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Luisa Valenzuela toma la vía lunar

Amy Kaminsky





Al igual que Virginia Woolf, cuyo ensayo A Room of One's Own todavía se lee como un texto pionero de la teoría literaria feminista, Luisa Valenzuela ha escrito con aguda clarividencia sobre mujeres y escritura, no pocas veces a solicitud de otros. Peligrosas palabras (2001), que recopila un grupo de ensayos de Valenzuela sobre la relación entre lenguaje, cuerpo y género; la responsabilidad del escritor como agente político y moral; y una variedad de temas relacionados, nos da una oportunidad de leer a Valenzuela como teórica. Más específicamente, podemos leerla como teórica feminista. Valenzuela escribe desde una perspectiva de sujeto femenino, le interesan las mujeres escritoras, considera el contexto cultural y político en el que el género funciona como aparato organizador en la producción, supresión, publicación y recepción del texto literario, y comenta el significado de las diferencias que surgen de tales disposiciones de género. Cuando, por ejemplo, dice que le gustaría tener a su disposición un sistema gramatical de género que permitiera tres versiones del sustantivo cuya raíz es escritor: «escritoro él, escritora ella, escritore cualquiera de los dos, indistintamente» (Peligrosas, «Payasos sagrados» 177), Valenzuela abre una ventana a su noción de diferencia de género: que hay diferencias reales (lo que no quiere decir que sean eternas) entre hombres y mujeres -y por lo mismo las hay entre hombres escritores y mujeres escritoras-; por otro lado, también hay algo que comparten. Su antiesencialismo se hace evidente aquí, en la forma en que ella confunde las asociaciones convencionales de género.

Cuando, en «La palabra, esa vaca lechera» (Peligrosas 25-30) conceptualiza la escritura de mujeres en términos de física cuántica -como sustancia y movimiento, partícula y onda-, Valenzuela transgrede en territorio tradicionalmente masculino. Pero la física no es una ciencia tan rígida como alguna vez nos lo hicieron creer: su lado lúdico, imaginativo, sugerente, paradójico, la ha suavizado1. Además de este tropo de la física, Valenzuela incorpora una metáfora de la química: la escritura femenina, nos dice, invierte la carga de los electrones (26). Tanto como química y como física, la autora involucra los procesos de escritura y de lectura, así también el texto como objeto material. Para extender la metáfora y refrescar el cliché, el lector está obligado a estar en la misma onda que Valenzuela; y sugiere que para aquellos de nosotros que somos mujeres lectoras, nuestros cuerpos están cargados iónicamente para adherirse a esas partículas.

Las invitaciones a dar charlas en congresos y a dirigir talleres de escritura, las preguntas formuladas a la autora en relación a sus propias prácticas escriturales no sólo coligen la obra de Valenzuela como teórica y le proporcionan un espacio, sino que también le dan forma a su propio contenido y estilo. Los ensayos de Peligrosas palabras, muy a menudo presentados primero como charlas y conferencias, están, nos dice Valenzuela en la «confesión» que constituyen sus comentarios preliminares, escritos en un lenguaje deliberadamente coloquial (Peligrosas, «Confesión» 14). Aún así, por su rica imaginería y expresión elegante queda claro que son escritos por la misma pluma que sus novelas y cuentos. Esos ensayos son a la vez parte integral de la producción literaria de Valenzuela, vinculados estilística y temáticamente a su narrativa, y una invaluable fuente de reflexión sobre su ficción, y más ampliamente sobre la escritura de mujeres2. Abundantes en metáforas, a menudo los ensayos de Peligrosas palabras se aproximan más a la escritura profundamente simbólica y alusiva que marca su ficción, y tanto sus ensayos como su ficción se alimentan de una reserva compartida de mito que es a la vez tan personal como cultural. Y a veces -sobre todo en su escritura sobre las máscaras- abandona el ensayo y recurre a la narración, retornando a su argumento a través de la alusividad de la ficción literaria.

Este proceso sinuoso, que lleva al lector por medio de la ficción a la teoría y por medio de la teoría a la ficción, es lo que quiero decir por vía lunar -una metáfora que he tomado precisamente de estos mismos textos:

Creo en los caminos alquímicos y me ha tocado a mí la llamada vía lunar, que contrariamente a la vía solar transita de la práctica a la teoría.


(«Confesión» 11)3                


Valenzuela trae a la luna misma dentro de una narrativa profundamente corporizada que comienza con «Este cuerpo que viaja...» (Peligrosas, «Ensayo», 151), vinculando el cuerpo a la memoria, situación y lenguaje. La protagonista come almejas en un malecón en Uruguay que se extiende sobre el mar, siente el frío de la noche, piensa en la envidia uterina de su nieto y mira el crepúsculo. La pieza finaliza con una meditación sobre la luna, profundamente feminizada en contraste al sol apolíneo:

El sol se ha ido. El rubor en el agua permanece. Ella, la luna, ya está bastante alta donde menos se la espera y sigue creciendo entre nubes que a ratos la cubren por completo. Quizá yo también me vaya, quizá me permanezca acá, se acabó el vino, tengo un poco de frío, me están esperando en otra parte, no quiero alejarme, sé que todo aquello que se acaba volverá a empezar de otra manera. Me apuro a escribir, él, el sol se apura a un derrotero ya invisible. En esta terraza en la que me encuentro sólo estoy iluminada por su raleante luz. Y ella la muy lunática cumple por un rato su efímera misión de curva reluciente. El lucero de la tarde aparece, por razones de nubosidad, tarde. Él, escondido ya aunque previsible, alumbra todavía un poquito; la siempre imprevisible me depara iluminaciones serenas. El previsible persiste en hacerse recordar con resplandores cada vez más tenues mientras se va asomando en otra parte. Y yo acá, viendo caer la noche como quien se desliza, callándome la boca.


(160-61)                


Esta descripción de un crepúsculo contiene huellas de la metáfora lunar de Valenzuela, incluso sitúa el origen de la metáfora misma. El sol es insistentemente «él», la luna, «ella». El brillante sol agónico, que todavía logra dar alguna luz, insiste en ser recordado, y la protagonista reconoce que «él» está siempre en ascensión en otra parte. La luna, no obstante (como la estrella vespertina), es ensombrecida por las nubes. La luna feminizada está marcada, además, inevitablemente y tautológicamente por el adjetivo que ella genera: la muy lunática (la aliteración colabora aquí jugando sobre la «a» gramatical, recargada y repetida (la, lunática), y la vocal «u», profunda (muy lunática). Ella tiene una misión, sin embargo, es una misión efímera que cumple solo por un momento, erráticamente. El sol ha desaparecido, pero él es completamente previsible; la luna jamás puede ser prevista, al contrario, ella es «la siempre imprevisible». A diferencia del sol, la feminizada luna emite leves fulgores. El plural es significativo aquí: la implacable luz singular del sol le da al mundo una forma estable, las claridades de la luna van y vienen y ofrecen un juego de realidades visuales. Es la luna la que interrumpe a la protagonista, quien empieza a sentir el frío de la noche y tiene motivos para irse a otra parte, y cuyo vino, que ya no está frío, es pronto consumido. A diferencia del sol, la luna es impredecible (por supuesto que no literalmente: las fases de la luna, el momento de su ascenso y ocaso pueden ser calculados con precisión. Pero Valenzuela se desplaza de la descripción al mundo del símbolo, un desplazamiento que ella ha prefigurado determinando las diferencias de género del sol y la luna, más allá de las de la gramática). Este pasaje lleva al lector de Valenzuela al origen de la metáfora lunar, la luna lunática, impredecible, con sus suaves, implícitamente intermitentes fulgores. La vía lunar que Valenzuela traza en sus ensayos y en su ficción es la vía de la lógica inductiva. No obstante, la metáfora nos ofrece más aún. Esta es una lógica nocturna, que se obtiene ajustando los ojos a la penumbra. Está asociada con la magia, y es cíclica. La vía lunar es apenas fortuita o errática. Una vez abierta, Valenzuela recorre nuevamente sus rutas principales, pero también nos lleva por sus caminos aledaños, trazando no una trayectoria única para una única verdad, sino más bien un itinerario complejo, un sistema de entendimiento que se enriquece cada vez que es reconsiderado.

«La mala palabra» es un buen ejemplo. El ensayo comienza como una discusión de la apropiación de las mujeres del lenguaje frente tanto a un sistema de significado masculinizado como al miedo de los hombres al discurso de las mujeres. Dentro de él está inserta una narrativa poética titulada «La sal» que se distingue visualmente del resto del texto por el uso que hace de las bastardillas. Es como si el intento de escribir un análisis directo de la relación de las mujeres con el lenguaje fuera, inevitablemente, fútil. La apropiación del lenguaje como tal ha sido una tarea desafiante para las mujeres:

[...] el viaje de la mujer a través del reino de la palabra ha sido arduo: de sujeto de la sujeción, pasando por ser sujeto del enunciado, la mujer está llegando por fin en los albores del tercer milenio a ocupar el lugar que le corresponde en tanto sujeto de la enunciación.


(Peligrosas, «Apropiación de un lenguaje propio» 18)                


Aún más, Valenzuela comenta lo difícil que es expresar lo que ella quiere decir, dado que el lenguaje es el único medio que tiene para escribir sobre el lenguaje. Título tras título de estos ensayos, somete el vocablo, «palabra», a una serie de adjetivos y aposiciones, «peligrosas palabras», «la mala palabra», «la palabra rebelde», «la palabra, esa vaca lechera», que desbaratan el reto y la promesa que el discurso representa para las mujeres.

Al lidiar con un sistema de significación que es alternativamente prohibido (Peligrosas, «La mala palabra» 37), obtuso («Apropiación de un lenguaje propio» 19) y, algunas veces, un lecho de arenas movedizas («La otra cara del falo» 44), Valenzuela expande la determinación del significado mediante la denotación y la polémica con un rico guisado de alusión, sonido y asociación. En «La mala palabra», la ficción interpelada es una práctica en la inductiva y seductiva lógica lunar que impregna la racionalidad del ensayo con el mito. La letra en bastardilla del relato da paso al tipo romano del texto en el cual está inserta, pero la narración cambia para siempre la naturaleza y el significado de aquello que la contiene. Mediante esta alquimia, dice Valenzuela, el acto de escribir produce una nueva máscara que es ahora el texto, una máscara maleable, hecha por la mujer escritora. Además, nos informa, que está en su poder el disolver esta máscara o dejarla ser (41). La máscara-texto se convierte en otra superficie del cuerpo. El texto es cuerpo, y el texto es máscara, y la máscara es dúctil y soluble. Es una cubierta que marca la cara que esconde y en la cual se convierte simbólicamente. En «La sal», el material de la máscara que mancha la piel del portador desdibuja la distinción entre máscara y rostro. De modo semejante, las historias de máscaras en Peligrosas palabras son diferenciadas a la vez que forman parte de los ensayos entre los que aparecen.

En «La máscara y la palabra», otra de esas narrativas en bastardilla, dos amantes se despiden en el Museo de Historia Natural de New York. La mujer, decepcionada por la endeble despedida del hombre, busca consuelo en una vieja máscara, superponiendo sobre ella el reflejo de su propio rostro en la vitrina en la que la máscara descansa. Una vez que la mujer del museo encuentra, en este juego de sustituciones visuales, la perfecta simetría entre la máscara y su rostro, desaparece del texto: su arrepentido amante ya no puede encontrarla. En Peligrosas palabras y otros textos, el significado de la máscara se alcanza en parte por acrecentamiento, y el tema gana en profundidad y contorno a través de esa repetición. La máscara de sal roja insertada de forma indirecta en la narrativa de uno de los ensayos hace referencia a descubrimientos antropológicos y al análisis del uso de las máscaras en las culturas tribales en otro. Cuando la máscara aparece nuevamente, esta vez como metáfora, ya contamos con el trabajo preliminar que nos indica cómo entenderla.

Estas resonancias de sentido son un ingrediente esencial de la alquimia textual de Valenzuela, en que la teoría deriva de la práctica misma. Valenzuela recuerda haberse desviado de este camino sólo una vez, cuando decidió escribir nuevas versiones de los cuentos de hadas de Perrault, habiendo desarrollado ya «una teoría sobre la sistemática sujeción de la mujer por medio de esas historias en apariencia inocentes» (Peligrosas, «Hoy cuento sobre el cuento» 208). El comprender que los cuentos tradicionales que firmó Perrault habrían sido contados de manera diferente por las madres a sus hijas, felizmente no la llevó a componer un ensayo pedestre, sino a escribir sus deliciosos «Cuentos de Hades»4. Con la excepción de estas historias, el acto de escribir y los textos en sí mismos son la fuente y el cuerpo de la teorización de Valenzuela. Sus ensayos en Peligrosas palabras y en otros textos son al mismo tiempo comentarios sobre esa teoría hecha práctica y extensiones de ella.

La asociación de la luna con la femineidad y la consagración de las mujeres al reino de lo concreto (en el caso presente, la práctica literaria) hacen de la vía lunar una metáfora potente. En Escritura y Secreto (2003), la vía lunar se refugia bajo la sombra de la metáfora. En este texto, compuesto por múltiples ensayos, Valenzuela sostiene que los escritores ya no pueden seguir buscando la brillante luz de la verdad, representada como el sol y garantizada por Dios. Siguiendo a Nietzsche, Valenzuela nos dice que el sol/verdad/Dios se ha vuelto oscuro y que es la tarea del escritor reconocer su sombra, la cual no tiene nombre, pero que bien podría llamarse el Secreto. Lo innombrable es, por supuesto, lo importante aquí -ahora es el lenguaje mismo el que está bajo su propio escrutinio. Es una posición imposible, pero inevitable e indispensable a la vez. Sin embargo, de todos los términos posibles que podría sugerir el Secreto y que denotan precisamente aquello que está oculto y es deseado, la luna quizás sea el término que mejor lo hace. Sin ser realmente antónimo del sol, la luna es, a pesar de todo, su contraparte nocturna. El mito supera a la astronomía en darle sentido a la luna. Pero la luna misma, cuya luz capturada del sol y reflejada en su áspera superficie de piedra, desaparece en esta poética cadena de pérdidas. El Secreto, asociado con el dolor y la atracción del mal lo permea todo, aunque está perpetuamente apenas más allá del lenguaje. Su ruta es la oscuridad y el agua, compañeras de la todavía innombrada luna:

El Secreto, al igual que el mal, según Baudrillard, permea todas las cosas. Con la escritura, con la intuición o la razón, es decir navegando las turbulentas aguas del lenguaje, siempre alcanzaremos una región donde el Secreto, como el oscuro objeto del deseo, se yergue sólido y a la vez inasible. Porque el Secreto al que aludo tiene su morada más allá de las palabras, pero un pasito apenas.


(Escritura, «Alrededor del Secreto» 14)                


Este ensayo, construido sobre figuras de sombras y el deseo de ver, está representado de manera notable en la metáfora de Nélida Piñón, de la escritora como espeleóloga que va iluminando su camino con una caja de fósforos, encendiendo uno a la vez, iluminando fugazmente partes de la caverna y -como hace notar Valenzuela- simultáneamente proyectando sombras, abrigando la esperanza de que los fósforos le duren hasta terminar la novela. Valenzuela le da un giro al entendimiento convencional de lo que significa para las mujeres ser marginalizadas en y por el lenguaje, de haber sido dejadas, literalmente y en sentido figurado, en la oscuridad. Lejos de ser una tragedia, la marginalización les da a las mujeres una perspectiva ventajosa en el lado oculto de las palabras. Encuentra un placer característico de ella en hacer su metáfora concreta y corporal -apta para las mujeres, asociadas, como las brujas, con los animales nocturnos; ya construidas como guardianas del sexo y del excremento, y acostumbradas a los espacios de contradicción en los que hemos sido atrapadas. El uso característico que hace Valenzuela de la ironía extirpa la ponzoña a su acusación implícita de los milenios de subordinación institucionalizada a que han sido sujetas las mujeres:

Soy nictálope, veo de noche, menos que los gatos o los búhos, pero algo veo. Soy también mujer. Dudosa ventaja, pero ventaja al fin, si se quiere hurgar en las zonas ocultas del misterio, sin perturbarlo pero con decisión irrevocable. Conviene repetir y recordar que las mujeres debemos estar particularmente a nuestra posición marginal en las tierras baldías del lenguaje. Gracias a ella conocemos bien el reverso de las palabras, su maloliente trasero, y reconocemos el poder generativo de su secreta entrepierna. Fuimos también las antiguas guardianas del Secreto, por irónico o paradójico que parezca. Aunque es cierto que dentro de la paradoja también nos movemos con comodidad, a causa de la costumbre de circular por los espacios de contradicción donde fuimos encajonadas por milenios.


(Escritura 69-70)                


Este pasaje nos devuelve al Secreto que las mujeres, circulando por los espacios de la contradicción, son encargadas, a la vez que son consideradas incapaces, de guardar. Aquí Valenzuela vuelve a otra de sus disciplinas favoritas, la antropología, cuyas aseveraciones ella despliega en la mejor tradición de los creadores de mito y de los escritores de ficción.

Hay que admitir que en el apartado titulado «Incursiones antropológicas» de Escritura y secreto Valenzuela simplifica exageradamente la historia del desarrollo de la cultura humana como una historia en la que los hombres toman el poder discursivo de las mujeres (el poder de hacer máscaras, el poder de escribir) y en la que las mujeres lo reclaman

Por falta de educación o de permiso, durante siglos la mujer tuvo prohibida, o casi, la escritura. Un obispo asumió máscara de mujer para acallar a la mejor de todas; todo tipo de ardides fueron utilizados como en tiempos primigenios para apartar a la hembra de la especie humana del Secreto que trasciende la especie y a la vez la confirma en su estatus de sapiens. También de ludens y politicus. Ahora la mujer ha tomado la escritura, que es sabiduría y es juego y es política, con la pasión de quien va cartografiando terreno poco conocido. Terreno fértil y minado, por cierto, porque así es el lenguaje. A la guerra como a la guerra, se van recuperando máscaras protectoras y se amplía vastamente el panorama desde donde percibir el brillo del Secreto en todo su esplendor inalcanzable.


(Escritura 83)                


Este es el clímax -el fin y el punto culminante del ensayo de Valenzuela sobre la escritura. La búsqueda del Secreto por la vía del lenguaje, sobre todo a través de la escritura de ficción, a medida que el tema del ciclo de conferencias se transforma en el ensayo impreso, da paso al llamado a las mujeres escritoras a ser parte de esa búsqueda. Con una alusión a Sor Juana resignificada como «la mejor de todas» en contraposición a su última rúbrica ensangrentada, Valenzuela finaliza su sutil y perspicaz ensayo con un llamado a las mujeres escritoras a formar filas. Porque, pese a que la mayor parte de las veces se sitúa en una conversación sobre la escritura que no excluye a los hombres, muy deliberadamente también incluye a las mujeres. En un ensayo donde suaviza su análisis académico con la expresión de su admiración por Carlos Fuentes y sus sentimientos de cordialidad por Julio Cortázar, escribe de forma contundente sobre la valerosa escritura de Clarice Lispector, Luisa Mercedes Levinson y otras escritoras:

Tengo para mí que un tema paradigmático de cierta literatura producida por escritoras latinoamericanas podría definirse como un regodeo en el asco. Ajena a las descripciones del cuerpo femenino y sus avatares propuestas por las críticas feministas francesas, esa noción hace referencia a una vía lateral de acceso al conocimiento atravesando miasmas, poluciones y pantanos de incuestionable función metafórica.


(Escritura, «Cuatro ventanas hacia el Secreto» 56)                


Para Valenzuela, la voluntad de las mujeres para arriesgarse a lo repulsivo y para habitar el desorden es fundamental, digna de repetición: «A las mujeres el desorden no nos aterra, nos enfrentamos con él a diario, y de alguna manera sabemos que encierra un orden implícito [...]» (Peligrosas 185); o también, «A las escritoras no nos asusta el desorden, y también aceptamos y tratamos de meter las manos (es decir las palabras) allí donde se supone que uno no las mete nunca, no debiera meterlas» (Escritura 61, Peligrosas 185).

Valenzuela llega a decir que este es un territorio que los héroes masculinos han atravesado, aunque sin ninguna evidencia de introspección, como se evidencia en los textos de las mujeres, y sin haber ganado ningún conocimiento. Aquí, Valenzuela emite un juicio de valor no tan indirecto: los hombres escritores no han minado esta geografía por su poder transformador. El héroe masculino conquista lo repulsivo y la aprensión del pantano, las mujeres escritoras se sumergen en él, lo toman en su cuerpo, que es también el cuerpo del texto, y emergen con un conocimiento nuevo.

El otro juicio poco escondido que hace Valenzuela es a las críticas feministas francesas (presumiblemente Hélène Cixous y Luce Irigaray, y quizás Julia Kristeva). De forma fructífera hace una nueva lectura de la problemática noción que abogan de escribir (con) el cuerpo, señalando que el así llamado feminismo francés de los '70 y '80 a menudo asociaba de modo simplista la escritura de las mujeres con los cuerpos de las mujeres y que, de manera optimista, reclama esos cuerpos tan sólo como sitios de placer. Valenzuela nos devuelve a la subjetividad que amenaza con caer fuera de la escritura como producción corporal en Irigaray y Cixous, lo hace, significativamente, citando a mujeres escritoras concretas y situándolas en el espacio histórico y geográfico de América Latina. En la lectura de Valenzuela, el cuerpo no sólo es decididamente sexual, sino también político.

«Conclusión», el ensayo final de Peligrosas palabras, contiene la promesa de un cambio paradigmático en la escritura literaria gracias a la concientización de las mujeres (217). Aquí, argumenta que el monismo fálico, unitario, de los primeros dos milenios está dando paso a un dualismo que reconoce la complementariedad de lo masculino y lo femenino (reconfigurados de modo que cada uno de los elementos tenga el mismo peso, de tal manera que la familiar jerarquía no resurja). Ella ve esto como el efecto de las luchas de las mujeres en el siglo XX para desarrollar todas sus capacidades. El otro numeral que está de subida es el cero, representado como un círculo -de nuevo, con carga política: el círculo dibujado por las Madres de Plaza de Mayo, que deviene el centro del ensayo: el círculo que se levanta en un punto y da origen a fuerzas centrífugas y concéntricas hace eco al poder de las mujeres:

Quienes saben dicen que la energía femenina así circula: concéntrica y centrífuga como las ondas en el agua al caer una piedra. Los círculos de las Madres [de la Plaza de Mayo] continuarán hasta que se aclaren las incógnitas.


(219)                


Esto es característico de Valenzuela: lo político emerge orgánicamente de la escritura. De las Madres se va a los Maorí, con una historia de diosas perdidas y de mujeres que las hacen revivir en la elaboración de sus máscaras, tema que retoma en Escritura y Secreto. Aquí, la energía política es también espiritual, mientras sigue su curso a través de la metáfora, una esperanza para la humanidad en la obra de las mujeres y en el reconocimiento de la chispa de lo femenino, del mismo modo en hombres y mujeres. Es un territorio peligroso, que amenaza reinscribir nociones tradicionales, convencionales, de lo que son la masculinidad y la femineidad. Valenzuela implícitamente hace la pregunta crucial: ¿son las metáforas de género las peligrosas palabras que deberíamos estar manejando cautelosamente? La asociación de la luna con lo femenino, por ejemplo, implica que es una luz reflejada, menor, pero también una luz que esconde a la vez que revela. Secreta y misteriosa. Estos últimos términos son seductores -¿por qué no querrían las mujeres, especialmente las mujeres creativas, estar asociadas a ellos? Codifican su propio poder, pero también pueden ser una trampa que arrastra a las mujeres a un espacio diminuto, reduciéndolas en tamaño y horizonte. Parecen, para usar un término de la década de los 90, ser profundamente esencializantes. Como metáforas, no obstante, no son tan fácilmente reducibles a una esencia, dado que la esencia de la metáfora es su movilidad: un término es entendido en términos de otro, y la misma multiplicidad de connotaciones y asociaciones socava su potencial esencializante.

Las palabras de Valenzuela, entonces, son peligrosas en parte porque amenazan con trastornar la función tradicional de un lenguaje sexuado que reinscribe la subordinación de las mujeres mediante mecanismos de des-empoderamiento y vergüenza. Son peligrosas para los padres y para los hijos-queserán-padres, cuyo sistema de transmisión generacional de poder descansa sobre la complicidad de las mujeres en un sistema de significación que reinscribe su propia subordinación con cada articulación. Valenzuela simplemente rehúsa cumplir con tal avergonzamiento. Pertenece a un grupo de mujeres escritoras que reclaman lo erótico para las mujeres, celebrando su sexualidad y su deleite en su propio cuerpo y su placer. Varios de los ensayos en Peligrosas palabras hablan de la importancia de que las mujeres tomen control del lenguaje erótico y el lenguaje de la diferencia de género y hacerlos suyos.

Sin embargo, el peligro que presenta la apropiación de las mujeres al lenguaje erótico tiene doble filo. Si bien la excitación inicial de representar el propio deseo y placer sexual era muy real, por mucho tiempo las mujeres han usado su poder sexual para alcanzar metas dentro de la economía del patriarcado. El sorprendente logo de Peligrosas palabras, la sensual mujer desnuda con un sombrero de bruja, cabalgando sobre una pluma estilográfica fálica, descomunal, como una bruja a horcajadas en su escoba, es transgresivo en cuanto provoca al espectador a reinscribirlo como pornográfico, es decir, el uso de la sexualidad de las mujeres para el placer de los hombres. El logo atrae la mirada masculina incluso mientras aquella bruja montada en su estilográfica está yéndose hacia otro lado.

El deseo heterosexual ha sido peligroso para las mujeres no sólo porque sucumbir a él puede significar perder la moneda de la virtud dentro del patriarcado, sino también, más profundamente aún, porque mantiene a las mujeres bajo el dominio de los hombres. Valenzuela responde al desafío de reclamar el deseo heterosexual para las mujeres. Confronta la complejidad y las contradicciones internas que se le han acumulado bajo el patriarcado. Sólo admitiendo que deseamos aquello que puede hacernos daño somos capaces de lidiar contra su poder. En una de las historias más leídas, más antologadas y más analizadas de la autora, «Cambio de armas», la levanta el arma y apunta a su amante/atormentador; pero es demasiado pronto en el juego de recuperar deseo y poder para saber si ella dispara o no. Ese disparo (o la decisión de no disparar) es mantenido en suspenso porque cualquiera de las opciones cancela el acceso a una necesidad fundamental.

La mirada segura de Valenzuela, su resuelta exploración de la heterosexualidad femenina (desdeñada por las feministas radicales, considerándola como autodestructiva dentro del patriarcado), su determinación para reivindicar la heterosexualidad para sus personajes femeninos, para su placer y el de sus lectores, no ha sido un viaje solitario. La autora reconoce el trabajo de otras mujeres escritoras, sus contemporáneas, que han asumido asimismo esta tarea. Quizás la contribución más contundente de Valenzuela a la teoría literaria feminista es su exploración de la densa estructura que entrelaza el miasma del deseo con la responsabilidad social y política del artista. Sostiene que mientras que las mujeres cómodamente han logrado superar la proscripción de escribir sobre sexo, todavía se les dificulta ser publicadas, leídas y tomadas en serio cuando escriben sobre política. En «Lo que no puede ser dicho» (Peligrosas palabras 93-105), señala que la sexualidad no sólo se ha convertido en un elemento aceptado, sino en un elemento bien acogido y quizás incluso obligatorio en la escritura femenina. Y por qué no, puesto que sitúa a la mujer justo donde siempre ha estado en el imaginario occidental.

La escritura femenina sobre política (aquí específicamente la política de la dictadura militar de 1976-1983) no es fácilmente contenida por un sistema de género convencional. Más importante, la naturaleza de la escritura que tanto inquieta a los editores y a los lectores es escribir a través del imaginario. A diferencia del periodismo o del testimonio, que exoneran la cultura al nombrar a responsables de crímenes, la ficción imaginativa que penetra en la psiquis cultural compromete a todos. Para una mujer, uno de cuyos roles tradicionales es dar alivio y consuelo, rehusarse a mitigar en su escritura las dudas de una sociedad herida y más bien incluir al lector en una responsabilidad compartida, incluso como culpa, es mucho más trascendental para ella que declararse abiertamente a sí misma un ser sexual.

Es quizás por esta razón que el llamado de las feministas francesas clásicas a «escribir el cuerpo» es tanto más enriquecido por el sutil desplazamiento que hace Valenzuela con la incitación «a escribir con el cuerpo». La preposición que ella introduce coloca al cuerpo en una relación diferente con el verbo. Ya no es más su objeto, sino más bien lo pone en una relación fluctuante con el sujeto de la escritura. Escribir con el cuerpo (en tanto al lado de, acompañado por) sugiere una práctica escritural que es tenazmente consciente de la naturaleza corporal de la escritora, una corporeidad que incluye la sexualidad aunque no se agota con ella. Escribir con el cuerpo también puede significar usar el cuerpo como el instrumento mismo para crear significado, como lo hace Valenzuela, por ejemplo, cuando dice que los actos de valentía bajo dictadura consisten en escribir con el cuerpo (Peligrosas, «Escribir con el cuerpo» 121-139). Escribir el (implícitamente erotizado) cuerpo, en contraste, es fácilmente recuperado por una agenda masculinista. El primer estremecimiento de emoción de las feministas al desatar el peligro de la sexualidad femenina fue rápidamente acorralado.

El ejemplo paradigmático de la contención de la escritura erótica femenina en la ficción de Valenzuela ocurre en su novela, La travesía (2007). Aquí, el marido secreto de la , con el nombre deliciosamente sobredeterminado de Facundo Zuberbühler, le obliga a narrarle sus experiencias sexuales en cartas remitidas a él. Su propio placer sexual no se sostiene en el acto del coito, sino en el acto de la lectura. Igualmente importante, se sustenta en el poder que tiene para hacer que su joven mujer cumpla con sus deseos revelándole sus historias sexuales. No es una nimiedad que él sea el patriarca por excelencia -no sólo un presunto alcahuete que explota a su joven esposa, no por dinero sino por historias, sino también una figura paterna, un maestro y un marido, un experto en la ley, quien, según los rumores, mató a su primera esposa. Abusa de su autoridad, y su poder de coerción, ejercido primero para distanciar a la de la implicación política con sus compañeros de estudios, es consolidado por su habilidad para protegerla enviándola a hacer su trabajo de campo antropológico al extranjero durante el tiempo en que sus compañeros de universidad están siendo raptados, torturados y asesinados por el aparato del terror de Estado. La dominación sexual de Zuberbühler es a función de un poder político que va de lo muy personal a lo muy público. Si ella deja de enviarle cartas a casa, la traerá de regreso. F insiste en que el matrimonio se guarde en secreto por seguridad de la , pero a un nivel simbólico el matrimonio es secreto porque es indecoroso. Preferimos no saber que inclusive las mujeres feministas son sojuzgadas por la cultura patriarcal que las seduce y las reclama5.

Si bien el nombre de Facundo Zuberbühler conmociona la página con su excesiva presencia, el nombre de la está notablemente ausente hasta el final de novela, cuando ella misma se deshace del peso de las cartas y puede reclamar toda la identidad que un nombre confiere6. Hasta ese momento, el lector debe conformarse con «Bella», el llamativo apodo que le aplicó su amigo artista homosexual Bolek. «Bella» es otro avatar de la Bella de la ficción temprana de Valenzuela.

La de La travesía le ha pagado a su esposo secreto en la moneda que él demandaba, pero las historias sexuales que escribe para su esposo definitivamente no son ejemplos del tipo de escritura con el cuerpo por el que Valenzuela aboga en sus ensayos y narra en su ficción7. Parte de lo que hace tan vergonzosas estas cartas escritas a Zuberbühler es el hecho de que son escritas para satisfacer el deseo del otro masculino dominante y le ayudan a mantener su control al corroborar la ficción de que el deseo de la mujer es el placer de los hombres. Estas cartas pornográficas son una falsificación, en la imaginativa etimología de Valenzuela por no grafía se lee como por no escribir (Peligrosas, «Eros/porno, cara y ceca» 65).

La pornografía, entonces, es una no escritura que pese a todo se textualiza: y lo hace para no escribir un erotismo centrado en la mujer, sino ratificar una falsedad. Inclusive Bolek, quien de otra manera es perspicaz y sensible, cree conocer a la por medio de esas cartas, escritas para satisfacer la lujuria de un viejo verde. No es de extrañar que ella esté desesperada por destruirlas, son inauténticas y perpetúan una ficción debilitante que ha pasado por realidad durante milenios. Atrapada en la posmodernidad, sin embargo, la difícilmente puede argumentar a favor de la autenticidad, la que ha sido reducida a una ficción ilusa. Lo que puede hacer, y eventualmente lo hace, es recuperar las cartas y destruirlas en un ritual de purificación. No por nada es antropóloga.

El hecho de que la inventa esas historias -lo que no hace, como le exige su esposo, es tener sexo y después describir una realidad vivida- muestra el aprieto en que las mujeres escritoras se encuentran cuando representan el sexo. Escribir sobre el placer sexual, proscrito a la mujer durante tanto tiempo, es una forma de liberación, pero hacerlo dentro de un sistema de sexo/género que subordina su propio placer al placer de los hombres, hace demasiado fácil que ese placer sea atrapado y reprimido. Cuando sus cartas reaparecen, lo único que ella quiere es destruirlas. Sin embargo, Valenzuela no se amilana frente a la terrible y, pese a todo, excitante realidad que circunscribe e infunde el deseo heterosexual -que dadas las relaciones de poder entre hombres y mujeres, el deseo está inevitablemente comprometido por la desigualdad, y que en este sistema, el poder y la amenaza de violencia que lo respaldan se erotizan, tanto para la mujer como para el hombre. Tal vez no es del todo inesperado, entonces, que en La travesía el amor entre un hombre y una mujer llegue a su apogeo cuando la sexualidad está ausente: Bolek y Vivian son compañeros de alma, pero el deseo de Bolek está reservado para los hombres.

Al acoplar la sexualidad con la política y el deseo con la violencia estatal, la ficción de Valenzuela expande los límites de lo que es aceptable en la escritura de las mujeres en América Latina. Ella misma escribe sobre lo erótico de formas que lo exceden. La horrible y apremiante sexualidad de Cola de lagartija (1983), el sadomasoquismo cerebral y teatral de Ava Taurel en Novela negra con argentinos y La travesía, el terrible erotismo, ligado con la esclavitud sexual de «Cambio de armas», las sorprendentes intersecciones entre violencia sexual aleatoria y violencia de Estado en Novela negra, en la que la sexualidad es asimismo puro júbilo corporal, son sólo algunos pocos ejemplos de las formas en las que Valenzuela libera de la domesticación a la escritura erótica de las mujeres. Lo erótico en su obra elude el límite y no puede ser reducido a un significado único, luz o sombra. La naturaleza del amor y el deseo en Simetrías, por ejemplo, atravesado por el horror potente de la violencia estatal, permanece esquiva. La sugerencia de que el orangután de la historia que conlleva el nombre del libro, no del todo un gorila, pueda tener mayor capacidad para el amor que el militar -conocido coloquialmente como gorila- es inquietante, hasta un poco desquiciada; y perversamente cómica. Porque Valenzuela rehúsa a ser solemne con respecto al sexo, la política, la violencia y el deseo. Su humor transgresivo y travieso (hecho visual en el logo de la bruja desnuda, montada en -y manejando- la pluma estilográfica), altera la sombría gravedad que de otra manera amenaza con abrumar su embriagadora interacción de intelecto, cuerpo, espíritu y estética.

Al igual que la escritura de las mujeres acerca de la sexualidad que relocaliza el placer en el cuerpo de la mujer y rehúsa ser por-nográfica (es decir, que se niega a no-escribir un erotismo femenino), la escritura política de mujeres que insiste en excavar la propia identidad no sólo para encontrar una victimización compartida, sino también una responsabilidad compartida, es más de lo que la cultura es capaz de soportar.


Conclusión/Confesión

Quiero concluir este ensayo con una confesión: No puedo considerarme una estudiosa de Valenzuela. A diferencia de los autores con los que comparto las páginas de este volumen, quienes traen la claridad de su mente penetrante al trabajo de Valenzuela, iluminando la líneas lunares de sus textos, para explorar el lado oscuro de su luna con toda la concentración de la iluminación académica, y a los que recurro en busca de lecturas iluminadoras, no pretendo aportar un enfoque analítico al esclarecimiento de su obra. No obstante, Valenzuela ha sido para mí un punto de referencia desde el principio de mi carrera académica y de mi trabajo en la enseñanza. Me fío en la obra de Luisa Valenzuela como me fío en la salida de la luna. Su obra es infalible en enfrentar las cuestiones más apremiantes e inquietantes. Repudia imperturbablemente a hacer concesiones y simplificar el deseo, el dolor y las contradicciones de la psique y del cuerpo. Y como la luna, a veces no es más que la más fina de las tajadas -una sola línea en una sola historia, que presta apenas su escasa luz al cielo nocturno-, pero cuando una luz escasa es la única luz, tus pupilas se expanden para recibirla y es suficiente para guiarte a casa, y te recuerda que el conocimiento también puede ser encontrado en las sombras de la noche. En otras ocasiones, me atrae la brillante luna llena del texto y despreocupadamente me paseo por su superficie y al interior de sus cráteres. Soy feliz de seguir a Valenzuela en estas zonas de peligro y arriesgar la pérdida de mí misma que cualquier lectura promete y amenaza, dado que sé que su obra me llevará a casa -no importa si se trata de una casa que está al borde mismo del abismo. Incluso cuando me involucro de una manera más sostenida con los textos de Valenzuela, tiene que ver menos con un análisis sistemático de su obra que con lo que es una forma de entender el terreno complejo de los dilemas existenciales que ella explora: exilio, deseo, identidad, violencia; en vez de la substancia de los textos mismos. Por lo cual le debo una disculpa. Me dirijo a la obra de Luisa Valenzuela por mi propio camino lunar, segura que estoy en las manos de una narradora sabia y traviesa que me llevará dentro y fuera del bosque, una suerte de profunda comprensión del mundo social, político, sentimental y sensual en el que vivo mi vida cotidiana; un entendimiento que involucra complejidades y contradicciones internas y que no intenta hacerlas dulces seguras y fáciles. Por lo cual le agradezco.








Bibliografía

  • Gliemmo, Graciela. «De la narrativa a la teoría: Peligrosas palabras y Escritura y Secreto de Luisa Valenzuela». ciberLetras 9 (2003). <http://www.lehman.cuny.edu/ciberletras/v09/gliemmo.html>.
  • Valenzuela, Luisa. La travesía. Barcelona: Belaqva, 2007.
  • —— Escritura y Secreto. Madrid: Fondo de Cultura Económica, 2003.
  • —— Peligrosas palabras: reflexiones de una escritora. Buenos Aires: Temas, 2001.
  • —— «Cuentos de Hades». Simetrías. Buenos Aires: Sudamericana, 1993.
  • —— Novela negra con argentinos. Hanover, NH: Ediciones del Norte, 1990.
  • —— Cola de lagartija. Buenos Aires: Bruguera, 1983.
  • —— Cambio de armas. Hanover, NH: Ediciones del Norte, 1982.
  • Woolf, Virginia. A Room of One's Own. London: Hogarth Press, 1929.


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