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Tercera representación al consejo


20 de enero de 1793

Muy piadoso Señor:

Tercera vez vuelvo a molestar la atención de Vuestra Alteza, aunque le distraiga en sus gravísimas ocupaciones, porque el espíritu de partido, la ignorancia, las preocupaciones o el interés, que dominan en los Patronos de estos hospitales en cuya reunión estoy entendiendo, ni me dejan dar un paso en el desempeño de la comisión que Vuestra Alteza me ha confiado, ni lo harán jamás sin un severo escarmiento de Vuestra Alteza en defensa de su autoridad menospreciada y del honor de un ministro suyo, estrecho ejecutor de sus preceptos.

Desde la cama, y en lo más peligroso de mi recaída en la grave enfermedad que he padecido, representé a Vuestra Alteza los estorbos que se me ponían por el Cabildo de esta Catedral a la traslación a la Real Tesorería de los caudales de los hospitales suprimidos, ínterin se formaba el archivo general para su custodia, al inventario y traslación de las alhajas de sus capillas prevenido por Vuestra Alteza en su resolución de 25 de agosto, con otras cosas y puntos que todos demostraban que a nada más tiraban este Cabildo y su Reverendo Obispo que a hacer eterna mi comisión, para consumirme y aburrirme en ella, y obligarme por este medio a abandonarla, dejando en la ciudad los cinco hospitales que ellos quieren, los cinco administradores, presbíteros todos, y envueltos con sus administraciones en negocios y manejos temporales, y la administración disipada e informal que hasta aquí han tenido todos ellos.

Clamaba porque Vuestra Alteza, en cumplimiento de su circular de 6 de mayo de 1778, hiciese salir inmediatamente de esa corte a don José Vicente de la Madrid, Doctoral de esta Iglesia y diputado de ella para estos negocios, que así por su influjo y sus manejos como por sus principios y operaciones, era, en mi entender, el alma de toda la oposición, y suplicaba rendidamente a Vuestra Alteza que, dejándome libre en mis operaciones por medio de una providencia tan severa como indispensable, me residenciase después rigurosamente por todas ellas y me impusiese la justa pena que mereciese, si me hallaba culpado. Esta representación, que exigía un pronto despacho, aún no la he tenido y me obliga a clamar de nuevo sobre todos los puntos y hablar a Vuestra Alteza en este día con la firmeza y claridad que acompaña siempre la justicia y a una buena causa.

Desde el punto en que empecé a convalecer de mis males, proveí en 24 de septiembre el auto (testimonio n.º 13) para que los administradores me diesen las cuentas generales de todo el tiempo de su administración, según el capítulo literal y expreso de la real orden de Vuestra Alteza de 25 de agosto (testimonio n.º 2), señalando a cada uno el plazo y término competente para formarlas, aunque ya lo debieran haber ejecutado desde mi auto de 30 de mayo (testimonio n.º 1), y conminándolos con varias penas y multas en caso de no ejecutarlo así. Callaron los administradores a mi provisión, y yo procuré con suavidad y aun manifestándoles la orden misma de Vuestra Alteza, hacerles ver la necesidad en que se hallaban de obedecerla. Concluyéronse los plazos, y no compadeciendo ninguno a mi presencia, les intimé nuevo auto en 19 de noviembre (testimonio n.º 4), señalándoles el segundo día para la presentación de sus cuentas. No fui tampoco obedecido, y así volví a mandarles por tercera vez (auto n.º 3) me las presentasen en el día y cumpliesen la suprema voluntad de Vuestra Alteza, repitiéndoles las conminaciones hechas antes. Salieron con el pedimiento (n.º 6), cuyas débiles razones y falta de verdad están demostradas en el auto que sobre él proveí (testimonio n.º 7). Pero nada bastó para obligar a los presbíteros a que me obedeciesen, y así los di por incursos en las penas y multas que les eran impuestas en mi segundo auto de 24 de septiembre, nombrando un perito bien inteligente en cuentas para que por sí las formase, mandándole entregar así los documentos y papeles que obran en su poder para otros fines como los que tenían en el suyo los nuevos administradores (testimonio n.º 8). Fue preciso, para notificarles este auto, repetidas diligencias de mi escribano y el término de seis días, en que parece se ocultaban de propósito para burlarse de mi autoridad. Yentonces, en el día siete de diciembre, salieron los presbíteros administradores con nuevo pedimiento (n.º 9), repitiendo las razones alegadas ya y pidiendo testimonio de él y de mi providencia. Pero el auto a él proveído por mí, y mandándoles dar testimonio de todo y de la misma real orden de Vuestra Alteza, manifiesta su debilidad, y que cuantos efugios quieren alegar estos presbíteros son contra ellos mismos, y no bastan a eximirlos de la residencia que se les pide, y así, volví a condenarles con la multa de 200 ducados de vellón impuestos ya en providencia de 28 de noviembre si no entregaban en el día mismo de la notificación los papeles que obraban en su poder al perito nombrado por mí para que formalizara las cuentas (testimonio n.º 10). Mas ellos, rebeldes siempre a mis providencias y engreídos siempre por desgracia con el patrocinio del Reverendo Obispo, como se dirá después, continuaron en su injusta resistencia y me obligaron a mandar en mi auto de 12 de diciembre (testimonio n.º 11) librar exhorto suplicatorio al Reverendo Obispo para que les exigiese de sus bienes y rentas las multas en que estaban legítimamente incursos por su desobediencia a siete autos de un ministro de Vuestra Alteza en ejecución de una orden literal y expresa suya, que les era bien notoria.

Acompañé el exhorto bien construido con el capítulo de la orden de Vuestra Alteza, mis autos y providencias y las pretensiones y pedimientos de los presbíteros con mi oficio (n.º 12) en el que también reconvenía al Reverendo Obispo con los estrechos encargos que Vuestra Alteza le tiene hechos, en su acordada de 25 de agosto, para que auxilie mis providencias y no me impida de modo alguno mis funciones. Mas viendo que este Prelado dilataba como de propósito el cumplimiento del exhorto y no dudando que por sus principios y conducta, a una con los administradores y el Cabildo, tiraba y tira a aparentar dificultades y dilaciones, hijas, más que del celo, de la preocupación de un espíritu de cuerpo perjudicial, me vi en necesidad de librarle nuevo exhorto sobre el mismo fin, acusándole de su detención (testimonio n.º 13), al cual me contestó en el auto de su cumplimiento que, «tratándose de exigir multas de 200 ducados a cinco presbíteros de los que alguno con las licencias correspondientes se hallaba ausente de esta ciudad, era indispensable proceder en la práctica de sus diligencias con el pulso que de rigurosa justicia exige el asunto». ¿Quién no esperaría al ver esta respuesta judicial de todo un Prelado de la Iglesia, que el Reverendo Obispo o cumplimentase, o negase el cumplimiento al citado mi exhorto, según las leyes y la razón lo dictaban? Pero he aquí que sale por último y después de larga meditación de dieciséis días con el ilegal y extraño medio de desentenderse de todo y remitir el exhorto original a Vuestra Alteza, según me dice en su oficio de 30 de diciembre (testimonio n.º 14), habiéndome causado la detención y pérdida de todo este tiempo con tan extraño y miserable efugio. En su vista, y sosteniendo yo la autoridad de Vuestra Alteza, acordé en 2 del corriente expedirle tercero y más estrecho exhorto conminándole con el pago de las dietas y costas que devengase por su detención y con darlo todo en queja ante Vuestra Alteza (testimonio n.º 15), que acompañé de un oficio (n.º 16) en que le repetía las mismas amenazas. Mas este Prelado, tenaz en sus principios de oposición, halló la misma salida de remitirlo original a Vuestra Alteza, y así me lo avisó en 9 del corriente, atándome, por decirlo así, las manos en este importante punto, en que no dudo aparecerán a su tiempo la informalidad y el menoscabo de las rentas de los pobres, de una parte, y de la otra, el descuido, la negligencia, el abandono y, tal vez, la avaricia devorando por tantos años los bienes de los mismos pobres.

Permítame Vuestra Alteza hacerle aquí la exposición de las razones que alegan los presbíteros en sus dos pedimientos y que apoya injustamente el Reverendo Obispo, para darle toda la luz necesaria a la decisión de este grave punto de mi consulta. A tres pueden reducirse, a saber: a que las cuentas se hallan recibidas y aprobadas por los Patronos y aun reconocidas por santas visitas; a que no obran en su poder los documentos necesarios para su formación; y a que no pueden desobedecer al Reverendo Obispo, que les tiene mandado (sin decirse ni saber cuándo), en vista de un recurso que a él hicieron, no me diesen más cuentas que las de los años corrientes. Pero ya yo representé a Vuestra Alteza, en mi primera consulta de 11 de junio, las muchas informalidades que hallaba sobre las cuentas aprobadas, y de que hablaré con más detención adelante. Y Vuestra Alteza en vista de ello resolvió lo que tanto resisten los presbíteros administradores y su Prelado. Así que esta su primera razón, y la más fuerte en su opinión, queda ya de ningún efecto después de la decisión de Vuestra Alteza.

La segunda, de no obrar en su poder los recados y documentos de justificación para formalizarlas, es en parte falsa y en parte en perjuicio de los mismos que alegan. De los cinco administradores, los dos de los hospitales de San Joaquín y Dios Padre las tienen en efecto formadas y corrientes, según me han expresado y aun el primero me las presentó en otro tiempo, y sólo resiste a darlas hoy por el precepto del Reverendo Obispo. El del Hospital de la Misericordia tiene en mi poder y para otros fines todos los borradores de las suyas, los diarios y recados de justificación. Estos mismos papeles deben depositarse en el archivo, como se ve por lo perteneciente a la administración de Santa Escolástica, según auto de visita del Reverendo Obispo de 20 de abril de 1786, parándole de lo contrario perjuicio al administrador que no cuide de hacerlo (testimonio n.º 17). Yen mi poder y para otros fines obran los diarios de cuentas de varios años de la administración del Hospital de la Magdalena, además de haberme yo contentado en mi primer auto de 30 de marzo con que me presentasen los posibles recados de justificación y de deber. Éstos y todos los papeles y diarios obran en el archivo de cada Hospital, según la práctica de toda buena administración y lo mandado por el Reverendo Obispo para el de Santa Escolástica. Pero esta buena administración no la ha habido, Señor, y la resistencia de los presbíteros es toda, según creo, por este temor.

La tercera razón que alegan aún es de menos peso, porque ni ellos debieron recurrir al Reverendo Obispo con tan extraña pretensión, ni lo hicieron en tiempo ni se sabe cuándo, ni el Reverendo Obispo debió mandarles ni determinar nada sobre este punto, ni hay facultades en él para suspender la ejecución de una orden de Vuestra Alteza, ni en otro que en su ministro comisionado las necesarias para llevarla a ejecución y oír sobre ello a los interesados. Aquí es singular una reflexión del Reverendo Obispo, que me inculca y repite en sus oficios, a saber, que tiene representado sobre ello a Vuestra Alteza, y que por lo mismo debo yo suspender la ejecución de sus órdenes. Extraño modo de discurrir, y medio bien fácil a la mano de eludir cualquiera providencia y de burlarse impunemente de toda autoridad: buscar la parte ofendida una persona constituida en dignidad, acogerse a su sombra, mandarle ésta resistir al precepto aunque sin facultades ni jurisdicción para entrometerse en el punto que se disputa, representar luego sobre ello al Tribunal y creer que entre tanto se puede suspender una orden decisiva y terminante de ese mismo Tribunal acordada sobre consulta de un ministro imparcial y ejecutor de sus preceptos, y por las razones y causas más justas y más graves.

Estas causas fueron, como representé a Vuestra Alteza en mi consulta de 11 de junio, las mismas expresiones del auto de 12 de febrero de 1776, que manda se tome por la junta, que en él se creaba, estrechas cuentas a los administradores, el ser esto como propio de un establecimiento nuevo donde no pueden saberse ni su verdadera renta, ni sus obligaciones, sino por medio de una estrecha cuenta y general, no pudiendo tenerse con certeza justa de los particulares; el que habiendo reconocido los libros maestros de entradas y salidas de enfermos y los diarios de varios años, he hallado contra los hospitales crecido número de raciones, pasando muchos meses de ciento y aun de doscientas las que se cargan por los diarios sin resultar por los libros maestros; el que estos diarios ni están ni han sido nunca intervenidos por los Patronos en ningún Hospital; el que las cuentas que los Patronos han tomado pueden haber tenido poca formalidad, porque yo no veo que ningún hombre pueda juzgar después de once meses de los gastos de un Hospital por sólo un diario simple e informal presentado entonces por su administrador como hasta aquí ha sucedido; el hallar en los libros maestros de entradas y salidas partidas postergadas y muchos enfermos sin que se sepa el día de su salida del Hospital, el tiempo de su mansión en él, y de aquí las raciones que devengaron. El que estas raciones salen por escándalo el año pasado de 91 en el Hospital de la Magdalena a 8 reales y 20 maravedises; en el de Santa Escolástica a 7 reales y 15 maravedises; en el de la Misericordia a 7 reales y 20 maravedises; en el de San Joaquín a 9 reales y 16 maravedises, y en el de Dios Padre a 14 reales y 20 maravedises; el que tres de los cinco administradores han entrado a servir después del auto de 12 de febrero que se me mandaba ejecutar; y que por todo esto y por otras muchas particulares observancias que tengo hechas sobre los libros y documentos se convence con evidencia la poca o ninguna formalidad que ha habido en las cuentas y razón, y que todo ha estado hasta aquí sobre la conciencia y fe de los administradores.

Yo dejo a la prudencia de Vuestra Alteza el pesar las razones que acabo de exponer y dependen del discurso. Cada cual es libre en su regulación, y a mis cortas luces y talento puede parecer grave lo que en sí mismo y para Vuestra Alteza será liviano y de ningún valer. Pero mi obligación está interesada en demostrar con documentos las que son de mero hecho, y en asegurar por este medio más y más a Vuestra Alteza esta justicia de su sabia resolución sobre la toma de cuentas generales, que tanto me quieren resistir y murmuran este Reverendo Obispo y sus presbíteros administradores. De los estados pertenecientes al año de [...] y a los hospitales de la Misericordia, la Magdalena y Santa Escolástica, sacados con el mayor escrúpulo de sus libros maestros de entradas y salidas y de sus diarios de gastos firmados unos y otros por los presbíteros administradores, verá Vuestra Alteza bien claro la grande diferencia de los primeros con los segundos, y la ninguna correspondencia de los diarios con los libros, correspondencia que debiera haber en una no escrupulosa, sino mediana administración, porque, no pudiendo constar más raciones que las de los enfermos existentes y constando éstos individualmente de los libros maestros de entradas, los diarios del gasto deben convenir escrupulosamente con estos libros y ser una expresión suya tan sencilla como exacta. No he podido hacer este cotejo con los libros y diarios del Hospital de San Joaquín, porque ni en él he hallado tales libros de entradas ni ninguna formalidad en este ramo, ni más que unos cuadernetes sucios y sin forro, cuales no se tendrían en la más miserable taberna; ningún arreglo ni exactitud, y cuales Vuestra Alteza podrá reconocer por los tres meses primeros del año de 91 que he querido copiar para que Vuestra Alteza se conduela al verlos del abandono y estado miserable que estas cosas han tenido, y desprecie de una vez para siempre las quejas y clamores de los presbíteros administradores. Tampoco remito a Vuestra Alteza estados comparados del Hospital de Dios Padre, porque curándose en él sólo el mal gálico y en una escasa temporada de cuarenta días de primavera, y entrando y saliendo todos los enfermos en un mismo día señalado para ello por su Patrono, no puede haber lugar a estas diferencias como en los demás. Pero por la declaración que para otros fines he recibido de su administrador, verá al mismo tiempo Vuestra Alteza que ni en él era por esto más escrupulosa y económica la administración; que sus enfermos toman las raciones exorbitantes de cinco y aun de diez libras de pan, una y dos de carnero, y media azumbre y una de vino; que las panaderas, el pastor, el aguador, y parece que cuantos iban a él, iban sólo a comer y beber, y que pudieran con sobra reducirse sus raciones a la mitad de lo que son.

De la diligencia (n.º 2) aparece asimismo que tampoco se hallan intervenidos los diarios del gasto de los hospitales, a excepción de los de la Misericordia que se ven con una rúbrica, sin saber de quién sea, y de la diligencia n.º 3 resulta bien claro hallarse en los libros maestros de entradas y salidas partidas postergadas y enfermos que han entrado sin que se anote ni sepa el día de su salida. Los estados demuestran, asimismo, el excesivo coste de las raciones de los enfermos en el mismo año, ninguno de los cuales se ve jamás a dieta ni ha dejado de comer ni de beber vino, y que por una razón media salen a 9 reales vellón y 15 maravedises diarios. Y de la diligencia n.º 4 resulta, por último, que sólo los administradores de Santa Escolástica y Dios Padre son anteriores al auto de 12 de febrero que Vuestra Alteza me ha mandado cumplir y ejecutar. Así que todos los hechos que representé a Vuestra Alteza en mi consulta de 11 de junio, y que en gran parte influirían en su justa resolución, son ciertos e inconcusos. El testimonio adjunto, que abraza siete meses de la administración y gobierno que tengo establecido, manifiesta en sus estados los grandes ahorros hechos por mí, y que, mejor asistidos y cuidados los pobres, como en efecto lo están, al menos se habrá economizado a tres reales y medio por enfermo, aunque se quiera dar a cada uno dos reales y medio de gastos de administración y otros menudos, cantidad que ciertamente no llegará en los siete meses por los mismos estados de raciones de enfermos. Las economías hechas hasta ahora pueden ascender a 35.000 reales, y acaso cubrirán las dietas y derechos causados por mi comisión.

Y en vista de estas verdades, ¿osan los presbíteros administradores desobedecer la acertada providencia de Vuestra Alteza? ¿Osa murmurarla el Cabildo? ¿Osa representar sobre ella el Reverendo Obispo, dilatar el cumplimiento de mis exhortos, apadrinar la resistencia de los administradores y censurarme de duro y criminal? ¿No es bien acreedor este Prelado, que debiera dar a sus súbditos ejemplos continuos de obediencia y respeto a Vuestra Alteza, de que carguen sobre él las dietas y costas de dos meses y más que me detiene con sus providencias e ilegales efugios? ¿No es bien acreedor el Cabildo, que tiene un comisionado ante Vuestra Alteza para contrariar mis pasos y estorbar la reunión que tan a su pesar estoy ejecutando, de una grave multa que lo escarmiente? ¿No lo son a las que les tengo impuestas los presbíteros administradores por su tenaz desobediencia a siete autos y a una orden tan expresa de Vuestra Alteza? Los pobres, Señor, no deben pagar estos gastos voluntarios. Si yo me he excedido en mis providencias, caigan en hora buena sobre mí y escarmiénteme como es justo Vuestra Alteza; pero si he sido un mero y exacto ejecutor de sus órdenes, si el Obispo, si el Cabildo, si los administradores las han suspendido y embarazado con efugios y malicias, satisfagan al Hospital, satisfagan, Señor, estos derechos y desagravie así Vuestra Alteza el honor de un ministro suyo, o desagravie más bien su suprema autoridad ofendida y vilipendiada en él.

Yo, por mi parte, no cesaré de clamar sobre este punto, y pido y ruego a Vuestra Alteza que me declare desde ahora por incurso en las multas y dietas con que he conminado a los presbíteros y al Reverendo Obispo, si he obrado mal en ello, o que los declare a ellos y los escarmiente de una vez. No puedo apartarme de este punto sin también representar a Vuestra Alteza que por los reconocimientos que he practicado de las cuentas anteriores y preguntas que he hecho a los antiguos administradores, estoy firmemente seguro de que quedan en ella grandes cantidades de granos y maravedises en resultas que aparecen por cobrar, de cuatro, seis y más años atrás, sin presentar ningunas diligencias y exactitud para su cobro. Bien al contrario, por su culpable negligencia o la de sus antecesores, han perdido los hospitales considerables rentas en censos y foros que tal vez podrían llegar a dos o tres mil ducados anuales, según que sobre ello informaré con exactitud a Vuestra Alteza cuando vuelva a hacer un nuevo y más prolijo reconocimiento de papeles y escrituras para colocarlas en el archivo general que se concluirá de día en día. Es sentado en toda administración, y justo en sí mismo, que el que la sirve dé en sus cuentas o las cobranzas de las rentas hechas o las diligencias judiciales para conseguirlo; y ya este Reverendo Obispo, viendo sin duda el sumo descuido y abandono que en esta parte había, lo mandó así por providencia en la visita que hizo de los cuatro hospitales de Santa Escolástica, la Magdalena, San Joaquín y la Misericordia en el año de 1786, cargando a los administradores en otro caso con la responsabilidad de los efectos que diesen por incobrables. Pero tan justa orden no ha tenido ningún efecto, y la cadena de resultas y rentas por cobrar ha seguido y sigue del mismo modo de uno en otro año hasta el presente. Yo tengo por de rigurosa justicia el hacer cargo de todas ellas a los antiguos administradores; mas veo desde ahora estorbos de parte del Reverendo Obispo, clamores a él por los interesados, y providencias suyas, y exhortos por mi parte que me atrasen y detengan en mis diligencias con escándalo y ruido. A Vuestra Alteza toca declarar si yo, al tomarles las cuentas, he de hacer a dichos administradores los cargos que llevo referidos, o si por el contrario he de sobreseer y contentarme con las cantidades que me den en resultas, sin diligencias judiciales que me acrediten su vigilancia en cobrarlas. Asimismo, es indispensable que Vuestra Alteza apremie estrechamente al Reverendo Obispo para que me deje libre de sus presbíteros a fin de recibirles ciertas declaraciones juradas sobre puntos y objetos de su administración. Conociendo yo esta necesidad y previendo que acaso los presbíteros se resistirían a hacerlas a pretexto de su fuero y exenciones, pasé a este Prelado, bien al principio de mi comisión, un oficio, a que me contestó diciendo cómo era justa la cosa por llana, y mandándoles hiciesen ante mí cuantas declaraciones quisiese recibirles. En efecto, concluidos los inventarios particulares de papeles y escrituras, como hallase yo confiados a solos ellos los archivos sin recibo ni resguardo alguno por donde guiarme para averiguar el número y calidad de documentos y pertenencias que existían en su poder, determiné como por única prueba recibir a cada uno una declaración jurada sobre si retenían, o si sabían del paradero de algunos otros papeles o escrituras para acordar su recobro.

Hicieron entonces los presbíteros sin resistencia alguna estas primeras declaraciones, sin que ni rehusasen el juramento que les pedía ni pensasen desobedecerme. He querido, después, saber con exactitud para mis arreglos y economías las raciones y consumos de los dependientes antiguos de los hospitales, y para ello, porque no consta de los libros de cuentas con claridad y especificación, hallé otro camino de averiguarlo. Proveí un auto en siete de diciembre mandando me declarasen los presbíteros si ellos o algunos de los dependientes gozaban ración de su Hospital, y en qué efectos y cantidades las recibían. Pero he aquí que, habiéndome hecho sin resistencia su declaración jurada dos de los presbíteros administradores, los tres se me niegan a ello por haberles mandado el Reverendo Obispo que no jurasen ante mí de modo alguno. Líbrole sobre ello un exhorto incluyéndole en él mi citado oficio y su respuesta y manifestándole las declaraciones juradas que ante mí hicieron sus presbíteros y la necesidad en que me veía de recibirles otras de nuevo sobre puntos y objetos de sus administraciones, inculcándome bien en esto para desvanecerle cualquier dificultad. Y cuando esperaba yo, como era justo, un cumplimiento llano y sencillo de mi exhorto, salió el Reverendo Obispo con la extraña respuesta de estar «pronto por sí o por su provisor a recibirles las declaraciones juradas que yo necesite de sus presbíteros, si se las remito para ello y estimo necesario las evacuen, con lo demás que Vuestra Alteza podrá ver en el exhorto y el auto de su cumplimiento que acompaño testimoniados, y que así por su estilo como por sus principios es bien digno de atención, y me obligaron al oficio firme y sostenido con que le respondí.»

Éste, Señor, es punto gravísimo y que debe parar por un momento la consideración de Vuestra Alteza: un ministro suyo, ejecutor de su voluntad y autorizado con sus órdenes, tiene que recibir cierta información de eclesiásticos en materias y puntos rigurosamente legos, en que ni aun necesitaba la atención de un oficio para con su Prelado. Paselo, sin embargo, únicamente escrupuloso. El Prelado se da por satisfecho, sus súbditos obedecen al ministro del Rey y declaran ante él sin dificultad alguna. Mas cuando les viene bien, le vuelven la espalda y le resisten, y el Prelado autoriza gustoso y da oídos a su desobediencia. ¿No es éste el desaire más manifiesto de la jurisdicción real; un desaire hecho a Vuestra Alteza mismo en mi persona, y que pide de necesidad un escarmiento severo para contener en adelante las pretensiones del estado eclesiástico? Yo le pido a Vuestra Alteza, en nombre de la real jurisdicción y de las leyes, y le ruego además por ellas y por el decoro de la toga, que multando y apercibiendo al Reverendo Obispo, que mande estrechamente haga comparecer desde luego en mi presencia a sus cinco presbíteros para que sobre puntos y objetos de su administración que estime convenientes les reciba las declaraciones juradas que necesitare y que creo indispensables, así sobre las rentas de los hospitales y las personas que les son deudoras como sobre otros puntos y capítulos, según la confusión y oscuridad que a cada paso advierto en todos los ramos. Bien pudiera yo haber entrado sobre los dos puntos anteriores en una competencia bien reñida y ruidosa con el Reverendo Obispo. Pero, además de no haber adelantado nada por este medio, el escándalo y los clamores hubieran llegado al cielo entre estas gentes preocupadas, y yo me hubiera visto en ella más y más desairado. He hecho, sin embargo, lo que he podido, y el tono y la firmeza con que hablo en mis oficios manifestarán sobradamente a Vuestra Alteza bien claro mis principios y lo que hubiera hecho en otras circunstancias.

Otro tanto digo, sobre la asistencia espiritual a los enfermos convalecientes, de su capellán, don Tomás González Durán. En mi primera consulta de 11 de junio y sus testimonios, manifesté largamente a Vuestra Alteza la estrecha obligación en que se hallaba este presbítero, según las cláusulas de su capellanía y la voluntad de sus fundadores, de celebrar su misa, administrar los sacramentos y asistir al consuelo de dichos enfermos en el Hospital General. Mandó, pues, Vuestra Alteza, en su citada carta orden de 25 de agosto, hiciese yo entender al mismo presbítero don Tomás González Durán ser muy justo y conforme a la naturaleza de la capellanía que posee haya de presentar el pasto espiritual a los enfermos convalecientes de la Misericordia, que es el que queda por General, y decir las misas en la capilla que se destine a este efecto de convalecientes, como lo ejecutaba en el suprimido de San Joaquín, añadiendo Vuestra Alteza daba noticia con la misma fecha a este Reverendo Obispo para que haga al referido presbítero las prevenciones y amonestaciones conducentes a que cumpla mis providencias.

En virtud de esta orden, dirigí yo con anticipación, en 6 de septiembre, un oficio al Reverendo Obispo para que hiciese al presbítero Durán las prevenciones y amonestaciones conducentes a la justa obediencia que deba prestar a mis autos y providencias (testimonio n.º 30), y, habiéndome respondido en el mismo día se le harían al presbítero capellán las prevenciones necesarias para que cumpliese con dichas órdenes (testimonio n.º 31), mandé después, en el mismo día 6, cumpliese don Tomás Durán las cargas de su capellanía en el Hospital General, celebrase sus misas a hora que pudiesen oírlas los enfermos convalecientes y los asistiese y socorriese en sus necesidades espirituales (testimonio n.º 32). Mas en nada menos pensó el presbítero que en cumplir con la voluntad de Vuestra Alteza y satisfacer a sus obligaciones obedeciendo mis providencias, pues ni puso los pies en el Hospital General, ni cuidó en nada de sus pobres convalecientes, ni celebró en él sus misas, y así me obligó a apremiarle a su cumplimiento con la pena de 50 ducados en 19 de septiembre (testimonio n.º 33). Mas ni por esto se enmendó ni entró en sí el presbítero capellán, y una sola vez en el largo plazo de tres meses se le vio presentarse a administrar el sacramento de la penitencia a los enfermos sin darles otro pasto espiritual. Entonces, y viéndome yo con un oficio del mayordomo del Hospital en que me daba parte de haber faltado en él la celebración de la misa en dos domingos (testimonio n.º 34), quedándose, como resultó después, sin ella los enfermos convalecientes, proveí auto para que mi escribano pasase al Hospital y preguntase sobre ello a los dependientes, poniendo por diligencia sus respuestas (testimonio n.º 35). De ellas resultó el total abandono de este presbítero en el cumplimiento de las cargas y obligaciones de su capellanía, y que ni asistía a los enfermos, ni les administraba los sacramentos, ni aun era conocido en el Hospital (testimonio n.º 36). Entonces, y viendo yo por otra parte que ni tampoco había pensado en explicarles diariamente la doctrina cristiana, en cuya obligación se le conmutó la de la misa diaria con que estaba cargado por un auto del Ordinario de 30 de marzo de 1787 dado a solicitud del mismo capellán don Tomás González Durán (testimonio n.º 41), mandé en providencia de 6 de diciembre (n.º 37) lo cumpliese todo así, pasando al Reverendo Obispo, con un oficio, testimonio de ella, para que le amonestase y exhortase a su cumplimiento (n.º 38).

Mas este Prelado, que ya me manifestó en otra ocasión haberlo hecho así, según dejo representado, se desentendió entonces de mi segunda instancia (testimonio n.º 39), a pretexto de los escrúpulos del presbítero Durán que parece le expresó (son palabras suyas) ignoraba si, no habiendo precedido para la dispensa de localidad, reducción de misas y conmutación de cargas, las formalidades establecidas por derecho, cumplirá o no celebrando las misas en el Hospital de la Misericordia, añadiendo (son también palabras suyas) que siendo estos juicios privativos de los Prelados diocesanos, y como ve que en concepto de tal nada le he ordenado instándome sobre que conozca y determine lo que estime justo, por ahora me he negado a ello, y le aseguré que, dejándome Vuestra Alteza expeditas mis facultades y mandándome el Consejo usar de ellas, me hallará pronto a dar las providencias que me parezcan razonables.

En efecto, el presbítero Durán, sostenido sin duda de su Prelado, se negó a oír mis providencias o más bien la resolución de Vuestra Alteza, con el vano pretexto de sus fueros y exenciones (testimonio n.º 40); y los pobres convalecientes siguen, Señor, sin el pasto espiritual que necesitan y que quisieron darles los piadosos fundadores de su capellanía. Rara invención, por cierto, y modo más singular de huir del justo cumplimiento de la obligación y de burlarse de Vuestra Alteza, formar un escrúpulo opuesto, o más bien malicioso, y cesar por él, entre tanto, en el desempeño de los deberes del ministerio. Pero más raro todavía el escrúpulo del Reverendo Obispo, que, a pretexto de que no le dejo expedito sobre este punto cuando tanto le insto y le apremio, y de que Vuestra Alteza no le encomienda su conocimiento, teniéndole tan encargado exhorte al presbítero Durán a que me obedezca, le deja, sin embargo, impune y en su error y malicia, y abandonados en su pasto espiritual los pobres convalecientes.

Lo singular es, Señor, que este mismo presbítero que hoy se nos vende por tan delicado y escrupuloso sobre la reducción de sus misas y conmutación de esta carga en la de explicar a los enfermos la doctrina cristiana, la solicitó ardientemente en 30 de marzo de 1787, a pesar de la prohibición severísima que de ello en la fundación se le hace por un memorial que está inventariado entre los papeles del Hospital (n.º 41) y que el Reverendo Obispo, que por desgracia se nos dice hoy no menos escrupuloso, hizo en efecto dicha reducción y supo entonces pasar por todo y disimularlo como lo manifiesta de su decreto. ¿Necesitaré yo en vista de esto volver a recordar a Vuestra Alteza las razones que le propuse en mi primera consulta y las cláusulas de la fundación de la capellanía, que le acompañé testimoniadas, para que apremie con rigor a este presbítero a su justo desempeño? ¿O querrá fingirse aquí y aparentarse por él o su Prelado ninguna conmutación de cargas o dispensa de localidad? ¿Detendrán a Vuestra Alteza las vanas y miserables razones en que quiere tropezar el Reverendo Obispo? ¿No es bien claro que ellas y todo este negocio es el triste fruto de su espíritu de oposición, de su misma adhesión a sus derechos e infundadas prerrogativas, o de sus opiniones o más bien rancias preocupaciones de escuela? En suma, Señor, desde el primero al último caso que en este punto acompañan testimoniados esta mi consulta, y de ellos y del largo e ininteligible oficio del Reverendo Obispo, podrá Vuestra Alteza informarse más bien así de mi misma delicadeza y miramiento como de la injusta resistencia que he hallado para que Vuestra Alteza vuelva a mandar con estrechez y rigor que el capellán de convalecientes, don Tomás González Durán, cumpla todas las cargas de su capellanía, celebre sus misas, explique la doctrina cristiana, administre los sacramentos y asista espiritualmente a sus pobres enfermos en el nuevo Hospital General, sin excusa ni pretexto alguno, y olvidando por ahora sus escrúpulos.

Continuando yo en su arreglo, he creído una de mis primeras obligaciones la de proveerle de buenos y celosos dependientes y hacer al mismo tiempo cuantas economías he hallado compatibles con la buena administración de sus rentas y la asistencia y cuidado de sus enfermos, según que Vuestra Alteza lo manda en su primer auto de 12 de febrero, cuya ejecución me ha cometido. Para todo ello, acordé en 6 de diciembre registrar los libros maestros de cuentas y formar por ellos un estado exacto y puntual del gasto de administración de cada Hospital, así en granos como en maravedises y otros utensilios en el último quinquenio. Y de él aparece subir esta administración dispendiosa a la cantidad de 40.207 reales y 8 maravedises cada año, no contando las muchas raciones que consumían sus numerosos dependientes y que no he podido averiguar, porque, no constando con separación de los libros, y queriendo recibir sobre ello ciertas declaraciones a los presbíteros administradores, se me ha resistido por el Reverendo Obispo esta diligencia, como dejo representado (n.º 47).

He tenido por necesario un administrador general, y un mayordomo doméstico que, viviendo en el mismo Hospital, tenga sobre sí su economía y sea como el jefe de los demás dependientes; un capellán que sirva de párroco y viva también en la casa, y esté así más a la mano para el socorro espiritual de los enfermos; un médico; un cirujano; dos practicantes facultativos, como los hay en todos los hospitales, desterrando el abuso de los antiguos enfermeros; dos mozos de por defuera para la limpieza de vasos y cuadras, acarreo de aguas, y botica y demás ministerios bajos; un cocinero; una enfermera; una criada para la misma limpieza en las cuadras de las mujeres; un sacristán y un portero, que aparte las muchas gentes que suelen ir a importunar a los pobres a pretexto de visitarlos, y que cuide y vele sobre las entradas y salidas en el Hospital; un abogado, un escribano, un procurador y un agente en esa corte, para la cobranza de sus juros y demás dependencias.

Así que sólo he reducido a dieciocho personas los cinco administradores, cinco capellanes, cinco médicos, cinco cirujanos, ocho enfermeros, tres enfermeras, dos cocineras, una ama de llaves, y cuatro sacristanes, en todo cuarenta dependientes, sin contar los quince agentes, procuradores y escribanos que cada casa tenía separados y que, o no estaban dotados competentemente, y así no servían ni en rigor se les podía mandar o bien consumían con sus raciones, gratificaciones y sueldos una buena parte de las rentas de los hospitales. He nombrado para estos empleos, bajo la aprobación de Vuestra Alteza, a las personas siguientes y con las dotaciones y ración que Vuestra Alteza podrá ver:

Nombramientos Salarios (reales)
Administrador General, el tesorero don Rafael Serrano y Serrano, con 7.700
Mayordomo doméstico, don Antonio de Medina, con la dotación y ración según el reglamento de 4.400
Capellán de enfermos, don Manuel Lázaro, con la dotación y ración según el reglamento de 2.200
Médico, don Juan Antonio Otero, con 4.950
Cirujano, don Manuel de Quevedo, con 3.300
Practicantes, Sandalio Velázquez y Alejandro Quevedo, con la ración de enfermo y 600 (cada uno)
Dos mozos de limpieza: Manuel Batalla y Manuel de Davango, con la ración de enfermo y 480 (cada uno)
Enfermera, Josefa Mayorga, con ración de enfermo sin vino y 365
Moza de limpieza, Josefa de Arévalo, con ración de enfermo sin vino y 175
Cocinero, José Portero, con ración de vino y 730
Sacristán, José Portero, menor, con 550
Portero, con ración de enfermo y 365
Abogado, don Manuel Sánchez del Pozo, con la gratificación de 150
Escribano, don Ramón Vidal Tenorio, con la gratificación de 150
Procurador, don Luis Araujo, con la gratificación de 100
Agente en Madrid, don Bernardo González Álvarez, con los derechos de sus cobranzas y la gratificación de 300
27.595 reales

He creído deberse dotar estos empleos según lo están, reduciéndome cuanto lo permiten las circunstancias de los tiempos y sus obligaciones, porque estoy persuadido a que sin unos decentes salarios que les den para vivir, ni se puede exigir ni esperar de los que sirvan la vigilancia, el celo y los trabajos con que los cargaré en mi reglamento. Si al que se le emplea no se le paga cumplidamente, ningún buen servicio puede aguardarse de él, y el interés, alma y móvil de los pasos del hombre, o le aparta o le estimula al cumplimiento de sus deberes según se le presenta. Estas dotaciones, además, se hacen hoy para el tiempo por venir, y yo no dudo que por las grandes rentas del nuevo Hospital, y lo bien que serán en él asistidos los pobres, será en adelante más concurrido y frecuentado que ninguno otro de Castilla.

Pero al mismo tiempo reconocerá Vuestra Alteza que no pasando el total de mis asignaciones de 27.595 reales, y siendo las de los antiguos hospitales de 40.207 reales y 8 maravedises, he economizado en favor del establecimiento la cantidad de 12.612 reales y 80 maravedises, que es casi una tercera parte del antiguo gasto. Pero no es decible, Señor, lo que así el Reverendo Obispo como el Cabildo y, por desgracia, todos sus dependientes que en esta pobre y desolada ciudad componen el mayor número, han murmurado y declaman contra estos nombramientos. Hubieran querido que hubiese dejado yo en sus administraciones a los antiguos mayordomos, esto es, que nada hubiese hecho; que, al menos, no hubiese sacado la administración y manejo de los caudales del nuevo Hospital de entre las manos de sus clérigos; y, olvidado en fin de mi obligación y siervo de sus deseos, no hubiese consultado en mis elecciones lo mejor, sino su gusto o sus partidos.

Protesto delante de Dios y a la faz de Vuestra Alteza que en ninguna me ha movido ni la pasión, ni el empeño; que he olvidado en ellas mis afecciones particulares y los ruegos de los amigos; que he perdido algunos por esta causa; y que, ansioso sólo del acierto, lo he pospuesto todo a mi obligación y a la utilidad de los pobres. He creído y creo, Señor, que es necesario, que es indispensable apartar por ahora, y aun para siempre, esta administración de las manos de los eclesiásticos. Ocupados ellos en el cumplimiento de sus deberes, esclavos necesarios del Reverendo Obispo y del Cabildo, con otro género de juicios y otras anchuras y mal entendidas epiqueyas, ni han sido, ni pueden ser, ni lo serán jamás, unos buenos administradores. Sean en buen hora asistentes y celadores del ministerio de los legos, y velen y cuiden a los pobres enfermos en sus necesidades espirituales. Por esto todos los cánones, las leyes y pragmáticas de Vuestra Alteza y las autoridades más respetables les prohíben estrechamente estos negociados seculares, que los abajan al ministerio de los legos, y así saber como truecan sus corazones en terrenos y apegados a las cosas de acá, y les dan las pasiones que les veda su santo ministerio, y acaso los vicios más feos. La experiencia lo ha acreditado en el caso presente: ha habido en los años pasados quiebras y menoscabos en la administración de los hospitales. Han perdido éstos, por el descuido y la negligencia de las manos en que han estado, una buena parte de sus rentas. Hay en las cuentas una cadena de atrasos y resultas asombrosa, y que no se hallará tal en ninguna administración; y, sin que sea visto ofender yo las personas de los actuales, he oído no pocas veces comprometida y murmurada su conducta y menoscabada la pureza de su ministerio. Cosas todas que me tienen firmemente convencido a que es indispensable arrancar, para ir adelante, esta administración y cuidados de su poder.

Pero ellos, Señor, no quieren conocer estas verdades. Y así, el Reverendo Obispo como su Cabildo han hecho el empeño más ciego en mantener a los presbíteros en esta administración temporal, y acaso por esto sólo me dieron, en el mayor riesgo de mis enfermedades, dos largos y molestos oficios que Vuestra Alteza podrá ver, si desea conocer de lleno su espíritu y sus ideas (testimonio n.º 42). Creo habérseles respondido sobradamente, y que quien lea con indiferencia esta contestación conocerá sin dificultad la debilidad y miseria de las razones de los suyos y la fuerza convincente con que les satisfago (n.º 43). Yo pido y ruego encarecidamente a Vuestra Alteza que las tenga siempre bien presentes, y si esta contestación a los oficios en que el Reverendo Obispo y su Cabildo de propósito y tan a la larga se ponen a hacer su causa y a conculcar mis providencias, no decide sola todos los puntos contestados, desde luego me doy ante Vuestra Alteza por vencido. Me inculco en esto de propósito porque veo, Señor, que se clamará a Vuestra Alteza y se la querrá alucinar diciéndole grandes cosas de la virtud, conducta y méritos de los antiguos presbíteros administradores, y se tachará y acaso, como se ha hecho aquí, se denigrará sin caridad el buen nombre de las personas escogidas por mí. Pero, yo, Señor, las abono desde ahora para en adelante. Las he escogido porque las creo las más a propósito para el bien del nuevo establecimiento, y aseguro a Vuestra Alteza con confianza que, así como prosperará en sus manos, se verán mis trabajos y los justos deseos de Vuestra Alteza destruidos enteramente en las antiguas.

El administrador general es una persona de la más escrupulosa exactitud desinteresada, activa e inteligente, y que, versado en el manejo de las rentas reales por su empleo de tesorero de esta provincia, sabrá dar otra forma a las del Hospital, y ponerlas en el orden y claridad que necesitan. Me ha ayudado y servido de mucho, y por lo que he visto suyo puedo asegurar a Vuestra Alteza que a su celo y amor al bien se debe principalmente la reunión de los cinco hospitales. He exigido de él, sin embargo, una fianza a mi satisfacción de hasta sesenta mil reales, que creo superabundante para los caudales que debe manejar, y según la vigilancia con que la Junta debe tratar este objeto y se prevendrá en el reglamento.

El mayordomo doméstico es también como cortado para su ministerio: honrado, inteligente, celoso y caritativo, y tal que cada vez estoy más gozoso y satisfecho de su elección. Me ha dado también una fianza segura de hasta dos mil ducados, que, enlazada como lo está su administración con la general, y habiendo de dar a la junta una cuenta mensual de sus encargos, es más que sobrada para cualquier recelo. Confieso, Señor, sin empacho que en la elección de esta persona ha obrado también mi gratitud: hospedado por un acaso en su casa, y habiéndole debido la asistencia de un hermano en mis dos largas y peligrosas enfermedades, mi corazón naturalmente sensible y agradecido se complace y complacerá siempre en haberle podido ser útil, y se gloría de haber hallado en su persona cuantas calidades pudieran desearse para su ministerio.

Perdone Vuestra Alteza que me detenga tanto en este punto, porque veo ya la calumnia y el interés denigrar estas dos personas, y pintárselas con los colores más feos. Pero la verdad y la justicia me obligan a afirmar que en sus manos solas puede librarse en Ávila la seguridad del nuevo establecimiento que Vuestra Alteza me ha confiado, y que así como en ellas yo respondo del éxito feliz de mis trabajos y desvelos, los veo todos trastornados y en el antiguo abandono si Vuestra Alteza presta sus oídos a las maliciosas tachas que sin duda les opondrán el Cabildo y el Reverendo Obispo.

Otro tanto digo del médico y el cirujano. Valime en el principio interinamente para mis diligencias de don Antonio Serna, médico de esta ciudad, y que ciertamente me fue bastante útil en mis primeros reconocimientos, y, lo digo sin rebozo, a pesar de lo desgraciada que ella es en profesores médicos y de que a una y por todas partes se oyen clamores y murmuraciones contra ellos y su habilidad, Serna lo hubiera sido del Hospital General, porque en mi genio agradecido y ansioso por remunerar hasta el menor servicio, me hubiese sido muy duro y cuesta arriba darle de mano y hacer otra elección. Pero Dios parece que quiso desengañarme con dos meses largos de enfermedad, y mirar de este modo por la salud de los pobres. En ella me vi en necesidad de recurrir de apelación al médico que he nombrado, titular de la villa de Piedrahíta, y al cirujano Quevedo, también de la misma villa. Los tuve a mi cabecera muchos días, pude después en mi convalecencia tratarlos, conferir y conocerlos a fondo, y me creo obligado en conciencia a confesar a Vuestra Alteza que sus luces o instrucción son superiores con grandes ventajas a cuanto hay en esta ciudad; que por la práctica y pasantía de uno y otro en los Hospitales Generales de Salamanca y Madrid, hace el nuestro una bien preciosa adquisición en los dos, y que Vuestra Alteza, sobre mi honor y mi conciencia, puede y debe aprobar estos nombramientos, clamen cuanto quieran el médico Serna, el Reverendo Obispo y su Cabildo. Pero no basta que Vuestra Alteza los apruebe. Es además preciso que cierre desde ahora la puerta a la malicia y al espíritu de oposición que veo ya armados para molestar a cuanto sea obra y elección mía en volviendo yo la espalda. Se dice, se proclama así, y aun se tiene la osadía de querer apartar de mí con estas amenazas y retraer de sus ministerios a los mismos agraciados. Por esto, y para asegurarlos en la justa confianza que deben tener en un ministro comisionado de Vuestra Alteza, he acordado escrituras en su nombre y en el del Hospital por seis años con todos ellos, atando así y ligando más estrechamente los intereses recíprocos de unos y otros. Y así que yo tengo por igualmente necesario el que Vuestra Alteza apruebe todas mis elecciones y que, avocándose así perpetuamente las de administrador, mayordomo, capellán, y agente a propuesta de la junta como diré en mi reglamento, acuerde desde ahora que así éstos como el médico y cirujano actuales no puedan nunca ser despedidos sino por Vuestra Alteza, a representación de la Junta y con justas causas.

Es también necesario que Vuestra Alteza me dé sus órdenes para que disponga y enajene, como pienso en hacerlo de otras cosas y muebles inútiles, una gran porción de frontales, ornamentos de iglesias, retablos y vasos sagrados que, con la profanación de las capillas de los hospitales suprimidos y reunión de todo en la del General, están en él tan de sobra que nunca podrán servirle. Llegarán a cuarenta los frontales, a pocas menos las casullas, y así de lo demás. Cuatro son las lámparas, y dos las arañas de plata, sin saberse dónde poder colocarlas. Así que se separará lo mejor y más útil, y lo demás, vendido, podrá cubrir una parte de los gastos hechos en mi comisión.

Otro tanto digo de los altares que aún permanecen en las capillas de los hospitales suprimidos, y que serán bien fácil acomodar y vender en las iglesias de este obispado, reservando como propuse a Vuestra Alteza en mi primera consulta los de las primeras fundaciones, en que tanto se embarazan los patronos, y que, trasladados como allí dije a la capilla del General, aún se podrá verificar para acallar los escrúpulos suyos, el que se cumpla en ellos y sobre sus aras lo material de las fundaciones. Nada de esto necesitaría consultarse a Vuestra Alteza ni ocuparle. Pero yo veo nuevas oposiciones del Reverendo Obispo cuando quiera arreglar estos puntos y poner la mano en ellos, y aunque sin haber procedido a nada ni determinándolo, me manifestó su oposición en un oficio (n.º 51), a que le respondí con la llaneza y sencillez del n.º 92, porque a nada quiero ni pienso determinarme sin la resolución de Vuestra Alteza.

He mandado también se proceda a nuevos arrendamientos de las haciendas y propiedades del Hospital General, ya por haber hallado cumplidas de muchos años otras no pocas escrituras, ya porque no suele haberlos en muchos casos, sino unos papeles simples de obligación, ya por dejar arreglado este ramo de administración, que no ha padecido menos que los demás, y ya en fin porque espero subir por este camino las rentas del nuevo establecimiento acaso una tercera o cuarta parte sin gravamen de sus colonos. Las pasiones, o la desidia y el olvido, habían dejado los antiguos arrendatarios en contratas de quince o veinte años sin pensar en la subida y alto precio que han tomado las casas, y en que es en todo administrador una de sus obligaciones más estrechas la de dar a las propiedades de su cuidado la justa estimación que arreglan en todos los países el tiempo y las circunstancias. El estado (n.º 50) que abraza todos los arrendamientos hechos hasta ahora, y de solas las casas de esta ciudad, convencerá a Vuestra Alteza de esta verdad y de que sus réditos han subido más de una tercera parte.

Por último, Señor, habiendo sido necesario ejecutar muchas obras en lo interior del Hospital, para hacer en él con anchura la habitación del mayordomo que vivía antes sin comodidad ni desahogo, y proveer la casa de todas sus oficinas, según la declaración de mi arquitecto (testimonio n.º 45), acordé su ejecución, y así las tengo concluidas, habiendo logrado ejecutarlas por asiento en la cantidad de cuatro mil ducados. Vuestra Alteza se servirá aprobar esta resolución hasta que, acabada mi comisión, se reconozcan todas ellas y el mismo Hospital por el arquitecto que fuere del agrado de Vuestra Alteza, como desde ahora se lo pido ardientemente, para que juzgue de su necesidad y utilidad por su declaración.

Conozco que me he dilatado mucho en esta consulta, y así reservo para otras dos puntos y objetos, aunque con el pesar de abstraer a Vuestra Alteza de sus tareas y desvelos. Pero, Señor, el espíritu de oposición y, digámoslo de una vez, el odio y el furor con que estas gentes maldicen y abominan de cuanto hago, me obligan a dilatarme más que quisiera. Deseoso de justicia, he pedido a Vuestra Alteza desde el principio que examine todas mis providencias, las pase por su sabiduría y me juzgue con el último rigor: no pido ni quiero en nada disimulo ni connivencia. La severidad de nuestro ministerio, las santas leyes de la justicia, que tenemos siempre en la boca, no admiten ninguna anchura. Sé, sin género de duda, que se ha recurrido y recurrirá a Vuestra Alteza por estos Patronos; que se le han pintado todas mis obras como atropelladas o de poca meditación; que se le aparentarán grandes motivos: el honor del estado eclesiástico, su mucho celo, su desinterés, sus deseos de servir a los pobres y cuanto se quiera, y que se le propondrán partidos y allanamientos que deslumbren con una aparente utilidad. Pero, Señor, acuérdese siempre Vuestra Alteza, yo se lo suplico, que los que hoy le hacen estos partidos y reclamaciones son los mismos que le han resistido por dieciséis años y han sabido dilatar y burlar hasta ahora seis órdenes suyas en este punto; que han diputado por dos veces un comisionado a Vuestra Alteza para resistir la reunión de los hospitales; que no quieren reconocer su justa autoridad a pretexto de su estado; que han puesto a su ministro comisionado dos veces a la muerte con sus desazones y amarguras. Pero este ministro, que él no pide ni quiere sino justicia, suplica que se le oiga, que se le deje libre para obrar según sus luces y que se le juzgue después. O Vuestra Alteza desea la reunión de los hospitales o no. Si lo primero, es indispensable que cierre los oídos a los importunos clamores con que le querrán deslumbrar y deslucir, y me confirme en todas mis facultades y me las aumente; y si no la quiere, olvidado ya de la justicia y utilidad de seis autos y providencias suyas, de su autoridad, del honor de su ministro comisionado, escuche en buena hora al Reverendo Obispo y a su Cabildo, y sigan las cosas en el mismo desorden y abandono que han tenido.

Vuestra Alteza, que me ha prestado su confianza y honrado tanto, debe en justicia asegurármela en proporción de los estorbos que hallo, y volver por mí y sostenerme con las más severas providencias. Así que estimo por indispensables:

1.º Que Vuestra Alteza haga salir inmediatamente de la corte al Doctoral de esta Iglesia, don José de la Madrid, diputado por su Cabildo para estorbar mis providencias, como se lo tengo representado.

2.º Que pase Vuestra Alteza una acordada, la más estrecha y severa, al Reverendo Obispo para inmediatamente proceder contra sus presbíteros administradores a la exacción de las multas en que están legítimamente incursos; o más bien lleve a bien que yo lo haga en ejercicio de la jurisdicción real que ejerzo.

3.º Que asimismo le imponga Vuestra Alteza una bien gruesa multa y le condene en las costas y dietas de los días en que me he detenido por su causa.

4.º Que le mande Vuestra Alteza con la misma estrechez haga comparecer inmediatamente a mi presencia a sus clérigos administradores, para que les reciba las declaraciones que juzgue convenientes sobre sus empleos.

5.º Que mande Vuestra Alteza lleve yo adelante mis providencias sobre las cuentas generales en cumplimiento de su real orden.

6.º Que declare Vuestra Alteza si, como es justo en sí y sentado en toda administración, he de exigir en ellas o las rentas cobradas o las diligencias judiciales para conseguirlo, o si, por el contrario, me he de contentar con las grandes cantidades de resultas que aparecen en las cuentas.

7.º Que lleve a bien Vuestra Alteza apremie por mí al capellán de Convalecientes, don Tomás González Durán, a que desempeñe y cumpla con las cargas de su capellanía en el Hospital General, según lo acordado por Vuestra Alteza en 25 dé agosto, puesto que no es de esperar lo haga nunca el Reverendo Obispo.

8.º Que apruebe Vuestra Alteza los nombramientos que he hecho y, reservándose a sí el de administrador mayor como capellán y agente del Hospital en esa corte, resuelva no poder despedirse ninguno de los actuales, sin justas causas y licencia de Vuestra Alteza.

9.º Que me dé Vuestra Alteza sus órdenes para que proceda con las formalidades correspondientes a la venta de los retablos, ornamentos, campanas y demás alhajas de las capillas suprimidas, que no sean necesarias a la del Hospital General.

10.º Que apruebe, asimismo, Vuestra Alteza las obras sobre que le informo como necesarias que son e indispensables.

11.º Y por último, que cualquiera representación, cualquier papel o queja que se presente a Vuestra Alteza contra mi comisión lo remita a mi informe y me oiga con justificación sobre su contenido.

De otro modo, Señor, la reunión de los hospitales quedará por hacer, y así, en efecto, las sabias intenciones de Vuestra Alteza, su autoridad, será burlada como hasta aquí. Y su ministro comisionado tendrá la amargura de retirarse, dejando triunfantes la malicia, el interés privado, la ignorancia, las preocupaciones y el orgullo, que, armados todos, se han conjurado contra él, y le resisten y embarazan.

Ávila, enero 20 de 1793.

Juan Meléndez Valdés




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Cuarta representación


5 de febrero de 1793

Muy piadoso Señor:

La Real Orden de Vuestra Alteza que he recibido hoy en el día me obliga a molestarle con esta representación para exponerle con el mayor respeto, que, obedeciéndola como la he obedecido profundamente, he suspendido la ejecución de sus dos puntos por creerles poco compatibles con mi honor y el decoro de Vuestra Alteza.

En 11 de junio del año pasado consulté a Vuestra Alteza sobre si debía tomar a los cinco administradores de los hospitales que he reunido cuentas generales de su administración o contentarme con las que tuviesen dadas hasta aquel día, no ocultando a Vuestra Alteza que, en efecto, las tenían dadas de los años anteriores a los Patronos de sus respectivos hospitales; mas, exponiéndole con sencillez los defectos y poca formalidad que en ellas advertí, y Vuestra Alteza se sirvió acordar en 25 de agosto que «en punto a la toma de cuentas a los administradores de los hospitales (son palabras de su Real Orden), lo hiciese por ahora sólo de las generales, o de todo el tiempo que respectivamente sirvan sus encargos los actuales, sin pedirlas de los anteriores a ellos, procediendo en esto conforme a derecho y a lo mandado en el expediente».

El Reverendo Obispo y su Cabildo, luego que empecé a proceder en este punto, sin duda representaron a Vuestra Alteza, protegieron y ampararon aquí a los administradores en la resistencia que me han hecho a su justo obedecimiento, obligándome a conminarlos con multas y apremios y a entrar sobre ello con el Reverendo Obispo en una contestación tan ruidosa como justa por mi parte, de que he informado a Vuestra Alteza menudamente en el primer punto de mi última consulta de 20 de enero. Allí demuestro, con hechos y documentos, las razones que propuse en 11 de junio, y pido y ruego a Vuestra Alteza sostenga su autoridad y mis providencias. Y cuando esperaba yo que Vuestra Alteza se desagraviase a sí mismo y volviese por el honor de su comisionado, se ve éste desairado en su justa solicitud, acordando Vuestra Alteza según las pretensiones del Reverendo Obispo y su Cabildo.

Me sería indiferente en mi comisión tomar cuentas generales, particulares o no tomar ningunas a los antiguos administradores, y aun me sería más grato esto último. Pero no puede sérmelo mi honor, que está comprometido en este negocio, la autoridad de Vuestra Alteza malamente burlada por el brazo eclesiástico, el desaire de entrambos, y el mal ejemplo de esta victoria para un clero acostumbrado a dominar en esta ciudad y a que nada en ella le resistan.

¿Sería acaso el castigo de una desobediencia a las órdenes de Vuestra Alteza el trastorno y revocación de estas mismas órdenes, y el desaire del que las ejecuta? ¿He faltado yo a la verdad más escrupulosa en mis representaciones? ¿No aprecia en nada Vuestra Alteza el honor de un ministro, exacto ejecutor de sus providencias? ¿No importa más Vuestra Alteza y su autoridad que el Reverendo Obispo y su Cabildo? ¿Habrá cedido acaso a la importunidad de sus ruegos? ¿Tengo yo aquí otra voz que la de comisionado suyo? ¡Así me continúa Vuestra Alteza su confianza y me sostiene! Si yo me he excedido en algo en esta contestación, abandóneme Vuestra Alteza como es justo y déjeme en ella desairado. Pero si no me he excedido, ¿por qué lo hace? ¿Por qué no se castiga a quien desobedece a Vuestra Alteza sin razón y se opone a su comisionado en cuanto quiere obrar? Insto, señor, con el más profundo respeto en este punto, porque sé bien que el honor es el más sagrado patrimonio de un ministro, y que el que sufre un desaire sin merecerlo, no está en mi opinión lejos de ser delincuente y prevaricador, y se estima en bien poco.

Otro tanto digo del punto segundo de la Real Orden de Vuestra Alteza: los ornamentos y vasos sagrados de las capillas de los hospitales están custodiados en la del General, y no serán en ella habidos en menos reverencia que en poder del Reverendo Obispo, su Cabildo y la Junta de Hospitales. Vuestra Alteza mismo mandó en su carta orden de 25 de agosto «procediese yo (son sus palabras) al inventario de todos sus muebles (de las capillas de los hospitales suprimidos) y alhajas, y su traslación al General con asistencia de la persona que dipute dicho Prelado (el Reverendo Obispo) ». Así se ha ejecutado. La persona que de su orden ha asistido a estas diligencias ha sido su provisor, y Vuestra Alteza me manda devolver hoy para su custodia las mismas alhajas que no ha nada depositó en mi poder. ¿Estarán en él menos bien custodiadas que en el del Obispo y la junta de Hospitales? ¿Qué diría de mí, o más bien de Vuestra Alteza, por esta providencia el público de esta ciudad? Si por los siniestros informes que Vuestra Alteza haya tenido, no le merezco ya su confianza o me cree inferior al desempeño de sus encargos, mándeme en buen hora volverme a mi Tribunal, examinando y aprobando antes cuanto he obrado, y encomiende la ejecución de lo que falta a la Junta de Hospitales y al Reverendo Obispo, que han sabido resistir a Vuestra Alteza por dieciséis años y burlar en ellos la ejecución de su justo auto de 12 de febrero de 1776. Llevaré yo en premio de mis trabajos y deseos del bien dos enfermedades que me han tenido a la muerte y el dolor de un desaire no merecido.

Si, por el contrario, desea Vuestra Alteza conservar su autoridad y el honor de un ministro que se precia y preciará siempre de mantenerlo puro y acrisolado, sírvase Vuestra Alteza prestarme en todos los puntos de este negocio una plena y absoluta confianza, que yo le tendré también presto concluido; desprecie hasta su fin cuanto puedan representarle contra mí; haga salir de esta corte al Doctoral de esta Iglesia, su comisionado en ella, alma y móvil de esta oposición; y deme de nuevo sus órdenes, así sobre la toma de cuentas a los antiguos administradores y admisión o repulsa de las grandes cantidades que darán en resultas, según tengo representado en 20 de enero, sin cuya decisión tampoco puedo dar un paso en las cuentas particulares sin empeñarme en otra contestación y tal vez otro desaire, como sobre la entrega de los ornamentos y vasos sagrados de los hospitales en que también pido a Vuestra Alteza se sirva declarar si he de entregarlos todos y aun los que tenía suyos el de la Misericordia, o sólo los sobrantes y sin uso, haciendo de ellos la separación que parece justa para el decoro y buen servicio de la capilla.

Vuestra Alteza perdone la molestia que le doy con esta reverente consulta. Nadie venera más profundamente que yo las providencias y acuerdos de Vuestra Alteza. Pero nadie tampoco desea más altamente sostener su autoridad, ni penetrado del honor aprecia en más el suyo, ni desea mantenerlo más puro a toda costa. Vuestra Alteza ve la necesidad de resolver sobre esta consulta sin dilación; yo, entretanto, me ocuparé en otras diligencias, o en dar principio a los apeos de las propiedades del nuevo Hospital General que creo tan útiles como necesarias al adelantamiento y seguridad de sus rentas.

Ávila, 5 de febrero de 1793.

Juan Meléndez Valdés




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Meléndez al Obispo, Ilustrísimo Señor fray Julián de Gascueña


7 de agosto de 1793

Ilustrísimo Señor:

Tengo entendido que en el día de mañana se quiere celebrar, no sé para qué, una junta de Hospitales compuesta de sus Patronos y Consiliarios, y como yo tengo, en virtud de mi comisión, reasumidas en mí todas las facultades de esta Junta a que indudablemente me correspondería citar, si la creyese necesario en cualquiera caso, espero que Vuestra Ilustrísima no permita en modo alguno su celebración, y me cerciore inmediatamente de la verdad de este hecho para tomar las providencias que estime convenientes y evitar así un ruido a que me veré precisado en defensa de la autoridad que ejerzo en nombre del Consejo.

Dios guarde a Vuestra Ilustrísima muchos años. Ávila y agosto 7 de 1793.

Juan Meléndez Valdés




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Meléndez al deán del Cabildo, señor don Pedro Gallego Figueroa


12 de octubre de 1793

Muy Señor mío:

Quedo enterado del oficio que vuestra señoría me dirige con fecha del día 9, y en su respuesta nada tengo que decir sino que extraño mucho que el Ilustrísimo Cabildo se haya entrometido en conceptuar como imponibles unos caudales que sólo mi condescendencia a sus muchas instancias, así por su canónigo Doctoral don José Vicente de la Madrid en la diligencia del recuento y depósito de los caudales del Hospital de Santa Escolástica, como por vuestra señoría mismo en un oficio de 17 de septiembre del año pasado me movieron a dejar en su poder, para tenerlos siempre a mi disposición, no correspondiéndole por ningún respeto el juicio de la calidad de los mismos caudales; que, por tanto, no puedo menos de protestar desde ahora cuan solemnemente puedo cualquiera destino que quiera dársele por esta oficiosidad fuera de tiempo del Cabildo; contra quien y en nombre del Hospital General vuelvo a protestar y repetirlos, así por no ser ellos en sí imponibles ni tocar al Cabildo este juicio, como por el allanamiento a su seguridad que me tiene hecho en el citado oficio del día 17, que el mío del día 8, la respuesta de vuestra señoría en nombre del Ilustrísimo Cabildo, y éste me servirán en todo tiempo de plena justificación sobre cualquiera providencia que me sea indispensable tomar para procurarme los caudales que necesite para el Hospital General. Y que, por último, extraño sobre todo que el Ilustrísimo Cabildo, a quien no corresponde residenciarme ni yo debo dar cuenta de mis operaciones, se meta sin oportunidad en quererme hacer unas cuentas que, sobre poquísimo exactas en todas sus partes, ni mi representación, ni mi empleo, ni (digámosle sin rubor) mis principios y conducta, ni el mismo decoro de Cabildo le permiten hacer. ¡Cuán indecente, cuán vergonzoso tener que bajar a tales expresiones, y a vindicarse de este modo! ¡Pero no es menos indecente ni vergonzoso verse sin motivo precisado a ello!

Sírvase vuestra señoría poner este mi oficio en noticia de su Ilustrísimo Cabildo, mientras yo ruego a Dios guarde su vida muchos años.

Ávila, y octubre 12 de 1793. Besa las manos de vuestra señoría su más atento servidor.

Juan Meléndez Valdés




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Testimonio del Reglamento interino formado por el señor don Juan Meléndez Valdés


30 de octubre de 1793

Don Juan Meléndez Valdés, del Consejo de Su Majestad, su oidor en la Real Audiencia y Chancillería de Valladolid, y comisionado por los señores del Real y Supremo Consejo de Castilla para la reunión de los cinco hospitales de esta de Ávila, deseando proveer al buen Gobierno del Hospital General de Nuestra Señora de la Misericordia de esta ciudad que hemos establecido, asistencia y cuidado y alivio de sus pobres enfermos, buena administración, cobranza y distribución de sus rentas, y demás que parezca conveniente, ordenamos interinamente, y hasta tanto que el Supremo Consejo de Castilla examine y apruebe el Reglamento que se ha servido mandarnos formar, las constituciones siguientes:

1.ª El Hospital se titulará General, tendrá la advocación de Nuestra Señora de la Misericordia, se considerará formado de los cinco hospitales de Dios Padre, Santa Escolástica, Santa María Magdalena, San Joaquín y Nuestra Señora de la Misericordia, mandados reunir en éste como General por el Supremo Consejo de Castilla en auto de 12 de febrero de 1776, y se gobernará por una junta de señores Consiliarios mandada formar en el mismo auto.

2.ª La Junta se compondrá del Ilustrísimo Señor Obispo, que es o fuere en la ciudad, su caballero corregidor, un regidor nombrado por el ilustre Ayuntamiento, el diputado más antiguo del común, un tercero procurador General de la tierra, un diputado del Ilustrísimo Cabildo, y los Patronos de los cinco mismos hospitales particulares, que han de ser en todo tiempo Consiliarios perpetuos del General.

3.ª La mitad de dichos vocales deberá componerse siempre de personas seculares, y la otra mitad de individuos eclesiásticos, según lo mandado por el Consejo.

4.ª Los Consiliarios Patronos serán perpetuos y los demás sólo trienales, renovándose en el primer trienio cada un año la tercera parte de ellos, de manera que siempre haya antiguos y nuevos, todo según lo mandado en dicho auto.

5.ª Todos los Consiliarios, Patronos o no Patronos, tendrán los mismos derechos y obligaciones, mientras lo fueren, en el gobierno y dirección del Hospital y asistencia a sus pobres enfermos.

6.ª El Ilustrísimo Señor Obispo goza la prerrogativa de convocar y presidir las juntas ordinarias y extraordinarias que se celebren, según lo mandado por el Consejo en primero de febrero de 1791, y en su ausencia se ocupará de las convocatorias y presidirá el caballero corregidor, según la misma orden.

7.ª Las juntas deberán celebrarse en la sala del Hospital General construida para este fin.

8.ª En el orden de asientos, o seguirán los señores Consiliarios el de su antigüedad, o más bien, dejando toda etiqueta y ceremonia, guardarán el primero que ocupen según su llegada a la Junta, acordando este punto en las primeras que celebren.

9.ª El primer domingo de cada mes se tendrá perpetuamente una Junta ordinaria en que se traten todos los negocios del Hospital General, como adelante se dirá, y las extraordinarias, siempre que fuese necesario.

10.ª Los señores Consiliarios y Patronos tendrán a su cuidado el gobierno del Hospital, asistencia y cuidado de sus pobres, inspección y conservación de sus rentas; darán los empleos que les correspondan, según lo resolviera el Supremo Consejo, harán los nombramientos de capellanes y salarios de misas, distribuirán las limosnas y cualquiera otra cosa que sea o pueda ser en adelante del Hospital General; y los señores Patronos particulares harán cada cual aquellas otras presentaciones y nombramientos que antes de la reunión correspondían a sus respectivos hospitales.

11.ª Las cosas se resolverán a pluridad de voces, y, en caso de igualdad de sufragios, el Ilustrísimo Señor Obispo, o el caballero corregidor, o el presidente que fuere de la Junta, tendrá el derecho de voz decisiva.

12.ª En la primera se nombrará a uno de los vocales por Secretario con voto para que recoja los sufragios de los demás, extienda en el libro maestro las deliberaciones de la junta y haga las demás funciones de tal secretario.

13.ª Todas las resoluciones de la Junta se pondrán por escrito en el mismo acto y deberán quedar rubricadas del secretario y el presidente, sin que tengan valor alguno sin esta formalidad, y se leerán, asimismo, en la primera siguiente.

14.ª Si algún vocal quiere poner por escrito su voto particular, tendrá derecho de hacerlo; asimismo, el de pedir votos secretos en cualquier negocio que se trate.

15.ª Lo que se acuerde en una Junta, sea ordinaria o extraordinaria, no podrá revocarse sin citación expresa y anterior de tercer día para tratar de ello y sin que concurran a lo menos dos de las tres partes de vocales.

16.ª Los señores Consiliarios tendrán obligación de velar, con el mayor celo y caridad, sobre los intereses del Hospital, cuidado y asistencia, alivio de sus pobres y buen orden de sus dependientes; deberán asistir a él por semanas, a lo menos dos veces cada día, visitar sus enfermos, enterarse de sus necesidades y cuidar de remediarlas; ver y reconocer su comida, alimento y medicinas; examinar el diario que les presente el mayordomo, compararlo con el que lleva el médico y rubricarlo; oír las quejas que se les dieren, remediar los excesos que adviertan, y hacer, en suma, cuanto les dicte su celo y caridad.

17.ª Podrán corregir y multar en uno, dos, cuatro o más reales a los dependientes inferiores, cuidando de hacerlo siempre de este modo y no con privación de ración, y aun podrán despedirlos en caso de un desliz grave, dando después cuenta de ello a la Junta.

18.ª Dos de los señores nombrados en la primera Junta de cada año tendrán las llaves del archivo de los papeles, y será de su cuidado velar sobre que se mantengan en el buen orden y clasificación con que se han colocado, no permitiendo, en ningún caso, sacar ni extraer ninguno sin que conste por recibo formal en libro que para ello habrá, la persona, causa y motivo porque los extrajo, y cuidando de reclamarlo y volverlo a colocar en el mismo sitio y orden en que se hallaba.

19.ª Asimismo, las tres llaves del archivo y arca de los caudales del Hospital estarán siempre en dos señores Consiliarios, uno eclesiástico, otro secular, y el administrador general que es o fuere, nombrando los dos primeros oficios, como los anteriores de archiveros, en la primera Junta de cada año. Será obligación de éstos abrir y cerrar el archivo siempre que se ofrezca para introducir o extraer los caudales del Hospital, cuidando de la debida cuenta y razón de las entradas y salidas en libro maestro que para ello deberá existir en la misma arca, anotando en él, escrupulosamente, la cantidad introducida o sacada, el día y el motivo de su extracción o entrada, firmando a lo menos los dos la diligencia.

20.ª El administrador general tendrá la dotación de setecientos ducados anuales y casa en el Hospital suprimido de San Joaquín, donde se han construido las paneras generales del Hospital, sin que por ningún título pueda exigir de sus colonos o arrendatarios ningún otro derecho ni adehala, y afianzará su empleo a lo menos en la cantidad de 60.000 reales con escritura solemne y cuarentigia para la mayor seguridad de los bienes del Hospital, como el presente lo ha ejecutado.

21.ª Se le abonarán, además, los gastos de escritorio que hiciere, presentándolos en relación jurada, y las mermas de cebada que entre en su poder, según la práctica de todas las administraciones de esta ciudad. Será de su obligación: Administrar todas las rentas del Hospital, así en granos como en maravedises; otorgar sobre ello las debidas escrituras de arrendamiento; cuidar de darles el más alto valor que le sea posible, atendidas las circunstancias de los tiempos, hacer todas las cobranzas de su cuenta y riesgo; formar cada año una cuenta general de cuanto haya entrado en su poder o pagádose por su mano con los recados de justificación de todo, dando a las rentas cobradas o las diligencias correspondientes que acrediten su vigilancia y celo; cuidar de que los censualistas del Hospital hagan los debidos reconocimientos de sus censos; pagar cuantas libranzas se le presenten firmadas del Consiliario semanero y del secretario, Consiliario de la Junta, y además, mensualmente, al médico, al cirujano y capellán del Hospital el haber de sus salarios y los honorarios del abogado, procurador y agente de Madrid; concurrir con su llave a la apertura del archivo del dinero siempre que se le cite; poner en él, en buena moneda, dadas y aprobadas las cuentas por la Junta, los alcances que contra él resulten, reservando sólo la cantidad que, prudentemente, parezca necesaria para los gastos sucesivos del Hospital; salir en su nombre a los pleitos y causas en que sea interesado; y hacer las demás funciones de un buen y celoso administrador.

22.ª Cuidará muy particularmente de la seguridad de los arrendamientos de los bienes y efectos del Hospital. Afianzándolos en personas bien abonadas, hará que en todos sea de cuenta de los interesados la paga de las escrituras de arrendamiento y en poner en su poder los granos y maravedises, quitando la perjudicial y embarazosa costumbre de pagar el Hospital los portes. Y, si la Junta diese alguna queja de algún deudor o suspendiere de cualquier modo sus precedencias para cobrar lo que debiere el Hospital, quedará el administrador enteramente libre de su responsabilidad.

23.ª En los tres meses primeros de cada año deberá formar sus cuentas y presentarlas a la Junta, la cual las examinará, pondrá sobre ellas los reparos que le parezca, oirá sus satisfacciones y, si las aprobase, serán rubricadas por el señor presidente, un Consiliario, el secretario y el mismo administrador, e, inmediatamente, se pasarán al libro maestro que queda para este efecto, y sus borradores y recados de justificación se depositarán asimismo en el archivo, dándole el administrador el finiquito correspondiente.

24.ª Aunque el actual administrador general ha dado al señor juez comisionado las cuentas de este primer año de su administración, cumplido en 24 del mes pasado de septiembre, para seguir con el orden de cuenta anual, establecida en el capítulo antecedente, deberá formar una segunda comprensiva de los tres meses hasta diciembre y presentarla a su tiempo.

25.ª Si el administrador general necesitase salir fuera de esta ciudad a algunas diligencias útiles a los intereses del Hospital, o enviar alguna persona que a su nombre las ejecute, haciéndolo de orden y con dictamen de la junta, se le abonarán las correspondientes dietas por cada día que estuviere ausente.

26.ª El mayordomo doméstico que es o fuere deberá vivir dentro del Hospital y en la habitación que se ha construido para este efecto, y afianzará su empleo, como lo ha hecho el presente, a lo menos en la cantidad de dos mil ducados de vellón. Tendrá la dotación de cuatrocientos ducados anuales y la ración diaria de dos libras de pan, libra y media de carnero, un cuartillo de vino, media libra de aceite, dos onzas de chocolate, una de manteca cada día, y libra y media de pescado y cuatro huevos los viernes, y el carbón y cisco que necesite para su preciso gasto en su casa.

27.ª Será de su obligación: tener por inventario todas las ropas, muebles y efectos existentes en el Hospital; llevar con la mayor puntualidad el libro de entradas y salidas de enfermos y el del gasto diario sobre el del libro que lleva y rubrica el médico en una cuartilla de papel; presentarle por la mañana, acompañado del diario del mismo médico, al caballero Consiliario semanero para que le vea y rubrique, y trasladarlo después a dicho libro maestro de diarios; presentar a la Junta, en los tres primeros días de cada mes, la cuenta del anterior, acompañada de un estado diario de todo el gasto de los enfermos y dependientes en casillas o cajas separadas correspondientes a los varios artículos de pan, carnero, tocino, etc., como se ejecuta desde la reunión, con adición al estado de los gastos menores que hayan ocurrido, todo acompañado de los debidos recados de justificación, que vistos y aprobados se depositarán en el archivo dándosele el debido finiquito; pagar mensualmente a los dependientes que viven en el Hospital, a excepción del capellán de los enfermos; formar cada año cuenta general por medio de un estado comprehensivo de sus doce meses, y hacer los avances de todas las existencias necesarias para su ejecución; hacer asimismo otro inventario o avance anual de las ropas y efectos existentes para volverse a encargar de ellos, que así como las cuentas se depositarán en el archivo; dar cuanto se le pida por el médico o cirujano, o de su orden para el mayor bien de los enfermos, constando así en el libro o diario que lleva dicho médico, y al cocinero las raciones para los enfermos y dependientes, las ropas, colchones y demás que pidan los practicantes y necesiten los enfermos; cuidar particularmente de la limpieza de éstos y lavado de sus camas y costura de la ropa; velar sobre todos los dependientes del Hospital y el cumplimiento exacto de sus obligaciones, avisar de sus faltas al caballero Consiliario semanero, multarlos en un caso muy urgente en uno, dos o más reales de sus salarios; presenciar el libro y partición de las raciones; turnar con el capellán de los enfermos en la asistencia a los almuerzos, comidas y cenas; visitar con frecuencia las cuadras, enterándose del cuidado que tienen con los pobres los practicantes y enfermeros; y hacer todas las demás funciones de un buen y celoso administrador.

28.ª El capellán de enfermos tiene de salario doscientos ducados anuales, y de ración dos libras de pan, una de carnero, una onza de tocino, media de manteca, una medida de garbanzos, un cuartillo de vino, diez cuartos para verduras y principio, onza y media de chocolate, y media panilla de aceite cada día; una libra de pescado, media panilla más de aceite y un par de huevos los de vigilia; brasero en invierno, cuarto, asistencia, cama, botica, cirujano y barbero.

29.ª Es de su obligación: vivir dentro del Hospital y sujeto en todo a sus leyes y gobierno; asistir espiritualmente a todos los enfermos de uno y otro sexo; administrarles los Santos Sacramentos; consolarlos y alentarlos en sus aflicciones; asistirlos y auxiliarlos con el mayor celo y caridad en su última hora; enterrar sin estipendio alguno a cuantos quieran hacerlo en el camposanto; celebrar una misa de réquiem por sus almas; aplicar las de los días dominicales y festivos por los fundadores o bienhechores del Hospital y necesidades de sus enfermos; llevar con puntualidad el libro de finados y sentar cuidadosamente en él las partidas mortuorias; cuidar de la decencia y aseo de la iglesia, sus alhajas y ornamentos, y hacerse cargo de ellos si la junta lo tiene así por conveniente; visitar con frecuencia las salas de los enfermos; celar con puntualidad su buena asistencia; cuidar del buen ejemplo de los dependientes del Hospital; asistir por turno con el mayordomo doméstico al repartimiento de los almuerzos, comidas y cenas de los pobres; echarles la bendición y rezar en las cuadras como se ha establecido, con todo lo demás que le sugiera su celo y caridad en desempeño de las obligaciones de un buen y celoso capellán.

30.ª El capellán de convalecientes tiene de renta dos mil reales de lo mejor y más bien parado del Hospital, según la fundación de su capellanía. Es de su obligación, según la misma fundación: asistir a los convalecientes de uno y otro sexo; consolarlos y alentarlos en sus necesidades; celebrar por ellos y los piadosos fundadores de su capellanía todas las misas de los días dominicales y festivos a hora en que la puedan oír, y que será, según mandado, a las diez de la mañana en invierno y a las nueve en verano; y explicarles media hora diaria la doctrina cristiana, según auto del Ordinario de treinta de marzo de mil setecientos ochenta y siete.

31.ª El médico del Hospital que es o fuere tiene de salario anual cuatrocientos cincuenta ducados de vellón, los cuatrocientos por la asistencia a los enfermos del Hospital y los cincuenta por los del mal venéreo, que se curan, por ahora, en el de Dios Padre, y, además, casa en que vivir por ahora.

32.ª Será de su obligación: visitar todos los enfermos de medicina, a lo menos dos veces cada día a las horas más convenientes, que según práctica de otros hospitales deberán ser las de siete y cinco por mañana y tarde en la estación de verano y ocho y cuatro en la de invierno, haciendo además las visitas extraordinarias que necesiten los enfermos que se hallen de peligro; cuidar particularmente del aseo y limpieza de sus camas, haciéndoselas mudar con la frecuencia posible; asistir, cuando le parezca, a los almuerzos, comidas y cenas; llevar el diario de los enfermos con especificación de los que se hallen a ración, media ración o dieta, anotando de su mano cualquiera otra cosa que para ellos mande, como el chocolate, azúcar, bizcochos, etc., y rubricarlos después; reconocer con frecuencia las medicinas que se les suministren; advertir los que mueren contagiados y el destino que debe darse a las ropas, camas y demás cosas de su uso; asistir bajo las mismas condiciones a la curativa del mal venéreo, y hacer cuanto le sugieran su ciencia y caridad en beneficio de los pobres.

33.ª El cirujano tiene de salario trescientos ducados anuales y casa en que habitar por ahora.

34.ª Es de su obligación: visitar y curar dos veces al día a los enfermos de cirugía a las mismas horas que el médico, y cuando pareciere más conveniente, haciendo además cuantas visitas extraordinarias fueren necesarias; llevar el diario de sus enfermos con especificación de los que estén a ración, media ración o dieta, y apuntando de su mano cualquier otro gasto de chocolates, esponjados, bizcochos, etc., que estime necesario; cuidar del aseo y limpieza de sus camas; pasar y explicar a los practicantes, por media hora diaria, los principios de su arte quirúrgico; asistir algunas veces a los almuerzos, comidas y cenas; advertir la calidad y destino que deba darse a las ropas de los que mueran contagiados en sus cuadras; asistir bajo las mismas reglas a la curativa anual del mal venéreo, y portarse en todo con el mayor celo y exactitud.

35.ª El boticario deberá dar al Hospital cuantas medicinas necesite de la mejor y más escogida calidad y a los precios más equitativos, así por ser pobres los que las consumen como por el gran gasto de la casa y utilidad que de ello le resulta.

36.ª Los dos practicantes tienen cada uno el salario de sesenta reales mensuales y la ración de libra y media de pan, tres cuarterones de carnero, una onza de tocino, media de manteca, una media de garbanzos, un cuartillo de vino, un huevo, y media panilla de aceite para alumbrarse los dos, y los viernes tres cuarterones de pescado, dos huevos y media panilla más de aceite, cuarto, cama y ropa limpia.

37.ª Será de su obligación: administrar a los enfermos todas las medicinas y remedios, y a las enfermas cuantas sean compatibles con la decencia; sangrar, echar ventosas, afeitar y demás propio de su arte; hacer, así como los enfermeros, las camas de los pobres, limpiarlos y asearlos; cuidar de las cuadras y de sus ventilaciones, orden y silencio; dormir en ellas en habiendo enfermo de peligro o mandándoselo; no salir del Hospital sin licencia del mayordomo doméstico, y quedando siempre de guardia uno de los dos; cuidar del alumbrado de las salas por el aceite que se les da; acompañar al médico y cirujano en las visitas, informarles del estado y accidentes de los enfermos y enterarse cuidadosamente de cuanto ordenen; escribir a su presencia el diario y recetario, turnando en este trabajo; afeitar al mayordomo doméstico, capellán y demás dependientes; repartir las comidas a los enfermos, no permitir que salgan de las cuadras, y hacer, en suma, cuanto se les mande y sea útil para su alivio, asistiendo con el cirujano al paso de su profesión.

38.ª El cocinero tiene de salario dos reales diarios, la misma ración que los practicantes, y una panilla de aceite para el alumbrado de la cocina.

39.ª Es de su obligación cuidar de la cocina, componer las comidas para los enfermos y dependientes del Hospital, servirlas al repartidor y distribuirlas, comprar el diario, barrer, fregar y asear la cocina y los utensilios, y darlo todo condimentado a sus debidos tiempos.

40.ª Los dos enfermeros tienen de salario cuarenta reales mensuales cada uno, y la misma ración y alumbrado que los practicantes.

41.ª Es de su obligación: cuidar de la limpieza de los vasos y alumbrado de la escalera; traer el agua y la botica; ir a todos los recados fuera de casa y hacer las camas de los enfermos como los practicantes; asear las cuadras; dormir siempre en ellas; abrir las hoyas y enterrar los enfermos como los practicantes, digo en el camposanto; asistir por turno y servir al capellán, y hacer cuanto sea preciso y se les mande.

42.ª La enfermera de mujeres tiene de salario treinta reales mensuales, la misma ración que los demás, a excepción del vino, y media panilla de aceite para su alumbrado y el de la criada.

43.ª Es de su obligación: asistir a todas las enfermas; dormir en las cuadras siempre que haya alguna de peligro; repartirlas la comida, hacerlas las camas y no permitir que salgan de las cuadras sin licencia del médico; cuidar de su alumbrado por el aceite que se le da, y de su ventilación y limpieza; acompañar al médico en las visitas y enterarle de cuanto haya observado en sus enfermas, asistir con los practicantes a distribuirlas las medicinas, y hacer, en suma, cuanto sea útil para su alivio.

44.ª La criada tiene de salario catorce reales al mes y la misma ración que la enfermera. Yes de su obligación cuidar de la limpieza de los vasos de todas las enfermas, cuidarlas y asistirlas, hacerlas las camas como las enfermeras, barrer y asear sus cuadras, ayudar al fregado en la cocina, y hacer cuanto se le mande para el servicio de las enfermas y del Hospital.

45.ª El portero tiene de salario treinta reales al mes y la misma ración, vino y alumbrado que los enfermeros.

46.ª Es de su obligación: estar siempre alas puertas del Hospital en el cuarto que se le ha construido; abrirlas y cerrarlas a las debidas horas; velar cuidadosamente sobre las gentes que entran y salen; no permitir que se introduzca cosa alguna para los enfermos bajo ningún pretexto, haciendo cuantos registros y exámenes tenga por conveniente; estar en la antesala cuando los señores Consiliarios celebren sus Juntas para lo que le manden; cuidar de que no salgan los enfermos del Hospital, ni bajar ni estar en el patio, ni haya ruido ni alboroto en él, y dar de todo cuenta al mayordomo doméstico.

47.ª El sacristán tiene de salario cincuenta ducados sin ración.

48.ª Es de su obligación ayudar las misas que se dicen en la capilla del Hospital, cuidar de su limpieza y aseo y del alumbrado de la lámpara por aceite que se le da, asistir a la administración de los Santos Sacramentos, entierros y funciones de los pobres, y cantar y oficiar las misas y vigilias que se celebren en la capilla.

49.ª Los enfermos tienen de ración dieciocho onzas de pan, doce de carnero, una de habas, media de manteca, una medida de garbanzos, y el vino, chocolate o cualquiera otra cosa que le recete y mande el médico, sin excepción alguna.

50.ª Serán cuidados con el mayor aseo y caridad. Tendrá cada uno su cama separada compuesta por una tarima, un jergón, un buen colchón, dos sábanas, dos almohadas, una manta y un cobertor.

51.ª Serán tratados todos con igualdad y sin preferencia ni distinción, como hermanos y pobres.

52.ª Estarán con las reparaciones que ordene el médico y en las cuadras y camas que mejor le parezca.

53.ª Se cuidará particularmente de la limpieza y aseo de las camas y las ropas de los contagiados, se hará lo que el médico mandare. Los de cirugía de uno y otro sexo estarán siempre en sus cuadras, y nunca se mezclarán con los de medicina, como ni tampoco sus ropas. Todos tendrán aquellos alivios, bebidas, cordiales y medicinas que el médico les ordene de mejor calidad por caras y exquisitas que sean; el pan, carnero y demás que consuman será asimismo de lo mejor. Y ninguno, ni los convalecientes, podrá salir de las cuadras sin licencia del médico, ni del Hospital sin el alta o papeleta de salida.

54.ª Las ropas que llevaren al Hospital los que mueren en él se darán a sus parientes, cesando la mezquina y miserable gangrena de venderlas, como hasta aquí se hacía.

55.ª En el Hospital de Dios Padre, y para la curativa del mal venéreo, se quitarán los abusos y costumbres que hasta aquí ha habido. Sus enfermos tendrán la misma ración y asistencia que los demás, a excepción de un cuarto de gallina cada uno, dejando siempre en pie el que el médico y cirujano les receten y manden cuanto crean conveniente para su mayor alivio. Cesará la costumbre de las pasas y almendras como perjudicial a los pacientes y costosa al Hospital. Se seguirá en todo el dictamen y experiencia del médico y cirujano. Los enfermos tampoco tendrán la exorbitancia de raciones que hasta aquí, sino en todo igual a la de los demás, ni otras gratificaciones o salarios que los que parecieren justos.

56.ª El abogado tiene de honorarios ciento y cincuenta reales anuales, y es de su obligación defender todos los pleitos del Hospital por sus justos derechos.

57.ª El escribano tiene, asimismo, ciento y cincuenta reales de honorarios, y es de su obligación extender y autorizar en el libro maestro las cuentas generales gratuitamente, y otorgar todos los instrumentos y escrituras del Hospital por sus derechos.

58.ª El procurador tiene de honorarios cien reales, y es de su obligación agenciar por su fin los derechos, todas las causas y negocios del Hospital.

59.ª Finalmente, el agente de Madrid tiene de honorario trescientos reales, y es de su obligación agenciar y solicitar en la corte y sus Tribunales cuantos negocios y pleitos tenga el Hospital y se le encarguen, y cobrar sus juros, efectos de villa, acciones del banco y demás créditos por sus legítimos derechos.

De la exacta y puntual observancia de los artículos y constituciones antecedentes, dictadas todas para bien y alivio de los pobres enfermos, resultará necesariamente el buen gobierno del Hospital, la útil distribución de sus rentas, y la saludable y caritativa asistencia de los mismos pobres, fin único de tan piadoso establecimiento.

Ávila y octubre 30 de 1793.

Juan Meléndez Valdés






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Cartas turcas


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Nota del editor

Recojo bajo este epígrafe dos documentos que ya incluía en Obras completas, edición de Emilio Palacios Fernández, Madrid, Biblioteca Castro, 1997, III, pp. 542-544.

1. Solicitud de impresión: sacado de G. Demerson, Don Juan Meléndez Valdés y su tiempo, II, pp. 162-165.

2. El texto de las Cartas Turcas: A pesar de que se han hecho varias ediciones del mismo, según se advierte en la Bibliografía, utilizo la primera versión impresa de «Cartas turcas» (Diario de Madrid, 10 de diciembre, 1787) con las correcciones que hizo Philip Deacon en «Las perdidas Cartas turcas de Meléndez Valdés» (Bulletin Hispanique, LXXXIII, 1981, pp. 447-462), por supuesto modernizado.

Emilio Palacios Fernández




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Solicitud de impresión de las Cartas Turcas


6 de diciembre de 1788

Los doctores de la universidad de Salamanca Juan Meléndez Valdés, Juan Justo García y Miguel Martel, clérigo seglar de San Cayetano, con el más profundo respeto hacen presente a Vuestra Alteza tener trabajadas y en disposición de dar prontamente al público varias obras que creen le serán de suma utilidad y de no poco honor para las letras españolas. Pero, ocupados como lo están en la enseñanza de sus cátedras, prevén los muchos disgustos y trabajos que les acarrearía su impresión en cualquier otra parte que en esta ciudad, por lo difícil que siempre es hacerla enmendada y limpia cuando los mismos autores no velan particularmente sobre ella y la corrigen a lado de los impresores. Por esto, y con el deseo de fomentar el arte tipográfico en Salamanca, en donde tanto floreció en el siglo diez y seis, y donde al presente se halla enteramente aniquilado y desconocido, han pensado imprimir dichas sus obras en alguna de sus imprentas, si Vuestra Alteza lo tuviere a bien. Las obras son de calidad de hallar poco o ningún tropiezo en sus censuras, y los suplicantes, que sólo anhelan el bien de las letras y común utilidad, están dispuestos a corregir cuanto sus revisores más escrupulosos pudieren tropezar de reparable en estas obras, que se reducen al presente a:

Un espíritu o colección ordenada de todo más notable y escogido en la eruditísima obra del Ilustrísimo Señor don fray Jerónimo Bautista de Lanuza [...]

La segunda obra que intentamos dar a luz es Los elementos de Aritmética, Álgebra y Geometría trabajados por uno de nosotros y publicados en el año 1782 en esa corte [...].

La tercera obra que publicaremos era las Cartas Marruecas del capitán don José de Cadalso, ingenio tan conocido como desgraciadamente malogrado. En esta obra, sin tocar ni a la religión ni al Estado, dos puntos extraordinariamente delicados, un marrueco que viaja por nuestra Península comunica a otro lo que halla de más notable sobre nuestros usos y costumbres, vindicando modestamente a la nación en muchos puntos en que se ve denigrada y calumniada por los extranjeros. Un sabio nuestro que le trata familiarmente le ayuda y dirige en sus juicios, haciéndoles así más acertados. La historia en sus épocas más principales, las grandes acciones de nuestros españoles en América, nuestra honradez y probidad, el amor ferviente a nuestros soberanos y todas nuestras virtudes nacionales toman en su pluma ligera una cierta novedad y gracia, que las hace mucho más apreciables a los ojos de aquellos lectores que anhelan, digámoslo así, por la flor de la instrucción y quieren hacer sin mucha fatiga provechosas sus lecturas. Pero como estas cartas no abrazan un juicio de todas nuestras cosas, y hay mucho de bueno y malo en nuestras costumbres, que debiera tener lugar en ellas muy oportunamente, uno de nosotros se ha tomado el trabajo de completarlas, añadiendo un tomo tercero de Cartas Turcas, en que, con la misma ficción de un turco viajante, se suple y llena lo que el desgraciado don José Cadalso dejó de decir en sus Cartas Marruecas.

La cuarta y última obra será un Ensayo sobre la propiedad y sus defectos en la sociedad civil. La propiedad personal, la mueble y la real se procuran considerar en esta obra desde su origen hasta el estado en que hoy las vemos en las principales sociedades, haciendo observaciones sobre las leyes que o las modifican o las fomentan en ellas, y sobre las trabas o estorbos que las embarazan para no concurrir algunas veces al bien de los particulares y el Estado, todo con la moderación y prudencia de un buen ciudadano y buen español, que bendice continuamente al cielo por haberlo hecho nacer bajo el sabio y acertado gobierno del piadoso Carlos tercero.

Éstas son, Señor, las obras que los suplicantes intentan dar a luz. Si se imprimiesen en esa corte, las incomodidades que esto les causaría, lo difícil de poder corregir las primeras muestras, los embarazos de unos censores con quienes no pueden avistarse y ocupados en otros negocios y comisiones, les retraen de darlas a luz, y casi harían para siempre imposible su publicación. Pero si Vuestra Alteza tiene la bondad de mirar con benignidad este proyecto y darles la facultad de poderlas imprimir en Salamanca, nombrando para su revisión censores de probidad e instrucción que abundan ciertamente en estas escuelas, los suplicantes a su lado podrían corregir cualquiera cosa que dichos censores juzguen digna de algún reparo. Éstos, en el ocio escolástico que aquí se goza, podrán cumplir su encargo muy fácilmente. El arte de la imprenta renacerá acaso en esta ciudad, algunos sabios se animarán al trabajo con nuestro ejemplo; nosotros podremos dar a nuestras obras toda la perfección de que somos capaces, corregirlas escrupulosamente y, estimulados de la benignidad de Vuestra Alteza en proteger este nuestro proyecto literario, emprenderemos otros nuevos de utilidad pública.

Así lo esperamos del ilustrado celo de Vuestra Alteza, cuya vida conserve el Señor muchos años, como se lo pedimos para bien del Estado.

Muy piadoso Señor. A los reales pies de Vuestra Alteza.

Salamanca, diciembre 6 de 1788.

Juan Meléndez Valdés
Juan Justo García
Miguel Martel




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Cartas Turcas [FRAGMENTO]


Carta de Ibrahím en Madrid a Fátima en Constantinopla


Que el todopoderoso Alá colme tu corazón de verdaderos placeres, virtuosa Fátima, y que su santo Profeta te llene de consuelo en mi ausencia. ¡Oh, cuán dolorosa es para tu esposo! Sabes muy bien los sollozos que me costó la separación del lado de la más amable de mis mujeres, y que fue un efecto de obediencia. Las generosas promesas del Gran Señor pudieron sólo vencerme a seguir su representante a tan remotos climas, y a dejar la capital del mundo. Apenas la perdí de vista cuando pensé morirme de dolor, creyendo que quizá no volvería a verte; pero los marineros que nos transportaban se esforzaron, para mitigar mis penas, a usar de toda aquella alegría tan propia de su nación, y que no los abandona ni aun en los mayores peligros. Nuestra navegación fue feliz. Desembarcamos en una ciudad llamada Barcelona, poco mayor que Pera, y no puedo pintarte la impresión que me hizo tanta variedad de objetos, tan extraños para un musulmán. Lo que más me sorprendió fue ver venir al puerto un crecido número de mujeres sin velo alguno y enteramente descubiertos sus rostros. Confiésote, bella Fátima, que aunque por los libros que había leído en mi juventud sabía ser ésta la costumbre de casi toda la Europa, no dejaba de admirarme a cada instante. Un día podré referirte por menor la idea que formé de esta primera ciudad de España, y hoy me limito a decirte que me pareció compuesta de gente industriosa y rica. Nadie vi pobremente vestido y nadie ocioso. Sus inmediaciones están pobladas de casas de campo, entre las cuales hay alguna que podría servir para uno de nuestros bajaes. Desde esta ciudad nos encaminamos a la corte del gran monarca de las Españas. El país que atravesamos es muy desigual: no habíamos andado ochenta millas cuando creí estar en los dominios de otro soberano. Llegamos, por fin, al sitio en que demora el emperador de las Españas, y quedé sorprendido de la suntuosidad de su palacio y jardines. Te aseguro que serían dignos de que los poseyese el Gran Señor que nos manda. Días enteros te entretendré, querida Fátima, contándote el respeto que infundió en todos nosotros el aspecto de este gran príncipe el día que dio audiencia a nuestro jefe. Sentado en un trono guarnecido de perlas y piedras preciosas, y rodeado de infinitos bajaes cubiertos de oro y adornados con cintas de diferentes colores, distintivo, según nos dijeron nuestros dragomanes, del nacimiento o de grandes acciones en la guerra, inspiraba a todos la mayor veneración. En su semblante se dejaba ver una nobleza y una bondad que en aquel momento, estoy para decir, hubiera querido ser cristiano para ser su vasallo. Vimos el mismo día al príncipe heredero, cuya noble figura indica una alma no menos bella; y nos presentaron a la princesa su esposa. Aunque estaba tan cubierta de ricas y preciosas joyas que parece que todas las minas del Oriente se habían agotado para adornarla, no fue esto lo que atrajo nuestra principal atención. Su gracia y agrado cautivaron nuestros corazones, en quienes quedará grabada eternamente la representación de su majestuoso rostro. La magnificencia del Reis Effendi y su buen trato para con todos nosotros podría hacer el asunto de una larga carta, que te prometo para otra ocasión; pero en ésta quiero decir algo de las mujeres españolas, imaginándome que estarás ansiosa de saber lo que me han parecido. Empiezo por jurarte por nuestro santo Profeta, bella Fátima, que ni por pensamiento te he ofendido con ninguna de ellas, en lo que no he hecho gran mérito, porque me ha repugnado bastante su modo de adornarse. Ninguna de ellas debe tener frente o, si la tiene, debe estar llena de excrecencias, pues todas llevan el pelo sobre las cejas; y así, lo primero que se descubre es su nariz. La que quiere pasar por más hermosa es la que más se la cubre. En cuanto al traje, no me atrevo a decir, pero, hecho al de nuestras mujeres, no me gusta el de éstas. Lo que más me disgusta es el observar cierta libertad tan opuesta a nuestras costumbres. Creerás, amada Fátima, que vienen a vernos a nuestra morada, que nos tienen casi sitiados..., ¡y que pasan horas enteras mirándole a la cara a nuestro jefe! He llegado a creer que su barba las electriza, pues me parecen que es donde fijan más los ojos; bien es verdad que aquí los hombres parecen eunucos. La esencia de rosa, tan común entre nosotros, es un poderoso talismán que hace todo género de milagros. Con sólo echar nuestro jefe unas gotas en el pañuelo de algunas de estas damas, las he visto entrarse con él en el coche y hacerle las mayores caricias. Acostumbrados nosotros, musulmanes, a no ver mujeres juntas con hombres extraños sino cuando acuden compañías de bailarinas y cantatrices a las bodas de grandes señores, y eso aun con máscaras en la cara, nos hemos maravillado mucho de estas concurrencias. El recato de nuestras mujeres, la suavidad de su trato y el respeto a sus maridos, podría servir de norma a las de estos países; pero, sin duda, no deben de querer mucho a los suyos cuando tanto apetecen la compañía de otros hombres.

A Zaira y a Zelmira dirás que tienen parte en mi corazón. Tú sabes, bella Fátima, que eres la que preferiré siempre a ambas, y que durará mi cariño hasta mi último aliento o hasta que pases a aumentar el número de las hurís, que el Profeta promete en premio de sus virtudes a los buenos musulmanes. A mi primer esclavo Ismael encargarás que vigile sobre que ningún mortal se acerque a mi harén, y que use de la fuerza si alguno lo intentare. No tengo celos, es de almas bajas el tenerlos; pero debo procurar que ningún hombre tenga la osadía de querer profanar con la vista las que he elegido para mi felicidad. Que Alá prolongue el hilo de tu vida, en lo que consiste el mayor bien de

Ibrahím






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Prólogos de obras poéticas y otros textos sobre poesía


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Nota del editor

Repito los textos recogidos en Obras completas, ed. de Emilio Palacios Fernández, Madrid, Biblioteca Castro, 1997, III, pp. 545-566.

Emilio Palacios Fernández




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Advertencia de la edición de 1785


La publicación de estas poesías, en un tiempo en que la ignorancia y la envidia se han unido estrechamente para desacreditar y morder cuantos versos salen a luz, es buena prueba de que su autor no teme las sátiras. En efecto, así como recibirá con agradecimiento y veneración los juicios imparciales de las personas de buen gusto para corregirse por ellos, se burlará de las críticas necias o pueriles que hagan de él algunos a quien su modo de escribir no es agradable.

Estos versos no están trabajados, ni con el estilo pomposo y gongorino que por desgracia tiene aún sus patronos, ni con aquel otro lánguido y prosaico en que han caído los que sin el talento necesario buscaron las sencillas gracias de la dicción, sacrificando la majestad y la belleza del idioma al inútil deseo de encontrarlas. El autor ha observado que los mejores modelos huyeron constantemente de estos dos vicios y siguió sus huellas en cuanto pudo, seguro de que son las que dejaron impresas la razón y el buen gusto.

En el uso de los arcaísmos, o de palabras y locuciones anticuadas, no ha sido muy escrupuloso, porque está persuadido a que contribuyen maravillosamente a sostener la riqueza y noble majestad de nuestra lengua, y que valiera más restablecer su uso que adoptar otras voces y frases de origen ilegítimo que la desfiguran y ofenden. Y ciertamente si la prosa de Paravicino y los versos de Silveira no merecen ser comparados con la prosa de Granada, Mendoza y Mariana, ni con los bellísimos versos de Garcilaso, León y Herrera, ¿por qué será delito imitar a estos últimos o seguir su ejemplo en nuestros días?

Si alguno notare la calidad de los asuntos o su poca corrección, podrá respondérsele que estos versos son unos entretenimientos, una distracción, un alivio de otros estudios más serios, y por lo mismo frutos tal vez anticipados y sin la sazón que deberían tener; que el segundo tomo, preparado ya para la prensa, ofrecerá al público poesías de carácter más grave y menos dignas del ceño de los lectores melindrosos; y finalmente, que el ingenio del hombre sigue de ordinario los progresos de su naturaleza y se va acomodando como ella a la edad, estado, destino y situaciones de cada individuo. Pero si la ignorancia culpare al autor, dando por perdido todo el tiempo que consagró al obsequio de las Musas agradables, los célebres nombres de Oliva, Montano y León, sin otros infinitos, le mostrarán con evidencia que la poesía y las bellas letras jamás estuvieron reñidas con los estudios más austeros.

Por último, destinado hoy a enseñar las Humanidades en la universidad más ilustre del reino y obligado por lo mismo a cultivarlas más particularmente, cree el autor que sólo su abandono debiera ser reprehensible y hacerle indigno del establecimiento con que este sabio cuerpo ha recompensado su aplicación.




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Dedicatoria de la edición de 1797


Al Excelentísimo Señor don Manuel Godoy Álvarez de Faria, Príncipe de la paz, Duque de la Alcudia, Señor del Soto de Roma, Grande de España de primera clase, Caballero de la Insigne Orden del Toisón de Oro, Gran Cruz de la distinguida de Carlos III, Comendador de Valencia del Ventoso, Ribera y Aceuchal en la de Santiago, Caballero Gran Cruz de la Religión de San Juan, Capitán General de los Reales Ejércitos, Inspector y Sargento Mayor de las Guardias de Corps, Gentilhombre de Cámara con ejercicio, Consejero y Primer Secretario de Estado...


Excelentísimo Señor:

Permita Vuestra Excelencia que me valga de su ilustre nombre para honrar con él estas poesías, fruto de mi primera edad o de algunos momentos de inocente desahogo entre las austeras obligaciones de mi profesión. Aficionado desde la niñez a este género de letras, no he podido negarme en otra edad a su dulce recreo, aliviando con él la fatigosa carga de la magistratura. Quisiera yo que fuesen ellas tales, que distrajesen a Vuestra Excelencia y lograsen entretenerle alguna vez en la inmensa suma de graves negocios que tiene sobre sí. Su autor entonces se tendría por afortunado; y el voto y el aprecio de Vuestra Excelencia serían un anuncio feliz de su suerte en el público.

Pero están muy lejos de tanta perfección, a que sólo puede aspirar un gran ingenio consagrado todo a las Musas; bien que el mío, en su medianía, haya procurado no presentar a Vuestra Excelencia sino cosas escogidas y dignas de su nombre, tan señalado ya por la ventajosa paz que ha procurado a la nación, por la elevación y patriotismo con que sostiene su dignidad, y por el celo ilustrado con que protege la agricultura, el más sólido cimiento de la felicidad pública.

Lleno de tan provechosas ideas, no puede menos de complacerse Vuestra Excelencia con muchas de mis composiciones, en que he procurado pintar y hacer amables la vida y los trabajos rústicos y la inocente bondad de los habitadores del campo.

Muchas de ellas las oyó el Guadiana, y han resonado por sus fértiles y extendidas dehesas: nuevo motivo para que Vuestra Excelencia, nacido en sus orillas y amante de su suelo, las escuche con benevolencia y agrado.

Pero otros más dignos me han inspirado para ofrecer a Vuestra Excelencia este pequeño don: su noble y franco corazón, su natural bondad y mi tierna gratitud por los singulares favores con que Vuestra Excelencia me honra.

Su amor a las Musas y el buen gusto con que las acoge y aprecia me hacen esperar que no desdeñará los sencillos cantos de la mía; y su mucha bondad y sus finezas me aseguran aún más de los sentimientos de su pecho.

Otros de más altos talentos y mejor cultivados tendrán la fortuna de presentar a Vuestra Excelencia obras más acabadas, y en esto me podrán exceder, pero no en el amor, en la gratitud, en los ardientes deseos de la felicidad de Vuestra Excelencia y de la gloria de su nombre y del nombre español. Excelentísimo Señor, beso las manos de Vuestra Excelencia. Su más obligado servidor,

Juan Meléndez Valdés




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Advertencia de la edición de 1797


Cuando di a luz en el año de 1785 el primer tomo de esta colección de poesías y anuncié el segundo como preparado para la prensa y próximo a publicarse, estaba bien lejos de pensar ni en la favorable acogida que deberían a la nación mis primeros bosquejos, ni en las dilaciones que sufriría la edición de mis demás obrillas. Cediendo entonces al precepto imperioso de la amistad y a la voz de mi ilustre amigo el señor don Gaspar de Jovellanos, al cual y al malogrado coronel don José Cadalso reconozco deber mi afición a las buenas letras y el gusto que en ellas he adquirido, si tengo alguno, no pensé en otra cosa que en complacerle, estimando en nada la grande repugnancia que sentía en presentarme al público como autor y poeta.

Es cierto que desde mis más tiernos años el acaso, mi sensibilidad, la elección de los buenos modelos, y, qué sé yo si me atreva a decirlo, una inclinación irresistible me habían familiarizado con las Musas, haciéndome sentir su comercio encantador los más dulces consuelos o alegrías en los días de amargura y contento, que alternan siempre en nuestra frágil existencia y llenan el círculo estrecho de la vida; que entonces, o llorando con ellas, o riendo con sus alegres ficciones, solía tomar la pluma y abandonarme a las impresiones que sentía y a las efusiones de mi corazón; y que de estos deliciosos pasatiempos había resultado una colección de poesías superior a lo que al escribir cada una pudiera yo pensar. Pero obra todas ellas de un momento, efecto de circunstancias que pasaron con él, sin plan ni corrección, y sin otro objeto que el de distraerme en mis quebrantos o aliviarme en la austeridad de mis estudios académicos, estaban muy lejos de aquella perfección a que es acreedor el público en cuanto se le ofrece, singularmente en las obras de agrado y pasatiempo. La medianía en ellas es ya un defecto; y si no las realzan tales hermosuras que embelesen al lector y le lleven como mágicamente al país de la ficción y el engaño, caen bien presto en el olvido y la oscuridad, de que no debieron salir por honor de sus autores.

Pero el público vio por fortuna las mías con ojos indulgentes. Aunque tal vez al principio zaheridas de algunos, aún no desengañados del mal gusto y la hinchazón que en el siglo pasado corrompió nuestra poesía, apartándola de las sencillas gracias con que la ataviaran en el anterior el tierno Garcilaso, el sublime Herrera, el delicado Luis de León y otros pocos ingenios que conocieron sus verdaderas bellezas, sin embargo, mis obrillas han corrido con aplauso en manos de todos, han sido buscadas no sin ahínco, y aun (¿me atreveré a decirlo?) han ayudado acaso a formar el gusto de la juventud y hacerle amar la sencillez y la verdad, pues he visto, no en una sola colección de poesías impresas después, adoptado mi lenguaje y varias imitaciones mías, sin que esto sea defraudar en lo más leve su verdadero mérito, ni acusar de plagio a sus autores.

Pudiera añadir que me he hallado sin saber de dónde con muchas cartas reconviniéndome por mi tardanza y exhortándome a que cumpliese al público mi palabra y acabase de darle lo que le tenía prometido. En suma, aunque parezca vanidad de autor, sé también que se han traducido en otras lenguas varias composiciones de mi primera colección y que los diarios extranjeros han hablado de ella con aprecio.

Todo esto debería haberme animado a continuar con más actividad en mis trabajos, imprimiendo mi segundo tomo, que, de otro género más noble y elevado, pudiera honrarme más a los ojos de todos que los juegos agradables del primero. Pero varios sucesos domésticos que no pude entonces prever y que al cabo, sin saber cómo, me han entrado en la ilustre y austera carrera de la magistratura, me han estorbado hasta ahora para poderlo ejecutar. Confieso también que no han tenido en ello poca parte mi natural desconfianza y la severidad de mi nuevo ministerio. Yo me he dicho más de una vez, luchando entre el deseo y el temor: ¿cómo presentarse en el público un magistrado reimprimiendo los pasatiempos de su niñez y publicando nuevos versos, que aunque llenos de las verdades más importantes de la moral y la filosofía, siempre al cabo lo son? Veía a la censura y la malignidad desatadas contra mí, haciéndome cargo de una distracción inocente, que jamás le ha robado ni un instante a las graves tareas de mi profesión, ni a la severidad de la justicia; pero que ellas sabrían, abultando, exagerar como mi única ocupación, olvidándome por ella de las más arduas obligaciones, para desacreditarme de este modo ante el público y la razón.

Verdad es que casi todas mis poesías fueron obra de mis primeros años o del tiempo en que regenté en Salamanca la cátedra de Prima de Humanidades; que las pocas trabajadas después, lo han sido precisamente en aquellos momentos que la mayor delicadeza da sin escrúpulo al ocio o al recreo. ¿Mas qué importan estas reflexiones a la calumnia para morder y denigrar? Nada, ciertamente. Y, aunque con dolor, me ha enseñado la experiencia propia que al que hizo una vez blanco de sus crueles tiros nada sabe disimularle. El retiro, el esparcimiento, el estudio, su interrupción, la vida negociosa, la que no lo es, todo le viene igual para ejercitar su venenosa lengua y destruir al infeliz objeto de su odio; nada le importan ni la verdad, ni la mentira, ni la inocencia, ni el delito, como pueda llegar a sus fines criminales.

Estas tristes cuanto verdaderas reflexiones me han apartado muchas veces de cumplir mi antigua oferta y emprender la presente impresión. Aun empezada ya, la han tenido en la prensa olvidada más de una vez, volviéndome a ella para de nuevo abandonarla. Pero, al cabo, he tenido en menos arrostrarlas todas y oponerles una frente inocente y serena, que negarme por más tiempo a los ruegos de algunos buenos amigos, al deseo de otros, y a la utilidad que acaso podrán hallar los amantes del buen gusto en la edición completa de mis obras, que ahora les presento.

Hame también movido a ello el enfado de ver reimpreso mi primer tomo tres o cuatro veces sin noticia mía, vendiéndose públicamente en casa de los herederos de don Joaquín Ibarra. El buen nombre de este famoso impresor y su escrupulosa probidad no eran acreedores a esta superchería. Para castigarla, inutilizando cuantos ejemplares tenga el que la hizo, he variado todo este tomo, aumentándolo cuasi una tercera parte, quitando y corrigiendo cuanto me ha parecido, y mejorándolo así notablemente.

Digan pues lo que quieran mis émulos, o más bien los enemigos de las letras y el buen gusto, un magistrado aparece en el público imprimiendo sus versos y osa declararse sin empacho autor de todos ellos: de los agradables, de los serios, de los amorosos, de los filosóficos y morales, oponiendo a la murmuración y a la ignorancia estos mismos versos para vindicarse y defenderse, acompañados de la presente ilustración y de los grandes nombres de Cicerón, de Plinio, Petrarca, Bembo, Querini, Addison, Fenelon, Polignac, D'Aguesseau, Arias Montano, Luis de León, Rebolledo, Alfonso el Sabio, Urbano VIII, Federico de Prusia, y cien otros que supieron amar y cultivar las Musas entre la más profunda sabiduría y los más arduos negocios.

Nuestra pereza, y qué sé yo si diga el haber querido dividir en partes aisladas el árbol de la sabiduría, cuyas ramas están enlazadas estrechamente, nos hacen mirar con malos ojos a los que se divagan un tanto de su profesión y sus estudios hacia cualesquiera otros. La Antigüedad no lo juzgaba así: los grandes hombres que ella produjo supieron, para vergüenza nuestra, serlo todo, poetas, oradores, filósofos, políticos, en suma, literatos y hombres públicos; y si nosotros siguiésemos sus huellas, no aspirando a una profundidad las más veces inútil, lo seríamos también. Pero queremos desmenuzarlo todo, descender hasta las últimas consecuencias, devoramos para ello volúmenes en folio y entorpecemos nuestra razón, que, bien formada, llegaría sin fatiga al punto donde anhelamos elevarla, y aplicada a otros objetos hallaría en todos ellos mil auxilios de que carece entre su estéril abundancia.

En mis poesías agradables he procurado imitar a la Naturaleza y hermosearla, siguiendo las huellas de la docta Antigüedad, donde vemos a cada paso tan bellas y acabadas imágenes. Ésta es una ley en las artes de imitación tan esencial como poco observada de nuestros poetas españoles, en donde al lado de una pintura o sublime, o graciosa, se suele hallar otra tan vulgar o grosera que le quita toda su belleza. Virgilio y Horacio no lo hicieron así; y si tal vez aquél es igual al grande Homero, lo es ciertamente por la delicadeza y cuidado en escoger y adornar sus imágenes.

En esta parte han sido mis guías el mismo Horacio, Ovidio, Tibulo, Propercio, y el delicado Anacreonte. Formado con su lección en mi niñez y lleno de su espíritu y sus encantos, hallará el lector en mis composiciones seguidas con frecuencia sus brillantes huellas. ¡Ojalá pudiese yo comunicarle en mis versos el recreo y las delicias que he encontrado en los suyos! Mi alma naturalmente tierna y amante de la soledad los ha dejado no pocas veces casi con lágrimas, para convertirse donde la llamaba la dura obligación.

En las poesías filosóficas y morales he cuidado de explicarme con nobleza y de usar un lenguaje digno de los grandes asuntos que he tratado.

Las verdades sublimes de la moral y de la religión merecían otro ingenio y entusiasmo que el mío. Pero ¿qué corazón será insensible a ellas, o no se inflamará con su fuego celestial? La bondad de Dios, su benéfica providencia, el orden y armonía del universo, la inmensa variedad de seres que lo pueblan y hermosean, nos llevan poderosamente a la contemplación y a estimar la dignidad de nuestro ser y el encanto celestial de la virtud. Así que, penetrado de estas grandes verdades, he procurado anunciarlas con toda la pompa del idioma, cuidando al mismo tiempo de hacerme entender y ser claro, y de huir de una ridícula hinchazón.

Ni tampoco he sido escrupuloso en usar de algunas voces y locuciones anticuadas, ya porque las he hallado más dulces, más sonoras o más acomodadas para la belleza de mis versos, ya porque estoy persuadido de que contribuyen en gran manera a sostener la riqueza y noble majestad de nuestra lengua, adulterada malamente y afeada a cada paso con voces y frases de origen ilegítimo que sin necesidad introducen en ella los que no la conocen. Copiosa, noble, clara, llena de dulzura y armonía, la haríamos igual a la griega y latina si trabajásemos en ella y nos esmerásemos en cultivarla.

Mas, poco acostumbrada hasta aquí a sujetarse a la filosofía ni a la concisión de sus verdades, por rica y majestuosa que sea, se resiste a ello no pocas veces; y sólo probándolo se puede conocer la gran dificultad que causa haberla de aplicar a estos asuntos. Dése, pues, a mis composiciones el nombre de pruebas o primeras tentativas, y sirvan de despertar nuestros buenos ingenios, para que con otro fuego, otros más nobles tonos, otra copia de doctrina, otras disposiciones, los abracen en toda su dignidad, poniendo nuestras Musas al lado de las que inspiraron a Pope, Thomson, Young, Racine, Roucher, Saint-Lambert, Haller, Utz, Cramer y otros célebres modernos sus sublimes composiciones, donde la utilidad camina a par del deleite, y que son a un tiempo las delicias de los humanistas y filósofos.

Téngase a mí por un aficionado, que señalo de lejos la senda que deben seguir un don Leandro Moratín, un don Nicasio Cienfuegos, don Manuel Quintana, y otros pocos jóvenes que serán la gloria de nuestro Parnaso y el encanto de toda la nación. Amigo de los tres que he nombrado, y habiendo concurrido con mis avisos y exhortaciones a formar los dos últimos, no he podido resistirme al dulce placer de renovar aquí su memoria, sin disminuir por eso el mérito de otros que callo, o sólo conozco por sus obras. Ciego apasionado de las letras y de cuantos las aman y cultivan, ni anhela mi corazón por injustas preferencias, ni conoce la funesta envidia, ni jamás le halló cerrado ningún joven que ha querido buscarme o consultarme. La república de las letras debe serlo de hermanos; en su extensión inmensa todos pueden enriquecerse, y si sus miembros conocen un día lo que verdaderamente les conviene, íntimamente unidos en trabajos y voluntades, adelantarán más en sus nobles empresas y lograrán de todos el aprecio y el influjo que deben darles su instrucción y sus luces.

La providencia me ha traído a una carrera negociosa y de continua acción, que me impide, si no hace imposible, consagrarme ya a los estudios, que fueron un tiempo mis delicias. Cuando la obligación habla, todo debe callar: inclinaciones, gustos, hasta el mismo entusiasmo de la gloria. Pero si mis bosquejos, mi ejemplo, mis exhortaciones logran poner a otros en su difícil senda y llevarlos hasta la cumbre de su templo, satisfecho y envanecido, complaciéndome en sus laureles cual si fuesen míos, repetiré entre mí mismo con la más pura alegría: Yo concurrí a formarlos y mi patria me los debe en parte.

Gozoso entre tan faustas esperanzas, me contento desde ahora con el nombre de amante de las buenas letras y las Musas; y este nombre no puede con justicia negárseme, porque ellas y las artes han hecho mi embeleso desde que sé pensar, y serán mi consuelo hasta en la última vejez.

¿Y quién será insensible al lisonjero encanto de las buenas letras y las artes? ¿Es acaso su honesto recreo inútil, o incompatible con la gravedad de otras tareas? Ellas forman el gusto, suavizan las costumbres, hacen deliciosa la vida, más agradable la amistad, perfeccionan la sociedad, estrechan sus vínculos entre los hombres, y los alivian y entretienen en sus ocupaciones y cuidados.

Nadie puede trabajar sin alguna distracción; y ésta es una ley común de la naturaleza para todos los vivientes. La tierra misma reposa después de enriquecer al labrador que la cultiva; y se siente rendida y apurada cuando se la obliga a producir continuamente. El hombre no está libre de esta ley general, a pesar de su orgullo; y sus facultades acabarían bien presto si no alternase entre la fatiga y el descanso. ¿Y qué descanso más útil y agradable que el comercio con las Musas, cuyas halagüeñas ficciones saben cubrir de rosas las espinas y hacernos gustar lo amargo del precepto entre la ilusión de la armonía?

Sin pensarlo acabo de hacer la defensa de las buenas letras contra algunos que las miran con ceño y juzgan incompatible su afición con los deberes de otras profesiones, gentes necias o mal intencionadas, que, faltas de gusto o de talento, murmuran de lo que no entienden, y quieren más seguir en su ignorancia que aplaudir en los otros las calidades de que carecen.

Mas volviendo a mis versos, he cuidado en todos ellos de corregirlos y elevarlos a aquel grado de perfección que me ha sido posible. He suprimido cuantos me han parecido indignos de la prensa; y cualquiera que registre bien mi colección conocerá sin dificultad cuán fácil me habría sido aumentarla con otro tanto; pero no lo mucho, lo bueno y escogido merece sólo aprecio. Confieso, sin embargo, que no todas las piezas tienen la misma lima, y que aún deberían haberse suprimido muchas más. En algunas no he podido, al ir a desecharlas, resistir la tentación de ser mis primeras producciones; y en otras, la de haberse compuesto en ocasiones que han dejado en mi corazón impresiones muy profundas.

Pudiera haber acompañado los versos filosóficos de algunas notas; pero el que los lea suplirá fácilmente cuanto con ellas le comentara y explicara yo, además del gusto que se siente en representarse cualquiera por sí mismo toda la cadena de ideas que abrazaba el autor cuando escribía. No todo se ha de decir; y el quererlo decir todo es el medio más seguro de fastidiar.

Habiendo, por último, crecido más la colección de lo que me propuse al empezarla, y no siendo ya justo detener por más tiempo su publicación, después de tres años que está debajo de la prensa, reservo para en adelante la edición de otras composiciones, que sin comprometerme ahora como lo hice en mi primera impresión, daré, sin embargo, a luz, si la suerte de las presentes fuese cual me prometo y me hace esperar el ahínco con que parece que se desean.




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Plan primero de la Elegía VI


Señor, yo adoro en esto mismo tu providencia; tú que mantienes las avecicas en el aire, quisiste a mí dejarme tan solo para que a ti sólo deba yo mi subsistencia; me postro reverente y adoro tan sagrados decretos de tu santa inescrutable providencia. Amplificar esto.

La felicidad quiere dos entes; yo solo, ¿cómo puedo ser feliz? La campana fúnebre acaba de sonar y dar a la insaciable muerte algún infeliz. ¡Ay!, ahora me parece ver la imagen de mi hermano, desfalleciendo, agonizando y ya moribundo, el crucifijo en la mano, mirando con turbación a todas partes y con los ojos descaídos y turbios despidiéndose de los bienes frágiles de este mundo y tocando con ellos la espantable eternidad. ¡Oh noche, oh triste noche, noche infeliz para mí y que yo lloraré para siempre, cuántos males me acarreaste, cuántas desventuras me trajiste, de cuán amargos males me has sido causa!

Después de haberme quejado de la soledad: ¿Pero quién, Señor, podrá juzgar tu santa providencia?, ¿quién entrará contigo enjuicio ni te pedirá cuenta de tus inescrutables decretos? Y luego lo de la vuelta.

Para final: Vosotros los que lloráis vuestros padres y hermanos arrebatados en medio de su lozana edad, acompañad mis dolorosos sentimientos; las lágrimas no me dejan proseguir; dadme vosotros las vuestras y lloremos juntos nuestros eternos males. Esto bien amplificado con otros pensamientos.

No, hermano, jamás yo podré olvidarte, lorsque les sueurs du trépas couvriront mon front glacé et que mes yeux éteints seront prêts à se fermer, ton nom se mêlera encore aux faibles sons de ma mourante voix y tu nombre partagera mon dernier soupir avec la mort.

El cielo se oscurece y la pálida luz de los relámpagos pone pavor a los mortales infelices; mi corazón, que antes los temía tanto, ya no siente estos horrores; mi corazón ha mucho tiempo que no conoce un instante de paz y como que ahora gusta de este desorden de los elementos y tengo el bárbaro placer de sentirme bercé, agité par la tempête. Vents, flots, nuages, mugissez, tonnez, ravagez, vous m'offrez une image ressemblante de mon état et de mon sort, ce désordre de la nature conviene bien à la sombre mélancolie de mon âme.

¡Ay!, la mano que extendió el firmamento tachonado de estrellas y que dispuso el brillante círculo del sol y el giro concertado de la luna, ¿no amasó también el polvo, su frágil materia, le chef-d'oeuvre de la creación? Pues ¿cómo perece tan presto?, ¿cómo en un instante se deshace, más frágil que la paja y el heno y mucho más caduco que la rosa más delicada?

¡Oh mi dulce hermano!, si aún oyes allá las voces de tu triste hermano, considera bien las circunstancias todas de tu muerte y que tanto más me la hacen sentir, joven, etc.

Yo vi algunas veces asomar la esperanza de la mejoría. Il y a deux nuits je vis l'ómbre sacrée de mon frére passer trois fois autour de mon lit, mientras yo miserable le bañaba en lágrimas. ¡Cuán diferente iba de como yo le solía ver: pálido, triste, etc.! No, jamás esta triste visión podrá apartarse de mi memoria, ni la dulce alegría entrar en mi pecho.

J'ai passé en revue tous les maux qui peuvent tourmenter le coeur humain et je n'en ai point trouvé d'égal à la jalousie; ésta es una hidra de calamidades; el celoso sufre a un tiempo mismo mil muertes, y el infierno entero pasa a su corazón. ¡Oh celos!, ¿qué son, comparados con vosotros, todas las demás pasiones y tempestades?... Una dulce paz. Reine des maux, tu portes l'incendie dans l'âme; c ést toi qui sais tourmenter, tú eres el gran contrapeso que solo balancea todos los trasportes del placer que puede inspirar la beldad.

L'amitié vertueuse est la seule véritable.

Inondé de mes larmes, déchiré de douleurs.

La vertu est le plus grand de tous les plaisirs.

Les hommes ne sont heureux qu'à proportion de leurs penchants à faire du bien; et la nature équitable récompense le plus grand des plaisirs.

Le vertueux regarde une grande fortune comme une obligation de faire plus de bien. L'homme est le plus malheureux de tous les êtres, et celui des hommes qui n'est pas compatissant ne mérite point le nom d'homme, car il dégrade sa nature.

Il soulage le malheureux de ses largesses, ouvre les prisons, brise les fers de l'innocence, essuie les pleurs de l'infortuné.

Amitié, fruit délicieux que le ciel a permis à la terre de produire pour faire le charme de la vie, le nectar que l'abeille exprime des fleurs parfumées est moins doux que toi; le temps ni la mort ne peuvent te flétrir?

Dans les bienfaits, donner, c' est acquérir.

Qu'il est beau de faire le bien et de courir dans la carrière de la vertu! Cher Philandre, puis-je trop pleurer ta perte? Dois-je craindre de me livrer à tout le désordre de ma douleur?... Je l'ai aimé beaucoup; je l'aime plus encore depuis que je l'ai perdu. Je n'ai connu ce que je perdais qu'en le voyant mourir; c'est en prenant son vol vers l'immortalité que son âme a déployé toute sa richesse et tout l'éclat de sa vertu. C'est au bord du tombeau que la vertu se déclare.

Ningún hombre puede querellarse de que es huérfano, porque el apoyo de los hombres es vano, y Dios es solo nuestro verdadero padre. Él, que no ve caer con indiferencia la hoja más pequeña de un árbol ni un pajarillo de la extensión diáfana del viento, mira al hombre, hechura especial de su mano, con una providencia particular. Así, cuando el cruel faraón, lleno de orgullo, pensó exterminar la descendencia de Israel, el niño que después fue el caudillo y la salud de su pueblo, flotando desamparado a arbitrio de las olas, la mano de Dios que guiaba la cestilla débil le dio amparo en la misma hija del común enemigo.

¡Ay, ay!, ¿qué es el mundo? Ton école, ô malheur. apprendre à souffrir est la seule leçon qu'on y reçoive, et celui qui ne sait pas cela, qui ne peut l'apprendre, qu est-il venu faire dans la vie? Il n'avait nulle raison de naître. Yo sufro los tormentos más horribles; mon coeur est accablé, pero lo que me consuela es que cada momento que pasa se lleva consigo una parte, aunque pequeña, de los males qui m'écrasent, en allège le poids y me va acercando al sepulcro, donde al fin descansaré. Mais mettons les choses au pis... Si j'allais vivre... vivre long-temps. ¡Eh!, ¿cuál es el espacio de tiempo que puede llamarse largo? No cierto el de tu vida, hombre infeliz, que son ochenta años; y el tiempo mismo, ¿qué es en toda su duración, aunque se midiese desde el instante qu'il fut détaché del cerco sin fin de la inmensa eternidad? ¿Por qué, pues, desconsolarme? Yo siento que para un alma courageuse y sabia, las desgracias no tienen fuerza alguna, et que toute couverte de ses traits, je peux encore être calme et tranquille... ¡Pero mi hermano! Ya muerto él, todo se trocó para mí; en tanto que gozaba yo del placer de verlo vivo, mis más largos días pasaban sin que yo los sintiese, los años eran días y los días unos pequeños instantes; mas ahora, la suerte cruel se desquita y me hace pagar bien caro este inocente gusto; el tiempo no huye; sus pasos son más lentos que los del insecto más torpe, y cada instante es para mí un siglo de penas.

Vil esperanza que prometes sin pudor y sin término, tú de día en día me has forjado mentira sobre mentira; mas, ¡ay!, que acá abajo para ser feliz es necesario ser o loco del todo o del todo sabio, y yo no tengo ni la locura necesaria para contentarme de una felicidad imaginaria, ni la bastante sabiduría para sacar de mis mismas penas una felicidad facticia. Mas los placeres mismos, los más reales, ¿qué otra cosa son que penas, pues que no pueden durar? ¡Ay, ay!, nada más son, y con todo eso no se oye hablar de otra cosa a los mortales que de felicidad. Artificio vano de los que poseen los bienes engañosos de este mundo, darte un nombre engañoso para excitar la envidia de los necios, porque las almas débiles sienten una complacencia que les consuela y satisface su vanidad, en la envidia de sus semejantes. ¡Cuántas gentes andan con el rostro alegre, afectando un exterior risueño mientras su corazón se despedaza con los dolores más crueles! Sabemos esto, pero no nos convencemos de su verdad; y aunque lo hemos experimentado bien a nuestra costa, aún queremos luchar contra la evidencia; pero ¿qué sucede? Cada nueva experiencia afirma la precedente; y a los ochenta años, blancos ya como la nieve nuestros cabellos, aún somos tan insensatos como a los veinte.

Las lágrimas que la naturaleza cansada me niega ya, tu carta las ha vuelto a producir. ¡Ay!, mi dolor sólo admite unas ligeras pausas para comenzar después con mayor fuerza. El sueño le interrumpe alguna vez. ¡Ay, ay!, después de algunos momentos de un reposo agitado yo vuelvo a despertar. ¡Qué de fantasmas cría mi imaginación! Mientras la razón duerme, por un campo inmenso de miserias me pasea entre mil desgracias imaginarias, huérfano, sin amparo, mozo. ¡Ay, mi hermano me dejó con su muerte en esta orfandad! Cuando faltó mi padre, yo creía casi no haberle perdido con mi hermano; esta memoria templaba las lágrimas que el reconocimiento y amor filial arrancaban de mi lastimado corazón; pero ahora, ¿con qué podré templarlas, muerto mi hermano? Yo vi desvanecerse su vida en la pompa de sus floridos años. Cuando la fortuna lisonjera con su faz risueña nos colmaba a ambos de esperanzas, la muerte cruel oculta en su pecho le llevaba al sepulcro con paso acelerado. Juventud, virtud, fortuna, ¿qué sirvió para esta cruel, ni pudo detenerla? Jovino, amigo, perdona mi dolor; mis lágrimas no acusan a la providencia [...].




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Plan segundo de la Elegía VI


La campana fúnebre acaba de sonar ahora y de dar a la muerte algún infeliz. ¡Oh hombre deleznable, qué pocos son tus días...! ¡Oh vida...! ¡Oh triste son...! Tú me recuerdas aquel que despedazó mi corazón, en la más triste noche... Yo no la tendré más infeliz y llena de horrores en todo el curso de mi trabajosa vida. Paréceme ahora ver en ella la imagen pálida de mi hermano. ¡Oh, cuál estaba entonces en el lecho, todo desfigurado ya, rodeado de los sudores de la muerte y con los ojos descaídos y turbios despidiéndose de los bienes frágiles de este mundo, y tocando con ellos la espantable eternidad! ¡Qué representación ésta, qué lección para todos los hombres la de aquella desventurada noche! ¡Oh noche infelicísima, yo te lloraré para siempre! ¡Cuántos males me acarreaste, cuántas desventuras me trajiste y cuánta miseria echaste sobre mí!

Siempre yo fui más desgraciado, pálida luna, durante las horas de tu señorío. Mientras tú gobiernas el brillante escuadrón de las innumerables antorchas que te hacen la corte, las desdichas me acechaban a mí y acometían mi inocente corazón. En una noche perdí a mis padres, en otra a mi único hermano -mi padre, mi consuelo y mi amparo-. ¡Oh, golpes crueles, bastantes a acabarme! Ellos me han dejado sumergido en mil males, huérfano, joven, desvalido y solo; pero ¿a cuál he de llorar de los tres?

[Nota marginal] Una comparación con el lirio de los valles que desmayado cae la hermosa corona o cerco de sus hojas.






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Discurso de ingreso en la Real Academia Española

Discurso en que don Juan Meléndez Valdés da gracias a la Academia Española al tomar asiento de ella como académico numerario


11 de septiembre de 1810

Excelentísimo Señor:

Lo que hubiera anhelado ardientemente en días más serenos y de mayor lustre para la lengua castellana, lo he conseguido al fin por la indulgente bondad de Vuestra Excelencia en estos tiempos de abatimiento y decadencia para las letras españolas. Unido en íntima amistad, desde mi tierna juventud y los años felices de mi vida, con varios individuos de Vuestra Excelencia, cuyos nombres le serán siempre gratos por su ilustración y su celo; formado y alentado por ellos en mi carrera literaria, y aficionado más particularmente con su trato a la pureza y encantos de nuestra hermosa lengua; cuando vi coronados por Vuestra Excelencia mis primeros bosquejos poéticos en la Égloga a Batilo, no tanto creí que fuese su intención el sancionar con su voto mi humilde medianía, cuanto el estimularme con su indulgencia en la carrera difícil que emprendía, y alentarme a seguirla con empeño y noble aplicación.

Pero, lejos de pensar yo ni en este día, ni en obtener jamás la gloria de sentarme en medio de Vuestra Excelencia para aprender de su sabiduría y honrarme con el lustre que difunde en derredor de sí; contento con mi oscuridad y mi llaneza, sólo pensaba en mi retiro en cultivar más y más las musas castellanas, embelesado en sus hechizos y gracias naturales, para merecer, si me fuese posible, otros nuevos sufragios de la sabiduría de Vuestra Excelencia, que miraba yo como el lauro mayor de mis conatos y el colmo de todos mis deseos.

Así pensaba, cuando me hallé en el año de 1798 generosamente acogido por Vuestra Excelencia en este templo del saber, y hermanado en él a sus trabajos y su gloria. El fruto recogido excedió a la esperanza, y el galardón a los deseos. Pero una borrasca terrible vino en los mismos días de mi felicidad a anublar todo su brillo, sin que me fuese dado disfrutar la gracia que Vuestra Excelencia me hiciera con mano tan liberal; y desde aquella época, fatal para las letras y sus inocentes amadores, doce años que sobre mí han pasado de destierro y olvido me han dilatado esta satisfacción; que si el amor al habla castellana, y el aprecio y consideración del sabio cuerpo encargado de tan rico tesoro fuesen suficientes a merecerlo, ninguno pudiera disputarme. Hoy la consigo en medio de las zozobras y vaivenes de que nos hallamos agitados, y de que, por desgracia, no toca poca parte a la pureza de nuestro rico idioma. Vese la hermosa lengua de Castilla, la primera acaso de las vivas, o la que reúne al menos más número de dotes para competir en bellezas con la griega y la romana, copiosa, clara, dulce, numerosa y llena de energía y majestad, y de agudezas y festivas sales; vese esa hermosa lengua manchada y afeada a cada paso por quien no la conoce ni puede comprender sus excelencias y alto precio. Éstos, o la desestiman y ultrajan como menesterosa y pobre, o la desfiguran so color de honrarla con frases y voces ilegítimas, que son como otros tantos lunares que la afean. La pereza de muchos para no estudiarla en sus puras y abundosas fuentes, el descuido y flojedad en otros en no corregir y castigar su estilo, y el orgullo en no pocos, que miran cual de menos valía el detenerse a pesar y examinar las voces con que engalanan sus conceptos, y aprender una lengua por sus principios y fundamentos, habiendo tantas cosas y objetos que les roban toda la atención, son las causas principales de la bárbara irrupción de palabras y modos nuevos de decir, de que se ve asaltado y contrastado en nuestra edad el hermoso lenguaje de los Granadas y Leones y Garcilasos, Herreras y Argensolas.

Pero esto mismo debe estimular más y más a Vuestra Excelencia, y hacerle redoblar sus conatos para oponerse con todo su saber y su noble y generoso celo al torrente asolador, y conservar al idioma y bien decir castellano su pureza y sus gracias y augusta majestad. Esta morada es su baluarte y plaza de refugio inexpugnable: aquí se ha acogido en la persecución que se ha levantado contra ella; desde aquí se defenderá contra la ignorancia, la pereza y el falso saber de sus más encarnizados enemigos, y desde aquí triunfará felizmente, si Vuestra Excelencia continúa sus útiles tareas y no desmaya en ayudarla. Opongamos a los novadores la riqueza, las gracias y admirables bellezas con que brilla; opongamos a sus voces y frases peregrinas el inagotable y purísimo raudal con que ella corre, sobrado siempre a explicar lo más delicado de nuestro pensamiento y los arcanos de las ciencias más recónditos; sean nuestros caudillos y adalides tantos escritores ilustres, tantos hombres de saber profundo, que no han necesitado de mendigar nada de otras lenguas para explicarse y decirlo todo en la nuestra y encantarnos con su lectura. La gloria será de Vuestra Excelencia, y el habla castellana, esta habla tan dulce, tan sonora, tan fluida, tan majestuosa y tan salada, por sus nobles trabajos y el celo que le anima, seguirá conservándose pura y sin mancilla; mantendrá entre los sabios el lustre y esplendor con que brillaba en el siglo xvi, y aun aumentará su caudal y sus bellezas, aplicada sabia y oportunamente a objetos y cosas en él desconocidos; siendo Vuestra Excelencia a quien se deba el honor de haberla mantenido en toda su pureza, así como es sólo mío, en este feliz día, tributar a Vuestra Excelencia el agradecimiento más tierno y cordial por la alta gloria que se ha servido darme, colocándome entre sus individuos de número, y llamándome cerca de sí para más bien enseñarme. ¡Ojalá que mis trabajos puedan corresponder a mis deseos, y mis conatos en favor de nuestra hermosa lengua, a los encantos con que me embelesa y el entusiasmo con que la admiro!




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Oficios y documentos varios


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Nota del editor

Proceden de fuentes diversas:

1. En E. Alarcos García, «Meléndez Valdés en la Universidad de Salamanca», p. 154 (Archivo Histórico de Protocolos de Madrid, n. 21313).

2. G. Demerson, Don Juan Meléndez Valdés y su tiempo, I, pp. 119-139. Los libros fueron identificados y catalogados por el profesor J. Demerson.

3. Ejercicios literarios del doctor don Juan Meléndez Valdés, Salamanca, 6 de septiembre de 1783. En A. Astorgano Abajo, «Juan Meléndez Valdés, opositor a cátedra de Prima de Letras Humanas», Dieciocho, 25-1 (2001), pp. 93-94.

4. G. Demerson, Don Juan Meléndez Valdés y su tiempo, I, pp. 214-216.

5. Recurso de Meléndez Valdés contra el Catedrático de Retórica don Francisco Sampere (agosto de 1783-octubre de 1784).

6. E. Alarcos García, «Meléndez Valdés en la Universidad de Salamanca», pp. 176-177.

7. E. Alarcos García, «Meléndez Valdés en la Universidad de Salamanca», pp. 168-170.

8. G. Demerson, Don Juan Meléndez Valdés y su tiempo, I, pp.151-154.

9. Participación como juez a una oposición de la cátedra de griego (1786), en A. Astorgano Abajo, «Meléndez Valdés y el helenismo en la Universidad de Salamanca durante la Ilustración», Cuadernos del Instituto Antonio de Nebrija, 6 (2003), pp. 81-82.

10. E. Alarcos García, «Meléndez Valdés en la Universidad de Salamanca», pp. 171-172.

11. Informe sobre cambio de Planes de Estudio de Derecho en la Universidad de Valladolid, octubre de 1788-enero 1789.

12. E. Alarcos García, «Meléndez Valdés en la Universidad de Salamanca», pp. 157-159.

13. E. Alarcos García, «Meléndez Valdés en la Universidad de Salamanca», p. 364.

14. G. Demerson, Don Juan Meléndez Valdés y su tiempo, I, pp. 249-250.

15. E. Alarcos García, «Meléndez Valdés en la Universidad de Salamanca», p. 366.

16. Expediente formado en virtud de Real Orden de su Majestad sobre la obra periódica El Académico (2 de julio de 1793).

17. A. Rodríguez-Moñino, «Juan Meléndez Valdés. Nuevos y curiosos documentos para su biografía (1798-1801)», Revista de la Biblioteca, Archivo y Museo del Ayuntamiento de Madrid, IX (1932), pp. 369-370.

18. A. Rodríguez-Moñino, «Juan Meléndez Valdés. Nuevos y curiosos documentos para su biografía (1798-1801)», Revista de la Biblioteca, Archivo y Museo del Ayuntamiento de Madrid, IX (1932), p. 371.

19. G. Demerson, Don Juan Meléndez Valdés y su tiempo, I, pp. 540.

20. G. Demerson, Don Juan Meléndez Valdés y su tiempo, II, pp. 387-388.

Advertencia: Sólo los documentos 3 y 9, editados por A. Astorgano Abajo, eran nuevos. El resto ya habían aparecido en Obras completas, ed. de E. Palacios Fernández, Madrid, Biblioteca Castro, 1997, III, pp. 572-650.

Emilio Palacios Fernández




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Poder notarial para tomar posesión de la cátedra de Letras Humanas


15 de agosto de 1781

Yo, el Doctor don Juan Meléndez Valdés, vecino de la ciudad de Salamanca y residente en esta corte, otorgo por el presente instrumento, en la forma que más haya lugar en derecho, que doy mi poder cumplido, el que se requiere y es necesario, a don Francisco Ibáñez de Cervera, Rector del Colegio de Calatrava, al Doctor don Gaspar Candamo, catedrático de Lengua hebrea, y licenciado don Salvador María de Mena, vecinos de dicha ciudad, a todos tres juntos, y cada uno de por sí in solidum con igual facultad, especialmente para que en mi nombre, y representando mi persona, pida y tome la posesión de la cátedra de Prima de Letras Humanas, vacante en la universidad de dicha ciudad por muerte del Maestro don Mateo Lozano, y provista por Su Majestad en mí el otorgante, practicando al logro de este intento cuantas diligencias judiciales y extrajudiciales convengan hasta ponerme en la posesión de dicha cátedra, presentando en caso necesario los pedimentos regulares, súplicas y memoriales que conceptúe precisos, haciendo requerimientos y protestas convenientes, otorgando las escrituras que se necesiten, y si para lo predicho, sus incidencias y dependencias fuere necesario parecer enjuicio, lo harán en los tribunales que convenga, pues para todo lo predicho, y demás que sobre el asunto ocurra, confiero este poder a los dichos mis podatarios con la mayor amplitud, libre, franca y general administración, facultad de jurar recusar, tachar, abonar, apelar, suplicar, sustituir, revocar sustitutos y nombrar otros con relevación en forma; y a la firmeza de cuanto va expuesto obligo mis bienes habidos y por haber, dando poder a los señores jueces y justicias de Su Majestad de cualesquier partes que sean, para que a lo relacionado me compelan y apremien con el rigor de sentencia pasada en cosa juzgada, y consentida, renuncio las leyes, fueros y derechos de mi favor con la que prohíbe la general renunciación de ellas. Fechado en la villa y corte de Madrid, a quince de agosto del año de mil setecientos ochenta y uno. Y el otorgante (a quien yo, el escribano de los reinos de Su Majestad doy fe conozco) lo firmó, siendo testigos el licenciado don Ambrosio Delgado, don Felipe Peláez, y don Francisco Beltrán, residentes en esta corte. Don Juan Meléndez Valdés. Ante mí, Ramón Tarelo. Yo, el infrascrito, escribano de los reinos de Su Majestad presente fui a lo contenido, y en fe de ello lo signo y firmo día de su otorgamiento.

(Notario: Ramón Tarelo)



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