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- XI -

El Campo, N.º 3, 1 de enero de 1878

Pasaron meses desde la noche en que por vez primera habían aparecido en la tertulia de la Condesa D. Braulio, su mujer y su cuñada.

Todas las prudentes reflexiones de D. Braulio a su mujer habían sido inútiles. Beatriz gustaba de brillar en sociedad, y ante esta consideración daba poca importancia a los consejos de su marido. Parecíanle tal vez exageradas cavilaciones de un hombre ya anciano. No desconocía ella que en el fondo D. Braulio tenía alguna razón al sostener que la tertulia de los de San Teódulo no era el verdadero gran mundo, no era el legítimo buen tono; pero ¿podía su marido llevarla a ese gran mundo? Sin duda que no. ¿Había, pues, de desistir ella de ir a parte alguna; había de seguir encerrada entre cuatro paredes en la flor de su juventud, y condenar a Inesita al mismo suplicio, porque no hallaba una sociedad perfecta, por todos estilos, donde poder presentarse?

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En varias discusiones que tuvo Beatriz con su marido, acerca de este negocio, siempre le hizo callar y salió victoriosa.

Sus argumentos eran, en verdad, difíciles de rebatir. Para todo tenía respuesta.

-La Condesa de San Teódulo tiene mala reputación, decía D. Braulio.

-Será una calumnia, contestaba Beatriz.

-¿Y si lo que se dice contra ella es fundado?

-Entonces... ¿qué se le ha de hacer? A bien que no es enfermedad contagiosa.

-Quiero conceder que no se dé el contagio cuando no hay predisposición para ello; pero al menos tú me concederás que la mala fama trasciende; que la maledicencia no sólo se ceba en quien lo merece, sino en las personas que rodean a quien lo merece, aun cuando no sean cómplices suyos.

El Campo, N.º 3, 1 de enero de 1878

-Eso quizás será verdad; pero a fuerza de querer probar mucho, no prueba nada. Si toda mujer virtuosa, con sólo tratarse con otra que no lo es, se expone a que confundan e igualen su conducta con la de su amiga, lo mejor es no tratarse con nadie, vivir como en el sepulcro. ¿Qué quieres? ¿Voy a pedir un certificado de virtud a las mujeres con quien hable? Dices tú que la de San Teódulo no es del gran mundo verdadero. ¿Habrá más virtud en las mujeres del verdadero gran mundo? ¿No se habla de ellas como se habla de mi amiga? Pues si   -130-   descendemos, si pretendes que me trate con la mujer del escribiente, del portero o del empleadillo, ¿de dónde infieres tú que he de hallar en ellas toda la severidad de Lucrecia? ¿Está acaso vinculada la virtud en la gente humilde? ¿Es la honestidad privilegio exclusivo de las hembras menesterosas? Desengáñate, Braulio; lo que tú quieres es que vivamos aquí tan aislados como en Sevilla, hechos unos hurones, sin tratarnos con un alma. Yo por mí me resignaría... por darte gusto, aunque bien conoces que es muy duro... Soy joven aún... Tú, ocupado en tu secretaría y en tus estudios, apenas me acompañas. ¿He de vivir en eterno soliloquio? Y luego, la pobre Inesita... que no tiene, como yo, un marido a quien complacer y a quien amar, ¿por qué ha de ser víctima de ese antojo tuyo?

Tales razonamientos ejercían un poder invencible en el alma de D. Braulio. Nada hallaba que contestar a ellos, y se callaba.

Beatriz, al verlo callado y casi rendido, le dirigía una mirada amorosa, le sonreía dulcemente, le hacía un cariño, y D. Braulio acababa de someterse. No sólo no era capaz entonces de prohibirle que fuese a la tertulia de la de San Teódulo, sino que no hubiera acertado a oponerse a cualquiera locura que ocurriese a su mujer.

Allá, en lo interior de su alma, D. Braulio le   -131-   daba razón en todo, no ya meramente por el afecto que le profesaba, sino por la hechura de su entendimiento y por la condición y carácter de sus ideas.

-¿Qué derecho tengo yo, decía entre sí, para que esta hermosa mujer, tan discreta, tan graciosa, tan a propósito para ser el encanto y la admiración de quien la trate, se sepulte en vida en castigo de haberme amado y de haberme tomado por marido? ¿Qué derecho tengo yo para imponer además la misma pena a su linda hermana, más joven aún y no menos a propósito para lucir en el mundo? Hasta es ridículo mi antojo de que sea virtuosa la sociedad que frecuenten. ¿Dónde voy a hallar eso? La sociedad no es virtuosa ni viciosa. Lo son las personas que la componen. Y el vicio es más común que la virtud.

Otras veces pensaba D. Braulio:

-Si yo prohibiese a mi mujer que fuese a acompañar a la Rosita, todos los que lo supiesen o presumiesen se burlarían de mí..., y con razón. Daría yo muestras de una desconfianza que no me honraría ni honraría a la compañera de mi vida. Haría creer que la sospechaba de liviana o de fácil. Ejercería contra mi mujer un acto tiránico, que tendría, además, algo de infamatorio. Ella tendría entonces razón para dejar de amarme..., para, odiarme..., quizás para despreciarme.

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La sola suposición de que su mujer viniese a no amarle, a odiarle o a despreciarle..., agitaba los nervios del infeliz. Se sentía convulso, como si el cielo fuese a caérsele encima..., y sólo se serenaba..., sólo pasaba aquella tempestad de su alma..., cuando acudían las lágrimas a sus ojos y desahogaba con ellas el sentimiento del corazón.

Beatriz e Inesita quedaron, pues, en libertad completa de ir con Rosita a todas partes, y no dejaron de aprovecharla. D. Braulio se hacía cómplice de esto, acompañándolas no pocas veces. Entonces solía sentir las más opuestas emociones. Unas eran agradables; otras muy desagradables, pero todas hábilmente disimuladas por él.

Las emociones desagradables de D. Braulio nacían de la desconfianza de sí mismo que le atormentaba. Se reconocía fatigado, melancólico, viejo, poco ameno, mal vestido, nada elegante, y a cada paso veía hombres cuyas prendas de entendimiento, cuyo valer moral, cuya alma, en suma, le parecían muy inferiores a lo que en su ser propio notaba y estimaba, pero que eran al mismo tiempo tan superiores a él en todo lo que más fácilmente se nota y se estima, como, por ejemplo, distinción y soltura en los modales, juventud, hermosura física, salud y brío, amenidad y alegría en el trato, ligereza y gracia en la conversación, que miraba   -133-   como prodigio inexplicable que su mujer no gustase, más que de él, de cualquiera de dichos hombres.

Corroboraba en su mente tan triste persuasión el pensamiento de ciertas habilidades que él veía en otros hombres, y de las cuales se juzgaba incapaz. El vals era su desesperación. Se admiraba de un hombre que valsase bien; le parecía precioso, encantador valsando, y decía para sí: «¿Qué pensará mi mujer de mí que no valso?». Más aún se admiraba de los jóvenes que cazan, que tiran a la pistola y al florete, que patinan, que montan bien a caballo, y que son ágiles y fuertes para todo esto. Hasta los que lidian becerros o van airosos en velocípedo, le causaban envidia. Allá en su conciencia, con todo secreto, se declaraba a sí propio nuestro D. Braulio que, de ser mujer, estaría él muy a punto de enamorarse de un guapo mozo que tuviese dichas habilidades. Así es que se daba el infeliz al diablo, y de fijo hubiera hecho pacto con él entregándole su alma, si de la noche a la mañana le hubiese transformado de torpe en ágil y de enclenque en robusto, concediéndole la virtud de patinar, valsar, cabalgar, esgrimir, torear, cazar y velocipedear.

Apenas quería creer D. Braulio en el espiritualismo de las mujeres cuando suelen preferir a las susodichas habilidades otras virtudes varoniles; pero aun siendo así, ¿qué pruebas   -134-   había dado él de estas otras virtudes? ¿Qué batalla campal había ganado? ¿Qué poema había escrito? ¿Qué discurso había pronunciado en las Cortes? ¿Qué sumas había ganado en la Bolsa, en el juego o en los negocios? ¿Qué cuadro había pintado? ¿Qué estatua había esculpido? ¿Qué flamante sistema de filosofía había creado en su mente? ¿Qué nueva máquina o artificio había dado a la industria humana?

Don Braulio se abismaba en tales meditaciones, y salía de ellas tan mezquino y ruin a sus propios ojos, que se infundía lástima. Se sentía amilanado y postrado.

Miraba a su mujer, que en realidad era hermosa, elegante, discreta. Se le aparecía digna de un trono; digna de ir en magníficos carruajes; de pisar alcatifas de Persia; de vestir blondas y sedas riquísimas; de recibir adoraciones de sabios y de valerosos y de ricos; de premiar el mérito, la destreza, la poesía, la ciencia y la audacia con una dulce mirada de amor. Y como D. Braulio no había hecho nada para obtener el premio, casi se persuadía de que le estaba usurpando, de que era un detentador miserable.

Doña Beatriz, en tanto, tenía encantados a todos los hombres de la tertulia de su amiga. Su alegría era comunicativa, su charla deleitosa. Decía mil chistes, sutilezas y discreciones, que se aplaudían y gustaban más aún por el   -135-   acento sevillano con que los decía, por la expresión de su rostro, por la viveza de sus ojos, y por los frescos y colorados labios, y blancos, iguales y apretados dientes, por entre los cuales brotaba suave, argentina y simpática su fácil y espontánea palabra. Sabía ella además infundir amor y respeto. Los mismos que codiciaban su hermosura la cercaban reverentes. Hasta el poeta Arturo dejó de acercarse demasiado y se contentó con doblar los lentes para verla mejor.

De contemplar esto nacían las emociones agradables de D. Braulio. Aquella mujer tan admirada y codiciada era suya. La que, tal vez, o de seguro y sin tal vez, inspiraba amor a muchos hombres de valía, la que con una mirada, con un ligero favor, los hubiera podido llenar de orgullo y de dicha, le amaba a él sólo, y para él solo guardaba toda la ternura de su corazón, y todo aquel tesoro de belleza, tan deseado y encomiado.

Don Braulio, no obstante, era una de aquellas criaturas en quienes toda emoción grata dura poco, a quien acude súbito la idea triste que envenena dicha emoción.

-Mas ¿por qué, se decía, soy yo el que ella ama, el único dichoso, el dueño del tesoro, el que tiene la llave de su corazón? Por una casualidad, primero: por haberla hallado en un lugar donde nadie había que compitiese conmigo.   -136-   Y después, por un contrato, consagrado por la religión: por un deber moral, legal y religioso, que la impulsa a amarme de un modo exclusivo. Si este, aquel o el otro fuese su marido, en vez de serlo yo, ¿no le querría como a mí me quiere? ¿Quién sabe? Quizá le querría más.

Entonces recordaba D. Braulio y analizaba en su mente toda caricia, toda palabra de amor, toda señal de simpatía, y pugnaba por descubrir en ello lo que sólo procedía de amor, apartando lo que del deber, unido a la bondad y hasta a la compasión, acaso procedía. Casi siempre sacaba de este análisis, que todo se evaporaba, en bondad, en cumplimiento de una obligación, en deseo de no afligir, en agradecimiento, y que nada quedaba para el amor en el fondo de la retorta, donde su impía crítica había puesto a alambicar las muestras todas de cariño que doña Beatriz le había dado desde que se casaron.

Fingíase, por último, a doña Beatriz casada con un hombre joven, hermoso y brillante, con un hombre a quien ella pudiese amar y amase con toda la energía del alma juvenil; y entonces imaginaba D. Braulio coloquios, éxtasis, arrobos, ternuras inefables, deleites infinitos, glorias divinas de amor, ocultas aún en el fondo del alma de doña Beatriz; todo un cielo de bienaventuranza allí sumido, y que él no había   -137-   jamás hecho surgir y aparecer con sus débiles conjuros. Considerábase como dueño de un arca misteriosa, fabricada por los genios, arca de cuyo exterior y somera beldad gozaba él solo a todo su sabor y talante, mientras que ocultaba en su seno la joya más rica, la felicidad más cabal en este mundo, un trasunto del Olimpo, del Edén y de cuantos Paraísos y Campos Elíseos soñaron los poetas y los videntes antiguos, la visión beatífica, la unión esencial del alma con el objeto condigno de su anhelo insaciable; pero arca que no mostraba todo esto a quien no tocase el resorte que había de hacerlo aparecer, y que él no tenía ni fuerza, ni maña, ni merecimiento para tocar. Don Braulio se desesperaba, perdiéndose en tan crueles meditaciones, de las que no quería confiar nada a su mujer, ni tal vez hubiera acertado a confiarle algo, aunque hubiera querido.



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- XII -

Mientras que andaba D. Braulio agitado, allá en el fondo de su alma, de tan varios afectos, de los cuales salía siempre por consecuencia la precisión en que se creía de dar a su mujer y a su cuñada libertad completa para ir a casa de la Condesa y acompañarla a teatros y paseos, Beatriz, aprovechándose de dicha libertad, vino a ser casi tertuliana diaria de la de San Teódulo, ora la siguiese sólo Inesita, ora la siguiese también su marido.

Cuando iba éste, la natural simpatía le impulsaba siempre a hablar con el Conde de Alhedin, más que con otro alguno. El Conde hablaba con formalidad, con sumo acierto y con sano juicio de las cuestiones más graves, y hasta cuando estaba de broma todos sus chistes parecían a D. Braulio, no groseros y vulgares, sino delicados e ingeniosos, por donde era el primero que los reía.

El Conde, hecho así muy amigo de D. Braulio,   -139-   hubo de acompañar algunas noches a las dos hermanas hasta la casa de ellas; y, como doña Beatriz se la ofreció, él pudo visitarlas y las visitó del modo más correcto.

Nada de esto hacía recelar a D. Braulio. Él no tenía celos de persona alguna determinada, y, en todo caso, por la especie de admiración que profesaba al Conde, tenía más confianza en él que en otro cualquiera. Imaginaba que el Conde le comprendía, le respetaba y no abusaría de su amistad aunque pudiese. De esta suerte, por lo4 mismo que reconocía en el Conde más capacidad de seducir que en todos los otros, temía menos la seducción por parte del Conde.

No eran de igual parecer los de la tertulia de Rosita. Sin odio, sin deseo de dañar, por pura ligereza y alegre malicia, suponían cuanto hay que suponer, fundándose en los siguientes datos.

El Conde, que debía haber ido a Biarritz, había desistido de su expedición y se había pasado en Madrid todo el verano.

Con mucha frecuencia hablaba con Beatriz en largos apartes.

Se sabía que la visitaba en su casa.

El Conde estaba sin amores conocidos; la crónica escandalosa no designaba, ni en la sociedad elegante, ni entre la gente de la clase media, ni entre las bailarinas y actrices, ninguna que le tuviese cautivo en sus redes.

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En sujeto de tanto valer, tan gallardo y afortunado siempre con las mujeres, era inexplicable esta soledad amorosa, si no se suponía alguna pasión oculta.

El Campo, N.º 3, 1 de enero de 1878

La pasión, por consiguiente, se supuso. Y una vez supuesta, se supuso también que no podía menos de ser correspondida.

La falta de pruebas que había, el enojo del Conde cuando empezaron a embromarle con doña Beatriz, sus negaciones rotundas, y el respeto y consideración ceremoniosa con que trataba en público a aquella mujer, todo ello sirvió sólo para que se pasmasen los amigos del maravilloso disimulo, de la hidalga prudencia y del noble sigilo de aquel dichoso mortal.

Rosita, a quien el Conde se lo confiaba todo, quiso no pocas veces averiguar, en secreto y para ella sola, la verdad del caso.

El Conde negó a Rosita que hubiese caso alguno que redundase en daño de D. Braulio, y mostró enojo de que ella creyese que le había, y le suplicó, y hasta le exigió, que disipase tan absurdos rumores.

Por desgracia, no valió esto sino para que Rosita dejase de hablar al Conde de sus relaciones con doña Beatriz, y hasta para que afirmase con frecuencia en alta voz que no había tales relaciones; pero, en voz baja y al oído, Rosita solía hacer estupendos elogios de la caballerosidad de su amigo, que ni siquiera a ella le confiaba su triunfo. Este callar era heroico; este disimular demostraba a gritos la vehemencia y sublimidad de un generoso afecto.

-Llega a tal extremo el Conde, decía Rosita, que será capaz de tener un desafío con quien divulgue por ahí que Beatriz le ama.

-E pur si muove: añadía el poeta Arturo, si por acaso se hallaba allí.

El rumor, la suposición, la calumnia, si era calumnia; la hablilla, en fin, si así queremos llamarla, se movió en efecto con rapidez portentosa.

Apenas quedó en la coronada villa hombre ni mujer, iniciados en la historia anecdótica de los salones, en aquella historia que Asmodeo y sus imitadores no pueden ni deben revelar por impreso, si bien tiene mil cronistas orales y clandestinos, que no diese ya por cierto, firme y apretado el lazo que unía el corazón de Beatriz y el de Ricardo, que así llamaban al Conde de Alhedin sus íntimos o los que por tales querían pasar para darse tono.

D. Braulio era quizás el único que ignoraba todo aquello, y la gente se pasmaba de su ignorancia.

Los sujetos más benévolos decían:

-No es extraño. El buen señor está en Babia siempre. ¡Es tan distraído! Vaya: más vale así.

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Otros exclamaban:

-Bien se conoce que el hombre es un verdadero filósofo.

Otros:

-¿Quién sabe? Estos varones severos no incurren casi nunca en la torpeza de averiguar lo que no les conviene. La distracción, el andar siempre por los espacios imaginarios suele traer muchos provechos.

Otros, por último:

-Ya verán ustedes cómo el pobrecito don Braulio adelanta en su carrera y llega a ser personaje. Su mujer hará que suba.

El respeto y hasta el temor que inspiraba el Conde de Alhedin, poco sufrido con nadie, pronto para el enojo y diestro y feliz en lances y pendencias, no consentían que los hombres se insinuasen con doña Beatriz, hablándole de sus amores con el Conde.

Beatriz no trataba con mujeres de la sociedad, que no hubieran respetado al Conde y que se hubieran insinuado con ella.

Y Rosita quería tanto al Conde, que por nada del mundo le hubiera causado el pesar de darse por entendida con Beatriz de que sospechaba o sabía lo que, a su ver, pasaba.

Doña Beatriz, por consiguiente, podía imaginar o imaginaba sin duda que nadie sospechaba de ella.

Los rendimientos y las deferencias de que   -143-   era objeto los podía atribuir a su mérito propio; y el que los galanes no se le acercasen en son de guerra y de conquista, a que su buena reputación los tenía a raya.

Durante, pues, todo el verano y hasta el principio del mes de Octubre, momento en que ocurrieron casos importantes que pronto hemos de referir, pudo muy bien doña Beatriz, nada experimentada ni escarmentada aún de la maledicencia de los madrileños, vivir tranquila y persuadida de que nadie la acusaba de ser la enamorada del Conde y de que D. Braulio no estaba en ridículo de resultas de haber sido tan bueno y tan complaciente con ella.

Al llegar a este punto, siento yo cierto prurito de declamar y de moralizar, a fin de que mi historia merezca contarse entre las ejemplares. No atino, sin embargo; no me decido siquiera a señalar el blanco contra el cual he de dirigirme.

¿Declamaré contra la sociedad murmuradora? No me atrevo, sin considerarme como injusto. ¿Quién sabe aún lo que en realidad pasaba? Pero las apariencias estaban en contra de doña Beatriz.

¿Declamaré contra ésta? ¿Y si era inocente? ¿Y si las apariencias eran engañosas? ¿Y si ella, ignorante aún de la vida, no notaba que, sin querer, quizás sin merecerlo, daba pábulo a la maledicencia?

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Sería, por último, harto cruel que yo me estrellase contra el bueno de D. Braulio, que era tan honrado, tan noble, tan excelente, y cuya única falta, si falta había, se originaba del amor entrañable y de la indulgencia bien meditada con que miraba a su mujer.

Lo mejor, por lo tanto, es que nos abstengamos de declamar y de moralizar, aguardando a ver qué sale en claro de todo esto.

Por lo pronto, lo que podemos asegurar es que la reputación de doña Beatriz estaba perdida: gravísimo mal, aunque no del todo irremediable, dado que fuese una calumnia lo que se recelaba o afirmaba, dado que la suposición no tuviese fundamento alguno.

Verdad es que para poner remedio a aquel mal era ya menester que los pacientes lo supiesen primero; condición terrible para el enamorado D. Braulio, quien, atormentado por sus vagas y melancólicas imaginaciones, no advertía nada de lo que en realidad estaba pasando en torno suyo, y cuyo corazón, que tanto se angustiaba sólo con presentir la pérdida del cariño de Beatriz, parecía que no había de tener resistencia bastante para sufrir el rudo golpe de la certidumbre y la realización de su presentimiento.



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- XIII -

El Campo, N.º 4, 16 de enero de 1878

Confieso con la ingenuidad que me es característica, que he tenido tentaciones de pintar al Conde de Alhedin como a un seductor perverso, endemoniado y profundo en sus ardides y planes de guerra. De esta suerte, me decía yo, cuando iban ocurriendo estas cosas y yo mismo no estaba aún en el secreto, si doña Beatriz ha sido en efecto seducida, su caída tendrá cierta disculpa, y, si no lo ha sido, su triunfo será más glorioso y memorable.

No hay nada, sin embargo, que me repugne más que la mentira. Ni siquiera gusto de apelar a ella para escribir un cuento. Y como el Conde de Alhedin existe en realidad y yo le conozco y trato, se me hace cargo de conciencia presentarle diverso de lo que es, aunque sea envolviéndole en el velo del pseudónimo.

El Conde de Alhedin, dicho sea en honor de   -146-   la verdad, no pasa de ser un buen muchacho, si hemos de juzgarle con el relajado criterio que en el mundo se usa.

El Conde de Alhedin dista tanto de ser un D. Juan Tenorio, como dista el cielo de la tierra. Jamás ha empleado engaño ni violencia contra soltera ni casada.

Doy además por seguro que, si hacía examen de conciencia, por muy severo y escrupuloso que fuese antes de la época de nuestra historia, no llegaría jamás a persuadirse de que él hubiese seducido a mujer alguna.

Hallando fácil y abundante cosecha de laureles entre las seductoras y ya seducidas, no tuvo el Conde la mala idea de extraviar a ninguna cándida e inocente doncella, o de turbar la santa paz de algún matrimonio modelo por lo bien avenido, ejemplar y amoroso.

Si en algunos casos reconocía el Conde que la seducción había sido mutua, en los más, con notable consolación de su ánimo, y con no corto menoscabo de su vanidad, el Conde no veía en su propia persona sino a la que padece; esto es, a la verdaderamente seducida.

Ni una sola de sus conquistas había tenido hasta entonces asomos de carácter trágico. No se acusaba el Conde de haber arrancado de frente alguna el luminoso nimbo de la santidad y de la pureza. No había mujer que hubiese descendido por él de un pedestal sagrado   -147-   donde hubiera estado antes sin que jamás la tocase el lodo de la tierra; sin que se empañase en lo más mínimo la nítida blancura de la fimbria de su veste. O bien había sido el Conde uno de tantos, y no el primero en una serie más o menos larga y variada, o bien, si por dicha había sido el primero, el mismo diablo había allanado antes los caminos tan suave y aviesamente, que harto se podía dar ya por perdido lo que había que perder, y al Condesito sólo le remordía la conciencia como al joven filósofo de la fábula, por haber cedido con fragilidad al capcioso argumento que estos versos expresan:


   Tómelo por su vida, y considere
Que otro lo comerá si no lo quiere.

Cuando me paro a meditar acerca de la virtud en grado heroico se me ocurre un pensamiento que me apesadumbra bastante.

Verdad que hay aún, y seguirá habiendo de seguro, guerras civiles e internacionales, revoluciones violentas, pestes, enfermedades y otra multitud de plagas con que Dios quiere y puede probar y ejercitar nuestra paciencia. Verdad que todos estamos condenados a morir, y no es chico mal la muerte, sobre todo cuando se la contempla desde la cumbre de la vida, en el pleno goce de la mocedad y del brío sano de nuestra primavera; pero en circunstancias normales, en la vida burguesa, ordenada   -148-   y política que hoy se vive, es difícil, cuando no imposible, que aparezca o se dé en cualquier sujeto un caso de heroísmo, de sufrimiento extraordinario, de entereza sublime o de otra virtud magna y pasmosa, sin que aparezca o se dé, como motivo u ocasión en otro sujeto o en varios, un caso de vicio, o de maldad o de fiereza, no menos fuera de todo término razonable. Para que haya un Régulo, es menester que haya cartagineses; para que haya un sabio que beba tranquilo la cicuta, es menester que haya jueces inicuos que por odio a sus discreciones y sabidurías le condenen a beberla; y para que haya mártires que se dejen desollar o que se dejen asar a fuego lento en unas parrillas, es menester que haya tiranos tan empedernidos y atroces que los manden desollar o asar, porque no se prestan a adorar los ídolos, o por otra tontería por el estilo.

Ahora bien, no sé si por fortuna o por desgracia, pero es lo cierto, que malvados y pícaros en grado tan superlativo y extremoso van siendo más raros cada día, y por consiguiente la áspera senda de la virtud se va allanando y macadamizando, sin que aquellos que tienen virtud en dicho grado logren casi nunca ocasión propicia para lucirla, viéndose obligados a conservarla en estado latente allá en el fondo de sus corazones.

No quiero, pues, alterar la verdad de mi historia   -149-   e ir contra esta ley del progreso humano, convirtiendo en un monstruo al Conde de Alhedin. Atengámonos a la verdad.

El Condesito, según he declarado ya, era un excelente chico, ligero, amigo de divertirse, muy tentado de la risa, pero mejor que el pan.

Su madre, la Condesa viuda, le idolatraba y le había mimado siempre; pero los mimos, lejos de pervertir las buenas naturalezas, las hacen mejores y más dulces; convierten la hiel en almíbar.

Para el Condesito era fácil ser bueno. Nada envidiaba. Todo le sonreía. Ya hemos dicho que poseía quince mil duros de renta, que era de buena familia y que gozaba de perfecta salud. No había ejercicio corporal en que no brillase: gran jinete, certero tirador de pistola, ágil y diestro en la esgrima, y valsador airoso y gallardo. Sus chistes eran reídos, sus discreteos celebrados. Todos le creían capaz de los negocios más serios, si llegaba algún día a emplear en ellos su tiempo y sus facultades.

El Campo, N.º 4, 16 de enero de 1878

Vivía el Conde con su madre, pero en un enorme caserón, donde gozaba de completa independencia. Así es que recibía amigos y visitas de varias clases sin que su madre, ni por acaso, tuviese que tropezar con ellas ni darse por entendida de nada.

La Condesa, sin embargo, no ignoraba la vida frívola y harto disipada de su hijo. La   -150-   Condesa ansiaba que la abandonase, que se casase ya, y que, hecho todo un padre de familia, se mezclase en la política de su país y fuese un hombre de Estado.

La Condesa era una gran señora en toda la extensión de la palabra y muy al gusto antiguo. Estaba más cerca de los cincuenta que de los cuarenta años, si bien conservando no pocos restos de su en otro tiempo admirada hermosura. Se vestía con severa elegancia y notable sencillez. Era religiosa sin afectación ni fanatismo. Y no estaba muy en contra de esto que llaman el espíritu del siglo, aunque lamentaba que la aristocracia española careciese de espíritu de clase, y fuese, por lo tanto, incapaz de ser contada como un elemento político, por más que, considerados aisladamente, no valgan menos bastantes individuos de los que a ella pertenecen que muchos de aquellos que se encaraman a las más altas posiciones y mandan y gobiernan, partiendo desde los más humildes puntos de la esfera social.

Ni por esto andaba desavenida la Condesa con la época en que vivimos, porque percibía claramente que la invasión y encumbramiento de plebeyos astutos venía muy de atrás y no era cosa del día. La aristocracia, creía ella, que dormitaba siglos hacía en dorada servidumbre, y que, contenta o resignada con vanas distinciones áulicas, dejaba el influjo y el mando a   -151-   los Cisneros, los Pérez y los Vázquez, habiendo sido España una democracia frailuna, y ganando ahora con ser algo parecido a una mesocracia seglar.

La Condesa, al menos, sin que nosotros salgamos responsables de sus juicios, se explicaba así, de un modo sintético, la historia de su patria. Resultaba de aquí, que, de puro aristocrática y por odio a la democracia antigua, casi era la Condesa liberal y progresista. Prefería al dominio de un valido prepotente, a quien el monarca sacaba de la nada, el mando de esto que llaman clases conservadoras, en las cuales entraba por algo la suya, aunque mezclada con el instable remedo de la aristocracia de buena ley y con el furioso aluvión de injustificadas e improvisadas notabilidades.

En suma, y sea de ello lo que se quiera, la Condesa deseaba que su hijo no consumiese la mocedad toda en galanteos y diversiones, sino que se hiciese hombre formal y de pro, y añadiese a la nobleza heredada nuevo lustre y blasones con la adquirida por su talento y demás prendas personales.

Ya sabemos que el Conde había pasado el verano sin salir de Madrid. La Condesa no había salido tampoco.

Estamos en el mes de Octubre.

Casi todas las damas elegantes que habían ido a Biarritz, a Spa y a otros puntos, y que   -152-   habían hecho una visita a París, estaban ya de vuelta de la expedición veraniega. Venían, como era natural, cargadas de galas y primores de Worth, de la Ferriére, de Alexandre y de otros artistas: galas que se disponían a lucir durante el invierno.

Entre estas damas expedicionarias y ya reinstaladas cerca de sus lares, se contaba la linda Adela, prima del Condesito. Era la bondad personificada sin frisar en tonta, y era además heredera única con esperanzas de ser más rica que su primo cuando heredase. La Condesa viuda quería casar con ella a su hijo.

Ya varias veces había procurado inducirle a que la pretendiera. Siempre había sido en balde.

Ahora, a los tres o cuatro días de haber llegado Adela, la Condesa llamó una mañana a su hijo a su cuarto, entre once y media y una, antes del almuerzo, y tuvo con él la siguiente importantísima conferencia.



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- XIV -

Después de los cariñosos saludos de costumbre y de un breve preámbulo sobre asuntos insignificantes, sentados madre e hijo en cómodos sillones y enfrente ella de él, la Condesa entró en materia de este modo:

-Bien conoces tú, Ricardo mío, que yo me he pasado contigo de indulgente. Así he perdido toda fuerza moral, y apenas si me siento con autoridad y valor para darte un consejo.

-La bondad de V. para conmigo no puede ni debe disminuir el respeto y la veneración con que yo miro a V., madre mía, respondió Ricardo. No ya para aconsejarme, para mandarme tiene V. autoridad y debe tener valor. Yo obedeceré a V. si está en mi mano obedecerla.

-No pretendo que me obedezcas, sino que me escuches y que te dejes persuadir por mis razones. Es una lástima que pierdas tu tiempo como cualquier mozalbete casquivano, sin dedicarte   -154-   a nada serio. Hasta cierta edad es perdonable ese modo de vivir; pero ya eres mayor y debieras servir a tu patria y mostrar que vales... ¿Por qué no te haces elegir diputado? ¿Por qué no te interrogas sobre tus propias opiniones, te forjas tu credo político, te trazas tu línea de conducta, y entras en la vida pública? ¿Vas a llegar a viejo,


En cínica e infame soltería,

como dijo quizás harto duramente el austero y satírico poeta, sin hacer más que cortejar a mujeres livianas? ¿Por qué no te casas con una mujer honrada, de tu clase, y te formas una familia?

A esta lluvia de preguntas contestó con mucho reposo el Condesito:

-Todas las excitaciones de V., querida madre, son tan buenas, que yo las seguiría sin vacilar, si de mí dependiera seguirlas. Por desgracia, no depende esto de mí. Para ser diputado, importa proponerse algo con serlo, y yo nada me propongo. Usted misma lo declara: importa tener un credo político y trazarse una línea de conducta. Pero en balde me interrogo: yo no sé lo que quiero, ni lo que creo. Casi todos los partidos me parecen bien y me parecen mal. No sé a cuál afiliarme. ¿He de inventar yo un partido nuevo, cuando ya hay tantos? Además, que no es tan fácil inventar ese partido.   -155-   Para su credo, apenas se me ocurre otro artículo de fe que aquella sentencia constitucional del año de 1812: que todos los españoles sean justos y benéficos. Lo demás me es indiferente. Yo amo la libertad como un medio, y el progreso como un fin; pero los amo de una manera vaga y encumbrada y comprensiva, que se presta en la práctica a mil interpretaciones. Así es que por un lado me amoldaría a casi todos los partidos medios, aceptando sus principios, y por otro lado sería rebelde o indisciplinado en todos los partidos, porque sus prohombres no me satisfacen. En resolución, yo noto que me falta vocación para la política. Soy más a propósito para la contemplación que para la acción. Créame V., yo lo haría detestablemente; me desluciría si me metiese a repúblico. ¿Por qué hemos de ser todos actores en tan pesado drama, que dura siempre sin que se llegue jamás al desenlace? ¿No basta que esté uno condenado a ser espectador? Mire V., madre, yo me canso de asistir a ese drama que no termina nunca, que siempre es lo mismo, donde hay enredos sobre enredos, cambios de decoraciones y entrada y salida de personas que casi todas lo hacen mal, y en cuyo argumento no hay principio ni fin, ni término ni pensamiento. Imagine V., pues, si me canso de ser mero espectador, y mero espectador poco atento y distraído, cuánto me cansaría si reclamase   -156-   también un papel y tratase de representarle. Desengáñese V.; la política es un oficio fastidioso, que sólo deben ejercer los que no tienen dinero, ni posición, y necesitan adquirirlos ejerciéndole; pero yo, que tengo mi caudal, puedo y debo ser más útil a mi patria y a mí mismo, cuidando ese caudal, mejorándole y aumentando así la riqueza pública, que no añadiendo un individuo más al número ya desmedido de los que se disputan las carteras, las plenipotencias y las direcciones generales. Soy tan escéptico, que no atino a creer en las creencias de los otros. Se me figura que los más consecuentes suelen ser los menos sinceros; que son consecuentes a fuerza de ser testarudos. Adoptan una opinión, como pudieran haber adoptado otra, sin fe ni caridad, y ya la siguen siempre, para que se diga que hacen bien su papel, y porque al fin es más fácil representar un papel que diga siempre lo mismo, sean las que sean las circunstancias, que no otro papel donde se digan muchas y diversas cosas, según importe quizás en cada momento, no sólo al bien particular o singular, sino al bien público. Con esta reflexión me siento inclinado a perdonar las apostasías; pero, como mi espíritu es una perpetua contradicción, reflexiono en seguida otra cosa y condeno duramente a los apóstatas y volubles. Los sospecho de interesados y de tunantes. Recelo que no cambian de   -157-   buena fe, sino porque quieren estar siempre encima y hacer su agosto. En fin, ¿para qué hablar más? Soy incapaz para la política. Más fácil me sería echarme a filósofo, a naturalista o a poeta. ¿No es mejor, sin embargo, que cuide de mi hacienda en santa paz, y procure ser un buen ciudadano, un miembro útil y activo del cuerpo social, y un caballero agradable y entretenido? Ahora que apenas hay majadero o galopín que no se meta a sabio, o a gobernador del pueblo, o a personaje importante; ahora que todos los hombres se pasan la vida echando discursos en las sociedades científicas, en los clubs, en las asambleas y en otros focos de luz, ¿no es conveniente que haya algunos que se vayan a los salones para que las pobres mujeres no se queden solas, sin nadie que les hable y las entretenga un poco? Ya ve V. si tengo razón en seguir apartado de la política. En cuanto al otro consejo capital de V., nada tengo que objetar. En efecto, debo casarme; pero yo no quiero casarme por casarme. Para contraer esa temerosa unión, que sólo la muerte rompe, quiero hallar una mujer en quien confíe y a quien ame, y cuyo espíritu se abra al mío y me muestre que puede estar en duradera, firme, santa e íntima comunión con él. Deje V. que halle esa mujer, y al punto me verá casado.

-Perdona que te diga, Ricardo, replicó la Condesa, que todo cuanto estás diciendo es un   -158-   cúmulo de sofisterías y de extravagancias. Si doy por cierto, y no lo doy por cierto, que la política es sólo un medio de medrar en la mayoría de cuantos a ella se dedican, culparé más aún a los egoístas que no quieren intervenir en la política porque ya están medrados. Todavía se debe presumir que el que busca materialmente su medro personal, busca también el aplauso, la gloria, y se siente movido por el deseo de hacer el bien de todos, que al cabo no es incompatible con el bien singular suyo; pero del perezoso, del frío de corazón, del descreído, que por no molestarse y porque no necesita medro porque ya le tiene, no interviene en nada, y no sabe más que censurarlo todo, y señala mil males y no pone remedio a uno solo, de éste, digo, no hay alma, por generosa y benévola que sea, que se preste a suponer nada bueno. Este último es peor y más ruin que el más interesado busca-vida de los políticos activos. Buscándosela, trabaja al fin, y sirve de algo, y tal vez hace el bien general o procura hacerlo, a costa de fatigas y peligros, cuando procura asimismo, como es lícito y natural, su propio encumbramiento y provecho. ¿Qué héroe antiguo, qué guerrero, qué gran político, de los que ensalza la historia, ha sido tan absurdamente desinteresado, como sería menester serlo para estar libre de tus invectivas? Esto en cuanto a la política. En cuanto a tu   -159-   casamiento, no debo negarte que tienes razón en desear para mujer propia una que tenga las prendas de que me hablas; pero, ¿por qué no la buscas? ¿Ha de pasar ella casualmente delante de tus ojos? ¿Ha de abrir su espíritu al tuyo y ha de mostrarte que merece entrar en íntima comunión con él, sin que te tomes siquiera el trabajo de llamar a la puerta? ¿Vas a buscar acaso ese tesoro que necesitas entre las aventureras, entre las damas galantes, entre las mal casadas a quienes enamoras?

-Madre, yo no enamoro ni pretendo ahora a ninguna aventurera, a ninguna dama galante, a ninguna mal casada. Si tiene V. noticias tales, está V. mal informada.

-Pues entonces, ¿por qué no te dedicas a tu prima Adela? Se diría que el cielo la destina para ti. ¡Es tan buena, es tan discreta, en medio de su inocencia! Y hablando en confianza... la creo muy propensa a prendarse de ti. Estoy segura de que te adoraría.

-El amor de madre acaso ciegue a V.; pero, aunque ella propendiese a amarme, ¿cómo he de mandar yo a mi corazón que la ame? No la amo, y sin amor no me casaré con mujer alguna.

El Campo, N.º 4, 16 de enero de 1878

-Tú amas, lo sé, a la que no puede ser tu mujer, porque lo es de otro; dijo al fin la Condesa, no pudiendo sufrir más las rebeldías de su hijo.

  -160-  

-Ya he dicho a V. que no amo ahora a ninguna mujer casada.

-Me han dicho que estás en relaciones con la mujer de un empleadillo en Hacienda, con una aventurera que va a casa de la Condesa de San Teódulo.

-Madre, los que tal han dicho mienten. Ni yo estoy en relaciones con esa mujer, ni esa mujer es una aventurera. Caro le costaría a cualquier hombre que se atreviese a calificarla de tal en mi presencia.

-Tú mismo te delatas. Esa vehemencia con que la defiendes me prueba más aún que la amas. Tal vez esa mujer te ha hechizado. La cosa es peor de lo que yo presumía. No es un capricho, es una verdadera pasión.

-Si la estimación y la amistad son pasiones, estoy apasionado de ella, lo confieso. Por lo mismo, madre mía, suplico a V. que desmienta mis relaciones amorosas con esa mujer, y que no contribuya a disfamarla y hacer acaso la infelicidad de su marido, que es un hombre excelente. Si el infeliz llegase a saber lo que tan a pesar mío, y tan sin fundamento, dice de nosotros la maledicencia, se moriría de dolor. ¡No lo permita nunca el cielo!

La Condesa no se atrevió a continuar la conversación, al ver lo exaltado que su hijo se ponía, y la vehemencia con que hablaba en pro de doña Beatriz.

  -161-  

Allá en el fondo de su alma la Condesa se afligió mucho, imaginando que su hijo no tenía unas relaciones vulgares, un pasatiempo inmoral, pero sin consecuencias, sino una pasión vivísima. Pensó además que la ocasión era menos favorable que nunca para inducir a su hijo a que se dedicase a la política y a su prima Adela; y, muy contrariada, dio otro giro a la conversación, esperando mejores días.



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- XV -

El Campo, N.º 5, 1 de febrero de 1878

La conversación que tuvo con su madre puso al Conde de Alhedin de muy mal humor contra los deslenguados, chismosos e insolentes que iban propalando por todas partes sus amores con doña Beatriz; pero no por eso procuró en lo sucesivo ser más cauto y mirado a fin de no dar ocasión y fundamentos a aquellas habladurías.

El Campo, N.º 5, 1 de febrero de 1878

El Condesito había adquirido tal costumbre de ir todas las noches a la tertulia de los de San Teódulo, que a cualquiera cosa faltaría antes de dejar de ir. La misma costumbre había adquirido doña Beatriz. De esta suerte se veían de diario y en presencia de muchos hombres maliciosos, amigos de burlas y muy propensos a explicarlo todo por el lado más feo.

Sostenía el Condesito que doña Beatriz era la discreción personificada, que su conversación   -163-   tenía un atractivo irresistible, y que su honra y su castidad estaban por cima de toda sospecha. Así era que él no se tomaba trabajo alguno para disimular, y hablaba con doña Beatriz aparte, y horas enteras, en casa de Rosita.

El Conde, y la misma doña Beatriz, en quien al cabo era esto más disculpable por su falta de mundo, se habían empeñado sin duda en que las gentes los tuviesen por superiores a toda crítica; en que juzgasen sus coloquios santos, puros y sublimes, como los que tuvo allá en la antigüedad Numa con la ninfa Egeria, o como aquellos que en la cumbre del Purgatorio, y después entre los esplendores del Paraíso, tuvo Dante con la tocaya de nuestra heroína.

Las gentes, sin embargo, no estaban de este parecer. Apenas si, por lo común, son capaces de alcanzar tales sublimidades y de prestar crédito a lo que llaman sutilezas o tiquis-miquis amorosos. Creen siempre en algo de menos etéreo, sobresustancial y trascendente. La amistad de los espíritus, el platonismo, la adoración desinteresada a una mujer, aunque se mire como grosero el símil, les parece a manera de salsa picante; pero entienden que no es plato de gusto aquel donde no hay más que la salsa. El misticismo es un condimento sin el cual el amor sería desabrido para los paladares delicados;   -164-   mas nunca pasa para las gentes vulgares de ser un condimento; es como la sal, la mostaza, la pimienta y otras exóticas especierías.

Lastimoso, abominable es que las gentes piensen así; pero ello es que así piensan. Lo que es en la tertulia de Rosita, todos eran bastante cultos y hasta refinados para no desdeñar la parte mística del amor, y ninguno era bastante metafísico para conceder a esta parte mística un carácter sustantivo, como dicen ahora los filósofos. Del misticismo, por mucho que le pusiese en prensa allá en la mente, no sacaba ningún tertuliano el amor, sino un adjetivo, un epíteto, un atributo del amor. Amor con misticismo era para el más espiritualista de los tertulianos como miel sobre hojuelas; pero con una diferencia, a saber: que si en las hojuelas con miel quitamos las hojuelas, la miel subsiste, mientras que en el amor con misticismo, si se quita el amor... la del humo.

Con este modo de mirar las cosas no es extraño que todos tuviesen por pretensión exorbitante y por capricho absurdo el afán del Condesito en querer pasar por un amigo devoto o por un adorador petrarquista de doña Beatriz.

Alguna disculpa había, fuerza es confesarlo, para tan bellaca incredulidad. Los antecedentes del Conde y su carácter y posición militaban en contra de lo que deseaba; no se avenían   -165-   con el papel que anhelaba representar.

El Conde de Alhedin tenía fama de conquistador punto menos que irresistible. Y por otra parte, nadie dejaba de notar que los adoradores perpetuos, los amantes de eterno suspiro han sido siempre de abajo arriba, y no al revés. Jamás el rey se enamoró platónicamente de la pastora, ni el rico de la pobre, ni el duque de la costurera. Lo general es que en este linaje de amores vea siempre el amante a su amada como en andas, como sobre un altar, o allá en el cielo, muerta ya, como Dante la veía. De esta suerte han suspirado los trovadores de humilde cuna y de bolsa vacía por la gran señora feudal que los recibió benigna en su castillo; los cortesanos por alguna linda reina de las que ha habido virtuosas y ariscas, aunque aficionadas a que suspiren por ellas; y muchos Gerineldos de mayor o menor jerarquía, por la hermosa dama a quien sirvieron. Todos estos casos de amor platónico son verosímiles. Lo es también el de algún colegial o novicio que viene de provincia a la capital, y cae bajo el poder de cualquiera lionne experimentada, curtida, deseosa de adoración, y que se aparece como divinidad a los ojos del inexperto y tímido mancebo.

Lo que no era verosímil, lo que no cabía en la cabeza de nadie era que el dichoso, que el hastiado, que el rico y noble Conde de Alhedin,   -166-   delicia de la corte, suspirase, no por emperatriz, reina o gran duquesa siquiera, sino por una muchacha oscura, pedestre, venida de un lugar y casada con un casi escribiente feo y viejo.

El Conde, sin embargo, se empeñaba en que esto se había de creer, o más bien algo más extraordinario aún. Ni el suspiro en balde quería él que se creyese. El Conde no suspiraba, porque no se suspira por lo inasequible; no anhelaba, porque no se anhela lo que no se puede alcanzar; y no deseaba, porque el deseo presupone esperanza, por remota y leve que sea. El suspiro, además, el anhelo y el deseo, aunque nunca se logren, implican algo de ofensivo para la mujer deseada: son la infracción de un mandamiento cuando esa mujer es de otro. Y con doña Beatriz (tal era el respeto y consideración que quería se le tuviese) el Conde se enojaba de que alguien pudiera imaginar que él se atrevía a desearla.

El Conde quería, pues, aparecer como amigo finísimo, como admirador constante, y como el que se deleita en hablar, en ver, en comunicar pensamientos, sin el menor interés ni propósito que no sea limpio como el cristal y el oro. Para esto no había necesidad de disimular que hablaba largos ratos al oído con doña Beatriz. No era el secreto a fin de ocultar lo pecaminoso, sino a fin de no contaminar lo santo. No   -167-   era el misterio en que se envuelve el delincuente con respecto a las personas honradas, sino el misterio del iniciado con relación al profano vulgo.

Por desgracia, el profano vulgo no se conformaba con creer en la santidad del misterio, y se le explicaba de un modo harto poco edificante.

Casi todas las noches doña Beatriz y el Condesito tenían un dúo larguísimo, inaudito para todos, salvo para ellos.

Delante de D. Braulio tenía lugar el dúo misterioso lo mismo que cuando D. Braulio estaba ausente. Ni ellos se recataban, ni D. Braulio se inquietaba. Se diría que los tres vivían convencidos por igual de la inmaculada inocencia de todo aquello, si bien se diría asimismo que la convicción se había consumido por completo en ellos tres, no quedando nada para el resto del mundo.

Todos los tertulianos murmuraban por lo bajo de la impostura y de la desvergüenza, que por tal la tomaban, del Conde, de doña Beatriz y hasta del excelente D. Braulio, en quien, merced a la fama que iba adquiriendo de pasarse de listo, no había persona que supusiese candidez e ignorancia, sino notorio y ruin disimulo.

Quien más extremaba y propagaba esta mala opinión era Arturo, el poeta. En sus versos era   -168-   casi siempre religioso y moral; ya ascético, ya místico sin mezcla de molinosismo; pero en prosa, como si ya en los versos hubiese gastado toda la poesía de su alma, era de lo más prosaico y realista que puede imaginarse. De esta disonancia entre su palabra rítmica y su palabra desatada del ritmo resultaba una extraña contradicción. El metro y los consonantes parecían el imperativo categórico de su conciencia. Recitaba sus poesías, y los oyentes se inclinaban a considerarle como a un santo padre, doctor iluminado y bendito siervo de Dios. Hablaba sin número y sin rima, y daba miedo oírle; era un desenfrenado galopín, sin creencias y sin respeto a cosa alguna.

La noche que siguió a la mañana en que tuvo lugar la conferencia entre el Conde y su madre, el Conde, por lo mismo que estaba de mal humor, se mezcló poquísimo en la conversación general de la tertulia de Rosita. Habló cuatro palabras con ella; habló un momento con Inesita, que también estaba allí; saludó a los tertulianos, y se fue a hacer su aparte con doña Beatriz, el cual fue más prolongado y en apariencia más íntimo que nunca.

Aquella noche vino D. Braulio y vio el aparte con la serenidad de costumbre.

La tertulia duraba de ordinario hasta cerca de las dos; pero D. Braulio y sus damas solían irse antes de la una. Así lo hicieron aquella noche.

  -169-  

El Conde de Alhedin, aunque no tenía gana de más tertulia, no se atrevió a irse cuando se fue doña Beatriz, ni inmediatamente después. Se quedó, entrando en el corro general de los que estaban allí hasta última hora.

No hablaba el Conde, sin embargo, porque estaba ensimismado e imaginativo.

El poeta, por lo regular, era quien hacía el mayor gasto de palabras, cuando no hablaba el Conde. Aquella noche el poeta estaba en vena. Charlaba mucho, decía mil jocosidades, se las reían, y él era de los que se embriagaban con hablar y con ser aplaudidos, más que bebiendo vinos y licores. Arturo, quizás sin haber llevado una copa a sus labios, estaba borracho.

Viendo, pues, al Conde silencioso, empezó a estimularle para que hablara, lanzando algunas mal encubiertas pullas sobre las pasiones meramente espirituales; sobre lo felices y tranquilos que deben de vivir los maridos cuyas mujeres tales pasiones inspiran, y sobre los coloquios semi-divinos que deben de tener los que así aman.

-Dios, decía el poeta, les desanuda la lengua y les infunde por fuerza un idioma más rico y perfecto que todos los conocidos entre los míseros mortales. Los primores que tienen ellos que decirse no hallan adecuada expresión en esta jerga en que nosotros nos entendemos. ¿Cómo es posible que con el habla misma con   -170-   que pedimos nosotros de comer, de beber y otros menesteres mecánicos, se pida lo que tales amantes pedirán y obtendrán? Hasta la idea de lo que piden y obtienen apenas se percibe por los profanos sino de un modo confuso, allá en lo más recóndito y tenebroso del alma; allá en los abismos insondables del sentir con el sentido del espíritu, abstrayéndose de los otros sentidos.

Siempre que Arturo hacía algunas frases pomposas e irónicamente elevadas por el estilo, las terminaba exclamando:

-¿Qué tal? ¿Me explico? ¿Entiendo o no entiendo la metafísica de amor?

El Conde reprimía su disgusto: no se daba por aludido cuando podía, y si decía alguna palabra, era con gravedad, sin seguir la broma.

-Hay multitud de Amores, continuaba el poeta, hijos todos de las ninfas: Amores terrenales, que son los que nosotros por lo común conocemos; pero hay además un solo y único Amor, hijo de Venus Urania, el cual, según refiere el fabulista Esopo, y después han repetido muchos otros poetas y fabulistas, vive casi siempre en el cielo. Los dioses inmortales no pueden vivir sin él. La presencia de este Amor constituye la bienaventuranza de los dioses. Sin embargo, este Amor es tan bueno y tan piadoso, que, lastimado de la miseria y bajeza de   -171-   los hombres, pide de vez en cuando licencia a Júpiter para descender a la tierra y traernos consolación y cierto reflejo de la luz de la gloria. Con dificultad concede Júpiter esta licencia: a él y a los demás inmortales les es en extremo penosa la ausencia de Amor; pero cuando concede la licencia, que es de siglo en siglo a lo más, y por breve plazo, Amor desciende entre nosotros, y dejando siempre que sus hermanillos menores le remeden, hiriendo a las almas vulgares, emplea sus flechas de oro en atravesar pocas almas encumbradas y divinas. De estas almas, así heridas, brota entonces un raudal de ideas puras, de sentimientos sobrehumanos y de conceptos cercanos de la perfección, que vienen a ser como faros luminosos colocados de trecho en trecho en la historia, en el oscuro y áspero camino que sigue la humanidad errante. ¡Gran noticia, señores, gran noticia! La Correspondencia no la ha publicado aún; pero ténganla ustedes por cierta. Este Amor celeste ha venido recientemente entre nosotros. Por más que se oculte por modestia, hemos llegado a verle. Está lleno de gracia y de verdad. Su gloria nos deslumbra, mas no nos ciega.

Tampoco a esta parodia de la más bella fábula de Esopo ponía el Conde el menor comentario.

El poeta prosiguió más excitado:

  -172-  

-El Amor del cielo va hiriendo, como he dicho, algunas almas di primo cartello; pero al cabo, mientras que vive por acá, en la tierra, no anda siempre errante y sin hogar. Elige el alma más noble, más pura y más bella, y allí hace su morada. Esta alma suele ser la de una mujer, con frecuencia, casada. Imagínense ustedes, ¡qué honra, qué distinción para el marido! En el caso presente, en la venida de Amor, en nuestra descreída y viciosa edad de hierro, la mansión de Amor, su cuartel general, como si dijéramos, es el alma de una mujer casada. ¿Estará hueco y ufano su marido?

El Campo, N.º 5, 1 de febrero de 1878

Ya aquí el Conde no pudo contener y disimular su enojo. Reprimió, no obstante, la lengua, porque en plena tertulia le parecía ridículo y de mal gusto desatarse en injurias contra el procaz Arturo. Sus ojos sólo denotaban su furor. Miraba al poeta como si quisiera devorarle con el fuego de su mirada.

Rosita, por ligereza de carácter, por irreflexión, se había dejado llevar de la charla del poeta y le había reído los chistes. Arturo había estado muy cómico, dando un énfasis chusco a sus expresiones y acompañándolas con el debido manoteo. Pero Rosita volvió en sí, advirtió cuán airado estaba el Conde, y aunque tarde, impuso silencio al poeta.

Cuando los hombres salieron juntos de la   -173-   tertulia y se vieron en la calle, ya el Conde no acertó a refrenar su enojo. Olvidó todo respeto, echó a rodar toda la prudencia, no previó consecuencia alguna, y llegándose a Arturo le dijo, si en voz baja, no tanto que alguno de los otros tertulianos no le pudiese oír:

-Sábelo para tu gobierno. Ni con fábulas de Esopo, ni con citas de Platón, ni de manera alguna, por indirecta que sea, consentiré en adelante que, estando yo presente, y aun cuando no esté yo presente, pongas en solfa mi amistad con doña Beatriz. Si llego a saber que hablas otra vez de ella; que aludes a ella; que te burlas de su marido, lo sentiré mucho, pero te romperé la crisma.

Pronunció el Conde estas frases con tanta seriedad y energía, que Arturo no pudo escurrirse tomándolas a risa. Era necesario contestar por lo serio. Y para contestar por lo serio, siendo hombre que se respetaba, no le quedó más recurso que contestar como contestó:

-También yo lo sentiré muchísimo, dijo; pero como me conozco y sé que he de seguir poniendo en solfa tu amistad con doña Beatriz y he de seguir burlándome de la credulidad o socarronería de D. Braulio cada vez que se me antoje, es excusada esa tregua o espera que me concedes. Rompámonos la crisma en el acto, ya que así lo deseas.

  -174-  

Pocas más palabras mediaron entre ambos. De los mismos tertulianos allí presentes eligieron uno y otro los padrinos, quienes arreglaron un duelo a sable para el día siguiente por la mañana.

Los padrinos, como personas de juicio, hicieron esfuerzos extraordinarios para cortar el lance amistosamente, convirtiendo en súplica cortés la amenaza del Conde y en promesa generosa y no arrancada por conminación la del poeta de no hablar mal del Amor del cielo; pero Conde y poeta estaban tan acalorados, que ni el primero se allanaba a hacer el papel de suplicante, ni el segundo, aunque se lo suplicasen de rodillas, decía que se sentía capaz de callarse y de no ser maldiciente y burlón, siempre y cuando estuviese de humor para ello, que era a menudo. No hubo, por consiguiente, más remedio que reñir.

Ya sobre el terreno, percibió el Conde toda la serie de imprudencias que había cometido para llegar a aquel término, en el cual no podía retroceder, y del cual todo éxito era malo. Malo y deslucido si por acaso Arturo, que en la vida había tomado un sable en la mano, le hería o le descalabraba; malo y cruel si él, que iba todos los días a la sala de armas, acuchillaba a su sabor al pobre poeta; y malo y remalo, ora saliese vencedor, ora vencido, porque de todos modos el lance iba a ser contraproducente.   -175-   El lance era para que no se murmurase de doña Beatriz, y con el lance iba el Conde a lograr que resonase el nombre de ella en las diez mil trompetas de la Fama.

Mas sobre todo esto hubiera importado pensar a tiempo y no entonces. Entonces no quedaba otro arbitrio que darse de sablazos.

Los sablazos se dieron, y como era de prever, los recibió Arturo. Por dicha, ninguna herida fue de cuidado. Un mes de cama bastó al poeta para curarse.

También se cumplió, como no podía menos, la otra previsión. No quedó en Madrid perro ni gato que no hablase del frenético amor del Conde por la mujer de un empleadillo en Hacienda; de su loca pretensión de hacerla respetar como criatura angélica, semi-divina, y fuera del orden y condición que naturalmente se usan; y de su afecto singular hacia el esposo sufrido, de cuyo sufrimiento tenía el Conde el imposible empeño de que nadie se percatase ni se riese.

Como el Conde no había de desafiar y matar a todo Madrid, particularmente a las mujeres, la historia de sus amores con doña Beatriz, imaginada o real, pero bordada y comentada por todos estilos, circuló por tertulias, cafés, casinos y teatros.

La reputación de doña Beatriz quedó así   -176-   más lastimada que el cuerpo de Arturo, de resultas del lance que tuvo con él el caballeroso Conde de Alhedin, inhábil, por la persuasión y por la violencia, para convencer a nadie de su platonismo.



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- XVI -

El Campo, N.º 6, 16 de febrero de 1878

Entre las muchísimas faltas que me ponen los críticos, nada me aflige tanto como que me acusen de pintar siempre mujeres algo levantiscas y desaforadas. ¿Con quién se trata el autor?, dicen. ¿No ha conocido sino mujeres livianas? ¿Por qué no nos presenta en sus historias a las honradas y puras, a las que cumplen siempre con su deber, a las que pueden y deben servir de modelo? Este auto, añaden, odia a las mujeres o tiene malísima opinión de ellas.

El Campo, N.º 6, 16 de febrero de 1878

En contra de tan injusta acusación me toca decir que ni Clara ni Lucía, en El Comendador Mendoza, ni menos aún Irene, en El Doctor Faustino, carecen de todas aquellas prendas y requisitos que pueden y deben hacer de la mujer una criatura angelical. No negaré, en cambio, que doña Blanca había pecado, y que la ferocidad de su penitencia era peor que el pecado   -178-   mismo: que Pepita Jiménez fue demasiado coqueta y más apasionada de lo razonable, y que una vez enamorada no sabía contenerse, y se disparaba como una pistola al pelo; que María, la inmortal amiga, se abandonó a su pasión, como si no hubiese tenido libre albedrío, como si hubiese sido impulsada por una fuerza irresistible; que Constancita era interesada, calculadora y caprichosa, y que Rosita no reconocía más ley divina o humana que la de su antojo; pero en todas estas mujeres (nadie sostendrá lo contrario) se advierten en medio de sus mayores extravíos tal anhelo de infinito amor, tan dulce ternura y tan fervoroso ahínco de hacer el papel de salvadoras y de redentoras, de proporcionar la bienaventuranza o un asomo de bienaventuranza para el hombre querido, aun a costa de la propia condenación, que las perdonamos sin esfuerzo y nos parecen simpáticas.

Por otra parte, lo tengo que repetir aquí, aunque peque de cansado; de una virtud completa no se puede sacar acción que interese y que tenga algo dramático, a no imaginar monstruos horrendos, perseguidores de dicha virtud.

Como también me acusan, y sin duda con más motivo, de pobreza de imaginación, no debe de extrañarse que yo no haya tenido hasta ahora el suficiente brío para inventar esos monstruos.

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Importa, por último, tener en cuenta que, en estas historias profanas que llaman novelas, no conviene que sean los personajes como alegorías de virtudes o de vicios, sino que se tomen de la vida real, donde por lo común se advierte en ellos cierta mezcla de buenas y de malas cualidades, de vicios y de virtudes, de arranques sublimes y de flaquezas lastimosas, que es lo que constituye la verdad de los caracteres y lo que da a los personajes fingidos, si el estilo del autor es poderoso para tanto, más viva y persistente realidad que a los personajes históricos.

En una narración poética, que tal es cualquiera novela, aunque en prosa esté escrita, una mujer inmaculada, una santa, un ángel, no puede mezclarse en la acción sino a costa de los otros personajes; lo mejor es que aparezca, sin llegar con el extremo de su vestidura al lodo de la tierra, y acabe por esfumarse en el éter o por subir al empíreo. Sus pies apenas si deben tocar al suelo.

En suma, sea como sea de todo lo dicho, pues no aspiro a dar reglas estéticas para escribir novelas, es lo cierto que yo, no porque opine mal de las mujeres, sino por falta de imaginación y por el infortunio de no haber hallado con frecuencia a santas (ni a santos tampoco) en este mundo sublunar, me he de permitir introducir en esta historia, verdadera   -180-   y sencilla, un nuevo personaje, mujer también, que dista, más que ninguna otra de mis heroínas, de ser un dechado de perfección; pero que interviene poderosamente en los sucesos que debo referir.

Esta mujer es una Marquesa. Su título no es menester decirle. La llamaremos por su nombre de bautismo, como si tuviésemos con ella la mayor intimidad. La llamaremos Elisa.

Hacía cerca de tres años que se había quedado viuda. No llegaba aún a los treinta de edad. No tenía hijos. Era riquísima y muy elegante. Ni sus más acérrimas enemigas negaban que era discreta, ingeniosa, divertida y alegre. Ni sus más decididos adoradores se atrevían a llamarla hermosa, ni sus detractores se propasaban jamás a calificarla de fea. Todos, por unanimidad, la declaraban distinguida en grado eminente. Pero ¿en qué y por qué se distinguía? No era ni muy alta ni muy baja; ni muy blanca ni muy morena; ni pelinegra ni rubia. En ninguna de sus facciones había nada de extraordinario ni de marcado. Su nariz no era ni larga ni chata; ni muy regular ni muy irregular; su boca no era ni grande ni chica; contra sus dientes no podía lanzar nadie un epigrama, pero tampoco, sin hipérbole, podía compararlos con las perlas. En resolución, desmenuzadas y analizadas todas las visibles y corporales prendas de Elisa, como, por   -181-   ejemplo, manos, talle, pies, brazos, garganta y frente, nada había que llamase la atención ni por bueno ni por malo. La simétrica disposición o el orden de todas estas partes nada tenía tampoco de singular. Lo singular de Elisa estaba en el conjunto, pero de un modo extraño. La expresión de su fisonomía era sin duda lo que la hacía notable: lo que, más que notable, la hacía inolvidable para quien la había visto una vez sola.

Se diría que su aparición tenía para todas las almas una fuerza semejante a la de la prensa que estampa en el bronce o en el oro, con indeleble y firme dibujo, la imagen que lleva en sí el troquel. Y Elisa además hacía de suerte que, cediendo a todas las exigencias de la moda voluble, adoptando todas sus mudanzas en vestido y peinado, conservaba siempre inalterable, inmutable, la traza material de su persona, como la figura que en el troquel de acero está grabada. El tiempo mismo parecía haberse parado para ella desde hacía ocho años. Al menos, se requería contemplar a Elisa muy de cerca a fin de advertir sobre su rostro alguna levísima huella del tiempo que había pasado.

Contábanse tales prodigios acerca del poder seductor de Elisa, que hasta los hombres más fatuos y más preciados de invulnerables temían enamorarse si llegaban a tratarla mucho. Se suponía que había inspirado pasiones frenéticas,   -182-   tercas, profundas y duraderas, y que ella, o había permanecido insensible, o había cedido por un instante a una efímera simpatía, a una alucinación momentánea que antes de dominar su corazón se había desvanecido como sueño. Si había levantado algún ídolo en el altar de su mente, le había derrocado en seguida.

El Marqués, marido de Elisa, había sido un señor insignificante y muy comme il faut. Su matrimonio, hecho por razón de estado y de hacienda, ni había procedido de amor, ni le había creado después. La completa vanidad, el vacío perfecto de todo cariño, de toda estimación y de toda confianza, desde el día de la boda hasta el día de la muerte, se había ocultado primorosamente bajo las formas corteses de la consideración mutua, del frío respeto y de la más delicada galantería.

Por lo demás, Elisa siempre había pasado por recatada y prudente. No se citaba, durante su matrimonio, un solo triunfo que el amor hubiese alcanzado sobre ella. Había sabido infundir, o sin saberlo ni pretenderlo ella, había infundido esperanzas que no llegaban a cumplirse.

Hasta ya viuda, Elisa no había tratado con frecuencia al Conde de Alhedin.

Verle y desear enamorarle, fue en ella todo uno. Ella era un genio para lo que procederíamos   -183-   rudamente en llamar coquetería, porque su coquetería era tan sutil, tan aérea y tan refinada, que necesitaba de un nombre más peregrino y más nuevo. Así es que, según lo que yo he llegado a averiguar, por causa de Elisa hubo de introducirse en el dialecto elegante y aristocrático de Madrid el vocablo inglés flirtation, que ya empieza a divulgarse y hasta a avillanarse. Hace algunos años era un vocablo que no se pronunciaba sino en los salones más elegantes, y apenas sí se aplicaba a otra mujer que no fuese Elisa.

Elisa empezó, pues, a flirtear con el Condesito.

Pronto logró enamorarle un poco; pero no era el Condesito de los que se rinden y se esclavizan con facilidad.

La flirtation no deja rastro, ni huella, ni señal de la herida, y puede no obstante penetrar en lo profundo del alma y herirla de muerte. El más esencial primor de la flirtation consiste, a lo que me han asegurado, en disparar dardos tan invisibles, que la persona que los dispara pueda darse por desentendida; en augurar favores sin que se atine jamás ni con el fundamento ni con el testimonio del agüero, y en evocar esperanzas en virtud de conjuros tan misteriosos que no los perciba quien los pronuncie. La duda de que una mujer ha hecho algo para alentarnos, debe quedar en pie. Sobre   -184-   esta duda debe aparecer otra no menos importante, a saber: dado que la mujer haya hecho algo en el mencionado sentido, ¿lo ha hecho con voluntad reflexiva o arrebatada, hubo premeditación o fue todo inspiración inconsciente?

Justo es advertir que esta teoría acerca de la flirtation me la ha explicado una señora de mucho talento y muy docta en tales estudios. De lo que yo no respondo, es de que el vocablo inglés tenga el mismo significado por donde quiera. Tal vez flirtation y coquetería sean en la Gran Bretaña perfectos sinónimos. Pero aquí no tratamos de filología. Importa poco el valor etimológico y genuino de la palabra. Lo que nos importa resolver, es que la palabra flirtation, en los salones elegantes de España, tiene ya un valor muy distinto; significa un refinamiento, una alambicamiento de coquetería, y no la coquetería llana y sencilla que por lo común se estila.

Desgraciadamente para nuestra Marquesa, el Conde de Alhedin no era hombre contra quien pudiesen valer artes tan sutiles. El Conde quizá gustaba de reposarse tranquilamente en la duda cuando se trataba de otras materias; pero en negocios de amor, gustaba de salir de la duda cuanto antes.

Los coqueteos de Elisa no tuvieron, pues, el éxito que con otros hombres habían tenido.

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El Conde planteó el problema de tal suerte, que fue menester que la incógnita se despejase. Elisa escamoteó, negó todos sus coqueteos, y el Conde se apartó serena y hasta fríamente de su pretensión amorosa. Volvieron los coqueteos; se renovaron las exigencias; ella negó de nuevo, y el Condesito, sin darse por ofendido, desistió por completo de hacer la corte a Elisa. Todo coqueteo ulterior fue trabajo perdido. El Condesito ni siquiera dio a Elisa una satisfacción de amor propio, dejando ver su enojo o exhalando una queja.

El último coqueteo, la última flirtation a que el Conde se había mostrado sensible, había sido en París, durante la primavera. En París sobrevino también la firme decisión del Conde de no mostrarse sensible nuevamente. Y el Conde supo cumplir su firme decisión. Conquistas más fáciles le consolaron y distrajeron de aquel ligerísimo contratiempo.

Mil veces más mortificado quedó en esto el orgullo de Elisa que el del Conde. Poco acostumbrada Elisa a que los galanes desistieran tan pronto de pretenderla y se retirasen además con tan glacial reposo, se sintió algo picada, si bien disimuló el pique.

El Condesito y ella quedaron, en apariencia al menos, muy amigos.

Tuvo él que venir a Madrid para negocios, y prometió a Elisa ir a Biarritz a pasar el verano.

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Ocurrió, estando en Madrid el Conde, la aparición de doña Beatriz y de Inés en los Jardines del Buen Retiro; el empeño del Conde en conocerlas y tratarlas, y cuanto a la larga hemos ya referido.

El Conde no fue a Biarritz a cumplir su promesa amistosa.

Elisa, al principio, distraída con otros coqueteos, circundada de adoraciones y triunfante como nunca, no echó de menos la falta del Conde. Supuso que sus negocios duraban aún y le retenían en Madrid.

Más tarde, cuando llegó a los oídos de ella que al Conde le retenían en Madrid nuevos amores, Elisa se sintió un tanto cuanto contrariada; pero no bien averiguó que los nuevos amores no eran con ninguna gran señora, con ninguna dama encopetada y célebre, sino con una lugareña, mujer de un escribiente o cosa por el estilo, le entró una terrible gana de reír y de burlarse del Condesito, y olvidó sus brillantes victorias pasadas, considerándole como un infeliz para-poco, que se refugiaba entre las cursis, o por no lograr nada en esferas superiores, o por tener ánimo abatido, o gusto estragado, ruin y plebeyo.

Volvió Elisa a Madrid. Vio al Conde en teatros, paseos y tertulias, y halló en él tanta cordialidad y tan amistoso afecto, que tuvo por más cierta que nunca su indiferencia para con   -187-   ella en punto a los amores. La indiferencia no podía ser afectada o fingida de aquella manera.

Esto empezó a herir la vanidad de Elisa. No nos atrevemos a asegurar que hiriese también alguna otra fibra de su corazón, menos mezquina que aquella que a la vanidad corresponde.

Se apoderó asimismo del ánimo de Elisa la más viva curiosidad de conocer a la mujer del empleadillo, de quien todos afirmaban ya que el Conde andaba enamorado.

Pero doña Beatriz no había penetrado en más salones que en los de la Condesa de San Teódulo; no iba a paseo en coche, por la sencilla razón de que no le tenía, y a misa iba a otras iglesias y a otras horas que las de Elisa.

Sea como sea, se pasaron meses sin que Elisa llegase a ver a doña Beatriz. Bien es verdad que, si Elisa andaba curiosa, andaba también temerosa de verla. Tenía miedo de hallarla hermosa y naturalmente distinguida. Se deleitaba con fingírsela vulgar y ordinaria.

El Campo, N.º 6, 16 de febrero de 1878

Entre tanto, vino a noticia de Elisa algo que hubo de mortificarla más que nada: el empeño del Conde en hacer creer que sus relaciones con doña Beatriz eran el propio petrarquismo. Fuese esto verdad o mentira, implicaba una consideración, un respeto, una atención tan delicada hacia la mujer del empleadillo, que Elisa se llenaba de ira y hasta de envidia cuando   -188-   en ello cavilaba. Mientras más esfuerzos hacía por no cavilar, más frecuentes eran las cavilaciones.

Todavía se conformaba Elisa con explicárselo todo por cierta cobardía, desidia o pobreza de espíritu, que retraía al Conde de lo difícil y le inclinaba a lo fácil; que le inducía a apartarse de los caminos ásperos y de escarpada subida para seguir los senderos trillados y llanos. Lo que no podía sufrir con paciencia era que el Conde se complaciese y aun se gloriase de ir subiendo por mayores asperezas y de estar luchando con dificultades más rudas que las que ella le había excitado en balde a subir y a vencer.

A pesar de su empeño en fingirse todo lo contrario, Elisa insistió entonces en formar gran idea del mérito de doña Beatriz.

-Debe de ser -decía para sí-, una mujer diabólica, hermosa, discreta, poseedora de infernales recursos, cuando ha logrado hechizar y embobar al Conde, que no es ningún chico inexperto ni ningún majadero.

Con estas y otras parecidas reflexiones la Marquesa se atormentaba casi de continuo.

La nueva, por último, del duelo del Conde con el poeta Arturo por defender la inmaculada pureza de la mujer del empleadillo, estalló como una bomba en el corazón de Elisa.

-La quiere, la adora con frenesí, decía Elisa   -189-   en el fondo del alma. ¿Qué habrá hecho ese demonio para cautivar aquellos libres pensamientos, para turbar aquella mente despejada y serena, para mover una tempestad de pasiones en aquel espíritu tan calmoso?

Nada de fijo se contestaba Elisa a tales preguntas; pero vagamente se fingía ya a doña Beatriz tan bella, tan discreta y tan elegante como lo era en realidad; y suponía asimismo en doña Beatriz un arte no aprendido, una sabiduría infusa tal y tan extraordinaria, que todas las flirtations que ella solía emplear eran burdas, pueriles o necias, en comparación de las de aquella oscura y venturosa provinciana.

En esta situación de ánimo ocurrió un día la maldita casualidad de que, yendo Elisa a paseo en landó, al pasar por la Puerta del Sol a eso de las cuatro de la tarde, se interpusiesen unas mujeres distraídas y estuviesen a punto de ser atropelladas. El hombre que las acompañaba las libró del peligro agitando su bastón delante de los caballos, los cuales, espantados, se alzaron de manos, y encabritándose y manoteando estremecieron el landó y asustaron a su vez a Elisa.

¡Cuán sorprendida no quedaría esta al reconocer en el hombre que le acababa de dar el susto al propio Conde de Alhedin, quien la saludaba cortésmente y le pedía por señas humilde   -190-   perdón de aquella imprescindible irreverencia!

No hubo tiempo para que el Conde hablase a Elisa, cuyos caballos, apartado el Conde que les estorbaba el paso, arrancaron con furia, a pesar del brío con que los retenía el cochero.

Elisa tuvo tiempo, no obstante, para mirar, para examinar a ambas mujeres. Al punto adivinó quiénes eran.

Cruel fue el resultado de su examen. Absorbida su atención en Beatriz, apenas se fijó en Inesita; pero a Beatriz la vio, la contempló, la estudió con una intensidad tan honda, que compensó de sobra lo breve del tiempo que duró el estudio.

En lo más íntimo de su conciencia, en aquel abismo adonde no llega el amor propio por grande que viva en nosotros, y hasta donde el entendimiento ofuscado penetra rara vez, Elisa se reconoció por un instante muy inferior en todo a doña Beatriz.

Pronto, sin embargo, volvió su ánimo de la postración; se recobró del amilanamiento, del desmayo en que había caído.

La reacción del orgullo herido fue violentísima y poderosa.

Entonces, corriendo en su coche por la calle de Alcalá abajo, Elisa juró guerra a muerte a doña Beatriz, la cual estaba muy ajena de que se alzaba contra ella tan temible enemiga.

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En nombre del orgullo, en nombre del amor, que con el orgullo nació de súbito en su alma, si bien con bastardo e impuro nacimiento, Elisa se resolvió a luchar, a aventurarlo todo por atraer de nuevo al Conde y por quitárselo a doña Beatriz y tomarle ella.

Marido o amante, todo le era igual en aquel momento de ira; lo que le importaba era rendir al Conde, conseguir que no fuese de doña Beatriz, lograr que aquella mujer se viese abandonada.



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