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Un peculiar manifiesto: «Confesión de un autor». Azorín y el «Nuevo Arte»

Miguel Ángel Lozano

Universidad de Alicante

     Es posible que el artículo «Confesión de un autor», publicado por Azorín en el periódico España el seis de febrero de 1905, más que un texto que señala el inicio de una nueva época en la trayectoria literaria del escritor, pudiera constituir una reflexión original sobre un nuevo arte, ya consolidado. Si bien la novedad es relativa y ciertamente problemática, el breve texto, dedicado a presentar el recién publicado libro Los pueblos. (Ensayos sobre la vida provinciana), contiene los suficientes elementos como para pensar que nos encontramos ante un verdadero «manifiesto» azoriniano destinado a proclamar ese «nuevo arte» y a revelar una actitud creadora original.

     Para quienes posean un mínimo conocimiento sobre la vida y obra de Azorín el dato anterior adquirirá un sentido preciso, puesto que Los pueblos es el primer libro que el escritor firma con el seudónimo que utilizará de manera exclusiva a lo largo de toda su vida; y el cambio de firma es el acontecimiento tradicionalmente asociado con la inauguración de un nuevo talante. Pero el corte no es brusco, ni en el desarrollo de la obra azoriniana se ha producido nunca una verdadera solución de continuidad; como tampoco la nueva firma irrumpe imponiéndose de una vez y por todas, sino que, utilizada primero como coartada distanciadora para atribuir a un personaje novelesco unas satíricas «Impresiones parlamentarias»(201), va a ir invadiendo a lo largo de diez meses el resto de las colaboraciones periodísticas, para instalarse definitivamente en octubre de 1904, en la prensa, y en enero de 1905 en la portada de un libro, como marca de un producto literario de notable originalidad.

     Pero este dato del cambio de firma en la utilización de un seudónimo viene asociado a algo más. Es cierto que la novedad es relativa, pues se produce en un escritor que lleva doce años publicando, desde antes que en febrero de 1893 pronunciara la conferencia «La crítica literaria en España», texto de suficiente entidad como para iniciar con él las Obras completas(202); [108] y desde entonces ha pasado por una época radical, de escritor revolucionario, en la que se comportaba como un propagandista del anarquismo, y por una crisis que lo conduce hacia el nihilismo, manifestada literariamente en no pocos artículos y en dos novelas: Diario de un enfermo y La voluntad. En la siguiente novela, Antonio Azorín, nos encontramos ya con un personaje equilibrado, amable, escéptico y reconciliado con una realidad a cuya mejora quiere contribuir en la medida de lo posible con el ejercicio, limitado, de su pluma; en Las confesiones de un pequeño filósofo Azorín es el nombre que J. Martínez Ruiz da a sus propias evocaciones de la infancia, en estrecha identificación del personaje con su biografía y su sensibilidad; tan estrecha es que utiliza la primera persona, después de que la tercera predomine en los dos títulos anteriores. En este punto hemos de detenernos, en el momento en que se cierra la trilogía de Antonio Azorín y comienzan a aparecer una serie de libros formados con textos que habían ido viendo la luz en las páginas de la prensa periódica, escogidos de entre los muchos que un periodista, ya prolífico y famoso, iba entregando en su cotidiana tarea. El escritor deja de producir novelas -ese género que tan profundamente había renovado con su conocida trilogía- y no volverá en muchos años a dar otra a la imprenta, por lo menos hasta que en 1922 publique Don Juan, pasando por el ensayo novelesco de 1915, El licenciado Vidriera, reescritura de la novela cervantina que vendría a prolongar, en extensión, la modalidad literaria representada en los textos de Al margen de los clásicos, de características muy diferentes al resto de su novelística.

     Los pueblos. (Ensayos sobre la vida provinciana) se distingue claramente del libro que le precede, aunque al mismo tiempo pueda mantenerse cierta continuidad; y así Inman Fox señala que Las confesiones «parece ser más bien el libro que abre el ciclo de las colecciones de estampas», pues «tiene muy poco que ver con La voluntad y Antonio Azorín»(203), y para José Mª Valverde la fase en la que se integra Los pueblos «tiene su umbral en Las confesiones»(204). Pero este umbral tiene todavía entidad novelesca, o por lo menos así se le califica desde su portada, aunque tal denominación sea cuestionada por críticos que, como María Martínez del Portal, asimila su contenido a los libros de memorias(205). De todos modos, Las confesiones de un pequeño filósofo está diseñada estructuralmente sobre la trayectoria biográfica del protagonista, y muestra una disposición en breves secuencias configurando cada uno de los capítulos como un «pequeño poema en prosa» en que se recrea un dato de la infancia o adolescencia de ese «yo narrador» llamado Azorín. En sus últimos capítulos, una cierta dispersión temática alude a cuestiones de su estética, a modo de breve muestrario de su mundo, definiendo conceptos y elementos claves: «Las vidas opacas», «Los tres cofrecillos», «Las ventanas», «Las puertas» o «Esas mujeres»; pero estos breves capítulos son formalmente diferentes de los que constituyen Los pueblos, más extensos y de variada modulación, que van desde el puro ensayo hasta la escena de diálogo puro, alternando textos en primera persona con otros en tercera, contrastando [109] también el humorismo desenfadado de ciertos pasajes con la elegía melancólica, la reflexión filosófica o la visión directa de los dolores del mundo. Si el escritor ha decidido comentar su libro, dedicar unas páginas a reflexionar a partir de él, es por algo; y del análisis del texto podemos sacar consecuencias muy iluminadoras.

     El artículo «Confesión de un autor» aparece como un breve ensayo de estética, no como una descripción del libro, ya que no se alude a su contenido de manera directa; ensayo, pues, en el que unas determinadas ideas -las que constituyen su centro- emanan de una escena en la que el yo del escritor va dejando constancia, en un espacio determinado y en un momento concreto, de sus percepciones, sensaciones, sentimientos e intuiciones, para apoyarse a continuación en la autoridad de un filósofo con quien comparte un criterio fundamental. Hay, pues, una experiencia descrita que nos aparece como real, efectiva, y una consecuencia, un conocimiento que se define en términos precisos. Pero, por encima de todo, lo que percibimos es el carácter «literario» del texto, su fundamento libresco. El artículo comienza con una cita de Montaigne, y termina, en perfecta circularidad, con otra del autor de los Essais, que prestan entidad al contenido. En la primera encontramos el pretexto para defender la idea de que un autor pueda hablar de su libro y de sí mismo, y le permite describir el lugar donde «se esconde» para escribir; el desarrollo de este dato cubre el texto entero. La segunda cita, la que cierra el artículo, habla de las lindas muchachas que dan alegría, y cierta emoción sentimental, a un anciano, «a este pobre hombre que marcha rápidamente hacia su ruina», traduce un Azorín que todavía no ha cumplido los treinta y dos años. Tenemos así los dos elementos fundamentales del artículo, y de todo el libro: el espacio, entendido siempre como presente, con la inmediata evidencia de las cosas y de los seres, y el tiempo que imperceptiblemente conduce todo ese mundo hacia su disolución, y que alude al tema medular del libro, enlazando con el último capítulo, «Epílogo en 1960».

     Si la alusión al sentimiento temporal es muy sucinta -se concreta en la cita final y se conecta con el motivo del sentimiento amoroso-, todo el artículo responde a la descripción de un momento en un lugar. Así como Montaigne se refugiaba en la torre de su mansión para meditar y escribir, Azorín, más modesto -pequeño filósofo al fin- se acoge a los ámbitos del desván -que a él gusta llamar «falsas» o «sobrado»- en su casa solariega de Monóvar, donde se retira a escribir, de manera que las circunstancias entran en el texto, y el mismo acto de la escritura, objetivándose junto con todo su escenario, se convierte en la materia del escrito. Azorín describe cómo se encuentra escribiendo en la mesa de pino, en el desván, entre los trastos viejos, y ante una ventana desde donde contempla los tejados del pueblo y el paisaje del fondo, y nos muestra con su prosa lo que percibe, lo que ve y oye en ese lugar a una hora precisa: a las ocho de la mañana. Pocas veces una escena tan sencilla puede cargarse con tan complejo sentido, adensándose en significaciones; y más aún se adensa si percibimos que esta escena tan real alude a algo más: en medio de toda esa naturaleza radiante y permanente de cumbres, cielo, árboles y sembrados, y en el centro de la vida «intrahistórica» marcada por la continuidad y la repetición, el desván es el lugar donde reposa lo que ya ha cumplido su misión en el mundo, lo que ha sido vencido por el tiempo. Provoca el sentimiento de la melancolía ante lo que ya pasó y no volverá: «velones arcaicos -que fueron vencidos por el petróleo-, quinqués polvorientos -que han sido derrotados por la luz eléctrica-»(206), todo ello [110] obsoleto, definitivamente, entre «maletas viejas -que en sus días caminaron por el mundo» o «entre los muebles decrépitos, inútiles, estos muebles queridos que han visto nuestra infancia, nuestra adolescencia». La evidencia del paso del tiempo se complica con el sentimiento derivado de la relación de nuestra vida con esos objetos; y así los años vividos, los de la infancia y adolescencia, se asocian con la vida de los muebles viejos del desván, de donde se origina una imagen poética que habla de lo irrecuperable del tiempo ido. No hay pues posibilidad de permanecer impasible, íntimamente, ante las circunstancias -si no es guardando la ecuanimidad externa-, ellas se relacionan afectivamente con nosotros; y ese desván, siendo real, y sin dejar nunca de serlo, adquiere un valor simbólico del que no podemos prescindir: contiene el sentimiento del tiempo, la emoción de la vida pasada y la enseñanza del devenir de las edades; aunque permanezca encerrado para siempre en la página, perfectamente fijado, el momento en que, a las ocho de la mañana, el escritor nos cuenta que está escribiendo lo que ve y lo que oye, pero que sobre todo está «describiéndose» a sí mismo en el momento de escribir. En la conciencia que el escritor tiene del mundo, el primer dato es la evidencia de sí mismo, el conocimiento del yo situado en una circunstancia.

     A los conocedores de la obra de Azorín, páginas como las que ahora comentamos les harán sospechar que lo allí descrito es una construcción imaginaria. El autor de Castilla es un escritor muy dado a la práctica de la evocación, a «situarse imaginativamente» o «idealmente» en un determinado lugar para cargar de significado unas ideas, y no para ambientarlas escenográficamente -así el epílogo a Lecturas españolas(207)-. Como tantas veces, y aunque el detallismo sea evidente -cualquiera que se haya situado en ese lugar de la casa, hoy biblioteca de la Casa-Museo, habrá visto el paisaje que describe Azorín-, pueden señalarse en la página ciertas imprecisiones propias de quien evoca: los eucaliptos que atalaya desde la ventana son «dos, cuatro»; las casas que refulgen nítidas al fondo son «dos, tres»; y más aún, en la percepción de las laderas de la montaña no encontramos lo propio de la visión precisa de un momento determinado -que sería la de una mañana de comienzos de febrero-, sino el sucederse de las estaciones resumidas en los dos momentos extremos: «a trechos, por entre la verdura de los sembrados -si es en invierno-, o de las viñas -si es en verano- destacan [...]». Las estaciones pasan, para volver, y el lugar siempre permanece renovándose en la continuidad de la vida. Podría ser irrelevante el hecho de la evocación; pero si no hemos querido guardar nuestra sospecha es porque la propia construcción evocadora añade significado poético -esto es, creativo- a la escena descrita, dotando a esa descripción de un momento pasajero, idéntico a otros muchos, del carácter privilegiado del poema en prosa.

     La finalidad, el objeto de la «Confesión de un autor», no es dar a conocer el libro, ni hacer una especie de propaganda, sino aportar los datos y los criterios que permitan alumbrar su sentido. A un libro poético corresponde un ensayo poético. El escritor describe lo que ve, y también lo que oye: las primeras campanadas, los golpes en las herrerías, el canto de un gallo, el sonoro mazo del carpintero... Todo ello -luces, sombras, matices, sonidos...- compone una «síntesis armónica» en la que el escritor percibe la «concordancia secreta y poderosa de las cosas que nos rodean», y muestra en la pequeña ciudad una vida «tan intensa, tan bella como la de las más grandes y tumultuosas urbes del mundo». No hay nada «opaco y vulgar», [111] afirma en estricta correspondencia con las ideas de William James: «para el ojo mortecino y flojo todo es vulgar e inexpresivo, fatigoso y desagradable», y así introduce la cita que viene a ocupar el centro del texto: «Nos hemos alejado demasiado de la Naturaleza. Nos hemos dedicado a buscar exclusivamente lo raro, lo escogido, lo exquisito, y desdeñar lo ordinario [...]; y así [...] la peculiar fuente de la alegría, que se halla en nuestras funciones más simples, muy a menudo se seca, de modo que quedamos ciegos e insensibles en presencia de los bienes más elementales y de las venturas más generales de la vida»(208). Las ideas del pragmatista americano son muy oportunas, llegan en el momento justo en que el escritor ensaya su solución pragmática a la crisis existencial manifestada en Diario de un enfermo y La voluntad, lo que ya estaba prefigurado al final de esa frase, leitmotiv de la novela de 1902, en la que expresa lo irrelevante de la verdad o falsedad de una idea; lo necesario es que la imagen que nos formemos sea vigorosa y fecunda para el acto creador: «No importa -con tal que sea intensa- que la realidad interna no acople con la externa. El error y la verdad son indiferentes. La imagen lo es todo»(209). Más pragmático es ya Antonio Azorín en su novela homónima, cuando reduce sus pretensiones a dar cuenta del miserable estado de los pueblos para posibilitar mejoras muy concretas; y termina encauzando su acción en escritura.

     El artículo, circular en su referencia a Montaigne, tiene su centro en William James, y así la escena cotidiana que describe, la armonía de la vida vulgar, se adensa con la presencia de los filósofos, uniendo lo permanente con lo nuevo, lo vital con lo intelectual, y elevando la experiencia efectiva a ese nivel superior de realidad que es el del arte y de la filosofía. Al igual que Montaigne, él mismo «es la materia de su libro»(210); como James, percibe en todo «la misma vida consciente, ardiente, llena de voluntad»(211). De aquí que el más relevante fragmento del texto sea consecuencia lógica de todo lo anterior, y se enuncie con el tono y las condiciones de un auténtico manifiesto literario:

           Todo tiene su valor estético y psicológico; los conciertos diminutos de las cosas son tan interesantes para el psicólogo y para el artista como las grandes síntesis universales. Hay ya una nueva belleza, un nuevo arte en lo pequeño, en los detalles insignificantes, en lo ordinario, en lo prosaico; los tópicos abstractos y épicos que hasta ahora los poetas han llevado y traído, ya no nos dicen nada; ya no se puede hablar con enfáticas generalidades del campo, de la Naturaleza, del amor, de los hombres; necesitamos hechos microscópicos que sean reveladores de la vida y que, ensamblados armónicamente, con simplicidad, con claridad, nos muestren la fuerza poderosa del Universo, esta fuerza eterna, profunda, que se halla lo mismo en las populosas ciudades y en las asambleas donde se deciden los destinos de los pueblos, que en las ciudades oscuras y en las tertulias de un Casino modesto, donde don Joaquín nos cuenta su prosaico paseo de esta tarde.      

     El fragmento es sobradamente explícito, directo, y casi no requiere comentario; sí es necesario su transcripción íntegra, y subrayar una serie de términos de fundamental valor para [112] el entendimiento de su estética: la nueva belleza; los hechos microscópicos reveladores de vida que ensamblados armónicamente muestran la fuerza misteriosa del Universo. Belleza y misterio en lo cotidiano y vulgar: éstos son los términos de la nueva estética que aquí nos anuncia; estética que no es tan nueva ni tan exclusiva, aunque el acento y el estilo sean peculiares y únicos: viene a ser la personal y original adecuación del escritor español al fondo simbolista europeo(212). Y sobre el estilo y la actitud tratan los últimos datos que hemos de extraer de este peculiar «manifiesto», y no sólo por lo más evidente, por el deseo de claridad y sencillez propio del escritor, sino por la pretensión que resume en estas líneas: «y sobre todo, que, lejos de dar toda la medida de una voluntad libre, desenfrenada, desconocedora de sí misma, romántica, muestren un poder contenido, reprimido, clásico». Lo clásico tiene que ver con la limitación y la medida, valores que Azorín defenderá a lo largo de toda su obra, y también con la ecuanimidad; lo romántico, con la falta de plan y de orientación, con la falta de una conciencia literaria resumida en esa «voluntad libre» que se desconoce a sí misma. Aquí está la referencia al fundamento metafísico de su estética, sucintamente aludido, pero de manera suficiente. Porque si ha citado a su maestro Montaigne, modelo vital y literario, y a William James, que pone al día su concepción «ondulante y flexible» de la vida que aprendió en aquél, omite el nombre de quien le permite fundamentar su estética en una metafísica: Arthur Schopenhauer; aunque tal alusión queda incluida en esa referencia a una «voluntad que se desconoce a sí misma». Es de la fuerza dolorosa de la voluntad, de su imperio, de lo que quiere liberarse el escritor para atender a la belleza y verdad del mundo desde su «representación» salvadora; representación que para el escritor levantino es inseparable de la literatura. En el artículo de 1905 encontramos el mejor resumen del fundamento poético del arte de Azorín.

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Aproximación al Azorín viajero

Ramón F. Llorens

Universidad de Alicante



                                                  -¿Quién es? -ha preguntado una
voz desde el fondo de las tinieblas.
-Yo soy -he dicho con voz recia;
y después inmediatamente- un viajero.
(Azorín, La ruta de Don Quijote)

     La experiencia viajera en sus diversas manifestaciones -excursión, viaje, aventura- fue una constante en la literatura europea del siglo XIX que tuvo su reflejo inmediato en el enorme número de obras que la literatura extranjera de viajes dedicó a España. No hay más que repasar las bibliografías clásicas referidas al tema(213) para hallar una nómina interminable de autores que eligieron España como destino de sus viajes: George H. Borrow, Théophile Gautier, Richard Ford, Alfred-August Cuvillier-Fleury, Amédée Achard, Alexandre Dumas, Prosper Mérimée, Washington Irving, Hans Christian Andersen...

     La literatura española decimonónica, por el contrario, realizó esporádicas incursiones en el género del viaje. Los intentos regionalistas de Enrique Gil y Carrasco, el pintoresquismo y la crítica social de Antonio Flores o la dicotomía planteada por Mesonero Romanos entre casticismo y progreso -al margen de Recuerdos de viaje por Francia y Bélgica- son algunas de las referencias que hallamos en España acerca del tema.

     Si bien es cierto que autores como Emilia Pardo Bazán, Ortega Munilla o Benito Pérez Galdós dedican alguna obra a los viajes en la segunda mitad del XIX, la culminación de este subgénero se produce alrededor del año de nacimiento de José Martínez Ruiz, 1873, con la obra de Pedro A. de Alarcón, La Alpujarra. Sesenta leguas a caballo, precedidas de seis en diligencia. Alarcón, viajero reconocido que alcanzó gran éxito con De Madrid a Nápoles, 1861, en la que narra su viaje a Francia, Suiza e Italia, publicaría más tarde Viajes por España. [114]

     Al margen de los autores citados y desde planteamientos opuestos, la Institución Libre de Enseñanza y Francisco Giner de los Ríos (autor junto a Hermenegildo de la obra Portugal. Impresiones para servir de guía al viajero, 1888) intervienen directamente en la potenciación de la experiencia viajera(214) -el excursionismo- como instrumento para conocer el país, llevados, al mismo tiempo, por la divulgación y el estudio de la ciencia geográfica. Aunque su producción viajera será más científica que literaria y su eje el Guadarrama, serán, sin duda, quienes más influirán en el «excursionista grupo del 98» -en palabras de Ramsden- Giner de los Ríos y sus discípulos construirán la estructura necesaria que permitirá a autores posteriores cimentar la aproximación al conocimiento del país.

     Por tanto, a finales del siglo coinciden tres elementos que, a mi parecer, siembran un excelente caldo de cultivo para la aparición de una literatura de viajes en España: el creciente interés por la Geografía, propiciado en parte por la tarea de la Institución Libre de Enseñanza; la necesidad de una experiencia viajera y literaria de divulgación del país que ha de abarcar tanto la historia como la literatura y la geografía; y, por último, la publicación de numerosos libros de viajes españoles y europeos.

     Con este panorama, los anaqueles de las librerías españolas en las primeras décadas del nuevo siglo comienzan a poblarse de libros de viajes escritos por indígenas. Don Miguel de Unamuno publica en prosa, entre otros, Paisajes (1902), Por tierras de Portugal y de España (1911), Andanzas y visiones españolas (1922), que recogen sus artículos de años anteriores(215); Ciro Bayo, El peregrino entretenido. Viaje romanesco (1910) y Lazarillo español. Guía de vagos en tierras de España por un peregrino industrioso (1911) -con un valioso prólogo referido al tema del viaje escrito por Azorín-; Eugenio Noel, España nervio a nervio (1924); aparecen los viajes de Julio Camba o de Gutiérrez Solana; las aficiones viajeras de Pío Baroja en compañía de otros autores -Azorín o Ciro Bayo(216)-, las reflexiones de Antonio Machado; el peculiar excursionismo de Gabriel Miró. En otro ámbito, Rubén Darío publica España contemporánea (1901), La caravana pasa (1903); Enrique Rodó inicia sus crónicas de viaje desde Europa en Caras y caretas; Gómez Carrillo, De Marsella a Tokio (1905), La Rusia actual (1906)...



Azorín: una trayectoria viajera

     Una ojeada a la producción literaria de Martínez Ruiz entre 1893, fecha de la publicación de La crítica literaria en España, y 1904, año de Las confesiones de un pequeño filósofo, nos indica que los comienzos literarios del joven escritor no se caracterizan por su temática viajera, aunque su trayectoria vital en las dos primeras décadas aproximadamente sea un constante ambular. Los viajes en carro a través del paisaje; su viaje a Valencia en ferrocarril -que supone una nueva perspectiva para el joven escritor-, las excursiones realizadas a La Murta [115] con su profesor de Derecho Político, don Eduardo Soler y Pérez -krausista- contribuirán a la incubación de un concepto del viaje como medio imprescindible para el acercamiento y la reflexión sobre España. Sus primeros viajes son una buena escuela para su visión futura. Años más tarde, estos viajes se convertirán en evocaciones viajeras presentes en sus libros de memorias. Para Santiago Riopérez, «estos viajes le proporcionan un nuevo florilegio de emociones y experiencias, que capta ávidamente»(217). Monóvar, Yecla -«X hizo treinta y dos viajes [...] doscientas cincuenta y seis horas de caminar lentamente» entre ambas poblaciones(218)-, Valencia, Granada, Salamanca, hasta su instalación definitiva en Madrid en 1896, son las diversas estaciones de una peregrinatio a la búsqueda de un lugar en que asentarse.

     Antes de cumplir los veinticinco años encontramos dos datos que indican la importancia que Azorín concederá al viaje. El primero de ellos es su artículo publicado en Valencia el día 1 de diciembre de 1894 en Las Bellas Artes, a los veintiún años, en el que el viaje es el eje que hace girar el relato, centrado en los tipos y costumbres que se hallan en un vagón de ferrocarril. El segundo, una carta a Dorado Montero -en la que me detendré más adelante-, donde se aprecia su interés erudito por los libros geográficos, guías y relatos de viajes como fuente precisa de datos sobre el país.

     Sin embargo, cuando en 1904 el joven Martínez Ruiz es sustituido -o suplantado- por Azorín, el viaje, cuyo objetivo es España, se convierte en un elemento más que podremos encontrar a lo largo de su producción en el nuevo siglo; el viaje, entendido como elemento integrante de su incipiente consolidación literaria, deja de ser un pasatiempo, literariamente infecundo, para convertirse en parte activa del proceso creador azoriniano. Hacia 1900 comienzan a aparecer significativos viajes en su creación literaria, tanto en sus novelas como en los artículos periodísticos -el viaje es el elemento que vertebra la denuncia social- y en los de crítica literaria -el viaje leído actúa como pretexto a partir del cual elaborar sus nuevos viajes literarios y como forma de defender algunas visiones equivocadas del país. Podemos seguir hallando otros indicios del viaje -entendido, de nuevo, como peregrinatio-, en La voluntad: su creación literaria está consolidándose:

           He ido yo y he venido en tren, en tercera, como Galdós, como Baroja. He ido en diligencia, desde Jaén a Granada. He ido en expreso, en primera, de Madrid a San Sebastián. Y de Madrid a París. He ido a pie, algunas veces, de Monóvar -ocho kilómetros- a la heredad familiar del Collado. He ido infinitas veces de Monóvar, en carro, al colegio escolapio de Yecla(219).      

     Azorín viaja por España, recorre sus pueblos, conoce a sus gentes. Para el escritor de Monóvar, «la geografía es la base del patriotismo. No amaremos nuestro país, no le amaremos bien, si no lo conocemos»(220). Desde este postulado, Azorín entronca directamente con el impulso [116] que la Geografía experimentó merced a la tarea de la Institución Libre de Enseñanza y cuya influencia reconoció el propio escritor alicantino: «El espíritu de la Institución Libre ha determinado el grupo de escritores de 1898; ese espíritu ha suscitado el amor a la Naturaleza y, consecuentemente, al paisaje y a las cosas españolas»(221). Martínez Cachero y Santiago Riopérez destacan a Azorín como uno de los escritores de la época que más recorrió España(222). Como escribe el mismo Azorín:

           Hacíamos excursiones en el tiempo y en el espacio. Visitábamos las vetustas ciudades castellanas. Descubríamos y corroborábamos en esas ciudades la continuidad nacional. Fue Baroja quien viajó más [...] Contentábame yo con emprender cortos viajes, y siempre a solas(223).      

     En tanto que viajero-escritor, Azorín viaja en la mayoría de las ocasiones porque su trabajo se lo exige. «He viajado mucho por España. He pasado muchas horas en los casinos de los pueblos, conversando con hidalgos y oficiales de mano...» Y aun así, en el escritor alicantino no hallamos libros de viajes al modo de los autores citados en el epígrafe anterior; sí referencias, reflexiones sobre viajes y viajeros, descripciones del paisaje y de las mujeres y hombres españoles, fruto todo ello de unas emociones resultantes de la experiencia viajera, que hallamos diseminada en su producción. ¿Fue Azorín un gran viajero a la manera de algunos de sus contemporáneos, como Miguel de Unamuno o Ciro Bayo? ¿Recorrió España impulsado por la necesidad del conocimiento directo del país, aprovechando cualquier ocasión para conocer las extremidades de su cuerpo físico? Se ha hablado habitualmente de los miembros de la denominada «Generación del 98» como hombres de pensamiento más que de acción que, por encima de cualquier otro calificativo, han sido literatos. Azorín condensa de modo más adecuado que otros esta aseveración. Es viajero, un viajero poco activo, pensador, como hemos señalado anteriormente, y sus viajes son, con frecuencia, vividos sobre un mapa, siguiendo una ruta real, trazada minuciosamente, pero nunca realizada.

     Su obra La ruta de Don Quijote, a la que podría ponerse el marbete de crónicas de viajes, es un encargo del diario El Imparcial en 1905 para seguir la ruta literaria del personaje cervantino con motivo del tricentenario de la publicación de la primera parte de nuestro clásico. Azorín recrea la ruta, los personajes, las andanzas quijotescas, y, al leer la obra, se aprecia que ésta es su finalidad, sugerida desde la dirección del periódico. Viaja porque la crónica va a ser publicada, no a la inversa. La experiencia viajera del escritor alicantino tiene una utilidad primordial: la crónica, la colaboración en la prensa -no olvidemos que una gran parte de la producción de Azorín la componen libros que recogen sus artículos.

     Por otra parte, sus salidas al extranjero se deben a motivos laborales. Viaja a París y Londres con motivo del viaje regio; vuelve a París durante la guerra; retorna, es cierto que no por motivos de trabajo, finalmente, para exiliarse voluntariamente. Su peregrinación por los balnearios españoles, o siguiendo la ruta de don Quijote o a través de la Andalucía trágica, son tareas asignadas, cuya finalidad es la crónica. Únicamente los viajes a su provincia pueden ser considerados voluntarios, puesto que la crónica es posterior y el viaje no presupone esta finalidad, [117] aunque quede de este modo reflejado. Su abandono del sedentarismo viene, pues, motivado en la mayoría de los casos por cuestiones laborales.

     El viaje en sí, el camino, no interesa al escritor alicantino tanto como conocer los problemas e inquietudes de paisajes y hombres de España -su personaje, Antonio Azorín, es buena prueba de ello-. «Viajar es el mayor de los placeres», lema azoriniano, puede resultar equívoco. Ramón Gómez de la Serna, en la entrevista de 1916 de su Azorín, se refiere al autor alicantino del siguiente modo:

           Saca de un armario en que parece que guarda gabanes, un libro escogido, probablemente un libro de viajes, pues Azorín no sólo ha viajado por su cuenta, sino que ha acompañado a esos viajeros, en caballo paralelo a su caballo.      
«-Cuando Saint-Simon estuvo en España...»
«Cuando Beaumarchais estuvo en La Granja...»
«Cuando Dumas y Gautier dieron en Madrid con el viejo Lardhy, que estaba entonces en la calle de la Victoria...»
«Cuando el pedagogo americano Sarmiento estuvo en España en 1846...»(224).

     Ramón Gómez de la Serna ya descubrió al viajero Azorín o, precisando más, a los diversos viajeros que habitan en Azorín: un viajero libresco, dentro de la tradición más ortodoxa de su forma de escribir, que viaja sólo con la imaginación que la bibliografía le proporciona; y un segundo viajero, que recorre los lugares, los países, que «ha viajado por su cuenta». Tomando como punto de partida las sugerencias de Gómez de la Serna, en Azorín podemos encontrar diversos tipos de viajero:

     -un viajero libresco. A este viajero correspondería el Azorín crítico de libros de viajes y el escritor cuyos viajes son producto de su lectura y erudición(225). Su experiencia viajera, en este caso, tendría más de proceso imaginativo que de viaje real. Es el Azorín que traza la orografía del país, la forma de ser de sus habitantes, el que inventa, en suma, la realidad del país a través de la creación del ambiente físico y del ambiente moral;

     -un viajero teórico que, dentro de la línea de la época, elabora una teoría acerca del viaje, aunque inferior a la de don Miguel de Unamuno: el viaje como instrumento para el conocimiento del país, de su paisaje;

     -un viajero que pone en práctica su teoría. En mayor medida que Unamuno, este Azorín viajero no acostumbra a cumplir las normas que dicta, pero éste es el que se refiere detenidamente a los medios de transporte, a la utilización de guías turísticas...

     En estos tres viajeros que concurren en Azorín siempre existe el viajero-escritor o, para ser más exactos, el cronista-viajero. Azorín no es un viajero habitual, en él podemos hallar el viaje como pretexto para la contemplación estética y, por ende, para la literatura -tendría aquí cabida el escritor impresionista de los momentos fugaces, de la microhistoria, que viaja a determinadas horas para contemplar la ciudad con una luz que la ha de caracterizar. [118]

     Sin embargo, ¿dónde se encuentra el límite entre el viajero real y el viajero inventor de la realidad? ¿Cuándo viaja Azorín desde una habitación o cuándo viaja en ferrocarril o diligencia...? Y aun así, ¿cuándo recorre el lugar al que llega y no se limita a confirmar la idea de Urales -que Inman Fox reproduce en La crisis intelectual del 98- de un Azorín que «bajaba del tren en cada pueblo y se dirigía en seguida a su alojamiento para leer»(226)? Es difícil precisarlo, a no ser que manejemos las fuentes utilizadas directamente por el escritor alicantino -véase el recuadro «Meditación en Cofrentes» y la utilización de una obra de don Eduardo Soler para crear un breve viaje, cuando Azorín ya ha cumplido los noventa años-.

     Marie-Andrée Ricau-Hernández señaló «el viaje en torno a un cuarto»(227) como compendio de la personalidad azoriniana: estatismo/movilidad, evasión/asentamiento. De este modo, encontramos un viajero libresco que parte de los libros para la realización de sus viajes y, al mismo tiempo, de su obra; un viajero que, como apunta Inman Fox, se aleja de la realidad inmediata, que «no halla la inspiración en la observación de la realidad, sino en otros libros» y cuya faceta de viajero imaginativo, incluida en el cajón de sastre que es la inspiración libresca azoriniana, o su labor crítica de libros de viajes se constata en la lista de guías turísticas, obras de viajes y geográficas, etc., que figura al final de este trabajo.

     Es el Azorín de la ensoñación, al que no le resulta necesario contemplar para soñar o para amar, puesto que parte de un conocimiento previo. En Memorias inmemoriales el protagonista, el propio Azorín, realiza un viaje desde una fotografía: «No me cansaré de decirlo: lo imaginado es en mí más eficiente que lo vivido»; o en Madrid, refiriéndose a su viaje de Valencia a Madrid, recuerda: «He soñado una vez en tal viaje. Lo soñado se sobrepone tenazmente a lo auténtico». Este Azorín no es el que interesa a nuestro trabajo, pues su inspiración libresca y de crítico ha sido debidamente tratada por numerosos autores que resultaría prolijo enumerar. Aproximémonos a las otras facetas viajeras.



Azorín viajero(228)

     En Azorín hallamos numerosos datos que configuran una atractiva teoría del viaje externo que comentaré a continuación. [119]

Condiciones del cronista-viajero

     El cronista-viajero ha de cumplir -si seguimos las pautas señaladas por Azorín en «Los viajes» recopilado en La amada España(229)- varias condiciones que el propio Azorín viola en ocasiones. La tranquilidad que sólo el distanciamiento temporal proporciona es la situación idónea para el cronista-viajero, aunque, en ocasiones, éste se encuentre influido por la inmediatez de la elaboración de la crónica:

           Las cosas no son lo mismo en su primera visión, cuando está cerca de ellas el observador, que cuando se hallan lejanas, en el recuerdo. Tomemos notas; pero no podemos discernir los rasgos fundamentales de las cosas. Y luego esas anotaciones, esos detalles tomados a la vista de las cosas, se nos impondrán con la tiranía, con el imperio, con la autoridad de ser detalles copiados de la realidad directa(230).      

     Azorín toma notas, es un observador minucioso de la realidad que le rodea; son célebres sus lápices y cuartillas, herencia de la observación naturalista. Tras el viaje, el artista ha de preocuparse del estilo, ordenar las visiones fugaces, las sensaciones recibidas: «Porque es preciso que pase el tiempo, que vuestro subconsciente -el gran artista- haga una selección sabía y necesaria, para que luego, poco a poco, vaya surgiendo, sin prisa, sin ansias, con placer, con alegría intensa, una pintura grata, suave y sugestiva de todo lo que vuestros sentidos recogieran...»(231).

     En segundo lugar, se ha de gozar de lo que se está viendo y asumir esa realidad sin plantearse una utilización ulterior: los sentidos han de apropiarse de lo contemplado: «Ver, contemplar -sin propósitos de utilización ulterior; dejar que los sentidos se empapen de la realidad exterior -paisajes, personas, monumentos, figuras-; gozar de todo, sencilla y voluptuosamente»(232). Evidentemente, esta condición no es respetada por Azorín en sus crónicas de viajes. En La ruta de Don Quijote o en las Crónicas del viaje regio -«Reparad que estoy escribiendo por telégrafo y que no suprimo en mi crónica ni la más ligera tilde»(233); «Sterne escribió un famoso prólogo en un coche; esta crónica está escrita sobre un sombrero de copa...»(234)- no cumple tal premisa.

     La tercera apreciación se refiere a la imposibilidad de contemplar adecuadamente los lugares visitados si el viajero se encuentra agotado y limitado para ver y para escribir: «La visita ha de detenerse cuando se llega al cansancio, negarse a ver ni admirar más cosas cuando naturalmente se ha llegado al cansancio, a la saturación»(235). La comunión íntima con la Naturaleza [120] se producía en Unamuno con la transpiración que produce la fatiga; sin embargo, en Azorín es un obstáculo para la creación literaria.

     Por último, la huida de las recomendaciones turísticas, del Baedeker, que implica el descubrimiento de nuevos pueblos y paisajes: «admirar sólo, en fin, lo que le guste a uno, no lo que ensalza la crítica, la historia, los escritores célebres, no tener la vergüenza de no admirar lo que no nos plazca»(236).

Datos sobre el viaje

     Siguiendo con el tema del turismo y del turista, el escritor alicantino, tras condenar el Baedeker, libro sagrado de los viajeros-turistas, considera que este tipo de anti-viajero no puede acceder a la España profunda: «Cerrada para el turista. Exenta de turismo». La España invisible, en la que se oculta el alma del país, sólo podrá ser conocida por el turista «después de visitar [...] las ciudades y pueblos españoles que no están exaltados por el turismo internacional», en ese momento «habrá entrado un poco más en el alma de España»(237).

     Y ¿qué razón existe para que el turista no pueda sentir la España invisible? La respuesta parece clara para Azorín: el tiempo. El turista no está en condiciones de sentir porque no tiene tiempo para ello: «Necesitan espectáculos violentos, ruidosos, fiestas populares, cante flamenco; necesitan de todo esto los turistas para dispensarse de sentir lo elegante, lo suave, lo inefable, lo íntimo, lo profundo, supremamente bello»(238); para esto último, «¿no se requerirá más tiempo, mucho más tiempo del que dispone el viajero presuroso y apresurado?(239)». La España invisible, en un pueblo de Levante, en tierra alicantina es «espectáculo, no para turistas internacionales [...] sino para las almas recogidas, reflexivas, meditativas, amigas del silencio, del sosiego, de los colores desleídos, suaves»(240).

     Azorín -de cuya bibliofilia ya se ha hablado, y de su particular inclinación a los libros geográficos y de viajes- en el prólogo al Lazarillo Español de Ciro Bayo realiza un análisis de lo que han significado en España las guías y los libros escritos por extranjeros sobre España. Guía, generalmente, equivale a turismo, a escritor-turista, de ahí que Azorín estudie las obras de extranjeros, deteniéndose en las escritas por franceses e ingleses. Del escrutinio azoriniano se salvarían Théophile Gautier, Alexandre Dumas, Richard Ford y pocos más: «Pero aun cuando un extranjero -por caso raro- llegara a escribir de España con entera imparcialidad, con absoluta escrupulosidad, siempre en su libro faltaría algo que sólo se puede encontrar en el libro de un español; algo de nuestro espíritu, de nuestro ambiente. Lo más hondo, lo más castizo, lo que es etéreo e impalpable, no puede ser comprendido ni hablado sino por los naturales del país»(241). Acaba recomendando el escritor alicantino la conveniencia [121] de que existan Guías enumerativas y «libros en que el viajero refleje sus impresiones de modo más o menos sentimental y lírico»(242).

     En «Guías artísticas» (1911), Azorín vuelve a destacar esta necesaria diferenciación y clasifica los libros descriptivos en dos grupos: obras objetivas, impersonales, «en las que el autor no pone nada de su criterio privativo»(243); y otras en las que el autor ha de exponer sus impresiones ante lo contemplado: paisaje, historia, etc. Finalmente, la propuesta del escritor de Monóvar es «un justo medio, con lo cual volveremos, en cierto modo, al sistema de Laborde y de Ford; no descuidemos la descripción minuciosa y exacta del país objeto de la guía; pero, al mismo tiempo, hagamos que verdaderos artistas literarios nos den en esos libros sus impresiones de los sitios y parajes más notables»(244).

     Acerca de la utilización de las guías turísticas, Azorín toma dos actitudes. Por un lado, destaca en varias ocasiones la conveniencia de no dejarse llevar por indicación alguna: «Tal vez el viajar a la ventura por el laberinto de las calles es el mayor placer del viajero». Por otra, insta a quien corresponda a la creación de librerías especializadas sobre guías turísticas «en donde el viajero, extranjero o español, pueda comprar cualquier guía de España que necesite, o cualquier publicación referente a cualquier región o pueblo de España»(245). Las guías indican los lugares que se han de visitar, pero es necesario que existan guías especiales y propone la creación de librerías especializadas.

     No obstante, Azorín, que utiliza las guías, en otras ocasiones se desentiende de ellas y opta por viajar sin orientación -flanear, en galicismo unamuniano-: «Dejad los planos; dejad las guías; no preguntéis a nadie»(246). O, en lugar de guías, utiliza los libros más adecuados: Guía de Levante, de Espasa-Calpe, y Años y leguas, de Gabriel Miró -también Unamuno seguiría esta obra en «Soñando el Peñón de Ifach»(247)-.

     Otros aspectos interesantes del viaje en Azorín se refieren a detalles que en otros autores no hallamos: los momentos en que se ha de llegar a una ciudad, las horas en que se ha de recorrer o las estaciones más propicias. Así, la primavera resulta la estación más apropiada para el viaje; en las primeras horas del día los colores y luces de la Naturaleza son ineludibles para un artista o un negociante; nada hay como llegar de noche o de día a una ciudad.

     La sensación que prevalece en la escritura azoriniana se refleja en sus crónicas viajeras: el zumbido de un moscardón puede ser característico de una región española o el sonido de un timbre en un balneario puede crear una sensación de desasosiego en el cronista. El reflejo de estos detalles en sus crónicas de viajes les proporciona una visión particular del viaje, diferente a la de otro gran viajero de la época, don Miguel de Unamuno. En el fondo del viaje existe una microhistoria captada sólo por el escritor alicantino. [122]

     Y, por encima de recomendaciones o apreciaciones sobre el viaje, prevalece una alta misión: la responsabilidad del escritor. El saberse cronista le hace superar los obstáculos que va encontrando: las habitaciones de balnearios que lo aprisionan, un estilo veloz «tal vez vibrante, de seguro conciso, breve, unido y ensamblado en frases voladoras» lejos de la selección necesaria para su forma de entender la creación literaria, las incomodidades de fondas y de medios de transporte: «Aceptemos, como la abulense, lo que haya». El oficio de escritor se refleja con un lirismo extraordinario en diversas crónicas. El viajero Azorín subraya, además, la conveniencia de crear sociedades que fomenten el conocimiento del país en todos sus aspectos -constante de la época.

     En lo que se refiere a los medios de locomoción, resulta conocida la preferencia azoriniana por el ferrocarril y en su obra encontramos numerosas indicaciones relacionadas con ese medio -estaciones, vagones-, además de los libros que se conservan en su biblioteca sobre el tema. El medio de transporte utilizado influye también en las observaciones precisas del paisaje: el viaje en carro, por ejemplo, le pone más en contacto con la Naturaleza; y comienza a entrever Azorín, ya en 1925, las nuevas oportunidades que el viaje aéreo puede aportar a la visión del paisaje.

     Por último, destacadas algunas de las ideas sobre el tema del viaje demasiado extenso para esta aproximación, Azorín, viajero de múltiples facetas, observador de paisajes y de gentes, escritor ante todo, supo traspasar los límites en los que el viaje se hallaba encorsetado y, junto a otros escritores de su época, situarlo en el lugar que le correspondía como materia literaria.



Apéndice

Guías, libros y folletos de viajes y de geografía(248)

Selección de la Biblioteca de la Casa-museo Azorín de Monóvar, Alicante

     ACOSTA DE LA TORRE, L., Guía del viajero en Alcalá de Henares, Alcalá de Henares, Imp. García Carballo, 1882.

     ALARCÓN, Pedro A. de, Viajes por España, Madrid, Tip. Suc. Rivadeneyra, 1907.

     -----. Cosas que fueron, Madrid, Imp. La Correspondencia de España, 1871.

     -----. De Madrid a Nápoles, Madrid, Imp. Gaspar y Roig, 1861.

     -----. Diario de un testigo de la Guerra de África, Madrid, Ed. Gaspar y Roig, 1859.

     ALMIRALL, V., L'Espagne telle qu'elle est, Montpellier, Imp. Centrale du Midi, 1886.

     ANTILLÓN, Elementos de la geografía astronómica, natural y política de España y Portugal, Madrid, Imp. Fuentenebro y Cía., 1808.

     D'AULNOY, Condesa, Relation du voyage d'Espagne, Paris, 1926.

     BAEDEKER, K., Espagne et Portugal, 2ª ed. Leipzig, Ed. K. Baedeker, 1908.

     -----. Paris et ses environs, Leipzig, Ed. K. Baedeker, 1900. [123]

     -----. Le sud-ouest de la France: de la Loire à la frontiére d'Espagne, Leipzig, K. Baedeker, 1901.

     BARDÓN Y GOMEZ, L., Viaje a Egypto..., Madrid, Imp. R. Labajos, 1870.

     BAYO, Ciro, Lazarillo español. Guía de vagos..., Madrid, Pueyo, 1930.

     -----. Con Dorregaray, Madrid, Imp. Pueyo, 1912.

     BECERRO DE BENGOA, P., Descripciones de Álava, Vitoria, Domingo Sar, 1918.

     -----. De Palencia a Oviedo y Gijón, Palencia, Alonso y Z. Menéndez, 1884.

     BOFARULL, A. de, Guía-cicerone de Barcelona, Barcelona, Imp. V. Castaños, 1855.

     BOIX, Vicente, Manual del viajero y guía de los forasteros en Valencia, Valencia, Imp. José Rius, 1849.

     BORROW, George, Los Zincali (los gitanos en España), Madrid, La Nave, 1932.

     BRAÑA, Ramón de la, Galicia, León y Asturias, La Coruña, Ed. Andrés Martínez, 1894.

     CABALLERO, Fermín, Nomenclatura geográfica de España, Madrid, E. Aguado, 1834.

     -----. Fomento de la población rural de España, Madrid, E. Aguado, 1863.

     -----. Manual geográfico-administrativo de España, Madrid, Antonio Ynes, 1844.

     CARCO, Francisco, Huit jours à Seville, Paris, Ed. Emile-Paul Frères, 1929.

     CASTELAR, Emilio, Un año en París, Madrid, Tip, de El Globo, 1875.

     -----. Recuerdos de Italia, Madrid, Imp. T. Fortanet, 1872.

     Ciudad de Londres, [s.l.] [s.i.] [s.a.].

     COLL Y PUIG, Guía, consultor e indicador de Santander y su provincia, Santander, La Voz Montañesa, 1891.

     CORNETY MAS, Cayetano, Guía del viajero en Manresa y Cardona, Barcelona, V. Magriña, 1860.

     DUMAS, Alexandre, España y África, Madrid, Sociedad Literaria, 1847.

     -----. De París a Granada, Barcelona, Imp. y Lib. de Viuda e Hijos de Mayol, 1847.

     ESPINALTY GARCIA, B., Atlante español o descripción general geográfica, cronológica e histórica de España, Madrid, Imp. Pantaleón Aznar, 1778.

     FORD, Richard, Cosas de España (El país de lo imprevisto), Madrid, Ed. Jiménez Fraud, 1922.

     -----. A Handbook for travellers in Spain, 3rd ed., London, John Murray.

     GARCÍA ARIAS, Recuerdos históricos de Ávila, Madrid, Imp. Fortanet, 1877.

     GAUTIER, Théophile, Loin de Paris, Paris, Ed. Fasquelle, 1914.

     -----. Voyage en Espagne, Paris, Ed. Fasquelle, 1908. [124]

     -----. Poésies complétes, Paris, Charpentier Ed., 1862.

     GÓMEZ DE ARTECHE, J., Geografía histórico-militar de España y Portugal, Madrid, F. de P. Mellado, 1859.

     GÓMEZ MORENO, M., Guía de Granada, Granada, Indalecio Ventura, 1892.

     Guía de forasteros en Madrid para el año 1861, Madrid, Imprenta Nacional, s.a.

     Guía de las carreteras de España, Madrid, Espasa-Calpe, 1925.

     Guides Joanne, Versailles, París, Hachette, 1909.

     Guía de Cuenca, Cuenca, Ed. Museo Municipal de Arte, 1923.

     Guía del turista. Mondáriz, Vigo, Santiago, Madrid, Suc. Rivadeneyra, 1912.

     GUTIÉRREZ SOLANA, Dos pueblos de Castilla, Cuadernos Literarios, 1924.

     -----. La España negra, Madrid, Imp. G. Hernández y Sáez, 1913.

     HEIGHTS & LENGTHS, Principal Mountains & Rivers in the World, London, C. Smith, 1825.

     IRVING, Washington, Granada and Spain, London, G. Bell & Sons, 1902 y 1905. 2 tomos.

     -----. Cuentos de la Alhambra, Barcelona, García y Bartolí.

     JEREZ PERCHES, A., Granada pintoresca, Madrid, Bailly - Bailliere, 1885.

     LABORDE, A. de, Itinéraire descriptif de l'Espagne, t. V. 2ª ed. Paris, chez Nicolle, 1809.

     LATORRE, E., Mapa del anuario de ferrocarriles, Madrid, Lit. J. Palacios, 1907.

     LIÑÁN Y VERDUGO, Guía para los que vienen a la Corte, Madrid, Imp. Revista de Archivos y Bibliotecas, 1923.

     LOBE, Guillermo, Cartas a mis hijos durante un viaje a los Estados Unidos, Francia e Inglaterra..., New York, Imp. J. de la Granja, 1839.

     LÓPEZ, Enrique, Novísima guía de España y Portugal, Ed. E. López, 1924.

     LOTI, Pierre, Au Maroc, Paris, Colman Lvy, 1889.

     MADOZ, Pascual, Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España, t. XIII, Madrid, 1849.

     MADRAZO, E, Una expedición a Guipúzcoa, Madrid, Gabriel Gil, 1849.

     MALVAR, E., Recuerdo de un viaje a los Santos Lugares, Madrid, Imp. C. del Pez, 1876.

     -----. Manual de diligencias para 1830, Madrid, Imp. M. de Burgos.

     MARISTANY Y GIBERT, Viaje por los EE. UU., Barcelona, Imp. Heinrich y Cía, 1905.

     MARTÍNEZ TORNELL, J., Guía de Murcia, Murcia, Tip. Matencio y Castillejo, 1906.

     MELLADO, F. de P., Guía del viajero en España, Madrid, Tip. Mellado, 1862.

     MESONERO ROMANOS, R. de, Manual de Madrid, Madrid, Imp. M. de Burgos, 1831. [125]

     -----. Recuerdos de viaje por Francia y Bélgica, Madrid Imp. M. de Burgos, 1841.

     MONMARCHE, M., Guide bleu de l'Espagne, Paris, Hachette, 1927.

     NAVARRO LÓPEZ, La Sierra de Segura, Madrid, Marsiega, 1951. Pról. de A. M. Ruiz.

     PASTOR DE LA ROCA, J., Guía del alicantino y del forastero en Alicante, 1875.

     PERTHES, Justo, Nuevo mapa de España y de Portugal, Justo Perthes, 1899.

     PRATS Y BELTRÁN, Alardo, Tres días con los endemoniados: La España desconocida y tenebrosa, Madrid, Ed. Cenit, 1929.

     QUINET, E., Mes vacances en Espagne, 5ª ed., Paris, Ed. Hachette, 1876.

     REGOYOS, Darío de, La España negra de Verhaeren, Madrid, La Lectura, 1924.

     REYERO, D., Historia, religión y costumbres de las montañas de Pormo y Curueño, León, Imp. Religiosa de J. López.

     RICHARD, Guide aux Pyrénées: itinéraire pédestre des montagnes, 2ª ed., Paris, Lib. Succ. de M. Audin, 1840.

     ROCH, León, Vistas de Segovia, Madrid, Lib. V. Suárez y Cía, 1921.

     SALAVERRÍA, J. M., Guía sentimental del País Vasco, San Sebastián, Biblioteca Vascongada de los Amigos del País, 1955.

     SOCIEDAD GREDOS, Gredos.

     VARGAS, J., Viajes por España, Alicante y Murcia, Madrid, Tip. El Liberal, 1895.

     VARIOS, Compendio histórico y descriptivo de Valladolid, Valladolid, D. Julián Pastor, 1845.

     VERGARA Y MARTÍN, Tradiciones segovianas, Madrid, Victorino Suárez, 1910.

     VIGNOLES, Charles, Map of lines of railways and principal roads in the northem and eastern parts of Spain, [s.c.] [s.a.].

[127]

ArribaAbajo

La colocación de las rúbricas y la disposición del texto en el Arcipreste de Talavera

Eric W. Naylor

The University of the South

     A pesar de saber perfectamente que en la Edad Media la colocación de los titulares de un manuscrito era posterior a la producción del texto y muchas veces era total o parcialmente la obra de redactores o compiladores y no necesariamente del autor, los estudiosos modernos casi nunca se resuelven a alterar la situación de las rúbricas o a cambiar las divisiones textuales y la ordenación del texto que han heredado de sus precursores medievales. De esta timidez por parte de los que no se dan cuenta de que su habilidad de disponer y dividir el texto lógicamente es muchas veces superior a la de los medievales en cuya tradición siguen, resulta que no cogen la oportunidad que les ofrece la investigación moderna, favorecida por la capacidad de establecer mejores textos y por el tiempo que tenemos para estudiar en su totalidad y a fondo la situación textual de obras individuales. Este apego supersticioso o religioso al texto recibido tiene como resultado que los redactores corrientemente renuncian a sus deberes y a su papel vocacional y se abstienen de disponer de una manera más lógica las divisiones internas de obras medievales. Esta falta de resolución, que también se ve en obras como El libro de buen amor, ha caracterizado el estudio del texto del Libro del Arcipreste de Talavera, y redactores tan finos y aplicados como Marcella Ciceri no se han atrevido a introducir cambios lógicos en la disposición del texto.

     En este homenaje a Victor Ouimette voy a proponer algunos cambios leves a la disposición de las rúbricas y afinar la división interna de la primera parte. Lo hago para abrir una discusión amistosa sobre la redacción del Arcipreste de Talavera a fin de poder crear un mejor texto de esta obra fundamental pero no bien entendida de la literatura española.

     Como es sabido, el texto del Arcipreste de Talavera se conserva en un solo manuscrito del siglo XV y cuatro ediciones antiguas (Sevilla, 1498; Toledo, 1500; Toledo, 1518; Logroño, 1529; Sevilla, 1547). El manuscrito representa el texto más completo y extenso, pero tanto éste como los impresos tienen lagunas y texto trastocado que apoya la pretensión de que todas las versiones se remontan a un original sin encuadernar o descosido al que después se habría añadido materia que era obra o de Martínez de Toledo o de otros(249). Un ejemplo del texto [128] trastocado son los últimos párrafos del capítulo trece de la segunda parte [numeración de Contreras: Capítulo LI], que parecen haber sido pasados a la última parte del noveno capítulo del tercer libro [Contreras LXII]. Varios trozos del final del primer libro, comenzando en el Capítulo XXXVI(250), parecen haber sido añadidos después o transportados de otro sitio. El texto del Capítulo XXXVII, dedicado a las cuatro virtudes [Cómo el que ama pierde todas las virtudes], también está lleno de incongruencias y desavenencias(251) que sugieren que en una época el primer libro habría sido guardado en un cuaderno independiente cuyas últimas hojas sufrieron múltiples vicisitudes.

     El Libro del Arcipreste de Talavera se divide en cuatro libros. El primero y más largo está dedicado a una condenación general del amor carnal; el segundo trata de los vicios, tachas y malas condiciones de las mujeres malas; el tercero habla de la varias complexiones y del zodíaco; y el cuarto condena la creencia en la fuerza de los hados, signos y planetas. Aunque hay cierta independencia entre los cuatro libros, son claramente divisiones legítimas que se remontan a Martínez de Toledo. Aunque no idénticos, los titulares son parecidos en el manuscrito y los impresos, pero la numeración de los capítulos es distinta porque la del manuscrito del copista Contreras es seguida y la de los impresos se recomienza con cada libro. No hay nada que pueda probar definitivamente que Martínez de Toledo fuera el que compuso y dispuso las rúbricas, y la variación entre las de los impresos y las del manuscrito nos hace sospechar una intervención por parte de los primeros redactores, aunque parece lógico que el Arcipreste tuviera, en un principio, algo que ver con ellas.

     Quienquiera que fuera el autor de las rúbricas, no están puestas con mucho cuidado. Por ejemplo, después del Prólogo General no hay rúbrica que anuncie el comienzo del primer libro(252). A veces hay rúbricas mal puestas, como la del manuscrito en el capítulo LI [II, 13], que reza «Cómo las mugeres aman a los que quieren, de qualquier hedad que sean», pero que no tiene nada que ver con este asunto. (Es mejor la rúbrica de los impresos: «Cómo la muger no ama al onbre de voluntad pura e coraçón verdadero»). Podría aducir más ejemplos, pero la conclusión sería la misma: no sólo el texto del Arcipreste de Talavera se halla en un estado confuso, sino también los titulares, que deben ser, por lo menos en parte, obra de los redactores tempranos.

     Como indiqué antes, no veo inconveniente en que un redactor postmedieval, aprovechándose de los recursos modernos que nos permiten consultar varias tradiciones y quizá ver aspectos de una obra que no hubieran visto los rubricadores y editores de otra época, añada o cambie los titulares, siempre indicando que es obra suya, siguiendo las normas vigentes actualmente en la redacción. En este ensayo voy a sugerir los cambios que creo más obvios, seguidos de unas sugerencias para otros nuevos titulares de tipo organizativo. Hay aún más problemas, pero no los introduzco aquí. [129]

     El problema más obvio tiene que ver con el trabajo del rubricador que no indicó claramente la división de la obra en libros y que en realidad creó un texto que es muy perplejo para un lector casual. Puso la siguiente rúbrica al capítulo XXXVIII [Primer Libro]: «En conclusión: cómo por amar vienen todos males». Lo que sigue no trata de lo anunciado sino que es la introducción a la segunda parte. Por eso, el redactor moderno debe suprimir los titulares del supuesto capítulo XXXVIII y pasar aquí las rúbricas que anuncian el fin del primer libro y el comienzo del segundo libro:

          

Fenece la primera parte deste tractado.

     

[II]

Aquí comiença la segunda parte deste libro en que dixe que se tractaría de los viçios, tachas e malas condiçiones de las malas e viçiosas mugeres, las buenas en sus virtudes aprovando.

[Prólogo]

     Parecido caso pasa al final del segundo libro, porque no se indica claramente el paso de su último capítulo a la introducción a la tercera. Para clarificar el texto es necesaria la siguiente redisposición textual, cambiando el sitio de unos titulares y añadiendo otros.

          

Capítulo XIV. Cómo amar a Dios es sabieza e lo ál locura.

     
     Por ende, amigo, si considerares cómo amar a Dios es sabieza, virtud e proeza [...] Quien algo desto considerase, en su pensamiento en este amor verdadero algún tienpo adurmiese, pienso que mucho errar inposible le sería.

Fenesçe la segunda parte desta obra e comiença la terçera.

[III]

     Aquí comiença la terçera parte de esta obra, donde se tracta de las conplisiones de los onbres e de las planteas e signos, quáles e quántos son.

[Prólogo]

     Pero, pues que de las mugeres mal usantes en común algund tanto he dicho [...] E aquí çesa todo argumento en contrario contra mi fecho en esta parte.

Capítulo primero

De las conplisiones

     Dentro del tercer libro debemos redisponer el texto para responder a una obvia división interna. Al final del Capítulo VI se introduce claramente una nueva división textual de que no se dio cuenta el rubricador y debemos disponer el texto de esta manera:

                Por ende, todo eso dexando, viniendo al propósito, e conclusión(253), dígote de las calidades e maneras de los susdichos onbres e mugeres [...] cómo e quáles son, nin qué preduminaçiones tienen. [130]      

Capítulo VII

De la qualidad del sanguino

     Primeramente prosigo los que son sanguinos: qué tachas tienen; qué males e qué viçios, qué virtudes o buenas calidades.

     También los editores debemos reestructurar el primer libro y dividirlo en cuatro «Secciones». Después del Prólogo General debemos introducir la siguiente rúbrica: «Sección I que trata de la reprobación del loco amor». Esta primera sección comprendería desde el capítulo primero hasta finales del 18 y está dedicada a consideraciones generales. Entonces, dispondría lo demás del libro de la manera siguiente.

          

[Sección II.

     

Cómo el que ama transpasa los diez mandamientos.]

E fasta aquí fablé de cómo desordenado amor deve ser evitado, sólo amor en Dios poniendo. Agora proseguir quiero: el que ama, cómo traspasa los diez mandamientos e quebranta, e comete todos los siete pecados mortales donde todo mal proviene.

Capítulo XIX.

Cómo el que ama desordenadamente traspasa los diez mandamientos.

     Si saber quieres aun cómo amor desonesto de onbre e fenbra deve ser menospreçiado e denostado [...] Pues bien podemos decir que amor desordenado raíz es de todo pecado.

[Sección III.

Cómo el que ama comete todos los siete pecados mortales.]

     Aún más te digo: que desordenado amor es causa de cometer los siete pecados mortales, e uno non falleçe que por los amantes non sea cometido, segund verás aquí por el proçeso.

Capítulo XXX.

Del primero mortal pecado.

El primer mortal pecado es sobervia [...] Pues, quien en agena cabeça castiga, digno es de loor.

[Sección IV.

Cómo el que ama non usa de las cuatro virtudes cardenales.]

Capítulo XXXVIII

Cómo el que ama pierde todas las virtudes.

     Los que bien considerar quisieren en lo suso razonado [...]

     Como indiqué antes, el texto de los capítulos XXXVII y XXXVIII es problemático, pero no creo que sea a propósito hablar más del caso aquí y cerraré estas observaciones diciendo que la disposición del texto y de las rúbricas del Arcipreste de Talavera sigue siendo uno de los problemas principales de esta obra de primera importancia y pide un estudio a fondo que resulte en una reordenación y afinación del texto.

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Identité culturelle et modernité en Amérique Latine

Joseph Pérez

Université de Bordeaux III

     Le monde moderne est en train de s'unifier sur la base d'une civilisation industrielle et technicienne. Cette tendance a des aspects positifs: elle s'accompagne de l'espoir de réduire les inégalités les plus criantes; elle présente aussi un danger pour les cultures nationales, menacées de perdre leurs traits spécifiques, leurs traditions, leur identité. C'est pourquoi on s'interroge aujourd'hui sur le bilan de la modernité. Elle signifiait, au départ, un effort pour arracher l'humanité aux contraintes irrationnelles et pour faire avancer d'un même pas le bien-être matériel et le progrès moral; ce mouvement se renverse dans le monde contemporain: un déséquilibre croissant s'établit entre la puissance de l'homme et ses ressources morales; l'écart entre les pays riches et les pays pauvres ne cesse de se creuser; l'uniformisation des genres de vie contribue partout à appauvrir les cultures nationales, voire régionales, qui éprouvent de plus en plus le besoin de se reconnaître, de se définir, de s'affirmer(254). Le Président de la République française le rappelait à Mexico, en octobre 1981: la différence entre le Nord et le Sud ne concerne pas seulement le développement de l'économie; il y a aussi un «échange culturel inégal»(255).

     La situation de l'Amérique latine diffère, de ce point de vue, de celle des anciennes colonies françaises ou anglaises: dans la plupart des cas, celles-ci n'ont pas eu à changer de langue, de religion, de culture; un Iranien, un Hindou, un Chinois appartiennent à des civilisations originales. En Amérique latine, au contraire, les puissances colonisatrices ont imposé une langue -l'espagnol ou le portugais-, une religion -le catholicisme-, des coutumes, des institutions, des formes d'art nées en Europe. L'Amérique latine représente un [132] prolongement de la civilisation occidentale, mais avec ses particularités: la présence d'indiens et de noirs, la marque laissée par deux nations ibériques qui, à un certain stade de leur évolution historique, ont donné l'impression de se couper du monde moderne(256).

     C'est pourquoi ces peuples ont eu très vite le souci de rompre avec le passé, d'obtenir, après l'indépendance politique, l'émancipation intellectuelle et culturelle de façon à rejoindre le plus rapidement possible le groupe des nations développées -au XIXème siècle on disait: civilisées- dont le modèle leur était fourni par l'Europe, car on ne concevait pas d'autre voie que celle que proposait l'Europe industrielle. C'est à cette volonté de modernisation rapide qu'il faut rattacher la pensée de Sarmiento en Argentine ou la vogue du positivisme dans presque toute l'Amérique latine.

           Civilisation ou barbarie, voilà la question que pose le Facundo de Sarmiento. Les deux coexistent en Argentine; il s'agit de savoir laquelle l'emportera: d'un côté, un mode de vie archaïque, agraire, pastoral, attaché aux traditions espagnoles, mode de vie qui trouve son expression politique dans la dictature des caudillos, eux-mêmes produits de la pampa; de l'autre, une société à créer à partir du commerce et de l'industrie, une société urbaine, ouverte sur le monde, qui se nourrit de Bentham, de Montesquieu, de Rousseau... Córdoba contre Buenos Aires(257).      

     Le positivisme dont se réclament plusieurs groupes dirigeants dans la seconde moitié du XIXème siècle -militaires brésiliens entre 1889 et 1898, «scientifiques» mexicains à l'époque du Porfiriat, partisans vénézuéliens de Juan Vicente Gómez...- va dans le même sens. Comme le fait remarquer François Chevalier, les influences anglo-saxonnes -Spencer, Darwin- sont plus discrètes, mais peut-être plus fortes que celles d'Auguste Comte; aux abstractions de la scolastique ou de l'humanisme traditionnel, identifiées à l'ancienne métropole, on oppose volontiers l'utilitarisme et le sens pratique des nations industrielles et progressistes, les vertus du libéralisme économique et de l'initiative individuelle(258). [133]

     C'est contre ce modèle anglo-saxon que vont réagir les intellectuels d'Amérique latine, plus précisément contre les États-Unis que Baudelaire avant Rodó identifiait déjà à la modernité triomphante(259). On dénonce la nordomanía, synonyme de matérialisme, le rationalisme, la ploutocratie et enfin l'impérialisme du géant du nord qui, après avoir annexé la moitié du Mexique, établit un protectorat de fait sur l'Amérique centrale et menace l'ensemble du continent. A des titres divers, José Martí, Rodó, Vasconcelos, Mariátegui sont représentatifs de ce mouvement qui commence dans les dernières années du XIXème siècle pour s'épanouir dans le premier tiers du siècle suivant. C'est alors qu'on s'efforce de donner un sens à cette expression d'Amérique latine, née dans les années 1850, même quand on récuse le terme(260), une Amérique qui renouerait avec l'Espagne, qui comprendrait le Brésil, mais exclurait les États-Unis, puisque cette dernière puissance représente tout autre chose dans l'histoire(261).

     Bien des arguments militent, en effet, en faveur d'une unité en profondeur du monde latino-américain, une unité plus souvent sentie que pensée, mais qui ne semble pas un postulat arbitraire: l'imprégnation catholique, même si elle paraît aujourd'hui moins affirmée qu'auparavant; la langue; des façons de sentir, de penser, de vivre; des attitudes et des habitudes psychologiques, intellectuelles, sociales, sans oublier les survivances des vieilles civilisations autochtones que le métissage colonial n'a pas totalement fait disparaître et dans lesquelles on voit à juste titre l'une des composantes essentielles du continent latino-américain. Tout cela suggère de rechercher l'unité de l'Amérique latine plutôt du côté de la culture. Le problème est de donner un contenu à ces intuitions, une forme à une matière que l'on pressent riche de virtualités et de promesses.

     L'Amérique latine passe alors, à la fin du XIXème et au début du XXème siècle, par une crise d'identité; elle cherche à se connaître elle-même et à se définir(262). Cette interrogation conduit beaucoup de romanciers, par exemple, à se pencher sur ce qui leur apparaît comme le plus caractéristique de leurs peuples: les paysages, les climats, les hommes surtout, ce mélange [134] d'autochtones, de descendants d'esclaves noirs, d'Européens avec tous les degrés de métissage possible. C'est une direction qu'avait entrevue la génération de l'Indépendance: dès 1823, dans son Alocución a la poesía, Andrés Bello invitait la muse de la poésie à fuir une Europe trop raffinée pour goûter aux charmes d'une nature vierge et à installer sa demeure dans le Nouveau Monde. Sarmiento lui-même, si fervent de progrès et d'européanisation, avouait que l'archaïsme avait son charme et qu'il pouvait inspirer les romanciers(263) et on trouve chez lui des tableaux de moeurs assez réussis(264). Un courant costumbrista vivace traverse alors l'Amérique: on recueille des types sociaux, des scènes de la vie quotidienne, des traditions anciennes avec d'autant plus de passion et de hâte qu'on a le sentiment qu'il s'agit d'hommes et de choses en voie de disparition, des survivances d'un passé pittoresque que l'on sait révolu et sur lequel on s'attendrit facilement, peut-être sans le regretter vraiment(265).

     De nature bien différente sont les tendances qui apparaissent à la fin du siècle et que l'on peut regrouper autour des notions d'indigénisme et de criollisme. La vogue du roman indigéniste, telle que la lance Turner avec Aves sin nido (1889), qu'elle se développe au Pérou avec Raza de bronce d'Alcides Arguedas ou, au Brésil, avec Os Sertões(266) d'Euclides da Cunha a une tout autre portée. Il s'agit de chercher l'originalité des nations issues de la conquête et de la colonisation, non plus seulement dans les éléments importés, mais chez les descendants des populations autochtones, le plus souvent soumis à une exploitation inhumaine et relégués dans les montagnes ou les campagnes.

     Dans les nations «blanches», le criollisme est l'équivalent de l'indigénisme andin. Au Venezuela, l'anthropologue Tulio Febres Cordero oppose panamericanismo, et pancriollismo. Le premier est trop soumis aux influences anglo-saxonnes; le second, au contraire, est l'expression authentique des nations latino-américaines: il faut criollizar le Venezuela, insister davantage sur ce qui vient du sol (lo nativo) que sur ce qui est importé (lo extranjero). Jusque vers 1940 on cultivera ainsi au Venezuela un théâtre créole, plutôt pauvre du point de vue dramatique et esthétique, mais où les situations, les moeurs, les types sociaux mis en scène sont ceux que les auteurs et le public croient représentatifs de l'âme vénézuélienne(267). C'est la même chose en Argentine où l'on commence par exalter le gaucho presque comme un héros national avant de se complaire dans les compadritos amateurs de tango. [135]

     Cette recherche d'une identité latino-américaine qui s'opposerait au monde anglo-saxon pose au moins deux questions: existe-t-il vraiment une réalité latino-américaine cohérente? Quelle valeur donner à cette quête d'identité?

     Rendant compte en 1949 du livre du Péruvien Luis Alberto Sánchez, ¿Existe una América latina?, Fernand Braudel ne cachait pas sa perplexité: «Peut-on dire, sans plus, qu'il y a une tradition ibérique, indigène, métisse et qu'elle est une?»(268). L'expression d'Amérique latine est commode; elle a les vertus et les défauts de toutes les abstractions. Elle permet de dégager quelques traits généraux qui font apparaître des ressemblances entre les nations anciennement colonisées par l'Espagne et le Portugal, surtout quand on les compare à l'autre Amérique: une situation économique de sous-développement, une histoire politique marquée par la violence et par des formes de gouvernement souvent peu démocratiques (le caudillismo avant-hier, des régimes autoritaires hier et encore quelquefois aujourd'hui). Mais dès qu'on veut entrer dans les détails, on est bien obligé d'en revenir à une attitude nominaliste: ce que nous rencontrons, ce sont des nations bien concrètes, avec leurs problèmes qui ne ressemblent pas toujours à ceux des voisins. Frédéric Mauro distinguerait au moins deux Amériques latines: l'une orientale, constituée par les Antilles, le Venezuela, les Guyanes, le Brésil, la Plata; l'autre occidentale, celle des États andins et de l'Amérique centrale; les deux s'opposent par la géographie et le climat (plateaux ou plaines à l'est, massifs montagneux à l'ouest), par le peuplement: l'absence ou la présence de grandes civilisations indiennes, l'importance des noirs...(269). A l'intérieur d'un même pays, que de différences! Qu'y a-t-il de commun, au Brésil, entre la zone surindustrialisée de São Paulo et le nord-est misérable?

     Les disparités ne sont pas moindres dans le domaine de la culture. Elles ont conduit les intellectuels contemporains à se montrer plus prudents que ne l'avaient été leurs aînés. On peut le regretter, mais la tendance aujourd'hui est de parler du roman mexicain, argentin, colombien... plutôt que de littérature latino-américaine en général(270).

     Un usage imprudent de la notion d'identité culturelle risque de conduire à un nationalisme excessif; le souci légitime de cultiver sa spécificité peut dégénérer en folklore. Il faut bien reconnaître que, si l'indigénisme ou le criollisme ont produit quelques grands textes (Martín Fierro, Don Segundo Sombra, les romans de Rómulo Gallegos ou de Ciro Alegría), ils ont souvent abouti à des oeuvres plutôt médiocres. Après avoir été une façon de vivre qui s'imposait aux nouveaux immigrants et contribuait à les assimiler, le criollisme argentin, par exemple, a cessé d'être une réalité vivante et vécue pour devenir un objet de curiosité, du folklore(271). Ce genre de littérature ne présente plus guère d'intérêt que pour le sociologue. François Bourricaud, par exemple, voit dans le roman indigéniste péruvien «un trésor inestimable», on y découvre comment «des intellectuels issus pour la plupart de la petite bourgeoisie de province voient [136] leur propre société. Cette source est d'autant plus précieuse qu'elle ne nous décrit pas seulement des types figés; elle nous propose aussi une description des changements qui ont affecté la société péruvienne à partir de 1920»(272). Point de vue de sociologue à l'affût de tout ce qui peut nourrir ses analyses, mais c'est appauvrir la littérature que de la ramener à la seule fonction documentaire. A cultiver trop intensément ce genre, on s'expose à tomber dans les pires errements de la théorie simpliste du reflet: à pays sous-développé, culture sous-développée et littérature misérabiliste ou, tout au moins littérature qui se complaît à évoquer ce qui paraît le plus typique dans un pays donné et qui considère volontiers que tout ce qui s'éloigne de ce modèle, défini une fois pour toutes, représente une agression, un mauvais coup porté à l'âme de son peuple. La revendication d'une identité trop marquée implique qu'on se différencie le plus possible de l'étranger. Elle risque de tourner au repli sur soi; elle s'accompagne de la répugnance aux innovations; elle peut être refus suicidaire d'évoluer, au nom d'une spécificité idéale et mythique; elle revient, en fin de compte, à offrir aux étrangers l'image qu'ils souhaitent recevoir d'un pays: un exotisme bon marché, des hommes et des femmes à ponchos ou coiffés de chapeaux de paille...(273).

     Cette conception repose sur une définition discutable de la culture, envisagée comme un patrimoine qu'on reçoit en héritage et qu'on a le devoir de transmettre sans rien y changer. La culture authentique, au contraire, n'est pas quelque chose de tout fait, mais quelque chose qui s'invente et qui doit être constamment renouvelé si l'on veut pas qu'elle meure. A la limite, les seules identités définitivement constituées concernent les civilisations disparues qu'étudient les historiens. Une culture vivante, au contraire, est une création continuelle qui se développe selon «une loi de fidélité et de création»(274): fidélité à la tradition, création par assimilation d'apports extérieurs car elle ne peut vivre uniquement sur son propre fonds; il faut la renouveler et la recréer sans cesse. Une culture vivante aspire encore à dépasser le particulier et à atteindre l'universel, si elle veut être autre chose qu'un simple folklore littéraire. Il s'agit de réconcilier, comme disait Antonio Machado, lo eterno humano y lo esencial castellano, de retrouver l'humanité la plus profonde dans une oeuvre historiquement, géographiquement et sociologiquement enracinée dans la réalité. Ce n'est pas facile: à trop tirer vers l'universel, on tombe dans l'abstraction; à trop insister sur le concret, on sombre dans l'exotisme.

     La grande réussite de la littérature latino-américaine depuis une trentaine d'années est d'avoir tenu les deux bouts de la chaîne. Les plus grands créateurs, ceux qui ont connu un succès mérité en dehors de leur patrie, semblent avoir renoncé à s'enfermer dans une conception stérilisante de l'identité culturelle. Ils nous offrent des oeuvres puissantes, profondément enracinées dans les réalités contemporaines. Certaines dénoncent la dépendance et l'exploitation [137] de leur pays et de leurs compatriotes. D'autres portent témoignage d'une situation où la violence, celle des forces naturelles et celle des hommes, pèse encore lourdement. Dans toutes, on retrouve un ton, une atmosphère, une problématique spécifiques de l'Amérique latine contemporaine, mis au service de valeurs qui, au-delà des circonstances, sont susceptibles d'intéresser l'humanité tout entière.

     Il n'est pas indifférent de relever que ces auteurs, bien loin de s'enfermer dans une tradition exclusive, ont souvent assimilé ce que la littérature des autres pays a produit de meilleur.

     On se gardera d'établir un catalogue ou un palmarès. Quelques noms et quelques textes permettront d'illustrer ce qui précède.

     Pour commencer, une exception, un cas aberrant: Borges, le seul auteur latino-américain, sans doute, à avoir délibérément écarté de son oeuvre toute référence particulariste pour s'installer d'emblée dans l'universel. Inutile d'aller chercher dans Ficciones une quelconque couleur locale; on ne l'y trouvera pas; l'auteur s'interroge sur le sens (ou le non-sens) du monde, indépendamment des circonstances de lieu. Est-ce à dire que Borges soit insensible au monde où il est né et dans lequel il vit? Ce n'est pas tout à fait exact: il a publié et préfacé une sorte d'anthologie sur la poésie des faubourgs de Buenos Aires, le monde des compadritos des années 1930(275). Il est sûr cependant que les choses le touchent davantage quand elles s'inscrivent dans un cadre général: lo genérico -écrit-il- puede ser más intenso que lo concreto. Et il raconte cette anecdote dans Historia de la eternidad: «De chico, veraneando en el norte de la provincia, la llanura redonda y los hombres que mateaban en la cocina me interesaron, pero mi felicidad fue terrible cuando supe que ese redondel era 'pampa' y esos varones 'gauchos'»(276).

     A cette exception près, l'intérêt suscité par les grands du roman latino-américain d'aujourd'hui tient à trois éléments: ce sont des oeuvres qui se recommandent par leurs qualités esthétiques plus que par leur valeur documentaire, qui sont profondément enracinées dans leur pays et dans leur temps, qui posent enfin des problèmes qui concernent l'humanité et pas seulement telle ou telle situation historique ou géographique.

     Miguel Ángel Asturias et Alejo Carpentier ont participé de l'intérieur, à Paris, à l'aventure du mouvement surréaliste; les spécialistes n'ont aucune peine a repérer ce qu'ils lui doivent, mais le monde des Leyendas de Guatemala, par exemple, est bien autre chose qu'une interprétation des mythes mayas à la lumière du surréalisme. Asturias puise dans les traditions de ses ancêtres, des traditions bien vivantes, qui ne sont pas de simples curiosités pour touristes ou ethnologues. D'ailleurs, qu'est-ce qui est enregistrement du folklore dans ces Leyendas et qu'est-ce qui est création d'Asturias? On ne sait plus très bien et c'est le propre des créateurs d'entretenir ce genre de doute. On raconte que Diaghilev, étant allé rendre visite à Manuel de Falla, à Grenade, pour lui commander un ballet, le Sombrero de tres picos, entendit une mélodie que chantait un vieil aveugle dans les jardins de l'Alhambra. C'est merveilleux, s'écrie Diaghilev; voilà de la belle musique populaire; vous devriez la noter et l'utiliser dans votre ballet. Manuel de Falla, très sensible, comme on sait, à la musique andalouse, suivit le conseil. Le soir de la première représentation du Sombrero, à Madrid, Manuel de Falla reçut la visite [138] de son ami, le compositeur Vives, qui le remercia chaleureusement: Falla lui avait fait l'honneur insigne de lui emprunter le thème d'une de ses mélodies, celle que chantait l'aveugle de l'Alhambra et qui avait tellement séduit Diaghilev et Manuel de Falla par son caractère d'authenticité, son côté musique populaire!(277) Est-on sûr que toutes les légendes d'Asturias viennent vraiment de l'âme populaire? Elles pourraient être authentiques et c'est l'essentiel. On voit tout ce qui sépare Asturias, je le cite, de l'aldeanismo et du criollismo: «Mi esfuerzo ha sido [...] el encontrar la expresión americana con carácter universal [...] y buscar [...] una expresión indo-americana que pudiera ser entendida por casi todos los hombres [...]. Lo que he logrado es la universalización de la expresión indo-americana, de la expresión latinoamericana»(278).

     On en dira autant de ses romans «engagés» (Le Señor Presidente, Viento fuerte, El papa verde, etc.) où rien n'est oublié de ce qui conditionne la vie quotidienne des paysans guatémaltèques: la monoculture de la banane, le monopole des compagnies fruitières à capitaux nord-américains...

     La position de Carlos Fuentes est plus explicite encore: «La tradición no se hereda: se crea, se inventa a partir de los museos incendiados. Tradición es innovación. Se trata de que los muertos sirvan a los vivos, y no al revés [...]. La referencia universal es inevitable, porque por origen o por aspiración toda cultura tiende a lo universal; la cultura es lo universal concreto». Et Fuentes de conclure en exprimant son rejet d'une «literatura subdesarrollada, de reflejo, colonizada»(279). De fait, dans son oeuvre romanesque, Fuentes prend appui sur les réalités mexicaines, sur les frustrations de l'histoire et aussi sur l'imaginaire collectif du Mexique, mais au-delà, ce qui l'intéresse plus, c'est l'expérience humaine en général, l'abîme qui se creuse toujours entre ce que l'homme veut faire de sa vie et ce que l'histoire fait de lui.

     On pourrait continuer et relever des aspects comparables chez Alejo Carpentier, García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, ou encore chez un poète comme Pablo Neruda. La littérature latino-américaine d'aujourd'hui possède une dimension universelle dans la mesure même où elle a renoncé au carcan d'une identité culturelle étroitement définie. Ses représentants en ont conscience. Je retiendrai trois déclarations convergentes, prises dans un numéro de la revue Ínsula consacré à la culture vénézuélienne contemporaine(280).

     Les deux premières concernent la littérature. Mariano Picón-Salas définit ainsi les tendances nouvelles: «Sentir de lo que acontece, y aun adelantarse al proceso de mañana; iluminar mágicamente la realidad, buscar en lo particular y local la más auténtica raíz del hombre, es el valor arquetípico de toda literatura. No creo que los escritores venezolanos tengamos que ser inferiores a tan compromitente destino».

     Arturo Uslar-Pietri va dans le même sens: «Se va a pasar de lo local y descriptivo a una concepción más viviente y completa de la realidad»; il s'agit de ce qu'on a appelé le réalisme magique ou la réalité merveilleuse; «Ya no se trata de describir un país pintoresco o una [139] sociedad tradicional, sino de expresar el fenómeno de la condición humana en términos universales, a la hora del mundo, pero en una situación local».

     La troisième déclaration porte sur la caractéristique des arts plastiques dans le Venezuela d'aujourd'hui, exposée par un créateur, Guillent-Pérez. C'est peut-être la plus explicite des trois, de mon point de vue: «Hay que ser intransigentes ante todo alegato de alabanza, que de buena o mala fe, quiera hacer aparecer a los latinoamericanos como algo profundamente original. Nosotros no tenemos necesidad hoy de fantasmas para apaciguar ningún complejo colonial».

     Revenons à notre point de départ: identité culturelle et modernité. Aujourd'hui, la modernité, avec sa tendance à l'uniformisation des genres de vie et les formes standardisées qu'elle véhicule, menace partout dans le monde les identités culturelles. Soyons clair: la puissance, de nos jours, repose de plus en plus sur l'économie; c'est parce que, depuis un siècle, les États-Unis détiennent la puissance économique que leur langue, d'abord, leur culture ensuite, s'imposent progressivement au reste du monde. C'est la confirmation d'une loi historique que résume admirablement la vieille formule de Nebrija, l'année même de la découverte de l'Amérique: Siempre la lengua fue compañera del imperio.

     Directement au contact de cet immense empire économique et culturel, les peuples d'Amérique latine ont été parmi les premiers à en éprouver de l'inquiétude. Pour préserver ce qu'ils considéraient légitimement comme leurs caractéristiques propres et presque comme leurs raisons d'être, ils ont commencé par refuser en bloc les valeurs de la culture dominante en revendiquant un indianisme, un criollisme, une latinité conçus comme autant de patrimoines à défendre(281). L'identité ainsi entendue risquait de les enfermer dans une situation de sous-développement culturel.

     Les plus grands écrivains du monde latino-américain d'aujourd'hui ont senti le danger. Ils ont compris que le meilleur moyen de rester fidèles à des traditions culturelles qui leur tenaient à coeur était de les renouveler constamment. «Le problème, c'est de ne pas répéter simplement le passé, mais de s'y enraciner pour inventer sans cesse»(282). De ce point de vue, la littérature latino-américaine depuis vingt-cinq ans est une réussite éclatante. Elle a su s'imposer pour elle-même, par ses qualités intrinsèques: un style, un ton qu'on ne peut confondre avec aucun autre et qui porte la marque de la terre natale avec ses inquiétudes et ses espérances, ses frustrations, ses mythes, ses utopies, ses promesses, tout cela au service de valeurs qui peuvent être reconnues par tous les hommes. C'est le propre des chefs-d'oeuvre de la littérature universelle.

     Cela suffira-t-il à préserver l'identité culturelle de l'Amérique latine? De nos jours, toutes les formes de puissance ou de suprématie tendent, qu'on le veuille ou non, vers une sanction économique: «L'économie consacre la puissance», quand elle ne la crée pas(283). Un prestige ou un avantage dans l'ordre de la culture qui n'est pas sanctionné ou consacré par l'économie peut-il rester longtemps une puissance?

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El idiota, testigo de la «posmodernidad»

Jesús Pérez Magallón

McGill University

     Cuando se lee un título como el que Félix de Azúa le puso a lo que se vendió como novela, Historia de un idiota contada por él mismo o El contenido de la felicidad (1986), la primera asociación que viene a la mente, creo, es la novela El idiota de Dostoievski (1868-69). Por lo tanto, la pregunta inmediata que el lector puede hacerse con todo derecho es, ¿qué tiene que ver la obra de Azúa con la de Dostoievski? Tras responder a esta pregunta y establecer algunos parentescos, en las páginas que siguen se tratará de poner de relieve algunos de los rasgos esenciales que caracterizan el texto de Azúa y al personaje-narrador del mismo, dibujándolo como un testigo crítico y burlón de la «Posmodernidad» que, sin embargo, no deja de recurrir a elementos ideológicos propios de esta fase de la modernidad, para concluir con otra evidente vinculación discursiva -El contenido de la felicidad, de Fernando Savater- y el intento de hallarle algún sentido a la obra de Azúa.

     El protagonista de Dostoievski, el príncipe Liov Nicolaievitch Mishkin, aparece en la novela como un idiota. En realidad, sabremos más adelante que se trata de un epiléptico que sufre del gran mal. Lo curioso es que todos los que lo ven tienen a primera impresión la imagen de un idiota (o de cualquier otra palabra equivalente). Sin embargo, no tarda mucho en averiguarse en el relato que esa imagen es tal vez equívoca, por no decir completamente falsa. Así, poco después de visitar a la familia Yepanchine, la joven Aglaya le dice a su mamá: «Este príncipe va a resultar un travieso y en ningún modo un idiota»(284). Todos los personajes irán reconociendo progresivamente ese hecho, aunque llegando a conclusiones todavía más favorables hacia el príncipe. La dicotomía entre el ser aparente y el ser íntimo, o entre el carácter externo y el psicológico, aparece construida con sutileza e ironía. Basta pensar en las reacciones de Gania, Rogochine, Aglaya y, sobre todo, la incomparable Natasia Filippovna Baraslikova. La idiotez de Mishkin se dibuja muy pronto como un estado especial de sencillez y de inocencia, propio para iluminar una percepción extraordinaria de las cosas o para observar con otros ojos la realidad, y un estar en la infancia más que en la adultez. Según cuenta el mismo príncipe, el médico Schneider, que le había tratado en su sanatorio, le había dicho «que estaba completamente convencido de que yo era un verdadero niño», pero, se pregunta el héroe, «¿en [142] qué soy un niño?» (pág. 106). Aún más importante para lo que nos interesa, desde casi el arranque de la novela el príncipe, al relatar sus años pasados en Suiza recuperándose de su enfermedad, afirma: «era feliz casi siempre» (pág. 83). Lo que suscita una curiosa reacción de Aglaya: «¡Feliz! ¡Sabéis ser feliz!» (pág. 83). Y Mishkin expone entonces en qué consiste el contenido de su ser feliz: «me acostaba lleno de alegría y me levantaba más feliz todavía. Se me hace un poco difícil de explicar todo esto» (pág. 84). Para proseguir, en respuesta a Aglaya:

           Por allí había un torrente. No era muy grande. Venía de lo alto de una montaña y caía con un chorro de agua clara, rotundo, cantarín, casi perpendicular. Caía desde gran altura y, aunque estaba bastante lejos, a mí me parecía que podía tocarlo con la mano. Me gustaba escucharlo por la noche, y era entonces cuando sentía aquella inquietud. También me sucedía por la mañana, cuando iba a pasear a la montaña y me detenía en algún sitio silencioso, todo rodeado de pinos (pág. 84).      

     Al contemplar los restos de un viejo castillo medieval, más allá de los cuales aparecía su pueblecito blanco, dice:

           Me parecía oír algo que me llamaba no sé a dónde y hubiese querido ponerme a andar, a andar hasta alcanzar aquella raya donde se juntan el cielo y la tierra, porque allí estaría la clave del misterio que me haría descubrir una nueva vida, una vida mil veces más bella y esplendorosa que la nuestra (pág. 84).      

     Adelaida, la hermana de Aglaya, deduce que el príncipe es un filósofo que viene a moralizar, a lo que Mishkin no pone ningún reparo. Tal vez sí sea un filósofo. Tal vez sí sea un moralizador. Pero lo fundamental de su caracterización es que no se nos presenta así ni parece ser ésa la voluntad de ser que lo distingue, por lo que su silencio ante dicho comentario es más que significativo.

     Más tarde, al tratar de explicar el tipo de relación que tenía en Suiza con los niños del pueblecito, la inocencia y la felicidad del príncipe vuelven a impregnar todo su relato: «experimentaba un vivo sentimiento de felicidad. Me detenía y reía de alegría [...] entonces olvidaba mi tristeza. Después, durante esos tres años, no podía ni siquiera comprender cómo y porqué los hombres pueden aburrirse o estar tristes» (pág. 107). Se nos dibuja, pues, a Mishkin como niño, inocente, sencillo, quizá como a un buen salvaje (pág. 109). Todavía tardará un poco Dostoievski -exactamente al comenzar la Segunda Parte, capítulo I- en descubrir que su personaje no es otra cosa que una nueva versión de don Quijote o del «pobre paladín» del poema de Puchkin, dos textos que serán emblemáticos en el resto de la obra, pero sólo a partir, como digo, de la Segunda Parte.

     A lo largo de su estancia en Rusia (Petersburgo, Moscú, Pavlovsk) Mishkin demostrará con mayor amplitud cómo es su verdadera personalidad y dónde radica para él la felicidad: sinceridad, ausencia absoluta de dobles intenciones, sencillez de corazón, generosidad, despego hacia las cosas materiales, comprensión hacia el otro, intuición vital para penetrar en el alma de los demás, pureza de sentimientos, creencia profunda en las ideas o los afectos más sublimes y sencillos.

     También en Rusia descubre, sin embargo, el dolor, la burla, la corrupción, los intentos de estafa, la amistad torturada, el amor tortuoso, la muerte, la desgracia. En otras palabras, Liov Nikolaievitch Mishkin comprueba que no existe la felicidad, y menos aún a la manera en que [143] la había vivido, conocido y presentado al comienzo de la novela. El viaje y la estancia en Rusia ha sido la prueba definitiva -en su caso, vital/mortal- de la (im)posibilidad de ser feliz como adulto en la madre Rusia, tierra o habitantes llenos de sombras y arrastrados por pasiones gigantescas e irrefrenables. Una prueba que se salda con el más absoluto fiasco. Y, como conclusión, el retorno a la idiotez, el regreso al sanatorio suizo en el que vegetará, más allá de los límites de la novela, hasta el presente o el futuro.

     Pero durante la estancia en su patria Mishkin descubre como testigo directo lo que es para él la desconocida realidad de un país, el suyo, que está entrando en una nueva época. Porque la Rusia que observa el príncipe idiota está poblada de realidades inseparables de la modernidad rusa. Financieros sin escrúpulos que amasan millones, próceres de doble moral, nobles metidos sin perjuicio de su honor en los mecanismos de la economía, aristócratas útiles a la sociedad, altos funcionarios o militares alcoholizados y degenerados, damas a la espera del marido/comprador, jóvenes tísicos y/o nihilistas, radicales en su oposición a los prejuicios dominantes y a la injusticia que reina por todas parte, familias en decadencia, seres abyectos que se hunden en el barro del servilismo más vil, intelectuales lúcidos o charlatanes manipuladores de la ignorancia común. Y, como trasfondo, una enorme nación habitada, cultivada y mantenida por siervos o almas que se poseen, venden o compran como cualquier otra mercancía. En fin, no voy a extenderme sobre todo lo que en este aspecto ofrece el texto dostoievskiano.

     ¿En qué medida Azúa utiliza algo de Dostoievski para construir su propio texto? ¿Hasta qué punto lo que escribe el español se puede comparar a la novela del ruso? Al menos el propio narrador nos permite seguir ese camino en varias ocasiones. En cierto momento comenta que «[c]uando se viaja o reside en tales lugares [escenarios bucólicos] es conveniente mantener las ventanas cerradas, leer mucho a Dostoievski, utilizar gafas oscuras y alimentarse con latas de conserva»(285). Al describir lo que llama su «gabinete de investigaciones» (pág. 42) dice: «o sea, dos ceniceros desbordantes de colillas, una botella de ginebra Giró medio vacía y Crimen y castigo abierta sobre la mesa con las tapas cara arriba» (pág. 42). Y, por acabar de añadir pistas, en una pesadilla que relata el narrador ve que en el extremo de la Osa Mayor y en lugar de la estrella Polar, «se encendía y apagaba el «Cristo Muerto» de Holbein realizado con tubos de neón» (pág. 41); imagen a la que vuelve más adelante cuando habla de «la revelación correspondiente a la superación de la niña decapitada y el Cristo de Holbein» (pág. 81). Se trata, precisamente, del mismo cuadro cuya reproducción Rogochine conserva en su casa de Petersbourg y ante el que parecen enconarse todas sus dudas o reflexiones sobre la existencia de Dios (págs. 320-1), dando origen a una atormentada discusión con Mishkin.

     Por lo tanto, sí, ambas obras tienen relación, y una relación consciente, es decir, voluntaria. El concepto de intertextualidad resultaría, sin embargo, insuficiente, y tal vez sería más apropiado hablar de interdiscursividad, entendiendo la noción de discurso de una manera muy amplia, pues incluiría no sólo pensamientos o valores, sino incluso imágenes de Dostoievski como autor histórico y otras nociones elaboradas a partir de su misma existencia, aunque no textualizadas en ningún lugar. Por supuesto que no se terminan ahí las coincidencias específicamente intertextuales. Porque si Mishkin relata-reconstruye su pasado en Suiza poniendo [144] el acento muy especialmente en su ser feliz, el narrador de Azúa parece ampliar y socavar al mismo tiempo esa misma idea: «Si alguna vez tropiezo con viejas fotografías de mi infancia [...] aparezco con la misma e insoportable sonrisa» (pág. 9), una sonrisa que interpreta como «signo inequívoco de vileza» (pág. 9) porque «desde mis primeras intuiciones supe que estaba obligado a simular una constante felicidad, y que semejante rasgo iba a ser lo que me permitiera sobrevivir» (pág. 9). Farsa o impostura que, al menos, le ahorran tener que especular sobre lo que habría sucedido si hubiera mostrado que «ni era feliz, ni falta que me hacía» (pág. 10). Así, desde el comienzo el texto que ofrece Azúa toma como punto de arranque y tema de discurso central la felicidad.

     Por otro lado, mientras que el príncipe Mishkin tiene una prehistoria de «idiocia» y la historia concluye con su regreso a la misma, el narrador de Azúa parece seguir un camino diferente o incluso radicalmente opuesto: desde la clara conciencia de la teatralidad infantil a la muerte simbólica o, más bien, al descubrimiento de la idiotez esencial, con una clara conciencia de la misma dicotomía presente en Dostoievski entre la apariencia y la realidad íntima, sólo que en este caso desarrollada y verbalizada por el propio protagonista-narrador de su historia que es, al mismo tiempo, la descripción y valoración de un experimento vital. La idea está formulada con precisión:

           Ahora, desde mi muerte a medio hacer, recuperaba los fragmentos de la tragedia. Fragmentos de cuerpos, de objetos, de pensamientos. Un mundo hecho pedazos, de imposible recomposición, esparcidos sin orden en el teatro ruinoso de mi memoria. La visión de un idiota.      
     Y como un idiota sigo viviendo en esta habitación desnuda, estupefacto ante la hoja de papel (pág. 123; la cursiva es mía).

     La vinculación, por lo tanto, entre las obras de Dostoievski y Azúa es más que evidente.

     Ahora bien, ¿qué tipo de texto nos entrega Azúa? Porque nadie discutirá ahora, y yo menos que nadie, que El idiota es una novela realista psicológica, o psicológico-realista. Pero, ¿es una novela la Historia de un idiota contada por él mismo? Nos encontramos, a primera vista, con un relato en primera persona sin que lleguemos a averiguar nunca el nombre del narrador. Sin embargo, una serie de circunstancias o, mejor, de coincidencias biográficas e históricas, algunas de ellas en clave como veremos, parecen empujarnos en la dirección de considerar el texto como una narración «autobiográfica», y empleo con muchísimo cuidado este término. Pero, ¿hasta qué punto es una narración novelística? En realidad, más que contarnos la secuencia de los acontecimientos de una o muchas vidas el narrador nos ofrece fundamentalmente sus reflexiones sobre una serie de temas. Podríamos decir, por tanto, que el texto de Azúa es la crónica de una búsqueda o de una reflexión llamémosla filosófico-vital que, al mismo tiempo, está vinculada indefectiblemente a una observación -también reflexiva, esto es, crítica- de ciertos acontecimientos individuales y, muy particularmente, sociales o socio-culturales de su tiempo.

     No cabe pasar revista en estas páginas a todos y cada uno de los espectáculos de que es testigo el narrador o cronista de Azúa. La visión corrosiva -analíticamente deconstructora- de algunos pilares de la sociedad occidental / española / catalana se extiende a la infancia (págs. 9-18), la Universidad (págs. 19-23, aunque llega hasta 59), el sexo-matrimonio (págs. 24-36), el Amor (págs. 37-63), la ciudad de San Sebastián (págs. 46-51), las fuerzas de orden público (pág. 48), Madrid (pág. 52), los celos (pág. 57), el futuro profesional (pág. 59), la [145] filosofía-los filósofos (pág. 60), el ejército-la experiencia militar (págs. 64-86), los novísimos (págs. 72-78), el arte-religión (págs. 88-114), la creación artística-editorial (págs. 98-114).

     Voy a concentrarme, sin embargo, en un aspecto esencial que caracteriza al narrador de la obra de Azúa en relación con la realidad de que es protagonista, testigo y observador: la escisión-desaparición del yo que, como más de un crítico ha subrayado, se vincula íntimamente con la «posmodernidad»(286). Por otra parte, el hecho mismo de proponer una reflexión aparentemente ficticia sobre el contenido de la felicidad no deja de enmarcarse en lo que Lyotard(287) ha llamado la crisis de los grandes relatos de la humanidad, pues, aunque para él el gran relato es la creencia en la posible emancipación humana surgida del Siglo de las Luces, no hay que olvidar que uno de los componentes esenciales de ese concepto es, precisamente, la idea de Felicidad.

     Episodio particularmente curioso en el texto de Azúa es el que se refiere a la visita que el narrador recibe mientras está cumpliendo el servicio militar. Describe así al hombre que viene a verlo:

           Era éste un mozo de veintibastantes años que había alcanzado cierta notoriedad en los círculos literarios por haber aparecido, junto a otros secuaces, en una antología poética titulada Los Doce de la Fama, apadrinada por un prestigioso crítico catalán. Tanto es el rencor que aún le tengo que prefiero darle el nombre de JUDAS [...] Los así llamados poetas recogidos en aquella antología eran un puñado de imberbes petulantes, autores de ramplonerías sin fin entre las que brillaba algún relámpago metafórico excepcional, obra de los más acalorados. Exceptuando a dos de ellos, el resto deponía una poesía atildada, confusa, de primera comunión (pág. 72).      

     La alusión se dirige, como cualquiera puede percibir, al grupo llamado de los novísimos, publicados por José María Castellet en la antología titulada Nueve novísimos poetas españoles (1970). Ahora bien, ¿a cuál de los novísimos es al que el narrador llama JUDAS? Un poco más abajo dice que éste había publicado Contra la boina de Antonio Machado y un «estertor» bautizado Septiminio para el Príncipe Massimo Augusto Raspagneta en su Belvedere de Bisquit. Tales títulos no son de nadie, por supuesto, salvo invención del narrador. ¿Invención o deformación? Porque la clave se nos proporcionará más adelante, cuando al trabajar en una editorial -Barras y Estrellas, ergo Seix y Barral- le den para leer un manuscrito titulado Las erecciones de Jena cuyo autor resultará ser el mismo Judas. Y, por casualidad, en la contracubierta del manuscrito aparecen ciertos datos del autor: «Nacido en Barcelona en 1944, ha publicado los poemarios Matarratas, El pelo en el ojo de Molotof y Fallar en siete ocasiones; ha sido premio Café de Murcia con su novela Mamoulian, pero es sobre todo conocido por su panfleto Contra la boina de Antonio Machado y el poema épico Septiminio para el príncipe Massimo Augusto...» (págs. 103-4).

     Sólo basta leer la contracubierta de alguno de los libros del propio Azúa para descubrir la clave: «Nació en Barcelona, en abril de 1944. Cursó estudios en su ciudad natal, y posteriormente se trasladó a Pamplona para seguir la carrera de Periodismo, a Madrid para seguir la [146] carrera de Ciencias Políticas, y de nuevo a Barcelona para doctorarse en Filosofía y Letras. Ha sido lecturer de literatura española en la Universidad de Oxford, profesor de Historia Antigua y profesor adjunto de Estética en la Universidad del País Vasco. Su obra poética comprende Cepo para nutria (1968), El velo en el rostro de Agamenón (1970), Edgar en Stephane (1971), Lengua de cal (1972) y Pasar y siete canciones (1978). Es autor igualmente de varias novelas, Las lecciones de Jena (1972) y Las lecciones suspendidas (1978), Última lección (1981), así como de trabajos de crítica literaria. Prepara en la actualidad otro libro de poemas, Farra».

     Judas, pues, no es otro que Félix de Azúa. El autor histórico, por lo tanto, aparece claramente escindido entre un yo narrador y un él-otro, Judas, ante quien el primero manifiesta su más abierta hostilidad. Porque, incluso después de haber elogiado el principio cristiano de amar al propio enemigo, concluye: «Y es que una cosa es tratar de amar a nuestros enemigos, y otra muy distinta amar a aquel cretino» (pág. 104). El yo, pues, no es, no puede ser entendido automáticamente como una ficción autobiográfica. En cierto sentido, Azúa constata que el yo no deja de ser una invención y, en consecuencia, no encuentra límites para jugar con esa invención, desdoblando una personalidad -definida por él mismo como el «aspecto externo de cada cual» (pág. 35)- que en sí no tiene más realidad que la de cualquier otra ficción. Tal escisión le permite, al menos y a simple vista, disociar su «yo» idiota del presente de la narración, un «yo» que ha concluido la investigación sobre el contenido de la felicidad, del «yo» que es-fue poeta y novelista, adoptando ante éste una actitud de rechazo y burla. Digamos en principio que ese rechazo se extiende a todo el grupo de los novísimos, de quienes afirma eran «un puñado de imberbes petulantes, autores de ramplonerías» (pág. 72), aunque sin olvidar que tales «señoritos, colaboradores inconscientes de la tradición española más megalítica [...] se tenían, sin embargo, por unos feroces dinamiteros» (pág. 72). Sostiene, contra la realidad de la historia, objeto como son de antologías, artículos e incluso tesis doctorales, que «ya nadie los recuerda» (pág. 73) y proporciona una descripción bien chusca de su poesía como grupo al resumir las críticas recibidas «en revistas de la resistencia» (pág. 73):

           Los artículos hablaban indefectiblemente de templos llenos de flautas, templarios que tocaban el arpa, arpías que amaban flautistas, y siempre se situaban en lugares remotos, Angkor, Palermo, Gomorra. Otro rasgo pintoresco es que trufaban los versos con citas que disimularan su rotunda vacuidad, pero en el idioma original, con lo que había composiciones [...] redactadas en latín, galés, alto alemán y checo, con una burrada de faltas ortográficas, multiplicadas por el desconcierto de los tipógrafos (págs. 73-4).      

     Resalta el narrador la ignorancia generalizada en que cayó la obra de tales poetas, pues a pesar de todo «los Doce eran envidiados por minúsculas camarillas» (pág. 74) porque «habían alcanzado la notoriedad que este país reserva para los ciclistas, las tonadilleras o las esposas de altos cargos» (pág. 74).

     En cuanto al llamado Judas, negación o contrafigura del yo narrador, la postura es más radical todavía, pues no sólo se atribuye su fama y conspicuidad como miembro de la banda al «haber aparecido en la televisión anunciando un detergente» (pág. 74), sino que se ridiculiza su posible sexualidad viril al sostener que «con motivo de una enfermedad infantil, las paperas, se le habían desprendido los testículos y [...] utilizaba una prótesis japonesa para sus breves y ridículas incursiones amorosas» (pág. 74). El narrador se encuentra con Judas, cuya imagen física y gestualidad no pueden resultar más negativas, ya que no sólo vacila frecuentemente al hablar, carraspea, tose de nervios, agita violentamente las manos y los brazos, sino [147] que mantiene la mirada en el suelo y acaba mostrando sus ojos «de ofidio» (pág. 76). De especial interés es lo que dice Judas, convertido ahora en amante de la ex mujer del narrador:

           he comenzado a escribir ya un poema sobre ELLA, en el que la muestro tal cual es: el Doctor Mengele, el Ángel de la Muerte, cuya inocencia condena a todos cuantos la conocen. Mi intención es darle un tratamiento a la manera de Perceval Derretide, es decir, prestando gran atención al nivel fónico, y ninguna a la sintaxis. De hecho no me interesa el nivel significativo, sino el nivel de SIGNIFICONCIA, o 'sentido del significante loco', aunque controlado (pág. 77).      

     Después de proporcionar un ejemplo de lo que entiende por significoncia se refiere al último verso, «tomado del filósofo y psicoanalista Jean François Pétard, JEANNE SUIS KHUN KONG, 'no soy más que un gilipollas', pero en el sentido técnico de 'gilipollas'» (pág. 78), concluyendo así:

           Dado que me ha sido concedida la Beca del Ministerio de Cultura para escribir un estudio sobre el concepto de «higo» en el psicoanálisis de Max Patán, para lo cual tendremos que trasladarnos a París, me ha encargado que te pida tu firma en este cheque del Banco Central (pág. 78).      

     Es evidente que en Judas el narrador está identificando además de su yo-negado un determinado protagonista de la «posmodemidad», es decir, quien cree que asume consciente y filosófica (o científicamente) la nueva realidad que ciertos intelectuales piensan haber aislado en el mundo contemporáneo. Las alusiones más o menos encubiertas a Derrida, Lyotard y Lacan se convierten en un símbolo transparente de esa pretendida modernidad que se ha querido ver encarnada en la «posmodernidad». La mezcla de paradojas verbales y conceptos psicoanalíticos es utilizada por Judas como arma arrojadiza para defender los privilegios que posee como intelectual y que, en último término, se reducen a una beca y al cheque que el narrador tiene que firmar para su ex mujer y del que Judas no dejará de beneficiarse. En otros términos, palabrería para justificar el exiguo poder de que se quiere ver investido. Al explicar el sentido de la significoncia, Judas dice:

           Desde el título mismo, A Nasus, con sus connotaciones latinas y el efecto de relación con la impotencia de Gogol (nasus-pene), ya se advierte que es una DEDICATORIA, es decir, una dedi (del dedo o de los dedos; de la digitalidad) ca(s)toria (en la casa -Ca- de la historia -storia-, donde la «s» ha sido forcluida para ocultar un siseo, o sea la langue dividida); o, lo que es igual, «acaricio con el dedo la mansión del tiempo significativo», que es el primer verso (pág. 77).      

     Al burlarse abiertamente de cierto tipo de justificaciones derridadianas atribuidas a Judas se insiste desmesuradamente en la crítica del otro-yo. Dicha actitud sarcástica no llega a verse compensada con cierta admiración ante Las erecciones de Jena, obra de la que, según confiesa, «no había entendido nada; muchas páginas las había leído como en trance, o quizás dormido; no recordaba nada. Pero me sentía subyugado. Me sentía fascinado. Me sentía hechizado. 'Jamás, jamás lograré escribir así, con esta maestría, aunque no diga nada. Esto es sobrehumano. Esto es extraordinario, aunque no sé lo que es'» (pág. 103). Las hipérboles mismas no pueden ser leídas sino en clave irónica. Y la conclusión nos lleva a otro asunto: «Las erecciones de Jena me había entusiasmado mientras no supe a quién pertenecían, mientras fue ANÓNIMA» (pág. 104). ¿Qué es, pues, el arte, la literatura? [148]

     La creencia en el Arte o la Literatura, así, con mayúsculas, forma parte esencial de las nociones que estructuran el concepto de modernidad. Pero, ¿cómo podrían mantenerse incólumes en una fase del estar universal caracterizada por el hundimiento de cualesquiera principios de aspiración totalizadora? El narrador de Historia de un idiota contada por él mismo observa la realidad del arte, la contempla con mirada inocente, e incluso la vincula a su investigación sobre la felicidad: «¿no era lo más sensato abominar de todo lazo afectuoso, pedagógico, político, filosófico y concentrar mis fuerzas en una gran realización artística planetaria?» (pág. 97). El intento se ve asediado desde el comienzo por la experiencia en la editorial. Nuevas e incesantes lecturas lo llevan a la duda sistemática sobre las opciones estilísticas o narrativas y a una constatación: «Es verdad que el arte es el punto culminante de la investigación, pero ÉSTE NO ES TIEMPO PARA EL ARTE. Había llegado tarde [...] a diferencia de otras épocas, en la nuestra el así llamado 'estilo' es algo esencial PORQUE TODOS LOS ESTILOS SON BUENOS [...] en nuestro siglo [...] todo vale, porque TODO DA LO MISMO» (pág. 101). Pero el narrador no asume tranquilamente esa comprobación para adecuar su actitud e integrarse en la producción «posmoderna», sino que, por el contrario, afirma que esa peculiaridad «es, de hecho, un síntoma de que llamamos 'arte' a algo que merece otro nombre» (pág. 101). Discretamente elude decir qué nombre sería el apropiado, aunque no resulta difícil imaginárselo. Porque el narrador había expresado antes una visión del arte en que éste aparece vinculado a la religión y, en particular, al cristianismo: «¿Qué es el Quijote, qué es esa inmortalización de seres abyectos como el cura y el barbero, vistos con la ternura y la atención de un muerto QUE NO PUEDE PRESCINDIR DE ELLOS, aunque se cuide mucho de caer en sus manos en tanto que vivo? [...] ¿No es, en fin, la representación artística occidental un gigantesco conjunto de ENEMIGOS ALTAMENTE ESTIMADOS?» (págs. 93-4). El artista no es sino un niño muerto, «un niño que ha aceptado morir y conoce las consecuencias de su aceptación» (pág. 92). Y uno se pregunta, ¿es el artista quien tiene que hacer «como si estuviera muerto» o es el arte el que ha fenecido definitivamente? Pero el narrador sigue, pese a todo y al parecer, creyendo en el arte: «El gran arte se producía tan espontáneamente como las setas» (pág. 104), «no merece la pena esforzarse por hace una obra de arte, pues es ella la que elige EN QUIÉN producirse. Es como la leucemia; al que le toca, le toca. Hombres de clara capacidad intelectual e intachable carácter se han hundido en el descrédito artístico, en tanto que borricos reconocidos se alzan con una obra inmortal» (págs. 104-5). Y, por su creencia impertérrita, no duda, después de leer Gusanera (quizá por Larva de Julián Ríos), en dar su opinión contra la de todos los miembros del tribunal de lecturas: «Dije que la obra me había parecido una mentecatez» (pág. 113). Como consecuencia es despedido. Y comenta más tarde de Gusanera: «es una de las obras clásicas del siglo veinte, según todos los tratadistas [...] Y como el arte, en nuestro siglo, es sobre todo historia del arte, Gusanera es, realmente, verdaderamente, la obra maestra del siglo veinte» (pág. 114).

     Pero hay aún más: en su proceso investigador, el narrador va perdiendo progresivamente los sentidos. Pierde la oreja, pierde la vista. Está ciego y sordo. Pero, ¿para que sirven esos sentidos? ¿Acaso el conocimiento es cosa de sentidos? Cuando afirma el narrador que los ojos debían servirle «para VER HACIA DENTRO» (pág. 118), ¿no está desplazando radicalmente el eje sobre el que gran parte de la filosofía occidental ha basado su epistemología? Es decir, ¿no está utilizando en cierto sentido los mismos principios de que se reclama la posmodernidad? Curiosamente, al intentar suicidarse el narrador se ha volado una oreja y, más adelante, subraya cómo se acentúa «el TREMENDO PARECIDO que observaba con el científico holandés [149] Vincent van Gogh, el sabio que llegó hasta el trémolo vivir de las cosas a la luz del mundo, por medio del dolor, la desdicha y la investigación del contenido de la felicidad» (pág. 87). Sordo y ciego, ¿acaso no fue el esperanzado Diderot quien dirigió sendas cartas a los sordomudos y a los ciegos? Pero al narrador de Azúa no le queda ninguna esperanza, porque la conclusión de toda su investigación será la convicción de que sólo subsiste la muerte -en vida- y, desde ahí, la nueva contemplación desinteresada y despegada de la realidad concebida no como acontecer, devenir o estar ahí, sino como mero rememorar de una realidad perdida e invisible, hecha, paradójicamente, de olvido.

     Volviendo a ese desdoblamiento de su yo, el narrador había afirmado que para «investigar el contenido de la felicidad artística o creativa COMO CULMINACIÓN DE LA FILOSOFÍA [...] debía olvidarme definitivamente de mí, y enajenarme, volverme loco, que era la gran ilusión de Dostoievski a mi edad» (pág. 96). La locura, cierta clase de locura, ¿no es acaso la más clara forma de disgregación del yo, llámese escisión o fragmentación? Pero, aún más allá, tras dar por terminada su investigación, afirma: «Me encontraba como al comienzo, antes del primer tortazo, enteramente vacío, abierto y sonriente, pero YA NO ERA YO. Aquel que había hecho el recorrido había quedado atrás. En el presente, lo único que me daba unidad era el recuerdo del camino recorrido, pero no el sujeto que lo había recorrido» (pág. 119). El narrador, por tanto, se ve a sí mismo como un ser-muerto. En otras palabras, lo que se pensaba ser un yo estable aunque en evolución o aprendizaje ha resultado ser un yo roto, un idiota, un muerto. Pero lo que ha muerto no ha sido el personaje, sino el concepto mismo del yo, resquebrajado y disuelto en un proceso de textualización -generación del texto a imagen y semejanza de la evolución mental-corporal del narrador- que carece de cualquier sentido, que ha sido escrito con absoluta gratuidad.

     La destrucción del yo va acompañada de una conclusión similar en cuanto al contenido de la felicidad: «nuestra historia, nuestro significado, está construido sobre lo negativo, sobre lo horrible, sobre lo insoportable. Y ÉSE ES JUSTAMENTE EL CONTENIDO DE LA FELICIDAD. Porque aquí no se habla ni del goce ni del placer, sino de la felicidad COMO DESTINO de los hombres [...] Yo abominaba, al final de mi investigación, del contenido de la felicidad. Yo me consideraba un hombre LIBRE Y DESDICHADO. Y ese estado de libertad y desdicha me parecía el único refugio decente para quien no desea engañarse acerca de su función en el mundo» (págs. 117-8). El texto de Azúa se erige, así, en un Elogio de los Perdedores y en un llamamiento a la insumisión ante cualquier forma de Terror. La resistencia individual, aislada y sin sentido, frente a un mundo totalitario que agrede incluso -o todavía más- cuando quiere empujar a obtener la felicidad a cualquier precio, he ahí la única salida para el idiota contemporáneo, el testigo y cronista de la destrucción de dos creencias esenciales del pasado: el Yo y la Felicidad.

     Tras semejantes indagaciones y conclusiones, el lector se pregunta, ¿y qué sentido tiene, entonces, escribir el relato que tenemos entre las manos? El propio narrador responde escuetamente a dicha pregunta:

           Ahora cierro ese pequeño cuaderno. Quizás mañana abra otro. Quizás también acabe cubierto de letras, como los cientos de cuadernos que se amontonan en el suelo de esta habitación. Los escribo sin intención alguna, sin buscar el menor efecto, los escribo SIN RAZÓN, y por hacerme compañía en días inacabables y vacíos (pág. 125). [150]      

     Cientos de cuadernos que se amontonan... ¿para qué? Sin razón, dice él mismo. ¿Sin motivo o sin juicio? Si el narrador no puede dejar de expresar su creencia en el arte -al menos, de modo explícito, en ciertas clases de arte, y uno se sentiría tentado a creer que en todo tipo de artes-, aunque sea de esa manera fatalista, imprevisible e incontrolable que veíamos más arriba, la explicación que nos entrega poco, muy poco antes de terminar su discurso parece llevar implícita una determinada percepción sobre la literatura y el acto de escribir. No, no tiene sentido, no puede integrarse en ninguna visión global del mundo, no forma parte de ningún proyecto integral ni requiere ninguna justificación. Pero tampoco pretende detentar o exhibir ninguna clase de coherencia, de lógica o de razón. De ese modo, el texto escrito carece de motivo y de juicio, de justificación teleológica y de coherencia lógica.

     Sin objetivo a largo plazo ni justificación en la propia contundencia del discurso, ¿para qué escribir? Dice el narrador: «por hacerme compañía en días inacabables y vacíos». ¿Y qué explicación es ésa? Podemos decir que la única justificación de la escritura ya no radica en sí misma, en su propia realidad como texto, escritura o reescritura, sino que se ha desplazado a algo situado más allá o más acá de lo que se escribe; se ha situado en la mera subjetividad del actor físico de la escritura, en la necesidad personal del ente histórico que llena compulsivamente montones de páginas con palabras del mismo modo que come o debe hacer sus necesidades. Compañía en días vacíos nos hace pensar en la radical soledad del individuo y en la absoluta nonadez de su existencia, es decir, en la imposibilidad de comunicación entre seres que se autocalifican de humanos y en la carencia total -o pérdida coyuntural- de cualquier posible trascendencia, ante la que tal vez sólo queda algún tipo de aislamiento o escapatoria: las cortinas espesas que separan de una realidad siempre inferior al sueño o al arte, el abandono a la rutina diaria del escribir.

     A estas alturas puede uno encontrarle una nueva relación al texto de Azúa. Si al comienzo señalaba que el lector se ve empujado al leer el título hacia la obra de Dostoievski, ahora creo oportuno señalar hacia otra dirección. En la dedicatoria de Historia de un idiota contada por él mismo se escribe: «Este libro está dedicado a mis precursores, Bouvard y Pécuchet, y a Fernando Savater que posee el secreto de la felicidad, y a Marisol, que tiene un perro» (pág. 7). De las tres menciones me parece significativa para mi intento la de Savater (aunque, para el sentido final del texto, si es que tiene alguno, posiblemente lo sea todavía más la de Marisol, o más bien la del perro de Marisol). Pues el mismo año en que Azúa publica su libro Savater da a luz su ensayo El contenido de la felicidad, aparecido, según la página de créditos, en septiembre de 1986. ¿Conocía Azúa el texto de Savater? ¿O a la inversa? ¿O más bien se trata de dos indagaciones paralelas en formas algo distintas sobre el gran relato de la felicidad? La «Nota previa» que figura al final del ensayo de Savater tal vez clarifique el origen de ambos escritos: «Una versión algo más breve de este libro -bajo el título de El gesto- iba a ser mi contribución a una colección sobre el contenido de la felicidad [...] Contábamos ya con muy interesantes textos de Agustín García Calvo, Félix de Azúa, Luis Antonio de Villena y José Luis Aranguren»(288). Lo curioso es que, en cierto sentido, ambos alcanzan conclusiones en alguna medida semejantes y, al mismo tiempo, muy diferentes. Así, Savater escribe en su Introducción: «La felicidad como anhelo es así, radicalmente, un proyecto de inconformismo: de lo que se nos ofrece nada puede bastar» (pág. 9), para añadir más adelante: «Quizá lo que [151] ocurre con la felicidad es que somos incompatibles con ella. Felicidad es aquello que brilla donde yo no estoy, o aún no estoy o ya no estoy. Para ser feliz tendría que quitarme yo. Y, sin embargo, es el yo el que quiere ser feliz, aunque no se atreva a proclamarlo a gritos por las calles del mundo, aunque finja resignación o acomodo a la simple supervivencia, es decir, a la obligación de la muerte» (pág. 10). Semejanzas tal vez esenciales que se distancian en lo que podríamos considerar conclusiones de ambas obras, pues si ya hemos visto que para Azúa la culminación de la trayectoria del narrador es una vacuidad post-mortem erigida en principio sin razón para una supervivencia en la que no se puede recordar el olvido, Savater muestra otra faceta muy distinta de las múltiples posibilidades existentes: «Todos somos optimistas, no por creer que vayamos a ser felices, sino por creer que lo hemos sido. Y así, al concluir este libro, advierto que la felicidad es una de las formas de la memoria [...] Parecer dichosos es un atributo de los recuerdos, pero es una impostura de los recuerdos» (pág. 148). A pesar de la clara conciencia que muestra Savater sobre el carácter mistificador o mentiroso, es decir, creador, de los recuerdos, no les niega un valor casi diríamos ontológico que aparece vinculado a una memoria irrenunciable que se convierte, por tanto, en fuente de felicidad. Azúa, por su parte, cierra la puerta incluso a esa posibilidad. ¿Simple cuestión de una ironía descarnada o más bien expresión nítida de un pesimismo esencial sólidamente inscrito en el discurrir y concluir de su personaje?

     Historia de un idiota contada por él mismo va, por lo tanto, más allá del testimonio descarnado -e irónico, eso sí, tremendamente irónico- de la descomposición, el desmoronamiento y la deconstrucción -sin posibilidad de invertir el sentido del proceso- de nociones tan consustanciales a la tradición cultural de Occidente como el arte, la felicidad y el yo, para acabar constituyendo una coherente y contundente afirmación negadora del instrumento mismo de que se vale, la escritura.

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