Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Praxis del desconocimiento en la última obra de Luis Goytisolo

Ignacio Soldevila Durante





La obra literaria de Luis Goytisolo, por lo menos desde los dos últimos volúmenes de Antagonía, y particularmente desde Teoría del conocimiento (texto que vemos profundamente ligado con el que ahora nos corresponde considerar), nos viene planteando un problema fundamental: el del llamado «contrato de lectura» o establecimiento de las bases sobre las que se fundará la relación entre lector y texto. Y como a su vez, el lector considera el texto como portador de significados cuyo entendimiento está sujeto en buena medida a la situación de enunciación del texto, no sólo es lícito sino indispensable que el lector se plantee la necesidad de adquirir consciencia de los datos fundamentales de esa situación, y particularmente de quién o quiénes aparecen como responsables de los enunciados que constituyen las partes y el todo del texto y, si hubiera más de uno, en qué relación están ellos entre sí. Sólo a partir de la aclaración de tales datos podría el lector intentar establecer una relación fiduciaria con el texto y con los narradores responsables de sus enunciados.

Ya al hacer un detallado examen del paratexto en que se sitúa Teoría del conocimiento en un taller de semiótica realizado en Bilbao en 1986, consideramos la necesidad de evaluar rigurosamente todos los elementos explícitos del texto editado, incluyendo las cubiertas del volumen. El resultado era una necesaria advertencia al lector de que debía adentrarse en la lectura del texto con más precauciones que la del propio Teseo en el laberinto cretense, ya que aquél sabía de antemano sus objetivos y tenía clara idea de los obstáculos y del antagonista con los que se iba a enfrentar. El cúmulo de contradicciones puesto de manifiesto en los dinteles mismos de Teoría del conocimiento, si bien no explicitado como el «lasciate ogni speranza voi che introte» dantesco, y precisamente por ello, era más temible que aquél, porque el adentramiento en el trayecto del texto, de no tener una prudencia de sioux indispensable para descubrir e interpretar los indicios de lo que se avecinaba (y los lectores de novelas detectivescas saben que lo más difícil de ver es lo que más salta a la vista con malignas apariencias mostrencas) implicaba entregarse inerme a la galerna.

Ya en Teoría del conocimiento hubimos de notar la contradicción entre los textos autoriales y los editoriales, y otro tanto cabe hacer aquí. El texto atribuido a Luis Goytisolo con el título de La paradoja del ave migratoria a partir de la página séptima (que mutatis mutandi reproduce el texto de la cubierta) por Ediciones Alfaguara, que ahí figura como responsable editorial, no viene calificado como novela. En Teoría del conocimiento había dos autores explicitados previos a la primera frase narrativa del texto: el primero, Luis Goytisolo, se nos daba como autor de un texto así titulado y no calificado de novela, cuyo primer enunciado era la atribución a Raúl Ferrer Gaminde de la autoría de un texto, igualmente titulado Teoría del conocimiento pero, a diferencia del anterior, calificado esta vez de «novela». Con ello se constituía un autor ficticio al que achacar la responsabilidad de una novela que, en resumidas cuentas, era el único enunciado explícito de aquella primer Teoría del conocimiento que el editor atribuía a Luis Goytisolo. De lo que cabía deducir que éste no se presentaba como novelista, y nos dejaba en la duda de si apellidarle filósofo o, cuando menos, gnoseólogo o epistemólogo. Que en paradójicas y resumidas cuentas su teoría epistemológica no tuviera más ilustración que una novela de Ferrer Gaminde, cuyo estatuto de personaje de ficción constaba en anteriores volúmenes de Antagonía, y que, irónicamente, tal novela mereciera titularse «Praxis del desconocimiento» no es sino una buena prevención para el lector en ciernes, con el volumen de La paradoja del ave migratoria entre las manos, sobre las disposiciones que tomar antes y durante su lectura. Y cabe preguntarse si tales disposiciones son oportunas, o si le ocurrirá lo que a ese lector ficticio del texto que comentamos, «ese lector de una novela que sólo en las últimas páginas cae en la cuenta de que el libro nada tiene que ver con lo que él suponía, que su lectura, confundida por una idea preconcebida, estaba equivocada desde el principio» (Paradoja, 88-89). No estimamos que sea aquí nuestro caso, porque, a pesar de la estrategia utilizada en la redacción de este texto crítico-descriptivo, la lectura de La paradoja se hizo, como procuramos siempre, sin recurrir a más precauciones que la organización de un contorno propicio a una relación ininterrumpida con el texto. Lo que no pudo impedir que, motivadas por las evocaciones que de la ya lejana lectura de Teoría del conocimiento, las postcauciones de dos nuevas lecturas de La paradoja se realizasen sobre la idea post-concebida del estrecho parentesco estructural y epistemológico entre ambos textos y entre sus múltiples narradores y agonistas.

Con menos contradicciones externas de las que se habían evidenciado entre los textos autoriales y editoriales en Teoría del conocimiento (aunque también aquí los segundos califican de «novela» lo que el autor deja sin calificación, y aun de «metanovela», puesto que habla de un seguimiento de las huellas de Joyce «más allá del género, al otro lado de sus tradicionales fronteras») no por ello es menos compleja la lectura del texto autorial, cuya condición de puzzle maldito -es decir, de imposible reconstrucción- se evidencia tanto en sus niveles de superficie narrativa como en la estructura profunda, semántica, que, en lo fundamental, revela contradicciones isotópicas o (permítasenos el neologismo) anisotopías como las que fundamentan y caracterizan el discurso fantástico1(1).

El acercamiento a estos textos de Luis Goytisolo a partir de las tradicionales premisas, exigiendo e implicando por parte del lector la posibilidad de verificaciones relativas a la coherencia textual inmanente, equivale a obtener de la lectura respuestas precisas a las preguntas sobre quién/es, dónde, cuándo narra/n. Y si, a partir de las primeras respuestas obtenidas de la lectura, se puede colegir una pluralidad de quienes, dondes y cuandos, la exigencia pasará a la obtención de datos sobre cada uno de sus componentes e, inmediatamente, sobre la coherencia entre los enunciados de los distintos narradores y la verificación de sus relaciones «jerárquicas».

Estas exigencias frente al discurso implican la existencia de un narrador primero o básico que aparezca en posición de dominio de todos los demás narradores, de los eventos, resortes, sujetos y objetos de los relatos comunicados al lector receptor del texto, en el que encontrará una satisfactoria mezcla de elementos comunicativos (conocidos) e informativos (desconocidos) que le consientan una posición de dominio sobre el texto, equivalente, al cabo de la lectura, de la que se le supone al narrador primero.

Tales exigencias para el establecimiento de un contrato de lectura no son posibles frente a textos como La paradoja del ave migratoria o con su inmediato precedente, Teoría del conocimiento, ya que en ellos no existe ninguna posibilidad de establecer relaciones, en todos los casos, de causa y efecto, ni es posible dominar el mundo narrado en sus coordenadas espaciales o temporales, ni establecer relaciones de conocimiento satisfactorias y suficientes con los personajes. El responsable último del texto ha abandonado toda pretensión de fingir un dominio sobre su mundo que permita al lector suponer en él la condición de creador omnisciente y omnipotente capaz de proponer un universo narrativo sometido a las exigencias de la razón. El Yo mismo del «autor» está tan puesto en entredicho como el de sus criaturas, por lo que tanto uno como otros actúan sin un programa narrativo coherente, sin papeles actanciales fijos y determinables. La problemática del conocimiento así planteada no tiene respuestas satisfactorias, es decir, tranquilizantes. Los personajes viven en la incertidumbre de si los datos que les proporcionan sus sentidos corresponden o no con una «realidad», si están soñando o si velan. El narrador primero, como los demás (suponiendo que sea posible el establecimiento de niveles jerárquicos entre ellos, y decidir cuál, de todos ellos, es la voz y cuáles sus ecos) se manifiestan al lector como sujetos incompetentes en el sentido de no estar en posesión de la totalidad del saber (del hipersaber, en términos del greimasiano Fontanille) -o de fingir satisfactoriamente dicha posesión- como premisa necesaria para asumir su función.

La problemática de la identificación está siempre en situación de precariedad insalvable, tanto al nivel de los narradores como al de los actores. Bajo una aparente obsesión antroponímica compartida quizás no haya más que una forma más de ocultamiento y desorientación del lector en el laberinto de las posibles veredas narrativas. Aunque no con la intensidad con que ocurría en Teoría del conocimiento, también aquí personajes con nombres distintos pueden ser los mismos actores, y sus identidades fisionómicas, como las relaciones entre ellos, están en entredicho. Por otra parte, objetos aparentemente heterogéneos sirven para expresar una misma isotopía temática (ventana/habitación, escaparate/espejo/cristal, etc.). Igualmente huidizas se ofrecen al lector las coordenadas espacio-temporales: espacios tópicos y utópicos se entremezclan, y su inserción en un tiempo transcrito en una duración sin soluciones de continuidad (por ejemplo, en el viaje turístico de un grupo de gentes reunidas por el azar de las agencias) está contradicha por un continuo dérapage de los espacios en que se desarrolla (del Nilo al Támesis al Océano Pacífico, de Egipto a Inglaterra a las Islas Galápagos). La imposibilidad, ya señalada, de determinar las relaciones jerárquicas entre los responsables narrativos de los textos inscritos en el todo o macrotexto que es La paradoja del ave migratoria (título cuya primera aparición dentro del macrotexto ocurre sólo y únicamente en la antepenúltima secuencia), se repite entre los mismos textos: ¿cuál es la relación entre Ensayo general, Diario íntimo, El paso del Ecuador, y entre éstos y La paradoja del ave migratoria que, de respetar la convención, sería ese macrotexto integrador de todos los demás? Pero, ante un texto tan aconvencional ¿cómo darlo por cierto? La autoconciencia de los poderes y dominio que, sobre las «realidades» textuales asumidas por ellos, tienen sus supuestos sujetos (Gaspar López de Haro sobre Ensayo general, Virginia Boada sobre Diario íntimo, el Doctor y sus improvisados colaboradores en la composición de El paso del Ecuador, el cámara sobre La paradoja del ave migratoria, y ¿por qué no? Luis Goytisolo, sobre la otra, homónima, a él atribuida en los textos editoriales) aparecen contradichas dentro de las secuencias textuales, contribuyendo así a la praxis de general desconocimiento que se origina en el texto y entre éste y sus lectores reales. No menos desorientadora, por paradójico que parezca, es la utilización de una técnica ya empleada en Teoría del conocimiento profusamente, y que consiste en sembrar a lo largo del texto fragmentos descriptivos o narrativos de gran semejanza entre sí, atribuidos a narradores, situaciones y personajes diferentes. En Paradoja, por ejemplo, secuencias de entierro, de crisis cardíacas, y las que establecen una relación entre tales crisis y un sueño o pesadilla indiferenciable de la «realidad» supuesta, comentarios antroponímicos de distintos personajes, etc. Este procedimiento, sólo superficialmente relacionable con la técnica pictórica que el impresionismo maximalizó, y consistente en distribuir en toda la superficie del cuadro ciertas constantes cromáticas que le den una coherencia, resulta aquí, contrariamente, una agresión más al lector ingenuo y equivalente a la sembradura de minas en el recorrido narrativo y figurativo por el que ha de transitar inevitablemente. En tal contexto, la lógica está contradicha incesantemente por la equivalencia y complementariedad de los contrarios, con lo que sus valores sémicos habituales se anulan. Así, por ejemplo, la luz no aclara y la oscuridad ilumina. La fisiognómica -repetimos- es continuamente elusiva, creándose así una situación carnavesca en la que no hay distinción posible entre rostros y caretas. Todo intento de resolución del persistente y plural enigma (intento arteramente estimulado tanto por los narradores internos al texto como por el de los textos editoriales, con la repetida insinuación de la existencia de una clave que simboliza antonomásicamente la piedra Rosetta de la paleografía egiptológica) está abocado al fracaso: no hay más constante que la inconstancia ni más equilibrio que el de una embarcación al garete. Apolo está siempre relegado por Dionisos. La vida y la muerte se muerden la cola como el saber y el no saber, la certeza y la incertidumbre, la posibilidad y la imposibilidad, el ser y el no-ser, en una circularidad reflejada en las mismas estrategias textuales (baste la comparación entre la primera y la última secuencia de La paradoja). Ante tal panorámica resulta tentador el recurso explicativo -como ya nos había ocurrido tras la lectura analítica de Teoría del conocimiento- sobre la base de una presencia a la vez omnímoda y ausente de un Trickster como último responsable demiúrgico de este inquietante amontonamiento de fragmentos dispares e irrecomponibles. Pero con ello no se obtiene sino un paradójico alivio para la razón, maniqueamente tranquilizada al poder atribuir el sin sentido a un poder maléfico. Y en cierto modo, nos parece una ruptura con el contrato -leonino, por supuesto- de lectura que el responsable del texto nos había inducido-forzado a aceptar.

Todo el texto de La paradoja, como antes el de Teoría, parece responder al principio mismo de una concepción de la semiótica no como «una investigación sobre los arkai del ser, el conocimiento o la conducta humanos» sino como «un modo de investigar la manera en que los seres humanos significan y procesan sus modos de ser/saberse/conducirse» y sería, pues, un producto característico de l'age de soupçon2.

Que la honestidad de Luis Goytisolo al no proponer sus textos como novelas se vea contradicha por el texto editorial, que lo integra en tal categoría genérica, es harina de un costal en que ahora no vamos a meter la mano. Baste por ahora precaver al lector futuro (si este texto fuera incitativo a la lectura) sobre cualquier malentendido que le llevara a pedir peras novelarías -incluidas todas las involuciones al gusto por narrar historias- a este intrincadamente ramificado y frondoso olmo textual. No ha de encontrar salas de fiestas en este austero edificio significante cuya sillar piedra Rosetta no está disponible para transcribirlo y visitarlo placenteramente y sin desnortes. Los entuertos que a su razón allí se le harán son totalmente intencionados y sin enderezo posible. Hay que traspasar su umbral con la misma voluntad ascética que el aspirante a iluminaciones místicas entraba en el convento. Y al que Ahrimán se las dé, San Arlequín se las bendiga.

Postadata anticlimática. ¿Es acertado y concorde con esa austera condición epistemológicosemiótica del texto el recurso intermitente a las caídas en el prosaísmo más postmoderno en que incurren los hablantes narrativos? La tradición ascético-mística de la literatura castellana (ya: ahí está Teresa con su espontánea expresión...) inducía a otras soluciones -las que, por otro ejemplo goytisoliano y paralelo a más de un título (Las virtudes del pájaro solitario, de su hermano Juan), propone- más satisfactorias para quienes, sin solicitar de los textos narrativos la novelería antañona, no renuncian por lo mismo a una voluntad de creatividad lingüística que los sitúe en la línea mayor de la historia de los géneros narrativos, incluso y sobre todo, cuando, en la tradición de Unamuno3, se los concibe como instrumentos en la búsqueda del conocimiento.





Indice