por mandado del Gorri, y aunque le rogaron que no pasase adelante por el peligro que había, no lo quiso hacer. Y prosiguiendo su camino, entró en Almuña antes que amaneciese; y sin apearse del caballo se fue derecho a la plaza, y dando voces de industria para que le oyesen los vecinos, llamó al tendero, que tenía cargo de vender pan amasado, y le preguntó la cantidad de harina que tenía en casa; y como le respondiese que era muy poca, le dijo que fuese luego a su casa y le daría veinte hanegas, y que las amasase, porque eran menester para provisión del campo del marqués de los Vélez, que llegaba aquel mesmo día al río con más de quince mil hombres; y apeándose en su posada, tomó luego tinta y papel, y delante de los moriscos del lugar escribió cuatro cartas a los concejos de Bacares, Serón, Tíjola y Purchena, avisándoles que tuviesen prevenidos muchos bastimentos para aquel efeto, y se las envió con cuatro moriscos. Luego se publicó la nueva por todos los lugares del río y sierras de Baza, de como el marqués de los Vélez entraba poderoso por aquella parte; y los moros que el Gorri había enviado, teniéndola por cierta, dieron vuelta hacia la Alpujarra, echando ahumadas por las sierras, y algunos dellos llegaron a Gérgal y lo dijeron a Puerto Carrero; el cual, no se teniendo por seguro en aquel castillo, lo desamparó, y se fijé con toda la gente a la taa de Marchena. Este ardid de Diego Ramírez de Rojas, intentado con tanta determinación, fue causa de que los moriscos de aquellos lugares dejasen de alzarse por entonces. Y no les engañó en lo que les dijo, porque el miércoles víspera de la fiesta de los Reyes llegó el marqués de los Vélez al lugar de Olula con tres mil infantes y trescientos caballos; y de allí pasó a dar calor a lo de Almería, y se alojó en Tavernas; por manera que si el alcaide acrecentó el número de la gente, no dejó de decirles verdad en cuanto a su venida.




ArribaAbajoCapítulo XXXV

Que trata de la descripción de Marbella y su tierra, y cómo los moriscos del lugar de Istán se alzaron


Está la ciudad de Marbella puesta en la costa del mar Mediterráneo iberio, cercada de muros y torres con un castillo antiguo: su sitio es en tierra llana; tiene ochocientas casas de población. Llamose antiguamente Marbilli, y los moros no le mudaron el nombre. Sus términos son todos de sierras ásperas y muy fragosas: sola una campiña llana tiene delante, que se extiende cuatro leguas hacia poniente, donde hacen sus simenteras los vecinos y los de los otros lugares de su tierra. Son las sierras, aunque ásperas, abundantes de viñas y de arboledas de morales, castaños, nogales y de otros árboles desta suerte, y de mucha yerba para los ganados. La granjería principal desta tierra es la de la pasa y del vino que van a cargar cada año en aquel puerto los navíos que vienen de Flandes, de Bretaña y de Inglaterra, y la cría de la seda. Solía haber en tiempo de moros muchos lugares de su jurisdición metidos entre aquellos valles, la mayor parte de los cuales despobló Narváez, alcaide de Gibraltar, en tiempo de guerra, llevándose los moradores captivos; y otros se despoblaron para irse después a Berbería, habiendo los Reyes Católicos ganado el reino de Granada. Solos cinco lugares han quedado en pie, que son Hojen, Istán, Daidin, Benahaduz y Estepona. Tiene Marbella a poniente la ciudad de Gibraltar, al mediodía la mar, a levante la ciudad de Málaga, y al cierzo la de Ronda. En los términos de Marbella tiene principio la Sierra Bermeja, la cual prosigue hacia poniente por la tierra de Ronda más de seis leguas, hasta los postreros lugares del Havaral o Garbia, llamados Casares y Gausin, yendo siempre apartada una legua, poco más o menos de la mar. Solo un río atraviesa por la tierra de Marbella, que es el río Verde, tan celebrado por una notable rota que allí hubo nuestra gente; el cual nace cuatro leguas de la mar en otra sierra alta que le cae al cierzo, llamada Sierra Blanquilla, del cual y de otros que nacen en ella haremos mención cuando tratemos de la descripción de la ciudad de Ronda. Este río baja por unos valles muy hondos, y sale a las huertas de Istán; y dejando el lugar a la mano izquierda, y la sierra de Arboto, principio de Sierra Bermeja, a la derecha, se mete en la mar una legua a poniente de Marbella.

Istán fue siempre lugar rico, y en este tiempo lo era más que otro ninguno de aquella comarca. Levantose el día de año nuevo, y la causa del levantamiento fue un morisco vecino de allí, llamado Francisco Pacheco Manxuz. Este había estado seis meses pleiteando en la chancillería de Granada sobre la libertad de un sobrino suyo; y entendiendo la determinación de los del Albaicín por comunicación de Farax Aben Farax y de otros, se había ofrecido a hacer que se levantasen los moriscos de los lugares de Sierra Bermeja, y el solene   —216→   traidor le había dado orden por escrito de lo que había de hacer, y patente de capitán de su partido. Con estos recaudos llegó el Manxuz a Istán muy ufano, y dando a entender a los vecinos del lugar, que todos eran moriscos, que Granada y todo el reino se alzaba, y que el negocio de los moros iba próspero, los movió a rebelión, confiados en la sierra de Arboto, sitio fuerte por su aspereza, donde se pensaban recoger; y para que los ganados y bagajes pudiesen subir arriba cuando fuese menester, les hizo desmontar y abrir las antiguas veredas, que de no usadas, estaban ya cerradas de monte y deshechas. Estando pues los vecinos movidos por las persuasiones de aquel mal hombre, a 31 días del mes de diciembre llegaron sesenta monfís que enviaba Farax Aben Farax para dar calor a su traición; los cuales, confirmando lo que el Manxuz les había dicho, hicieron que se levantasen luego, solicitándolos de uno en uno aquella noche, de manera que cuando fue de día estaban todos fuera del lugar; que no quedaron dentro sino solos dos moriscos, llamados Pedro de Rojas Huzmín y Lorenzo Alazarac, que no quisieron irse con ellos. Era beneficiado deste lugar el bachiller Pedro de Escalante, el cual había poco que estaba en él; y por no tener casa propria, moraba en una torre antigua de tiempo de moros, que estaba hecha a manera de fortaleza; y queriéndole prender los moriscos al tiempo que se alzaban para matarle, fue uno dellos a llamarle muy de priesa, diciendo que saliese a confesar una morisca que se estaba muriendo; el cual receló de salir, no porque sospechase la maldad del rebelión, como nos lo dijo después, sino por ser de noche y no morar en el lugar otro cristiano más que él; y respondiendo al que le llamaba que esperase hasta que amaneciese, y que no se moriría tan presto la mujer, que no tuviese lugar para confesar de día, dende a un rato volvieron con otro recaudo, y le dijeron que por amor de Dios abriese la puerta de la torre, porque la gente de Marbella venía a matarlos y querían meter las doncellas dentro; y tampoco le pudieron engañar. No mucho después llegaron a una ventana del aposento donde dormía los dos moriscos que dijimos que habían quedado en el higar, y le rogaron que los dejase entrar dentro, porque todos los vecinos iban huyendo al campo y no querían ir con ellos; mas no por eso se quiso fiar hasta que fue de día claro, y entonces llegó un cristiano sastre que acaso se halló allí aquella noche y había sentido el alboroto de la gente cuando se iban, y juntándose con él, fueron hacia la iglesia para entender qué novedad era aquella; y encontrando en el camino a Huzmín y a su mujer, que todavía iban a recogerse a la torre, estando hablando con ellos, vieron un golpe de mancebos armados de ballestas y arcabuces, que venían a atajarles la calle por donde iban, uno de los cuales encaró el arcabuz contra el beneficiado, y no le saliendo, tuvo lugar de meterse de presto con su compañero en la casa de Huzmín; y apenas habían cerrado la puerta y echado una aldaba recia que tenía, cuando los herejes estaban ya dando golpes para romperla diciendo a grandes voces: «Sal fuera, perro alfaquí». Entonces dijo el Huzmin al beneficiado que mirase por sí, porque le querían matar; el cual arrojó la ropa y la vaina de la espada que llevaba por bordón, y ayudándoles el morisco, subieron él y el sastre por una pared arriba, y pasando por los terrados de otras casas, quisieron tomar una puerta que salía al barrio de la torre; y viendo que los moros la tenían ya tomada con temor de la muerte se metieron en una caballeriza. No se descuidó Huzmin en ayudarles todo lo que pudo para que se salvasen, y cuando vio apartados de la puerta los que la querían derribar, buscando los dos cristianos, fue a ellos, y los bajó por la mesma pared donde habían subido, y abriéndoles la puerta, les dijo que no convenía parar en el lugar, porque los matarían; los cuales no fueron perezosos en tomar el campo, saltando vallados y peñas, como si fueran por tierra llana, por los bancales de las huertas abajo, hasta que tomaron la sierra que está entre el lugar y Marbella. Allí los devisaron los mancebos gandules, y saliendo una cuadrilla tras dellos, los siguieron más de una legua; mas no los pudieron alcanzar, porque los unos iban huyendo y los otros corriendo. Llegaron a la ciudad dos horas antes de mediodía faltos de aliento y llenos de sudor y de rascuños, que aún hasta entonces no habían sentido, de las zarzas y espinos que habían atropellado. El beneficiado fue el primero que llegó y dio rebato, diciendo que los moriscos de Istán se habían alzado y querídole matar; y a penas había quien lo creyese: tanto era el crédito que los ciudadanos tenían de la gente de aquel lugar, por ser rica, que no podían persuadirse a que se hubiesen querido perder; y ansí había muchos que le consolaban con decir que debían de haberle tomado entre puertas con alguna mujer. Había dejado el beneficiado en la torre una sobrina doncella que tenía consigo, llamada Juana de Escalante, y una moza de servicio; mientras él iba huyendo, los moros hallando la puerta abierta, como él la había dejado, entraron dentro, y robando trigo y aceite y otras cosas que había en la primera bóveda, prendieron la moza, que acertó a hallarse abajo; la cual comenzó a llorar y les rogó que la dejasen subir arriba con su señora. Tenía la torre una escalera angosta, alta y muy derecha, y la sobrina del beneficiado, que veía el peligro en que estaba, había puesto en el postrer escalón una gran piedra, y junto a ella otras muchas que acertó a haber en el sobrado alto para una obra que se había de hacer en él; y como tuvo la moza consigo, determinó de no dejar subir a nadie arriba. Los hombres cargaron del despojo y salieron de la bóveda; y como unos mozuelos quisiesen ir donde ellas estaban, poniéndose en defensa, echó a rodar la piedra por la escalera abajo, y matando al uno, los otros dieron a huir. La doncella pues, que vio la torre desocupada, sin perder tiempo bajó a gran priesa, y cerrando la puerta, la atrancó con una fuerte viga y tornó a subirse arriba. No tardaron mucho los moros en volverá llevarlas a ella y a su compañera, y hallando la puerta cerrada, quisieron derribarla con un vaivén; mas defendióselo animosamente la doncella, como lo pudiera hacer cualquier esforzado varón, arrojándoles gruesas piedras por el ladrón y por encima del muro, con que los tuvo arredrados y descalabró algunos dellos; y aunque le dieron una saetada, que le atravesó un brazo por junto al hombro, no dejó de pelear ni se paró a sacar la saeta en más de tres horas que duró la pelea, deshaciendo las paredes para sacar piedras que poder tirar cuando hubo gastado las que había sueltas. A este tiempo llegó Bartolomé Serrano,   —217→   alférez de la compañía de caballos de don Gómez Hurtado de Mendoza, capitán de la gente de guerra de Marbella, que había salido al rebato con treinta escuderos y trecientos infantes; y siendo ya dos horas después de mediodía, halló los moros combatiendo la torre, y escaramuzando con ellos, los retiró, mas no los pudo romper, porque se subieron a unas peñas que están entre el lugar y el río, donde no podían hacer efeto los caballos; y habido su acuerdo, se volvió aquella noche a Marbella, llevando la doncella y la moza consigo, y dejando la tierra alzada.




ArribaAbajoCapítulo XXXVI

Cómo las ciudades de Ronda, Marbella y Málaga acudieron luego contra los alzados, y de las prevenciones que Málaga hizo en sus lugares


El domingo 2 días del mes de enero se juntaron en Marbella al pie de tres mil hombres, y habiendo enviado aviso a las ciudades de Ronda y Málaga como la los moriscos e habían alzado, volvieron en su demanda; los cuales no se teniendo por seguros en las peñas donde se habían retirado aquella mañana, habían subídose a la sierra por las veredas que tenían abiertas, llevando los ganados y los bagajes cargados por delante, y se iban a meter en el fuerte de Arboto, que está al norte del río Verde, una legua de Istán. Nuestra gente no pudo tampoco acometerlos este día, por la aspereza y fragosidad de la sierra donde estaban metidos, y tornando por el río abajo camino de Ronda, fueron a poner su campo en el proprio lugar de Arboto, que, estaba despoblado, al pie de Sierra Bermeja, donde llegó otro día el licenciado Antonio García de Montalvo, corregidor de Ronda y Marbella, con más de cuatro mil hombres; y por discordia que hubo entre él y don Gómez Hurtado de Mendoza, a cuyo cargo venía la gente de Marbella, no acometieron aquel día a los alzados, dejándolo para el martes siguiente. Los moros no osaron aguardar, y desamparando bien de mañana el fuerte, huyeron todos, hombres y mujeres, dejando puesto fuego a las barracas y a los bastimentos que tenían dentro. No gozaron desta caza los que la levantaron, porque fueron a dar en manos de otra gente que iba de Monda, Guaro, Telex, Cazarabonela, Teba, Hardales, Campillo, Alora, Coin, Cartama y Alhaurín a juntarse con ellos, y encontrando las mujeres, niños y viejos, que iban derramados huyendo por aquellas sierras, los captivaron a todos, y solamente se les fueron los hombres sueltos y libres de embarazo.

Luego que sucedió el levantamiento de Istán, la ciudad de Málaga, confiando poco en los moriscos de su hoya, ordenó que los cristianos de Coin se metiesen en Monda, los de Alora en Tolox, por ser lugares sospechosos, para que no los dejasen alzar, y que ocupasen dos casas fuertes que el marqués de Villena, cuyas son aquellas villas, tenía en ellas; avisó a don Cristóbal de Córdoba, alcaide de Cazarabonela, que fuese a meterse en su fortaleza, por ser aquel paso importante y estar maltratada, y la ciudad la hizo reparar luego, y le dio ciento y cincuenta soldados que tuviese en la villa; y como no fuesen allí menester, por estar aquellos moriscos pacíficos, los enviaron después a Yunquera, donde hicieron una desorden muy grande, que saquearon la villa, y captivaron todas las mujeres moriscas; y trayéndolas la vuelta de Alozaina, en las cuestas que dicen de Jorol, encontró con ellos Gabriel Alcalde de Gozón, vecino de Cazarabonela, que andaba asegurando la tierra con cincuenta arcabuceros por mandado de Arévalo de Zuazo, y se las quitó y prendió algunos soldados, que fueron castigados. A la torre de Guaro, que está junto a Monda, fue Gaspar Bernal con cien hombres; y haciendo reparar la fortaleza de Almoxía, mandó que se metiesen dentro los cristianos vecinos del lugar, avisó a los alcaides de las fortalezas de Alora, Alozaina y Cartama, que estuviesen apercebidos, y que los vecinos de aquellas villas las velasen y rondasen por su rueda. El marqués de Comares envió una compañía de infantería y veinte y cinco caballos a la fortaleza de Comares, con que la aseguró, porque aquella villa estaba toda poblada de moriscos; y habiendo puesto los ojos en ella los alzados, tenían hecho trato con ellos para ocuparla, según lo que después se supo. Con estas prevenciones se aseguró aquella tierra, y los de Istán, dejando captivas las mujeres y los hijos, y juntándose con otros que venían huyendo de tierra de Ronda y de la hoya de Málaga, quedaron hechos montaraces por aquellas sierras. Volvamos a lo que en este tiempo se hacía a la parte de levante.




ArribaAbajoCapítulo XXXVII

Cómo los moriscos de los lugares del marquesado del Cenete se alzaron, y la descripción de aquella tierra


El marquesado del Cenete está en la falda de la Sierra Nevada que mira hacia el cierzo; a la parte de mediodía Alpujarra; y por todas las otras tiene los términos de la ciudad de Guadix. Es tierra abundante de aguas de fuentes caudalosas que bajan de las sierras. Atraviesa por ella el río que después pasa por junto a la ciudad de Guadix, y por eso le llaman río de Guadix; aunque más verisímil es haber dado el río nombre a la ciudad, porque Gued Aix, como le llaman los moros, quiere decir río de la Vida. Hay en él nueve lugares, llamados Dólar, Ferreira, Guevíjar, el Deyre, Lanteira, Jériz, Alcázar, Alquif y la Calahorra. Los moradores dellos eran todos moriscos, gente rica y muy regalada de los marqueses del Cenete, cuyo es aquel estado; vivían descansadamente de sus labores y de la cría de la seda y del ganado, porque tienen muchas y muy buenas tierras, pastos y arboledas en la sierra y en lo llano, donde poder sembrar y criarlos. La nueva de como los moriscos de la Alpujarra se levantaban, y del daño que hacían en los cristianos y en las iglesias, llegó a la Calahorra el primero día de Pascua de Navidad; y el alcalde Molina de Mosquera, que estaba entonces en aquel lugar procediendo contra los monfís, como queda dicho, se subió luego a la fortaleza con su mujer, que tenía consigo, y con sus criados y veinte arcabuceros que llevaba para guarda de su persona y ejecución de la justicia, y metió dentro sesenta monfís moriscos que tenía presos, haciéndolos encarcelar en unas bóvedas del castillo, porque no se tuvo por seguro con ellos donde estaba. De todo esto holgó el gobernador del estado, llamado Juan de la Torre, vecino de Granada, porque entendió que estaría la fortaleza más a recaudo con la presencia del alcalde, y sería mejor socorrida si se viese en aprieto; y cada uno por su parte escribieron   —218→   luego a las ciudades de Guadix y Baza, avisando rebelión y del peligro en que estaban aquella fortaleza y la de Fiñana, pata que les enviasen gente de guerra que se metiese dentro y las asegurase. Ordenaron a los concejos de los lugares del Cenete que les proveyesen de leña y bastimentos, y que los cristianos que moraban en ellos se recogiesen a la fortaleza con sus mujeres y hijos. Los vecinos del Deyre, temiendo que si venía mayor número de gente de la Alpujarra, levantarían los lugares por fuerza, acudieron al Gobernador, y le pidieron docientos soldados, y que ellos los pagarían a su costa para que los defendiesen, por estar desarmados. El cual, como no los tenía, ni orden como podérselos dar, procuró asegurarlos con buenas palabras, amonestándoles que fuesen leales, y ofreciéndoles que cuando fuese menester socorrerlos les acudiría con la gente de Guadix; y para que estuviesen más seguros, les mandó que recogiesen las mujeres y los niños en la fortaleza, los cuales holgaron dello; y lo mesmo hicieron los de la Calahorra, y hicieran después todos los demás lugares, si pudieran caber dentro, porque fueron grandes los robos y malos tratamientos que la gente de Guadix les hacían, so color de irlos a favorecer, y los moros de la Alpujarra porque se alzasen. Finalmente, siendo mal defendidos, el día de año nuevo envió el Gorri gente de la Alpujarra con orden que los alzasen, y si no se quisiesen alzar, los robasen y matasen. Y llegando a Guevíjar y a Dólar a tiempo que la mayor parte de los vecinos andaban en el campo en sus labores, alzaron aquellos lugares, y luego los de Jériz, Lanteira, Alquif y Ferreira; y a los del Deyre no hicieron fuerza, por tener las mujeres en la fortaleza; mas ellos se dieron buena maña para sacarlas de allí; porque, como viesen que todo iba ya de rota batida, tomaron por intercesor al alcalde Molina de Mosquera para con el Gobernador, que no quería dárselas, diciendo que mientras allí estuviesen no se alzarían sus maridos y padres. El cual le porfió tanto que se las hubo de entregar, y juntamente con este yerro, que fue muy grande, se hizo otro de mayor importancia para el desasosiego de aquellos lugares, y fue que el Gobernador, temiendo que los sesenta monfís que estaban presos en las bóvedas de la fortaleza podrían alzarse una noche con ella, por no tener la guardia que convenía, requirió al alcalde Molina de Mosquera que los sacase de allí, y los enviase a la cárcel de Guadix o a otra parte. El cual los mandó bajar al lugar y meter en una casa al parecer fuerte, de donde, después los sacaron los alzados cuando cercaron aquella fortaleza; y viéndose en libertad usaron éstos de grandísimas crueldades contra los cristianos que pudieron haber a las manos, en venganza de su injuria; que por tal tenían aquella prisión y el tratamiento que se les había hecho.




ArribaAbajoCapítulo XXXVIII

Cómo los moros alzados acabaron de levantar los lugares del río de Almería, y se juntaron en Benahaduz para ir a cercar la ciudad


Luego que la taa de Marchena se alzó, los moros alzados de aquella comarca, habiendo levantado los lugares altos del río de Almería, comenzaron a juntarse para ir a cercar la ciudad, no les pareciendo dificultoso ganarla, por la falta de gente, de bastimentos y de municiones de guerra que sabían que había dentro. Teníase aviso por momentos en Almería de lo que los alzados hacían y del desasosiego con que andaban los que no se habían aún declarado, porque demás de su poco secreto, como había en la ciudad más de seiscientas casas de moriscos, iban y venían cada hora con seguridad a las alcarías y sierras, so color de entender el estado en que estaban sus cosas, y traían avisos ciertos; y aun los mesmos alzados, como hombres bárbaros de poco saber, que no les cabía el secreto en los pechos ocupados de ira, enviaban soberbiamente recaudos para poner miedo a los cristianos, acrecentando las cosas de su vanidad y poco fundamento. Un morisco que venía de Guécija dijo un día a don García de Villarroel públicamente como Brahem el Cacis, capitán de aquel partido, se le encomendaba y decía que el día de año nuevo se vería con él en la plaza de Almería, donde pensaba poner sus banderas; que tomase su consejo y diese la ciudad a los moros, pues no les quedaba otra cosa por ganar en el reino de Granada, y excusaría las muertes y incendios que se esperaban entrándola por fuerza de armas. Otro le trajo una carta del alguacil de Tavernas, llamado Francisco López, en que cautelosamente le decía cómo se iba a recoger en aquella ciudad con la gente de su lugar y de otros que, como buenos cristianos fieles al servicio de su majestad, querían abrigarse debajo de su amparo, y que por venir su mujer en días de parir, se deternía tres o cuatro días en los baños de Alhamilla. Mas luego se entendió el engaño deste mal hombre por aviso de una espía, que certificó ser mucha la gente que traía consigo, y que venía entreteniéndose mientras se juntaban los moros de Gérgal, Guécija, Boloduí y de la sierra de Níjar para ir luego a cercar la ciudad. Estos y otros avisos tenían a los ciudadanos con cuidado; fatigábales la falta de pan, aunque tenían carne, y mucho más la de las municiones y pertrechos; y con todo eso, ayudados de la gente de guerra, hacían sus velas y rondas ordinarias y extraordinarias, y salían cada día a dar vista a los lugares comarcanos, así para proveerse, como para mantenerlos en lealtad, o a lo menos entretenerlos que no se alzasen de golpe. Sucedió pues que el día de a lo nuevo, habiendo salido don García de Villarroel con algunos caballos y peones a correr los lugares del río, llegan no cerca del lugar de Gádor, vieron andar los moriscos fuera dél apartados por los cerros, que no querían llegarse a los cristianos como otras veces; y como se entendiese que andaban alzados, quisiera don García de Villarroel hacerles algún castigo, si no se lo estorbaran los moros de Guécija, que a un tiempo asomaron por unos cerros con once banderas, y se fueron a meter en el lugar. El cual, desconfiado de poder hacer el castigo que pensaba, se volvió a poner cobro en la ciudad, temeroso de algún cerco que la pusiese en aprieto, porque veía que había dentro de los muros al pie de mil moriscos que podían tomar armas, y de quien se podía tener poca confianza; que los cristianos útiles para pelear no llegaban a seiscientos, y esos mal armados; y que dé necesidad se habían de juntar muchos moros, y teniendo tan largo espacio de muros rotos y aportillados por muchas partes que defender, de fuerza habían de poner la ciudad en peligro.

Vuelto pues don García de Villarroel a Almería, los alzados se alojaron aquella noche en Gádor, y otro día de   —219→   mañana se bajaron el río abajo, y se fueron a poner una legua de la ciudad en el cerro que dicen de Benahaduz, donde traían acordado de juntarse; y como nuestros corredores de a caballo, que andaban de ordinario en el río, avisasen dello, hubo muchos pareceres en la ciudad sobre lo que se debía hacer. Unos decían que se atendiese solamente a la defensa de los muros mientras venía socorro de gente, pues la que había en la ciudad era poca para dividirse; y otros, con más animosa determinación, querían que se fuese a dar sobre los enemigos, que estaban en Benahaduz, para desbaratarlos antes que se juntasen con ellos los demás, afirmando que solo en esto consistía su bien y libertad. Finalmente se tomó resolución en que don García de Villarroel con algunos caballos y infantes fuese a reconocerlos, y a ver el sitio donde estaban puestos, y el acometimiento que se les podría hacer; y con esto se fue la gente a sus posadas aquella noche, donde los dejaremos hasta su tiempo.




ArribaAbajoCapítulo XXXIX

Cómo los lugares de las Albuñuelas y Salares se alzaron


Las Albuñuelas y Salares son dos lugares muy cercanos el uno del otro en el valle de Lecrín, y habían dejado de alzarse cuando la elección de Aben Humeya en Béznar, por consejo de un morisco de buen entendimiento, llamado Bartolomé de Santa María, a quien tenían mucho respeto, el cual, siendo alguacil de las Albuñuelas, los había entretenido con buenas razones diciéndoles que escarmentasen en cabezas ajenas, y considerasen en lo que habían parado las rebeliones pasadas, el poco fundamento que tenían contra un príncipe tan poderoso, y lo mucho que aventuraban perder, la poca confianza que se podía tener de los socorros de Berbería, y el gran riesgo de sus personas y haciendas en que se ponían y como después vio que la gente andaba desasosegada, que los lugares se henchían de moros forasteros de los alzados de tierra de Salobreña y Motril, que crecían cada día los malos y escandalosos, y que no era parte para estorbarles su determinación precipitosa, porque iba todo de mala manera, llamando al bachiller Ojeda, su beneficiado, que aun hasta entonces no se había ido del lugar, le dijo que recogiese los cristianos que pudiese y se fuese a poner en cobro, si no quería que le matasen los monfís, certificándole que si lo habían dejado de hacer, había sido por tenerle a él respeto, sabiendo que era su amigo; y porque pudiese irse con seguridad y los monfís no le ofendiesen en el camino, le dio cincuenta hombres, que le acompañaron dos leguas hasta el lugar de Padul, donde le dejaron en salvo el día de año nuevo. No fue poco venturoso el beneficiado en tener tal amigo; porque dentro de dos días, sobrepujando la maldad, se alzaron aquellos lugares, y en señal de libertad, aunque vana, sacaron los vecinos de las Albuñuelas una bandera antigua, que tenían guardada como reliquia de tiempo de moros, y arbolándola con otras siete banderas que tenían hechas secretamente para aquel efeto, de tafetán y lienzo labrado, se recogieron a ellas todos los mancebos escandalosos, y lo primero que hicieron fue destruir y robar la iglesia y todas las cosas sagradas. Luego robaron las casas del beneficiado y de los otros cristianos, y dejando las suyas yermas y desamparadas, por no se osar asegurar en ellas, se subieron a las sierras con sus mujeres y hijos y ganados. No les faltó aun en este tiempo el alguacil Santa María con su buen consejo, el cual viendo idos la mayor parte de los monfís, persuadió al pueblo a que se volviesen a sus casas y procurasen desculparse con los ministros de su majestad, diciendo que los malos les habían hecho que se alzasen por fuerza y contra su voluntad, y que desta manera podrían aguardar hasta ver en qué paraban sus cosas, y tomar después el partido que mejor les estuviese, como adelante lo hicieron. Vamos agora a lo que el marqués de Mondéjar hacía en este tiempo.






ArribaAbajoLibro quinto


ArribaAbajoCapítulo I

Cómo el marqués de Mondéjar formó su campo contra los rebeldes


Estaban en este tiempo los ciudadanos de Granada confusos y muy turbados, casi arrepentidos del deseo que habían tenido de ver levantados los moriscos, por las nuevas que cada hora venían de las muertes, robos e incendios que inician por toda la tierra; y cansados los juicios con estos cuidados, perdida algún tanto la cudicia, solamente pensaban en la venganza. El marqués de Mondéjar daba priesa a las ciudades que le enviasen gente para salir en campaña, porque en la ciudad no había tanta que bastase para llevar y dejar, certificándoles que de su tardanza podrían resultar grandes inconvenientes y daños, si los rebelados, que estaban hechos señores de la Alpujarra y Valle, lo viniesen también a ser de los lugares de la Vega, por no haber cantidad de gente con que poderlos oprimir, antes que sus fuerzas fuesen creciendo con la maldad. Habiendo pues llegado las compañías de caballos y de infantería de las ciudades de Loja, Alhama, Alcalá la Real, Jaén y Antequera, y pareciéndole tener ya número suficiente con que poder salir de Granada, partió de aquella ciudad lunes a 3 días del mes de enero del año de 1569, dejando a cargo del conde de Tendilla, su hijo, el gobierno de las cosas de la guerra y la provisión del campo; y aquella tarde caminó dos leguas pequeñas, y fue al lugar de Alhendín, donde se alojó aquella noche, y recogiendo la gente que estaba alojada en Otura y en otros lugares de la Vega, la mañana del siguiente día caminó la vuelta del Padul, primer lugar del valle de Lecrín, pensando rehacer allí su campo. Llevaba dos mil infantes y cuatrocientos caballos, gente lúcida y bien armada, aunque nueva y poco disciplinada. Acompañábanle don Alonso de Cárdenas, su yerno, que hoy es conde de la Puebla, don Francisco de Mendoza, su hijo, don Luis de Córdoba, don Alonso de Granada Venegas, don Juan de Villarroel, y otros caballeros y veinte y cuatros,   —220→   y Antonio Moreno y Hernando de Oruña, a quien su majestad había mandado que asistiesen cerca de su persona por la prática y experiencia que tenían de las cosas de guerra, y otros muchos capitanes y alféreces, soldados viejos entretenidos con sueldo ordinario por sus servicios. De Jaén iba don Pedro Ponce por capitán de caballos, y Valentín de Quirós con la infantería. De Antequera Álvaro de Isla, corregidor de aquella ciudad, y Gabriel de Treviñón, su alguacil mayor, con otras dos compañías. Capitán de la gente de Loja era Juan de la Ribera, regidor; de la de Alhama, Hernán Carrillo de Cuenca, y de Alcalá la Real, Diego de Aranda. Iba también cantidad de gente noble popular de la ciudad de Granada y su tierra, y las lanzas ordinarias, cuyos tenientes eran Gonzalo Chacón y Diego de Leiva y la mayor y mejor parte de los arcabuceros de la ciudad, cuyos capitanes eran Luis Maldonado, y Gaspar Maldonado de Salazar, su hermano. Con toda esta gente llegó el marqués de Mondéjar aquella noche al lugar del Padul, y antes de entrar en él salieron los moriscos más principales a suplicarle no permitiese que los soldados se aposentasen en sus casas, ofreciéndole bastimentos y leña para que se entretuviesen en campaña, porque temían grandemente las desórdenes que harían; y aunque el Marqués holgara de complacerles, no les pudo conceder lo que pedían, porque el tiempo era asperísimo de frío, la gente no pagada, y acostumbrada a poco trabajo, y se les hiciera muy de mal quedar de noche en campaña; y diciendo a los moriscos que tuviesen paciencia, porque sola una noche estaría allí el campo, y que proveería como no recibiesen daño, los aseguró de manera, que tuvieron por bien de recoger y regalar a los soldados en sus casas aquella noche, aunque no la pasaron toda en quietud, por lo que adelante diremos.




ArribaAbajoCapítulo II

Cómo estando el marqués de Mondéjar en el Padul, los moros acometieron nuestra gente, que estaba en Dúrcal, y fueron desbaratados


La propria noche que el marqués de Mondéjar llegó con su campo al lugar del Padul, los moros acometieron el lugar de Dúrcal, una legua de allí, donde estaban alojados el capitán Lorenzo de Ávila con las compañías de las siete villas de la jurisdición de Granada, y el capitán Gonzalo de Alcántara con cincuenta caballos. No pudo ser este acometimiento tan secreto, que dejasen de tener aviso los capitanes, porque el mesmo día que el marqués de Mondéjar salió de Granada, los soldados de aquel presidio habían tomado dos espías, al uno de los cuales hallaron quebrando los aderezos de un molino, donde se molía el trigo para las raciones de los soldados, y el otro era un muchacho hijo de cristianos, criado desde su niñez entre moriscos y hecho a sus mañas, que le enviaba Miguel de Granada Xaba, capitán de los moros del Valle, a que espiase la cantidad de la gente que había en aquel lugar y el recato con que estaban. El espía que fue preso en el molino jamás quiso confesar, aunque le hicieron pedazos en el tormento; el muchacho, a persuasión del doctor Ojeda, vicario de Nigüeles, que era el que le había hecho prender, entre ruego y amenazas, vino a confesar y declarar todo el hecho de la verdad, y el efeto para que los habían enviado. Este dijo que los de las Albuñuelas habían hecho reseña cuando se quisieron alzar, y que se habían hallado docientos tiradores escopeteros y ballesteros entre ellos, y trecientos con armas enhastadas y espadas; que los moriscos forasteros y monfís habían quemado la iglesia, y que después se habían arrepentido los vecinos, viendo que los del Albaicín y de la Vega se estaban quedos; y que queriéndose tornar a sus casas por consejo del alguacil, se lo habían estorbado otros de los alzados, diciéndoles que no era ya tiempo de dar excusas ni de pedir perdón, porque los cristianos no les creerían ni se fiarían más dellos, viendo la señal que habían dado; y que el alcaide Xaba había juntado de los lugares de Órgiba y del Valle, y de Motril y Salobreña mucha cantidad de moros, y entre ellos más de seiscientos tiradores, para ir a dar sobre el lugar de Dúrcal, y que sin falta daría la siguiente noche sobre él. Con este aviso fue luego aquella tarde el capitán Lorenzo de Ávila al marqués de Mondéjar, y llevó el muchacho consigo; y siendo ya bien de noche, se volvió a su alojamiento con cuidado de lo que podía suceder, y en llegando hizo echar bando que ningún soldado quedase desmandado por las casas; que todos se recogiesen a la iglesia, donde estaba el cuerpo de guardia. Reforzó las postas y centinelas, y puso otras de nuevo donde le pareció ser necesarias; y el capitán Gonzalo de Alcántara apercibió la caballería, que estaba alojada en Margena, que es un barrio cerca de Dúrcal, para que en sintiendo dar al arma, saliesen tocando las trompetas desde el alojamiento hasta una haza llana delante de la plaza de la iglesia; porque este hombre experimentado entendió el efeto que se podría seguir animando a los soldados y desanimando a los enemigos, con ver que tocaban las trompetas hacia donde estaba el campo del marqués de Mondéjar, que de necesidad habían de presumir que venía socorro. Andando pues los animosos capitanes haciendo estas prevenciones y apercibimientos, el Xaba, que no dormía, venía caminando a más andar cubierto con la escuridad de la noche, y llegando cerca del lugar, repartió seis mil hombres que traía en dos partes: con los tres mil fue en persona a tomar un barranco muy hondo que se hace entre el Padul y el barrio de Margena, por donde había de ir el socorro de nuestro campo; los otros tres mil envió con otros capitanes, para que unos acometiesen por el camino que va entre Margena y Dúrcal, y otros por otra parte hacia la sierra, ordenándoles que excusasen todo lo que pudiesen el salir a lo llano, porque los caballos no se pudiesen aprovechar dellos. Desta manera llegaron dos horas antes que amaneciese con un tiempo asperísimo de frío y muy escuro. Nuestras centinelas los sintieron, aunque tarde; y tocando arma, con estar apercebidas, casi todos entraron a las vueltas en el lugar, no siendo menor el miedo de los acometedores que el de los acometidos. Los capitanes, que andaban a esta hora requiriendo las postas, acudieron luego a hacer resistencia; mas presto se hallaron solos. Lorenzo de Ávila se opuso contra los que venían a entrar de golpe por una haza adelante con sola una espada y una rodela, y los fue retirando con muertes y heridas de muchos dellos; y siendo herido de saeta, que le atravesó entrambos muslos, fue socorrido y retirado a la iglesia. Gonzalo de Alcántara se puso a la parte del camino de Margena a resistir un   —221→   gran golpe de enemigos que venían entrando por allí; y fue tanta la turbación de nuestra gente en aquel punto, que ni bastaban ruegos ni amenazas para hacerles salir de la iglesia, como si la aspereza y tenebrosidad de la noche fuera más favorable a los enemigos que a ellos; y para castigo de semejante flaqueza no dejaré de decir que hubo muchos que, soltando las armas ofensivas, se metieron huyendo en la iglesia, tomando por escudo otros, para que los moros no los matasen a ellos primero; ni menos callará mi pluma el valor de los animosos capitanes y soldados que pusieron el pecho al enemigo por el bien común, acudiendo, no todos juntos, que hicieran poco efeto, por ser muchas las entradas, sino cada uno por su parte, y reparando con su mucho valor un gran peligro; porque, los moros, hallando aquella resistencia y sintiendo grande estruendo de armas, no creyendo que eran de la gente que huía, sino de la que se aparejaba contra ellos, aflojaron su furia, y aun se comenzaron a retirar. A este tiempo el capitán Alcántara, viendo que Lorenzo de Ávila, herido como estaba, procuraba sacar la gente de la iglesia animándolos a la pelea, con doce o trece soldados, que no le siguieron más, volvió a su puesto, porque los enemigos daban de nuevo carga por allí. Acudiéronle también ocho religiosos, cuatro frailes de San Francisco y cuatro jesuitas, diciendo que querían morir por Jesucristo, pues los soldados no lo osaban hacer; mas no se lo consintió, rogándoles de parte de Dios que haciendo su oficio, acudiesen a esforzar la gente que estaba a las bocas de las calles que salían a la plaza, porque no las desamparasen. Viendo pues los moros que no eran seguidos; tornaron a hacer su acometimiento, y adelantándose uno con una bandera en la mano, llegó a reconocer la plaza por junto a un mesón que estaba a la parte del cierzo; y como no vio gente por allí, comenzó a dar grandes voces en su algarabía, diciendo a los compañeros que allegasen, porque los cristianos habían huido. A esto acudió Gonzalo de Alcántara, y emparejando con el moro de la bandera, le hirió con la espada en el hombro izquierdo, y dio con él muerto en tierra; mas cargando sobre él otros que venían detrás, le hubieran muerto, si no fuera por las armas y por una adarga que llevaba embrazada, y con todo eso le dieron una estocada en el rostro y le derribaron de espaldas en el suelo, con otros muchos golpes que recibió sobre las armas. No le faltó en este tiempo el favor de un buen soldado, llamado Juan Ruiz Cornejo, vecino de Antequera, que le acudió, y no dio lugar a que los moros le acabasen de matar; antes con sola la espada en la mano y la capa revuelta al brazo le defendió, y mató dos moros de los que más le aquejaban. Levantándose pues Gonzalo de Alcántara, volvió con mayor saña a la pelea; y llegando a él un fraile francisco con un Cristo crucificado en la mano diciéndole: «Ea, hermano, veis aquí a Jesucristo, que él os favorecerá»; estándoselo mostrando, y diciendo estas y otras palabras, le dio uno de aquellos herejes con una piedra en la mano tan gran golpe, que se lo derribó en el suelo. Creció tanto la ira a Gonzalo de Alcántara viendo un tal hecho, que se metió como un león entre aquellos descreídos, y acompañado de su buen amigo Cornejo, mató al moro que había tirado la piedra y otros que le quisieron defender y alzando el crucifijo del suelo, lo puso en las manos del fraile, jurando por aquella santa insignia que había de pasar por la espada aquella noche todos cuantos herejes le viniesen por delante. No estaba ocioso en este tiempo el capitán Alonso de Contreras, que también estaba de presidio en este lugar con una compañía de gente de Granada; mas no le sucedió tan felicemente como a los demás, porque defendiendo la entrada de una calle, fue herido de saeta con yerba, de que murió. También murió Cristóbal Márquez, alférez de Gonzalo de Alcántara, peleando como esforzado. Estando pues nuestra gente en harto aprieto, y bien necesitada de ánimo, si los enemigos le tuvieran para proseguir su empresa, la caballería, que había tardado en salir de su alojamiento, comenzó a entrar por las calles, y no pudiendo romper, porque estaban llenas de moros, salió lo mejor que pudo al campo tocando las trompetas. Este aviso fue importante y valió mucho a los nuestros, porque el Xaba, que estaba en el barranco entre Dúrcal y el Padul, creyendo que la caballería del campo del marqués de Mondéjar había pasado de la otra parte, o que estaba alojado en Dúrcal, comenzó a dar grandes voces a su gente diciendo: «A la sierra, a la sierra; que los caballos vienen sobre nosotros»; y luego dieron todos los unos y los otros vuelta. A este tiempo habían sentido las centinelas del campo disparar arcabuces en Dúrcal, y siendo avisado dello Antonio Moreno, que andaba rondando, había dado noticia al marqués de Mondéjar; el cual sospechando lo que podría ser por la relación que tenía, mandó recoger la gente a gran piesa, y enviando delante a Gonzalo Chacón con las lanzas de la compañía del conde de Tendilla, que estaba a su cargo, salió en su seguimiento con la otra caballería, dejando orden a Antonio Moreno y a Hernando de Oruña, que servían de superintendentes de la infantería, que marchasen a la sorda con todas las compañías la vuelta de Dúrcal; mas ya cuando el marqués de Mondéjar llegó eran idos los moros, y nuestra gente estaba algo temerosa en la plaza de la iglesia, blasonando de la vitoria algunos que no merecían el prez ni el premio della. Murieron aquella noche veinte soldados, y hubo muchos heridos, aunque no todos por mano de los enemigos; antes se mataron y hirieron unos a otros, saliendo con la escuridad de la noche y encontrándose por las calles, y estos eran de los que se habían quedado sin orden fuera del cuerpo de guardia, que no se habían querido recoger a las banderas. Llegado el marqués de Mondéjar a Dúrcal, agradeció mucho a los capitanes lo bien que lo habían hecho, y mandó llevar los heridos a Granada para que fuesen curados; y para aguardar la gente que le iba alcanzando, y los bastimentos y municiones que el conde de Tendilla enviaba de Granada, se detuvo cuatro días en aquel alojamiento, porque no le pareció entrar menos que bien apercebido en la Alpujarra.

El capitán Xaba volvió medio desbaratado a Poqueira con pérdida de docientos moros; y Aben Humeya, que le estaba aguardando para tras de aquel efeto hacer otros mayores, viéndole ir de aquella manera, quiso cortarle la cabeza; mas él se desculpó, diciendo que si había retirado la gente había sido porque entendió que la caballería del marqués de Mondéjar había pasado por otra parte el barranco y tomádole lo   —222→   llano; y que lo que él había hecho, hiciera cualquier hombre atentado, oyendo tocar tantas trompetas hacia la parte donde estaba el enemigo. Y no dejaba de tener alguna razón el moro, porque demás de las trompetas de la compañía de Gonzalo de Alcántara, que salieron de Margena, había mandado el marqués de Mondéjar que se adelantasen dos trompetas, y fuesen solas tocando la vuelta de Dúrcal, para que los nuestros entendiesen que les iba socorro; y como no había visto el Xaba pasar caballos aquella tarde, entendiendo que todos debían de estar alojados en Dúrcal, quiso retirarse con tiempo antes que le atajasen, porque los tres mil hombres que tenía consigo eran ruin gente y desarmada, que solamente llevaban hondas para tirar piedras y algunas lanzuelas; y si los caballos los hallaran en tierra llana, no dejaran hombre dellos a vida.




ArribaAbajoCapítulo III

Cómo la gente de Almería salió a reconocer los moros que se habían puesto en Benahaduz, y cómo después volvió sobre ellos y los desbarató


A gran priesa se juntaban los moros de la comarca de la ciudad de Almería para ir a cercarla; y demás de los que dijimos que se habían puesto en Benahaduz, había ya otros recogidos en el marchal de la Palma, cerca de allí, para juntarse con ellos, cuando don García de Villarroel, queriendo hacer el efeto de reconocerlos y ver el sitio que tenían y por dónde se les podría entrar, salió de Almería con cuarenta soldados arcabuceros y treinta caballos, y dejando atrás los peones, se adelantó con la gente de a caballo; y para haber de hacer el reconocimiento entre paz y guerra, sin que sospechase aquella gente tan conocida y vecina el intento que llevaba, envió delante un regidor de aquella ciudad, llamado Juan de Ponte, a que les preguntase la causa de su desasosiego, y reconociese qué gente era, y la orden que tenían en el asiento de su campo. El regidor llegó tan cerca de los moros, que pudo muy bien preguntarles lo que quiso, y con seguridad, por ir solo; y cuando le hubieron oído, le respondieron soberbiamente que volviese a su capitán y le dijese que otro día de mañana, cuando tuviesen puestas sus banderas en la plaza de Almería, le darían razón de lo que deseaba saber. Y como les tornase a replicar, aconsejándoles que dejasen las armas y se redujesen al servicio de su majestad, que era lo que más les convenía, algunos dellos le comenzaron a deshonrar, llamándole perro judío, y diciéndole que ya era todo el reino de Granada de moros, y que no había más que Dios y Mahoma. Con esto volvió Juan de Ponte al capitán, el cual tornó a enviarles otro recaudo con el maestrescuela don Alonso Marín, a quien los moriscos de aquella tierra tenían mucho respeto; el cual llamó algunos conocidos, y les rogó que dejasen el camino de perdición que llevaban. Y viendo que era tiempo perdido aconsejarles bien, se retiró, y don García de Villarroel se les fue acercando lo más que pudo en son de guerra, para ver qué tiradores tenían; y como no tirasen más que con un mosquete y dos o tres escopetas, entendió que se podría hacer el efeto antes que se juntasen más de los que allí estaban, especialmente cuando hubo reconocido el sitio que tenían, que, aunque era fuerte, su mesma fortaleza mostraba ser favorable a nuestra gente; porque si la aspereza de una senda, por donde se había de subir, impedía el poder llegar de golpe a los enemigos, esa mesma era defensa para que tampoco ellos pudiesen bajar juntos a dar en los cristianos. Sobre la mano derecha había otra entrada, por donde se les podía también entrar, hacia un cerro que estaba junto al de Benahaduz, lugar áspero para hollar con caballos, y no muy fácil para gente de a pie. Callando pues su concepto, y diciendo a los moros que en la ciudad los aguardaba, aunque los tenía por tan ruin gente que no cumplirían su palabra, se volvió aquel día a Almería, donde halló que le aguardaban con cuidado de saber lo que se había hecho; que cierto le tenían todos muy grande, por ser poca gente la que había llevado consigo. Deste reconocimiento llevó don García de Villarroel determinado de dar a los moros una encamisada la mesma noche al cuarto del alba; y no se osando declarar, según lo que nos certificó, temiendo que la justicia y regimiento lo contradiría por el peligro de la ciudad, si por caso le sucediese alguna desgracia, para tener ocasión de poder salir sin que se entendiese su desinio, dejó una espía fuera de la muralla entre las huertas con orden que a media noche hiciese una almenara de fuego, para que viéndola las centinelas de la ciudad, tocasen arma. Sucedió la ocasión y el efeto conforme con su deseo; porque en viendo la almenara, toda la ciudad se puso en arma, y acudiendo también él al rebato, reforzó los cuerpos de guardia; y siendo ya después de media noche, dijo que quería salir a ver qué rebato había sido aquel, y si andaban moros en las huertas. Y mandando a los soldados que saliesen con las camisas vestidas sobre las ropas, para que en la escuridad de la noche se conociesen, partió de Almería dos horas antes del día con ciento cuarenta y cinco arcabuceros de a pie y treinta y cinco caballos, y entre ellos algunos caballeros y gente noble; y andando un rato cruzando de una parte a otra, por desviarse de las huertas y de los lugares donde le pareció que los enemigos podrían tener alguna espía o centinela, se arrimó hacia el río, y cuando vio que ya era tiempo paró el caballo, y haciendo alto, estando toda la gente junta, les declaró la determinación que llevaba, la causa porque lo había tenido secreto, la importancia que sería desbaratar los moros que estaban en Benahaduz antes que se juntasen con ellos los del Marchal de la Palma y otros, que no podrían dejar de ser muchos; diciendo que él había reconocido los enemigos, gente desarmada y harto menos de la que se presumía; que el sitio donde estaban les era más perjudicial que favorable, y que haciendo lo que debían, con el favor de Dios fuesen ciertos que ternían vitoria, en la cual consistía el remedio y seguridad de los vecinos de Almería, y los que allí estaban serían aprovechados de los despojos de los moros en premio de su virtud. No fue pequeño el contento que recibió nuestra gente cuando supo el efeto a que iban, y loando mucho aquel consejo, movieron todos alegremente la vuelta de Benahaduz. En el camino prendieron tres moriscos, de quien supieron como estaban todavía los moros donde los habían dejado: esto les hizo alargar el paso, y llegando ya cerca, se repartió la gente en dos partes. Julián de Pereda, alférez de la infantería, con cien arcabuceros se apartó por una vereda encubierta   —223→   sobre la mano derecha, y se puso en el cerro que está junto con el de Benahaduz, donde estaban los enemigos alojados, y llevó orden que en sintiendo disparar la arcabucería, que pelearía por frente, saliese impetuosamente y les diese Santiago; y el capitán con el resto de la gente, llevando los arcabuceros delante y la caballería de retaguardia, se fue acercando al enemigo por el camino derecho, y llegó a descubrir su alojamiento cuando ya esclarecía el alba. A este tiempo las centinelas de los moros habían ya descubierto el bulto de los soldados que llevaba Pereda, y como iban bajos y encamisados, y no se recelaban de cristianos que acudiesen por aquella parte, juzgaron ser ganado ovejuno que traían algunos moros para provisión del campo, y con esto se aseguraron, hasta que vieron venir caballos por la otra parte. Entonces comenzaron a dar voces y a tocar los atabalejos a gran priesa, y se pusieron todos en arma, aunque confusos, como gente mal prática, que no sabían cuál les sería mejor, salir a pelear o defenderse. Dejando pues don García de Villarroel la caballería atrás, como un tiro de honda fuera de un arboleda que llegaba hasta el proprio cerro, cuyas ramas impedían el efeto de las saetas y piedras que tiraban de arriba, metió la infantería por debajo de los árboles, y le fue mejorando hasta ponerla detrás de unas tapias, cerca del vallado de una acequia y de una peña tajada que había hacia aquella parte, donde se tomaba una angosta senda, la cual estorbaba también a los moros poder bajar de golpe a hacer acometimiento. Y cuando le pareció que Julián de Pereda habría llegado a su puesto, sin aguardar más, mandó que los arcabuceros disparasen por su orden, dando una carga tras de otra. Solas dos cargas habían dado, y entonces comenzaba la tercera, cuando los cien soldados hicieron animoso acometimiento por su parte; y como don García de Villarroel oyó el estruendo de los arcabuces, hizo que los peones subiesen por el cerro arriba, siguiéndolos la gente de a caballo, y pasaron por una puentecilla harto angosta, que estaba sobre el acequia. Al principio mostraron los moros ánimo y hicieron alguna resistencia; mas cuando vieron la otra arcabucería a las espaldas, creyendo que matas, árboles y piedras todo era cristianos, como suele acaecer a los tímidos, luego desmayaron. No faltó ánimo en este punto a Brahem el Cacis, el cual hacía a un tiempo oficio de capitán y de soldado, peleando por su persona, y esforzando su gente con ruegos y con amenazas; y cuando vio que todo le aprovechaba poco, apeándose del caballo, con una lanza en la mano se metió entre los cristianos, y hizo tales cosas, que algunos le volvieron las espaldas; mas yendo tras de un soldado que le huía, otro más animoso le salió de través, y le dio un arcabuzazo y le mató. Con la muerte de su capitán, los pocos moros que hacían armas acabaron de desbaratarse, poniendo más confianza en los pies que en las manos, y nuestra gente los siguió, y fueron muertos los que pudieron alcanzar, sin tomar hombre a vida; solos siete moros fueron presos, que se quedaron metidos en una cueva en su alojamiento, y los hallaron unos soldados escondidos. De nuestra parte hubo un solo escudero herido y dos caballos muertos. Perdieron los moros todas sus banderas, con las cuales y con la cabeza de Brahem el Cacis, en cuyo lugar sucedió Diego Pérez el Gorri, volvió don García de Villarroel aquel día a la ciudad de Almería, donde fue alegremente recebido del Obispo y de toda la clerecía, y del común, chicos y grandes, dando gracias al Omnipotente por tan buen suceso, mediante el cual los moros perdieron la esperanza que tenían, y se abrió el camino a otros muchos y buenos efetos. Y bien considerado, Brahem el Cacis cumplió su palabra, pues su cabeza y sus banderas se vieron en la plaza de Almería cuando él dijo. Señaláronse este día don Luis de Rojas Narváez, arcediano de aquella santa iglesia, el dotor don Diego Marín, maestreescuela, el racionero Paredes, don Alonso Habiz Venegas, Pedro Martín de Aldana, Juan de Aponte, Francisco de Belvis, y otros muchos escuderos y soldados particulares. Este don Alonso Habiz Venegas era regidor de Almería y de los naturales del reino, aunque bien diferente dellos en su trato y costumbres, y los moriscos le estimaban mucho, por ser fama que venía del linaje de los reyes moros de Granada; y deseando hacerle rey en este rebelión, le había escrito Mateo el Rami sobre ello, rogándole de su parte que lo aceptase; el cual tomó la carta y la llevó al ayuntamiento de la ciudad, y la leyó a la justicia y regidores, diciéndoles que no dejaba de ser grande tentación la del reinar. Y de allí adelante vivió siempre enfermo, aunque leal servidor de su majestad, procurando enriquecer más su fama con esfuerzo y virtud propria que con cudicia y nombre de tirano. Súpose después de aquellos siete moros que llevaron presos, todo el intento que tenían de ocupar la ciudad de Almería, y otras muchas cosas que confesaron en el tormento; y al fin se les dio la soga que andaban buscando, mandándolos ahorcar de las almenas de la ciudad. Volvamos al marqués de Mondéjar, que dejamos alojado en Dúrcal.




ArribaAbajoCapítulo IV

Cómo se fue engrosando el campo del marqués de Mondéjar, y cómo los moros de las Albuñuelas se redujeron


En este tiempo iba juntándose la gente de las ciudades del Andalucía en Granada; y estando el marqués de Mondéjar en el alojamiento de Dúrcal, llegó don Rodrigo de Vivero, corregidor de Úbeda y Baeza, con la gente de aquellas dos ciudades. Iban de Úbeda tres compañías de a trecientos infantes y dos estandartes de a setenta y cinco caballos. De Baeza eran novecientos y ochenta infantes en cuatro compañías y cuatro estandartes de cada treinta caballos, toda gente lucida y bien arreada a punto de guerra, que cierto representaban la pompa y nobleza de sus ciudades y el valor y destreza de sus personas, ejercitados en las guerras externas y civiles. Los capitanes eran todos caballeros, veinticuatros y regidores; la infantería de Úbeda gobernaban don Antonio Porcel, don Garcí Fernández Manrique y Francisco de Molina; y la caballería don Gil de Valencia y Francisco Vela de los Cobos. De la infantería de Baeza eran capitanes Pedro Mejía de Benavides, Juan Ochoa de Navarrete, Antonio Flores de Benavides y Baltasar de Aranda, que llevaba la compañía de los ballesteros que llaman de Santiago. De los caballos eran capitanes Juan de Carvajal, Rodrigo de Mendoza, Juan Galeote y Martín Noguera, y por cabo Diego Vázquez de Acuña, alférez mayor, con el pendón de la ciudad. De toda esta gente que hemos dicho, volvieron a Granada   —224→   las cuatro compañías de caballos de Baeza y la de Francisco de Molina de Úbeda, porque el conde de Tendilla, que hacía oficio de capitán general en lugar del Marqués su padre, las pidió para guardia de la ciudad mientras llegaba otra gente: todas las demás pasaron al campo, y con ellas más de sesenta caballeros aventureros de los principales de aquellas ciudades, que sirvieron a su costa toda aquella jornada, hasta que el marqués de Mondéjar les mandó volver a sus casas. Viendo pues los moriscos de las Albuñuelas que nuestro campo se iba engrosando, y por ventura temiendo no descargase la primera furia en ellos, acordaron de aplacar al marqués de Mondéjar con humildad. Esta embajada llevó Bartolomé de Santa María el alguacil, que dijimos que les aconsejaba que no se alzasen; el cual, siendo acepto y muy servidor del Marqués, vino por su mandado a tratar con él este negocio, y le suplicó admitiese aquellos vecinos debajo la protección y amparo real, y los perdonase, certificándole que si se habían alzado no había sido con su voluntad, sino forzados a ello por los monfís y moros forasteros, y que todos estaban con pena y les pesaba de lo hecho. El Marqués, que deseaba asegurar las espaldas antes de pasar adelante, holgó de admitirlos, y mandó que les dijese de su parte que se quietasen, y volviendo a sus casas, procurasen conservarse en lealtad, no receptando los malos entre ellos: y que le avisasen de todo lo que les ocurriese, porque haciendo lo que debían como buenos vasallos de su majestad, los favorecería y no consentiría que se les hiciese agravio. Luego se volvieron los moriscos al lugar, y el alguacil envió por su beneficiado, que aun estaba en el Padul, para que asistiese en su iglesia y les dijese misa; mas él paró poco entre gente tan liviana, que ya se habían comenzado a desvergonzar, y tanto más viendo que les reprehendía haber puesto las manos en las cosas sagradas. Finalmente, no se teniendo por seguro, quiso volverse al Padul, y el alguacil le dio escolta de amigos que le acompañaron. Este morisco anduvo siempre bien con los cristianos, y, cuando después se puso gente de guerra en el Padul, hizo con los moriscos de su lugar que llevasen cada semana veinte cargas de pan amasado de contribución, para que comiesen los soldados, y dio avisos importantes y ciertos de lo que los moros trataban; mas nunca pudo conservar el pueblo en lealtad, y no fue merecedor de la muerte que después se le dio ni del captiverio de su familia, si en alguna manera no lo causaran nuestros soldados furiosos, teniendo poco respeto a estos servicios, como se dirá en la destruición que don Antonio de Luna hizo en este lugar. Digamos lo que en este tiempo hacía el marqués de los Vélez.




ArribaAbajoCapítulo V

Cómo el marqués de los Vélez, por los avisos que tuvo, juntó cantidad de gente y entró en el reino de Granada a oprimir los rebeldes


El aviso que el presidente don Pedro de Deza envió, la necesidad y peligro grande que representaban las ciudades de Almería, Baza y Guadix, que todas pedían socorro, fueron causa que el marqués de los Vélez apresurase su partida antes de llegarle orden de su majestad para poder entrar con campo formado en el reino de Granada, ateniéndose a lo que dice una ley tercera, título diez y nueve de la Segunda Partida, que deben hacer los vasallos por sus reyes en casos de rebelión, y aun queriendo satisfacer a la no vana opinión de quien había hecho elección y confianza de su persona para negocio tan grave y de tanto peso. Viendo pues que la gente ordinaria de su casa sería poca, y que podría hacer poco efeto con ella, según iban las cosas encaminadas, y que sería menester tiempo para recogerla del reino de Murcia, envió a llamar a gran priesa a sus amigos y vasallos y avisó a algunos pueblos comarcanos a la raya que le acudiesen. A don Juan Fajardo, su hermano, envió a Lorca, y mientras venía con la gente de aquella ciudad, atreviéndose a su hacienda, pues no tenía orden de gastar de la de su majestad, proveyó bastimentos y municiones y todas las cosas necesarias. Acudiole la gente con tanta presteza, que a 2 días del mes de enero tenía ya en su villa de Vélez el Blanco dos mil y quinientos infantes y trecientos caballos. De Lorca vinieron mil y quinientos hombres de a pie y ciento de a caballo muy bien en orden, como lo suelen siempre estar los de aquella ciudad. Capitanes desta gente eran Juan Mateo de Guevara, Pedro Helices, Alonso del Castillo, Martín de Lorita y Luis Ponce. De Caravaca vinieron los capitanes Andrés de Mora, Hernando de Mora y Pedro Martínez, con trecientos infantes y veinte caballos; de Moratalla, Juan López, con docientos infantes y treinta caballos; de Hellín, Pablo Pinero, con ciento y cincuenta infantes y quince caballos; de Zehegín, Francisco Fajardo, con docientos y cincuenta infantes y veinte caballos; de Mula, Diego Melgarejo, con docientos infantes. Con esta gente escogida y voluntaria y la que salió de los Vélez Blanco y Rubio y de Librilla y Alhama con el capitán Hernando de León, partió el marqués de los Vélez a 4 días del mes de enero de 1569 años, dejando apercebidos los otros lugares de aquel reino para que le siguiesen, y fue a poner aquella noche su campo en la casa del Margen, donde llaman la Boca Oria. En el camino le alcanzaron este día Jaime Prado y otros caballeros de Orihuela, ciudad del reino de Valencia, que venían a hallarse con él en la jornada. Allí llegó un correo del presidente don Pedro de Deza, con cartas en que le decía que había sido muy buena prevención la que había hecho, y que recogiendo la más gente que pudiese, procurase entretenerla a costa de los pueblos, como se hacía en los lugares de la Andalucía, mientras venía la orden que se aguardaba de su majestad; mas el marqués de los Vélez, viendo cuán mal la podía sustentar de aquella manera, y que había de ser a su costa, tomando por achaque los avisos que de hora en hora tenía, y juzgando que ningún servicio mayor se podría hacer en aquella coyuntura a su majestad que socorrer a la necesidad presente, sin aguardar más orden, partió luego otro día con determinación de dar socorro y calor a la ciudad de Almería, porque no sabía él la rota de Benahaduz, aunque algunos creyeron haberse dado tanta priesa para que cuando llegase la orden le tomase dentro del reino de Granada. Y como después tuviese nueva del desbarate de aquellos moros, viendo que la ciudad estaba sin peligro, quiso ir sobre el castillo de Gérgal; y tomando lo alto de aquel valle, se fue a alojar aquella noche al lugar de Ulula, que es en el río de Almanzora. Allí llegó al campo don Juan Enríquez el de Baza con   —225→   cien hombres entre caballos y peones. Otro día de mañana, partiendo de aquel alojamiento, atravesó por encima de la sierra de Filabres con un tiempo asperísimo de frío, agua y viento cierzo, que traspasaba los hombres y los caballos, y caminando siete leguas por veredas de sierras ásperas y fragosas, fue a alojarse a la villa de Tavernas, donde se detuvo hasta 13 días del mes de enero, así para que la gente descansase, como, según él nos dijo, para aguardar orden de su majestad y las compañías que habían de venir del reino de Murcia. No dejó de ser importante su estada en aquel lugar, porque los moros de la comarca mientras allí estuvo no se osaron levantar, como lo hicieron después. Esta entrada del marqués de los Vélez en el reino de Granada no fue bien recebida, especialmente de los que le tenían poca afición, aunque el vulgo y los que estaban ofendidos de los moros se alegraron con ella, entendiendo que lo había de llevar todo por el rigor de la espada y no reducir los lugares alzados, como lo hacía el marqués de Mondéjar. De aquí nacieron diferentes opiniones entre la gente noble, atribuyéndoselo unos a mal y otros a servicio muy señalado. Esta competencia duró mientras duró la guerra, que cuando unos se alegraban otros se entristecían, y por el contrario, según los sucesos destos dos generales, aumentando o diminuyendo sus hechos, como acaece donde envidia o enemistad reinan; y lo peor era que las relaciones iban a su majestad y a los de su real consejo tan diferentes, que causaban confusión en las resoluciones que se habían de tomar.




ArribaAbajoCapítulo VI

Cómo los moros del marquesado del Cenote cercaron la fortaleza de la Calahorra, y Pedro Arias de Ávila la socorrió


Habiendo entregado Juan de la Torre las moriscas que tenía en la fortaleza de la Calahorra a sus maridos, padres y hermanos, como queda dicho, el día de los Reyes se juntaron muchos monfís y moros de la Alpujarra con los del marquesado del Cenete, y con veinte y seis banderas tendidas y muchos escopeteros bajaron de la sierra, y dando grandes alaridos, entraron en el lugar de la Calahorra, y sin hallar resistencia, pusieron en libertad a los monfís que el alcalde Molina de Mosquera tenía presos, y cercaron la fortaleza con más de tres mil hombres, y sin perder tiempo comenzaron a combatirla, y pasaron tan adelante, que horadando unas paredes del rebellin, entraron animosamente por ellas, y se llevaron el ganado y los bagajes que allí había sin que los cristianos se lo pudiesen defender. Este cerco duró tres días peleando siempre, aunque desde lejos, con los arcabuces y escopetas. Y el alcaide Juan de la Torre en este tiempo mandó hacer ahumadas de día, y de noche almenaras, y tiró algunas piezas de artillería para que la ciudad de Guadix, que está tres leguas de allí el río abajo, le socorriese. La ciudad lo entendió luego, y se juntó para tratar del socorro; y aunque hubo diferentes pareceres en el cabildo, Pedro Arias de Ávila, que era corregidor, se arrimó a los más animosos, y con trecientos infantes y sesenta caballos que pudo juntar, y los caballeros y ciudadanos nobles, de que siempre estuvo adornada aquella ciudad, con más ánimo que fuerzas, por ser tan pocos en comparación de los enemigos, partió de Guadix a 8 días del mes de enero, y el mesmo día llegó a la Calahorra. Por otra parte, los moros, viendo ir el socorro, dejaron atrás sus estancias, y haciéndose todos un tropel, salieron al encuentro en el cuchillo de un cerro donde está puesta la fortaleza, para defender a los nuestros la entrada de aquel camino que traían; lugar a su parecer seguro por ser áspero y no poderle hollar caballos; mas no lo era, por tener a las espaldas un torreón de la fortaleza, de donde los descubrían y tiraban con los arcabuces y con algunos esmeriles. Allí aguardaron que llegase la gente de la ciudad, y mientras los arcabuceros peleaban con los de la vanguardia, los que estaban descubiertos a la ofensa de la torre desampararon el sitio que tenían, y desordenándose los unos y los otros, como gente mal plática, dieron todos confusamente a huir la vuelta de la sierra, por donde los caballos no los pudiesen seguir. Un golpe dellos entró por el lugar, y poniendo fuego a las casas, quemaron la iglesia; otros se acogieron a una sierra que está frontero de la fortaleza a la parte de la Alpujarra, y se pusieron en cobro, no sin mucho daño, porque los caballos y algunos soldados que pudieron seguirlos mataron más de ciento y cincuenta moros, y hirieron muchos más. Con esta vitoria quedó la fortaleza descercada, y Pedro Arias de Ávila volvió alegre y vitorioso a Guadix, donde fue muy bien recebido; y por si los moros tornasen a cercar la fortaleza, dejó dentro al capitán Mellado con algunos arcabuceros y cantidad de munición.




ArribaAbajoCapítulo VII

De las diligencias que el conde de Tendilla hizo para proveer de bastimentos el campo del Marqués su padre


Luego como el marqués de Mondéjar partió de Granada, el conde de Tendilla, a cuyo cargo había quedado la provisión de las cosas de la guerra, envió a las villas de la jurisdición de aquella ciudad por quinientos hombres de guerra, y los metió en la fortaleza de la Alhambra, porque había poca gente dentro; y para que el campo estuviese bien proveído de bastimentos, demás de los que iban con las escoltas ordinarias, proveyó dos cosas importantes y muy necesarias. Repartió los lugares de la Vega en siete partidos, y mandoles que cada uno tuviese cuidado de llevar diez mil panes amasados de a dos libras al campo el día que le tocase de la semana, y que los vendiesen a como pudiesen, sin que se les pusiese tasa en el precio, por manera que acudiendo cada día diez mil panes al campo, estaba suficientemente proveído. La otra fue mandar llamar a todos los regatones de la ciudad que trataban en cosas de bastimentos, y juntándose más de ciento dellos, les mandó que según el trato de cada uno llevasen al campo tocino, queso, pescado, vino y legumbres, y otras cosas de provisión, y para que con más voluntad lo hiciesen, hizo prestarles seis mil ducados por cuatro meses, y les dio licencia para que pudiesen traer de retorno lo que les pareciese, sin que incurriesen en pena de contrabando, porque había orden que los que se viniesen del campo con despojos, los desbalijasen y castigasen. Con esto y con lo que hallaban los soldados en los lugares por donde iban, estuvo el campo bien proveído.



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ArribaAbajoCapítulo VIII

Cómo se mandó alojar la gente de guerra que acudía a Granada en las casas de los moriscos, y el sentimiento que dello hicieron


Acudía ya a más andar la gente de las ciudades y villas de la Andalucía que el marqués de Mondéjar había enviado a apercebir, y la ciudad de Granada se iba hinchendo de soldados y de caballeros particulares que venían a hallarse en la jornada a su costa; y el Conde de Tendilla, cuidadoso, de su cargo, no hallando mejor orden para poderlos regalar y entretener, mandó que los alojasen en las casas de los moriscos, donde les diesen camas y de comer el tiempo que allí estuviesen, y a los que no querían comer en sus posadas, les mandaba dar sus contribuciones en dinero, ordenando a los pagadores que venían con ellos que guardasen el dinero que traían para adelante, porque deteniendo en la ciudad solamente las compañías necesarias para la guardia della, todos las demás enviaba luego al campo del marqués de Mondéjar. Este alojamiento, que comenzó a 9 días del mes de enero, era la cosa que más temían los moriscos, y la más grave opresión que se les podía hacer, y ansí lo sintieron extrañamente, no tanto por la costa que se les hacía, como por ser muy celosos de sus mujeres y hijas, y amigos de su regalo. Y sintiendo ya su desventura en casa, acudieron luego los principales del Albaicín con su procurador general al mesmo conde de Tendilla, y viendo el poco remedio que les daba, acudieron al presidente don Pedro de Deza, y le significaron con muchas razones los inconvenientes que de aquel alojamiento se seguían, diciendo que se continuasen las guardas que al principio se habían puesto en el Albaicín, y si pareciese necesario, se acrecentasen otras a costa de los moriscos, y que la otra gente de guerra que venía de fuera de la ciudad la alojasen en las iglesias y en casas yermas, como lo había hecho el marqués de Mondéjar, y que los moriscos por sus parroquias les llevarían camas y de comer. Pareciéndole pues al Presidente que se podría hacer lo que decían, mandó a Jorge de Baeza que fuese al conde de Tendilla y le dijese lo que los moriscos le habían dicho, y la orden que daban en el alojamiento de la gente de guerra, y que le parecía que debía tomarse el menor inconveniente, teniendo consideración a lo de adelante, para que aquel alojamiento se pudiese conservar, como era razón que se conservase, pues los negocios de la guerra se alargaban. Con este recaudo fue Jorge de Baeza al conde de Tendilla, acompañado de aquellos moriscos, los cuales con palabras de humildad le representaron el agravio que se les hacía, poniéndole nuevos inconvenientes por delante, como era la poca seguridad de sus mujeres y hijas, y aun de sus personas y haciendas, si maliciosamente tocando alguna arma falsa de noche, les robaban las casas; todo lo cual cesaba con mandarlos aposentar, como se había hecho hasta allí. Mas el conde de Tendilla les respondió que la gente de guerra había de estar alojada en casas pobladas, y no yermas; y que los soldados habían de ser regalados y muy bien tratados, porque no se fuesen; y se les había de dar posadas y contribuciones, pues no había orden de poderlos entretener de otra manera; que al servicio de su majestad convenía que los moriscos no tuviesen libertad de poder meter moros de fuera ni hacer juntas secretas en sus casas, sino que estuviesen los soldados siempre delante para que viesen y entendiesen lo que decían y hacían diez mil moriscos que había en el Albaicín para poder tomar armas; y que si alguna desorden hiciesen, en tal caso lo remediaría castigando a los culpados; y con esta respuesta los despidió bien descontentos y tristes, y de allí adelante se alojó toda la gente de guerra en las casas pobladas, donde fue poca parte el castigo para que la licencia militar no soltase la rienda con más cudicia y menos honestidad de lo que aquí podríamos decir. Pasó este negocio tan adelante, que muchos moriscos, afrentados y gastados, se arrepintieron por no haber tomado las armas cuando Abenfarax los llamaba, y otros enviaron a decir a Aben Humeya que mientras el marqués de Mondéjar estaba fuera de Granada se acercase por la parte de la sierra con alguna cantidad de gente, y se irían con él. El conde de Tendilla en este tiempo, usando de la preeminencia de capitán general, y viendo la necesidad que había de gente de ordenanza, nombró siete capitanes y les dio sus conductas para que la hiciesen. Hizo comisario y sargento mayor a Lorenzo de Ávila, que ya estaba sano de las heridas que le dieron en Dúrcal, mandándole que se alojase en el Albaicín para reparar las desórdenes de los soldados. No mucho después mandó su majestad ir a Granada a don Antonio de Luna, señor de Fuentidueña, y a don Juan de Mendoza Sarmiento, para las cosas que ocurriesen de la guerra, y el conde de Tendilla dio cargo de la gente de guerra de a pie y de a caballo que se alojase en los lugares de la Vega a don Antonio de Luna, y a don Juan de Mendoza dejó en Granada, hasta que después fue con orden al campo, estando ya de vuelta en Órgiba, como se dirá en su lugar.




ArribaAbajoCapítulo IX

Cómo nuestro campo ocupó el paso de Tablate


Teniendo ya el marqués de Mondéjar suficiente número de gente con que pasar a la Alpujarra, domingo por la mañana, a 9 días del mes de enero, partió del lugar de Dúrcal con todo el campo puesto en sus ordenanzas, la vuelta del lugar de Tablate, donde se habían juntado los rebeldes, creyendo poderle defender el paso que allí hay, y tenían recogidos tres mil y quinientos hombres con Gironcillo, Anacoz y el Randati, sus capitanes, y con otros sediciosos y malos, respetados, no por prática de cosas de guerra ni por autoridad de personas, sino por sacrilegios y crueldades que habían hecho en este levantamiento. Aquella noche se alojó el marqués de Mondéjar en el lugar del Chite, dos leguas de Dúrcal, que estaba despoblado, y el campo estuvo puesto en arma, por ser el lugar dispuesto para cualquiera acometimiento; y el lunes bien de mañana caminó la vuelta de Tablate, donde sabía que le aguardaban los enemigos. Este lugar es pequeño de hasta cien vecinos, aunque nombrado estos días por la rota de don Diego de Quesada, y por el paso de una puente, por donde se atraviesa un hondo y dificultoso barranco, que con igual hondura y aspereza, sin dar entrada por otra parte en más de cuatro leguas arriba y abajo de la puente, atraviesa desde encima del lugar de Acequia basta el río de Melejix. Los moros tenían desbaratada la puente de manera que no podían pasar caballos ni aun peones sin grandísima dificultad y peligro,   —227→   porque solamente habían dejado unos maderos viejos, que debieron ser estantes de la cimbra, al un lado, y sobre ellos un poco de pared tan angosta, que apenas podía ir por ella un hombre suelto; y aun este poco paso que para ellos habían dejado, ofreciéndoseles necesidad de pasar, le tenían descavado y solapado por los cimientos de manera, que si cargase más de una persona fuese abajo; y era tan grande la hondura del barranco por esta parte, que mirando desde arriba desvanecía la cabeza y quitaba la vista de los ojos. El marqués de Mondéjar iba muy bien apercebido, aunque no avisado de la rotura de la puente; llevaba la gente puesta en escuadrón, sus mangas de arcabuceros a los lados, y los corredores delante descubriendo el campo. Con esta orden llegó la vanguardia a unos visos que descubren el lugar y la puente que está antes de llegar a él. Luego se descubrieron los moros que estaban de la otra parte, y muchas banderas blancas y coloradas que campeaban por los cerros con aparencia de querer defender el paso. El Marqués, mandando que las mangas de los arcabuceros se adelantasen, dejó la caballería en batalla, y pasó a la vanguardia, para que los animosos soldados lo fuesen más con la presencia de su capitán general; y llegando al barranco y a la puente, los tiradores de entrambas partes comenzaron a tirar: los moros no pudieron resistir la furia de nuestras pelotas, y se arredraron, teniendo entendido que no había hombre tan animoso que osase acometer a pasar la desbaratada puente, que tenían por bastante defensa contra nuestro campo; mas un bendito fraile de la orden del seráfico padre san Francisco, llamado fray Cristóbal de Molina, con un crucifijo en la mano izquierda y la espada desnuda en la derecha, los hábitos cogidos en la cinta, y una rodela echada a las espaldas, invocando el poderoso nombre de Jesús, llegó al peligroso paso, y se metió determinadamente por él; y haciendo camino, no sin grandísimo trabajo y peligro, estribando a veces en las puntas de los maderos o estantes de la cimbra, y a veces en las piedras y en los terrones que se le desmoronaban debajo de los pies, pasó a la parte de los enemigos, que aguardaban con atención cuando le verían caer. Siguiéronle luego dos animosos soldados, aunque el uno con infelice suceso, porque faltándole la tierra y un madero, fue dando vueltas por el aire, y cuando llegó abajo ya iba hecho pedazos. El otro pasó, y tras dél otros muchos, no cesando de tirar siempre nuestros arcabuceros ni los moros, que estaban de mampuesto en un cercano cerro sobre la puente: finalmente cargó nuestra gente de manera, que los moros fueron retirándose, cediendo al riguroso ímpetu de los que reconocían ser suya la vitoria. Ganada la puente y el lugar con poco daño nuestro y mucho de los moros, los soldados trajeron maderos y puertas, y con haces de picas, rama y tierra adobaron la puente de manera que pudo pasar aquel día el carruaje, caballos y artillería, y aquella noche se alojó el campo en el lugar. Cebáronse tanto este día los arcabuceros de las mangas en los enemigos que iban huyendo, que dejando muertos más de ciento y cincuenta, fueron siguiéndolos hasta llegar al río que está de la otra parte de Lanjarón. Allí reconocieron ser poca gente la que los seguía, y revolvieron sobre ellos con grandes alaridos, y los apretaron tanto, que se hubieron de retirar a las casas del lugar; y no se teniendo por seguros en él, tomaron algunas vasijas con agua y cosas de comer que hallaron, y se fueron a guarecer en los antiguos edificios de un castillo despoblado, puesto sobre una alta peña, donde solía en otro tiempo ser la fortaleza del lugar, por si fuese menester defenderse entre los caídos muros mientras nuestro campo llegaba. En este tiempo el marqués de Mondéjar, alegre con la vitoria, no tanto por las muertes de los enemigos, como por haber ocupado aquel paso, que pudiera quedar famoso en aquel día con su muerte, si no acertara a llevar un peto fuerte, que resistió la pelota de una escopeta, que le venía a dar por los pechos, porque no sucediese alguna desgracia a los arcabuceros que iban delante, que le aguase el buen suceso, envió un diligente soldado con su anillo, a que dijese al capitán Caicedo Maldonado, vecino de Granada, que iba con ellos, que se retirase luego, y mandó al capitán Luis Maldonado que con cuatrocientos arcabuceros le asegurase el camino. Y como se acercase la noche, los moros, enemigos de pelear en aquella hora, se retiraron a las sierras, y nuestra gente toda se recogió a su alojamiento.




ArribaAbajoCapítulo X

Cómo nuestro campo pasó a Lanjarón, y de allí a Órgiba, y socorrió la torre


Toda aquella noche estuvo nuestro campo en Tablate con muchas centinelas por los cerros al derredor, por ser sitio dispuesto para poder hacer los enemigos cualquier acometimiento; y otro día, martes 11 de enero, dejando el marqués de Mondéjar en aquel presidio una compañía de infantería de la villa de Porcuna, cuyo capitán era Pedro de Arroyo, para que la gente y las escoltas pudiesen ir y venir seguramente, caminó la vuelta de Lanjarón, que está legua y media más adelante, en el camino de Órgiba. Este día tuvo nuestra gente algunas escaramuzas ligeras con los enemigos, que viendo marchar el campo, bajaron de las sierras, y tentaron de hacer algunos acometimientos en la vanguardia; mas luego se retiraron hacia una sierra que está a la parte de levante del lugar en el proprio camino real, donde se habían juntado muchos dellos con propósito de defender un paso áspero y dificultoso por donde de necesidad había de pasar nuestro campo el siguiente día. Teníanle fortalecido con reparos de piedras y peñas sueltas, puestas en las cumbres y en las laderas que venían a dar sobre el camino, para echarlas rodando sobre los cristianos cuando fuesen subiendo la cuesta arriba. El marqués de Mondéjar llevaba tanto deseo de socorrer la torre de Órgiba, que no quisiera detenerse aquel día; mas húbolo de hacer, porque llegó la retaguardia tarde, y llovía y hacía el tiempo trabajoso; y demás desto, no estaba determinado si pasaría adelante con la gente que llevaba, o si esperaría que llegase la otra que venía de las ciudades. Estuvo allí aquella noche a vista de los enemigos, que teniendo ocupado el paso con grandes fuegos por aquellos cerros, no hacían sino tocar sus atabalejos, dulzainas y jabecas, haciendo algazaras para atemorizar nuestros cristianos, que con grandísimo recato estuvieron todos con las armas en las manos. Al cuarto del alba llegó a la tienda de don Alonso de Granada Venegas un soldado que venía de la torre de Órgiba, y dio nueva como   —228→   los cercados se defendían. Otro día miércoles, antes que amaneciese, mandó el marqués de Mondéjar a don Francisco de Mendoza, su hijo, que con cien caballos y docientos infantes arcabuceros subiese una ladera arriba, donde había una sola senda áspera y muy fragosa, y fuese a tomar las espaldas a los enemigos, llevando algunos gastadores con picos y hazadones que la allanasen, porque se entendió que puestos en lo alto, hallarían disposición en la tierra para poderla hollar. Y siendo el día claro, partió el campo, yendo los escuadrones proporcionados y bien ordenados, conforme a la disposición de la tierra, y dos mangas de arcabuceros delante, que por las cordilleras de los cerros de una parte y otra del camino que hacía el campo, iban ocupando siempre las cumbres altas. Desta manera fue caminando nuestra gente la vuelta del enemigo, que estuvo un rato suspenso entre miedo y vergüenza, no se determinando si pelearía, o si, dejando pasar a nuestro campo, le sería más seguro romperle las escoltas y necesitarle con hambre; mas aun esto no supieron hacer los bárbaros ignorantes, porque en viendo que los caballos habían subido con la escuridad de la noche por donde apenas entendían que pudiera andar gente de a pie, entendiendo que no habría sierra, por áspera que fuese, que no hollasen, perdieron la esperanza de lo uno y de lo otro, y determinaron de tentar otra fortuna retirándose a la aspereza de las sierras, donde no les pudiese enojar la caballería; mas no lo pudieron hacer tan presto, que dejasen de recebir daño de los que ya les iban en el alcance; y dejando el paso y el camino desocupado, pasó nuestro campo a Órgiba, y aquella tarde se alojó en el lugar de Albacete con grande alegría de todos, mayormente de los cercados, que habían estado diez y siete días peleando noche y día con grandísimo trabajo y peligro. Habíales faltado ya el bastimento, y si no fuera por algunos moros padres y maridos de las mujeres que el alcaide había metido en la torre, que secretamente le habían dado agua y otras cosas de comer, poniéndolo de noche en parte que los cristianos lo pudiesen recoger, hubieran perecido muchos de hambre. También les habían traído munición de Motril, que les hubiera faltado si un animoso soldado natural de Órgiba, llamado Juan López, no se aventurara a ir por ella; el cual aprovechándose de la lengua árabe, en que era muy ladino, y del hábito de los moros, salió a media noche secretamente de la torre, y pasando por medio de su campo, fue a la villa de Motril y trajo un gran zurrón de pólvora y cantidad de plomo y cuerda a cuestas, con que se defendieron de aquellos lobos rabiosos ciento y sesenta almas cristianas, y entre los otros, cinco sacerdotes. El marqués de Mondéjar dio muchas gracias a Dios por tan buen suceso, y despachó luego correo con la nueva, que no fue menos bien recebida que la de Tablate. Y pareciéndole tener suficiente número de gente para allanar la tierra, escribió a don Francisco Hurtado de Mendoza, conde de Montagudo, asistente de Sevilla, que no le enviase la gente de aquella ciudad ni la de la milicia de Sevilla, Gibraltar, Carmona, Utrera y Jerez, que ya se había juntado para hacer la jornada. Esta carta llegó estando en Alcalá de Guadayra, y con él Juan Gutiérrez Tello, alférez mayor de Sevilla, con dos mil infantes arcabuceros con que servía la ciudad a su costa; y Gonzalo Argote de Molina, alférez mayor de la milicia de la Andalucía, con los capitanes y gente della. Luego despidió el Conde los dos mil arcabuceros de Sevilla, y mandó a Gonzalo Argote que con la gente de la milicia fuese a embarcarse en las galeras del cargo de don Sancho de Leiva; para guarnición dellas; de cuya causa no acudió la gente de Sevilla mientras el marqués de Mondéjar estuvo en campaña, hasta que adelante se le envió nueva orden para que la enviase, como se dirá en su lugar.




ArribaAbajoCapítulo XI

Cómo el marqués de Mondéjar pasó a la taa de Poqueira y la ganó


Siendo avisado el marqués de Mondéjar por algunas espías como Aben Humeya y Aben Jouhor juntaban a gran priesa los moros de la Alpujarra y los que se habían retirado del paso de Lanjarón para defender la entrada de la taa de Poqueira, aunque llevaba la gente fatigada del camino, otro día de mañana, que fue jueves a 13 días del mes de enero, salió de Albacete de Órgiba, dejando de presidio en aquel lugar al capitán Luis Maldonado con cuatrocientos soldados, para que recogiese los bastimentos y municiones que viniesen de Granada, y los fuese enviando al campo. Llevaba el marqués de Mondéjar su campo copioso de gente muy lucida y bien armada, porque habían llegado a él muchos caballeros, que dejando sus casas, iban a servir a su costa, deseosos de hacer ejemplar castigo en aquellos rebeldes por los sacrilegios que habían cometido; y crecíales cada hora más el deseo con ver los incendios y crueldades que hallaban por los lugares do pasaban. Sacó la infantería en tres escuadrones y la caballería a los lados, de manera que podía salir y acometer sin turbar las ordenanzas: las mangas de los arcabuceros iban de un cabo y de otro ocupando las cumbres, y delante iban las cuadrillas de la gente del campo suelta descubriendo la tierra. Desta manera caminaba nuestro campo con paso lento y reposado, cuando llegaron a él cuatro caballeros veinticuatros de Córdoba con cuatro compañías de gente de aquella ciudad, las dos de caballería y las dos de infantería, que enviaba el conde de Tendilla desde Granada. De las primeras eran capitanes don Pedro Ruiz de Aguayo y Andrés Ponce, y de las otras dos Cosme de Armenta y don Francisco de Simancas. Con esta gente holgó el marqués de Mondéjar mucho, y fue prosiguiendo su camino; mas aunque entendían todos que su intento era ir a echar los moros de aquellos lugares fuertes donde se habían metido, su fin no era por entonces otro sino tomar un sitio fuerte y acomodado para su alojamiento cerca de los lugares de aquella taa, donde le parecía poder estar con seguridad y poder ser proveído de vituallas, como si estuviera en Albacete de Órgiba, y desde allí turbar a los enemigos con correrías, porque para la entrada de aquella tierra le parecía convenir mayor número de gente. Habiendo pues caminado las escuadras tres cuartos de legua, y llegado a un llano que llaman el Faxar Ali, los moros, que dejando atrás los pasos y lugares fuertes donde estaban, se habían puesto en tres emboscadas para recebir a nuestro ejército en la angostura de las sierras, cuando les pareció tener bien tendidas sus redes, salieron a las mangas de los arcabuceros que iban de vanguardia, y acometieron la que iba más alta tan determinadamente, que fue necesario   —229→   reforzarla con más número de gente. Pasando pues el marqués de Mondéjar adelante para guiar algunos caballos que se hallaron en la vanguardia, le convino hacer alto, y formar escuadrón a tiro de arcabuz de los enemigos, y desde allí socorrió a todas partes, porque cargaban de manera, que en todas era bien menester socorro. La manga delantera, que llevaba Álvaro Flores, alguacil mayor de la inquisición de Granada, venía ya retirándose a más andar, dejando a su capitán con solos doce o trece soldados haciendo rostro, cuando don Francisco de Mendoza, a cuyo cargo iba la caballería, partió con una banda de caballos en su socorro; mas era tan grande la aspereza de la sierra, que cuando llegó a socorrerle no llevaba más de cuatro de a caballo consigo; que los demás no le habían podido seguir. Con estos hizo rostro, y dando vuelta, puso tanto ánimo a los soldados, que venían medio desbaratados, que se juntaron con su capitán, y sobreviniéndoles más gente de socorro, no solo resistieron el ímpetu de los enemigos, mas aun los desbarataron y pusieron en huida, subiendo tras dellos por lugares que aun para huir parecían dificultosos. Lo mesmo hicieron los de la retaguardia, siendo socorridos por don Alonso de Cárdenas. Este recuentro fue muy peligroso al principio, mas después tuvo felice suceso por el mucho valor de los caballeros y de los capitanes que acudieron al peligro. Salieron heridos don Francisco de Mendoza de una pedrada que le dio un moro en la rodilla, al cual mató allí luego, y a don Alonso Portocarrero le dieron dos saetadas en los muslos. Hubo solo un escudero cristiano muerto, y de los moros murieron más de cuatrocientos y cincuenta: los nuestros siguieron el alcance por donde la aspereza y fragosidad de las sierras les daba lugar. Álvaro Flores, con los soldados que pudo recoger y algunos caballos, tomó por las cordilleras altas, yendo siempre superior a los enemigos, hasta llegar al lugar de Bubión; y hallándole solo, porque Aben Humeya no osó aguardar en él, entró dentro, y desde un reducto o mirador que estaba delante de la puerta de la iglesia comenzó a capear, llamando nuestra gente para que caminase a la vitoria, porque el marqués de Mondéjar, recelando la dificultad del camino, había juntado a consejo, y estaba parado tratando del alojamiento que se había de tomar aquella noche; el cual, como vio el lugar ocupado por los cristianos, mandó que marchase todo el campo hacia él. Ganáronse las cuatro alcarías de aquella taa, sin hallar quien las defendiese, siendo la disposición de la tierra tan favorable a los moros, que si tuvieran ánimo de defenderla, fuera menester más tiempo y mayor número de gente para ganárselas. Llegado el campo a Bubión, los soldados subieron en cuadrillas por la sierra arriba, y captivando muchas mujeres y niños, mataron los hombres que pudieron alcanzar, y les tomaron gran cantidad de bagajes cargados de ropa y de seda, que llevaban a esconder por aquellas breñas. Cobraron la deseada libertad en Bubión el vicario Bravo y ciento y diez mujeres cristianas, que tenían aquellos herejes captivas. El siguiente día, viernes 14 de enero, estuvo el campo en aquel alojamiento, y desde allí envió el marqués de Mondéjar una escolta con los heridos y enfermos a Granada, con orden que a la vuelta acompañase los bastimentos y municiones que había en Órgiba, y envió a dar aviso al capitán Luis Maldonado del camino que pensaba hacer, para que de allí adelante supiese por dónde había de encaminar la gente y el bastimento que viniese al campo. Díjose aquel día misa con grandísima solenidad, y oyéronla todos los cristianos con mucha devoción puestos en sus ordenanzas debajo de las banderas; que cierto era contento verles glorificar al Señor por la vitoria y por la libertad de tantas almas cristianas como se habían redimido.




ArribaAbajoCapítulo XII

Cómo los moros degollaron la gente que había quedado de presidio en Tablate


Arriba dijimos como el marqués de Mondéjar dejó de presidio en Tablate al capitán Pedro de Arroyo con la compañía de infantería de la villa de Porcuna, para asegurar aquel paso a las escoltas que fuesen de Granada, con orden que no dejase pasar los soldados que se iban del campo sin licencia. Pudiendo pues hacer algún reducto donde meterse de noche, y tener su cuerpo de guardia y centinelas, como es costumbre de gente de guerra, estuvo tan descuidado, que los moros de la comarca tuvieron lugar de ofenderle a su salvo, porque su fin solo era salir al paso a los soldados que se iban del campo sin licencia, para quitarles por de contrabando los ganados, las esclavas y los bagajes que llevaban. Estando desta manera, el Anacoz y Gironcillo, que andaban atalayando por aquellos cerros, por ver si podrían romper alguna escolta, viendo el descuido de los nuestros, juntaron mil y quinientos moros, y los acometieron a media noche por tres partes; y entrando el lugar y la iglesia, degollaron todos los soldados que allí había, y los despojaron de armas y vestidos y de todas las cosas que tenían ellos tomadas por de contrabando; y no se teniendo por seguros entre las viles tapias de las casas, se tornaron a subir a la sierra. Esta nueva llegó a un mesmo tiempo a Granada y al campo del marqués de Mondéjar, y fue volando a la corte de su majestad, y con ella se aguó algún tanto la vitoria de aquellos días, porque juzgaban los contemplativos el daño y el peligro harto mayor de lo que era, diciendo que había sido ardid de guerra del enemigo dejar pasar nuestro campo a la Alpujarra, y cortar a las espaldas el paso por donde les había de entrar el bastimento, para necesitarle a que se retirase o pereciese de hambre. Mas luego cayó esta quimera, y se supo como Tablate estaba por los cristianos, porque el marqués de Mondéjar, sabiendo que los moros no habían osado parar allí, ordenó que la primera compañía que llegase, quedase en el lugar de presidio; y llegando Juan Alonso de Reinoso con la gente que enviaba la ciudad de Andújar, guardó la orden del Marqués y el paso con mucho cuidado; y hallando a Pedro de Arroyo caído entre los muertos con muchas heridas mortales, le hizo curar; mas él estaba tan debilitado, por haber estado tres días sin refrigerio, que llevándole a Granada murió en el camino. No se descuidó el conde de Tendilla en este socorro, porque luego que supo la rota de Tablate, aquella mesma noche envió a llamar a don Álvaro Manrique, hijo del conde de Osorno, caballero del hábito de Calatrava, que estaba alojado en una alcaría de la Vega con ochenta caballos y trecientos infantes de las villas de Aguilar, Montilla y Pliego;   —230→   el cual llegó antes que fuese de día a la puente Genil, donde ya el Conde le estaba aguardando con ochocientos infantes y ciento y veinte caballos; y entregándole toda aquella gente, le envió a poner cobro en aquel paso, con orden que, dejando buena guardia en él, pasase a juntarse con el campo del Marqués su padre; el cual partió luego, y hallando el lugar desembarazado, cumplió la orden del Conde, y se fue a juntar con nuestro campo en Juviles. El tiempo nos llama ya a que volvamos al marqués de los Vélez, que dejamos en el lugar de Tavernas.




ArribaAbajoCapítulo XIII

Cómo el marqués de los Vélez tuvo orden de su majestad para acudir a lo de Almería, y fue sobre los moros que se habían juntado en Guécija y los desbarató


Estaba todavía el marqués de los Vélez con su campo en Tavernas, y a 11 de enero, el día que el marqués de Mondéjar partió de Tablate, tuvo orden de su majestad, en conformidad de su ofrecimiento, para que con la gente que tenía junta acudiese a la parte de Almería por la seguridad de aquella comarca. Túvose por buena esta provisión, por hallarse ya dentro del reino de Granada con campo formado y recogido a su costa, aunque no dejaba de parecer que se hacía agravio al marqués de Mondéjar y a la razón de la guerra, habiendo en una provincia dos capitanes generales, que ninguno dellos quería igual. Hubo muchas personas que lo atribuyeron a permisión divina, que quiso que conviniesen a un mesmo tiempo en esta guerra dos personajes de voluntad tan contrarios, que cuando con equidad uno intercediese por los rebeldes, procurando medios para reducirlos, otro con rigor y aspereza los persiguiese; de manera que siendo dignamente castigados, desocupasen el reino de Granada, donde pudiendo ser moros encubiertos, mantenían con menor dificultad la seta de Mahoma. Luego otro día partió el marqués de los Vélez de aquel alojamiento en busca de algunos enemigos; y siendo avisado que los moros de Guécija se fortalecían en aquel lugar, y que habían soltado las acequias del río para empantanar los campos, y cortado gruesos árboles que atravesar en los caminos y veredas, y hecho otros impedimentos para que por ninguna parte los caballos les pudiesen entrar, enderezó su camino hacia ellos. Llevaba cinco mil infantes, la mayor parte arcabuceros y ballesteros, gente ejercitada en los rebatos de la costa del reino de Murcia y acostumbrada a los trabajos de la guerra, y trescientos de a caballo muy bien armados; y habiendo hecho reconocer el camino y los impedimentos que los enemigos le habían puesto, tomó la halda de la sierra un poco alta, por donde entendió que la podría mejor hollar, y con sus ordenanzas tendidas caminó la vuelta del lugar, donde aun todavía se devisaba desde lejos el incendio y ruina de la torre y del monasterio en que los moros habían quemado tantos religiosos cristianos. No se mostraron los moros perezosos en salirle a recebir con dos escuadrones de gente tan bien ordenarlos, como lo pudieran hacer soldados viejos muy práticos, y haciendo alto a vista de nuestro campo, degollaron cruelmente todos los cristianos captivos que tenían. Era caudillo destos herejes el Gorri, principal autor de tanta crueldad, el cual hizo muestra o representación de batalla, y el Marqués, que con honrosa envidia deseaba hacer hechos dignos de su nombre, teniendo reconocido el sitio en que estaban y por donde se le podría entrar, hizo poco caso dellos; y enviando delante al capitán Andrés de Mora, sargento mayor, con quinientos arcabuceros por la halda de la sierra, y en su resguardo a don Diego Fajardo, su hijo, con sesenta caballos, les mandó que los fuesen entreteniendo con escaramuza mientras llegaba con el golpe de la gente. El Gorri hizo rostro animosamente y mantuvo un buen rato la pelea; mas al fin, no pudiendo resistir la furia de la arcabucería, se comenzó a retirar antes que la caballería le cercase; y tomando por delante la gente inútil, llevando a las espaldas nuestros soldados, se encaramó en las peñas de la sierra de Ílar que estaba cerca, donde tenía en un reducto de piedras que está en la cumbre de un alto cerro recogidos los ganados y bastimentos; y rehaciéndose en él para tornar a pelear, tampoco le aprovechó nada, y al fin se metió por las sierras de Fílix. Hubieron libertad este día muchas cristianas captivas que se quedaron escondidas en las casas del lugar, y otras que dejaron los moros en las sierras cuando iban huyendo. El marqués de los Vélez se alojó en campaña, porque los soldados no entrasen a cargar de despojos y se fuesen, cosa muy ordinaria en esta guerra; aunque fue en vano su diligencia, porque luego se comenzaron a desmandar en cuadrillas por los lugares del Boloduí y del condado de Marchena, y cargados de ropa, yendo bien proveídos de esclavas y de bagajes, se volvían a sus casas; y así, hubo de estar el campo en aquel alojamiento más de lo que el General quisiera.




ArribaAbajoCapítulo XIV

De una entrada que la gente de Guadix hizo en el marquesado del Cenete


Mejor les hubiera sido a las moriscas del Deyre y de la Calahorra que sus maridos las hubieran dejado estar quedas en la fortaleza, donde el alcaide las tenía recogidas, que no sacarlas con el engaño que las sacaron; porque habiéndolas traído algunos días de sierra en sierra necesitadas de hambre, les fue forzado meterse en las casas del Deyre, confiadas en la guardia que Jerónimo el Maleh les hacía con la gente del marquesado, o como después nos dijeron algunas dellas, en la palabra que Juan de la Torre les había dado, diciéndoles que se asegurasen en sus casas, porque no recibirían daño. Sea como fuere, Pedro Arias de Ávila, corregidor de Guadix, fue avisado como el lugar estaba lleno de mujeres, y que había con ellas gente de guerra, y con parecer del cabildo acordó de ir a dar sobre él. No lo pudo hacer tan secreto, que los moros dejasen de ser avisados por los moriscos de paces que moraban en aquella ciudad. Juntando pues toda la gente de a pie y de a caballo, salió de Guadix sábado, 15 días del mes de enero, y a gran priesa fue la vuelta de la sierra, recelándose de algún aviso; y con todo eso, cuando llegó a vista del Deyre ya los moros y moras iban huyendo la sierra arriba. Adelantáronse don Hernando de Barradas, don Juan de Saavedra, don Cristóbal de Benavides, don Pedro de la Cueva y Hernán Valle de Palacios, Lázaro de Fonseca, y otros caballeros y ciudadanos, que por todos fueron catorce de a caballo, para alcanzarlos antes que encumbrasen el puerto de la   —231→   Ravaha; los cuales, dejando atrás las mujeres y bagajes que iban alcanzando, subieron la sierra arriba hasta llegar a un llano que se hace en la cumbre alta del puerto. Allí había reparado el Maleh con tres banderas y un golpe de gente armada para hacer rostro, mientras se ponían en cobro las mujeres y los bagajes; el cual resistió a nuestros caballos, y cargando animosamente sobre ellos, los hubiera puesto en aprieto, si en la mayor necesidad no les acudiera el doctor Fonseca con cuarenta arcabuceros. Viendo los moros este socorro y otros que iban llegando, comenzaron a retirarse, no del todo huyendo, sino haciendo vueltas sobre nuestra gente, y en una montañeta se entretuvieron más de media hora peleando, hasta que del todo fueron desbaratados y puestos en huida, dejando de los suyos más de cuatrocientos hombres muertos y dos mil almas captivas entre mujeres y niños, y mil bagajes cargados de ropa. Esta fue una de las mejores presas que se hicieron en esta guerra y con menos peligro; con la cual Pedro Arias de Ávila volvió muy contento a Guadix, y los moros quedaron bien lastimados.




ArribaAbajoCapítulo XV

Cómo el marqués de Mondéjar pasó a Pitres de Ferreira, y de una plática que don Hernando el Zaguer hizo a los alzados


El mismo día que Pedro Arias de Ávila hizo la entrada en el marquesado del Cenete, partió el marqués de Mondéjar de la taa de Poqueira, para ir en seguimiento de Aben Humeya y del Zaguer, que tuvo nueva se iban retirando la vuelta de Pitres de Ferreira; y dejando el camino derecho, tomó la cordillera alta de una sierra que se hace, entre estas dos taas, llevando la artillería y los bagajes, no sin grandísimo trabajo, por hacer el tiempo áspero de frío y estar las sierras cubiertas de nieve. Mas entrando en la taa de Ferreira, no halló enemigos con quien pelear; y lo que hubo notable en este camino fue que, pasando por junto al lugar de Pórtugos, se vio un gran humo que salía de la iglesia, y era que unos cristianos captivos, queriéndolos matar sus amos, se habían recogido y hecho fuertes en la torre del campanario, y los herejes le habían puesto fuego para quemarlos dentro. Luego sospechó el Marqués lo que debía ser, y mandó a don Luis de Córdoba y a don Alonso de Granada Venegas que con doscientos infantes y cincuenta caballos fuesen a ver qué era; los cuales llegaron a la iglesia sin impedimento, porque los moros se habían ido huyendo en viéndolos asomar. Contáronnos estos caballeros como llegaron a la iglesia, y entrando dentro, hallaron cinco mujeres cristianas muertas de heridas, tendidas por aquel suelo, y en la peaña del altar mayor un niño que parecía de hasta tres años, las manecitas atadas con un cordel y un puñal metido por el lado izquierdo, y la Sangre tan fresca, que aun no estaba resfriada, y los ojitos abiertos mirando tan tiernamente hacia el cielo, que parecía quejarse a su Criador del bárbaro sacrificio que de sus tiernos miembrecitos habían hecho aquellos herejes; y era tanta la hermosura del blanco y colorado rostro, que en la tierra mostraba bien el reposo con que el alma, libre de los temores desta guerra, glorificaba entre los ángeles al Señor; y que viendo aquel espectáculo de crueldad, movidos a compasión, les crecía igualmente tanta ira, que no vían la hora de tomar la venganza por sus manos, diciendo contra aquellos rústicos: «¡Oh, herejes descreídos! ¡No osáis aguardar a pelear con los hombres, que decís haberos ofendido, y como viles y cobardes tomáis venganza en las mujeres y en los niños, ensuciando vuestras viles y torpes espadas en su inocente sangre!» Había el fuego consumido una parte de los edificios de la torre, y si tardara el socorro un poco más, se acabara de quemar; mas los cristianos se habían metido en parte donde aun no los calentaba la llama, y uno dellos fue tan grande su determinación con el deseo de la libertad, que en viendo llegar nuestra gente, sin buscar la puerta por donde salir, se arrojó de la torre abajo, y no pudiendo las flacas canillas de las piernas sustentar la carga del pesado cuerpo, se quebraron entrambas, y todavía fue recogido por los soldados y llevado a las ancas de un caballo, y puesto con los demás en libertad. En este tiempo caminaba nuestra gente la vuelta de Pitres, lugar principal de aquella taa, el cual habían dejado los moros despoblado, y en la iglesia estaban ciento y cincuenta cristianas captivas, que fueron puestas en libertad, no habiendo consentido Miguel de Herrera, alguacil de aquel lugar, que los monfís y gandules las matasen. Había entre estos algunos hombres nobles de buen entendimiento, a quien parecían mal las crueldades que se hacían, y ver que los alpujarreños perseverasen en el levantamiento viendo que los del Albaicín se estaban quedos, cargándoles la culpa, y aun pidiendo que fuesen castigados con rigor; y esto, tales, por echar de sí la furia de la guerra, atribuyendo el mal a los sediciosos y a la ignorancia de aquellos pueblos, no deseaban más que la paz y quietud de sus casas, y así hacían algunas obras que entendían serles provechosas algún día. El que hacía más instancia en que la tierra se apaciguase era don Hernando el Zaguer, a quien Aben Humeya había hecho su capitán general; el cual, viendo que los moros se habían retirado del paso de Lanjarón, y después de Poqueira, sin dar batalla a nuestro campo, y conociendo su perdición, juntó los alguaciles y hombres principales de las taas que tenía por amigos, y queriéndoles persuadir a que, pues no eran poderosos contra su majestad, buscasen algún buen medio para que los perdonase, les hizo una plática desta manera: «No sé cómo poderos decir, hermanos míos, el poco cuidado que tenemos de nuestra salud. Si no podemos hacer tanto como sería menester en favor de nuestras casas, mujeres y hijos, siendo, como querríamos ser, defensores de nuestra libertad, ¿por qué no seguiremos el consejo de los cuerdos, cediendo a la contraria fortuna, que tan enemiga se nos muestra, pues los que pudieran ser más poderosos que nosotros y que nos ponían más confianza, aun no se atrevieron a probarla? Cuerpos tenían como nosotros los granadinos, y ánimos para dar y recebir heridas, y la mesma indignación que nosotros tenemos; mas no se quisieron arrojar precipitosamente por los despeñaderos de la ira, falta de consideración. Veamos agora, ¿qué nos aprovechará a nosotros el sacrificio de nuestra sangre en caso que una y más veces seamos vencedores, si al rey Felipe jamás le faltarán armas para combatirnos con mayor fuerza cuanto más indignado le tuviéremos? Por mejor tengo irnos a su clemencia y entregarle nuestras armas y banderas, que realmente son suyas, pidiendo perdón   —232→   de nuestras culpas, pues somos ciertos que nos admitirá, y tanto mejor agora, que la fortuna de la guerra parece estar algo dudosa, que no perseverar en una liviandad tan grande como hemos intentado, agravada de tantos delitos y excesos como se han hecho, a nuestro parecer con justas causas; aunque, si bien lo consideramos, no fueron sino desatinos de gente de poco entendimiento, que nos sujetamos luego a nuestra voluntad y deseo de venganza. Estemos a cuenta con los cristianos, que cierto nos la tomarán bien estrecha. ¿Podremos negar que no tenemos agua de baptismo como ellos? ¿Negaremos que no somos vasallos súbditos naturales del rey Felipe? Pues tampoco podemos llegar sino que la premática que tanto nos ha alborotado fue hecha a buen fin, aunque nos ha parecido grave. ¿Vosotros no veis que ni somos bien moros ni bien cristianos? Pues si esto es ansí, cierto es haber ofendido con este levantamiento a Dios primeramente, y después a nuestro rey. Las cosas sagradas en cualquier parte se deben respetar; nosotros hemos violado los templos con incendios y destruiciones, robando y matando los sacerdotes; queremos obedecer a otro rey, como si lo hubiéramos de hallar mejor; procuramos socorrernos de gente berberisca, so color de ser moros como ellos: pues sed ciertos que ni podremos sustentarnos con otro gobierno, aunque toda África nos favorezca, ni los berberiscos vernán a favorecernos por nuestro bien, sino por cudicia de robarnos, porque son tiranos ejercitados en robos y en latrocinios; y cuando más no puedan, se volverán cargados de los despojos de nuestras casas, dejándonos deshonradas nuestras mujeres y hijas, como lo han hecho en otras partes. No plega a Dios que tenga yo en tanto mi vida, que por salvarla cometa traición a mi nación ni deje de decir verdad. Esta que llamáis libertad será muy bien trocada por la paz. No sé qué pensamos sacar de la guerra, que ni sabemos ponerle el pecho ni volverle las espaldas, faltos de experiencia, de armas, de caballos, de navíos y de muros donde podernos asegurar, y que de necesidad habemos de andar de cueva en cueva y de sierra en sierra, cargados de mujeres y niños y huyendo de la fiereza de la gente española que nos sigue; y al fin ha de ser la hambre la que nos ha de rendir, como rindió a Granada y a otras muchas ciudades deste reino, cuando aun había mejor comodidad de poderle defender nuestros pasados. Yo sé que el marqués de Mondéjar nos admitirá en gracia del rey Felipe si acudimos a él con humildad; y no serán vergonzosas las condiciones con que nos recibiere quien tan gravemente ha sido ofendido de nuestra parte, aunque haga castigo ejemplar en algunos de nosotros, y sea yo el primero; que dichosa me será tal muerte, si con ella pagare las culpas de toda mi nación». Hasta aquí dijo el Zaguer; y aprobando su considerado parecer los ancianos que allí estaban, llamó a Jerónimo de Aponte y Juan Sánchez de Piña, a quien dijimos que había salvado las vidas en Ugíjar, y dándoles parte de lo que tenían acordado, les rogó que fuesen a tratar el negocio de la reducción con el marqués de Mondéjar, y le informasen del arrepentimiento que tenían los moriscos de la Alpujarra, y le suplicasen de su parte intercediese con su majestad para que perdonase aquel yerro, y se hubiese piadosamente con aquellos pueblos que humilmente se querían poner en sus manos; y que mientras esto se negociaba, rendirían las armas y las banderas, dándole una cédula firmada de su nombre, por la cual le asegurase su persona y familia. Con esta embajada, y una carta del Zaguer para el Marqués, en que se desculpaba de lo hecho y cargaba la culpa a los monfís, partieron Jerónimo de Aponte y Juan Sánchez de Piña de Juviles, y llegaron a Pitres el mesmo día que entró el campo, y dieron su recaudo al marqués de Mondéjar; el cual, para responder a ella y dar orden en enviar las cristianas a Granada con escolta, por el estorbo que hacían, y poder informarse de los adalides del campo cómo se podría desechar un paso dificultoso que tenía por delante en el camino de Juviles, se hubo de detener en aquel alojamiento el día siguiente. La respuesta que dio a Jerónimo de Aponte fue que tornase al Zaguer y le dijese que, rindiendo las armas y las banderas, como decía, y dándose llanamente a merced de su majestad, holgaría de ser su intercesor para que se hubiese misericordiosamente con ellos; mas que se resolviesen, porque no suspendería un solo momento la ejecución del castigo que llevaba comenzado. Y disimulando la cédula de seguro que pedía, le despachó luego.




ArribaAbajoCapítulo XVI

Cómo los moros acometieron a entrar en Pitres estando nuestro campo dentro del lugar


Está el lugar de Pitres en la falda de la Sierra Nevada que mira hacia el mediodía, repartido en tres barrios, poco distantes uno de otro: en el principal está la iglesia, y delante della una plaza llana de mediana grandeza; todo lo demás del lugar son cuestas y barrancos, y al derredor ásperas sierras, aunque fértiles de arboledas, por la abundancia de fuentes que bajan de los valles. Los moros, que siempre andaban a vista de nuestro campo con más ánimo de espantar que de representar batalla, fuese con propósito de hacer algún efeto con la ocasión de una cerrada niebla que amaneció el domingo por la mañana, o porque, como después decían algunos dellos, entendieron que unas cuadrillas que el Marqués enviaba a reconocer el camino, era todo el campo que marchaba, y quisieron guarecerse en las casas de la tempestad del frío, pareciéndoles que estaban yermas, bajaron a gran priesa de los cerros, y por dos partes fueron a meterse en el lugar, y llegaron a él sin ser sentidos ni vistos por las centinelas: tanta era la escuridad de la niebla. Los que entraron por la parte baja hacia el río dieron en unas casas algo apartadas, donde se había metido una escuadra de soldados, y hallándolos desapercebidos, los degollaron; solo un muchacho se les fue, que comenzó a dar voces y a tocar arma por una cuesta arriba, hasta llegar a cuerpo de guardia y a la posada del Marqués, el cual se puso luego a caballo y salió a la plaza de armas; y sospechando que debía ser ardid de guerra llamar al enemigo por la parte baja, para acudir de golpe por arriba y dividir desta manera nuestra gente, mandó recoger todas las compañías en sus cuarteles, y a los caballos que acudiesen a la plaza de armas. Ordenó a Juan Ochoa de Navarrete y a Antonio Flores de Benavides, capitanes de la infantería con que servía la ciudad de Baeza, que con sus compañías se metiesen en el barrio que estaba a la parte de levante algo apartado del de la iglesia,   —233→   un gran barranco en medio, por si los enemigos viniesen a entrar por allí; y no le engañó su sospecha, porque no eran bien llegados los capitanes al puesto, cuando los moros, que con las armas teñidas en sangre subían el barranco arriba, y otros que bajaban de la sierra, se encontraron con ellos. Peleose al principio animosamente de entrambas partes; mas acudiendo gente de parte de los moros, aunque menos de la que parecía con la escuridad de la fosca niebla, y con la presencia del peligro los soldados, gente nueva, aflojaron, y a un tiempo volvieron las espaldas, dejando solos a sus capitanes. Los enemigos no fueron perezosos en seguirlos por un lado del barranco, hasta meterlos en el barrio principal. A esto acudió luego el Marqués, acompañado de muchos caballeros y capitanes, y reparando el peligro, hizo que los moros volviesen huyendo por donde habían entrado, quedando algunos dellos muertos. Señaláronse este día doce soldados que se hallaron en la boca de una calle por donde venía el golpe de los enemigos, y defendiendo la entrada, mataron y hirieron muchos; quitáronles tres banderas, y sobreviniéndoles socorro, los hicieron volver huyendo. Una dellas era un estandarte de damasco carmesí con fluecos de seda y oro, que solía ser guión delante del Santísimo Sacramento en Ugíjar, y lo traían los herejes por insignia de su traición y maldad. Retiráronse los enemigos de Dios a la sierra, viendo lo mal que les iba en el lugar; y pasando por entre las casas, mataron un pobre atambor que hallaron solo tocando a gran priesa arma con su caja. Juntándose pues con el golpe de la otra gente, que aun no se había descubierto, volvieron segunda vez al lugar para ver si podrían hacer algún efeto; mas luego quebrantaron los rayos del sol aquella niebla y dieron claridad al día de manera que pudieron ser vistos: con todo eso, no dejaron de hacer su acometimiento y de llegar tan adelante, que con las piedras que tiraban a brazo alcanzaban a la plaza de armas; mas fue tanto el efeto que nuestros arcabuces hicieron por esta parte, que hubieron por bien de retirarse, entendiendo que cuanto más aclarase el día les iría peor, y por la orilla de la nieve volvieron a su alojamiento. Aquí murieron dos esforzados soldados, Juan de Isla, sobrino de Álvaro de Isla, corregidor de Antequera, y Jerónimo de Ávila, vecino de Granada, y otros cuyos nombres no supimos. No siguió nuestra gente el alcance, por ser ya tarde y caer una agua menuda mezclada con nieve, que impedía el tirar de los arcabuces.




ArribaAbajoCapítulo XVII

Cómo el campo del marqués de Mondéjar partió de Pitres en seguimiento del enemigo


El siguiente día, que fue lunes 17 de enero, partió el marqués de Mondéjar del alojamiento de Pitres, y con un temporal recio de agua y nieve, dejando el camino derecho que iba a Juviles, tomó la vuelta de Trevélez. No había caminado legua y media, cuando se descubrió el campo de los moros que iban hacia Juviles por la cordillera del cerro de la otra parte del río, donde había estado alojado aquella noche; los cuales entendiendo que nuestra gente hacía el mesmo camino y que les tomaría la delantera, enviaron seiscientos hombres con tres banderas, que entretuviesen con escaramuzas mientras se adelantaban los demás. Viéndolos venir el marqués de Mondéjar, mandó a los capitanes Diego de Aranda y Hernán Carrillo de Cuenca que fuesen con sus compañías a darles carga. Los moros, pareciéndoles que era poca gente, hicieron rostro, y los nuestros, aunque hacían muestra de ir hacia ellos, no se alargaron todo lo que era menester. Entonces el Marqués envió a don Hernando y don Gómez de Agreda, hermanos, vecinos de Granada, y otros gentileshombres que se hallaron par dél, a que reforzasen las dos compañías con quinientos arcabuceros; mas luego advirtió que era entretenimiento que procuraba el enemigo, para tener lugar de ponerse en salvo; y haciéndolos retirar, caminó con los escuadrones a paso largo, enviando delante a los capitanes Gonzalo Chacón y Lorenzo de Leiva, y Gonzalo de Alcántara con sus caballos y algunos peones sueltos, a que atajasen el campo de los moros, que iban a más andar por aquella loma. La caballería pasó el río y fue tomando lo alto; mas por mucha priesa que los capitanes se dieron, cuando llegaron arriba ya habían pasado, y solamente pudieron alancear algunos que se quedaron rezagados, y porque cerraba la noche, dejaron de seguirlos. Llegó nuestro campo a alojarse por bajo del lugar de Trevélez entre unos chaparros, cerca de un alcornocal y del río, por la comodidad del agua y de la leña tan necesaria para guarecer la gente del frío que hacía. Los moros tomaron lo alto de la sierra, y no pararon hasta meterse en la nieve, donde perecieron cantidad de mujeres y de criaturas de frío, y aun de los cristianos amanecieron helados a la mañana tres o cuatro, y algunos caballos reventaron de comer una maldita yerba que hallaron por aquellos valles.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

Cómo el marqués de Mondéjar pasó al castillo de Juviles, y los caudillos de los moros se fueron huyendo sin pelear


Los moros que iban huyendo delante de nuestro campo fueron a parar aquella noche a Juviles, donde tenían recogidas las mujeres y la riqueza de aquellas taas, pensando defenderse en el sitio de aquel castillo antiguo que dijimos, el cual era asaz fuerte para cualquier batalla de manos. Su intento era entretenerse allí algunos días, mientras se trataba de medios de paz, porque Jerónimo Aponte les había dado esperanza dello, por lo que había entendido en Pitres de la voluntad del Marqués, aunque el Zaguer y los otros caudillos estaban temerosos de ver que no les había querido dar seguro firmado de su nombre, y sospechaban lo que por ventura llevaban en pensamiento, que haría algún castigo ejemplar en los autores del rebelión. Dando pues y tomando sobre este negocio de reducirse, hubo varias opiniones entre los moros aquella noche. Los malos, a quien las culpas hacían perder la esperanza del perdón, decían que degollasen todas las mujeres cristianas que tenían captivas, y que se pusiesen en defensa y peleasen todo su posible, y cuando más no pudiesen, dejarían el sitio y se meterían por las sierras; lo cual podrían hacer fácilmente, por haber disposición para ello, a causa de la aspereza dellas, que era tanta, que no la podrían hollar caballos; y los que no se tenían por tan culpados, movidos del amor de sus mujeres y hijos, que veían padecer hambre, frío, cansancio y otras incomodidades, con esperanza de poder tener algún sosiego   —234→   en sus casas, arrimándose a la opinión del Zaguer, no quisieron que las matasen; antes pensando aplacar, con ponerlas en libertad, la indignación de los cristianos, las sacaron aquella mesma noche de las cuevas donde las tenían metidas en el castillo, y les dijeron que se fuesen a las casas del lugar y esperasen a sus parientes, que llegarían presto. Hubo muchas moras que las recogieron en sus casas y las acariciaron, a fin de que ellas las favoreciesen cuando los soldados entrasen. Siendo pues informado el marqués de Mondéjar del camino que el enemigo había hecho aquella noche, el martes, 18 días del mes de enero, bien de mañana levantó el campo, y caminó la vuelta de Juviles. No había bien entrado por aquella taa, cuando llegó Jerónimo de Aponte, y con él Juan Sánchez de Piña, y le dieron otra carta del Zaguer, en que repetía lo de la primera, pidiendo todavía un seguro por escrito para su persona y la de Aben Humeya. Estos cristianos refirieron al Marqués la voluntad que aquellos moros mostraban tener, y lo que habían tratado en sus juntas, y cómo habían defendido que los monfís no matasen las cristianas, certificándole que ellos habían sido la principal causa del mal que se había hecho en los templos y en los sacerdotes y en los vecinos cristianos, y procurando descargar al Zaguer y a Aben Humeya. El cual les respondió que volviesen a ellos, y les dijesen que se viniesen luego a rendir, porque él los admitiría, y a todos los que se viniesen con ellos, como se lo había dicho en Pitres; mas que entendiesen que no les había de dar una sola hora de tiempo, disimulando lo del seguro por escrito; y sospechando que era todo entretenimiento para sacar la ropa y las mujeres que allí tenían, mandó marchar más apriesa la gente. Vueltos los dos cristianos con la respuesta, los caudillos moros no se satisficieron nada della; y recogiendo la gente de guerra y, algunas cosas de precio que pudieron llevar, dejando orden que hiciesen todos lo mismo, dejaron el castillo y se fueron por las sierras hacia Bérchul. El marqués de Mondéjar, llegando cerca del lugar, hizo alto con los escuadrones, y envió a reconocerle a Gonzalo de Alcántara con algunos caballos, mandándole que no dejase entrar los soldados en las casas, porque no se desmandasen a robar y sucediese alguna desgracia. No tardó mucho que volvieron los dos cristianos, y dijeron al Marqués como los dos caudillos y toda la gente de guerra se habían ido la vuelta de Bérchul y de Cádiar, y con ellos la mayor parte de las mujeres, y que quedaban como quinientos hombres en el castillo, viejos y impedidos, y muchas moras que no se habían podido ir. Luego mandó marchar hacia el lugar, y junto a unas peñas que están cerca de las casas a la parte alta hacia poniente, salieron a recebirle las cristianas captivas con un piadoso llanto verdaderamente digno de compasión; las más dellas llevaban sus hijitos en los brazos, y otros algo mayores que las seguían por sus pies, y todas con las cabezas descubiertas y los cabellos tendidos por los hombros, y los rostros y los pechos bañados de lágrimas, que entre gozo y tristeza destilaban de sus ojos. No había consuelo que bastase consolarlas viendo nuestros cristianos, y acordándose de los maridos, hermanos, padres y hijos que delante de sus ojos les habían sido muertos con tanta crueldad, y dando voces, decían: «No tomen, señores, a vida hombre ni mujer de aquestos herejes, que tan malos han sido y tanto mal nos han hecho, y sobre todos nuestros trabajos nos persuadían a que renegásemos de la fe con ruegos y amenazas». El Marqués se enterneció de ver aquellas pobres mujeres tan lastimadas, y consolándolas lo mejor que pudo, hizo que se apartasen a un cabo, y envió gente a tomar los pasos por donde le pareció que tenían la retirada los moros, a unas partes peones y a otras caballos, conforme al sitio y disposición de la tierra, y con el golpe de los soldados caminó la vuelta del castillo.




ArribaAbajoCapítulo XIX

Cómo el beneficiado Torrijos, y con él muchos alguaciles de la Alpujarra, vinieron a nuestro campo a tratar de reducir la tierra


Aun no habían llegado nuestras gentes a ocupar el castillo de Juviles, cuando el beneficiado Torrijos, y con él Miguel Abenzaba, alguacil de Válor, y otros diez y seis alguaciles de los principales de la Alpujarra, llegaron a tratar de medios de paz con el marqués de Mondéjar. Este Torrijos, como atrás dijimos, era beneficiado de Darrícal, y tan querido de un morisco del linaje de los antiguos alguaciles de Ugíjar, llamado Andrés Alguacil, que muchos creyeron ser su hijo; su madre era morisca; el cual y todos sus parientes por su respeto le favorecieron en este levantamiento, para que los monfís no le matasen. Y porque se entienda su historia mejor, que no fue la menos memorable, haremos aquí una breve digresión della. Dicho queda en el capítulo del levantamiento de la taa de Ugíjar como un morisco su amigo le sacó de la torre donde se había metido, y le escondió en una cueva de la sierra de Gádor. Teniéndole pues en la cueva, fue avisado Andrés Alguacil dello, y le llevó a Ugíjar a su casa, donde le tuvo algunos días, y allí le fueron a hablar el Zaguer y el Partal y otros, que le aseguraron la vida; y mientras estos y Miguel de Rojas, suegro de Aben Humeya, estuvieron en el pueblo no tuvo de qué temer; mas después que se fueron, y entraron otros no tan amigos, Andrés Alguacil lo llevó al lugar de Nechite con intento de enviarle una noche a Guadix. Sucedió pues que en la hora que le habían de llevar hizo tan gran tempestad y cayó tanta nieve, que no se pudo atravesar la sierra; y después llegó al lugar Abenfarax, que andaba haciendo las crueldades dichas; y sabiendo que estaba allí, hizo pregonar que, so pena de la vida, ningún moro le encubriese, ni a otro cristiano, y que manifestasen luego el dinero, plata, oro y joyas que les hubiesen tomado, como lo hacía en todos los lugares donde llegaba. Dijéronle como Torrijos estaba malo en la cama, y que tenía seguro de Aben Humeya y del Zaguer; y con todo eso aprovechara poco, si cuatro mil ducados que llevaba en dineros y plata labrada no aplacaran la ira del tirano, poniéndoselos en las manos; y todavía le mató tres críados cristianos y otros dos mocitos que se habían librado de la muerte en Ugíjar, y los tenían sus madres en aquel lugar. Ido Abenfarax, los amigos de Torrijos le llevaron a Válor a casa de Miguel Abenzaba, hombre cuerdo y de los más ricos del lugar, y allí comenzaron a tratar del negocio de la redución con él y con otros parientes suyos. Y llevándole después Andrés Alguacil a Nechite para el mesmo efeto, vinieron a verse con él todos los alguaciles que agora   —235→   le acompañaban, llevándole por intercesor para con el marqués de Mondéjar, y otros muchos que dejaban apalabrados; y trayéndole a la memoria los beneficios que dellos; había recibido, le rogaron que, apiadándose de aquella tierra, por cualquier vía que pudiese la procurase remediar, porque conocían muy bien su perdición, y él les había hecho grandes ofrecimientos y animádolos de su parte. Llegaron a nuestro campo con unas banderillas blancas en las manos en señal de paz; y luego que entendió el Marqués a lo que iban, mandó que los dejasen llegar a él. Los alguaciles se echaron a sus pies y pidieron misericordia y perdón de sus culpas, y el beneficiado le dijo quien eran, y como, conociendo el yerro cometido, venían a darse a merced de su majestad y a ponerse debajo de su protección y amparo, como lo harían los demás vecinos de sus lugares teniendo seguridad para poderlo hacer; y que le suplicaban humilmente fuese intercesor con su majestad para que los perdonase. Estas y otras palabras de descargo refirió Torrijos al Marqués de parte de los alguaciles, y él las recibió alegremente, y los aseguró, y mandó que se tuviese cuenta con que no se les hiciese más daño, porque los soldados no podían llevar a paciencia ver que se tratase de medios con los rebeldes, maldiciendo a Torrijos y a los que andaban en ello, como si les quitaran de las manos el premio de una cierta vitoria; y cuando otro día se supo que los admitía, fue tan grande la tristeza en el campo como si hubieran perdido la jornada.




ArribaAbajoCapítulo XX

Cómo los cristianos ocuparon el castillo de Juviles, y de la mortandad que hicieron aquella noche en la gente rendida


Está el castillo de Juviles en la cumbre de un cerro muy alto, arredrado de las casas a la parte de levante; y aunque tiene los muros por el suelo, es sitio en que los enemigos se pudieran defender si su desconformidad no se lo estorbara. Caminando pues nuestra gente hacia él, a la media ladera del cerro bajaron tres moros ancianos con bandera de paz delante; y siendo asegurados para poder llegar, dijeron al marqués de Mondéjar como los caudillos con la gente de guerra se habían ido huyendo, y que ellos por sí y por los que dentro del castillo estaban, le suplicaban los quisiese recibir a merced. Entonces mandó a don Alonso de Cárdenas, y a don Luis de Córdoba, y a don Rodrigo de Vivero y a otros caballeros, que se adelantasen y se apoderasen del castillo y de lo que hallasen en él; los cuales lo hicieron luego, no sin murmuración de los soldados, pareciéndoles que lo aplicaría todo para sí; mas el Marqués les dio a saco todo el mueble, en que había ricas cosas de seda, oro, plata y aljófar, de que cupo la mejor y mayor parte a los que habían ido delante. Fueron los rendidos trecientos hombres y dos mil y cien mujeres; y porque tenía aquel sitio algunas veredas por donde poderse descolgar los que quisieran de parte de noche sin ser vistos, mandó que bajasen los captivos al lugar, y metiendo las mujeres en la iglesia, pusiesen los hombres por las casas. Esto se comenzó a poner luego por obra; y como el cuerpo de la iglesia era pequeño, y la gente mucha, de necesidad hubieron de quedarse fuera más de mil ánimas en la placeta que estaba delante de la puerta y en los bancales de unas hazas allí cerca, poniéndoles gente de guerra al derredor. Sería como media noche, cuando un mal considerado soldado quiso sacar de entre las otras moras una moza: la mora resistía, y él le tiraba reciamente del brazo para llevarla por fuerza, no le habiendo aprovechado palabras; cuando un moro mancebo, que en hábito de mujer la había siempre acompañado, fuese su hermano o su esposo u otro bien queriente, levantándose en pie, se fue para el soldado, y con una almarada que llevaba escondida le acometió animosamente y con tanta determinación, que no solamente la moza, mas aun la espada le quitó de las manos, y le dio dos heridas con ella; y ofreciéndose al sacrificio de la muerte, comenzó a hacer armas contra otros que cargaron luego sobre él. Apellidose el campo, diciendo que había moros armados entre las mujeres, y creció la gente, que acudía de todos los cuarteles con tanta confusión, que ninguno sabía dónde le llamaban las voces, ni se entendían, ni veían por dónde habían de ir con la escuridad de la noche. Donde el airado mancebo andaba, acudieron más soldados, y allí fue el principio de la crueldad, haciendo malvadas muertes por sus manos; y ejecutando sus espadas en las débiles y flacas mujeres, mataron en un instante cuantas hallaron fuera de la iglesia; y no quedaran con las vidas las que estaban dentro, sí no cerraran presto las puertas unos criados del Marqués que se habían aposentado en la torre, por ventura para mirar por ellas. Hubo muchos soldados heridos, los más que se herían unos a otros, entendiendo los que venían de fuera que los que martillaban con las espadas eran moros, porque solamente les alumbraba el centellar del acero y el relampaguear de la pólvora de los arcabuces en la tenebrosa oscuridad de la noche; y estos eran los que mayor estrago hacían, queriendo vengar su sangre en aquellas cuyas armas eran las lágrimas y dolorosos gemidos. En tanta desorden el Capitán General envió a gran priesa los capitanes Antonio Moreno y Hernando de Oruña y los sargentos mayores a que pusiesen algún remedio, y todos no fueron parte para ponerlo, por haberse movido ya todo el campo a manera de motín, indignados los soldados por un bando que se había echado aquel día, en que mandaba el Marqués que no se tomase ninguna mujer por captiva, porque eran libres. Duró la mortandad hasta que, siendo de día, los mesmos soldados se apaciguaron, no hallando más sangre que derramar los que no se podían ver hartos della, y conociendo otros el yerro grande que se había hecho. Luego comenzó a proceder el licenciado Ostos de Zayas, auditor general, contra los culpados, y ahorcó tres soldados de los que parecieron serlo por las informaciones. Este mesmo día el Zaguer, que se había retirado a Bérchul, envió a decir al marqués de Mondéjar que se quería reducir; el cual envió a don Francisco de Mendoza y a don Alonso de Granada Venegas con un estandarte de caballos y una compañía de infantería a recoger los que quisiesen venir; mas después se arrepintió el Zaguer, temiendo que se haría algún riguroso castigo en él, y se embreñó en las sierras; y don Francisco de Mendoza llevó consigo a su mujer y hijas y familia, y obra de cuarenta cristianas captivas que estaban con ellas; y con esto se volvió a Juviles, informado que Aben Humeya se había ido a meter en Ugíjar.



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ArribaAbajoCapítulo XXI

Cómo el marqués de Mondéjar comenzó a dar salvaguardia a los moros reducidos, y envió las cristianas captivas a Granada


Luego mandó el marqués de Mondéjar dar sus salvaguardias a los moros reducidos que habían venido con el beneficiado Torrijos, y les ordenó que fuesen a los lugares y hiciesen de manera que los vecinos se volviesen a sus casas, no consintiendo que se les hiciese mal tratamiento, porque otros se animasen viendo el acogimiento que se hacía a estos, y el rigor de que se usaba con los demás que estaban en su pertinacia. Esto que el General hacía no placía a los capitanes y soldados enemigos de la paz ni a los que se veían ofendidos de las tiranías de aquellos rebeldes, pareciéndoles que era demasiada misericordia la que usaban con ellos; y quien más lo sentía eran las cristianas que habían sido captivas, que con lágrimas y sollozos tristes contaban las crueldades que habían hecho, los regocijos con que habían apellidado el nombre y seta de Mahoma, y el escarnio y menosprecio con que habían tratado las casas de nuestra santa fe delante dellas; mas todo lo atropellaba el marqués de Mondéjar, entendiendo ser aquello lo que más convenía. Habiendo pues de pasar el campo adelante, porque iba en él mucha gente inútil, envió a Tello de Aguilar con la compañía de caballos de Écija y dos compañías de infantería a Granada, con las cristianas captivas y con los heridos y enfermos. Detuviéronse seis días en el camino, porque iban las mujeres a pie y eran ochocientas almas. Al entrar de la ciudad metió la infantería de vanguardia y los caballos de retaguardia, y ellas en medio a manera de procesión; los escuderos les llevaban cada dos niños en los arzones y en las ancas de los caballos, y algunos tres, dos en los brazos y el mayor en las ancas. Salió gran concurso de gente a verlas entrar por la puerta de Bibarrambla, y entre alegría y compasión, daban todos infinitas gracias a Dios, que las había librado de poder de sus enemigos. Llegándolas a saludar, había muchas que en queriendo hablar les faltaban las palabras y el aliento: tan grande era el cansancio y congoja que llevaban. Había entre ellas muchas dueñas nobles, apuestas y hermosas doncellas, criadas con mucho regalo, que iban desnudas y descalzas, y tan maltratadas del trabajo del captiverio y del camino, que no solo quebraban los corazones a los que las conocían, mas aun a quien no las había visto. Desta manera toda la ciudad hasta el monasterio de Nuestra Señora de la Victoria, que está encima de la puerta de Guadix, donde llegaron a hacer oración, y de allí fueron a la fortaleza de la Alhambra a que las viese la marquesa de Mondéjar. Y volviendo a las casas del Arzobispo, las que tenían parientes las llevaron a sus posadas, y las otras fueron hospedadas con caridad entre la buena gente, y de limosna se les compró de vestir y de calzar.



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