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De Burdeos a París


Atravesando el Garona por cima del magnífico puente de que queda hecha mención, abandona en fin el viajero la deliciosa ciudad de Burdeos, y su vista se recrea aún por largo rato contemplando en sus cercanías la esmerada cultura, las risueñas perspectivas, el sin número de caseríos que esmaltan las praderas, la actividad, el movimiento y vida de la población, que tan cumplidamente hace sentir su presencia y los bellos trabajos de su industria. Uno de los más bellos monumentos de la Francia moderna es el soberbio puente colgante de Cubrac, obra de estos últimos años, y de cuya prodigiosa extensión y admirable artificio siento no tener los datos suficientes para estamparlos aquí. -Pásase luego desde el departamento de la Gironda al de Charente inferior, y algunos restos de Landas con su triste monotonía vienen a hacer todavía un ligero paréntesis a tan bella escena, hasta que ya cerca de la ciudad de Angulema vuelve a tomar sus risueños colores y ofrecer la vista la riqueza de su vegetación. -Es por manera interesante el grato espectáculo que desplega esta antigua ciudad desde la elevada altura sobre que está edificada; y sobre todo, cuando dando la vuelta al pie de sus murallas, por una especie de terraza que la circunda, pueden contemplarse en una larga extensión los risueños valles formados entre los dos ríos Charente y Anguienne; el curso caprichoso de éstos, y las escarpadas rocas que limitan el lejano horizonte. La ciudad por sí merece también la atención del viajero curioso, en razón a sus antiguos monumentos, entre ellos la hermosa catedral, y la singularidad especial de su caserío que se aparta notablemente de la regularidad y simetría tan comunes en las ciudades francesas. -Entre las muchas e importantes fabricaciones que se emplean en esta ciudad, es notable la del papel, cuyas manufacturas principales se hallan situadas en el arrabal de l'Hormeau, y son célebres en toda Francia. Son en extremo interesantes y dignos de estudio los medios mecánicos y científicos empleados en la tal fabricación, y tanto más para nosotros, cuanto que desgraciadamente es uno de los ramos en que nuestra España se presenta fuera del nivel de las demás naciones industriosas. Todo el mundo conoce la hermosa calidad del papel francés y la belleza de las ediciones en que se emplea; pues en cuanto al precio, baste decir que el mejor que puede encontrarse en Madrid a ochenta reales resma, es inferior al que en las fábricas de Angulema cuesta de seis a siete francos.

En la grande extensión de ciento cuarenta y cinco leguas francesas que se cuentan desde Burdeos a París, son muchos los pueblos y otros objetos notables que se ofrecen a la contemplación del viajero; mas su sola enumeración, además de enojosa, sería repetida, y repetida aquí fuera de su lugar. Por otro lado, no soy tampoco de aquellos viajadores que desde el ventanillo del coche a donde asoman rápidamente la cabeza, creen poder juzgar de la condición física y moral de los pueblos que atraviesan, ni de los que copiando las hojas de su libro itinerario adoptan y trasladan cándidamente su contenido. -Así, por ejemplo, de la ciudad de Poitiers, antigua y célebre en la historia de Francia, sólo puedo decir que me pareció decaída y solitaria respecto a su inmensa extensión, y que al atravesar la inmediata de Chatellereault, (si hubiera sido la primera vez que lo hacía), acaso hubiera experimentado nada grata sorpresa al ver abalanzarse a los estribos del coche multitud de hombres, mujeres y niños, que introducen por sus ventanas, cuál una afilada navaja, cuál un agudo puñal, aquél un corta-plumas de veinte hojas, éste unas enormes tijeras. Pero no experimenté aquel efecto, sabiendo ya de antemano que llegaba al Albacete francés; esto es; a la ciudad cuchillera por excelencia, célebre por el temple de sus aceros, y en la cual, así como en la nuestra del reino de Murcia, el puñal y la navaja son una mercancía inocente y que todo viajero está obligado a sostener. Sin embargo, si el extranjero es Polaco y llegan a olerlo los de Chatellereault, acaso aquellos utensilios no permanezcan tan inocentes en sus manos, gracias a un profundo resentimiento que de padres a hijos se ha trasmitido contra los de aquella nación, por cierta jugarreta parecida al robo de las Sabinas en la antigua Roma, que un regimiento de la guardia imperial, de no sé qué nombre acabado en ski, dispuso y realizó con las mujeres de aquel pueblo en un día de función.

La ciudad de Tours, cabeza del departamento de L'Indre et Loire, sentada a la orilla izquierda de este río, es sin duda una de las más lindas poblaciones de la Francia, por su bella situación en medio del delicioso jardín de la Turena, y la elegancia y gusto de su construcción. La calle principal de la ciudad, que la atraviesa rectamente en toda su extensión de más de un cuarto de legua, desemboca por un lado en el camino de Poitiers y por el opuesto en el gran puente sobre el Loira; es lo más bello y aun magnífico que imaginarse pueda, por su considerable extensión, su perfecto alineamiento, y la belleza de los edificios que la decoran; y aunque el resto de la ciudad no responde en lo general a la suntuosidad de esta entrada, va sin embargo reformándose con arreglo a los preceptos del buen gusto. El aspecto general de la población y sus contornos considerados desde el hermoso puente de piedra (el segundo de esta clase después del de Burdeos) es sobremanera interesante, por la bella agrupación de los edificios, sobre los cuales se destacan las altas torres de la catedral, y a su pie el apacible río cubierto de barcos de trasporte, y una isla deliciosa formada en el medio de sus aguas, la frondosidad del inmenso arbolado, la profusión de quintas colocadas en las situaciones más pintorescas, y embellecido todo con los colores de un sol resplandeciente, de una atmósfera pura y serena.

Paseando por sus orillas a la caída de una tarde de agosto, trasladábase mi imaginación a las encantadoras márgenes del Guadalquivir, y como que se lamentaba en silencio de que ya que el cielo bondadoso presta iguales y aun mayores dones a nuestro suelo, no sepamos aprovecharlos, revistiéndole de aquel apoyo del arte, de aquella seguridad y protección generosa que necesita para desplegar sus encantos y hacerlos accesibles al hombre. -Engolfado en estas consideraciones, di luego la vuelta por los lindos paseos que rodean la ciudad: penetré en sus calles, cuando ya estaban iluminadas por un gas resplandeciente; recorrí sus hermosos cafés; asistí al teatro, y en todas partes hallé una sociedad tan elegante y animada, que más que en una ciudad de veinte y tres mil habitantes, parecíame estar en un pueblo de cien mil. Pero esto se explica diciendo que son infinitos los forasteros que, atraídos del clima apacible, de la campiña encantadora, que hacen de Tours una morada tan favorable a la salud y tan propia para gozar de los placeres de la vida, vienen a ella constantemente a pasar una parte del año, acabando muchos por fijarse allí por toda su vida. -Hoy se cuentan cerca de dos mil ingleses que han hecho en Tours y sus cercanías considerables adquisiciones, han edificado casas magníficas, quintas deliciosas, y vienen constantemente todos los años con sus familias, o se hallan resueltamente establecidos en la ciudad.

Si algún día la mejora de nuestros caminos, la multiplicación y facilidad de las comunicaciones, la seguridad personal, el establecimiento de buenas fondas y paradores, la tolerancia y los buenos modales en los paisanos, y el interés, en fin, bien entendido del pueblo en general, llegan a hacer accesible nuestra España a los viajeros touristas, especialmente a los ingleses, para quienes es insoportable la idea de privaciones, de inseguridad y de desaseo, ¡qué manantial tan inagotable de riquezas no abrirían a nuestro país centenares, miles de aquellos ricos huéspedes, que, huyendo del monótono espectáculo de su cielo nebuloso, y en busca de nuevas y gratas sensaciones, abandonan al caer del otoño las húmedas orillas del Támesis o los feudales castillos de la Escocia, embárcanse en Douvres con su familia, sus criados, sus perros, sus coches, sus muebles, sus vestidos y sus guineas, y descargan como nubes benéficas (aunque un tanto incómodas al que no ha de disfrutar de su rocío), ya sobre las frondosas orillas del Loira y del Garona, ya sobre las pintorescas cumbres y las benéficas aguas del Pirineo francés; o atraviesan los Alpes, y van a invernar como en una estufa en las islas de Hieres, o en las bellas ciudades de Niza, Pisa, Florencia o Nápoles! -Para todas aquellas afortunadas regiones la venida de los ingleses (y entiéndase que llaman ingleses a todos los extranjeros ricos) es un verdadero maná, una periódica cosecha que aguardan con impaciencia, como nuestros labradores el sol de agosto o las plácidas lluvias de abril. Si halláramos medio, repito, de desviarlos de su rápido e inmemorial itinerario; si por ventura al contemplar el Pirineo pudiéramos hacerles desechar todo temor de peligro o de sinsabores, y empeñarles a atravesarlo y visitar las hermosas y pintorescas provincias Vascongadas, las severas Castillas y la animada capital del reino, el pensil de Aranjuez, la frondosa Sierra-Morena, Córdoba la oriental, la imperial Sevilla y deliciosa Cádiz, las árabes Granada, Málaga, Almería y Valencia, la industriosa Barcelona, en fin, y su bellísima costa, para continuar luego por Marsella el resto de su círculo; ¡cuántos y cuántos, prendados de los encantos de nuestro suelo, darían por satisfecha su curiosidad, por colmada su admiración, y renunciarían gustosos a ver más, repitiendo sus visitas o fijándose entre nosotros, y desplegando su gusto y su magnificencia en los cármenes de Granada, o en las deliciosas márgenes del Betis!...

Todas estas y otras muchas consideraciones bullían aún en mi imaginación, cuando al siguiente día, subido a lo alto de las torres de la antigua y célebre catedral de Tours, veía desplegarse en mi derredor el rico panorama de su campiña, semejante en lozanía a los que desde las alturas del Miguelete o la Giralda me ofrecieran la huerta valenciana o las orillas del Guadalquivir; pero muy superior a ellos en la animación y riqueza que le presta el innumerable caserío que en una extensión de algunas leguas se alcanza a ver, y hace aparecer mezquino a su lado el considerable recinto de la ciudad.

La catedral, como todas o la mayor parte de las francesas del género llamado gótico, ostenta una imponente masa, una rica portada, y dos elegantes torres de delicado trabajo; pero en el interior ofrece la misma desnudez, el mismo no sé qué de yerto y cadavérico que suele observarse por lo regular en la mayor parte de los templos franceses. -Bajo este aspecto ¡cuánta es la superioridad de nuestro país sobre aquel! -Nuestras catedrales no sólo son delicadas páginas del arte ofrecidas a la imaginación del viajero; no sólo son museos riquísimos de todas las épocas, de todas las aplicaciones del genio; no sólo son tesoros de riqueza donde se ostenta la piedad y la poética imaginación de nuestro pueblo; sino que son también dignos altares del Altísimo, por su religioso recogimiento, su olor de incienso, los cánticos que resuenan constantemente bajo sus bóvedas, las antorchas que lucen en sus altares, las efigies que ocupan sus capillas, y el pueblo numeroso que reza arrodillado a sus pies. -Díganlo Toledo, Burgos, Sevilla, León, Santiago, Tarragona, y todas las demás que pudiéramos citar. -En los templos franceses, si se contempla la fachada y se sube a la torre, se ha visto el templo bajo el aspecto del arte; si se atraviesa un friísimo y desierto salón cubierto de sillas vacías y guardado por un portero (suisse) con su gran banda, bastón en mano, y sombrero de tres picos encajado en la cabeza, se ha contemplado la iglesia bajo el aspecto de la religión.

Regresé, pues, a mi hotel de la Bola de Oro a tiempo que sonaba la campana, señal de principiar la comida; y supuesto el ofrecimiento que tengo hecho a mis lectores, aprovecharé aquí la ocasión de borrajear la escena que ofrece una de estas mesas redondas conocidas allá con el nombre de Table d'hóte.

Al sonido de la ya dicha apelativa campana fueron descendiendo de sus habitaciones hasta dos docenas de huéspedes viajeros, de todos los sexos y procedencias posibles. Los ingleses, como es de suponer estaban en mayoría (porque a cualquier parte del mundo a donde uno se dirija, siempre ha de hallarlos con abundancia; gracias a la fecundidad de las severas hijas de Albión). -Distinguíase entre ellos una especie de obelisco humano, que empezando en dos botas de charol, iba a concluir a trescientas varas sobre el nivel del mar, en una calva reluciente, con algunos restos de cabellera, en otro tiempo rubia. A la altura de Su Gracia (porque por algunos trozos de la conversación inferí que aquel telégrafo ambulante era uno de los cientos y tantos pares que funcionan en el alto parlamento) se elevaba una jirafa con gorra de plumas, que según pudimos advertir no era otra cosa que el inglés-hembra, y ambos formaban el par completo, subdividido después hasta en el número de siete, por otros tantos specimen de la misma hechura, aunque de diversos metros y grados de desenrollo, los cuales venían a ser los frutos y renuevos de aquellos dos altísimos y sepulcrales cipreses. -Frontero de mí se veía un rotundo alemán, especie de mecánica roulante que andaba de pueblo en pueblo aplicando sus grandes conocimientos en tórculos, émbolos, y cilindros a todos los brazos de todos los ríos, a todas las ruedas de todas las máquinas que encontraba a su paso. -A mi izquierda sentaban dos amas, madre e hija, primera edición ajada y añeja aquella, segunda flamante corregida y enmendada ésta; tipo móvil y vivo de las modas de la rue Vivienne y de la Chanseé d'Antin, en quien luego reconocí a la misma artista parisién que había oído en el teatro la noche anterior, y cuya celebridad (aseguraba el cartel) se extendía desde las orillas del Newa hasta la embocadura del Misisipí, aunque creo que pasaba de incógnito por el espacio que media entre ambos ríos. -Tres jóvenes bulliciosos y resueltos, de negras y rubias barbas, de flexibles y rizadas melenas, vestidos de cien colores, adornados de cadenas y sortijas hasta la punta de la nariz, representaban en aquella mesa la alegría francesa y los intereses del comercio y de la industria. Comisionistas-viajeros de las fábricas, se dirigían con sus grandes carteras de muestras el uno a París, el otro a Nantes, el tercero a Bayona; y al paso que la muestra de sus telas y artefactos solían dejar también la de sus caracteres, desplegados franca y bulliciosamente en atronadora conversación, o en episódicos amores y grotescas aventuras con todas las Maritornes hosteleras, con todas las muñecas de almacén. Vida alegre y peregrina cuyo recuerdo conservan aún, cuando ya blanqueada por los años su cabellera y llenos por su industria los cofres, dan suelta a la bandada de sus numerosos dependientes, para que sigan la fama de su comercio y las trazas de su cortesanía.

Había además en la mesa un médico homeopático de Berlín que iba visitando hospitales y haciendo nuevos experimentos de matar por simpatía. -Un filántropo humanitario, de Nueva-York que andaba investigando los medios de guillotinar al prójimo con más comodidad, o de encarcelar a sus semejantes sin luz, sin habla, sin aire, y sin alimento. -Un doctor en teología de la Sorbona, que por fruto de sus meditaciones había acabado por convencerse de que él era una segunda edición del Mesías, y venía a Tours a establecer una cátedra de salvación a tanto al mes. -Dos periodistas parisienses que se dirigían a Tulle para asistir al célebre proceso de Madame Lafarge, de aquella alma cándida, de aquella mujer no comprendida que acababa de robar unos diamantes por entusiasmo y envenenar a su marido por puro amor. -Los demás asistentes a la mesa hemos dicho ya que llevaban todos el sello de la fábrica de London; cuál perteneciente al género dandy; cuál al de gent-lemen; éste al de baronet, aquella al de lady; estotra al de simple miss; y todos, por lo regular, venían a Tours tan sólo por el gasto de apuntar un nombre más en sus libritos de viaje, o por tomar un baño en el Loira, el segundo en Bañeras, el tercero en Niza, y el cuarto en el Tíber, y luego subirse al Vesubio para enjugarse; o correr después leguas y más leguas para llegar a tiempo de disputar el premio en las carreras de New-Market. -No hay pues que decir si con tan heterogéneos elementos ofrecería la mesa una escena curiosa, que yo traducía mentalmente al español, como único representante en aquel teatro del habla de Cervantes y de los garbanzos de Castilla.

Pero casualmente éste de la mesa es un punto en que todas las naciones se parecen; quiero decir, que en cuanto al mascar y engullir no ofrecía nada de nuevo, pues la igualdad ante la ley del apetito todo lo nivela, y ni el inglés echaba de menos su beasteak y su plom puding, ni el alemán su choucroute, ni el americano sus ananas, ni el español su olla podrida. -El lenguaje general era el que hubiera usado una comisión de operarios de la torre de Babel después que les sucedió aquel trabajo; mas en cuanto a pedir el plato al compañero, todos hablaban corrientemente el francés, y nadie dejaba en el tintero el s'il vous plait y el pardon de costumbre. -Las diversas fracciones se subdividían después en varios apartes. -Los ingleses hablaban de política con el americano; el médico prusiano hablaba de gases con el alemán; las inglesas no hablaban de nada, y los comisionistas franceses hablaban de todo. El Mesías novísimo intentaba inocular sus doctrinas en el alma de la actriz; y la madre de ésta me había tomado por su cuenta para averiguar si en España las mujeres llevan un puñal por abanico y los hombres un trabuco por bastón. -Pero todos callábamos cuando comíamos (que eran los más de los ratos, hasta que acabado el servicio cada uno se fue eclipsando sans façon y sans compliment (dos santos de aquella tierra, muy santos y muy buenos, pero muy mal criados), quedando sólo en la mesa los ingleses, sin duda para enjugarse con unas cuantas botellas de Jerez y del Rhin.

Sería repetir lo ya dicho si hubiera, de trasladar aquí las gratas sensaciones que experimenta el viajero atravesando el delicioso jardín de la Turena, siguiendo las magníficas orillas del Loira que mira siempre correr a su derecha, y costeando las pintorescas rocas que bordan el valle por la izquierda, a cuyas faldas se elevan una infinidad de edificios campestres, ingeniosamente combinada su arquitectura con la desigualdad del terreno, y cuyas rocas forman en muchas de ellas parte de sus murallas; y todo esto por un número considerable de leguas hasta llegar a cansar la vista y fatigar la imaginación. -Viene luego el soberbio camino elevado, conocido por el nombre de leveés de la Loire, el cual sirve también de dique para contener las aguas en tiempos de crecida, y tiene veinte y dos pies de altura sobre el río y veinte y cuatro de espesor. -Pásase después, aunque rápidamente, por la antigua y célebre ciudad de Blois, célebre en la historia de Francia por sus turbulentos estados y la muerte del duque de Guissa, y continúa luego el camino, siempre animado por la presencia del Loira y la hermosa vegetación de la campiña, por la riqueza de sus pueblos, caseríos y antiguos chateaux, (entre ellos el de Chambord, célebre mansión de Francisco I, hoy propiedad del duque de Burdeos), hasta llegar a la populosa ciudad de Orleans, notable por su extensión, hermosa catedral y otros edificios antiguos, y más que todo por ser la patria de la célebre doncella guerrera Juana de Arco, cuya estatua de mármol se eleva en un sencillo monumento colocado en la plaza Mastrois.

Orleans dista sólo treinta leguas de París, y a cada paso que adelanta va sintiendo el viajero la inmediación de la ciudad gigante, del gran emporio de la cultura y civilización del continente europeo. Los pueblos y caseríos que se suceden, van tomando un aspecto aún más importante y activo; los caminos se miran cubiertos de una multitud de carruajes de todas formas, de viajeros de todos los países; con los castillos y casas de placer alternan ya a cada paso las inmensas fábricas, los grandes establecimientos de educación y de industria; las carreteras más cuidadosamente reparadas, la propiedad más subdividida, los cercados más frecuentes, los más mínimos trozos de terreno aprovechados por la industria; todo da bien a conocer la importancia y el valor del país que se atraviesa; hasta que, al llegar a Bourg la Reine, la imaginación se reasume ya y encierra en este sólo nombre... PARÍS.

Con efecto, el viajero tiene delante de si allá en el fondo de tan animado cuadro, aquella colosal ciudad, ensueño de su imaginación, objeto de sus deseos. Todos los monumentos que le salen al paso, todos los sitios que pisa le son ya conocidos de antemano por los cuadros del artista o por las relaciones del viajero; y sin necesidad de preguntar a nadie, adivina y reconoce que aquellos arcos monumentales que mira a su derecha, son los del acueducto de Arcueill; que aquellos palacios y bosques que tiene a su izquierda, son los de Meudun y de Saint Cloud; que aquel severo edificio que descubre en el fondo, es el hospicio y castillo de Bicetre; que aquella inmensa cúpula que se destaca en la altura de la ciudad, es la de Sta. Genoveva, hoy Panteón Nacional; que aquellas dos torres paralelas a su inmediación son las de la iglesia de San Sulpicio; y más allá las otras dos célebres de la catedral de Notre Dame; mira campear a su izquierda la elegante cubierta del domo de los Inválidos; admira en el último término la masa gigantesca del arco de la Estrella; y reconoce en fin que aquella verja que se abre delante de él es una de las entradas o barreras de París (la barrera llamada del Infierno), y que un giro más que dé la rueda de su coche, le da ya en el recinto de la inmensa capital.




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París


Pretensión exagerada parecería, y seríalo en efecto, la de querer bosquejar el inmenso cuadro que bajo todos títulos ofrece la capital de Francia, reducido a las mínimas dimensiones de unos apuntes de viaje, escritos más bien para entretener los ratos de cansancio y la ausencia de los amigos, que para dar a conocer, a los que no lo hayan visto, la gran importancia, el mágico embeleso de aquella gigantesca capital. Empero entre aspirar a tamaño resultado, y el más modesto de recrear la memoria propia, y excitar algún tanto la curiosidad ajena, permítaseme el haberme decidido por este último extremo, y arriesgar sólo aquí las propias impresiones a la vista de tan singular espectáculo, sin que sea lícito pedirme cuenta más que de lo que diga, y no de modo alguno de lo muchísimo que dejaré por decir.

Empezando, pues, mi agradable tarea por el aspecto material de la ciudad, todo el mundo sabe que la antigua Lutecia de los Gaulas estuvo reducida en su primitivo origen a una isleta formada par el río Sena, que subsiste todavía, y es conocida hoy por el nombre de la Cité, agregándosela sucesivamente otras dos pequeñas (la de San Luis y la de Luvois). -Más adelante, andando los tiempos, y no cabiendo ya la población de Lutecia en tan estrechos límites, se extendió por ambas orillas del río, aumentándose sucesiva y prodigiosamente en términos que puede decirse que hoy la principal cuna de aquella metrópoli, apenas es apercibida entre la inmensa extensión de las otras dos poblaciones a derecha e izquierda del Sena. -Este río, pues, encerrado en el medio, y atravesando hoy la ciudad por toda su extensión, es la arteria principal, la marcada línea entre sus tres principales divisiones; y la separación que ella establece, no sólo se hace sentir en la material fisonomía de las construcciones, sino también en la social y política de su población; así vemos que la de la parte septentrional, o sea las Tullerías y la Chauseé d'Antin está más especialmente habitada por la corte y el comercio; la meridional, o sean los cuarteles de San Germán y de La universidad, son el patrimonio de la antigua aristocracia y de las escuelas; y el centro correspondiente a las islas, y en donde se hallan situadas la Catedral y el palacio de Justicia, es más especialmente habitado por el clero y la curia.

Reunidas, pues, estas tres divisiones, componen la asombrosa mole de siete leguas de circunferencia, cubierta con cuarenta y seis mil edificios, cortada por mil doscientas calles, y poblada con cerca de un millón de habitantes. Una muralla sencilla rodea su recinto, y está interrumpida por cincuenta y ocho entradas llamadas barreras, a las cuales vienen a convergir todos los caminos capitales del reino. Veinte y dos puentes sobre el río (entre los cuales los hay de primer orden por su solidez y elegante construcción), establecen las comunicaciones entre tan apartados barrios. -El terreno sobre que está situada la ciudad es generalmente llano, a excepción de algunas pendientes a los extremos hacia el Panteón y la puerta de San Dionisio.

Además de la división central marcada por el río, hay otra en la parte septentrional de la ciudad, establecida por los hermosísimos paseos conocidos por los Baluartes (Boulevards), y abiertos sobre el terreno por donde un día corría la fortificación de la ciudad; los cuales describiendo en su extensión de unos ocho mil pasos una inmensa curva desde la plaza de la Magdalena a la de la Bastilla, subdividen la parte más importante y vital de París (que es la comprendida s la derecha del Sena) en dos grandes porciones, que pueden llamarse nueva y vieja: campean en aquella la moderna aristocracia mercantil, con toda su magnificencia, y ostenta en ésta su inexplicable actividad la industria y el comercio de detalle. -Las calles principales, o siguen paralelas las dos grandes líneas del río y los baluartes en una prodigiosa extensión, o las comunican entre sí desde uno al otro extremo de la ciudad, estableciendo así un plan bastante uniforme y no difícil de comprender por el forastero.

Éste, al llegar a París por la parte de Arcueill (como a mí me sucedía esta vez), no tiene por el pronto que felicitarse mucho de la primer impresión que le produce aquella ciudad; pues atravesando por largo rato calles estrechas, sucias y oscuras, aunque de una extensión desconsoladora; contemplando la triste y sombría mole de las casas, por la mayor parte viejas y ennegrecidas por el tiempo y la humedad del clima, y mirándolas animadas por una población que, aunque activa e industriosa, parece revelar los rigores de la miseria, se hallará por el pronto desencantado de sus ilusiones; creerá fallidas sus brillantes esperanzas, y se vengará en silencio de las encomiásticas relaciones de los viajeros, maldiciendo de todo corazón su bondadosa credulidad. -Pero aguarde con paciencia el recién llegado; siga con la imaginación y con la vista el curso de su carruaje; salga en fin del embrollado caos del país latino (barrio de la Universidad), dé vista al río; atraviese el puente Nuevo; y si tanta es su fortuna que en aquel punto y hora la inmensa multitud de carruajes que te cruzan obliga a detenerse algunos minutos al suyo, asome entonces la cabeza nuestro viajero, y extienda la vista de uno y otro lado, y siguiendo los gigantescos brazos de la ciudad, contemple, si puede, delante de sí el romántico palacio de las Tullerías y sus bellos jardines; la magnífica fachada del Louvre y su elegante columnata; la interminable serie de hermosas casas que bordan los fuertes diques del río; la bella perspectiva de los puentes; el antiguo Hotel de ville (casa de ayuntamiento), y la torre de Santiago, limitando el cuadro a su derecha; el obelisco Egipcio, y el arco triunfal de la Estrella a su izquierda. -Por el opuesto lado del río podrá abarcar su vista los palacios del Instituto y de la Moneda, los del consejo de Estado y la Cámara de diputados, las elegantes cúpulas de los Inválidos y el Panteón; y en medio del río la hermosa isla, que parece una ciudad flotante, que arrancando en el mismo puente sobre que situamos al espectador, concluye ostentando entre las nubes las sombrías y majestuosas torres de la catedral (Notre Dame).

Ignoro si el viajero se dará por satisfecho con esta primera inspección; pero me persuado de que no sera así; antes bien creo que siéndole imposible desprenderse todavía de sus ensueños (que nunca se parecen a la realidad), y calificar a un sólo golpe de vista tan vario y magnífico espectáculo, cederá por el momento a un embrollo de los sentidos, a un aturdimiento de la imaginación, de que no sepa darse cuenta, pero que le impide gozar del cuadro majestuoso que le rodea. -Más adelante, y después de calmada esta primera e indefinible sensación, luego que, guiado por un cicerone inteligente, haya podido recorrer en su inmensa extensión las regias calles del Rivoli, Castiglione y la Paz; las animadas de Montmartre, San Dionisio y San Martin; las elegantes e industriosas de Richellieu, Vivienne y San Honorato; las opulentas y aristocráticas de la Chauseé d'Antin y del cuartel de San Germán; luego que, situado en la magnífica plaza de la Concordia, vea ostentarse en derredor suyo los principales palacios, jardines, paseos y monumentos públicos del París moderno; luego que haya recorrido la doble fila de diques que bordan el río, animados por una población numerosa y vital; luego que seguido la interminable línea de los Baluartes desde la moderna columna de las víctimas de julio hasta el magnífico templo griego de la Magdalena, espectáculo único en su género por su movimiento y suntuosidad; luego que del opuesto lado del río haya admirado el soberbio Panteón, el cuartel de Inválidos, el palacio y jardines de Luxemburgo, y el delicioso Botánico; la catedral de Nuestra Señora, y el palacio de Justicia en la isla central; los de las Tullerías y el Louvre, la columna de Napoleón, la casa de Ayuntamiento, la Bolsa, el arco de la Estrella, y otros mil monumentos de primer orden a la orilla derecha del Sena; luego que haya visto de noche este extenso cuadro alumbrado con infinidad de faroles alimentados por el gas; luego que haya recorrido las encantadoras galerías (passages) de Vivienne, Colbert, Saumon, Choiseul, Panoramas, Vero-dodat, etc.; luego, en fin, que haya contemplado las bellísimas arcadas que rodean el jardín del Palacio real de Orleans, y hallado en ellas el más magnífico bazar, la exposición más rica de industria que existe en el mundo; entonces y sólo entonces podrá decir el viajero que ha hallado el París que busca, el París magnífico, el París animado e industrial que soñaba su fantasía. -Aconsejémosle, pues, que no pretenda calificar de pronto tantos y tan variados objetos; que no ceda al entusiasmo ni a la fatiga que su vista le produzca, y que, reducido en lo posible a una observación meramente pasiva, aguarde a que el tiempo venga a colocarle en el verdadero punto de vista desde el cual ha de examinarle.

Sin apartarme por ahora de la rápida inspección material de aquella ciudad, sólo diré que en su conjunto no puede afirmarse, sin embargo, que sea una población bella, una agradable perspectiva. Y esto por varias razones. La considerable extensión de su recinto, poblado y engrandecido en diversas épocas y bajo el influjo de distintas civilizaciones, revela en sus varios cuarteles el sello peculiar de cada una, y por consecuencia ninguna calificación absoluta puede admitirse para el conjunto general. -Si penetramos, por ejemplo, en los barrios centrales del antiguo París, hallaremos un laberinto inexplicable de calles estrechas y tortuosas, de casas altísimas e informes, por cuyas ventanas no penetró jamás la luz del sol, cuyas fachadas ojivas y maltratadas por los rigores del tiempo ofrecen un desgraciado prospecto de aquella época tan encomiada en nuestros días por los poetas y novelistas; de aquella edad media, en que la humanidad se dividía en siervos y tiranos; en que los feudales castillos, los suntuosos palacios de éstos, dominaban desde su altura las miserables chozas donde vegetaban aquellos a su servicio; en que las disensiones de las familias patricias, en que las luchas de señor a señor, convertían sus vasallos en guerreros, sus palacios en fortalezas, sus tortuosas poblaciones en reductos y emboscadas, donde mutuamente se defendían de las bruscas agresiones de sus contrarios. -La civilización, emancipando a la humanidad de tan vergonzoso yugo; elevando, la inteligencia a un alto grado de esplendor; revelando al hombre su dignidad, y dándole a conocer los goces que la vida podría ofrecerle, vino a variar el aspecto material de los pueblos; y las ciudades modernas, borraron sucesivamente las ominosas trazas de su antiguo barbarismo, ostentan hoy una comodidad, un lujo, un halagüeño aspecto, que podrá si se quiere parecer monótono y prosaico a aquellos hombres excéntricos, que gustan de trasladarse con su imaginación y con su pluma a las épocas nebulosas y a los contrastes marcados; pero que no por eso dejará de obtener la aprobación de la generalidad de los vivientes, inclinados a atravesar más dulcemente su peregrinación en la tierra.

El París de Luis onceno y de Enrique cuarto va sin embargo desapareciendo rápidamente ante las poderosas exigencias de la moderna civilización, y hoy sólo conserva como documentos de la antigua algunos barrios tortuosos, algunas calles sombrías, algunos edificios públicos que su importancia hace respetables; y extendiendo además sus límites hasta un término que no pudieron nunca soñar sus antiguos fundadores, ostenta sobre ambas márgenes del Sena cuarteles inmensos, calles interminables, derechas, uniformes, amplísimas, cubiertas de edificios de elegante forma, fuertemente enlosadas con piedras cuadrangulares que ofrecen a los carruajes una superficie unida y sólida, con anditos o aceras para comodidad de los transeúntes, alumbradas de noche por el gas, disimulados con ingenioso cuidado los desniveles, cortadas las esquinas con inteligencia, proporcionados a su término los bellos puntos de vista y la fácil comunicación. -Y digan lo que quieran Víctor Hugo y su comparsa de imitadores, esto vale más que las tortuosas avenidas de la Cour des miracles (hoy convertida en una bonita plaza), y que las puertas ojivas, hora sustituidas por dóricas columnas, por elegantes balaustradas, por amplios y cómodos peristilos.

Queda sentado arriba que París, considerado en conjunto, no puede llamarse una ciudad bella; pero es preciso explicar ante todas cosas lo que nosotros los habitantes del mediodía llamamos una hermosa ciudad. -Ante todas cosas nuestros ojos, acostumbrados a una atmósfera pura, a un sol brillante, buscan en el conjunto de una población esta diafanidad del ambiente, esta armonía de los colores que sólo hallamos en nuestro clima. Los objetos más insignificantes embellecidos, las distancias más extensas aproximadas, adquieren por el reflejo de nuestro claro sol una entonación de colorido, una armonía de agrupación, que en vano buscaremos en donde las nubes y la bruma ejercen un imperio casi constante, y imprimen a todos los objetos un aspecto anticipado de vejez. -Así que, considerado París desde una elevada altura, sólo ofrece una inmensa masa de sombras cenicientas, una agrupación de picos grises o negros, una montaña, en fin, de pizarras, en cuyo fondo mate y sombrío vienen a apagarse los débiles rayos del sol; las calles, aunque anchas y largas, no permiten tampoco a la vista disfrutar toda su extensión, por la opacidad de la atmósfera en la mayor parte del año; y los objetos lejanos de importancia, las torres, los arcos triunfales aparecen como encubiertos con una gasa más o menos espesa, que por otro lado no deja de prestarles cierto realce y misteriosa hermosura. -Resultas de esta constante humedad es el color sombrío que adquieren muy pronto los edificios, en términos de llegar a ennegrecer completamente los de piedra, y dar lugar en los intersticios de sus labores a un musgo verdinegro, que a nuestros ojos no puede menos de desfigurarlos. -Así, por ejemplo, la fachada de la Catedral, la columnata del Louvre, el palacio de las Tullerías, el de Justicia y el antiguo Hotel de Ville, no ejercen sobre nosotros aquel efecto que acaso nos arrebató cuando los contemplábamos pintados; y por eso la Bolsa, la Magdalena, el consejo de Estado y el Arco de la Estrella, como edificios más modernos, y que todavía han podido resistir a la acción de la atmósfera, nos agradan y seducen más.

Las fachadas de las casas son por lo general sencillas y monótonas en su distribución y colorido, y carecen también a nuestros ojos de aquella parte vital que prestan a las nuestras sus balcones salientes, y sus extravagantes colorines. -En climas menos templados, el balcón no es como entre nosotros una necesidad; las ventanas permanecen constantemente cerradas, y la forma exterior tiene que acomodarse a las exigencias de la comodidad de los habitantes, más bien que al agrado del transeúnte. -Pero en cambio las casas de París no presentan las formas extravagantes de muchas de las nuestras, ni sus mezquinos tejados de barro, ni los prolongados aleros, ni los incómodos canalones, ni sucios portales y oscuras escaleras, informe y poco cómoda distribución interior. -Aquéllas, en los barrios mercantiles, tienen en su planta baja tiendas cómodas y espaciosas, generalmente adornadas en su exterior con caprichosas portadas de madera pintada; un portal más o menos capaz, pero limpio y bien enlosado; una escalera de madera construida en espiral con rara inteligencia, aunque a decir la verdad no con gran comodidad, por el corte que da a los peldaños la forma circular de la caja de la escalera; una distribución discreta y apropiada de todas las habitaciones; y una entendida economía de las luces, de la ventilación y de los conductos de las aguas, que harían bien en estudiar muchos pretendidos Vitrubios, cuya rara inteligencia se limita a hacer grandes salones, o imperceptibles celdas; pegar columnas a las fachadas y repisas a los balcones, sin cuidar ante todo de que el edificio responda o no a su objeto, y de que sus habitantes disfruten la mayor comodidad posible. -¿Qué dirían si vieran las casas de los barrios mercantiles de París, taladradas muchas de ellas en el interior de las habitaciones para dar paso a elegantísimas escaleras espirales de caoba, de hierro, de bronce, y hasta de cristal, que prestan comunicación entre los almacenes del piso bajo y los superiores; si observaran otras sostenidas por delgados pilares de hierro para dar más elegantes entradas y majestuoso aspecto a las tiendas y cafés; si mirasen construir en algunas puentes de hierro sobre los patios para comunicarse las habitaciones superiores; si viesen en las más penetrar por bajo del pavimento de la calle, y proporcionar allí espacios para las cocinas y otras necesarias dependencias? Sin duda llevarían a mal el ver adornar frontispicios con ventanas circulares, u ojivas, aplicar a ellas columnitas o estatuas, triglifos o festones, según el gusto de cada cual, sin cuidarse de si Paladio lo prohibió, o Vignola lo consiente, y hacer en el interior aquella distribución más análoga al carácter del habitador, sin obligarle a que por fuerza haya de tener una sala terminada por dos gabinetes, flanqueados por dos alcobas, éstas por dos pasillos, éstos por dos dormitorios bien fríos y bien oscuros, los dormitorios por un comedor, éste por una cocina, la cocina por una despensa, y entre ambas colocado oportunamente el malhadado recinto que más lejos debiera estar. ¿Merecerían también su desaprobación los portales sin basureros y sin urinarias (vistámoslas de romano para mayor decencia), algunos ricamente enlosados de mármoles, de relieves de estuco y espejos? ¿unas escaleras dependientes de su caja, unas habitaciones ensoladas de madera, unas paredes proporcionando espacio para las chimeneas, los tejados empizarrados, las buhardillas cómodas y hasta elegantes?

Si pasando de los barrios industriosos nos dirigimos a los opulentos y aristocráticos de la Chauseé d'Antin y San Germán, hallaremos allí una serie interminable de verdaderos palacios, de regios edificios, a donde se ostenta la elegancia y la opulencia de sus dueños. -Muchos presentan alineadas a la calle sus soberbias fachadas, otros solamente una espaciosa puerta, que da entrada a un jardín, o vestíbulo, en el fondo del cual se descubre el bello palacio del magnate, el elegante casino del artista o la opulenta mansión del comerciante acaudalado. -Formas griegas y romanas, de la edad media y del renacimiento, árabes y rusas, Villas italianas, Kiosques chinescos, pabellones orientales y clásicas columnatas; todo alterna osadamente en estos sitios, según el gusto particular de cada dueño; y por ello nadie pone la voz en el cielo; ni las academias lanzan sus anatemas; ni el ayuntamiento arma pleitos; ni los arquitectos se escandalizan; ni unos ni otros cuidan más sino de que la calle quede alineada; que el paso esté expedito; que el edificio ofrezca solidez; y que no tengan, en fin, ninguno de aquellos inconvenientes que el interés general tiene derecho a impedir al interés privado.

En los edificios públicos ya es otra cosa; y es preciso confesar que los arquitectos parisienses pueden presentar con orgullo en todas las épocas obras de la mayor importancia arregladas al gusto y a los severos preceptos del arte. -Ni es de mi propósito, ni está a mis alcances, el hacer un análisis de ellas; pero son harto conocidas y prodigadas sus descripciones para que haya necesidad de hacer una más. -Los antiguos templos de Nuestra Señora, los Inválidos, y San Germán l'Auxerrois, el magnífico palacio del Louvre, los del Instituto, la Moneda y otros muchos, las obras modernas del Panteón, la Bolsa, la Magdalena, el consejo de Estado, el arco de la Estrella, los puentes de Jena y Austerliz, son obras que ciertamente no hubieran desdeñado los griegos ni los romanos, y tanto que sólo se ofrece acaso que censurar en ellas la rígida imitación de los monumentos de aquellos pueblos, y tal vez la poca analogía de los edificios con el objeto a que están destinados, con las diversas creencias, las distintas necesidades de la moderna civilización. -Por ejemplo (y sea dicho sin acrimonia) a mi modo de ver, no hallo razón por la cual habiendo de edificar una iglesia destinada al culto de un Dios único, misterioso, sublime, se adopten las risueñas formas tan adecuadas a la griega mitología; que se transforme el templo de Teseo en iglesia de Magdalena la penitente, y sus relieves de triunfos humanos en otros que representan la misericordia del Redentor. -Tan ridículo aparece también a los ojos de la filosofía una Bolsa de comercio bajo la forma del Partenón; una rotunda romana para servir a un mercado de trigo; otro templo griego hecho teatro, y hasta con su nombre griego de Odeón. -Pero prescindiendo de este rigorismo clásico, no puede negarse a los arquitectos franceses un atrevimiento en la concepción y ejecución de aquellas gigantescas obras, que prueban sus sólidos estudios, y la conciencia con que cultivan el arte.

El empedrado de las calles de París, sólido, unido y formando una ligera curva con su elevación en el centro, es en extremo cómodo para el paso de carruajes, aunque los regueros que se forman en ambos lados y a la inmediación de las aceras no dejan de ser bastante incómodos a pesar de la inmensa multitud de conductos que impiden la aglomeración de las aguas. Pero este inconveniente va a ser remediado por un nuevo sistema que se halla ya puesto en práctica en las calles Vivienne y de Montesquieu, el cual consiste en echar dichos regueros por bajo de las losas o aceras elevadas, con lo cual aún en tiempo de las mayores lluvias no se verá en las calles ninguna corriente de agua. -Las ya dichas aceras son de una anchura conveniente respecto a la de la calle, de losas anchas de piedra o asfalto (especie de betún arenoso petrificado, de que se hallan además cubiertas muchas plazas y paseos), y presentan por su ligera elevación un abrigo contra los peligros que de lo contrario acarrearía el continuo paso de carruajes. La limpieza de las calles se verifica con asombrosa rapidez, si se atiende al inmenso recinto de la ciudad, y únicamente cuando sobrevienen las grandes lluvias o nieves de invierno es cuando realmente y por algunas horas se ponen intransitables. -El alumbrado público ya queda dicho que es por medio del gas, en lo principal de la ciudad, y además está reforzado considerablemente con la profusión de luces que ostentan las tiendas; pero las calles apartadas y lejanas del comercio permanecen aún poco menos que a oscuras con sus sombríos reverberos colgados de tarde en tarde en el centro de la calle. -La numeración es fácil y cómoda por el método adoptado también en Madrid, de los pares a la derecha y los impares a la izquierda, y creciendo o decreciendo según la proximidad al río. -Y la policía urbana, en fin, numerosa, vigilante y activa imprime a todo aquel conjunto una marcha constante, y conciliadora de la pública comodidad.

No se permite allí como en nuestro Madrid a los dueños de obras particulares embarazar el paso con grandes hacinamientos de escombros, cortes de maderas o preparaciones de la cal; tampoco se ven ostentadas al aire en ventanas y balcones las ropas recién lavadas; ni se tolera a los perros andar sueltos bajo su palabra; ni a las cabras echarse a pastar en medio de las calles y plazuelas; ni se ven grupos de mendigos ostentando sus llagas, o pidiendo con voces lastimosas; ni tropas de muchachos arrojándose guijarros; ni guijarros tampoco sueltos que pudieran arrojarse aunque quisieran; ni acémilas enormes cargadas de sanguinosas reses o de serones de pan; ni barreños de agua vertidos ex-abrupto a los pies del transeúnte; ni cuadrillas de jumentos portadores de ladrillos retozando en bulliciosa alegría; ni fornidos atletas pesando carbón, o cargándose sobre sus hombros una casa entera. -El reparto del agua, del pan, de la carne y demás provisiones de boca, de los materiales para las obras y de los muebles en las mudanzas de casa, se hace por medio de carros, enormes unos, apenas perceptibles otros, tirados aquéllos por vigorosos caballos, empujados éstos por niños, mujeres y hasta perros, que los hacen rodar sin gran trabajo por el buen empedrado y lo llano de las calles.

La ocupación constante de toda la población, las grandes distancias, y por consecuencia la prisa que a todos ocasionan, la rigidez del tiempo en la mayor parte del año, y el peligro, o más bien la imposibilidad de permanecer parado en donde todo se mueve, son causas bastantes para que no se formen en aquellas calles y plazas esos numerosos grupos de gentes baldías que atestan las nuestras, y de que todo presente allí el aspecto de la animación y el movimiento. Pero este punto del París vital merece por sí capítulo aparte; bástenos por hoy el haber borrajeado ligeramente el lugar de la escena, dejando para los días sucesivos el cuadro animado, las heterogéneas semblanzas de los actores.




ArribaAbajo- VII -

París


No es ciertamente la inmensidad de las calles, ni la belleza de los monumentos lo que más admira el forastero cuando llega a pisar a París; es, sí, la animación y movimiento de su población, el espectáculo de su vida exterior, el contraste armonioso de tantas discordancias en costumbres, en ocupaciones, en caracteres; la constante lucha del trabajo con la miseria, del goce con el deseo; el pomposo alarde de la inteligencia humana, y el horizonte inmenso de placeres que el interés y la civilización han sabido extender hasta un término infinito.

Preciso es convenir, sin embargo, que muchas de las que se llaman comodidades de la vida parisiense, no son otra cosa que medios inventados para destruir obstáculos, para satisfacer necesidades que en otros pueblos no existen; y que por lo tanto lo más que consiguen es nivelarle con aquéllos en cuanto a la satisfacción de tal o tal necesidad; mas no por eso debe dejar de admirarse los ingeniosos métodos con que algunos de aquellos obstáculos están neutralizados. -La dificultad de la comunicación, por ejemplo, debería ser sin duda uno de los inconvenientes que ofreciera aquella capital; pues esta dificultad desaparece gracias a un servicio de correspondencia interior perfectamente organizado que permite comunicarse rápidamente por medio de multitud de estafetas colocadas en todos los barrios, y cuyas cartas se reparten de dos en dos horas. -La rigidez del clima en mucha parte del año debería también hacer poco frecuentadas las calles, y paralizar en gran parte el movimiento de la población; pero para ocurrir a este inconveniente, un sin número de coches, berlinas, cabriolés de todas formas y gustos, estacionados en las plazas y calles, están prontos a conducir a los que los alquilan por días, por horas, o por un viaje sólo. Aún más; los enormes faetones designados con los nombres de Omnibus, Damas blancas, Favoritas, Bearnesas, etc., pudiendo contener cada uno de catorce a diez y seis personas, se han repartido modernamente todas las grandes líneas de la ciudad, y recorriéndolas constantemente de diez en diez minutos, van recogiendo al paso a todos los que gustan subir, y todavía le franquean correspondencia con otra línea, de suerte que por seis sueldos (unos nueve cuartos) que es el precio de cada viaje, pueden recorrerse distancias enormes con toda comodidad. -Para proporcionar paso entre dos calles principales, para dar más extensión al comercio y más elegancia a la ostentación de la industria mercantil, se establecieron las bellísimas galerías cerradas de cristal (passages) de que ya cuenta París más de doscientas, y al paso que de riquísimos bazares de comercio, sirven de grato recurso contra la intemperie y el bullicio de las calles. -La inmensa afluencia de forasteros y gentes baldías ha dado lugar a miles de posadas y fondas magníficas, donde se halla satisfecho desde el más modesto deseo hasta el lujo más desenfrenado; y la falta de la sociedad íntima (casi imposible en pueblo tan extenso y agitado), ha dado lugar a un sin número de espectáculos públicos, o más bien a un espectáculo perpetuo para el que llega a faltar hasta el tiempo material. -Por último, una bien entendida policía, ejerciendo su continua vigilancia, garantiza la seguridad pública y privada, satisfaciendo de este modo otra necesidad indispensable en un pueblo en donde al lado del lujo más asombroso, reina también la más horrorosa miseria; al lado de las virtudes más nobles, toda la depravación del crimen.

Hay en el idioma francés un verbo y un nombre que se aplican especialmente a la vida parisién, y son el verbo flaner, y el adjetivo flaneur. No sé como traducir estas voces, porque no hallo equivalente en nuestra lengua ni significado propio en nuestras costumbres; pero usando de rodeos diré que en francés flaner, quiere decir: «andar curioseando de calle en calle y de tienda en tienda», y ya se ve que el que tratara de flanear largo rato por la calle Mayor o la de la Montera, muy luego daría por satisfecha su curiosidad, porque en un pueblo sin industria propia, y que tiene que importar del extranjero la mayor parte de los objetos, debe ser reducido el acopio de ellos, y no dar materia a una prolongada contemplación. -París por el contrario, es el más grande almacén de la moda, la fábrica principal del lujo europeo, y en sus innumerables tiendas vienen a reunirse diariamente todos los adelantos, todos los caprichos de las artes bellas y mecánicas; de suerte que por muy exigente que quiera ser la imaginación del espectador, todavía puede estar seguro de verla sobrepujada por la realidad; todavía se le presentarán objetos de tal primor que no hubiera imaginado en sus más caprichosos ensueños.

Esta actividad de la industria, este poderoso estímulo del interés, ha dado también ocasión a otra especialidad propia de París, que consiste en el arte, o más bien la coquetería con que todos aquellos objetos están expuestos al público en las portadas de las tiendas; gracia singular de que con algunas excepciones carecen todavía las nuestras, y aun las riquísimas de Londres pretenden en vano disputar. -La necesidad de fijar obligadamente la vista del rápido transeúnte, y de decidir su voluntad fluctuante entre millares de objetos, establece entre ellas una lucha o rivalidad perpetua, de que viene a resultar un magnífico golpe de vista.

No basta sólo al mercader parisiense ocupar con su surtido almacén todos los pisos de una casa; no le basta enriquecer su portada con decoraciones magníficas o extravagantes, adornar su entrada con elegantes puertas de bronce y con cristales de una dimensión y diafanidad prodigiosa; no le basta señalarle a la curiosidad con enormes y simbólicas enseñas, e iluminarle de noche con un gran número de mecheros de gas; es preciso también que sepa colocar diestramente en los ricos aparadores de su entrada todos los más bellos objetos de su surtido, presentados bajo su mejor punto de luz, y pendientes de cada uno de ellos sendas tarjetas con su precio respectivo. -¡Qué no inventan el capricho y el interés combinados para atraer por un instante la fugaz vista del pasajero; para despertar en él deseos que de otro modo no le hubieran ocurrido jamás! -La rica joyería le ofrece una multitud de alhajas que bastarían a agotar el tesoro de un monarca, y al lado de las más preciosas materias, el arte le presenta su perfecta imitación; pero con tan superior maestría que sólo puede convencerse de ella el que lo mira, cuando a un lado puede leer el letrero que dice: oro, plata, diamantes, y en el otro imitación de oro, plata y diamantes. -Una relojería para estar allí decentemente adornada, necesita ostentar a la vista cuatrocientos o quinientos relojes de oro, de valor de doscientos a mil francos cada uno; y las fábricas de péndolas de bronce y mármoles las presentan también por centenares, de todos los tamaños, y de la más rara perfección. -Los anteojeros y fabricantes de instrumentos físicos desplegan tal riqueza, que parece imposible que el poseedor de aquel capital tenga necesidad de trabajar más. Cada papeteríe es no bellísimo museo de curiosidades en objetos de escritorio, en carteras, albums, encuadernaciones y grabados; cada tienda de música un verdadero concierto de bellísimos instrumentos, lindos libros de canto y preciosas viñetas litográficas. Las librerías y gabinetes de lectura pueden llamarse bibliotecas, habiéndolas que cuentan con un surtido de cien mil y más volúmenes en todas lenguas aun las más extrañas, y el inmenso acopio de las nuevas publicaciones del día. Cada tienda de sastrería presenta tan asombroso surtido de ropas hechas, que pudiera bastar a un regimiento entero, y además en graciosos manequís del tamaño natural ofrece a la vista el corte más moderno de aquellos trajes. Un peluquero, entre la inmensa multitud de pelucas, botes, cepillos, esponjas, peines y demás muebles de tocador, coloca bellísimas y expresivas figuras de cera que ofrecen en su tocado las últimas modas, y en sus gracias perpetuas la moda de todos los tiempos, la hermosura. Un fabricante de pieles no se contenta con presentar tras de sus cristales las muestras de aquéllas, sino los mismos animales que las usan, un tigre, un león, una pantera, perfectamente empajados, y que con su aptitud imponente y su desapacible verdad, causan miedo al que desapercibido los mira por primera vez. Un zapatero, un sombrerero, una fábrica de guantes saben presentar sus elegantes artefactos con tal abundancia y capricho, que rayan en la extravagancia; toda ponderación es poca para pintar el grado de belleza y ostentación que explayan los almacenes de muebles, y los de sederías, algodones y lienzo, la riqueza de sus chales de cachemira, y la inmensidad de piezas de telas de cuantos gustos y caprichos puede inventar la imaginación; y sería también atormentarla el seguir en sus diversas faces la instable variedad de la moda que en sombrerillos y prendidos, camisas, flores y bordados presentan a cada paso y a cada hora las innumerables tiendas de modistas y costureras. -Pero ¿qué más? hasta los comercios más modestos, el especiero por ejemplo, (tipo especial de París que tiene parte de nuestros lonjistas, de nuestros drogueros y almacenes de ultramarinos y más que todos reunidos), sabe disponer con una gracia seductora a la puerta de su almacén los variados frutos que forman su comercio, las naranjas y manzanas, los caracoles, las ostras y cocos, en elegantes pilas de césped; los líquidos en bellísimas vasijas de mil colores, los sólidos en graciosos azafates de mil formas. El confitero, verdadero artista escultor, trabaja sus artefactos con la misma conciencia que aquel sus bellas estatuas, y en sus manos lo humilde de la materia desaparece ante lo magnífico de la forma. Los pasteleros con igual destreza saben unir la belleza exterior con la realidad de la sustancia. Los innumerables fondistas presentan en sus aparadores todo el primor del arte culinario aplicado a los más sabrosos productos naturales de todos los pueblos. Por último, hasta los panaderos y carniceros disponen detrás de los cristales sus sólidas mercancías, con una limpieza, con una armonía tal de colocación, que destierra de todo punto cualquier idea de repugnancia.

Pero hay sobre todo un género de comercio en París con el que en vano pretenderían competir los más industriales pueblos de Europa, y este comercio es el del inmenso ramo de chucherías de lujo y de necesidad formadas de todas materias, conocido con el nombre de bijouterie. En estos almacenes es donde realmente queda sorprendida la imaginación, al ver la multitud de formas delicadas que todos los metales, todas las maderas, el marfil, la concha, el barro, el yeso, el cristal y porcelana reciben en manos del artista francés. Toda la Europa y América lo saben, porque toda la Europa y América son en este punto tributarios de las modas de París; pero es preciso contemplarlo de cerca, penetrar en las casas de Susse, Giroux y otros nombres infinitos harto conocidos, recorrer sus salones cubiertos de preciosísimos objetos; contemplar las graciosas caricaturas de yeso y de barro por Dantan, las bellas estatuitas de bronce y de mármol que reproducen a todos los personajes célebres, desde el emperador Napoleón hasta el cantor Rubini o la bailarina Taglioni; los innumerables artículos de estuches o necessaires, tocadores, juegos, dijes y chucherías, y admirar en fin el ingenio y la industria humana que han llegado a hacer necesarias tan magníficas superfluidades.

Añádase a este brillante primor de las tiendas, que detrás de aquellas cristalerías y por entre los ligeros espacios que permiten tan varios objetos, a la luz de cien mecheros de gas reflejados en cien espejos que cubren las paredes y estanterías, sentadas en elegantes sillones, o paseando detrás de los inmensos mostradores, os está acechando una falange de seductoras sirenas (estilo antiguo), o ya sea hasta una docena de mujeres fatales (estilo moderno) ricamente ataviadas, como para una soirée, bellamente prendidas, y contando además con una buena porción de gracias juveniles, de amabilidad y destreza mercantil. Y aquí me parece del caso hacer otro paréntesis para el que pido de antemano la venia de mis lectores.

Esta utilidad, o llámese explotación del trabajo mujeril, es uno de los extremos en que las costumbres francesas se apartan notablemente de las nuestras. La galantería y la susceptibilidad españolas, no suelen avenirse bien con la idea de hacer de la mujer un compañero en el trabajo, y menos aún con la de servirse de su atractivo como un medio de especulación. Bajo este aspecto nuestras mujeres son más dichosas, si dicha puede llamarse el estar reducidas a una condición pasiva, aunque rodeada de una cierta aureola de adoración. Mas, mirado por otro lado, no deja de tener grandes inconvenientes nuestro sistema; inconvenientes que redundan en perjuicio de la sociedad, y que la misma mujer es la primera a sentir.

En primer lugar, eliminando casi del trabajo a una mitad de la población, queda reducida ésta cuando menos a una mitad de productos. Lo probaremos por un ejemplo. Un mercader v. g. que por un principio de delicadeza no quiere colocar a su mujer detrás del mostrador, tiene que poner en su lugar a dos mancebos; pérdida material para el comerciante, y pérdida para la sociedad, porque aquellos jóvenes, reducidos a un trabajo insignificante, dejan de dedicarse a otro más útil que requiera la inteligencia o la fuerza. Las mujeres, que debieran reemplazarlos en este destino más análogo a su delicadeza y al género de su talento, no encuentran tampoco ocupación para el suyo, o tienen que contentarse con una escasa retribución a cambio de enojosas fatigas, y he aquí otra pérdida para el sexo en general. -Por otro lado, un negociante, un fabricante, un propietario, asociando decorosamente su mujer a sus trabajos, la inspira más interés por la sociedad común; desenvuelve en ella el instinto del cálculo; entretiene su activa imaginación, y la hace por consecuencia menos accesible a las seducciones, y más enemiga del lujo y los placeres.

El interés de la mujer está también en recibir un género de educación que la predispone al trabajo, que dobla su valor, y que la emancipa, si ella quiere, de la tiranía del hombre, y de las fuertes cadenas de la seducción. Y no se asusten nuestras damas meridionales con estas ideas, que son las que rigen en todo el norte de Europa y América. El trabajo, la ocupación, es la más agradable compañía; la instrucción la más sólida dote, y la importancia social que reciben con ambas, en nada perjudica al entusiasmo que sus gracias personales pueden inspirar. Los lores ingleses y los hacendados anglo-americanos suelen pagar a sus hijas las labores, cuyo importe suele reunir para hacerlas el regalo nupcial: los comerciantes alemanes y holandeses asocian a sus mujeres a los trabajos de su bufete, y los franceses las colocan al frente de sus fábricas y de sus haciendas. Pero sin salir de nuestra España: en Bilbao, por ejemplo, recuerdo haber visto a señoritas de las principales casas de comercio llevar los libros de caja con singular perfección, y a sus madres bajar al zaguán a recibir los importantes cargamentos, y disponer su colocación en los almacenes; y nótese también que Bilbao es uno de los pueblos de España donde las costumbres son más puras, la inteligencia más activa, y más importante la riqueza.

Permítaseme este ligero episodio en favor (aunque ellas no lo crean así) de nuestras amables paisanas, muchas de las cuales, por fruto de un mal entendido método de educación, suelen estar reducidas a calcular su importancia por el mayor o menor caudal de sus gracias físicas, a verla desaparecer del todo con aquéllas, y a quedar reducidas, cuando viudas, cuando huérfanas, cuando viejas o desgraciadas de figura, a implorar la compasión de un seductor, o a ganar la mísera existencia con un mezquino trabajo apenas recompensado.

Volvamos a París, donde un sin número de mujeres encuentran ocupación regentando las tiendas, y llevando los asientos con tan rara inteligencia, que no puede menos de redundar en beneficio de los dueños que las emplean. -Todos nuestros cepillados mancebos de las tiendas de las calles del Carmen y la Montera, todos los vetustos dependientes de la calle de Postas y bajada de Santa Cruz, son unos miserables autómatas sin vida al lado de la más insignificante muchacha de las calles Vivienne y Richellieu. -Su gracia persuasiva, el aplomo y destreza con que saben entablar y seguir la más enredada polémica sobre el mérito de sus mercancías, sobre la baratura de su precio, sobre la necesidad de su uso, es para desconcertar al hombre más exigente o desdeñoso, y ¡desdichado de él, si, seducido por cualquiera de los objetos que mira a la puerta, llega a salvar sus umbrales, y penetrar en el sagrado recinto de aquellas encantadoras!; porque no le valdrá decir que se ha equivocado, que no es allí donde se dirigía, que no es aquello lo que buscaba, que su precio es excesivo, o que no le conviene en fin, por cualquier razón; pues no bien lo habrá acabado de decir, cuando le desplegarán rápidamente a la vista otra infinidad de objetos análogos, de más o menos valor, de diversa o semejante forma, de distinto o el mismo color, y todos los gustos, en fin, incluso el suyo. Si se le hace caro, le probarán aritméticamente que vale el doble; si no lleva dinero encima, se lo enviarán a su casa en un elegante paquete; y si ha entrado, por ejemplo, a comprar un par de guantes, acabará por decidirse a comprar unas camisas, o vice-versa. -La misma amabilidad, la misma delicadeza la misma coquetería con las damas que con los hombres; la misma solicitud para mostrarles todos los objetos del almacén; sin temer comprometer su delicado talle, subiendo una escalera para alcanzar un paquete; sin descomponer su prendido, pasando y repasando cien veces por bajo del mostrador. Y en medio de esta actividad, a la vista de sus jefes, siendo siempre el objeto de las expresivas miradas de los flaneurs parados delante de los cristales, sostienen sin interrupción el diálogo con el recalcitrante comprador, y aún saben conservar una sangre fría que desconcierta a los temerarios, y seduce a los indiferentes. -Muchas veces, es verdad, cuando están solas aparentando leer el Constitucional o el Siglo, suelen asomar por bajo de sus políticas columnas los ingeniosos cuentos del favorito Paul de Kook; pero las ideas que estas lecturas despiertan, no vienen a formularse en ellas hasta el domingo próximo, en que, acompañadas de sus galanes, van a reírse con entusiasmo con los chistes del arlequín del Circo, o a llorar amargamente y comer naranjas en los sanguinolentos dramas del teatro de la Alegría (Gaité.)

El espectáculo, sobre todo, de las galerías del Palacio Real, de los Pasajes y Baluartes con sus innumerables tiendas, luces y movimiento, es sin disputa el más grande, el más bello y seductor que llama la atención del forastero en aquella capital, y a su lado vienen a ser poca cosa los espectáculos parciales, los aislados episodios, por grandes y magníficos que sean. -Desde los almacenes engastados en oro y pedrerías hasta el mercader ambulante, que en el rincón de una calle o en el atrio de un edificio establece su comercio de mil objetos heterogéneos, todos a veinte y cinco sueldos (cinco reales) cada uno; desde los magníficos almacenes de víveres hasta los surtidos mercados especiales de carnes, pescados, trigos, frutas y verduras; desde los más ricos artefactos, hasta los más mínimos caprichos; desde el diamante, cuyo peso sólo puede sostener una corona, hasta la caja de palillos o fósforos que os entrega un mendigo a cambio de una limosna disimuladamente solicitada, todo está dominado por un mismo impulso, todo es nacido de un mismo deseo, el de adivinar los caprichos y necesidades del hombre para brindarle su satisfacción, a trueque del dorado metal. -Y allá van a reducirse y disolverse los grandes capitales, los trabajosos ahorros. El príncipe austriaco o moscovita; el comerciante holandés; el grande de España; el artista italiano; el lord inglés, y el hacendado de la Unión, todos contribuyen poderosamente a mantener aquel inmenso taller de la industria parisiense, como prueban muy bien los numerosos paquetes de cédulas de todos los bancos del mundo, los profundos sacos de monedas de oro con la efigie de todos los soberanos, que con gran pena de los mirones, ostentan detrás de sus enrejados las muchísimas casas de cambiadores.

Un viaje a París no es dispendioso por el gasto material para la existencia (de que más adelante hablaremos), ni aun tampoco por el que ocasionan los diferentes espectáculos que se brindan a la curiosidad. Puede serlo, y lo es en efecto, por las nuevas necesidades que despierta, los deseos exagerados que la vista de tantos objetos viene a producir; y si el viajero es de un país como el nuestro, en donde la industria y el arte mercantil están poco avanzados, puede exponerse a ver fallidos sus cálculos si no sabe sobreponerse a las tentaciones, cerrar los ojos a tiempo; seguro, como debe estarlo, de que si da rienda suelta a sus deseos, no por eso conseguirá satisfacerlos ni aun templarlos, más que sea un gran potentado, porque, por muchos que sean sus recursos, nunca bastarán a satisfacer los antojos que a cada paso le asaltarán: por bellos que sean los objetos que adquiera, no dará un paso sin encontrar con otros mil veces mejores; por mucha que sea su inteligencia, no por eso crea que dejará de ser engalado mejor. -Sobre todo, aconsejaría al recién llegado a París que en los primeros días procure no comprar nada, hasta que, bien enterado de las diversas fabricaciones, pueda dirigirse para su adquisición a los sitios más propios; desconfíe sobre todo de los magníficos almacenes del Palacio Real y Galerías, donde el precio de los objetos suele estar recargado para pagar el crecido alquiler de las tiendas: no crea tampoco las innumerables protestas y encomios de las muestras, carteles, diarios, listas y tarjetas que a cada paso le entregarán por las calles; que se haga en fin acompañar por algún sujeto práctico en estos negocios; pues de lo contrario corre peligro de ser víctima de su inexperiencia, y de vuelta a su país, o habrá gastado el doble, o habrá gozado la mitad.

La vida del extranjero en París, sus visitas a los establecimientos públicos, un ligero bosquejo del carácter y modo de existencia de los habitadores de aquella capital, y el halagüeño cuadro de sus espectáculos y placeres, materia son para largos volúmenes, pero que habré de encerrar brevemente en los artículos sucesivos.




ArribaAbajo- VIII -

París


Debe suponerse que el extranjero, al visitar la capital de Francia, ha tenido un objeto, ya de conocer y apreciar sus monumentos artísticos, ya su organización social y las costumbres de sus habitantes, ya de adquirir instrucción en los muchísimos establecimientos científicos que con ella le brindan, ya, en fin, de participar de los placeres y diversiones que ofrece la ciudad más alegre y animada de Europa. -No es esto decir que por desgracia dejen de hallarse algunos (y no en corto número), que sin tomar en cuenta ninguna de estas consideraciones; sin conocer ni apreciar de antemano su propio país, y sin consultarse a sí mismos sobre su respectiva vocación o inclinaciones, montan en la silla de posta, atraviesan los caminos, y desembarcan en las orillas del Sena, preocupados con la única idea de que a su vuelta podrán asegurar que «han visto a París», atestiguándolo con el corte novísimo de su levita o el color de su corbata. -Para estos espíritus frívolos, París es el taller de un sastre o los bastidores de un teatro, así como Madrid es la calle de la Montera y el salón de el Prado; para ellos nadie escribe, porque no saben o no quieren leer. -Prescindiendo, pues, de estos autómatas viajeros, y suponiendo en el recién llegado a París el justo deseo de conocer y examinar el interior de aquellos objetos a que le llaman su vocación o sus inclinaciones, permitiráseme con la imaginación en sus visitas investigadoras, tomando de aquí pretexto para apuntar, aunque ligeramente, algunos de los infinitos objetos que al filósofo, al crítico, y al hombre de mundo ofrece la capital de los franceses.

Ante todas cosas, conviene advertir que un pueblo como París, visitado constantemente por cien mil y más extranjeros de todos los países, clases y condiciones, es en cierto modo una ciudad que a todos pertenece; un centro común que a todos inspira franqueza. Por distantes que sean las regiones de donde proceda el forastero, por elevada su clase, por extraños sus usos e inclinaciones, está seguro de hallar en París otros de sus compatriotas, gentes de su jerarquía, usos y costumbres propios de su sociedad. Por otro lado, la influencia de la moda francesa, extendida por la victoria, y dominando con su prestigio hasta los pueblos más remotos, ha estrechado de tal modo las distancias, ha facilitado las relaciones con aquel pueblo, en términos que el viajero ya predispuesto anteriormente con el conocimiento de su idioma, de su literatura y de sus costumbres, no halla apenas dificultad para adherirse a ellas, y fijar sus ideas en el punto de vista parisiense.

Una bien entendida administración, apreciando debidamente cuanto importa a un pueblo el facilitar su acceso, y brindar con su grata hospitalidad al forastero, ha puesto siempre el mayor cuidado en garantir su seguridad, en proporcionar sus goces, en facilitarle los medios de conocer y apreciar los tesoros que encierra en su seno; y dedicando considerables sumas a embellecer y aumentar éstos, los ha sabido llevar a un punto tal, que cuando otros motivos no ofreciera París, sería suficiente razón para visitarle, el deseo, la necesidad de conocer los más bellos monumentos de las artes, los más ingeniosos procedimientos de las ciencias, el vital cultivo de las letras, la brillantez sin igual de los públicos espectáculos. -Los mezquinos economistas y los opositores políticos, que, calculando nimiamente a su aritmética interesada, censuran y regatean toda suma destinada a la protección de las artes, a la construcción de un monumento público, de un templo, de una estatua, de un arco triunfal, a la publicación de una obra científica, al sostenimiento de un espectáculo nacional, pueden si gustan calcular el enorme beneficio que aquellas sumas impuestas con tales objetos reportan a la capital francesa, con la inmensa afluencia de forasteros que lleva a su recinto el deseo de visitar sus maravillas.

Grande es la facilidad que encuentra el viajero para penetrar en el interior de aquellos interesantes objetos; y éste es otro de los medios que no podía descuidar la discreta administración. Consiguiente a él, bástale sólo al forastero que desea recorrer los museos, las academias, las bibliotecas, los monumentos públicos, presentar simplemente su pasaporte para que todas las puertas le sean abiertas, aun en aquellos días en que no es permitida la entrada al público parisién. Algunos establecimientos, administrativos de instrucción o de penalidad, algunas fábricas o edificios en construcción, exigen para ser visitados un permiso especial de un ministro de la corona o del director respectivo; pero para obtenerle, sólo hay necesidad de escribir una lacónica carta al ministro o al director, pidiéndole el billete de entrada, que se remite al demandante al día siguiente sin gasto ni humillación de ninguna especie. -Los conserjes y otros dependientes, encargados de enseñar los establecimientos, reúnen a los buenos modales el práctico conocimiento y una ingeniosa charla para describir a su modo los objetos, y hasta la moderación en contentarse con una ligerísima propina, forma singular contraste con la exigencia y tiranía que en iguales casos reina en otros países, por ejemplo en Londres, donde recuerdo haber pagado diez schelines (unos cincuenta reales), por visitar los distintos compartimentos de la Torre, y otros exorbitantes derechos en las iglesias de San Pablo y de Westminster.

Los templos antiguos más notables de París son la catedral (Notre Dame), San Germán de los Prados, San Esteban del Monte, y San Germán del Auxerrois; y todos ellos por su época y por el orden de su arquitectura pertenecen al género más o menos propiamente apellidado gótico: sin embargo, y a pesar de su importancia respectiva, no parecen poder sostener la comparación con otros infinitos monumentos religiosos que ostenta la Francia, y hasta la catedral de Nuestra Señora me parece menor a las magníficas de Reims, Amiens, Tours, Strasburgo, etc.; sin embargo, por su respetable antigüedad (siglo XII), por su imponente grandeza y nobles proporciones, es muy digna de particular encomio, y seríalo aún más si la mano del hombre (que vence en osadía a la del tiempo), no hubiera, bajo el pretexto de renovaciones, hecho desaparecer gran parte de su carácter primitivo; así vemos que en la fachada principal, en aquella sinfonía de piedra (como le place caracterizarla al entusiasta Víctor Hugo), se echa de menos gran parte del caprichoso follaje y adornos de estatuas tan propio de este género de construcciones; y penetrando en el interior, observamos que el revoque profanador de las paredes y columnas, y la desnudez afectada de los altares, la priva a nuestros ojos de aquella fisonomía poética y sublime que tan profundas sensaciones hacen experimentar otros templos semejantes. -Recorridas las naves de la iglesia, el forastero no deja de subir a la plataforma de las torres, siquiera no fuese más que por el placer de contemplar a Paris a altura de Cuasimodo, y de unir su propio nombre a la infinidad de otros más o menos ignorados que cubren las pizarras del andén.

Entre las iglesias modernas de aquella capital son las más notables las de los Inválidos, el Panteón (Santa Genoveva), San Sulpicio, y la Magdalena, que pueden justamente colocarse entre los más bellos monumentos del arte; también hay otras modernas o renovadas con más o menos suntuosidad que sirven de parroquias, como San Roque, San Eustaquio, la Asunción, y Nuestra Señora de Loreto; pero aquellas formadas sobre los modelos griegos y romanos, tan análogos a sus creencias religiosas, y éstas revestidas por su mayor parte de formas teatrales y halagüeñas, inspiran, sin saber por qué, más interés que respeto, y pueden ser consideradas más bien como páginas brillantes del arte, que como tributos de un pueblo creyente a la fe y religión de sus mayores. -Forma sobre todo la admiración de los inteligentes la magnífica rotonda sobre que descansa la cúpula del templo de los Inválidos, construcción atrevida y elegante del arquitecto Mansard, que no cede en belleza a las justamente célebres de San Pedro en Roma y San Pablo de Londres. En el centro de esta rotonda es en donde ha de colocarse el monumento fúnebre para depositar los restos del emperador NAPOLEÓN, y los más célebres arquitectos de la época se disputan el honor de combinar un pensamiento correspondiente a la grandeza y majestad del sitio, y a la alta nombradía del hombre ilustre a cuya memoria se dedica. -La iglesia de Santa Genoveva, formada a imitación de las Basílicas Romanas, es un monumento realmente admirable del pasado siglo; y destinado por la asamblea constituyente para lugar de sepultura a todas las grandes celebridades del país, es conocido bajo el nombre de Panteón Nacional, y por bajo del frontón que decora su entrada se lee esta inscripción: Aux grands hommes la patrie reconnaissante. -Soberbio es el aspecto exterior de este magnífico monumento, su grandioso peristilo, su elegante cúpula sostenida por una bella columnata circular, y el hermoso frontón con relieves alegóricos que decora la entrada, predisponen admirablemente el ánimo del espectador. Penetrando en el interior, no puede menos de continuar en su admiración, contemplando la altura y majestad de las bóvedas, la belleza de las pinturas al fresco en la nave principal; pero instantáneamente se apodera de su imaginación la idea de un inmenso vacío producido por la falta del culto, por la ausencia de la Divinidad, desterrada inoportunamente de aquel sitio para dar lugar al apoteosis de las miserables grandezas humanas. -Este remedo político de la religiosa e histórica abadía de Westminster, verdadero templo de gloria abierto a todas las celebridades de la Gran Bretaña, está bien lejos de inspirar en el ánimo del visitador aquel místico respeto, aquella sublime admiración que su modelo; y esto consiste en que el panteón francés no está santificado por la religión ni por la historia; antes bien usurpó a aquella uno de sus templos, y quiso crear esta en virtud de un simple decreto. Lo más singular es, que aun admitido este origen, ha sido tan desmentido en la práctica, que únicamente se ven en las bóvedas de Santa Genoveva dos sepulcros de personas realmente notables, y son los de Francisco Arouet de Voltaire y de Juan Jacobo Rousseau. Los demás están dedicados a personas de escasa nombradía; tal oficial, v. g., que murió en un asalto, tal magistrado que trabajó en un código, o cual cortesano que llegó al sillón ministerial; y mientras tanto yacen en diversos sitios los filósofos Pascal, Descartes y Montaigne; los inmortales autores del Telémaco y de El Espíritu de las leyes; los grandes poetas Molière, Racine y Corneille; los sagrados oradores Bossuet, Flechier y Massillon; los ilustres generales Turenne, Condé y Vandome; los ministros Sully, Richellieu, y Colbert; los tribunos Manuel, Foy y Constant; los artistas Perrault, David y Talma, y tantos otros hombres verdaderamente grandes como la Francia ha producido, y que el viajero espera justamente encontrar en el interior del Panteón.

El templo de la Magdalena, empezado a construir durante el imperio de Napoleón con el objeto, un poco vago, de Templo de la Gloria, y concluido últimamente, lleva en su configuración verdaderamente griega el sello propio de la divinidad profana a que fue dedicado; y cuando, andando los tiempos, variados los gobiernos y concluido el monumento, se ha querido cambiar su destino, poniéndole bajo la invocación de Magdalena la penitente, no se ha hecho más que cometer un gran absurdo, que contrasta realmente con la notoria ilustración de la nación francesa. Hay motivos para pensar que Napoleón al levantar aquel indefinido monumento, quiso labrarse un sepulcro digno de su grandeza, como los Faraones de Egipto en las pirámides, o el emperador Adriano en el castillo de Roma.

Las demás iglesias arriba mencionadas tienen también su respectivo mérito en cuanto a la forma, y son más características como parroquias de extendida feligresía, y en las cuales el culto divino parece ser su objeto principal. A ellas acude una numerosa concurrencia, en especial los domingos; se celebran con solemnidad los misterios religiosos, y se pronuncian excelentes discursos por los celosos pastores a quien está cometida la instrucción y el alivio espiritual del pueblo. No es tampoco extraño el ver en ellas a las primeras damas de la opulenta capital hacer personalmente la demanda de limosnas para los pobres del distrito, o escuchar a los primeros artistas de París unir sus voces a magníficas orquestas a los ecos del órgano religioso. Ignoro si la moda, la vanidad o hasta las oposiciones políticas influirán en estas demostraciones, más aún que la verdadera y sólida piedad; pero no he podido menos de reconocerlas y compararlas con el estado de frialdad e indiferencia que observé en este punto del culto, cuando hace siete años visité por primera vez a aquel país. Entonces hallé desiertas casi del todo las iglesias de la capital y perdida la voz de sus oradores en el silencio de sus bóvedas; ahora con dificultad he podido penetrar en San Roque durante la misa del domingo, y he escuchado al reverendo Padre Lacordaire, vestido con el hábito de Santo Domingo, predicar en la iglesia de Nuestra Señora delante de una sociedad numerosa y escogida.

Además de los templos católicos, que vienen a ser, me parece, unos cuarenta, hay en aquella capital otras muchas iglesias de las diversas sectas religiosas, como la iglesia católica-francesa, las de los protestantes calvinistas y los luteranos, la iglesia griega, y las sinagogas de los israelitas. Son en general poco notables, a excepción de las últimas, en especial la que está situada en la calle de Nuestra Señora de Nazaret, donde se celebran los oficios de aquel rito con mucha solemnidad todos los viernes después de puesto el sol.

Entre los muchos edificios públicos que la exageración francesa califica de palacios, merecen ciertamente esta denominación los siguientes: Tullerías. -Real. -Louvre. -Luxemburgo. -Borbón. -Eliseo Borbón. -D'Orsay. -Instituto. -Legión de honor. -Justicia. -Bolsa. -Y Hotel de Ville.

Sin duda que el lector no espera encontrar aquí una descripción artística de estos célebres monumentos, pudiendo acudir el que la desee a los innumerables libros especiales en que está consignada. Reconozcamos aquí nuestra incompetencia en la materia, evitemos a nuestros lectores el cansancio de la repetición, y huyamos también del extremo de los viajeros franceses, que a propósito de impresiones de viaje nos imprimen toda la historia de los pueblos que visitan, a contar desde los tiempos fabulosos, y todas las relaciones más o menos críticas que encuentran al paso.

Por otro lado, sería imposible que en algunos casos intentase yo entrar en explicación de detalles materiales, supuesto que con mi buena fe castellana empiezo por decir, que el palacio de las Tullerías, por ejemplo, sólo le he visto por su parte exterior; pues colocado por mi calidad de extranjero y por mi insignificancia política fuera del círculo de tan elevada esfera, no siendo representante en aquella capital de otros intereses que los de mi natural curiosidad, y oscurecido, en fin, entre la turba de viandantes que de todos los puntos del globo acuden diariamente a la capital de los franceses, no es nada de extrañar (ni por eso me doy por sentido) que el poderoso monarca que ocupa su trono (actual inquilino de aquel palacio), no se haya acordado de mi humilde persona para invitarme a sus festines y soirées. Razón por la cual, y sin dárseme tampoco el menor cuidado, me limité en varias ocasiones a asestar mi anteojo escrutador al vetusto alcázar de la monarquía francesa, que (perdóneme su ausencia) no conserva de bello más que su misma respetable antigüedad.

El Palacio Real de Orleans, propiedad de S. M. Luis Felipe, y su morada antes de subir al trono de Francia, fue construido por el célebre cardenal de Richellieu, y legado por él en su testamento al rey Luis XIV, que posteriormente le cedió a su hermano el duque de Orleans. En mi primer viaje a París en 1833 visité el interior de este palacio, y la galería de cuadros propia de su augusto dueño que le adornaba, dos de los cuales llamaban singularmente la atención por el contraste político que ofrecían; representando el uno al mismo Luis Felipe emigrado y proscripto, regentando una escuela de geografía en una ciudad de Suiza, y el otro al rey de los franceses jurando la carta constitucional en manos de los representantes del país. Estos cuadros y otros de dicha galería han pasado después al Museo histórico de Versalles, e ignoro si habrá sucedido lo mismo con el resto de la galería.

Pero lo más notable de este Palacio es todo lo que no puede llamarse propiamente tal, esto es, los bellos edificios, los pórticos y galerías que rodean su inmenso jardín, y la animación que le prestan sus numerosas tiendas, fondas, cafés y espectáculos. -Léese en las memorias de madama Genlis que en 1778 se hallaba el duque de Orleans tan fuertemente empeñado en deudas enormes, que el hermano de aquella señora (aya que era del actual rey de los franceses, y autora de Las Veladas de la quinta y de Adela y Teodoro) le propuso la construcción de una serie de casas al rededor del jardín de su palacio, con el objeto de beneficiar su producto; y adoptado el pensamiento, y construidas las habitaciones sobre una galería de doscientos arcos, entregadas aquellas a la industria y comercio, resultó el más magnífico bazar, así como también la finca urbana más productiva del mundo entero. -Más de trescientas tiendas simétricas y de un lujo prodigioso; multitud de cafés y fondas los más elegantes de la capital, tres o cuatro teatros, gabinetes de lectura, sociedades artísticas y literarias, un magnífico jardín de setecientos pies de largo por trescientos de ancho, animado el todo con una iluminación verdaderamente prodigiosa con innumerables mecheros de gas, una afluencia inmensa y continua de gentes de todos los puntos del globo que vienen a reunirse en este célebre recinto, justamente llamado la capital de París: todos los objetos en fin de distracción, de gusto o de capricho, reunidos en aquel punto central, le colocan a la altura de su reputación, y obligan al extranjero a permanecer largas horas al día sin poderse arrancar de tan encantadora mansión.

El palacio inmediato del Louvre, como monumento de arte, es sin disputa el más magnífico, bello y propio de aquel nombre que encierra la capital de Francia, justificando la alta reputación que goza en aquel país su arquitecto Perroult, por cuyos planes se levantó de orden de Luis XIV sobre las ruinas del viejo palacio de Felipe Augusto. -En este hermoso e inmenso edificio se halla colocado: primero, el Museo de estatuas, bustos, bajos relieves, altares, vasos y candelabros, etc. Segundo, el Museo de cuadros de las escuelas francesa, italiana, holandesa y flamenca. Tercero, el Museo egipcio, magnífica colección de objetos propios de aquel interesante pueblo de la antigüedad. Cuarto, el Museo de la marina, con todos los modelos de construcciones navales, instrumentos científicos y náuticos, planos de ciudades, puentes y máquinas. Y quinto, el Museo de cuadros españoles, formado en estos últimos años con unos cuatrocientos de Murillo, Zurbarán, Cano, Coello, etc. Hay además otro departamento de estampas y mapas, y otro de esculturas del renacimiento. -La descripción o mera indicación de los objetos contenidos en cada uno de estos museos ocupa volúmenes enteros, pudiendo asegurarse que, después del Vaticano, no hay acaso otro edificio en el mundo donde puedan admirarse tantas riquezas artísticas. En él además se celebran las exposiciones anuales de bellas artes, y en la última que empezó en 15 de marzo de este año, y que he visitado, fueron dos mil doscientas ochenta las obras nuevas expuestas (según el catálogo que poseo), y entre ellas hubo algunas de nuestros jóvenes compatriotas los señores Rivera y Villaamil.

El Luxemburgo es otro palacio, construcción también del siglo XVII, mandada ejecutar por María de Médicis, el cual sirve en el día en parte para las sesiones de la Cámara de los Pares, y otra parte para Museo nacional de los artistas contemporáneos, donde puede observarse hasta qué punto se cultivan en el día en aquel país las bellas artes.

El palacio Borbón es el sitio de las sesiones de la Cámara de los diputados, y su bello salón semi-circular está dispuesto convenientemente para este objeto, aunque sin notable ostentación, y más bien consultando la comodidad en las discusiones.

El Instituto real de Francia, o reunión de las antiguas academias, ocupa el palacio que fue de Bellas artes, colocado del otro lado del río, frente por frente del Louvre. -El palacio de Justicia, antigua morada de los prefectos romanos, de los reyes de la primera raza, de los condes de París y sus Prevostes, renovado posteriormente en diversas épocas y con distintos gustos, es en el día el sitio central de toda la administración de justicia superior del reino y particular de la capital; y en su parte baja se encuentran también las prisiones llamadas de la conserjería. Como objeto de estudio y de observación es muy digno de frecuentes visitas este palacio para instruirse en los trámites de la administración judicial, para escuchar las brillantes defensas de los abogados, y las escenas teatrales que la vis cómica francesa halla medio de introducir en el santuario augusto de la justicia. -Unida a este palacio se halla la Santa Capilla, monumento gótico del más exquisito primor y remota antigüedad, que, profanado por los revolucionarios del pasado siglo, ha permanecido cerrado y lleno de papeles de los archivos judiciales, hasta que por disposición del rey actual acaba de emprenderse su restauración.

El palacio del Eliseo Borbón, célebre por la abdicación del emperador Napoleón en 1815, y por haber habitado en él el emperador Alejandro y el Lord Welington, después de la invasión de los aliados en aquella capital, es una magnífica casa de placer muy digna de ser visitada; y el palacio de la Legión de honor, construcción igualmente del siglo pasado, merece justamente los elogios del artista. -Últimamente, el soberbio edificio construido hace pocos años en el dique d'Orsay, y que ocupa actualmente el consejo de Estado; y el antiguo Hotel de ville, aumentado considerablemente con las nuevas construcciones que acaban de añadírsele con destino a la habitación del prefecto del Sena, son obras que revelan el buen gusto de la época y la prosperidad y grandeza de aquel país.

Muchos otros monumentos públicos ostenta a cada paso la capital de Francia destinados a embellecer su recinto, o a consignar las bellas páginas de la historia nacional. -La estatua ecuestre de Enrique IV en el puente Nuevo; la de Luis XIV en la plaza de las Victorias; los arcos triunfales de San Dionisio y San Martín elevados al mismo monarca, y otros varios testimonios de la pasada grandeza, no pueden, sin embargo, sostener la comparación con los muchos y grandes que la moderna civilización ha sabido elevar con arrogante bizarría. - Véase en apoyo de esta aserción la magnífica Columna de bronce dedicada a Napoleón en la plaza de Vandome; la otra semejante que acaba de inaugurarse sobre las ruinas de la Bastilla para perpetuar la memoria de las revoluciones de 789 y 830; el gigantesco Arco de triunfo de la Estrella, y el otro (mezquino en su comparación) del Carroussel; el Obelisco egipcio, traído de las orillas del Nilo y colocado con ingenioso mecanismo en la plaza de la Concordia; y la magnífica decoración de esta plaza, en fin, con sus hermosas fuentes, estatuas y candelabros; cosas todas que asombrarían a los mismos Luis XIV y Napoleón si hoy visitaran su buena ciudad de París.

Después de terminadas sus artísticas visitas a éstos y otros monumentos de la capital, sin duda que el viajero no limitará a ello su curiosidad, sino que, penetrando en el interior de sus establecimientos administrativos y económicos, científicos y literarios, tratara de conocer el pormenor de tan admirable conjunto. De buena gana conduciría también al lector, en tan agradable tarea, principal objeto de mi viaje, y a que procure dedicar largas horas y exquisita diligencia; pero ya está repetido hasta la saciedad, el invencible obstáculo de la falta de espacio que estos ligeros artículos prestan para tamaña empresa. Sin embargo, con el objeto al menos de cumplir mi propósito de hacer algunas indicaciones útiles al viajero, pasaré rápidamente la vista sobre los principales establecimientos, aun a riesgo de enojar a algunos de mis lectores con esta cansada relación, y obligado a interrumpirla aquí para darles un respiro.



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