La ambivalencia de los signos: el «monje borracho» de Gonzalo de Berceo: (milagro XX)1
Juan Manuel Cacho Blecua
Universidad de Zaragoza
En mi participación en un volumen colectivo de carácter metodológico, con el riesgo de ser heterodoxo, he preferido partir de un texto concreto que me permitiera una mayor variedad de aplicaciones, que plantear un único acercamiento teórico de carácter más sistemático. Para ello he elegido el relato número XX de los Milagros de Nuestra Señora de Gonzalo de Berceo, titulado por los editores como «El clérigo beodo» o «El monje borracho»2.
No sabemos con exactitud la fecha de composición de los Milagros, pero el número XIV lo podemos fechar antes de 1246, mientras que el de la Iglesia robada es posterior a 1252. Es posible que Berceo hubiera escrito la colección en fechas próximas a 1246 y que, después, le hubiera añadido un último relato (Dutton, «A Chronology», 76)3. Cronológicamente, resultaba pionero en el ámbito hispánico, en el que por vez primera recreaba en romance una colección de miracula latinos preexistentes. Ya en su tesis doctoral, Richard Becker (1910) señaló la importancia del manuscrito Thott, el 128 de la Real Biblioteca de Copenhague, como fuente de Berceo, si bien en los últimos años se han descubierto colecciones próximas que circularon por la Península: el ms. 110 de la Biblioteca Nacional de Madrid, textualmente el más cercano, el 879 de la Biblioteca de La Seo de Zaragoza o el Mariale de los fondos alcobacenses de la Biblioteca Nacional de Lisboa núm. 149, aparte de los milagros latinos utilizados por Juan Gil de Zamora, quien en ocasiones recrea los textos, pero también los emplea literalmente4. Ninguno de los citados corresponde al arquetipo usado, si bien el contexto de su recepción nos ayudará a situar la obra berceana en el horizonte de expectativas (y de interpretaciones) de su época; por otra parte, en el caso que nos ocupa las divergencias entre los textos son mínimas y, en última instancia, todos remontan a un arquetipo común.
A pesar de algunos teóricos, el encomiable trabajo de búsqueda de las fuentes emprendido por el positivismo historicista no puede echarse en saco roto, sin que la tarea constituya un fin por sí mismo5. Se trata sólo de un primer paso que debe implicar otras importantes consecuencias, extraídas habitualmente por los mejores críticos (tradicionales) y ahora enfocadas desde unas nuevas metodologías, en la mayoría de los casos referidas al concepto de intertextualidad, en cuyo trasfondo se encuentran algunos conceptos fundamentales aportados por Bajtin6. Entre los cinco tipos de relaciones posibles, Genette designaba con el nombre de hipertexto a todo texto derivado de otro anterior (hipotexto) por transformación bien simple, bien indirecta (Palimpsestos, 17). No se trata de una mera nomenclatura (aspecto que cada vez me interesa menos), sino de precisar la interacción entre la obra anterior y la transformada, el diálogo establecido entre ambas, en una relación dinámica que nos permitirá precisar las innovaciones, los remozados sentidos y los cambios de su nueva estructura. Del mismo modo, las distintas soluciones que dieron al mismo relato Gautier de Coincy (1177-1236) y Alfonso X el Sabio, cuyas primeras cien cantigas se fechan hacia 1270 y 1274, permiten ampliar nuestro campo de visión dentro de estas relaciones intertextuales, aunque por límites de espacio no las utilizaré sistemáticamente7.
Berceo transforma el texto al recrearlo en una lengua diferente y además la prosa latina queda vertida en unos moldes métricos, el tetrástrico monorrimo de versos de catorce sílabas, cuyas prácticas métricas inauguradas en el Libro de Alexandre, en especial la dialefa, condicionaban extraordinariamente los registros expresivos, en los más diferentes planos. Desde la perspectiva de la intertextualidad, en otra modalidad diferente, podrían entenderse bien las continuadas expresiones idénticas o similares del Libro de Alexandre y la obra de Berceo.
En la introducción de los Milagros el narrador se dirige a los «amigos e vasallos de Dios omnipotent» (1ª), marco narrativo en el que el personaje ficticio, identificado con el «maestro Gonçalvo de Verceo nomnado» (2ª), cuenta lo sucedido en el prado alegórico. Como finamente analizó Orduna, al final de la novedosa Introducción, el poeta enumera figuradamente los diversos modos de alabar a la Virgen que la tradición le ofrecía: romanzar bien un tratado sobre la Virgen o un himno, bien una oración mariana, recopilar una vida de la Virgen o cantar los loores en sus Nombres; de todos ellos, elige la narración de sus milagros (Orduna, «La Introducción», 452). Teniendo en cuenta que estas diversas formas de alabanza se encontraban reunidas en unos mismos códices antológicos, como sucede en el mariale alcobacense, no sería demasiado aventurado pensar que Berceo pudo haber conocido un conjunto de textos similar. De este modo, las alusiones del prólogo podrían incluso tener un referente concreto, un mariale del que elige una de sus modalidades, los miracula.
Formalmente, esta comunicación interna y oral dirigida a la audiencia presente, en la que el narrador se recrea contando (o escribiendo), podríamos considerarla como un marco que aparece también al comienzo o al final de los milagros, o en ambos casos, como sucede en el número XX8. Se trata de uno de los procedimientos más llamativos, no el único y tampoco es sistemático, mediante él que se enlazan los Milagros con la Introducción y con el que se diferencia verbalmente cada relato; la técnica adquiere plenitud de sentido proyectando el texto en su percepción auditiva, mediante una lectura en voz alta, independientemente de que pudiera leerse en privado y de forma individual (Uría, «La forma de difusión»). En la materialidad del códice se aprecian visualmente las diferentes unidades narrativas, del mismo modo que estas marcas verbales delimitan el espacio del milagro, si bien es un detalle más que añadir a la reiterada configuración del propio relato con sus claros comienzos y finales.
En la introducción (461), el narrador se dirige a sus oyentes (narratarios) a través de una estrofa en la que resume brevemente la materia, como recomendaban las retóricas para los prólogos, indicándonos el protagonista (monje), el antagonista (el diablo), el auxiliar divino y milagroso (María) y las acciones realizadas, es decir, los primordiales elementos sobre los que se construye el milagro. El anuncio y síntesis del contenido del suceso milagroso cumple así unas funciones metanarrativas y también fáticas (contacto con los oyentes)9:
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[461] |
El relato (462-496) corresponde a una historia sucedida en otro tiempo, en el pasado. Su trama narrativa sigue las pautas de la colección latina: un monje devoto de María se emborracha y es atacado por el demonio en forma de toro, perro y león. La Virgen le socorrerá, ahuyentando y golpeando a Satanás; posteriormente, le ayudará a acostarse, mandándole confesarse sus pecados, lo que hará al día siguiente.
En la conclusión (497-499) se interpela en presente a los destinatarios de la introducción, no sólo implícitos en el «vos», sino aludidos en el apóstrofe: «Señores e amigos» (497a). El uso de los diferentes tiempos verbales corresponde a una marca lingüística diferenciadora de los diversos estratos compositivos10, y su alternancia responde a unos claros móviles: la introducción con la perífrasis cortés, «vos querría contar», refleja un tiempo diferente al del relato, en el que se nos refiere una acción concreta, lo sucedido una vez, para pasar del caso particular a una conclusión general, de la que se extraen enseñanzas válidas para el presente. Por tanto, el narrador se dirige a los narratarios al comienzo y final para presentar el tema o extraer las conclusiones pertinentes. Diversos críticos han puesto en relación estas referencias con las prácticas juglarescas, y asumiendo esta conexión, que en algunos, casos resulta muy clara, también recordaré que la presencia de un tú, o en este caso un «vos» interno, al que se dirige el narrador es una de las constantes del discurso homilético -recuérdese el Libro del Arcipreste de Talavera.11 Desde esta clave se explican bien algunas obras de Berceo y, además, en nuestros caso, queda atestiguada por la recepción de algunas colecciones latinas de miracula próximas al riojano. El códice zaragozano conservado en La Seo contiene también un comentario de carácter no sistemático al texto de los Evangelios, de utilidad probablemente homilética (Escobar Chico, «Descripción codicológica», 76).
Entre ambas presencias del narrador se desarrolla el milagro, suceso excepcional, extraordinario, que subyuga a los espíritus medievales mucho más qué lo observado y probado por una ley natural, por un mecanismo regularmente repetido (Le Goff, La civilización, 439). Los milagros se convierten así en una prueba práctica de los poderes de su realizadora y con ellos se promueve la devoción a la Virgen, en una dialéctica interacción, pues el «servicio» a María propicia su intervención sobrenatural. No es extraño que la conclusión general se despliegue en tres estrofas, a diferencia del prólogo que sólo contiene una. Esta estructura perfectamente trabada refleja unos claros procedimientos retóricos. En el relato se distingue el exordium, el milagro y el epílogo conclusivo, cada uno de ellos diferenciado por la alternancia de tiempos. El texto latino carece de preámbulo introductorio, por lo que resulta evidente la voluntad estructuradora de Berceo.
En la breve
presentación descriptiva (462), se indica la
condición del protagonista (monje), su talante y costumbres,
aspectos decisivos en el desarrollo del milagro. La mayoría
de estos personajes los podríamos considerar como bipolares:
a las condiciones positivas se contraponen algunos o algún
vicio (en el sentido de Berceo, equivalente a pecado). Las
cualidades están reflejadas en acciones dirigidas hacia la
Virgen: «amó a la Gloriosa siempre
fazer servicio»
(462b), en las que se destaca su
continuidad temporal subrayada por el adverbio siempre y por su
proyección desde el noviciado (462a). A esto se suma la
ausencia de algunos defectos (462c), la lujuria, al menos verbal
(puede pecarse de pensamiento, palabra y obra), como si fuera una
condición tan reiterada que se destaca a quien carece de
ella. En una sucesión lógica, Berceo pasa
después al vicio presente:
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[462] |
En la oposición vicio / virtud de esta innovadora estrofa está implícito el desarrollo narrativo posterior. Reduciendo el milagro a sus secuencias elementales, el vicio queda reflejado en la transgresión de una regla, la comisión de un pecado, con el consiguiente proceso de empeoramiento, evitado en sus resultados finales por la intervención de la Virgen, quien así galardona la virtud del protagonista (servicio); en un nuevo proceso paralelo y antitético al anterior, la reparación de la falta (penitencia) implica la restauración del orden perdido e incluso un proceso de mejoría que afecta a los participantes y repercute en la colectividad12. Todos los términos deben interpretarse en varios planos: el moral -pecado, penitencia- y el social, al tiempo que la estructura narrativa puede relacionarse con series literarias cercanas y tiene como referente principal el esquema tipológico de la Caída y la Salvación.
La devoción
del monje se plantea desde la óptica del vasallaje feudal,
el servicio (462a) hacia una señora natural (MacKay,
«The Virgin's Vassals»), lo
que también debe relacionarse con la espiritualidad
benedictina del «pietatis afectus» o «servicio de
amor», y éste, a su vez, con el concepto
«descortesía» (Montoya Martínez,
«El servicio amoroso», 463)13.
Como es sabido, este tipo de relaciones se vertebran sobre la base
de la fidelidad y entre las obligaciones del señor
-también entre las del vasallo, pero en nuestro caso no es
pertinente- está la del avxilium y la del consilium. En ambos sentidos, la
actuación de la Virgen será decisiva en las dos
secuencias señaladas: primero, para librar al monje del
enemigo y, en segundo lugar, para aconsejarle cómo puede
reparar la infracción, aunque se trata de una orden. El
pecado implícitamente supone un incumplimiento de la
fidelitas, que
en este caso, como en otros, equivale a la transgresión de
una regla monástica, sin que ello sea ningún
obstáculo para que la Señora defienda y aconseje
(ordene) a su servidor, prueba de su gran misericordia. La
confesión del pecado restablecerá las relaciones,
«serás bien comigo»
(484c), e incluso las mejorará.
Al comienzo no se
especifica el tipo de servicio prestado, si bien después se
indica que amó siempre a la Madre del Criador, a quien
«fízol.l siempre onor»
(493c), del mismo modo que los ángeles le hacen a su Hijo
«servicio e onor»
(487d). Este
amor se expresa en términos jurídicos, el homenaje,
sin que exista diferencia alguna entre el honor prestado en el
Cielo y el que los mortales deben conceder a María. Desde
esta óptica, importa más que la virtud interna la
exteriorización de las relaciones con la Virgen, signo de un
amor también expresado en gestos significativos14.
Tras el milagro, el monje pretenderá «fincar los inojos, los piedes li
besar»
(489b), manifestación expresa de su
sumisión vasallática y de su agradecimiento,
reforzada por Berceo, quien añade el detalle de los
«hinojos».
Por otra parte,
hay un desequilibrio entre la breve descripción de la falta
(pecado) y su reparación a través de la penitencia,
lo que debemos interpretar de acuerdo con la importancia que
adquiere el tema a partir de los decretos del IV Concilio de
Letrán y su continuado reflejo en las obras de Berceo
(Ardemagni, «La penitencia»). El monje se
confesará con «umildosa
cara»
(491c), gesto una vez más novedoso que
refleja su arrepentimiento, en un momento adecuado, «venida la luz clara»
(491a),
inexistente en el hipotexto y que se contrapone con el ataque
diabólico sucedido al atardecer15.
Además, el confesor adquiere un protagonismo más
amplificado en el texto del riojano que en el latino. Sirve de
intermediario entre el mundo del milagro, interno y reducido, y del
que tiene noticias por su función, con el mundo religioso
externo, transición lógicamente aprovechada para
extraer la conclusión general. El milagro ha alterado e
incidido en el comportamiento del protagonista -«Si ante fora bono, fo desende mejor»
(493a)-, del confesor (494) y de la colectividad religiosa de su
tiempo (495). Si el pecado conllevaba la enajenación del
protagonista, incluso en su aparente soledad pecadora, el resultado
final implica la cohesión de la comunidad de fieles a la
Virgen, todos sus «enamorados» (495c). Incluso esta
unión se refleja en una misma acción, «las manos e los ojos a Ella los
alçavan»
(496b), gesto emotivo de oración
de nuevo inexistente en el miraculum16.
Todo sirve de lógica transición para el
epílogo final, en el que los oyentes aludidos «Señores e amigos»
(497a),
siempre presentes en cualquier lectura u audición,
tendrían que comportarse de idéntica manera a los que
han conocido el relato de acuerdo con un mecanismo especular (lo
acontecido en el milagro deberá ser imitado en la realidad).
Lo sucedido en el pasado, «Todos la
bendecíen e todos la laudavan»
(496a),
actúa como paradigma y se convierte en valor imperativo del
presente, propuesto intencionadamente con idénticas
palabras: «amemos e laudemos todos a la
Gloriosa»
(497b).
La falta cometida
se concreta en lo sucedido «un día por ventura»,
en el que el protagonista, ahora designado como «loco»,
salió de su «cordura» al
emborracharse17.
El monje considerará su acción como «follía»
(475d), clave
semántica importante tanto por su repetición como por
su ausencia en la fuente latina. Sin duda alguna equivale al
pecado, de indudable efecto alienador, y se aplica tanto a la
lujuria ausente como a la embriaguez del
clérigo18.
Esta asociación negativa del vino y las mujeres contaba con
una larguísima tradición bíblica, por ejemplo
la del Ecclesiasticus: «Vinum
et mulieres apostatare faciunt sapientes, Et arguent
sensatos»
(19, 2). Berceo debería conocer muy bien
la referencia, también empleada en la Regla de san
Benito: «Aunque leemos que el vino
es en absoluto impropio de monjes, como en nuestros tiempos no se
les convencer de ello, convengamos siquiera en no beber hasta la
saciedad, sino con moderación: porque el vino hace
apostatar aun a los sabios»
(San Benito,
cap. XL, 6-7,
557-559)19.
Las condiciones de
la época -lo que se ha venido en denominar la cultura
material- favorecían el consumo del vino, incluso por
evidentes motivos prácticos si se piensa en las deficientes
condiciones higiénicas del agua, causa de numerosas
enfermedades. El espacio geográfico de Berceo -la Rioja,
zona de excelentes caldos- e incluso los extensos dominios de San
Millán dedicados a la viticultura20
todavía podían favorecer más la
degustación del buen «vino que
sacia toda sed mejor que el agua»
(Devoto, «Del
buen vino», 82)21.
El problema no radica en que el monje lo haya ingerido, sino en la
especificación de que fue mucho y «sin mesura»,
lo que conduce a la pérdida de la razón, de los
sentidos, efectos que enajenan -son actos de locura- proyectados
como correlativos a la falta.
Desde una
perspectiva laica y actual, resulta dificultoso entender que una
borrachera constituya una infracción grave (incluso para
muchos que sea una falta) y haya tenido tan extraordinarias
consecuencias. Ahora bien, la ebrietas podría considerarse como pecado
mortal, aunque fuera menor, según aduce el
Espéculo de los legos, núm. 199: «commo un ome preguntase a un vezino suyo que
qué peccado escogería antes sy quisyese cometer
algún pecado mortal, e le respondiese el dicho su vezino que
la enbryaguez, teniéndolo por menor peccado que los
otros...»
(139). Es muy posible que este parecer lo
sustentaran muchos otros hombres medievales, y contra esta
opinión se dirigía el ejemplo y las autoridades
esgrimidas, entre otras la falsamente atribuida a san Gregorio,
para quien la embriaguez «es diablo
blando e venino dulce e peccado deleytable e el que la ha es ageno
de sy mesmo»
(139)22.
Esta
asociación entre la ebrietas y el demonio resulta también
perceptible en otros diversos testimonios, como el ejemplo del
ermitaño bebedor del índice de Tubach (Index Exemplorum,
núm. 1816), muy extendido en la literatura española y
cuya primera versión ya circuló en el Libro de
Apolonio: «De hun ermitaño
santo oyemos retrayer, / porquel' fiço el pecado el vino
bever»
(55ab)23.
Incluso también se reflejaba en el miraculum latino como opinión
del narrador -«credo instigante diabolo»-, sin que
Berceo la recoja, como también sucede en otros milagros, a
diferencia de lo que realiza Alfonso X en las
Cantigas24.
No obstante, tampoco podemos extraer consecuencias doctrinales,
aunque sí narrativas, pues se establecen unas claras
homologías incluso nominales entre el vicio (el pecado, la
borrachera) y el Pecado, el diablo amenazante y
terrorífico.
El poeta riojano
tampoco recreó otros datos específicos del texto
latino, «diaboli fantasia»,
omisión compartida también por Gautier de Coincy y
Alfonso X. La voz no plantea especiales problemas, pues Berceo la
utiliza en el milagro anterior con un sentido inconfundible:
«Fiziéronse las gentes todas
maravilladas, / tenién que fantasía las avié
engañadas»
(443ab). Unos años
después, Alfonso X en el Setenario señalaba que la «ffantasía ffaz entender muchas maneras de
opiniones desaguisadas al omne e que non sson de la guisa que
él cuyda. Et por esto ha este nonbre, commo cosa que sse
ffaze e desffaze ayna en manera de antoiança. Et en
ésta veen ssienpre las cosas temerosas porque nasçe
de rramo de malenconia»
(48).
La fantasía
puede provocar engaños en la percepción y, aparte de
causas humanas como las reflejadas, también puede surgir por
la intervención del diablo, al fin y al cabo siempre
considerado como el gran mentiroso. Ahora bien, Berceo presenta al
demonio en forma (figura) de toro, perro y león, sin
indicación alguna de que sea producto de la
imaginación del monje, lo que aumenta el dramatismo de sus
ataques. Una de las características del diablo, reiterada en
todas las épocas, es su cambiante polimorfismo, buena prueba
de sus poderes, delegados por Dios según la tradición
más ortodoxa25.
De acuerdo con una interpretación recurrente en la Edad
Media, como ángel caído es espíritu, y en su
caída «fueron transformados en
esencia etérea, y no se les permitió ocupar los
espacios más puros de aquel aire, sino otros más
tenebrosos, que les sirven de prisión hasta que llegue el
momento del juicio»
(San Isidoro,
Etimologías, VIII, 11, 17). De ahí que
puedan adoptar las más variadas figuras y deshacerlas:
«Desfizo la figura, empezó a
foír»
(480a), si bien de nuevo Berceo elimina un
detalle revelador del texto latino, «ut
fumus euanuit», ese humo infernal tan
característico que nos indica tanto su condición
(aérea) como su procedencia26.
Independientemente
de que las figuras diabólicas sean engañosas, el
poeta riojano las describe sin ningún dato que nos pueda
hacer sospechar de su materialidad. Sin embargo, algunos
críticos han planteado el problema desde otra perspectiva.
Como indicó Juan Manuel Rozas y han continuado otros
críticos posteriores, el clérigo sufre un
auténtico «delirium tremens, tal como el
cine nos ha presentado en muchas ocasiones. Las ratas y
murciélagos que los guionistas de esos filmes de
alcohólicos nos muestran, se cambian en el texto medieval
por animales más sólidos y temibles»
(Rozas, Los «Milagros». 23). La borrachera
produciría idénticos efectos a los de la
fantasía latina eliminada por el riojano, como si las
apariciones diabólicas fueran alucinaciones del
clérigo. Si aplicamos esta óptica posible y
racionalista hasta las últimas consecuencias, humanizamos
hasta tal punto el milagro, que bien mirado ni siquiera existe,
pues en este contexto la intervención milagrosa de
María carece de sentido.
El problema surge
porque aparentemente Berceo ha eliminado casi todas las marcas de
lo sobrenatural diabólico: el milagro está narrado
como si fuera una experiencia extraordinaria y terrorífica
contada en términos de la realidad cotidiana. El relato se
abre así a múltiples recepciones e interpretaciones
posibles, pero reintegrado en el contexto de su creación y
de su propia lógica narrativa, que no tiene por qué
ser la nuestra, las conclusiones pueden ser diferentes. En la
perspectiva interna del relato, la ebriedad del monje es la causa
moral de la presencia del Maligno. La segunda aparición
diabólica provoca un discurso directo inexistente en el
miraculum:
«Mesiello -dizié elli- graves son
mis pecados»
(471d), relacionado con el sentimiento de
culpa. El monje es responsable -y así lo siente- de los
ataques de los feroces animales.
Por otra parte,
san Pedro en la primera de sus Epístolas,
leída en la misa del tercer domingo después de
Pentecostés, recomendaba una cautelosa prevención:
«Sobrii estote, et
vigilate: quia adversarius vester diabolus tamquam leo
rugiens circuit, quaerens
quem devoret»
(I, 5, 8; las cursivas son
mías). No me parece difícil encontrar ecos textuales
de estas palabras en el miraculum latino: «velut leo inmanissimus adversus eum rugiens
et impeteum faciens, quasi eum
eadem hora esset devoraturus»
(de nuevo las
cursivas son mías), clave significativa desde la que se
explica la aparición diabólica. Pueden percibirse
tenues ecos en Berceo, quien ha eliminado algún rasgo
significativo, indicio de que la cita de san Pedro ha quedado
difuminada, aunque sigue siendo operativa para interpretar la
secuencia.
La vigilancia y sobriedad son requisitos necesarios y preventivos ante el adversario, pues en caso contrario las consecuencias pueden ser mucho más graves, como sucede en el milagro. El monje ebrio está fuera de sus sentidos, es decir, desarmado física y espiritualmente, por lo que puede ser derrotado con facilidad (465d). Del mismo modo que ha sido vencido por la tentación del vino, aunque no por la de la carne, también lo puede ser por el demonio, y de acuerdo con la doctrina cristiana el mundo, el demonio y la carne son los enemigos del alma, máximo peligro espiritual.
Berceo describe la
aparición del demonio con detalles concretos y materiales
que nos revelan su identidad: «faciéli gestos malos la cosa
dïablada»
(467a), signo inconfundible de su
presencia y de sus intenciones. Nuestro autor no suele usar con
abundancia la voz «gesto», aunque los escasos datos de
su empleo resultan significativos, por lo que me detendré
brevemente en su análisis.
Aparece en varias
ocasiones en la Vida de santo Domingo (hacia 1230-1236),
tanto en un sentido positivo como negativo. La decadencia material
y espiritual del monasterio podría cambiar con un abad
«en qui yo non entiendo de desorden nul
gesto»
(205d). De acuerdo con el sentido
implícito, los gestos expresan realidades ocultas, el
interior de la persona, de modo que constituyen signos que nos
arrojan luces sobre la condición de quienes los manifiestan.
El desorden del monasterio puede ser restablecido por quien posea
cualidades antagónicas, un orden íntimo que, se
sobreentiende, será aplicado a la realidad exterior. La
referencia es excesivamente sintética, pero el gesto y su
correlación con el desorden pueden explicarse en clave
monástica. La mencionada Regla de san Benito
señala que el novicio, tras el ingreso en la comunidad, debe
despojarse de todos sus bienes, y «desde
aquel día no ha de tener potestad ni aun sobre su propio
cuerpo»
(LVIII, 25, 645). En ningún momento
escapará a las miradas de sus hermanos y de Dios, de manera
que renuncia a todo gesto individual, se funde en la regla y en los
movimientos regulados del grupo (Schmitt, La raison, 78). Se sobreentiende que la
disciplina de los gestos, su control, puede contribuir
decisivamente a reformar el hombre interior (Schmitt, La raison, 26).
Desde esta
óptica, los gestos ordenados de santo Domingo,
señales exteriores de sus excelentes cualidades
íntimas, se contraponen eficazmente a los «malos
gestos» que el mismo santo pudo ver en su apartamiento del
mundo: «mucho mal encontrado»
(VSD, 255c). La proximidad de la voz a los malos gestos
nos remite a las apariciones diabólicas, como se
concretará de forma más clara en el ataque sufrido
por la Oria silense:
|
[VSD, 327] |
Aparecerá
en forma de serpiente, y su capacidad de transformación la
empleará para hacerse de mayor o de menor tamaño. Del
mismo modo, el satán expulsado de la casa de Onorio «facié continencias más suzias que
un can»
(VSD, 334d), acciones contadas en la Vida de
san Millán (181-198) e identificables entre otras cosas
con el «estiércor y
orrura»
(VSM, 183d). El Orden quedaba reflejado
implícitamente en los gestos contenidos y controlados del
monje, santo Domingo; lógicamente podemos contraponerlos a
los «malos gestos» diabólicos, síntoma
del Desorden, es decir del Caos. El sistema expresivo latino
medieval se servía de las voces gestus y gesticulatio para establecer esta
oposición. Las gesticulaciones eran percibidas como
desbordamientos, desórdenes, vanidades, pecados (Schmitt,
La raison, 30)27.
Berceo no emplea una palabra específica, pero el adjetivo
«malos» aplicado a gestos nos indica su sentido
negativo, asociado semánticamente a la «mala
figura» y, sin duda alguna, al diablo, quien los utiliza para
causar miedo. También en la Vida de san
Millán los demonios rabiosos y airados «fazién malas figuras por a él
desmedrir»
[asustar] (202b). Significativamente, el padre
del niño judío del milagro XVI, «non sabié con grand ira qué fer el
diablado, / fazié figuras malas como
demonïado»
(361cd), del mismo modo que es calificado
como «can traïdor»
(362a),
aspectos todos ellos que indican una consciente homología
entre el judío, el diablo y el perro traidor, a la vez que
estas malas figuras guardan una estrecha relación con la
ira.
En el milagro XX Berceo amplifica notablemente el texto latino y representa visualmente no sólo las transformaciones (figuras) del diablo, como su hipotexto, sino también sus gestos, caracterizados por dos rasgos ya descritos: reflejan la saña del demonio y tratan de causar espanto como se indica en el texto (461c). Los fieros animales amenazan con la destrucción material del monje, ante los que toma «muy mala espantada» (467c) en primer lugar, pensando ser «despedaçado» (472a) en el segundo encuentro y «devorado» (474a) en el tercero, en una clara gradación28.
En la
dialéctica vicio / virtud del milagro el primero queda
asociado indefectiblemente al miedo, si bien algunos autores como
Alfonso X establecen sutiles y esclarecedoras diferencias
semánticas: «como quier que temor
et miedo es naturalmente como una cosa, empero segunt razón
departimiento ha entrenos, ca la temencia viene de amor, et el
miedo nasce de espanto de premia, et es como
desesperamiento»
(Partidas, II, XIII, XV). De
acuerdo con esta terminología, el monje de Berceo sufre
«espanto de premia» por su vicio, mecanismo
preferentemente utilizado en el discurso religioso, en este sentido
afín al político, mediante el que, por un lado, se
manifiestan las terroríficas consecuencias de apartarse de
las normas, al tiempo que, por contraste, se muestran los
múltiples beneficios del servicio, del homenaje, a la Virgen
misericordiosa y maternal. El Desorden del pecado ha acarreado
estos peligros físicos y espirituales, y sólo
podrá ser restaurado por alguien de cualidades
antitéticas, incluso gestualmente como veremos. Se trata de
una cultura del miedo29,
incluso también perceptible en el amor, profundamente
arraigado en el mundo medieval y convertido en procedimiento
sistemático de control.
En ese mundo de
terror la saña está presente por doquier. La Virgen
la manifestará en las infracciones de quienes no son sus
fieles, y el enemigo del género humano estará siempre
dispuesto a la venganza aprovechándose de las debilidades
humanas, como sucede en este caso. Los animales reflejarán
la ira en sus movimientos, si bien sorprende que la ferocidad del
león no se plasme en ningún ademán
específico, destacándose de forma muy breve el temor
que causa, «una bestia dubdada»
(473c), sin que ni siquiera se refleje el «rugente» del
texto latino, del que antes veíamos los ecos de la
epístola de san Pedro30.
Berceo no desarrolla estas posibilidades, aunque aplicará
otros mecanismos para intensificar la gradación que supone
su presencia. Por el contrario, el toro y el perro, animales
más cercanos a la realidad cotidiana, reflejan su
alteración interior en el ceño (466b y 471b), en los
ojos muy abiertos (471b)31,
y en sus movimientos, «cavando con los
pies»
(466b), «firiendo
colmelladas»
(470d). Dadas las condiciones físicas
y espirituales del monje, el enfrentamiento con los enemigos es muy
desigual, y el autor subraya las armas ofensivas de los atacantes,
la cornamenta y los dientes asomados. Incluso el toro manifiesta su
intención de introducir los cuernos en las entrañas
del monje, y no me parece indiferente que sea calificado como
«superbio» (468d), asociación habitual que
refleja la característica esencial del demonio32.
Berceo dramatiza el combate con diferentes procedimientos, entre
ellos la sagaz utilización de unos gestos que anuncian al
monje, y así lo siente, su total
destrucción33.
En unos contextos posteriores, también la ira y la soberbia caracterizan a algunos combatientes caballerescos calificados como diabólicos, lo que llega a implicar un descontrol físico -síntoma de su ferocidad y del ardor de sus impulsos- expresado en gestos codificados afines a los descritos y, por supuesto, todavía más sorprendentes. Suele ser habitual la comparación del comportamiento de estos furiosos guerreros con el del león, el del toro y el del perro, como sucede también en el mundo de la épica (Guijarro Ceballos, «Notas»). No pretendo señalar unas relaciones intertextuales concretas, sino la existencia de un sistema imaginario común, en el caso de la épica, bien conocido por nuestro autor34.
Ya de por
sí cualquier aparición de lo sobrenatural conlleva
incertidumbre y miedo, y ambos aspectos quedan potenciados por las
peculiaridades de la situación. Significativamente, los
ataques se producen al atardecer, «Bien a
ora de viésperas, el sol bien enflaquido»
(464a),
de acuerdo con la indicación del miraculum, «aduesperascente iam
die». Sin duda, resulta un momento propicio
para la actuación diabólica35.
Además, el monje está fuera de sus sentidos, y una de
las características externas de la borrachera implica una
inestabilidad espacial por la dificultad para andar: «Pero que en sus piedes ñon se
podié tener»
(465a). En esta tesitura, la
metáfora utilizada para indicar la actividad del demonio se
adecúa coherentemente al motivo desarrollado: «Quísoli el dïablo zancajada poner /
ca bien se lo cuidava rehezmientre vencer»
(465cd). Esta
zancadilla debe interpretarse metafórica, espiritualmente,
pero también se proyecta sobre la materialidad humana del
clérigo. En una lectura literal vacilarán
todavía más los pasos indecisos de quien pretende
llegar desde la bodega, lugar del pecado, a la Iglesia. Los
animales diabólicos ocupan este espacio intermedio,
difícilmente transitable por su peligrosidad y agresividad;
obstaculizan el desplazamiento físico del clérigo,
que se ve detenido ante esta presencia inesperada, por lo que el
espacio cumple una función primordial. El primer ataque
diabólico se producirá en el claustro, el segundo al
comienzo de las gradas que conducen a la Iglesia, mientras que el
tercero sucede en el último escalón. Estos
últimos detalles, inexistentes en el miraculum latino, incrementan
el dramatismo por la menor seguridad espacial que ofrecen las
escaleras. En este tránsito se deberá producir la
agresión, pues el diablo tendría menos posibilidades
de lograr la victoria en el interior de la iglesia
(Gutiérrez Martínez, «Espacios»,
763)36.
Incluso podríamos considerar el penoso camino recorrido como
un via crucis,
opuesto al camino de la peregrinación, en el que el monje es
asaltado tres veces por el demonio (Cazal,
«Características», 77).
Berceo no describe ninguno de los espacios referidos en el milagro, la bodega, el camino hacia la iglesia y el lecho, ni tampoco precisa con exactitud su situación, si bien los escasos datos nos permiten situar la bodega por debajo de la iglesia a la que se trata de acceder a través del claustro, detalle que, independientemente de que se ajustara a la realidad externa, llega a adquirir nuevos significados37. Como han observado diferentes autores, en el paso del paganismo al cristianismo, la estructura del espacio medieval sufrió una gran transformación (Gourevitch, Les catégories, 77; Zumthor, La medida, 21).
Todas las relaciones se organizaron verticalmente, situándose los seres en un nivel u otro de la escala de perfección, en función de su cercanía o alejamiento de la divinidad, al tiempo que se potenciaron algunas oposiciones espaciales: lo celeste se oponía a lo terrestre, dios al diablo; el concepto de lo alto se cargó de connotaciones de bondad, nobleza y pureza, mientras que, por el contrario, lo bajo se asoció a la villanía, la impureza, el mal. La oposición incluía también la antítesis entre materia y espíritu. En esta concepción, las nociones espaciales no pueden separarse de las morales y religiosas (Gourevitch, Les catégories, 77), pero no tienen idéntico valor en el discurso clerical y en el popular, en donde la orientación hacia lo bajo resulta característica de todas las formas de alegría y del realismo grotesco (Bajtin, La cultura popular, 334)38.
La contraposición alto / bajo, espiritual / temporal, etc., constituye uno de los valores que actúan en el substrato profundo del milagro de Berceo, del mismo modo que se reflejaban en la arquitectura religiosa, aunque el riojano no los desarrolla explícitamente, pues ni siquiera recalca que la Virgen al desaparecer «repente altius euolat». La contraposición establecida también la podríamos relacionar con la de fuera / dentro, exterior / interior, perceptible también en otros milagros39. El mundo externo implica una peligrosidad, una desprotección, en términos morales la propensión al pecado, frente a las connotaciones inversas del mundo interno, protegido, virtuoso, etc., pero de nuevo se trata de un aspecto posible pues del milagro no se deduce con completa seguridad.
Los «malos
gestos» de la «cosa diablada» tienen su
contrapartida en el propio milagro, primero con los golpes dados
por la Virgen, que analizaré más adelante, y
después en el desenlace. Cuando María ayuda al monje
borracho, manifiesta su carácter maternal subrayado en el
miraculum
-«et ut dicam
nutrici»- con algún detalle inexistente
en el hipotexto latino. En éste se dice que una vez
desaparecido el león, el monje, cogido por la mano de
María, se sentía despejado como si no hubiera bebido,
aunque le ayuda a regresar a su cama. Gautier de Coincy recalca
esta mano taumatúrgica, capaz de hacer desaparecer
instantáneamente los efectos de la borrachera. Sin embargo,
como en otras ocasiones, Berceo enfoca el problema desde la
perspectiva humana del clérigo, por lo que le da un giro al
planteamiento. Mucho mejor narrador y mucho más sutil en
este caso, comenta que el clérigo todavía no estaba
repuesto, «que vino e que miedo
aviénlo tan sobado, / que tornar non podio a su lecho
usado»
(481). La experiencia aterradora anterior se ha
sumado a la embriaguez con gran eficacia narrativa y,
además, se establecen unas sutiles y eficaces
contraposiciones. En el comienzo del milagro se nos indica que, a
causa de la borrachera, el monje «yogo
hasta las viésperas sobre la tierra dura»
(463d),
detalle novedoso de Berceo. Por el contrario, con ayuda de
María podrá dormirse en su lecho. De acuerdo con el
sistema de oposiciones intratextuales recurrente en el texto,
podríamos enfrentar la tierra (dura) a la cama
(plácida), lo que tiene también unas implicaciones
morales. Independientemente de que las condiciones materiales de
los lechos de la Edad Media sean diferentes a las actuales, menores
en los monasterios40,
las delicadas alusiones al momento de acostarse nos permite
asegurar la oposición establecida, acentuada por Berceo.
Otro nuevo detalle
nos muestra la sutileza de las acciones de María, pues no
sólo le pone la almohada debajo de la cabeza, sino que
novedosamente le cubre con la manta y la colcha. Obsérvese
la perspicacia del relato puesto que en la perspectiva adoptada por
Berceo el borracho no ha recobrado enteramente sus sentidos, y
precisamente uno de los peligros habituales de estas situaciones es
quedarse sin tapar por el calor interno. Como colofón, de
acuerdo con el texto latino, María «santiguó.l con su diestra e fo buen
sanctiguado»
(483b). El signo de la cruz identifica al
cristiano, y puede adquirir múltiples valores, como los
expuestos por el propio poeta en Del sacrificio de la
misa. En uno de los sentidos fundamentales representa la
Redención, es decir, la posibilidad de salvarse, de
sustraerse a los dominios del diablo, como esgrimieron numerosos
comentaristas: «Onde la glosa de Sant
Agustín dize sobre aqueste lugar que la memoria de la sangre
del Redentor libra a los cristianos del poderío del
destruydor, conuiene saber del diablo nuestro aduersario. E de
aquí es lo que el bienauenturado San Jerónimo dize en
una epístola que escriuió a una uirgen que auia
nonbre Eustochio: Faz la sennal de la cruz con tu mano ante que
comiençes a fazer cualquier cosa»
(Espéculo de los legos, 139, 97). Numerosos
ejemplos ilustraban cómo la señal de la cruz alejaba
a los diablos, e incluso en situaciones muy precisas: «il est important
de prendre l'habitude de faire le signe de croix quand on se couche
et qu'on se lève; ce geste machinal interdit l'attaque du
Malin aux heures périlleuses du crepuscule et de
l'aube»
(Schmitt, La raison, 322)41.
El monje no está todavía en plenitud de sentidos, y
con el gesto de María recibe su bendición y
protección. Todas estas acciones maternales tienen valor por
sí mismo, pero la amabilidad de María -en definitiva,
su humildad y mansedumbre, queda potenciada como
contraposición a los malos gestos airados y
soberbios del Maligno, que también han recibido su
correspondiente castigo físico. Del mismo modo, los buenos
gestos de la comunidad «las manos aleadas» (496b)
referidas antes, corresponden al colofón laudatorio de toda
la serie.
Según H. R.
Jauss, en el siglo XII, con el floreciente género del
milagro románico, el desconocido pecador ocupa, como agente
del relato, el lugar del héroe legendario, que antes era un
santo conocido (Experiencia estética, 270). De esta
manera, el lector puede identificarse simpatéticamente con
este imperfecto personaje, paradigma imitable. Ahora bien, desde
otra óptica complementaria y jerárquicamente
más importante, la Virgen asume un protagonismo necesario
con su intervención sobrenatural, con lo que cumple
idénticas funciones a las señaladas del héroe
legendario, admirable en su perfección. De ahí la
sistemática tendencia a la laudatio en las colecciones de milagros y en
Berceo (Montoya Martínez, Las colecciones, y Diz,
Historias). María se enfrentará al Enemigo
como si fuera un valeroso combatiente, del mismo modo que algunos
santos y los héroes épicos, es decir, actuará
de acuerdo con un papel tradicionalmente asignado a los hombres
(González-Casanovas «Marian
Devotion»)42.
Incluso proyecta su acción sobre una intervención
continuada en el mundo, en donde debe cumplir un oficio afín
al caballeresco: «ir mi vía,
salvar algún cuitado, / esso es mi delicio, mi oficio
usado»
(485ab)43.
La ética caballeresca cristaliza literariamente en Francia a partir de la segunda mitad del siglo XII, pero asienta algunos de sus principales fundamentos en el Antiguo y Nuevo Testamento, en los que se recomienda a todos los creyentes de abstenerse de oprimir al pobre, al extranjero, la viuda y el huérfano. Dicha misión la asumirá primero la Iglesia, pasará después a los reyes y posteriormente la deberá desempeñar la caballería, en un proceso bien estudiado por Jean Flori (L'essor). No resulta extraño que la Virgen pueda ejercer también esa función de protección de los desvalidos, los «cuitados», si bien los protegidos son sus devotos que peligran física o moralmente. Al fin y al cabo es «esperanza de los humildes y consuelo de los afligidos», como se dice en el miraculum latino. Ellos les prestan sus servicios y reciben por ello su correspondiente galardón, lo que debemos explicar desde unas claves feudales ligeramente distintas a las caballerescas aunque tengan puntos de coincidencia y substratos comunes44.
La similitud
permite la aproximación a series literarias afines, pero nos
equivocaríamos si intentáramos explicar el milagro
desde esta perspectiva, pues el combate de María con el
demonio refleja unos mecanismos más profundos sobre los que
se ha articulado narrativamente el milagro. El diablo se
caracteriza por su capacidad de transformación, muestra
indirecta de sus peligrosos poderes, pero su polimorfismo
también es signo de su inestabilidad y de su capacidad de
engaño. Los animales elegidos para representarlo son muy
variados, cada uno de ellos con su propia tradición tanto
culta como popular, en muchos de los casos ambivalente45.
Así, el león puede compararse y representar al Rey
celestial, o bien al Maligno como en la Epístola de san
Pedro y en el milagro XX. Ahora bien, la aparición de un
toro, un perro y un león los debemos explicar conjuntamente
como sagazmente advirtió Alan Deyermond
(«Berceo»)46.
Los tres animales son aludidos en el Salmo 21 (22), que
comienza «Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has desemparado?»
,
uno de los más divulgados por su importancia en la liturgia
del Viernes Santo, y del que encontramos algún eco en otras
obras de Berceo47.
La
localización de lo que en términos tradicionales
podríamos designar como la fuente de la fuente puede no ser
ociosa, especialmente si estuvo muy divulgada, como en este caso,
pues nos permite aumentar la profundidad de los diálogos
establecidos entre los textos tanto desde la perspectiva de su
emisor como desde la de los receptores. Desde este punto de vista,
como indica Deyermond, para el lector que lo advirtiese la historia
quedaría todavía más realzada y
aumentaría su impresión emocional, pues la tragedia
del salmo sería sustituida -gracias a la intervención
de la Virgen- por una comicidad alentadora («Berceo»,
84). El carácter risueño del episodio se percibe en
los golpes recibidos por el demonio, recreados y amplificados
magistralmente por Berceo. Con el escarmiento se potencia una risa
liberadora y permisible en los esquemas medievales (Lacarra,
«"De la.disciplina"»), la victoria sobre los dominios
del mal, cuyo carácter popular se refleja en esa serie de
«grandes palancadas» recibidas por el diablo, de modo
que nunca tuvo las «cuestas tan
sovadas»
(478d), hasta el punto de que tardará
bastante tiempo en curar (480c). Los golpes, como las apariciones,
se recrean en su materialidad, de modo que en este caso desde un
plano narrativo -no teórico- ni siquiera podríamos
plantear el problema de que unas formas etéreas y
fantásticas puedan recibir un castigo físico. Es
cómico el personaje -el borracho de pasos vacilantes- y la
situación -los castigos recibidos-, pero también la
inversión de la estructura narrativa que podríamos
identificar de forma .general como la del «burlador
burlado», tan habitual en el folclore48.
El diablo pretende asustar al monje y termina con las costillas
golpeadas; intenta espantar al clérigo y acaba huyendo
(480a). En el siglo XIII, la aparición diabólica
podía alcanzar un carácter risueño por
sí misma cuando se disipaba, del mismo modo que sucede con
todo lo sobrenatural, pero tampoco conviene olvidar que la
comicidad viene favorecida por la distensión producida tras
los ataques diabólicos, climax del milagro.
Los animales son
significativos por la tradición y los valores que encarnan,
del mismo modo que también sucede con los objetos utilizados
por María para, espantar o golpear al diablo. En su
enfrentamiento contra el Maligno en forma de toro, los testimonios
latinos traen lecturas divergentes. En el ms. Thott habla de que
lleva una «niveam
mapulam», es decir, una especie de toalla
blanca, pero entre líneas la identifica con una varita,
«id es virgulam». En
la colección de Pez utiliza una «niveam
virgam»
(XXIII, 27), en Philips «mamiliam», mientras
que los tres testimonios hispanos (Madrid, Alcobaças y La
Seo de Zaragoza) leen, como Thott, «mapulam»
(Liber de
miraculis, núm. 23, 27-28)49.
Las significativas variaciones reflejan diferentes interpretaciones
y también las dificultades que tuvieron los copistas para
entender la palabra, sin que, por otra parte, la Virgen utilizara
ningún mecanismo para ahuyentar al diablo, al que le ordena
desaparecer. Por el contrario, en el milagro de Berceo la Virgen se
destaca por su vestimenta, ese «abito
onrado, / tal que de omne vivo non serié
apreciado»
(468ab), pero la mayor originalidad de Berceo
se plasma en el eficaz mecanismo utilizado: «menazóli la dueña con la falda
del manto»
(469a). Brian Dutton, con su proverbial
sentido del humor, comentó que la Virgen con la falda del
manto torea graciosamente al diablo (Berceo, Obras completas.
II. 158). Aunque no lo señalaba, sería el primer
caso de mujer torera de la tradición romance
hispánica. Pero el problema, bromas aparte, es mucho
más complejo.
No hace falta
recurrir al viejo folclore para señalar que el manto o la
capa pueden tener un carácter mágico en las
más diversas culturas, como refleja el motivo D1053 del
índice de Thompson, pues a la mente acuden algunos
héroes modernos (Motif-Index)50.
Tampoco resulta difícil encontrar diferentes usos
jurídicos del manto con un sentido general de
protección. En diferentes países, durante la Edad
Media la ceremonia de adopción consistía en la
extensión del manto sobre una persona (Valdeavellano,
«Sobre simbología», 111)51.
Menéndez Pidal atribuía su empleo en la Leyenda
de los infantes de Lara a reminiscencias del mismo origen.
Doña Lambra hace que un criado suyo afrente a Gonzalo,
arrojándole un cogombro. Los infantes de Lara mataron al
ofensor, a pesar de éste se había acogido bajo el
manto protector de su señora (Menéndez Pidal, La
leyenda, 6)52,
detalle que resulta coherente si además tenemos en cuenta
que durante la Edad Media los acusados se refugiaban bajo los
faldones de un obispo o de un señor para buscar asilo
(Réau, Iconografía, 122). Independientemente
del problema-jurídico, no resulta aventurado interpretar
desde un plano psicoanalítico este regreso al útero,
al vientre que sirve de refugio placentero, todavía
más perceptible en una de las más curiosas escenas de
la Gran conquista de Ultramar, recreada sobre las
Enfances de Godefroi
et le rétourn de Carnumaran. La Condesa Ydán
tenía a sus tres hijos debajo del manto, por lo que no se
levantó, como solía hacer, cuando llegó su
marido, ni tampoco atendió a su llamada para no
despertarlos. Ante las palabras airadas de su esposo, se justifica
diciendo que está «acompañada de muy más honrrados
hombres que vos, e más poderosos, como que tengo so este
manto dos reyes, e el uno dellos es rey e duque, e el otro es rey,
e el tercero es conde; por que bien devedes entender que no
sería razón de dar esta honrra a vos, e quitarla a
ellos, que están folgando e tomando placer»
(I,
CLI, 301)53.
No creo que sea
necesario añadir más ejemplos profanos en los que el
manto tiene un valor genérico de protección, como
sucede también con nuestro autor, quien utiliza la palabra
en diversas ocasiones con un sentido metafórico afín
a los valores analizados: «Señor
que de la tierra padre eres e manto»
(VSD,
159a); «nunqua más fallaremos
pora nos tan buen manto»
(VSD, 520d). Incluso,
poco antes de morir Teófilo se ve rodeado de un cerco de
claridad (895c), identificado metafóricamente con un manto
del que el diablo tomaba «grand
quebranto»
(896d) (Diz, Historias, 175-176).
Significados similares llega a adquirir el manto de María en
Gautier de Coincy, por ejemplo, en el relato del náufrago
que durante la travesía a Ultramar se cayó al agua y
fue salvado milagrosamente por la Virgen: «De sa mantel si
doucement /Me couvri lors la douce Dame»
(vv. 196-97, c. 610)54.
Posteriormente, el autor glosa muy ampliamente el sentido de la
prenda, refugio protector, pues con el auxilio de María no
se debe temer ni a Dios ni al diablo (285). En el manto de la
Virgen se pueden refugiar los pecadores, sirve de protección
para la cólera de Dios (311-19), en el día del Juicio
cubrirá todo el mundo, es escudo en toda adversidad,
etcétera.
No es
extraño que sobre estos trasfondos se cimentara la
iconografía de la Virgen de la Misericordia que despliega su
manto protector bajo el cual se abrigan los suplicantes, una de las
más populares de fines de la Edad Media55.
A su fijación y difusión contribuyó el
exemplum
milagroso de diversas Órdenes religiosas, entre ellas los
cistercienses y los dominicos56.
Además, la Virgen de la Misericordia, bajo la
advocación de Nuestro Señora del Socorro y Buen
Viaje, llegó a ser favorita de los marinos. Numerosos
milagros del siglo XIII cuentan cómo auxilia a los que
están a punto de perecer en las aguas, en lógica
interacción con el nombre de Stella maris. En el milagro XXII de Berceo,
idéntico al contado por Gautier de Coincy, el romero es
salvado del agua gracias a que la Virgen «le adusso un buen paño, / paño
era de precio, nuncua vid su calaño»
(609ab),
prenda con la que trata de reflejar el palium latino, representado por el
«mantel» en Coincy. Del mismo modo, en el parto
maravilloso, XIX, un mujer no perece en el mar porque Santa
María, «cubrióme con la
manga de su almexía»
(448b), es decir, con su
manto57.
La tradición religiosa y la profana atribuían al
manto diversos valores, entre ellos el de protección, lo que
se plasmó en la Virgen de la Misericordia. Sin embargo, para
Berceo, como para otros autores del XIII, el manto funcionalmente
podía equipararse con otras prendas de María, al fin
y al cabo «fuent de
misericordia»
(526b), señal inequívoca
desque no remitía a una imagen específica. Esta
representación concreta de María no sirve para
explicarnos por qué Berceo ha modificado la «niveam mapulam»
latina por el manto, pero tanto las imágenes como los textos
literarios reflejan este mismo trasfondo cultural religioso. No
debemos olvidar que se trata de una prenda de María y, de
acuerdo con un procedimiento simbólico, presente en los
más diversos pueblos y manifestaciones culturales, lo que ha
estado en contacto con una persona lo representa. En definitiva, el
manto de María tiene las mismas virtudes que su poseedora
(como sucede en muchas reliquias) y puede servir de medio eficaz
para ahuyentar al demonio. En otros contextos, se utilizaba la
punta del manto en señal de desafío, si bien no estoy
seguro de que dicha costumbre estuviera difundida en España
o que fuera conocida en tiempos de Berceo58.
En los términos bélicos planteados, el arma defensiva
y protectora se transforma en eficaz instrumento ofensivo
amenazante.
En la segunda aparición demoníaca no se especifica el medio utilizado por María para ahuyentar al demonio, mientras que en la tercera de nuevo nos encontramos con un objeto significativo:
|
[476a-c] |
El palo corresponde a la «virgam» del texto latino y, en esta ocasión, por múltiples razones, Berceo no lo modifica. Ya en la introducción de los Milagros se identifica María con el «fust de Moisés» (40a), e inmediatamente después con la vara (bastón) de Aarón (41), lo que tiene un desarrollo más explícito en los Loores de la Virgen (7), en donde el bastón prefigura su virginidad. Todo ello corresponde al desarrollo de lo que en la exégesis bíblica se conoce con el nombre de tipología, las figuras tan bien estudiadas por Auerbach (Figura)59. Los hechos o palabras del Antiguo Testamento anunciaban los del Nuevo. Por ejemplo, las palabras del salmo de Isaías, 22, que he expuesto antes, se interpretaban como una prefiguración de las empleadas por Jesucristo en su muerte: «Dios mío, por qué me has desamparado». Este recurso es utilizado habitualmente por Berceo, especialmente en la Introducción, en los Loores, en el Sacrificio de la misa, etc. Y significativamente en dos ocasiones la Virgen es comparada con un bastón o con una pértiga. Aun así, incluso podríamos pensar que no es necesario obligatoriamente relacionar este palo con la pértiga o el bastón. Pero me interesa destacar que en la identificación que hace de sí misma dice lo siguiente, con palabras ligeramente diferentes a las del texto latino:
|
[487b-d] |
La cualidad más destacada es la de haber participado en la cadena de la Salvación humana. Si de acuerdo con el desarrollo bíblico la expulsión del Paraíso se produjo a través del engaño del demonio en forma de serpiente, la contraposición tipológica de Eva es María. En la Introducción de los Milagros se interpreta el prado mítico alusivo a ese paraíso perdido y restituido por la intervención de María, subvirtiendo la historia de Adán y Eva, mientras que en esta ocasión nos encontraríamos ante la plasmación narrativa de la condición de María vencedora del demonio, representado en formas de animal60. El salmo 22 (21) antes aducido desde el que se explican los animales diabólicos del milagro, prefiguran un momento esencial en la vida del cristiano, la posibilidad de Salvación a partir de la muerte de Cristo, por lo que desde otra óptica diferente sus ecos adquieren unos nuevos sentidos. A su vez, la vara de Aarón anunciaba la virginidad de María, del mismo modo que María (Virgo) utilizará un palo (virgam) para derrotar al demonio, lo que no debemos interpretar como mera paronomasia retórica.
Una
derivación de la Virgen de la Misericordia corresponde a
Nuestra Señora del Socorro, caracterizada por su actitud
agresiva. María «deja su actitud
apacible y acogedora, y aparece pertrechada con diferentes armas.
Unas veces la vemos armada con un palo o maza; otras, con una
flecha, con una lanza en forma de cruz, con una espada, con su
cetro convertido en instrumento contundente. De todas estas
representaciones, la más típica y antigua es la de la
Virgen que amenaza al diablo con un palo o maza»
(Trens,
María, 331). Para la fijación de esta imagen
aplicaron a la Virgen diversos Salmos, entre otros los
siguientes: «Con cetro de hierro, los
quebrantarás»
(2, 9). «Aunque pase por valle tenebroso, ningún
mal temeré, porque tú vas conmigo; tu vara y tu
cayado, ellos me sosiegan»
(3, 4). En diversos escritos
medievales de los siglos XII y XIII la Virgen se convirtió
en vara de hierro para los demonios (Perdrizet, La Vierge, 216-219; Trens,
María, 333-334 -quien no cita la procedencia de su
argumentación), del mismo modo que se plasmó
narrativamente en el milagro utilizado por Berceo. Desde este punto
de vista adquieren plenitud de sentido las secuencias narrativas
del milagro, reflejo en última instancia de la Caída
y de la Salvación. De nuevo nos encontramos con
idéntico fenómeno al analizado antes. Los artistas
plásticos utilizaron unas bases comunes a las de los
escritores para la configuración de sus imágenes, de
modo que los estudios iconográficos e iconológicos
nos pueden arrojar múltiples luces en las interpretaciones
literarias, y a la inversa.
* * *
Como punto de partida me he propuesto interpretar el texto para su mejor comprensión y disfrute estético61, delimitación apriorísticamente compatible con los más diversos métodos. Filología y teoría deben establecer una relación dialéctica, de modo que la segunda pueda remozar y proporcionar fundamentos teóricos a la primera, y también a la inversa. Implícitamente, he partido del texto literario como un conjunto de signos que forman una estructura trabada y coherente. Pero la obra se integra en una serie de la que depende y con la que se relaciona (el género), y éste se inserta en un sistema literario superior configurado por -diferentes tradiciones, en algunos casos afines o colaterales62, y a su vez en una cultura, lo que se ha llegado a denominar un sistema de sistemas (antropológico, político, filosófico, religioso, artístico, etc.), también con sus propios códigos y modelos. De este modo se establecen una serie de relaciones intratextuales (en el interior de la obra), intertextuales e incluso interdiscursivas.
Jurij Lotmann
señalaba que la cultura medieval se caracterizaba por su
semantización (o simbolización). «Los distintos signos no son otras cosas que
distintas semblanzas de un mismo significado, sinónimos
suyos y contrarios»
(«El problema del signo»,
44), lo que se aviene coherentemente con el análisis
realizado, sin que crea que pueda aplicarse mecánicamente a
otras manifestaciones artísticas de la época.
Todavía estamos en los inicios de la descripción
más matizada de la cultura como sistema de sistemas, pero
constituye uno de los retos más sugerentes y atractivos que
trasciende la crítica y la teoría literaria.
Berceo aprovecha diversos mecanismos presentes o implícitos en el miraculum latino, y, a veces con gran maestría, desarrolla algunas de las posibilidades que le ofrecía su modelo. El mayor milagro de su escritura ha consistido en plantear el relato desde una perspectiva humana, eliminando varios detalles más teóricos y abstractos, lo que refuerza su literalidad y aumenta su eficacia didáctica. Pero al mismo tiempo ha multiplicado algunos signos susceptibles de ser interpretados simbólica y figuradamente desde la inmediatez de su concreción, cargándose las palabras, los espacios, los gestos, la estructura narrativa, de unos remozados sentidos. Las sistemáticas contraposiciones, tanto explícitas (la tierra / la cama, el atardecer / la mañana clara, la oscuridad / la claridad, gestos airados / gestos maternales) como implícitas (bajo / alto, exterior / interior), etc., se integran coherentemente en la estructura tipológica del milagro, un caso particular de la Caída / Salvación que refleja la función intercesora de María. Este sistema de los signos contrapuestos en una dualidad maniquea es frecuente en la literatura folclórica, pero también deberíamos poderlo situar históricamente, si bien desconozco estudios de este tipo. No obstante, según Georges Duby el cristianismo alcanza formulaciones auténticamente maniqueas en el siglo XI, en ese combate permanente entre las fuerzas del Bien y del Mal, Dios y el Diablo (Adolescense, 74).63 Por otro lado, Berceo remite a claves vasalláticas de servicio y galardón.
He intentado desvelar algunos de los sentidos partiendo de la tradición, del milagro, de la colección, de la obra berceana, de los modelos literarios y culturales, de acuerdo con unas series cada vez más amplias. La convergencia de los significados en todas ellas reducen la posibilidad de que se interpongan códigos ajenos a los que se derivan de su contexto sincrónico y, en cierto modo, avalan las interpretaciones, aunque tampoco las aseguren totalmente.
Ahora bien, la
obra literaria constituye un acto comunicativo especial, es
historia y perdura a lo largo de la historia, por lo que se
incardina a lo largo del tiempo en diversos sistemas (literarios y
culturales) y puede adquirir unos nuevos sentidos en su
recepción y reelaboración diacrónica. La
grandeza de Berceo es que todavía hoy no sólo puede
ser (bien) interpretado por un fino poeta como Luis García
Montero, sino también recreado con palabras afines,
preñadas de múltiples significados: «La literatura es una consecuencia más
del pecado y la distancia, un modo de buscar la salvación,
un ejercicio de desterrados»
(García Montero,
El sexto día, 40).
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