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- XVII -

El Campo, N.º 7, 1 de marzo de 1878

A pesar de su culto a doña Beatriz, el Condesito seguía yendo a teatros, paseos y reuniones aristocráticas. En dichos puntos siempre encontraba a Elisa.

Esta volvió a emplear para cautivarle cuantos medios había antes empleado; pero el Condesito, firme y frío como una roca, no se mostraba sensible ni aun se daba por entendido.

Elisa no perdió por eso la esperanza: esforzó sus artes y llegó más allá del término hasta donde en toda su vida había llevado la flirtation. Tampoco así consiguió que el Conde diera la menor señal de que se inclinara a rendirse.

Elisa se esmeró entonces en su vestido y peinado; lució nuevas y ricas galas; aguzó el ingenio para que en las tertulias tuviese mayor hechizo su conversación; atrajo en torno suyo a cuantos hombres valían más por cualquier estilo; se rodeó de más brillante y numerosa   -193-   corte que nunca, y ni aun así pudo vencer la indiferencia del Conde.

Diole las muestras más patentes y lisonjeras de su predilección: dejó mil veces plantado a todo un círculo de admiradores, y rompiéndole, en los bailes, fue a asirse del brazo del desdeñoso. Para él fueron las más dulces miradas, las más afectuosas sonrisas; todos aquellos signos, en suma, que suelen augurar favor y revelar amor, sin traspasar los límites de la modestia y del decoro.

El Conde no respondía con desvío. Esto hubiera sino menos cruel. El Conde respondía con gratitud, con cortesanía extremada y con tan glacial acatamiento, que ponía fuera de sí a la pobre Marquesa.

Imaginó, por último, Elisa que le iba sucediendo con el Conde lo que al pastorcillo embustero de la fábula, que gritaba: «¡Al lobo! ¡Al lobo!» cuando el lobo no venía; y que una vez que el lobo vino, no le valió gritar «¡Al lobo!» porque los que podían socorrerle no dieron crédito a sus gritos. Elisa calculó que el Conde no acudía al reclamo, temeroso de nueva burla. Era, pues, indispensable darle pruebas de completa sinceridad.

Mucho se violentó antes de resolverse. Su orgullo se resistía. Sus costumbres, tan contrarias a la humilde franqueza, ponían dique a su deseo. Elisa sabía prometer, alentar, dar   -194-   esperanzas de un modo tan aéreo y confuso, que se pudiese negar hasta ella misma que había prometido y alentado. Su amor, o más bien el fantasma, la apariencia de amor que ella creaba y alimentaba en su alma, era tan sutil y vaporoso, que se deslizaba hasta el seno de los más empedernidos, despertando a veces tempestades, y no dejaba huella ni rastro de su paso. Se desvanecía como sombra; era ilusorio, vano como silfo, y tenía la fuerza de un gigante para destrozar corazones.

Pero este fantasma de amor no le valía ya con el Conde. Verdadero amor, aunque nacido de envidia y celos, no le valía tampoco. El Conde, escarmentado ya del amor falso, tomaba por falso el verdadero. Era indispensable que el amor mostrase su verdad y su realidad, sin que ofreciese la más pequeña duda. Elisa ansiaba robar a doña Beatriz el corazón del Conde, costase lo que costase.

En esta disposición de ánimo, Elisa estaba determinada a todo lo que pudiese asegurarle la victoria. Pero, en medio de sus más violentas pasiones, la prudencia no la abandonaba. Calculaba con serenidad, como si estuviese en calma.

Calculó, pues, en esta ocasión, que rendirse sin condiciones no era triunfo, sino derrota; que podría suceder que el Conde, verdadero triunfador, volviese a doña Beatriz, ocultándole   -195-   una infidelidad efímera o pidiéndole perdón de su culpa. Sólo con pensarlo temblaba Elisa de despecho.

Su primera idea de que el Conde fuese, si dejaba a doña Beatriz, o su marido o su amante, se limitó a uno solo de los dos términos del dilema. La Marquesa, tan libre hasta allí, decidió sujetarse al dominio de aquel hombre. Era rica; a pesar de sus vanos coqueteos, su reputación se había conservado sin mancha; era de una familia no menos ilustre que el Conde; era para el Conde un excelente partido; ¿por qué no habían de casarse los dos? Era el único medio seguro que tenía Elisa de triunfar de doña Beatriz.

En mujer tan orgullosa como Elisa no cabía una insinuación directa con el Conde: no cabía que ella se le declarase. Decidiose, pues, a dar un paso, que no comprometía su buena fama, que la dejaba ilesa, aunque pudiese mortificar su vanidad.

Llamó a su casa a un anciano tío suyo que le inspiraba la mayor confianza: hizo con él confesión general de sus coqueteos con el Conde de Alhedin; reconoció que con el amor no hay burlas; declaró que, burlando ella con el amor, era ya la burlada, la cautiva y la enamorada; y suplicó al prudente tío que viese a la madre del Condesito, y que, como cosa suya, si bien dando a entender que le constaba que   -196-   la Marquesa estaba propicia, propusiese a dicha señora tan brillante matrimonio para su hijo.

El tío cumplió con discreción y habilidad el delicado encargo. La Condesa viuda de Alhedin halló que su hijo no podía soñar con mejor boda, y se puso enteramente de parte de la Marquesa, cuya decidida voluntad en favor del Conde la lisonjeaba en extremo.

No hay que decir que esta negociación se llevó con el mayor sigilo.

El Campo, N.º 7, 1 de marzo de 1878

La Condesa de Alhedin tuvo con su hijo una larga conversación: le habló de la boda propuesta como de una gran dicha para su casa; como de un fausto suceso que merecería toda su aprobación, y trató de apartarle de los enredos galantes que le suponía, pintándole las delicias del hogar doméstico y repitiendo lo que otras veces había manifestado, de que ya era tiempo de que tuviese una familia, adquiriese otra gravedad y respetabilidad y emplease su vida y las altas prendas que Dios le había dado en asuntos serios, que redundasen en pro y mayor lustre de su nombre y en bien de su patria.

El Condesito volvió a negar a su madre que él tuviese relaciones con doña Beatriz, y le confesó que había estado prendadísimo de la Marquesa; pero añadió que su coquetería sin entrañas le había curado de aquel principio de   -197-   amor, y que tan radicalmente le había curado, que le era ya imposible amar a la Marquesa, y por consiguiente casarse con ella, si bien reconocía que era merecedora de llevar el nombre de él y de ser su compañera de toda la vida.

En resolución, aunque de un modo indirecto, y con el más profundo sigilo, y suavizando el golpe los dos medios por quien pasó, a saber: primero, la Condesa, al hablar con el tío, y el tío luego al hablar con la sobrina; ésta, como dura lección y como castigo de sus flirtationes, recibió lo que vulgarmente llamamos unas terribles calabazas.

La soberbia de Elisa, ofendida y humillada en lo más vivo, pedía venganza desde el fondo de su corazón.

Jamás Elisa había previsto, ni en sus sueños más negros y desesperados, que un hombre se había de resistir a sus atractivos poderosos y a la magia de sus coqueteos; que este hombre la había de enamorar cuando era ella la que solía enamorar a todos los hombres, y que al fin la había de impulsar hasta el punto de tomar la iniciativa y de mendigar su mano y de recibir de él una repulsa insolente y desapiadada.

La causa de todos estos males era doña Beatriz. Por culpa de doña Beatriz creía Elisa que se había enamorado del Conde; por culpa de doña Beatriz creía que el Conde la desdeñaba.

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La cólera se apoderó de su alma; la cólera arrojó de allí todo sentimiento generoso, todo escrúpulo, toda consideración que se opusiera a la venganza.

Con tal de vengarse no le arredraba ya ni el delito; no le sonrojaba meditar en los medios más viles y llegar a valerse de ellos.



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- XVIII -

Dos días después del cruel desengaño de Elisa, D. Braulio González, al ir a sentarse en la mesa de su despacho en el Ministerio, vio sobre el pupitre una carta que le iba dirigida. La abrió y leyó lo que sigue.

«Sr. D. Braulio: La fama va esparciendo por todas partes que es V. listísimo. Yo le he tomado a V. afición y no quiero creerlo. En la situación de V., llamarle listo es hacerle la mayor injuria. Verdaderamente V. no puede ser listo dentro de lo justo. O V. no es listo, o V. se pasa de listo. Prefiero creer y decir que V. es tonto. ¡Sería tan infame saber y disimular! No; V. ignora lo que en Madrid sabe todo bicho viviente. Usted no disimula. No se disimula con tanta habilidad. Discreto es el Conde de Alhedin, discreta es doña Beatriz, y sin embargo no han disimulado».

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Así terminaba la infame carta. Ni una palabra más. No tenía firma. La letra parecía contrahecha.

Don Braulio leyó la carta una, dos, hasta tres veces, como quien no se entera bien, como quien no da crédito al testimonio de sus sentidos, como quien duda aún de si es realidad o si es una pesadilla o un delirio lo que percibe.

Sin alterarse luego, hizo con pausa mil añicos de la carta, incluso del sobre; después estuvo a punto de echar los añicos en el cesto que tenía al lado para los papeles rotos; y al cabo, como reflexionándolo mejor, y como temiendo que la carta destrozada pudiera juntarse y recomponerse, se alzó D. Braulio de su asiento, se dirigió a la chimenea que ardía en un lado de la sala, y arrojó con cuidado en la llama todos aquellos pedacitos de papel.

Volvió entonces a su mesa para empezar sus trabajos del día; pero no bien dio tres o cuatro pasos, no acertó a tenerse en pie, y cayó desplomado sobre la estera del suelo que cubría la estancia.

Los compañeros y escribientes que allí le acompañaban corrieron a levantarle.

-¿Qué es esto, Sr. D. Braulio?, dijo uno.

-¡Amigo González!, exclamó otro.

Don Braulio no respondió.

-Es un ataque de apoplejía.

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-¡Qué demonio de accidente!

-¿Qué apoplejía?, dijo otro. Buena facha de apoplético tiene este señor, más seco que un bacalao.

-Más bien será un desmayo de debilidad, exclamó un cuarto interlocutor, que despuntaba por lo gracioso. Su mujer lo gastará todo en moños, y comerán poco en su casa.

En fin, aunque no eran muy caritativos los compañeros, atendieron a D. Braulio, quien no tardó en volver en sí.

Su primer cuidado fue suplicar a los allí presentes que no dijeran nada de lo ocurrido, a fin de que en su casa al saberlo no se asustasen.

Todos le prometieron callar.

Don Braulio aseguró entonces que se hallaba enteramente repuesto, y volvió a su asiento y se puso a trabajar como si nada hubiera pasado.

No salió aquel día de la oficina ni medio minuto antes de la hora de costumbre.

Cuando volvió a su casa, nadie hubiera notado en su rostro la menor huella de dolor.

Dijo tranquilamente a su mujer que Paco Ramírez le llamaba al lugar; que tenía que arreglar allí un negocio importante, y que aquella misma noche iba a tomar el tren de Andalucía.

Alguna extrañeza causó a doña Beatriz el   -202-   repentino viaje de D. Braulio; pero éste afirmó con serenidad que no era negocio que debiese inspirar cuidado, y así desvaneció todo recelo, tanto de la mente de su mujer, cuanto de la mente de Inesita, la cual se mostró también algo maravillada al principio.

Don Braulio mismo preparó su maleta auxiliado por su mujer.

Durante la comida apareció alegre y hasta más hablador que de costumbre.

En un momento en que doña Beatriz dejó solo a D. Braulio con Inesita, D. Braulio dijo a ésta que cuando él volviese del lugar le traería a Paco a vistas, y que esperaba que se habían de gustar y se habían de casar a escape.

Paco no había venido aún, por más que lo deseaba, porque quería dejar arregladas todas sus cosas y allegar muchos fondos para comprar dijes y primores que regalar a su futura.

En una palabra, D. Braulio lo hizo tan perfectamente que no despertó en el ánimo de doña Beatriz ni de su linda hermanita la menor sospecha de que su inesperada y súbita determinación pudiese tener por causa un pesar acerbo, ni por móvil y propósito nada de siniestro ni de trágico.

Ambas hermanas pugnaron por acompañar a D. Braulio a la estación; pero D. Braulio se opuso, sosteniendo que era una incomodidad inútil la que querían tomarse. Así, aunque a   -203-   duras penas, las persuadió a que se quedaran y no fueran a despedirle.

Cuando llegó la hora de la partida, D. Braulio hizo venir un cochecillo por medio del portero, quien bajó la maleta y la colocó en él.

Doña Beatriz abrazó y besó cariñosamente a su marido, y él correspondió con no menor cariño.

-Cuídate mucho, Braulio, y vuelve cuanto antes, dijo doña Beatriz.

-Adiós, querida mía. Pronto estaré de vuelta, contestó D. Braulio.

En seguida bajó la escalera, viéndole bajar ambas hermanas, que hasta la puerta, al menos, le habían acompañado.

A poco se oyó rodar el coche en que D. Braulio iba.

Beatriz e Inés volvieron a entrar en la habitación, y se sentaron junto al brasero, una enfrente de otra.

-¡Qué precipitación de viaje!, dijo doña Beatriz sencillamente.

-¿Estará enfermo Paco?, exclamó Inesita. Tal vez llame porque esté enfermo, y Braulio no nos lo haya querido decir.

-No lo creas, Inés; contestó doña Beatriz. Braulio no sabe ocultarme nada. Va para negocios del caudal, que ni tú ni yo entendemos. Yo tengo tal confianza en Braulio que no he querido cansarle en que me explique de qué   -204-   naturaleza son esos negocios que tamaña priesa requieren. Bástame con que me haya dado completa seguridad de que no ocurre nada aflictivo. ¿Cómo además había él de ir tan alegre y tranquilo como va, si hubiese que lamentar una desgracia?

De este modo siguieron hablando ambas hermanas hasta que sonaron las diez, hora en que solían acudir a la tertulia de los de San Teódulo.

Beatriz dijo que como tenía, a pesar de todo, cierta pena por la partida de su marido, no quería ir a la tertulia aquella noche; pero Inesita la animó, sostuvo que no había razón para no hacer lo que todas las otras noches, y al cabo logró de su hermana que fuesen como de ordinario.

La anciana ama del cura era quien las acompañaba cuando iban solas y a pie a la tertulia sin que D. Braulio las acompañase. Aquella noche el ama las acompañó también. Cuando llegaron a la tertulia, ya estaba en ella el Conde de Alhedin, quien de día en día iba descuidando más sus otras tertulias y diversiones, y acudiendo más temprano y sin faltar una sola noche en casa de Rosita.



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- XIX -

El Campo, N.º 8, 16 de marzo de 1878

Al tercer día después de la partida de don Braulio, recibió Paco Ramírez una carta de Madrid. La vista del sobrescrito, cuya letra reconoció al punto, le llenó de contento, mezclado con alguna inquietud y extrañeza.

La carta era de doña Beatriz, la cual, no por falta de cariño, sino por desidia, no le había escrito jamás desde que del lugar se había ausentado. Don Braulio era quien siempre escribía a Paco y le daba nuevas de la salud de todos.

-¿Qué habrá ocurrido? ¿Qué novedad será esta?, pensó Paco. ¿Estará enfermo Braulio? ¿Por qué me escribe Beatriz?

Sobresaltado con tales ideas, abrió corriendo la carta y leyó lo que sigue:

«Querido Paco: Aunque me tienes enojada porque llamas a Braulio con tanto misterio,   -206-   arrancándole del lado mío, todo te lo perdonaré si me le despachas pronto y le dejas libre para que se vuelva con su mujercita, que no vive a gusto sin él.

»Sobre el perdón, podrás contar con mi gratitud, si, a más de devolverme cuanto antes el bien que me quitas, me le mimas y regalas como él se merece, todo el tiempo que ahí permanezca.

»Mira que Braulio está muy delicado de salud. No le fatigues llevándole a cazar. Procura que se cuide, porque es muy descuidado.

»Nosotras, Inesita y yo, estamos en Madrid divertidísimas. Todas las noches vamos de tertulia en casa de Rosita, la hija del escribano de Villabermeja, que es ahora condesa, y una de las mayores elegantas de la corte. A su casa no van, por lo común, más señoras que nosotras: pero en cambio van muchos hombres de los más distinguidos en letras, armas y política. Hay allí la mayor cordialidad. Parecen todos amigos íntimos y cariñosos. Sin embargo, pocos días ha, dos de los tertulianos tuvieron un duelo y uno de ellos salió herido. Por fortuna, la herida fue muy ligera. No he podido averiguar la causa de este duelo. Todos me han afirmado que ha sido por una niñería. Yo lo he sentido mucho, porque el duelo fue entre mis dos tertulianos favoritos. Es el uno un poeta, cuyos versos sonoros, religiosos y sentimentales,   -207-   me conmueven y divierten poquísimo; pero que en prosa es un truhán bastante ameno y buen chico en el fondo. El otro es la flor de los caballeros principales: discreto, galante, gracioso y con un pico de oro para entretener a las mujeres y a todo el mundo cuando está de humor y se pone a charlar. El tal Condesito, porque es un Condesito, me tiene enamorada. Él me quiere bien, me adula; eso sí, es un adulador y un embustero de primera fuerza; pero yo, si bien reconozco sus traidoras lisonjas y sus embustes, me dejo cautivar por ellos. Así es, que somos excelentes amigos.

»Inesita está siempre en Babia, soñadora y distraída, aunque bien de salud.

»En suma, no lo pasamos mal, a pesar de lo poco que tenemos para vivir en Madrid, donde todo es carísimo.

El Campo, N.º 8, 16 de marzo de 1878

»Ahora es cuando siento el primer disgusto desde que estoy aquí. No sé por qué estoy inquieta y desazonada. Será una tontería. ¿Qué quieres? La partida repentina de Braulio me trae cavilosa. Al principio, hasta después de haberse ido, todo me pareció natural y sencillo. Hoy me pongo a reflexionar, echo a volar la imaginación y me finjo vagamente mil absurdos. Por esto también quiero que me devuelvas a Braulio cuanto antes. Vente tú con él a pasar una temporadita en esta corte. Verás lo que te diviertes en el Teatro Real y en   -208-   los Bufos y la Zarzuela. Nuestra casa en un chiribitil y no tenemos cuarto que ofrecerte; pero comerás con nosotros de diario. Adiós. No quiero que digas a Braulio que te he escrito. No quiero que se engría del cuidado que por él me tomo o que se fastidie de que no le dejo un instante de libertad. Cuídale tú mucho, sin que él sepa que yo te lo encargo. Es muy aprensivo y se afligiría imaginando que yo le tengo por enfermizo, cuando, siendo tan perezosa como soy, me muevo a escribirte sólo para encargarte que me le cuides. Adiós, repito, y quiéreme como a tu buena hermana.

Beatriz».

Esta carta, que, por venir de quien venía, encantaba a Paco Ramírez, no pudo menos de llenarle al mismo tiempo de zozobra. Paco veía y calculaba claramente que su amigo Braulio debía de haber llegado al lugar veinticuatro horas antes que la carta. ¿Dónde se había metido? ¿Dónde había ido a parar? Paco hizo las más extrañas y alarmantes suposiciones. ¿Si habrá enfermado en el camino y se habrá quedado en alguna estación? ¿Si, merced a esa cordialidad de la tertulia de Rosita, el pobre Braulio, que es enclenque y nada ágil, habrá tenido también que andar a tiros o a sablazos y le habrán enviado cordialmente al otro mundo? Era evidente que Braulio había engañado   -209-   a su mujer diciéndole que Paco le llamaba. ¿La habría engañado también diciéndole que iba al lugar y yéndose a otra parte o quedándose de oculto en Madrid? ¿Con qué propósito, Braulio, que era veraz, aunque muy reconcentrado o metido en sí, habría forjado tales mentiras?

Devanándose los sesos para explicarse la causa de la tardanza de Braulio, pasó Paco dos días mortales. Braulio no parecía y los temores de Paco se acrecentaban. No sabía qué determinación tomar. Escribir a doña Beatriz, diciéndole la no aparición de su marido, era infundirle el mismo pesar que tenía él y tal vez descubrir además un secreto de Braulio: algo que le importaba mucho que su mujer no supiese.

Paco aguardó con impaciencia, pero aguardó.

La estación del ferro-carril estaba a cuatro leguas del lugar. Un carricoche traía a los pasajeros desde el punto por donde el ferro-carril pasaba.

Paco salió a caballo, dos veces a una legua de la población, a recibir a su amigo. Este no llegó, ni la vez primera, ni la segunda.

A poco de volver a su casa la segunda vez, sin traer consigo a Braulio, Paco recibió una carta certificada.

Si la de doña Beatriz le sorprendió, con sólo ver su letra en el sobrescrito, más le sorprendió esta nueva carta, así por la letra, que   -210-   era la de D. Braulio, como también por el certificado.

La abrió Paco con profunda emoción y leyó lo siguiente:

«Querido Paco: No acierto a entenderme directamente con Dios ni a desahogar con él mis penas. Le busco en el abismo de mi alma; pero mi pensamiento se cansa y se asusta atravesando soledades infinitas, sin llegar nunca adonde él reside. Si yo no hubiese dejado de ser creyente, tendría mi confesor, quien lo sabría todo. No necesito consejo. El consuelo es imposible. Sin embargo, este peso, que me oprime el corazón, se aligeraría, comunicando con Dios por medio de un ser humano. Hay cosas que se avergüenza uno de confesarse a sí mismo, y esas cosas, por extraña contradicción, fatigan y matan si con alguien no se confiesan. Por eso voy a decírtelo todo. No seas severo conmigo. No me condenes por miserable y falto de pudor si te lo digo todo: si te descubro lo que a mí mismo debiera yo ocultarme.

»Harto conoces mis ideas. Yo no quiero que Beatriz me ame por caridad, ni por gratitud, ni por miedo de castigo o de venganza, por parte mía o por parte del cielo. No quiero que me ame ni en cumplimiento de un deber moral, ni por consideración a leyes dictadas por los hombres. Quiero que me ame por amor, como yo la amo.

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»Esto era imposible. Mi vanidad me engañó y por eso me casé con Beatriz; feo yo y ella hermosa; viejo, y ella joven; pobre, y ella con todos los instintos y las inclinaciones a la elegancia, al lujo y a brillar en el mundo.

»¿Qué había en mí que pudiera hacerme amable a sus ojos? ¿Un corazón noble? ¿Una inteligencia elevada? ¿En qué obra mía se advierte la nobleza de mi corazón? ¿Dónde se hace patente la elevación de mi inteligencia? Me atribuyo sin motivo estas prendas superiores. Soy un necio vanidoso.

»¿Qué hombre hay, por incapaz que sea, que no halle razones para estar contento de sí mismo? El feo se halla agraciado; el cobarde, humano y benigno; el tonto, lleno de candor y de inocencia; el afeminado, culto; el brutal e intratable, brioso y leal; el insolente, franco; el bajo y adulador, afable y bueno. Así también yo me engañaba.

»A veces entrevía yo mi engaño, y me atormentaba la sospecha de mi indignidad. Y no me atormentaba por amor a mí mismo, por menospreciarme, por sentir que valía yo menos. Me atormentaba porque desaparecía a mis ojos todo razonable y fundado motivo de que Beatriz me amase.

»Con todo, yo estaba ciego. Dependía mi felicidad hasta tal punto del amor de Beatriz, que, destruido ya por mi crítica impía todo   -212-   fundamento en que mi amor pudiera apoyarse, cerraba yo los ojos de mi alma, para no ver que aquel amor se derrumbaba, se perdía para siempre, cuando yo necesitaba que fuese eterno.

»De aquí mi absurda, mi inverosímil ceguedad, siendo yo por lo común tan suspicaz y receloso.

»Todo Madrid lo sabe y sin duda lo dice. Yo seguiría ignorándolo, si una delación anónima no hubiese venido a dar luz a mi entendimiento.

»Era una deshonra. Pasaba yo por un marido sufrido y consentido. Y sin embargo (me humilla mi flaqueza), me duele que me hayan desengañado. Me alegraría de seguir en el engaño y de ser el ludibrio de las gentes, con tal de no perder la fe en ella, con tal de creer que me ama todavía.

»La carta delatora me ha hecho ver lo que yo no quería ver, sin advertir que era yo quien no quería ver.

»Es evidente mi infortunio.

»He querido, no obstante, negármele aún. He tratado de presuadirme de que era la carta una calumnia. Nuevas pruebas me dicen que no.

»El vínculo indisoluble que ata mi existencia a la de Beatriz no es el de la religión; no es el de las leyes. Esos los rompería yo en seguida, al verla culpada. El vínculo indisoluble es el de   -213-   mi amor, que su culpa no extingue ni ahoga.

»¿Cómo separarme para siempre de ella, si mi corazón queda con ella para siempre?

»Nada le he dicho. No le he dado la menor queja. ¿Cómo quejarme sin matarla? ¿Cómo matarla, amándola tanto?

»Toda explicación con ella, toda palabra sobre su falta, me parecería fea. Un diálogo entre ambos sobre tan infame asunto, sería monstruoso. Valdría más matarla sin hablarle de la razón que para matarla tengo.

»He huido de casa, suponiendo que tú me llamabas. Ella me cree en ese lugar. En casa no sé qué hubiera yo hecho. Quizá alguna acción indigna. Quizá hubiera llorado y me hubiera quejado como vil. Quizá la hubiera maltratado como verdugo.

»Pero no... yo no hubiera podido maltratarla. Mi corazón es todo ternura... todo vileza para con ella. No soy un hombre... soy un niño... un esclavo.

»Es menester que lo sepas todo. Quiero que te compadezcas de mí: hasta de lo ridículo que en mí hay. Ríete también... soy digno de compasión y de risa.

»Aquella noche de mi simulada partida entré en casa misteriosamente. Me deslicé por la escalera arriba ya tarde. Tengo las llaves, y abrí; entré y me escondí en mi cuarto. Aun no habían vuelto ellas de la tertulia, donde van todas   -214-   las noches; donde va también el hombre que me mata. Las oí llegar, las oí reír, celebrando los chistes de ese hombre. Para distraer las penas que por mi ausencia pudiera suponerse que tenía mi mujer, él había estado más parlanchín y chistoso que de costumbre.

»Tuve calma para aguardar que se acostaran, y aun para aguardar que Beatriz se durmiera. Durante algún tiempo hubo en mí cierta energía, de que ahora me estremezco. Pensé en matar a Beatriz a puñaladas mientras dormía.

»Te aseguro que penetré en su alcoba con este propósito tremendo. Ríete ahora. Es muy cómico, es jocoso lo que te voy a decir. Yo no uso armas, no tengo más que una gumía que me trajo de presente un oficial amigo, que fue de los que entraron en Tetuán. Con dicha gumía quería yo matarla. La llevaba yo desnuda en la mano derecha: en la mano izquierda llevaba la palmatoria.

»Sin verme en ningún espejo, me veía yo en mi imaginación, y yo mismo me daba grima, no por lo criminal, sino por lo grotesco. Tan chiquituelo, tan feo, tan valetudinario y tan canijo; empleadillo de última clase... ¿qué derecho tenía yo a las grandes pasiones? Yo era un Otelo de sainete.

»Iba conteniendo la respiración... de puntillas...   -215-   lleno de susto de que mi mujer despertase. Me parecía que, si despertaba y me veía, iba a soltar una carcajada.

»Así llegué junto a ella. Ella no se despertó. Dormía con la boca entreabierta, mostrando sus dientes blanquísimos e iguales. ¡Qué frescura y qué rojo carmín en sus húmedos labios! ¡Qué largas pestañas unidas! ¡Qué sonrisa apacible! ¡Qué frente serena! Si Desdémona hubiese sido como Beatriz, Otelo no le hubiera dado muerte. No comprendí entonces que pudiera caber monstruosidad semejante en ser humano, por bárbaro que fuese. Mi cólera cedió paso al enternecimiento. Un diluvio de lágrimas bañó mis mejillas. Puse la gumía sobre la mesa de noche. La puse allí con mucho tiento, y temblando de que mi mujer se despertase. Volví a mirar a Beatriz. La miré como quien mira el tesoro que ha perdido. Todo su valer, toda su belleza, todo su hechizo fulguró ante mis ojos con más brillo que nunca. ¿Qué bastarda dulzura, qué amor sin honra y sin vergüenza, qué afecto villano me emponzoñó en aquel instante el corazón y corrió por mis venas con mi perversa sangre? Ello es que enjugué mis lágrimas, bajé la cabeza con lentitud y suavidad, y, sin rozar apenas con los labios, besé sus mejillas sonrosadas.

»Por fortuna se realizó en mí la reacción. El ultraje recibido se ofreció a mi espíritu. Me   -216-   llené de rubor. Tuve vergüenza; tuve asco de mi flaqueza.

»La idea de matar a Beatriz me solicitó de nuevo la voluntad indecisa. Empuñé el hierro nuevamente. Nuevamente retrocedí espantado.

»Huí del cuarto: huí de la casa como un ladrón. Abrí ambas puertas con las llaves que había guardado, cerrando luego cuidadosamente. Me encontré en la calle.

»¿Qué hacer? Yo me veía ridículo. No podía sufrirme. En mitad de la calle me dio un ataque de risa nerviosa. Si alguien me oyó, debió tomarme por loco.

»Multitud de pensamientos encontrados, y todos tristísimos, cruzaban por mi mente: pasaban y volvían con persistencia cruel.

»Por un breve momento insistí en imaginar aún que podría ser calumnia la delación anónima; pero pronto huyó de mí esta idea consoladora. Es la única que no ha vuelto.

»¿Qué solución tenía la crisis en que me hallaba? ¿Acaso había yo de asesinar a mi mujer? ¿Acaso había yo de asesinar a su amante?

»No; no era debilidad mía: yo me sentía con ánimos para matar a alguien que hubiera venido en aquel punto a robarme el reloj o los pocos reales que en el bolsillo llevaba; pero quizá por una perversión moral, no podía yo considerar como ladrón al que me robaba la dicha, el amor de mi mujer y la limpia honra de mi   -217-   casa. El reloj y el dinero son mi propiedad, no tienen libre albedrío: no se van con el ladrón y me dejan porque le prefieren, mientras Beatriz se iba con otro y me dejaba porque le prefería. Él hacía bien en llevársela. ¿Por qué había yo de asesinarle por esto? ¿Qué me debe él a mí para respetar mi felicidad y desatender la suya?

»Deseché, pues, de mi alma el pensamiento de asesinar a mi rival. Juzgándole en el tribunal de mi conciencia, yo no le absolvía, pero reconocía la incompetencia del tribunal. Yo no le absolvía, por ser yo el agraviado. Si el agraviado hubiera sido un indiferente, le hubiera absuelto. Podía, pues, matarla, no como justicia; sino como venganza.

»Entonces pensé en el duelo; pero ¿cómo pelear ni con espadas ni con pistolas, que en la vida he tomado en las manos? Me repugnaba además la idea de darme antes por ofendido; de reclamar igualdad de condiciones y de probabilidades para vengar mi agravio; de confesar mi torpeza en las armas y mi incapacidad; de apelar a no sé qué medios para forzar a un rival dichoso a que se pusiera de suerte enfrente de mí que yo, flaco, viejo y enfermizo, pudiera matarle, siendo él joven, ágil y robusto.

El Campo, N.º 8, 16 de marzo de 1878

»Ni el asesinato ni el duelo eran posibles. Otro hombre, que no fuese yo, se separaría   -218-   para siempre de su mujer. No había partido más conforme a la razón. Yo, sin embargo, no podía seguirle. Yo no viviré lejos de ella. Es horrible, es estúpido, es monstruoso, pero yo la amo; seguiré amándola siempre. Sin su amor, el mundo será un desierto para mí; la vida, soledad medrosa; mi corazón, un vacío que con nada se llenará.

»El alma humana necesita amar, adorar, creer. El cielo ha castigado la soberbia de mi alma. De ella han sido arrojados ídolos, altares, todo ser digno de adoración y de amor. En cambio puse mi adoración, mi amor, mi fe y mi esperanza en Beatriz. Ella era... es mi idolatría.

»El amor del descreído es inmenso. El descreído consagra a un objeto despreciable toda la fuerza de amor con que procura el creyente elevarse a su ideal divino.

»En fin, ¿para qué cansarte? He vagado como una fiera mansa que lleva clavado en el pecho un dardo envenenado. De noche he vagado; de día he estado oculto. Tengo vergüenza de que la gente me vea. Se me antoja que todos conocen la burla de que soy víctima, mi paciencia, mi amor mal pagado, y que van a reír al verme, o van a escupirme a la cara.

»Anoche llegó mí ridiculez al último extremo.

»Ya no cabe la menor duda. Yo andaba en torno de mi casa, y cerca de las cuatro de la   -219-   mañana vi que salía un hombre... misteriosamente... de allí. Tengo ojos de lince... le vi... era él. Llevaba yo un revólver en el bolsillo. ¿Para qué? Si hubiera disparado los seis tiros que tiene, ninguno hubiera dado a mi enemigo. No sé tirar, y además me temblaba la mano. Todo yo estaba convulso.

»Además, ¿por qué no confesarlo? Creo que yo no sería capaz de matarle, aunque le hallase dormido y pudiese poner a mansalva el cañón del revólver en una de sus sienes.

»No comprendo ya más que una cosa. No puedo sufrir mi amor inextinguible. No puedo sufrir la ridiculez que en mí noto. Hasta la poesía de un gran dolor no es dable en mí, porque me río yo mismo de mi dolor y le hallo cómico.

»No me queda más recurso, si no me muero buenamente, que buscar modo de morir cuanto antes.

»Perdona este largo desahogo. Perdona esta prolija carta. Será la última. Adiós.»

Paco Ramírez era un hombre de cierta ilustración y de claro entendimiento; pero le tenía aún más sano que claro: le tenía tan sano como su cuerpo, que era el de un atleta. Paco amaba a D. Braulio, aunque era quien más le había siempre echado en cara que se pasase de listo, que tuviese maneras de pensar que él calificaba de tortuosas, y que se hiciese víctima   -220-   de los más alambicados y singulares sentimientos.

Apenas leyó la carta, creyó que Braulio estaba loco. No podía creer la falta de doña Beatriz: tan buena opinión tenía de ella. Imaginó al punto que la persona de quien andaba celoso Braulio era el Conde de quien Beatriz le hablaba en su carta. Fuese como fuese, Paco temió una catástrofe. Pensó en que Braulio, o se iba a morir, o se iba a matar, o se iba a Leganés. A fin de evitarlo, si era tiempo, se puso inmediatamente en camino para Madrid. Braulio no le había dado señas, pero él le hallaría. Si no llegaba a salvarle, llegaría a vengarle. Paco no se andaba con metafísicas ni discreteos. No pensaba ni en asesinatos a traición ni en duelos de toda ceremonia. Sólo pensaba en sacar el amor y hasta el alma del Condesito de su gallardo cuerpo a mojicones y patadas.

Con tan buenos propósitos, ansioso además de ver a su Inesita, y con esperanzas de enamorarla y de traérsela al lugar, a las treinta y dos horas no cabales de haber recibido y leído la lamentable carta de su desesperado amigo, llegó Paco a esta heroica y coronada villa; y sin sacudir siquiera el polvo del camino, después de dejar la maletilla en una casa de huéspedes, y de instalarse, tomando cuarto en ella, se dirigió a la vivienda de las dos lindas hermanas.



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- XX -

El Campo, N.º 9, 1 de abril de 1878

Conforme iba Paco Ramírez hacia dicha vivienda, aunque muy apresuradamente, se ofrecían a su imaginación con mayor viveza todas las dificultades de la entrevista que debía tener.

En la carta de D. Braulio recordaba los párrafos más siniestros y ominosos, y preveía alguna desgracia. Hasta una contradicción que había notado en la carta le daba entonces mucho que sospechar. D. Braulio confesaba al principio, como era cierto, que jamás usaba ni llevaba armas, y hacia el fin de la carta hablaba de un revólver que tenía en el bolsillo. Paco Ramírez veía claro que D. Braulio le había comprado o le había adquirido en aquellos días, después de la noche que estuvo de oculto en su casa. ¿Para qué esta adquisición? ¿Qué pensaba hacer su desventurado amigo?

Paco estaba cierto de que D. Braulio no mataría   -222-   ni a su mujer ni a su rival, pero tenía miedo de que atentase a su propia vida, y ya pensaba en vengarle matando al Condesito.

Era Paco tan fuerte, tan sereno, y estaba tan seguro de sí, que nada le parecía más fácil.

El Campo, N.º 9, 1 de abril de 1878

En cuanto a doña Beatriz, Paco la amaba como a una hermana y la respetaba como a un ser superior, por donde, aunque le afligiese mucho el creerla culpada, como ya la creía, estaba dispuesto a perdonarle la culpa. En este punto comprendía y aplaudía y hasta bendecía la debilidad o la ternura de D. Braulio. Lo que no se explicaba es que D. Braulio no tratase de vengarse del Condesito de cualquier modo que fuese.

Entre tanto, ¿qué iba él a hacer, qué iba a decir en casa de doña Beatriz? Después de reflexionarlo, formar varios planes y componer mentalmente varios discursos, determinó dejarse guiar de la inspiración del momento e improvisarlo todo.

Así llegó a casa de D. Braulio. Subió los escalones de dos en dos y tiró del cordón de la campanilla. Eran las nueve de la mañana.

En seguida le abrieron, con aquella franqueza y prontitud con que suelen abrir los pobres.

Apenas tuvo tiempo de ver quién le abría. Se encontró ceñido por unos brazos que le estrechaban, y abrumado por una boca que cubría   -223-   sus mejillas de un diluvio de sonoros besos.

-¡Válgame Dios, hombre!, dijo al cabo el ama Teresa, que era quien le besaba. ¡Cómo has embarnecido en estos tres años! Da gloria verte: estás hecho un real mozo. Pero dime, ¿y D. Braulio? ¿Viene contigo? ¿Qué ha hecho en el lugar? ¿Por qué no escribe? Beatriz está con el alma en un hilo.

-Quiero verla. ¿Puedo verla?, dijo Paco.

-Ahora mismo. Entra. ¿Traes noticias de D. Braulio?

-Sí.

-Pues entra.

-¿Está Inés con su hermana?

-Inés no se ha levantado aún.

-Mejor, dijo Paco. Necesito ver a Beatriz a solas, añadió entre dientes.

Antes de que acabara de murmurar esta frase, antes de que entrara en el saloncito de doña Beatriz, apareció esta en la antesala, y asiendo cordial y apretadamente las manos de Paco entre las suyas, exclamó:

-¿Qué es esto? ¿Y Braulio? ¿Dónde está? ¿Cómo no viene contigo? Estoy llena de zozobra. ¿Qué sucede, Dios mío? ¿Qué sucede?

Hablando así, entraron ambos en el salón. El ama Teresa fue tras ellos.

-Déjanos, Teresa. Luego vendrás. Tengo que hablar con Beatriz: dijo Paco.

  -224-  

Este misterio pareció aumentar el sobresalto de la linda muchacha.

El ama Teresa salió de la sala regañando.

Ya solos Paco y Beatriz, dijo ésta:

-¿Qué misterios son los tuyos? ¿Qué me vas a decir? Habla: Todo es mejor que la ansiedad, que la duda en que me tienes. Mi mal no será más horrible, mi desventura no será más honda en realidad que lo que me finge ya la fantasía. Habla. ¿Dónde está mi marido? ¿Qué hiciste de él? ¿Por qué no viene en tu compañía?

-Tu marido no ha ido al lugar. Mal puede venir conmigo. Tu marido no ha salido de Madrid. Aquí está. Aquí vengo a buscarle.

-Es imposible. Braulio no miente nunca. Braulio me dijo que iba a verte. Le habrá ocurrido alguna desgracia en el camino. Estará enfermo, muerto quizá en algún pueblo del trayecto. Braulio fue a verte. Braulio no me ha engañado.

Paco Ramírez, que no era hombre muy dado a perífrasis y rodeos, y que además creía que era urgente e indispensable una pronta explicación, dijo entonces:

-Braulio te ha engañado porque creía que tú le engañabas.

-No puede ser, respondió Beatriz, subiendo la roja sangre a sus mejillas. ¿Quién ha inventado esa infamia? ¿Quién ha dicho esa locura?

  -225-  

-El mismo Braulio.

-¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde le has visto?

-No le he visto. He recibido carta suya.

-Dámela. Quiero leerla.

-¿Tendrás valor para leerla?

-Dios me dará valor para todo. Dame tú la carta.

Paco vacilaba aún.

-Dame la carta, volvió a decir doña Beatriz.

-Te la daré, contestó Paco; pero antes exijo de ti una cosa.

-Di; pide pronto.

-Vas a responder con sinceridad a lo que te pregunte; vas a declararme la verdad desnuda: no como si respondieses a tu hermano, sino como si respondieses a tu propia conciencia; como si estuvieses ante el tribunal del Eterno y fuese Él quien te interrogase.

-Pregunta. No receles. No manchará mis labios la mentira.

-¿Amas a Braulio?

-Con todo mi corazón.

-Braulio es feo y tú hermosa. Braulio es viejo... ¿Le amas de amor?

-El alma de Braulio es hermosa; el alma de Braulio es inmortalmente joven. Sí; le amo de amor.

-¿No has amado nunca a otro hombre?

-Nunca.

  -226-  

-Mira bien en el fondo de tu alma. Beatriz, ¿no has amado nunca a otro hombre?

-Apenas comprendo lo que me quieres decir; pero no ha de quedarme el menor escrúpulo. Voy a escudriñar en el abismo más hondo de mi mente; voy a buscar allí y a hacerte patentes mis más ocultos pensamientos; las ideas vagas y confusas de que yo misma no me he dado cuenta hasta ahora.

-Di, Beatriz.

-Digo que nunca amé de amor sino a mi marido; que no creo haberle faltado una sola vez, ni con el más fugaz pensamiento, ni con el más efímero deseo mal nacido.

-¿Es cierto lo que dices? ¿No te acusa la conciencia de la menor falta?

-¿Cómo he de declararme impecable? Paco, sí; la conciencia me acusa, pero no me atormenta; dame la carta; acabemos. ¡Qué interrogatorio! ¡Qué dilaciones crueles! ¿Has venido a matarme?

-No, Beatriz. Dime, sin embargo, de qué te acusa la conciencia.

-Soy vanidosa, lo confieso. Ahora que presiento una desventura, veo que es pecado lo que yo no creía que lo fuese. Yo misma me examino, me juzgo y me condeno. Mira, Paco; yo he creído que un hombre me amaba, y, aunque no pagaba su amor, me complacía y me enorgullecía de que me amase. Su amor estaba   -227-   de tal suerte refrenado por el respeto, que jamás se mostró en palabras. Yo le adivinaba; no le veía. Y yo le adivinaba, no como pasión, que tuviese en sí la menor impureza, sino como sentimiento etéreo, inmaculado, que no es amor, ni es amistad; que no ha de tener nombre; que es inefable en todo lenguaje de la tierra; que si tiene nombre ha de ser en el cielo. ¿Qué quieres? Vanidad de mujer. Novelas ridículas que nosotras nos forjamos en la imaginación, y que, sin duda, no tienen realidad alguna. El hombre que así me acata, el hombre que así me considera y admira, es el más discreto, el más elegante de la aristocracia de Madrid; es celebrado por su gentil presencia, por su gracia, por su valentía, y hasta por sus conquistas amorosas. Al verle tan rendido conmigo, al notar lo que se deleitaba en oírme hablar, lo que celebraba mi talento, lo que se afanaba por agradarme y porque yo tuviese de él el mejor concepto, no lo niego, mi orgullo de mujer estaba muy lisonjeado. Juzgaba yo valer más, cuando había inspirado tan noble afecto a aquel hombre. Mi propia vanidad me movía a formar a mi vez un concepto, quizá exagerado, de todas sus prendas personales. Aquel hombre, que tan bien, en mi sentir, me comprendía, valía mucho más a mis ojos. La gratitud hacia aquel hombre en mis momentos de modestia, cuando yo creía que yo no se lo debía   -228-   todo a mi propio mérito, llenaba mi corazón. Jamás, sin embargo, le he amado. Todas las noches, desde hace meses, hablo con él más de una hora en voz baja. Me elogia, me dice mil corteses rendimientos; pero de amor no me habla. Entre él y yo existen tácitamente estas extraordinarias relaciones. ¿Es esto pecado? ¡Ah! Yo creo que sí. Ahora creo que sí. Me lo dice el corazón. Braulio está celoso. Pero, Dios mío, ¿por qué no me lo ha dicho? ¿Por qué no se ha quejado? Yo le hubiera pedido perdón. Yo le hubiera repetido mil veces que le amaba. Yo le hubiera renovado mis juramentos. Yo hubiera puesto término a la insana poesía, a la soñada historia que sólo a mi vanidad satisfacía. Pero no; Braulio tiene razón. Braulio es delicado. Un marido no debe dar celos. No debe decir a su mujer que sospecha de ella. Sería una indignidad, una vergüenza, de que él no es capaz. Y yo, necia, ciega, que no he comprendido hasta hoy lo peligroso y absurdo de mi conducta. ¿Quién sabe? Tal vez los maldicientes lo han entendido todo de la peor manera. Tal vez han mancillado mi honra y la de mi marido. Tal vez han tenido al cabo la crueldad de acusarme. Vamos, Paco; ya lo sabes todo. No me mates. Dame la carta. ¡Pronto! Dame la carta.

Paco, sin responder palabra, sin saber qué pensar de todo aquello, no atreviéndose a creer   -229-   que Beatriz mentía, no atinando a explicarse cómo se mintiese tan bien, y recordando, no obstante, que en la carta de Braulio había pruebas casi evidentes de que Beatriz era culpada, le entregó por último la carta.

Beatriz la desdobló con ansia, y no la leyó, la devoró.

No interrumpió la lectura, ni con un suspiro, ni con una exclamación, ni con una queja. Se puso alternativamente colorada y pálida. Mortal palidez prevaleció al cabo. Gruesas lágrimas brotaron de los hermosos y negros ojos de Beatriz y se deslizaron por sus mejillas.

El silencio era completo. Se podían contar los latidos violentos del corazón de Beatriz y del corazón de Paco.

Otra mujer, culpada o no culpada, hubiera fingido un desmayo, se hubiera desmayado de veras, o hubiera hecho extremos con sollozos, con gemidos y aun con gritos tal vez.

Beatriz, leída la carta, conocido ya todo el infortunio de su marido y el suyo, si es que a su marido estimaba, contuvo toda explosión vehemente de dolor, y dijo a Paco de esta manera:

-Reconozco mi delito. Reniego de mi estúpido engreimiento, de mi afán de lucir, de mi deseo liviano de ser admirada; pero no basta todo ello para explicar esta desventura. Soy víctima de una trama infernal; de una serie de   -230-   coincidencias fatales. ¿Quién sabe, Dios mío? ¿Quién sabe? Pero es muy duro, es tremendo, es cruel el castigo que cae sobre mi cabeza. ¿Por qué no me mató? ¿Por qué tuvo compasión de mí? Yo hubiera despertado al sentirme herida. Yo le hubiera perdonado. ¿Qué digo... le hubiera perdonado? Yo le hubiera pedido perdón y hubiera sido dichosa muriendo en sus brazos. ¡Cuánto me ama! Este amor sí que vale. En este amor sí que debiera yo haber cifrado siempre mi orgullo. ¿Por qué le he descuidado, hasta perderle tal vez, desvanecida yo, loca, atolondrada por una vanidad mezquina? Y él me besó, mientras yo dormía, en vez de matarme, como yo merecía de veras. Vino a darme de puñaladas y me dio besos de amor, y lloró de ternura, y me halló hermosa y me contempló extasiado. Paco, hermano mío; corre, ve al Ministerio, ve a todas partes, búscale; dile que le amo; tráele vivo a mis brazos; devuélvemele para que me perdone. ¿Qué haré, Jesús mío? ¿Qué haré? Estoy por salir a buscarle yo misma, como loca. Sólo me detiene el temor de que sean mayores el escándalo y la vergüenza. Hermano mío, por piedad, corre; busca a Braulio. Temo, tiemblo por su vida. ¡Qué horror! Él no me ha dado muerte: él me ha besado, creyéndose mortalmente ofendido. Y, en pago de tanto amor, yo le mato.

Paco estaba mudo, extático, lleno de asombro,   -231-   con la boca abierta, y sin saber qué pensar ni qué decir.

Beatriz, con más agitación, contrariada, impaciente por la inmovilidad de Paco, prosiguió de esta suerte:

-No te detengas: vuela, busca a Braulio. Se va a matar si te tardas. Dile pronto que le amo, que le idolatro; que su beso vale más que todas las satisfacciones y vanaglorias; que su amor me enamora; que la belleza divina de su alma excede para mí a toda la belleza de las demás criaturas de Dios. ¡Que yo le vuelva a ver, cielos santos! ¡Que yo me arroje a sus plantas y le pida mil veces perdón! ¡Que yo le pague el beso que me dio dormida, exhalando mi alma, infundiéndola en la suya con un beso eterno... infinito!

Mientras Beatriz hablaba, iba empujando a Paco fuera del saloncito; le iba echando a empellones de la casa.

Ya en la antesala, Beatriz añadió:

-Ve al Ministerio; acude a la policía; busca a Braulio por todos los medios: no te detengas.

El Campo, N.º 9, 1 de abril de 1878

Paco salió al fin de su mutismo y contestó:

-Sosiégate, Beatriz, yo le encontraré. Pronto estaré aquí de vuelta. No lo dudes: le traeré conmigo. Ten confianza en la bondad de Dios.

Dicho esto, abrió la puerta, salió de la habitación y bajó precipitadamente la escalera.

  -232-  

Doña Beatriz volvió vacilando y tropezando hasta la sala. No podía ya sostenerse. Cayó desplomada en el sofá.

Después de un instante de calma y de silencio, rompió en gemidos y sollozos y vertió un mar de lágrimas.

Acudió entonces el ama Teresa.

-¿Qué te pasa, hija? ¿Por qué lloras?

-Déjame, ama, déjame, contestó doña Beatriz. Soy la más desventurada de las mujeres.

El ama Teresa insistió en vano en idénticas o semejantes preguntas.

Beatriz no le contestaba sino rogándole que la dejase.

Cansada, pues, y hasta algo picada de aquel sigilo con que de ella se recataba Beatriz, el ama Teresa se salió de la sala y se fue al cuarto de Inesita.

-Niña, dijo, ¿no te levantas hoy?

Inesita, medio dormida aún, si bien tenía abiertas ya las maderas de la ventana, y el sol inundaba su cuarto, se incorporó un poco y contestó:

-Pues ¿qué hora es?

-Las nueve y media; cerca de las diez. De sobra es hora de que te levantes. Además es menester que te levantes. Hay grandes novedades. Paco Ramírez ha venido.

-¿Con mi cuñado?, preguntó Inés.

-Sin tu cuñado, dijo el ama.

  -233-  

-¿Y dónde está? ¿Se quedó en el lugar? ¿Por qué no viene?

-Lo ignoro. Sólo sé que tu hermana está llorando como jamás la he visto llorar. Sin duda ha ocurrido alguna gran desgracia. Beatriz nada ha querido decirme; pero algo ocurre de muy grave y lastimoso. Levántate, hija. Ve a consolar a tu hermana y a saber la causa de su dolor.

Inesita saltó de la cama llena de sobresalto. Se puso una bata, sin atender a más cuidado por la precipitación, y corrió al saloncito, donde Beatriz se hallaba.



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- XXI -

El Campo, N.º 11, 1 de mayo de 1878

-¿Qué tienes, hermana? ¿Por qué lloras?, preguntó Inesita con mucho cariño apenas entró en el saloncito y vio a Beatriz tan afligida.

Como Beatriz no le contestase y siguiese llorando, Inesita se inclinó sobre el sofá en que estaba echada Beatriz, y volvió a hacerle las mismas preguntas, acompañadas de besos y caricias.

Beatriz no pudo ya resistirse; sentía además necesidad de desahogar su corazón, e incorporándose y teniendo a Inés a su lado, dijo con un suspiro:

-¡Qué desgraciada soy, Inés!

-¿Qué sucede?, interrumpió ésta.

-Que por mi culpa Braulio está celoso y se ha ido de casa y puede que no vuelva más.

-¿Y de quién tiene celos?

-Tiene celos del Conde de Alhedin.

-¡Vaya un desatino!, dijo Inesita. Pues qué   -235-   ¿no ve claro que el Conde no tiene por ti más que mera amistad?

-Eso no, dijo candorosamente Beatriz, la cual, en medio de todo, amando a D. Braulio, llena de sobresalto por él, y arrepentida de su intimidad con el Conde, no podía conformarse con que el Conde no estuviese enamorado de ella.

-Eso no; yo creo que el Conde me ama; pero yo no le he amado nunca.

-Singular idea tienes del Conde, hermana. Créeme, hombres como él no aman sin ser amados. El Conde te distingue, te aprecia, te halla linda y agradable y discreta, y por eso habla contigo. Como es muy galante, te hace doscientos mil elogios; pero de ahí al amor hay una distancia infinita.

-¿Y quién te asegura que no ha salvado él esa distancia?, preguntó Beatriz.

-Nadie me lo asegura, contestó Inés; pero yo lo supongo. En todo caso, lo mejor es que no te ame. ¿Habías tú de amarle?

-No.

-Pues entonces, ¿para qué querías esa víctima?

-Yo no quería... ni dejaba de querer... no se trataba aquí de lo que yo quería, sino de lo que era. El Conde estaba asiduo conmigo, y yo, lo confieso, me complacía en sus asiduidades. No le amaba; pero sentía una satisfacción de amor   -236-   propio en creerme amada por él. Esto me ha perdido.

-Vamos, hermana, tranquilízate. Nadie se pierde por tan poco. Si tu marido tiene celos, con explicarle que no hay motivo para que los tenga, estará todo terminado.

-¿Y cómo se lo explico? ¿Dónde podré verle? ¿No te he dicho que se fue y no volverá más? Quizá se mate.

-Tales cosas me dices que empiezas a ponerme en cuidado, aunque no soy de las que se ahogan en poca agua. Braulio es suspicaz y caviloso; Braulio te adora; Braulio tiene de sí mismo, allá en el fondo del alma, la noble estimación que debe tener; pero de sus prendas exteriores no tiene buena idea. Su modestia en este punto traspasa los límites de la humildad y raya en desconfianza. Aunque te adora, aunque ha creído siempre en tu amor, opina en general poco favorablemente de las mujeres; cree que el lujo, la brillantez, la elegancia y la alta posición nos deslumbran.

-Y no cree mal. A mí me han deslumbrado, no para dejar de amar a Braulio y amar a otro, sino para complacerme en otro amor sin pagarle.

-Mira, hermana, no es tiempo de recriminaciones. Si hiciste mal en complacerte en ese supuesto amor, ya el arrepentimiento es tardío y estéril. Busquemos remedio a tu ligereza. ¿Ha ido Paco a buscar a Braulio?

  -237-  

-Ha ido.

-¿Y el Conde? El Conde es menester que también le busque. El Conde puede y debe explicárselo todo, y negocio concluido.

-¿Y qué es lo que el Conde tiene que explicarle?

-Que te respeta, que te quiere muchísimo, que se deleita en hablar contigo; pero que no te ama de amor, ni en ello ha pensado nunca.

-¿Y no mentiría el Conde al decir eso?

-No, hermana, ya es tiempo de declarártelo todo. Aquí, Inesita, a pesar de su serenidad, que varias veces hemos calificado de olímpica, se puso roja como la grana. Ya es tiempo de declarártelo todo, repitió, el Conde tiene relaciones conmigo.

Estas palabras cayeron y estallaron como una bomba dentro del corazón de Beatriz. Malo y horrible era haber lastimado el alma de don Braulio por la satisfacción de verse idolatrada, según ella suponía; pero era peor y más horrible el haber motivado la tragedia por una vanidad sin fundamento; por haberse engañado ella a sí misma, creando en su fantasía una adoración y un amor que eran para otra mujer y no para ella.

Beatriz se mordió los labios de vergüenza y de despecho. Calló por un momento; pero las palabras acudían a su boca pugnando por salir, y no pudo menos de exclamar al cabo:

  -238-  

-Has estado cruel y has sido traidora. He servido de pantalla. Me habéis hecho el blanco de la maledicencia. Os habéis conducido de suerte que todo Madrid me calumnia, que mi marido recibe anónimos delatándome, y que tal vez muera de dolor o se mate. Debéis estar satisfechos de vuestra obra.

-Bien sabe Dios, dijo Inés, que me duele en el alma de todo lo que te pasa; pero ni el Conde ni yo tenemos la culpa. Tú y Braulio sois muy extraños, cada cual a su manera; ambos os quebráis de sutiles, os pasáis de listos y os excedéis en el imaginar. Aquí no ha habido propósito deliberado de mi parte, ni de parte del Conde. Todo ha sido sencillo, natural, impremeditado. Acuérdate bien de todo. Vimos al Conde en los jardines del Buen Retiro, y me excitaste a coquetear con él. ¿Es esto cierto?

-Lo es.

-¿Es cierto que hasta me diste lecciones de coqueteo, con el fin... pásame lo grosero de la expresión... más grosera es la idea... con el fin de ver si lograba pescarle para marido?

-También es cierto; no lo puedo negar.

-¿No te respondí yo entonces que el Conde estaba prendado de ti y no de mí, y no replicaste tú que la conquista debía hacerla yo y no tú?

-Todo es como dices.

-Pues bien, yo coqueteé siguiendo tu consejo,   -239-   y todo te lo hubiera confesado, si no hubiera advertido en seguida que iba a darte un disgusto; si no hubiera advertido que, sin amar al Conde, te deleitabas en verle o en creerle rendido a tus pies. En un principio había hasta un motivo de delicadeza para no revelarte nada. Decirte que yo empezaba a coquetear con el Conde, hubiera sido excitarte a que desistieses de la diversión de tenerle o de creer que le tenías enamorado y cautivo.

-Eso debiste hacer si hubieras sido franca y leal, dijo Beatriz.

-Difícil era hacerlo en un principio. Más tarde fue imposible. El mismo Conde (¿qué quieres? Los hombres son fatuos) llegó a presumir que tú le amabas, que tu amor era etéreo, purísimo, que estimabas a tu marido y que jamás le ofenderías; pero, en fin, que angélica o seráficamente le amabas. ¿Cómo desengañarte? Creyéndote él y yo en aquella disposición de espíritu, nos movimos más al disimulo, el cual, te lo confieso, ha sido extraordinario. Nos hablábamos poco y nos escribíamos mucho. No podíamos suponer que nuestro amor tuviese las consecuencias desagradables que ha tenido. El Conde estimaba a Braulio. Braulio estaba tan encantado del Conde, que no recelaba de él, y que no vivía sin él. Braulio, que ha sido siempre tan hurón, buscaba al Conde y charlaba con él, y jamás tenía celos de que hablase   -240-   contigo. ¿Quién hubiera podido imaginar que los celos viniesen de repente, a deshora y cuando menos se temían?

-Inés, Inés, tu falsía ha sido espantosa, y sólo comparable con tu liviandad.

El Campo, N.º 11, 1 de mayo de 1878

-Toda injuria que me dirijas ahora la llevaré con paciencia. Soy culpada, muy culpada; pero te juro que jamás preví que pudieran haber tenido mis culpas tan fatales consecuencias para ti. Quisiera yo volverte la paz a costa de mi sangre. Quisiera morir para que tú y Braulio fueseis dichosos. La maldad, el pecado de que me motejas, le reconozco, le confieso, y estoy pronta a recibir por él el merecido castigo. No voy, pues, a disculparme, sino a explicar mi conducta. Así me comprenderás, aunque no me perdones. Seguí tu consejo y coqueteé con el Conde, porque el Conde me enamoró. Fríamente, por cálculo, jamás hubiera coqueteado con él. Indigna he sido; pero, según mi conciencia, hubiera sido más indigna haciendo otra cosa que el mundo no reprueba, sino aplaude: atrayendo con astucia al Conde, con persistencia reflexiva, sin más pasión que el deseo de colocarme; esto es, de lograr un título, quince mil duros de renta al año y una brillante posición. Seré todo lo perversa que quieras; pero eso jamás lo hubiera yo hecho, y eso era lo que, siguiendo la prudencia social, me aconsejabas tú. Pobre, huérfana de un hidalgo   -241-   lugareño arruinado y cuñada de un triste empleadillo en Hacienda, que casi me mantiene, mi orgullo se rebelaba contra la idea de conquistar dinero, nombre preclaro y consideración en el mundo, negociando con mi hermosura, por más que el matrimonio viniese como a santificar luego mis cálculos ruines. Te repito, pues, que seguí tu consejo de coquetear, no por reflexión, sino por instinto; no con estudio y cautela, sino ciegamente y poniendo en ello todo mi ser y toda mi alma. Todavía, si el Conde hubiera sido pobre como yo, oscuro como yo, menesteroso como yo, yo le hubiera dicho: cásate conmigo; pero siendo quien es, me repugnaba decírselo. Decírselo, era como decirle: porque te amo, dame diamantes y perlas, llévame en coche, haz que habite en un hermoso hotel, coloca una corona de condesa sobre mi frente, cómprame muebles bonitos, cuadros y estatuas, tenme criados que me sirvan al pensamiento; proporcióname, en suma, cuantas elegancias y comodidades trae el dinero consigo, y después obtendrás el goce y la posesión de mi alma y de este amor vehemente que te profeso, por más que esté refrenado y domesticado por la circunspección más severa. Yo no quise, ni pude decir esto al Conde, y esto hubiera sido menester decirle, aunque atenuado con rodeos y primores de estilo. Por no decirle esto, porque me repugnaba   -242-   decírselo, y porque le amaba, me he rendido sin condiciones, le he abandonado mi alma y mi vida. Lo justo, lo honrado, hubiera sido no coquetear con él, no atraerle, ni para conquistar su mano con calculadora frialdad, ni para faltar como he faltado.

-¡Desdichada!, exclamó Beatriz. Aún no sabes las consecuencias tremendas de tu falta. Braulio, por esa falta tuya, cree tener una prueba evidente de la falta que en mí supone: ha visto al Conde, tres noches ha...

-¡Dios mío!, dijo Inesita.

Toda su serenidad olímpica desapareció entonces al fin. Se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar como una Magdalena.



  -243-  
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- XXII -

Paco Ramírez, entre tanto había buscado inútilmente a D. Braulio por mil partes y de mil modos.

Luego discurrió ir a casa del Conde de Alhedin.

El criado que le abrió la puerta le dijo que el Conde dormía con tranquilidad, que aquella no era hora de visitas, que él no le pasaba recado y que se exponía a que le tirase a la cabeza los libros, el vaso de agua y cuanto tenía sobre la mesita de noche.

Paco insistió, sin embargo, con tal brío, hablando de lo importante, urgente y sagrado del asunto que le traía a hablar con el Conde, que el criado, que dio la casualidad de que era su ayuda de cámara, se decidió al fin a llamar al Conde.

Bien advirtió Paco que la palabra mágica que le abría la puerta de aquel encantado recinto   -244-   era el nombre de la señora de D. Braulio González, por quien dijo que venía enviado.

Fuese como fuese, le hicieron entrar en el despacho, donde aguardó más de media hora bramando de cólera e impaciencia.

El Conde, no obstante, había hecho prodigios inusitados de prontitud para vestirse.

Al cabo apareció.

Paco, que venía muy fosco contra él, se quedó pasmado de la afabilidad, llaneza y dulzura de aquel elegante, cuyo igual o parecido no había visto jamás en su lugar; pero cuando subió de punto su pasmo fue cuando, después de referir precipitadamente lo ocurrido, notó el vivo interés y la emoción profunda que agitaban el alma del Conde y que se retrataban en su bello rostro.

-Vamos a buscar a D. Braulio por todas partes, dijo; Dios querrá que demos con él. Doña Beatriz le quiere: es incapaz de faltarle. Yo le convenceré de la inocencia de doña Beatriz. ¿Quién será el autor del infame anónimo? Alguna malvada mujer. ¡Dios mío! ¡Qué horror! No me lo perdonaré nunca si ocurre alguna desgracia.

Dicho esto, el Conde dio órdenes a sus criados, escribió a los jefes de la policía, tomó, por último, el sombrero, y ya se disponía a salir él también en compañía de Paco a buscar al desesperado marido de doña Beatriz, cuando le   -245-   anunció su ayuda de cámara que un dependiente de uno de los juzgados de Madrid traía para él una carta que debía entregarle en propia mano.

El dependiente entró en el despacho y entregó la carta al Conde.

Estaba cerrada y sellada con lacre.

En el sobrescrito reconoció el Conde con asombro la letra de D. Braulio.

Abrió el Conde la carta, no sin bastante zozobra, y temblándole las manos y con la cara demudada, leyó lo siguiente:

«Señor Conde: Yo no podía servir en el mundo sino de estorbo. Cuando reciba V. estos renglones el estorbo no existirá ya. Que la propia conciencia perdone a los que me han hecho padecer, como yo los perdono».

-¿Dónde se ha hallado esta carta?, preguntó el Conde.

El portador de ella contestó:

En el bolsillo de un hombre que hace media hora se arrojó de cabeza por el viaducto de la calle de Segovia. No sabemos quién es. Usted, señor Conde, nos dirá el nombre del difunto.

-Don Braulio González, dijo el Conde de Alhedin.

Cuando supo Beatriz la muerte de su marido, su dolor tocó en los límites de la desesperación; mas no le resucitó por eso.

  -246-  

Inesita estuvo también punto menos que desesperada.

El Conde, compungido por todas aquellas lástimas, se esforzó por consolar a Inés: todo le parecía poco para consolarla. Venció la oposición de su madre, que no gustaba de casamiento tan desigual, e Inés, al año de muerto don Braulio, fue Condesa de Alhedin.

Paco, que había quedado burlado en sus esperanzas, decía con este motivo:

-Inesita, por no ser fríamente calculadora, ha conseguido lo que con el cálculo frío no hubiera conseguido acaso: bien es verdad que, para conseguirlo, ha sido menester que don Braulio se mate.

Más de dos años vivió Beatriz, de viuda, con el más profundo y sincero duelo en el alma.

Se retiró al lugar de su nacimiento, donde hizo vida ejemplar y propia de una santa.

A la memoria de D. Braulio rendía verdadero culto.

Aquel beso, que estando él celoso y dormida ella, le dio D. Braulio, en vez de matarla, como pensaba, le sentía ella en lo íntimo del corazón y difundía en su espíritu suave y pura melancolía.

La modestia y el recogimiento de doña Beatriz hacían que gastase poquísimo en su persona, así es que le sobraba mucho, en proporción de su corta hacienda, y todo lo consumía en obras de caridad.

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Paco Ramírez, testigo de todo esto, y única persona que veía a doña Beatriz en su soledad, acabó por enamorarse de ella perdidamente.

Ya hemos visto lo sensible que era doña Beatriz a que de ella se enamorasen. Primero, agradeció. Después luchó contra el recuerdo de D. Braulio una naciente inclinación. Por último, la pobre doña Beatriz no era de bronce; pasados más de los dos años, el amor nuevo venció los recuerdos del amor antiguo.

Paco y Beatriz se casaron: y Paco borró con besos, que dio a Beatriz despierta, la impresión al parecer indeleble de aquel beso tan poético que ella había recibido dormida.

Paco, algo recelosillo, como buen lugareño, se guardó bien de llevar a Madrid a Beatriz, no hiciera el diablo que se le antojase de nuevo que el Condesito estaba enamorado de ella seráficamente.

Este y su mujer siguieron siempre en la corte siendo dechados de elegancia.

Inesita, luego que pasó tiempo, filosofó con serenidad acerca de D. Braulio y explicó su muerte de un modo satisfactorio para ella.

Don Braulio se había suicidado porque era tétrico de carácter; porque tenía menos religión que un caballo; porque estaba desesperado de ser feo y enclenque; porque había cometido la imprudencia de haberse casado con mujer joven y hermosa; porque tenía el ridículo   -248-   empeño de ser adorado, y porque el amor, que no tenía, por carencia de fe, para las cosas del cielo, le había puesto en algo de mundanal y finito que no lo merecía, empeñándose en revestir a este ídolo de calidades y excelencias que sólo a lo sobrenatural convienen.

En suma, Inesita daba por evidente que lo mejor que D. Braulio podía haber hecho era matarse.

No creemos que Inesita tuviese gran erudición clásica; pero, si la hubiera tenido, hubiera repetido a propósito de D. Braulio, cierto verso, me parece que de Homero, que dicen que declamó Escipión al saber la muerte de Cayo Graco, su sobrino, y que en mal romance y peor prosa se interpreta así: Perezca como él quien imitare su ejemplo.





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