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ArribaAbajoPaginario cubano


ArribaAbajoTres siglos de prosa en Cuba

¡Tierra de sueños, tierra de hadas, tierra de maravillas! Si no me crié a tus pechos, de tus campos salieron las cañas que me sostuvieron en la infancia: el colegio y el pan. ¡Tierra de sorpresas!... La belleza de Cuba es tan completa que ninguna descripción podrá hacerle justicia. Es un paisaje donde se cumplen los deseos. La tierra parece hecha para que el hombre la disfrute. Cuando se contempla un cañaveral movido por la brisa, con las cuatro palmas en lo alto de la loma, no se piensa que se halla uno en el campo, porque la idea de ciudad desaparece. El campo es ciudad, casa y palacio. Lo que uno siente es ganas de gritar: ¡Hasta aquí el afán y el deseo, la contención y el desasosiego, pero aquí desaparecen los cuidados y se empieza a poder vivir sin voluntad y a dormir de un tirón a pierna suelta!


RAMIRO DE MAEZTU                


En un cuento de hadas, víctima de una especie de maravilloso encantamiento, he vivido durante siete semanas todo el tiempo que he pasado en la isla de Cuba. Mi esposa, que se hallaba a mi lado, ha experimentado el mismo fenómeno, sin que yo le hubiese hablado mucho anteriormente de silfos, fábulas y encantamientos. No puedo imaginarme tampoco que sea otra la impresión del europeo que llegue por primera vez a estas tierras de ensueño. El primer hombre blanco que arribó a sus playas, Cristóbal Colón, sintió también que había puesto el pie en un país de fábula, y en una carta escrita desde Baracoa, en 1492, habla de Cuba como de un país de maravillas, que «mil lenguas» no acertarían a cantar suficientemente.


CARL VOSSLER                


El Nuevo Mundo suscitó un renacimiento de la literatura española en prosa y en verso. Ese renacimiento o enriquecimiento nació en las islas, y la localización geográfica del hecho tiene significación especial. Porque las islas poseen su estética propia y son marco proclive a determinadas formas de la ética y de la filosofía de la vida y del mundo.

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Fuese quien fuese en definitiva el autor real del llamado Diario de Cristóbal Colón, es alguien que no puede ser olvidado a la hora de presentar un recuento de la prosa en Cuba -entendiendo por tal la prosa escrita por cubanos y la provocada por la Isla en escritores extranjeros.

De lo mucho que importa el Diario de Colón, para la literatura como para la sociología cubanas, cumple aquí abstraer dos hechos: el de la fantasía enardecida por la realidad natural isleña, y el de la comunicación entre los nativos y los forasteros.

De ese mundo de misterios y de incertidumbres que es la historia del Descubrimiento de América -cada día sabemos menos en torno a lo verdaderamente ocurrido en 1492-, sobresale un supermisterio: si se sigue al pie de la letra la cronología del Diario, resulta casi imposible entender cómo fue que se entendieron tan rápidamente seres tan dispares. Los españoles captaban vocablos indios, y diríase que inmediatamente comprendían el significado. A la inversa, el indio atrapaba a su vez una palabra, un sonido emitido por el español, y comprendía lo que aquel extraño recién llegado a la Isla quería decía. ¿Fue así de sencillo, de veloz, esto de la comunicación? Me parece que no, porque es necesario analizar los elementos mágicos que intervinieron, pero dejémoslo ahí, por ahora, donde lo pone la primera narración en prosa que cuenta para la historia literaria de Cuba.

Esa prosa del Diario está escrita en un castellano domado por la blanca verdura de la vegetación criolla. No hay que olvidar que el desarrollo del idioma es paralelo al desarrollo de América. Hasta el Descubrimiento, el castellano es quizá la menos importante y la menos rica de las lenguas habladas en la península española, y la propia reina Isabel se extrañó de que un hombre llamado Lebrija o Nebrija le presentase en enero de 1492 un delgado librillo que pretendía fijar las normas para el habla de la ruda y militar habla de la soldadesca y de la menestralía que rondaba los castillos de la resistencia contra el árabe. Para la reina era explicable una vigilancia y una codificación estricta del gallego, del latín, del provenzal, pero ¿del castellano? Y Nebrija, que fue uno de los grandes sabios internacionales de su tiempo (tiene que ver con el Descubrimiento de América, como astrónomo y como geógrafo, tanto o más que el propio don Cristóbal), dijo a la escéptica reina estas palabras proféticas. «Esto que he escrito será útil para que enseñemos la lengua castellana a los habitantes de las tierras que vamos a descubrir..., porque la lengua es inseparable del Imperio».

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Esto fue dicho unos meses antes del Descubrimiento. Cuando se rebasaba el 12 de octubre, los españoles que llegaron al Nuevo Mundo no tenían la menor idea del texto de Nebrija, y hablaban ellos mismos una lengua ruda, un tanto brutal, de soldados en armas y de trajineros en marcha. Pero de pronto, en la Isla, la fonética ríspida del castellano anterior a Luis Vives y a Juan de Valdés, la fonética apoyada en la r y en la j agrestemente pronunciadas, va a dejarse penetrar, endulzar y suavizar, por el abundante uso que los indígenas hacen de la a y de la i, las dos letras más femeninas del alfabeto.

Me hubiera gustado oír a un indio cubano decir canoa, ca-no-a, que es la primera palabra americana que entra en la lengua española, o nagüa, o casabe, que en guanajatabey pronunciaba más con v que con b, por amor a la dulzura en la expresión. El encuentro de las dos fonéticas estableció una interrelación que se reflejaría de inmediato en la literatura española mediante el Diario, Las Décadas de Pedro Mártir y otros escritos suscitados por América. Pero esa victoria es provisional y muy débil. La recia lengua del forastero va a aplastar y a devorar rápidamente la flébil -quiero decir llorona- lengua del indígena. Y no la devorará sólo por el hierro tremendo del habla castellana, sino principalmente por la actitud de entrega, por la sumisión inmediata al extranjero. Leyendo el Diario se toma buena cuenta de un hecho que va a ser perpetuo en la psicología del isleño, en la idiosincrasia del cubano: la adoración al extranjero, al y a lo que viene de afuera.

Al principio, es lógico, los indios veían a aquellos señores como a dioses. (Desdichadamente, parece que su actitud, aunque de otro origen, era también muy pasiva respecto de los indios caribes). Cuando no sabemos de dónde ha venido algo, pensamos que viene del cielo. Necesitamos -y necesitaba acaso mucho más que nosotros el cubano del siglo XV- que el cielo nos envíe señales, rodrigones, muletas.

Los recién llegados de octubre del 92 hicieron muy a punto su entrada en el Nuevo Mundo. Los complejos reinos del continente y las rudimentarias estructuras sociales y psicológicas de la gente de las islas andaban igualmente menesterosos de la ayuda celestial. Y luego actuó la cuestión de lo físico, la poderosa cuestión estética: un hombre barbudo siembra instantáneamente un fuerte complejo de infantilismo en el hombre lampiño. En tierra de morenos el rubio es rey. Del infantilismo a la sumisión hay un paso. En cuanto el indio se   —250→   rinde teológicamente ante el español, su idioma propio queda sumergido e inerme ante la lengua mandona y autoritaria de Castilla. Cuando mucho tiempo después el cubano -que ya no es el indio ni conserva huellas suyas, porque el alma rendida pierde la raza y pierde con ella la lengua- comience a expresarse por escrito, es decir, con intención de que perdure su personalidad, la prosa que saldrá de sus manos será por mucho tiempo una obediente y sumisa imitación de la prosa del conquistador.

No hay mestizaje lingüístico en lo que se conoce de prosa en Cuba en el atardecer del siglo XVI. Los primeros relatos hechos por los protagonistas de los descubrimientos, de la colonización, del gobierno incipiente, fueron redactados cuando ya se había roto el hechizo, y el español se había vuelto invulnerable, por lo que se ve, a los encantos de la naturaleza. Su idioma ha recuperado el mando. Ya no hay turbación, sino imperio. Después de las descripciones generales de Oviedo, de Pané y de Cobos, y como si el hechizo se hubiese esfumado, en Cuba, como en todas las regiones de América, habrá que llegar hasta muy avanzado el siglo XVIII para que la gente vuelva a «ver» la naturaleza, y con ella su lenguaje propio.

La prosa que conocemos mejor, con mayor caudal de páginas, es la forense. Gracias a María Teresa de Rojas, quien en 1947 publicó su Índice y extractos del Archivo de Protocolos de La Habana, 1578-1585, podemos conocer hoy la estructura de la prosa que encabeza de hecho toda la existencia cubana de la época: partidas de nacimiento, testamentos, partidas de defunción, contratos, reclamaciones judiciales y peticiones a las autoridades, siempre peticiones a la autoridad. No es esa, naturalmente, la denominada prosa literaria, pero es evidente que el manejo reiterado e insistente de ciertas formas del lenguaje, y más en un medio que se explica por los intereses económicos como es el forense, acaba por imponerse aun a la hora en que un literato genuino -que tarda mucho en aparecer en las sociedades en formación- se siente a escribir.

«A través de los (archivos notariales) nuestros, dice María Teresa de Rojas -en testamentos, capitulaciones matrimoniales, contratos de importación de mercancías y de prestación de servicios, venta de esclavos, traspaso de la propiedad rústica urbana, aprendizaje de oficios-, vemos pasar día a día, en sus menores detalles, toda la vida de la incipiente colonia. En ellos aparecen nuestros personajes más importantes del XVI -los Recio, los Rojas, los Soto, los Manrique, los Calvo de la Puerta- comprando y vendiendo afanosamente,   —251→   cambiando cueros y azúcar por esclavos, paños y vino, construyendo navíos para el tráfico de cabotaje, trayendo mercancías de Nueva España y las Islas Canarias para enviarlas a los pueblos de tierra adentro; Meléndez Márquez ocupado en el abastecimiento de los fuertes de la Florida; los oficiales reales embarcando para Felipe II, que construía el Escorial las preciosas tozas de caoba y cedro de los bosques de Baracoa; los frailes de San Francisco adquiriendo el solar en que iban a erigir su convento, y proyectando la fábrica de su iglesia que habían de costear el capitán Alonso de Rojas y Diego de Soto, reconociéndoles como patronos con derecho a enterramiento perpetuo en la misma; el "francés" apresando las estimadas cajas de azúcar quebrado y entero que indemnizaba con cuchillos y lienzos de Ruán, inicios éstos del bien pronto floreciente comercio de contrabando al que necesariamente no tardaría en dedicarse la mayoría de los pobladores de la Isla; y, sobre todo, el gran acontecimiento que suponía la llegada de las flotas al puerto de La Habana, que aquí se abastecían antes de emprender juntas el viaje de regreso a Sevilla. Momento culminante éste que hacía despertar de su letargo a la población, paréntesis de actividad, de animación, de regocijo, en el lánguido y monótono transcurrir de los días iguales y vacíos. Se vivía en espera de la flota, todo le estaba supeditado: las transacciones se verificaban a su arribo, los pagos se aplazaban hasta entonces; de ellas dependía casi exclusivamente la vida económica, la prosperidad de la naciente colonia. Su "avivamiento", que consistía en carnes saladas, frutos, casabí o bizcocho, motivaba un tráfico animado; el alojamiento de los pasajeros en las casas de la villa mientras éstos permanecían en el puerto, hacía correr el dinero, produciendo febril agitación en sus habitantes, que se afanaban en sacar de su tránsito el mayor beneficio posible».

En esta sintética visión vemos una característica económica cubana que va a ser constante en la historia: una zafra, un trabajo estacional, como medio «fijo» de vida para la población. A ese cuadro hay que añadirle la secuela de lo que podemos llamar «industrias derivadas del turismo», como el juego, las muchachas alegres, el matonismo, la importación de artículos superfluos y, sobre todo, la industrialización y comercialización de la alegría. Porque todo ese mundo de las flotas y del puerto abigarrado y aurífero por unos meses, se acompañaba con la música. Pronto van a conocer en Europa al puerto de La Habana como uno de los centros más jacarandosos y divertidos del mundo. Se arraiga la   —252→   leyenda de lo frívolo, de lo dicharachero y superficial como sinónimo de lo cubano. (Es Irene A. Wright, la autora esencial de un libro único todavía sobre La Habana, Historia documentada de San Cristóbal de La Habana en la primera mitad del siglo XVII, quien asimila la zafra de las flotas a la práctica actual del turismo en los países que viven de esta industria. «La llegada anual de los navíos procedentes de Tierra Firme y de Méjico -dice- inauguraba un período febril en que los negocios tomaban gran incremento y los precios subían en la misma proporción: o sea, la "temporada de turistas" del siglo XVI»).

La leyenda de lo cubano como bachata y jolgorio iba a ignorar, en los siglos XVII y XVIII como en el siglo XX, el otro lado de la moneda, la otra cara de la realidad, de la verdad cubana. Porque paralelamente con ese trajín de la zafra anual se venía asistiendo, desde 1550 por lo menos, al nacimiento de una cultura, filial de la española, por supuesto, pero llamada a desarrollarse con acentos propios, con características de personalidad peculiar.

Al decir cultura, se está diciendo aquí, principalmente, forma de vida, concepción del destino. Paralelamente con el desarrollo de esa Habana de la leyenda, crecía una sociedad humana compuesta de gente muy laboriosa y con tendencia irresistible al estudio y a la información. A la información o, lo que es lo mismo, a la educación. La existencia de escuelas rudimentarias en sí mismas y dedicadas a transmitir rudimentos, pero escuelas en definitiva, tiene entidad histórica en Cuba desde muy temprano en el siglo XVI. No fue tan intensa allí como en otras regiones del Nuevo Mundo la labor del misionero, que fuese por adoctrinar en su religión, fuese por otra causa, servía como fuente de instrucción constante; pero el hecho histórico es que en los principales focos de población desarrollados desde los tiempos mismos de Diego Velázquez, siempre estaba presente la escuela.

Crecía así una población magnífica de artesanos, de grandes carpinteros, de albañiles cualificados, de agricultores y azucareros importantes, y crecía también una población de gente que amaba la cultura, reducida quizá a «saber leer, escribir y las cuatro reglas», pero que no pasaba por dejar a sus hijos sin escuela. El contacto con los viajeros procedentes de otras regiones, y el contacto mismo con los llamados piratas, de quienes tenemos una leyenda negativa que conviene revisar de punta a punta, ayudaron mucho a mantener despierta y avisada la conciencia y la curiosidad de las gentes. El poder de la Corona no consiguió   —253→   nunca una victoria completa en lo de reducir la formación cultural de los habitantes de la Isla a términos que garantizasen una subordinación completa. Aparte de que en Cuba, como en las otras zonas del Imperio, iba a aparecer y a actuar el español que huía de su tierra (desde mediado del siglo XVI) para escapar a la presión del extranjero posesionado de España y a la presión de los instrumentos religiosos y políticos de coacción, que en su país pretendían no dejarle pensar, influyó mucho en la búsqueda constante del saber, en la curiosidad por las cosas, la mera condición de isla y la fundación en el litoral de las principales poblaciones. El hombre de isla vive pendiente de las sorpresas que el mar le acerca cada día. Su propio lenguaje se desarrolla y crece en relación estricta con su proximidad al litoral. En tierra adentro se conserva el arcaísmo; en los puertos nacen todas las llamadas herejías contra la lengua.

La historia social y económica de Cuba nos enseña que al aparecer el importantísimo período que podemos llamar de detenimiento o desviación del destino que en apariencia le tocara a la Isla en los primeros años de la colonización del Nuevo Mundo (cuando todo se desvía hacia México y luego hacia Tierra Firme y el Perú), se produjo un estancamiento, un reposo. Las débiles poblaciones de tierra adentro se volvieron tan calladas y recoletas como viejas aldeas castellanas. La poca población iba a permitir, en muchos sitios, la aparición de la «vida idílica», serena, vida de élites o de solitarios. Por razones opuestas a las que hoy determinan la concentración de las poblaciones hispanoamericanas en las grandes capitales, en la Isla del XVII y gran parte del XVIII, todo se concentraría en las tres o cuatro poblaciones con considerable número de habitantes.

Es, culturalmente, la etapa de la Edad Media criolla. Hay como un silencio muy espeso en torno a lo que verdaderamente ocurría en la Isla, pero cabe inferir que se estaba desarrollando un proceso muy serio de culturización, de formación mental superior. Está por investigar en los archivos, de México, de Sevilla, de Simancas, todo un período de más de cien años, en el cual tiene que haberse producido forzosamente una cantidad respetable de poesía, de prosa, de teatro, de memoriales políticos, forenses y económicos. Mucho antes de la aparición de la imprenta en Cuba -y todo indica que la fecha de 1726, aceptada por la generalidad de los autores, es una fecha tardía- se había acumulado ya mucho material, mucho testimonio de la imaginación y de la inspiración de los cubanos de todas las clases sociales. No se llega a un poema como El Espejo de   —254→   Paciencia de un salto. Ni aparecen las personalidades que vamos a encontrar dentro de un momento por pura casualidad o por personal valía del hombre estelar. En rigor, el hombre estelar es siempre un resultado, la cresta de una fuerte ola que tiene raíz, cimiento, zonas intermedias y cumbre. Llamo Edad Media cubana no sólo al período de silencio y de casi completa oscuridad en lo relativo a la cultura que va del 1530 -poco más o menos- hasta la toma de La Habana por los ingleses, sino también al desconocimiento que tenemos del fondo, de la intensidad, del alcance de un movimiento cultural, formativo, que tenía dadas ya, en 1762, señales de ser muy importante y fecundo.

Hay para el investigador de las letras cubanas -letras que no pueden excluir la redacción de sermones y oraciones fúnebres, ni los informes sobre necesidades económicas, educacionales, etc.- toda una riqueza inexplorada o iluminada en los fondos bibliográficos señalados por los beneméritos cubanos Pérez Beato y Carlos M. Trelles, pero la hay también en la Biblioteca Mexicana de Juan José Eguren, en la Biblioteca Hispanoamericana Septentrional de José Mariano Beristaín de Souza, en las obras de José Toribio Medina, el chileno egregio, y en las del mexicano García Icazbalceta. Max Henríquez Ureña, Juan J. Remos, Julio Le Riverend, Juan José Arrom, José Antonio Fernández de Castro, Emeterio Santovenia y muchos otros han señalado el período de esos cuasi anónimos creadores, y dan muchos nombres y referencias, pero hay que llegar un día a la reproducción de manuscritos, a la exhumación de páginas y páginas que posiblemente harán renovar por completo la historia de la literatura cubana.

Antes de llegar a los grandes nombres, a los varones canónicos, me gustaría que alguien investigase en las Universidades de México, de Salamanca, de Sevilla, de Granada, la presencia cubana desde el siglo XVII. Es posible haya importantes manuscritos, o aun impresos, de personajes como Diego de Sotolongo, Manuel Díaz Pimienta, Cristóbal Calvo de la Puerta, Diego Vázquez de Inestrosa, Juan Arechaga y Casas, habanero catedrático en Salamanca, Diego de Varona, con su Historia de las invasiones piráticas, especialmente de las de Morgan en 1668; Pedro Recabarren, Tomás Recino. Me gustaría leer La esmeralda colocada en los fundamentos de la celestial Jerusalén: atributos, prerrogativas y excelencias del glorioso apóstol y evangelista San Juan, del franciscano habanero Fray Enrique de Argüelles, o la Carta a Feijoó, del famoso Francisco Ignacio Cigala, o del cubanito José Duarte y Burón, rector en México, su Ilustración del derecho que compete a la   —255→   Santa Iglesia Metropolitana de México para la percepción del diezmo del fruto de los magueyes, llamado Pulque, o el Arte de navegar; navegación astronómica, teórica y práctica, del médico Lázaro Flores. ¿Y qué es eso de Endimiones habaneses, del habanero Marcos Riaño Gamboa? Fray José Fonseca, dominico habanero, dejó un manuscrito titulado Noticias de los escritores de la isla de Cuba; y sigue en manuscrito el Certamen poético para la noche de Navidad de 1754, proponiendo al Niño Jesús bajo la alegoría de Cometa, del jesuita habanero José Julián Parreño, antiesclavista, a quien se le llamó por sus novedades el primer predicador a la moderna. ¡Cuánto autor y cuánto libro cubano quedan por sacar a la luz! Y estos nombres mencionados aquí, que no son sino poquísimos de entre los conocidos, no pertenecen propiamente al silencio, pues de un modo u otro se sabe de ellos. Hay relación de sus obras, expedientes de sus estudios, datos de sus biografías. Pero queda además lo otro: el mundo subterráneo, la inspiración popular vertida en romances y en cuentos campesinos y de aparecidos; queda la fantasía en libertad, típica del cubano, culto o inculto, adulto o infantil.

En la que puede considerarse como página más antigua del criterio cubano autóctono, la declaración hecha a Cristóbal Colón en persona por un cacique, el Sócrates cubano, vemos resplandecer la extraña armonía entre razón y fantasía que va a estar presente siempre en la Isla. Los historiadores cubanos de la primera hora recogieron de Román Pane, o Ramón Payne, como llaman otros al cronista del segundo viaje, el mágico suceso: los indígenas presenciaban a distancia conveniente la ceremonia de la misa; al terminar ésta, el Sócrates del grupo, el viejo cacique y gran sacerdote de la tribu, se adelanta a Colón, se acerca a él, y una vez puesto en cuclillas, que era el modo íntimo de hablar un hombre con otro en el círculo mágico de la tribu en hora pacífica, dijo al Almirante luego de entregarle la ofrenda de frutas: «Tú has venido a estas tierras que nunca antes viste, con gran poder, y has puesto igual temor en todos nosotros; sabe que según lo que acá sentimos hay dos lugares en la otra vida a donde van las almas, uno malo y lleno de tinieblas, guardado para los que hacen mal; otro alegre y bueno a donde se han de aposentar los que aman la paz de las gentes: por tanto, si tú sientes que has de morir y que cada uno según lo que acá hiciere allá le ha de corresponder el premio, no harás mal a quien no te lo hiciere».

Esta es la versión que trae Urrutia. En otras descripciones del mágico acto, se dice que el Sócrates afirmó que si reverenciaban a Dios con aquella ceremonia   —256→   era prueba de no ser hombres malos. Y tanto entusiasmó al cacique la conducta española, dicen, que declaró estar en ánimos de irse con Colón, impidiéndoselo únicamente tener mujer e hijos.

De esta simpática imagen del cubano razonador, lo que interesa salvar es la señal de veracidad que hay en el personaje capaz de razonar al mismo tiempo que fantasea de lo lindo. Hay una coherencia en lo que dice, aun refiriéndose a materias tan complejas y hasta abstrusas. ¿Quién sirvió de intérprete entre Colón y el cacique? Misterio de misterios. El arte de tratar coherentemente lo que por naturaleza es incoherente es la especialidad de los seres mágicos. Al revés proceden también: convertir en irreal lo real, ver y trasver en la objetivado lo fantástico. Esta capacidad va a permitir, en el último tercio del siglo XVIII, la gran batalla cultural de los cubanos contra la realidad política encarnada en la Metrópoli y en la escena internacional de la época. Es gracias a un poderoso acto de magia apoyada en la cultura que los cubanos principales de ese período inventan una entelequia, una idealidad, casi una utopía, como forma preferida para vivir en el futuro. Con una lógica propia de los grandes escolásticos, van a llegar unos hombres que emplearán el saber formalista que se les ha inculcado, en romper los moldes del formalismo político y social.

De una manera mecánica, por la fuerza de la inercia y por lo conveniente del método para el mantenimiento intacto del poder (el establishment), España había llevado al Nuevo Mundo universidades programadas dentro del esquema del siglo XVI. Cuando aparecen Descartes, Locke y las nuevas ideas científicas y económicas, aquellas universidades están cerradas a cal y canto para cuanto sea novedad. Pero el riguroso método, la disciplina mental, el arte de raciocinio, valdrán tanto, a los fines de la apertura por su cuenta de aquellas sociedades al mundo, como las propias ideas nuevas.

Es casi una ley cultural que un sistema político siembre para la continuidad y coseche una ruptura. La primera gran figura nacional de Cuba es un sacerdote formado en el molde más estricto de la ortodoxia escolástica. José Agustín Caballero (1762-1835) no es en modo alguno el iniciador de la alta cultura en Cuba, pues cuando él nace, en 1762, ya hace por lo menos medio siglo que nativos de la Isla habían sido catedráticos en Salamanca y en México, oradores famosos en toda el área hispánica, hombres de ciencia, jurisconsultos,   —257→   poetas, y está en su apogeo la fama de Francisco Javier Conde y Oquendo, llamado «el primer orador de América».

En 1762 sale para el exilio el obispo Pedro Agustín Morell de Santa Cruz (1694-1768), y un año antes había terminado José Martín Félix de Arrate (1701-1765), regidor perpetuo de La Habana, donde naciera en 1701, su historia de la fundación y crecimiento de La Habana bajo el título de Llave del Nuevo Mundo, antemural de las Indias Occidentales.

¿Cómo se escribía, cuál era el estilo de la prosa cubana en 1762? Veamos un fragmento de Arrate:

«Del aseo y porte de los vecinos, buena disposición y habilidad de los naturales del país y nobleza propagada en él y en la Isla.

Entro a principiar este capítulo con una materia que, entre las varias que componen esta obra, me persuado será singularmente apetecida de la curiosidad de los lectores, porque para el genio de los más y no de los de menos categoría, son muy agradables las noticias del traje, adorno y lucimiento que gastan los moradores de las regiones que no han visto, y así para satisfacer su deseo y no omitir circunstancia alguna de cuantas los escritores de mejor nota juzgan concernientes a estos asuntos, daré la que corresponda al que he propuesto tocar aquí.

El traje usual de los hombres y de las mujeres en esta ciudad es el mismo, sin diferencia, que el que se estila y usa en los más celebrados de España, de donde se le introducen y comunican inmediatamente las nuevas modas con el frecuente tráfico de los castellanos en este puerto. De modo que apenas es visto el nuevo ropaje, cuando ya es imitado en la especialidad del corte, en el buen gusto del color y en la nobleza del género, no escaseándose para el vestuario los lienzos y encajes más finos, las guarniciones y galones más ricos, los tisúes y telas de más precio, ni los tejidos de seda de obra más primorosa y de tintes más delicados. Y no sólo se toca este costoso esmero en el ornato exterior de las personas, sí también en la compostura interior de las casas, en donde proporcionalmente son las alhajas y muebles muy exquisitos, pudiendo decirse sin ponderación que en cuanto al porte y esplendor de los vecinos, no iguala a la Habana, México ni Lima, sin embargo de la riqueza y profusión de ambas Cortes, pues en ellas, con el embozo permitido, se ahorra o se oscurece en parte la ostentación, pompa y gala; pero acá siempre es igual y permanente, aun en   —258→   los individuos de menor clase y conveniencia, porque el aseo y atavío del caballero o rico excita o mueve al plebeyo y pobre oficial a la imitación y tal vez a la competencia.

Esta poca moderación en los primeros y exceso notable en los segundos es causa de atraerse aquéllos en sus caudales y de que no se adelanten éstos en sus conveniencias, pues por lo general todo lo que sobre de los gastos precisos para la mantención o sustento corporal se consume en el fausto y delicadeza del vestuario y en lo brillante y primoroso de las calesas, de que es crecido el número y continuo el uso, y en otros destinos de ostentación y gusto, de suerte que no conformándose muchas veces el recibo con la data, o la entrada con la salida, resulta el que queden al cabo del año empeñados; lo que se hace constante por el poco o ningún dinero que, a excepción de muy señaladas casas, se suele encontrar en las de los vecinos más acomodados, al mismo tiempo que se hacen notorias sus deudas o créditos».



Tenía veintisiete años de edad en el momento en que nace Caballero, otro vocado a la historia: Ignacio José de Urrutia y Montoya (1735-1795). Cuando éste publique en 1789 los primeros capítulos de su Teatro histórico, político y militar de la Isla Fernandina de Cuba, y principalmente de su capital, La Habana, será José Agustín Caballero su más vigoroso juez. La nueva generación choca siempre violentamente con la inmediata anterior. Al sobrio Caballero le irrita el estilo pomposo de Urrutia, y no le pasa tampoco las libertades de imaginación. Quiere en el historiador rigor científico. Él, Caballero, ha llevado al seminario de San Carlos los nuevos aires del mundo. No puede aprobar el apego de Urrutia al estilo cortesano, y no por razones políticas, sino por exigencia del buen gusto. Urrutia abusa de las citas en latín, vengan o no a cuento. Tiene en su favor la insistencia en el amor a la patria. El habanero se siente criollo ante todo. Parece estar muy en el servicio de su majestad y dentro del establishment, pero subraya el amor a la ciudad, el habanerismo. Puede perdonársele por eso que escriba en esta forma sobre los motivos de escribir su teatro: «Arduo es lo que debía ser fácil, conviene hablarte, lector carísimo, en libro eterno y con palabras de oro, para comprender las cosas8 cotidianas y públicas de la isla Fernandina de Cuba, que   —259→   todos debemos saber y entender y estando cierto en su sustancia y provecho, dificulta hacerlo el modo y cualidades, viniendo a costar más el engaste, que la piedra preciosa, aun no castigado el estilo como pide Horacio9.

«Al emprender la obra del Teatro Histórico, jurídico, Político Militar de la Isla Fernandina de Cuba y principalmente de su capital La Habana, mi amada Patria, tuve el justo objeto de no enterrar en el sepulcro con mi cadáver aquellos escasos talentos, que adquirí en la carrera literaria, siendo responsable como el siervo perezoso10 de los que recibió. Porque no es justo retener la palabra buena11 en tiempo oportuno, habiendo nacido no sólo para nosotros sino también y mucho más para nuestra Patria12. E igualándose las obligaciones del militar y jurisperito, en cuanto a poner mano a la espada y pluma siempre13 que la causa pública lo pida.

«Nacido en La Habana para ella y su Católico Soberano, propendió la profesión de mi señor padre el Dr. D. Bernardo de Urrutia14 a que siguiese la misma carrera honorífica de la abogacía. Dejome en sus principio, y con el mérito de sus servicios que intentó premiarle la piedad del Rey15 y por su fallecimiento previno lo fuesen en mí16. Con este incitativo concluí las clases y práctica en el Real y Pontificio Seminario de Méjico, y recibido de abogado por su Real Audiencia, me restituí a mi casa en ánimo de seguirla.

«Comencé a internarme con los autores de la Facultad y a formar por ellos alguna idea de aquella Ciencia limitada en las universidades y colegios a cuatro autores de Derecho Canónico y Civil, cuyas dificultades satisfacen dos   —260→   soluciones, tal vez puramente objetivas, y hallé que mirada en los Tribunales se llama arte de artes y ciencia de ciencias17 como dirigida al gobierno de los hombres, Señores del Universo, poco menos dignos que los Ángeles18 a cuyos pies y para cuyo obsequio se criaron los demás vivientes».

Ese es el estilo de Urrutia. Mucho más simple es el del otro historiador de los primeros tiempos, Antonio José Valdés (1780-c. 1830). Valdés era matancero, y nació cuando José Agustín Caballero tenía dieciocho años. Menos literato -en el mal sentido- que Urrutia y menos escritor que Arrate, su Historia de la Isla de Cuba y en especial de La Habana se lee sin embargo hoy con mayor interés que la de sus tres predecesores (incluyendo al obispo Morell de Santa Cruz).

Según José Antonio Fernández de Castro, los tres primeros capítulos de la Historia de Valdés fueron redactados por José Agustín Caballero. Afirma el autor de Barraca de feria que él vio en la biblioteca del Dr. Alfredo Zayas el manuscrito que probaba la paternidad de Caballero, prestada a Valdés por razones de discreción en el cargo de Caballero.

Por el propio Valdés se sabe que Caballero y Domingo de Mendoza le facilitaron datos y revisaron el trabajo, pero la afirmación de Fernández de Castro abre una interesante posibilidad para fundir aún más a José Agustín Caballero con la génesis de los más fuertes sentimientos patrios. Para establecer la realidad, tendríase que confrontar textos de Caballero (los poco que hay en español) con los de esos primeros capítulos de la Historia de Valdés. Hoy hay toda una escuela, dentro de la crítica literaria, que se ocupa de estas identificaciones, valiéndose del empleo de los cerebros electrónicos para comprobar la identidad de vocabularios, la periodicidad del empleo de comas y de puntos y el propio ritmo de la estructura de la oración.

Sean o no de Caballero esos capítulos, lo que cumple decir aquí ahora es que Valdés ha tenido lo que se llama «mala prensa». Publica su libro en 1813, cuando ya ha comenzado en América hispana el deshielo del estilo neoclásico, del que tenemos muchos ejemplos en Cuba, pero excepcionalmente en el bayamés Manuel del Socorro Rodríguez (1758-1818), quien no por azar llegaría a ser uno de los patriarcas de la cuidadosa literatura colombiana. Rodríguez, como   —261→   Valdés, es obrero manual al principio. En ambos parece estar presente la condición, más o menos «tapiñada», de la mulatería y de la falta de blasones en el hogar. De ninguno de ellos puede comenzarse la biografía, como es habitual en la estupidez y en el mal gusto de tantos, diciendo «nació en el seno de muy buena familia», o «pertenecía a un claro linaje». Pero hay diferencias psicológicas esenciales: Manuel del Socorro Rodríguez se inserta mansuetamente en el establishment, y llega a formar en el séquito o entourage del virrey Ezpeleta, cuando éste se trasladó a Bogotá. Valdés viaja también, pero es más como francotirador, por su cuenta; se le ve ya en Buenos Aires ya en México. En este país pasa los últimos treinta años de su vida. Él, Rodríguez, y la pléyade de los que mucho antes se habían ido a universidades, periódicos y trabajos en el extranjero, protagonizan la constante fuga de cerebros, por razones políticas y económicas casi siempre, que tanto perjudicará a Cuba. Valdés es un inquieto, y Rodríguez es más sedentario. Quiere el bayamés ser más «señor», siendo visible en él, como en todo converso a una situación, el esfuerzo por la peluca empolvada y la chorrera de encajes, cuando ya los nacidos en ese mundo desdeñaban los adornos. Cuando muere Rodríguez en Bogotá, en 1818, Valdés anda por Buenos Aires, donde ha publicado su Gramática y Ortografía. Once años antes había dado en La Habana la primera gramática publicada en Cuba, Principios generales de lengua castellana. En ese texto de Valdés aprendieron los rudimentos de gramática, por mucho tiempo, los niños habaneros.

Pero el hecho de ser redactor de gramáticas no hace de él un dómine ni un arcaizante en materia de lenguaje y de estilo. Los reproches que hacen a Valdés sus contemporáneos y algunos críticos posteriores, muy apegados a las normas llamadas clásicas, débense a que este hombre libre manejó una lengua más abierta, propia de la postrevolución francesa. Sabe sus latines, pero está a millas y millas de distancia de Urrutia. Su prosa no es de belleza notable, pero manifiesta muy bien la constante criolla de la lógica interna, del ir paso por paso dentro de la oración y del párrafo diciendo lo que se quiere. Obsérvese en la página de Valdés que damos a continuación el aire de libertad con que maneja los asuntos y los personajes; ahí Urrutia hubiera citado doscientos autores. Valdés habla de seguimiento, y a Toscanelli le llama con familiaridad Paulo. Busca la claridad del estilo, y la encuentra:

«No me detendré un momento en describir los delirios de muchos historiadores sobre los conocimientos que los antiguos tuvieron de la América, ni   —262→   tampoco vagaré en solicitud de los pobladores originarios de esta mitad de la tierra; pero sí comenzaré mi historia con los primeros pasos del inmortal Colón, para descender en su seguimiento hasta la Isla de Cuba, que es mi principal objeto.

«Entre los muchos extranjeros a quienes la fama de los descubrimientos hechos por los portugueses atrajo al servicio de esa nación, se contaba Cristóbal Colón, natural de la república de Génova, según la opinión más acreditada, y uno de los insignes náuticos de su tiempo. Entonces el grande objeto de la atención de la Europa era descubrir la comunicación con la India, extendiendo la navegación por la extremidad meridional del África; y en ese mismo tiempo concibió el genio de Colón un designio tan asombroso a la edad en que vivía, como benéfico a la posteridad.

«El espíritu de Colón, naturalmente investigador, capaz de reflexiones profundas, estudioso en su profesión, revolviendo los principios en que los portugueses fundaban sus planes de descubrimientos y advirtiendo la lentitud con que los adelantaba, pudo deducir que atravesando hacia el Oeste del océano Atlántico se hallarían sin duda nuevos países, que probablemente formarían parte con el gran continente de la India. Ya entonces la figura esférica del globo era conocida, y su magnitud calculada con alguna exactitud. Era además evidente que la Europa, el Asia y el África, hasta donde se conocían en aquella época, formaban muy pequeña parte de la tierra; y era probable, según la sabiduría y beneficencia del autor de la naturaleza, que la vasta extensión que quedaba del globo no estuviese cubierta de mares inútiles a la vida del hombre. Por otro lado, las relaciones de los antiguos daban a entender que la India se extendía prodigiosamente hacia el Este.

Después de haber pesado Colón todos estos particulares, como su carácter modesto le hacía desconfiar de su propia capacidad, comunicó sus ideas por el año de mil cuatrocientos setenta y cuatro a Paulo, excelente cosmógrafo de Florencia, cuya sabiduría y candor le hicieron acreedor a la confianza de Colón. Efectivamente, aquel sabio consultor aprobó las proposiciones de Colón, y le sugirió varios hechos que las corroboraban y le animó a empresa tan laudable.

La actividad de Colón le condujo entonces de la especulación a la práctica, y creyó conveniente que para realizar un designio tan considerable, era necesario el auxilio de una potencia respetable de la Europa. La larga ausencia   —263→   de su país no le había extinguido el afecto con que el hombre mira a su patria; por lo que presentó sus planes al Senado de Génova, y le ofreció sus servicios, con el fin de descubrir nuevas regiones al Oeste, bajo el pabellón de la República; pero en Génova desconocían la capacidad de Colón, y aunque era pueblo marino, no se hallaba en estado de penetrar los fundamentos de su plan; y despreciándole como un visionario, perdió el momento de restaurar ventajosamente el esplendor de la República.

Habiendo Colón llenado sus obligaciones a la patria, se dirigió a Juan II, Rey de Portugal, en cuyo país estaba establecido. En él se prometía más favorable recepción por ser el Monarca de genio emprendedor, y sus vasallos los mejores navegantes de la Europa. El Rey le recibió con afabilidad, y sometió al juicio del obispo Diego Ortiz, y de dos judíos excelentes físicos el proyecto de Colón. Estos individuos eran directores principales de la navegación portuguesa, y no tuvieron la generosidad de confesar los talentos superiores de Colón, en cuanto a Cosmografía y navegación: lejos de eso, le entretenían con cuestiones vagas y capciosas; hasta atreverse a usurparle el honor de sus investigaciones, aconsejándole al Rey que despachase secretamente un bajel, con el intento de efectuar los nuevos descubrimientos, siguiendo exactamente el curso que Colón indicaba. Juan, olvidó lo que el Príncipe debe a su rango, y adoptó tan pérfido consejo: pero el piloto escogido para el intento, ni tenía el genio, ni la fortaleza, ni la instrucción del autor. No bien se apartó de las costas, cuando acobardado de una tempestad, regresó a Lisboa, detestando los proyectos de Colón como extravagantes y peligrosos».



Todo eso pasaba en los momentos en que echa a andar su obra José Agustín Caballero. Se había llegado muy lejos en cuanto a la lenta creación de una prosa útil para entendérselas con el mundo recién nacido de la emancipación norteamericana y de la revolución francesa, y con el mundo que nacería en la parte hispánica de América a consecuencia de la invasión napoleónica de España y el consiguiente derrumbamiento de la monarquía trisecular. José Agustín Caballero está en realidad a caballo entre dos épocas mentales, entre dos estilos de vida y de historia. Nace en el instante en que da un giro completo la conciencia que de sí mismo y de las posibilidades de su nación tenía el cubano (1762, toma de La Habana por los ingleses), y va a vivir hasta 1835. El año antes, Saco había sido condenado a dejar su cátedra y a confinarse en Trinidad. La conciencia   —264→   intelectual y política cubana estaba ya formada casi por completo, aun cuando, como era procesal, fuese la autonomía la doctrina que atraía aún al mayor número de los concientizados.

Hay un encadenamiento de cumbres con José Agustín Caballero como hito inicial. Desde 1764 había periódicos, pero sólo en 1790 comenzó la prensa literaria, abierta a las colaboraciones de muchos que no tenían nada que ver con la vida oficial, ni, por supuesto, con la prosa oficial. El capitán general don Luis de las Casas entra por derecho propio a figurar en toda historia cultural de Cuba. En el Papel Periódico creado por él en el mismo año de su entrada en el cargo, va a recogerse la nómina de la generación que apunta. Ahí están los primeros versos de Izmael Raquenue, Manuel de Zequeira y Arango (1764-1846) y los trabajos iniciales de Francisco de Arango y Parreño (1765-1837), que es tres años menor que Caballero, cofundador del Papel Periódico. Todos los grandes van a coincidir en un lapso muy corto: Tomás Romay y Chacón (1764-1849), Arango y Parreño (1765-1837), Félix Varela (1787-1835), José Antonio Saco (1797-1879), Felipe Poey (1799-1891) y José de la Luz y Caballero (1800-1862). Esta encarnación de hombres-guías, esta cristalización de un proceso cultural en menos de cincuenta años, es significativa porque habla de una suerte de plenitud del tiempo histórico, de una maduración de la conciencia cubana, que estalla o se canaliza a través de estos hombres. Obsérvese que, salvadas las excepciones de Manuel de Zequeira y Arango, de Manuel Justo Rubalcava (1769-1805) y de Manuel María Pérez y Ramírez (1781-1853), la tónica, el acento del siglo, nos lo dan los pensadores, los ordenadores mediante raciocinio de la realidad cubana. Cuando se llega al 800, ya todo está listo para partir: José Agustín Caballero había derruido las murallas de la educación antigua, y había puesto en fuga lo que supervivía de actitud medieval ante el mundo físico y ante el orbe mental, ante el método de pensar que se constituía en una necesidad para el contemporáneo de tan grandes cambios en la ciencia y en la vida política y social.

Don José de la Luz y Caballero, sobrino de José Agustín decía de éste: «Caballero fue entre nosotros el que descargó los primeros golpes al coloso del escolasticismo, que después acabó de derrocar y pulverizar en la misma arena el Hércules de sus discípulos (Varela) con su robusta maza». Porque todavía se estaba en Cuba, como en los otros centros culturales de la América Española, luchando con Aristóteles y con el tomismo más recalcitrante. De manera intuitiva   —265→   la Corona había comprendido que su suerte estaba ligada a la dominación férrea del pensamiento, y todo ensayo de novedad, fuese en las experiencias científicas, fuese en los métodos pedagógicos y en las ideas, se consideraba -¡y lo era!- un acto subversivo respecto del establishment. En España misma se había vivido, en el siglo XVI, la terrible disputa entre los grandes humanistas nacidos del genial Luis Vives (simbólicamente nacido en 1492) y los escolasticistas. Esta disputa llegó a su punto culminante el día en que El Brocense, hastiado ya de la pretensión de que sólo a través de Santo Tomás se podía conocer la verdad y conocer a Dios, gritó en medio de una asamblea de sabios: «¡Mierda para Santo Tomás!». Lo que El Brocense, los Valdés, Vives, los Herrera y tantos humanistas hicieron en vano por abrir la ciencia y la universidad españolas a todo lo que había traído consigo el descubrimiento del Nuevo Mundo fue realizado en Cuba, denodadamente, por José Agustín Caballero y sus seguidores. Al igual que en aquellos humanistas del XVI y el XVII españoles, vemos en los cubanos del último tercio del XVIII y los primeros del XIX el paso del prosista en latín al prosista en lengua castellana. Caballero escribe todavía sus textos de clase en latín, como estaba preceptuado, y en las clases empleaba esta lengua, pero ya sabe vaciar en el molde antiguo la savia nueva. Aparentemente es un integrado total en el establishment, en el sistema, pero ya ha roto en lo interno. Frente a la tesis oficial de que lo más conveniente al maestro es seguir una sola escuela y un solo maestro, Caballero llega a la muy audaz conclusión de que «es más conveniente al filósofo, incluso al cristiano, seguir varias escuelas a voluntad, que elegir una sola a que abscribirse».

El estilo de José Agustín Caballero (y sólo podemos entender por tal aquí su estilo en prosa castellana) es de gran sencillez. No buscaba la menor «gala literaria», no le interesaba para nada el adorno. Él lo que quería era pensar bien, con claridad, y escribía en consecuencia. Estoy diciendo tácitamente que el estilo es una armonía con el pensamiento, o no es nada. La prosa cubana del período culminante de las ideas claras, o de la clarificación de las ideas cubanas, es sencilla, austera, despojada de adornos y de vegetación adjetiva.

Veamos una hermosa manifestación de José Agustín Caballero. Se dirige por escrito, en su condición de presidente de la Sección de Ciencias y Artes de la Sociedad Económica de Amigos del País (o Sociedad Patriótica de La Habana, como él prefería llamarla) a la Junta reunida el día 6 de octubre de 1795, y plantea   —266→   la reforma universitaria, nada menos que la reforma universitaria, en los términos siguientes:

«Yo os convido esta noche amigos míos, á tentar una empresa la mas ardua quizá; pero ciertamente la más útil á nuestra Patria y la más digna de las especulaciones de nuestra Clase. La confianza que tengo en el espíritu que os anima, y en la favorable disposición que mostrais á desempeñar los objetos todos que nos ha sometido la Sociedad madre, me alientan y estimulan á producir aquí un proyecto mucho tiempo há concebido y agitado por la Clase.

El sistema actual de la enseñanza pública de esta ciudad, retarda y embaraza los progresos de las ártes y ciencias, resiste el establecimiento de otras nuevas, y por consiguiente en nada favorece las tentativas y ensayos de nuestra Clase. Esta no es paradoja; es una verdad clara y luminosa como el sol en la mitad del día. Mas confieso simultáneamente que los maestros carecen de responsabilidad sobre este particular, porque ellos no tienen otro arbitrio ni acción que ejecutar y obedecer. Me atrevo á afirmar en honor de la justicia que les es debida, que si se les permitiese regentar sus aulas libremente sin precisa aligación á la doctrina de la escuela, los jóvenes saldrán mejor instruidos en la latinidad, estudiarían la verdadera filosofía, penetrarían al espíritu de la iglesia en sus cánones, y el de los legisladores en sus leyes; aprenderían una sana y pacífica teología, conocerían la configuración del cuerpo humano, para saber curar sus enfermedades con tino y circunspección, y los mismos maestros no lamentarían la triste necesidad de condenar tal vez sus propios juicios, y explicar contra lo mismo que sienten. ¿Qué recurso le queda á un maestro, por iluminado que sea, á quien se le manda enseñar la latinidad por un escritor del siglo de hierro, jurar ciegamente las palabras de Aristóteles, y así en las otras facultades? La misma Sociedad matriz debe constituirse garante de lo que acabo de pronunciar.

No há muchos días trató de perfeccionar la enseñanza de la gramática latina, promoviendo nuevas honras á sus preceptores y establecer que estos insensiblemente fuesen comunicando á sus discípulos algunos rudimentos de la lengua española, y todos los superiores de las casas de estudio (exceptúo la de S. Agustín) contestaron aplaudiendo la utilidad de los proyectos; pero se confesaron no autorizados para alterar el plan á que les sujetan sus respectivas constituciones. Hé aquí, amigos, por lo que dije y repito, que no pende de los maestros   —267→   el atraso que tocamos en las ciencias y artes, y hé aquí también la razón en que me fundo para esperar, que pues este papel contiene ideas análogas ó idénticas á las suyas; ellos mismos, lejos de censurarse, auxiliarán con sus sufragios, y contribuirán con sus luces á esta feliz y deseada revolución.

El proyecto, á la verdad, trae consigo una máscara de dificultades y aunque la Sociedad no pueda derribarlas todas, sin embargo, puede influir muy eficazmente en el allanamiento. Es de creer y de esperar que si el Cuerpo patriótico, creado para promover oportunamente la educación é instrucción de la juventud, levanta sus esfuerzos hasta el pié del trono, haciendo presente que entre la multitud de casas de enseñanza pública que se numeran en esta ciudad, no hay una que instruya en un solo ramo de matemáticas, en química, en anatomía práctica; y que en las facultades que enseñan siguen todavía el método antiquísimo de las escuelas desusado ya con bastante fundamento y por repetidas Reales órdenes, á vista de su poca utilidad, de los recientes descubrimientos y nuevos autores que acaban de escribir con una preferencia decidida y palpables ventajas, y que por tanto es indispensable una reforma general, la que deberá comenzar por la primera de las academias, la ilustre, regia y pontificia Universidad, á causa de la dependencia que tienen de ella las otras en el órden, tiempo y materias de los cursos; es de esperar, vuelvo á decir, que representadas estas verdades de hechos al Soberano, franqueará permiso para introducir una novedad tan útil y apetecida como se mandó establecer en las Universidades de Alcalá, Salamanca, Valencia y otras, dentro y fuera de la Península.

Bien sé, y ninguno de vosotros lo ignora, que uno de los rectores de esta Universidad trató de la reforma de que hablo, y efectivamente hizo trabajar un nuevo plan; mas estos primeros pasos, ó se detuvieron por algunos embarazos, ó quedaron del todo suspendidos, pasando el tiempo precioso en que el empleo proporcionaba arbitrios y recursos que después hubieron de faltar: lo cierto es, que el proyecto yace hoy en el polvo del olvido, y que nosotros, bien como miembros de la Universidad (muchos lo son), bien como individuos de la Clase de ártes y ciencias, debemos clamar, proponer y solicitar una reforma de estudios, digna del siglo en que vivimos, del suelo que pisamos, de la hábil juventud, en cuyo beneficio trabajamos, y de los dos ilustres Cuerpos á quien pertenecemos. ¡Días felices! ¡Época gloriosa y saludable aquella en que nosotros ó nuestros descendientes lleguen á ver reformadas las academias públicas, y oír á   —268→   resonar en sus ámbitos los ecos agradables de la buena literatura y de los conocimientos esenciales de las ciencias y las ártes, sustituidos á la antigua jerga y á las sonoras simplezas del rancio escolasticismo!

¿Y por qué no amigos míos? ¿por qué no hemos de acelerar la llegada de ese día afortunado, promoviendo cuanto ántes la reforma de los estudios? ¿Habrá alguna preocupación que nos ciegue? Juzgo que no; y si la hubiera, sacudámosla como tal: fijémonos en estos principios: miéntras los estudios de la Universidad no se reformen, no pueden reformarse los de las otras clases: miéntras los unos y los otros no se reformen, no hay que esperar medras en ninguno de ellos; y miéntras la Sociedad no adopte este proyecto, trate ó insista en realizarlo, no se prometa adelantamiento en esta Clase, ni la pida memorias sobre alguno de los vastos objetos de su instituto. Este es el ingenuo sentir de vuestro amigo presidente.- Caballero».



Ya están ahí, completos, los tonos suasorios pero enérgicos que vamos a encontrar inmediatamente después en Félix Varela y en José de la Luz y Caballero. Ahí está incipiente el razonar macizo de José Antonio Saco, y está la preocupación por lo nacional de Arango y Parreño.

Veamos un modelo de la prosa de Arango, comparable a Andrés Bello en el arte de vestir elegantemente, correctamente, aun las exposiciones más concretas y prosaicas si se quiere, sobre asuntos comerciales y agrícolas. Ese dominio de la expresión que tiene Arango es demostrativo de que la conciencia de lo propio (en él lo era ya el sentido de que la propiedad pertenecía a los cubanos) ha calado muy hondo. En los viejos memoriales, en las rendiciones de cuentas a la Corona, se veía que el comunicante creía en el derecho de esa Corona a la propiedad cubana. Ya en Arango se ve, se toca, que él cree, está convencido, de que lo que hay en Cuba es de los cubanos. No importa que por ese momento su creencia se refiera a una oligarquía. El paso de la propiedad de la monarquía lejana a la propiedad en manos de criollos, es un avance, una etapa importante en el proceso de la nacionalidad y su subsecuente emancipación. Arango se expresaba así en torno a dos cuestiones capitales: la de aumentar el número de esclavos y mejorar los instrumentos agrícolas, y la de abrir una nueva mentalidad en los productores cubanos:

«He dicho y he demostrado que los extranjeros nos toman el paso desde antes de entrar a labrar la tierra porque les cuestan menos los negros y los utensilios.   —269→   Pues es menester trabajar en destruir esta ventaja. Nada será más útil que alentar con premiso y con ensayos nuestro comercio directo a las costas de África, y para esto convendría fundar establecimientos en la misma costa o en su vecindad. No es difícil, diga lo que quiera la ignorancia. Muchas personas sensatas me han asegurado que en las inmediaciones del Brasil pudiéramos formar con poco gasto nuestras factorías, proveernos desde allí de frutos del mismo Brasil para hacer el comercio de negros con ventajas; no como lo hizo la Compañía de Filipinas, cuyas expediciones en la mayor parte fueron al río Gabón, donde compraba más caro y peor que nadie; y, sin embargo, no hubiera perdido el treinta por ciento que perdió si no hubiera tenido una mortandad extraordinaria, y si no hubiese hecho para dos o tres expediciones los costos de barracas, etc., que debían servir para siempre.

Esto es urgente en el día. Es menester considerar que los negros ya escasean, y que en las circunstancias presentes hay más necesidad de ellos que nunca. Los franceses han de llenar su vacío. Los ingleses han de redoblar sus esfuerzos y los extranjeros deben ir ahora con menos frecuencia a La Habana, habiéndoseles dado entrada en Santa Fe y en Buenos Aires.

Pero no son estos arbitrios los únicos que deben tomarse para remediar nuestra escasez y carestía de negros. Veo las dificultades que se tienen y que necesitándose de algún tiempo para vencerlas, no podía ir nuestro fomento con la velocidad que deseamos. El partido que acaba de abrazar el Gobierno es digno de mayores elogios, y llenaría nuestros deseos, aun sin la concurrencia de la Francia, siempre que se extendiese el término de los ocho días que se le señale al extranjero, y se le permitiese dejar apoderado de su satisfacción. De este modo lograremos alguna abundancia; y entre tanto tómense las medidas convenientes para ver si en la misma Habana o en otra parte, se puede formar un cuerpo que haga el comercio directo a África.

Sobre los utensilios también hemos adelantado mucho, habiéndosenos permitido su introducción de fábricas extranjeras; pero la exacción de derechos en los de éstas, carga al agricultor y ni es un objeto de utilidad para el Rey, ni un estímulo para las ferrerías de Vizcaya, que tienen sobrada ocupación y que por ahora no pueden llevar los más de estos utensilios, porque ni los han visto. Las máquinas primeras materias, se libertan de derechos en todas las naciones ilustradas.   —270→   Y la nuestra siguió este principio en igual caso al presente, esto es, tratando de fomentar la agricultura de Santo Domingo.

Más animada la concurrencia de negros con las dos gracias que he indicado, y protegida la entrada de todo utensilio y máquina de labranza con la libertad de derechos, estaremos en estos dos puntos poco más o menos al nivel del extranjero».



Y sobre el progreso decía Arango:

«El agricultor habanero ya tiene franqueado el paso hasta el sitio de su plantío. Mi imaginación se entusiasma y se llena de alegría al verle emprender el desmonte con armas y fuerzas iguales a las de sus competidores; pero, apenas caen los árboles, apenas se allana el terreno, apenas se trata de darle el beneficio oportuno, cuando mi abatimiento renace, viendo que el francés y el inglés son conducidos por Ceres, y que mis compatriotas, destituidos de todo principio, depositan su confianza en una práctica ciega y quedan por consecuencia expuestos a los más crasos errores.

Pero no es esta diferencia la que me atormenta más. Si hubiese docilidad, si no estuviésemos preocupados, si lo poco que sabemos lo hubiésemos aprendido por principios, me quedaría la esperanza de que nuestro propio interés preparase nuestra atención y nos obligase a oír la voz de la razón; pero la desgracia es que lo que hacen mis isleñas lo ejecutan así, porque lo vieron hacer a sus padres, a los primitivos agricultores de la Isla, a los ingenieros que fueron de Motril y de Granada, y contra una vieja costumbre, constante y uniformemente observada, vale el razonamiento muy poco.

La misma experiencia suele ser desairada aún cuando se presenta a los ojos con resultados favorables: queda mucho que vencer para obligar a la generalidad de los hombres a que abandonen un método que conocen y de que siempre han usado. Hay muchas personas en mi Patria, de sobresalientes luces y muy capaces de todo. He oído a algunas declamar contra nuestros errores; pero a ninguna he visto que los haya abandonado. Quiero suponer, sin embargo, que algunos se prestan gustosos a exponer su subsistencia, abrazando nuevos métodos, pero estos agricultores osados no pueden obrar por sí solos, necesitan oficiales y subalternos hábiles que realicen sus deseos. Y ¿dónde los encontrarán? El interés de los que hay, los empeñará en ridiculizar, desacreditar e imposibilitar cualquier invención extraña o nueva; y aún cuando se llegue a hacer un ensayo, ¿cómo cundirá el ejemplo? Se sabe cual es el tirano imperio de la ignorancia.   —271→   ¡Cuántos interesados hay siempre en la perpetuidad! y ¡cuántos recursos buscarán para desacreditar las obras del vecino!».



Este tono señorial de Arango es el que corresponde a la representación que se le otorgara por la clase rica cubana. Una apreciación actual de su obra y de su personalidad puede cometer el frecuente error de enjuiciar de acuerdo con lo que preferimos y con lo que es ya una realidad de progreso. Pero ver en Arango nada más que al creador de la riqueza azucarera para los hacendados cubanos, y al acrecentador de la esclavitud en proporción que acabaría por alarmar al mismo Arango y a su clase social, es olvidar que la historia es una sucesión de posibilidades y de avances lentos hacia la transformación de la sociedad. Condenar a los hombres de ayer porque no actuaron como sus descendientes y sobre todo, como nuestros contemporáneos, es tan absurdo como reírse de Platón porque para viajar no utilizaba el avión. Arango y Parreño es un peldaño en la escala hacia la construcción de la nacionalidad. Lo primero para llegar un día a la emancipación completa es crear el sentimiento de nacionalidad, de cosa separada, de bien propio.

Después de José Agustín Caballero y de Arango y Parreño vendrán otras dos cumbres, también filosófica la una y económica la otra: vendrán Félix Varela y José Antonio Saco. No hay que forzar la imaginación para advertir que la prosa de Varela, como la de Saco, descienden directa y nítidamente de la de sus antecesores. Los dos van a ser, como escritores, infinitamente más fuertes, más hechos que Caballero y Arango.

Félix Varela es una figura tan conmovedora como la del propio José Martí. Los dos son los únicos a quienes de una manera espontánea y como obligado se siente uno inclinado a bautizar con el nombre enorme de santos. Martí nace el año en que Varela muere. Llevaba el sabio treinta años en el exilio, y cada día era más cubano. José de la Luz y Caballero dijo de él la frase lapidaria exacta: «Mientras se piense en Cuba, se pensará con respeto y veneración en el primero que nos enseñó a pensar». Varela venía de Caballero, pero iba a salir más hacia una nueva frontera que el propio Caballero, quien rompió en su tiempo las murallas que le correspondían. Se ve en estos hombres que la cultura es sucesión, etapa, territorio ganado paso a paso. Caballero muere en 1835, el año en que José de la Luz dispara el gran cañonazo -que a los jóvenes de hoy posiblemente parecerá inocuo- de irse más allá de donde había llegado Varela, y proclamar públicamente   —272→   que el estudio de la lógica no podía ir por delante del estudio de las ciencias de la naturaleza. Esto hoy parece trivial, porque no existe ya ni el planteamiento teórico de la cuestión. Pero en aquel momento, cuando el propio Libertador Simón Bolívar había retrocedido ante la traición y echaba hacia atrás la utilización de Bentham en las escuelas del mundo americano emancipado, plantarse así es un acto heroico de primerísima calificación. Varela había ido más allá que Caballero, y don José de la Luz iba a ir más allá que Varela: es la ley, es el cumplimiento racional de la concepción lógica de la historia y de la sociedad.

La prosa de Félix Varela responde exactamente a lo que Sanguily dijera de él cuando hablaba de «la seca energía de su estilo». Una seca energía. Era hombre muy tierno, sereno, apacible, profesor de violín, pero no tenía nada de amerengado ni de eso que llaman monjil. Varela es un carácter de bronce. Físicamente era débil, pero en el espíritu era inquebrantable, era una roca. Escribe como un gran romano, y si ya no gasta latines, posee del conocimiento profundo del latín la enseñanza de una sintaxis que en lengua castellana sólo puede adquirirse así de desnuda y de certera viniendo de la sintaxis latina en línea directa. Lo transcripto de Varela en el cuerpo de esta Enciclopedia, es el espíritu de su pensamiento político tal y como lo seleccionara en la obra del presbítero Enrique Gay Galbó, gran conocedor de las letras cubanas.

Ahí resplandece como en parte alguna la integridad moral de Varela. Su valor físico se demuestra en la impertubabilidad con que arrostró las iras del poder de su época al lanzarse a proponer para la nueva Constitución española que se incluyese en ella un artículo según el cual «los nuncios no serían italianos». Esto en apariencia no es nada, pero piénsese por un momento en lo que significaría hoy mismo, después del Concilio Vaticano II, proponerle esto al poder político romano, y se verá cuánto denuedo, y cuánta genialidad de auténtico cristiano había en el suave maestro cubano.

De Varela habría que pasar ahora mismo a don José de la Luz y Caballero, la sucesión culminante del proceso de independencia intelectual cubana, pero esto significa entrar ya enteramente en el siglo XIX y lo debido es recordar otras figuras nacidas antes que el maestro del colegio El Salvador o en los alrededores de su nacimiento, no obstante no alcanzar la significación primerísima de «Don Pepe».

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La primera de esas figuras es la de Tomás Romay. Médico eminente, es además uno de los fundadores del Papel Periódico de La Havana. Inaugura la bibliografía médica cubana con su Disertación sobre la fiebre maligna llamada vulgarmente vómito negro. En él se anticipa ese tipo de médico que no se limita a saber sólo de medicina, sino que es un erudito, un humanista y un políglota. Está, como Arango y Parreño, preocupado por la población blanca cubana. Ellos no podían llegar a la concepción martiana de las razas y de la ciudadanía como fuente de clases y de pigmentos. Tienen miedo al negro. Romay, Arango, Saco, Luz, Gaspar Betancourt Cisneros irán delante en lo de pendular entre el miedo al Gobierno de Madrid, demasiado exacto, y el «peligro negro». Esta pendulación va a explicar toda la historia de Cuba a partir de Tomás Romay. Paradójicamente es esa misma preocupación lo que los convierte en antecesores de la nacionalidad, porque no tendría sentido que aplicásemos al siglo XVIII cubano los criterios del siglo XX, conocida ya la participación del negro en la creación de la riqueza y en la conquista de la independencia y conocido el pensamiento de Martí. A partir de 1492 lo cubano se ha ido haciendo paso a paso, fusión a fusión, mestizaje a mestizaje, y sólo en Martí llega a una entidad moral e histórica que incluye, absorbe e integra lo racial, lo económico, lo cultural. Pero el trayecto hacia esa integración pasó por muchas etapas, y Romay es cabeza de una de ellas.

Nace a los dos años de la toma de La Habana, lo que quiere decir que iba a pertenecer a la generación que echaría siempre de menos la apertura tecnológica y económica que significó aquella presencia de los ingleses. Ya entrado el siglo XIX, Romay llega, significativamente, a secretario de la Comisión para el Aumento de la Población Blanca, secretario de la junta de Vacuna. En la Sociedad Económica, Romay es útil para todo y acepta los encargos más diversos: examina a los aspirantes a aprendices de imprenta, o plantea un problema en la fabricación de jabón, o recomienda una lista de libros franceses. En la Universidad fue catedrático de Vísperas de Medicina, luego de haber servido la de Texto de Aristóteles. Romay era hombre de bondad, y la ciencia no le vedó derramar ternura cuando se hizo necesario. Es él quien cierra los ojos del poeta Manuel de Zequeira y Arango, hombre fino de veras, y es él quien escribe una hermosa Despedida a su mejor amigo e inseparable compañero. Romay es un escritor pulcro, en quien la lógica domina a la elegancia literaria. He aquí una   —274→   muestra de su estilo que podemos llamar de lujo, y que difería bastante del rutinario redactar de memoriales y criterios para la Sociedad Económica. Está atribulado por la invasión francesa de España, y se angustia, como el propio Andrés Bello y como todos los hispanoamericanos de la época, por el sufrimiento de los españoles peninsulares. Dice Romay con énfasis muy cubano y con un cierto desmelenamiento tropical:

«Dos mil leguas distante de la escena más pérfida que han visto los siglos; dedicado a la conservación de la humanidad lánguida y afligida; siento, no obstante, agitarse mi espíritu por todos los afectos que inflaman a los fieles españoles, testigos de esa catástrofe horrorosa. La distancia no me permite marchar bajo los estandartes enarbolados por el patriotismo y lealtad, para redimir a un Rey arrancado alevosamente de su trono por el vasallo más favorecido, y por aquel íntimo amigo a quien tantas pruebas había dado de su confianza y sincera adhesión; para restaurar su corte usurpada por unos asesinos, que han cometido las mayores atrocidades en aquel mismo pueblo que los había recibido con la más afectuosa hospitalidad; que pretenden abolir sus leyes fundamentales, arrogarse la autoridad, y exponer la Nación a las desolaciones de una guerra intestina. Pero si no me es concedido verter toda mi sangre por causas tan justas, humedeceré al menos la pluma en la más ardiente de mi corazón, para declamar contra una felonía tan negra y detestable. ¡Cielos, por qué no me concedisteis la vehemencia de Tulio, la energía de Demóstenes? ¿Fue acaso Catalina más infiel a Roma que Godoy a la España o es Bonaparte menos abominable a ella que Filipo a la Grecia?».



Faltaban tres años para la llegada de un nuevo siglo, cuando nació José Antonio Saco. La palabra gigante, tan malgastada, es la que viene de inmediato a la escritura cuando se evoca a José Antonio Saco. Es un ensayista de aire internacional. Un carácter recio, un indoblegable como su maestro Varela -a quien sustituye en la cátedra de Derecho Constitucional- y un hombre de principios. Como escritor, que es la condición que por el momento queremos subrayar en cada uno de los convocados aquí al recuento, Saco no tiene igual, ni antes ni después. La característica de la lógica del razonar, de la sinderesis, que veo en todo cubano importante como el complemento y reverso equilibrador de la fantasía, alcanza en Saco plenitud, henchimiento, mayores que en Varela mismo y que en el propio gran razonador -pero más sereno- don José de la Luz. Como Varela,   —275→   Saco muere en el exilio, pero muere más cubano cada día, porque en estos hombres se ve clarísimamente que el exilio sólo destierra, quita patria, aleja de las raíces a los naturalmente descastados, a los que ni aun viviendo y muriendo en Cuba son cubanos verdaderos. El exilio recrece la condición nacional; es un espeso vidrio de aumento que permite observar mejor las cosas y el ser de la patria. Varela entre las nieves de Nueva York, Saco en Londres o en Barcelona, viven y mueren como sin haber salido de Jiguaní, de Batabanó o de Viñales. Ni la cultura enorme, ni la suma de años de lejanía, ni la creación de una nueva vida consiguen aguarles la cubanía a estos hombrones de maravilla. ¡Y el saber de Saco! Este hombre es una cultura en pie. No llegó a gobernar, pero es el estadista de cuerpo entero, y a su lado un hombre como Arango y Parreño se achica hasta lo infinito. La prosa del bayamés pertenece a la gran prosa intemporal de la lengua castellana. Siempre está presente la persona en cuanto escribe Saco. Esto no ocurre sino en excepcionales circunstancias en Varela, en Caballero, en los historiadores primitivos, en Romay. Y cuando la persona no está presente (la persona no es el yo, no es hablar de sí mismo a lo que me refiero) no hay prosa viva y perdurable. En los textos de Saco incluidos en la Enciclopedia hallará el lector fuertes páginas de este gladiador. Aquí nos reducimos a este párrafo suyo:

«Manuel del Socorro Rodríguez, natural de Bayamo, en la isla de Cuba, dotado por la naturaleza de un talento brillante y de un genio feliz para las ciencias, llegó a adelantar extraordinariamente en ellas, no menos que en la literatura, sin maestro alguno, y sin más libros que los muy raros que podía obtener de las pocas personas instruidas que entonces había en aquel pueblo. Tenía también que luchar con la pobreza, viéndose en la necesidad no sólo de mantenerse de su trabajo personal como artesano, sino de atender a la subsistencia de sus hermanas. Cuando desfallecido del trabajo, parece que debiera entregarse al sueño, encontraba en el estudio, el recreo y la reposición de sus fuerzas; y una constancia ejemplar le condujo a un grado de saber envidiable aún de los que con talentos nada vulgares se dedican exclusivamente a las letras. Deseando Rodríguez verse libre del trabajo mecánico para entregarse al intelectual, pidió a Carlos III le concediese una colocación literaria, previo el examen que S. M. tuviese a bien mandarle hacer en varias ciencias, ramos de literatura y bellas artes.

Los votos de Rodríguez no fueron inútiles: oyólos aquel monarca; y por una Real Orden, cuya fecha precisa ignoramos, autorizó al Capitán General de   —276→   aquella isla para que sometiese el examen a persona de su confianza. El nombramiento recayó en el Dr. D. Juan García Barreras, director perpetuo del Colegio de San Carlos de La Habana, quien por ejercicios de literatura, le dio el 15 de octubre de 1788, el elogio en prosa de Carlos III, y el de los Príncipes de Asturias en verso. Ambos fueron concluidos en el corto término de quince días, y dedicados a los colegiales de aquel seminario. Estos y otros ejercicios que desempeñó Rodríguez con asombro de todos los profesores de aquella ilustre corporación, le proporcionaron lo que tanto deseaba, pues se le nombró por otra Real orden, bibliotecario de la ciudad de Santa Fe de Bogotá. Allí encontró un vasto teatro donde desplegar sus talentos; allí fundó en 1791, y redactó el Periódico de Santa Fe; allí se granjeó la estimación de los literatos de aquella ciudad; y allí en fin, reuniendo a la juventud bajo sus auspicios, le abrió una carrera gloriosa en el campo de las ciencias. Tal es la breve historia del hombre cuyos trabajos deben encontrar buena acogida entre los amantes de la literatura y apreciadores del talento. Esta consideración nos induce a publicar los inéditos elogios de Carlos III y de los príncipes de Asturias, elogios que, si por haber escritos, cuando el autor carecía de modelos que imitar, y de aquella última lima que da el trato de los literatos, se recienten en algunos rasgos de estos defectos; todavía la sana crítica no podrá menos de celebrar el verdadero mérito de unas composiciones, tanto más admirables, cuanto son la obra de un pobre carpintero nacido y educado en las tinieblas que cubrían entonces el horizonte de Bayamo».



La plenitud de Saco no es una singularidad personal. El ser de la cultura es siempre colectivo, y las llamadas êlites son a la cultura nacional lo que la rosa al péndulo. La confluencia o concurrencia de grandes personalidades entre 1770 y 1870 da un verdadero Siglo de Oro o un siglo V antes de Cristo en Grecia: períodos formativos y definitivos para una personalidad nacional. Todos los campos de la producción intelectual, científica y artística van a ser tocados, y tocados a fondo, con autoridad y con garra. Un economista de la talla del conde de Pozos Dulces (1809-1877), un humanista y erudito de la jerarquía de Domingo del Monte o Delmonte, como él mismo escribía su nombre (1804-1853); un americanista, bibliógrafo, biógrafo, historiador, erudito eminente en todo como Antonio Bachiller y Morales (1812-1889); un literato completo como José Silverio Jorrín (1816-1897), un naturalista como Felipe Poey, un tratadista de filosofía del derecho y pensador político como José Calixto Bernal (1804-1886),   —277→   unos hombres llamados Tranquilino Sandalio de Noda (1808-1868), José María de la Torre (1815-1873), Álvaro Reinoso (1829-1888), Nicolás Azcárate (1828-1894), José Agustín Govantes (1796-1844), Nicolás de Escobedo (1795-1840) y numerosos más, dan un friso adecuado para destacar sobre él a los excelsos. Piénsese en José Calixto Bernal, quien ya en 1857 da la Teoría de la autoridad (en francés), uno de los de veras grandes libros escritos por un cubano: Bernal es filósofo, político, sociólogo (amén de socialista convencido, para quien «el socialismo es el Evangelio aplicado a la legislación»), patriota; o piénsese en la calidad de la obra de Enrique Piñeyro (1840-1911), formado con Luz en el colegio y figura en París y en Madrid cincuenta años después, para advertir la condición de plenitud de los tiempos que hay en ese momento de la vida cubana. Cuando se llega a la prosa de José de la Luz y Caballero, se ha llegado al término de una evolución y al inicio de un período nuevo en la cultura nacional. El lector hallará aquí los Aforismos. La claridad mental absoluta, la sinceridad para exponer ideas que en algunos casos estaban proscritas, el hallazgo de la palabra exacta, hacen del estilo de Luz una lección perenne de literatura cubana. El maestro ha llegado al eclecticismo en filosofía. No quedan rastros de sumisión a la teología obligatoria de la Corona; Aristóteles ya no cuenta para el hombre antillano que se siente llegado a la mayoría de edad. El eclecticismo es, por un lado, la ruptura definitiva con las coyundas oficiales al espíritu, y, por otro, es un mestizaje o mezcla de concepciones filosóficas de la vida y de la historia.

El gran colorido de la prosa de Martí es antillano, mestizo, mezclado. Pero no es fácil advertir esa condición íntima de la prosa cubana en textos de teatro, de política, de ensayismo, como los recogidos en las antologías. Donde resplandece de manera evidente la cubanidad o cubanía fortísima de la prosa es en la descripción de la sociedad humana, a través de sus costumbres, sus personajes y sus aventuras en el mundo. La prosa de Martí sería el compendio del pasado y la puerta del futuro literario de la Isla.



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ArribaAbajo Introducción a la poesía de Mariano Brull


I

Uno de los sucesos más infortunados de cuantos concurren en nuestros días al debilitamiento del concepto de la poesía como fuente de liberación humana y de conocimiento del universo a través de la creación artística, fue el que se produjo cuando aquella gran estulticia escondida bajo la polémica de «la poesía pura».

Desde entonces, desde los días del abate Bremond a los nuestros, no ha cesado la lluvia de denuestos y de inepcias sobre el tema. En el fondo, lo que se estaba dilucidando, sin que nadie se atreviese a confesarlo, era si el hombre de hoy debe resignarse a aceptar nuevas formas de esclavitud o si debe defender la libertad creadora sin limitaciones, la manifestación irrestrictamente libre del espíritu. Por el momento, el conflicto se personificó en el poeta, pero igualmente podría referirse la polémica a toda forma de arte y de pensamiento, porque de lo que se trataba era de imponer a los diversos intérpretes de la facultad exclusiva del hombre (la creación de aquello que no está en la Naturaleza) unas barreras, unos «deberes», unos códigos esclavizadores.

De la desdichada polémica salió deshonrada y deformada, hasta volverse irreconocible, la noción de poesía. De lo que quisieron hablar en realidad los iniciadores de la controversia era de la necesidad que había, en el tiempo que presenciaba en Filosofía la ascensión de la fenomenología y del análisis existencia, de investigar la naturaleza del hecho poético, de la poesía en sí. Una investigación de esa índole tiene que ser rigurosamente técnica para responder a   —279→   aquella definición dada por Edmundo de Husserl sobre la Fenomenología: «Es la ciencia eidética pura de los actos puros que tienen lugar en la conciencia pura». A esto se referían los primeros en utilizar la malhadada definición de poesía pura. ¿Y qué entendió el fariseísmo de la época? ¿Qué hicieron creer los agentes de las nuevas formas de esclavitud a la masa de los lectores de periódicos? Que unas gentes egoístas y crueles, unos «poetas deshumanizados», pretendían que la poesía era una cosa desvinculada de los seres humanos y de sus problemas económicos y políticos, una cosa tan exquisita, ultraterrenal y quintaesenciada que no tenía, ni quería tener, nada que ver con «los problemas reales del hombre». Para esa jerga, se sobrentiende por problemas del hombre estrictamente los políticos, económicos, sociales, etcétera, pero nunca los de carácter permanente, los ligados a la condición diferenciadora, cualificadora de lo humano como tal frente a lo meramente biológico. Por una monstruosa deformación del entendimiento bajo la presión politizadora, se había llegado a la paradoja de considerar deshumanizados o «artepuristas» los actos creadores, que son exactamente el único monopolio otorgado por la Naturaleza al ser humano. Cuando se hablaba en rigor de algo no menos natural que un árbol, como es el hecho en sí de la existencia de la poesía, el acto poético en su esencia, y quería cumplirse con el imperativo humano de investigar en qué consiste ese hecho, el confusionismo arrasador de cuanto intenta hoy una reflexión anuló la posibilidad de análisis mediante la cómoda reducción del empeño al ridículo y al absurdo.

Se necesitaba -y se necesita- colocar las reflexiones sobre el ser de la poesía en un plano mínimamente decoroso, a fin de que responda esa reflexión a la altura alcanzada por la filosofía contemporánea, que no es, por fortuna, una simple meditación sobre la insuficiencia de los salarios, la lucha de clases o la injusta distribución de la riqueza, sino una prodigiosa aventura del espíritu humano por territorios que jamás el hombre había osado hollar. Después de Dilthe y, de Husserl y de Heidegger, la utilización de la función pensante (aun cuando la data de este «después» puede arrancar de Sócrates y su descendencia, si se prefiere) no puede desconocer el nivel alcanzado por esos creadores ni empobrecerse adrede por la renuncia a manejar los instrumentos o herramientas de trabajo que ellos han legado a todo el género humano.

El confusionismo, esparcido maliciosamente casi siempre en derredor de la idea de poesía pura, obtuvo una gran victoria: la de hacer de ésta, en la mente   —280→   del hombre común, un sinónimo de egoísta indiferencia ante el dolor humano, de apoliticismo, de «torre de marfil», etc., es decir, de cuantas trampas verbales se han inventado contra la libertad por quienes aspiran a organizar las sociedades como rebaño mudo e inconsciente en manos de un partido.

Una metástasis de ese confusionismo apabulló también a una muy considerable porción de la obra de José Ortega y Gasset, la única gran posibilidad filosófica nacida en el fiemo de la decadencia latina después de Henri Bergson. Lo ocurrido con las reflexiones de Ortega sobre «La deshumanización del arte» ilumina perfectamente lo que venimos diciendo en derredor de la poesía pura. Acaso si él hubiese llamado a su libro «La des-sentimentalización del arte», los malentendidos, las vulgaridades y las perfidias habrían sido mínimas. Porque lo que se pretendía en Ortega, como en Bremond, no era plantear la utópica existencia de un ser humano -el pintor, el poeta, el músico- llegado a una etapa tal de evolución (o de presunción) que le permitía conducirse como un nohumano, como un escapado de la Humanidad, sino que se trataba en realidad de absolutamente todo lo contrario, es decir, de plantear la aparición en el reino de la actividad creadora de los artistas de una profundización, desnudamiento e intensificación de la condición humana, al extremo de permitirle a ésta manejar, más que la apariencia de las cosas, la esencia de las cosas.

Se aplicaba al fenómeno artístico en general y al poético en particular la hermenéutica derivada de unos hallazgos, unas comprobaciones, unos hechos desnudos y puros, que hasta entonces habían pasado inadvertidos, pese a ser, como eran, los hechos más demostrativos de la unicidad de la condición humana en el universo. Nadie ha visto a un árbol o una vaca construir un teorema o componer una sinfonía. Por lo que sabemos hasta ahora, sólo el hombre posee la facultad de crear, de añadir cosas a la Creación. (Subrayo precautoriamente lo que «sabemos hasta ahora» porque no descarto la posibilidad de que un día sea descubierta la producción como arte y la vida artística planificada, es decir, adredemente realizada por animales y plantas, y quizá, sí, también, por minerales. Desde un punto de vista metafísico, lo racional es que los hipopótamos y las golondrinas posean también su «Fausto» y sus «Meninas»).

Esa facultad creadora del hombre se desplaza en la historia dentro de unos cánones, unas medidas, unas posibilidades (y no me refiero a nada académico, por supuesto) que armonizan en cada siglo o «momento» de una cultura   —281→   con la maduración o desarrollo acumulado de los sentidos y de las dosis de razón que es dado digerir y utilizar a cada relevo generacional. El color, el sonido, la forma, el tacto y el perfume de las creaciones del hombre, sépalo éste o no, poseen una entidad independiente del hombre, una entidad genérica, inalterable y universal; una entidad en sí, objetiva, no sentimental ni sensorialmente subjetivable. El hecho de que durante mucho tiempo el artista se haya contentado pasivamente con los efectos de esos entes en su sensibilidad, no quiere decir nada ni contra el artista del pasado ni contra la tendencia o necesidad del contemporáneo profundo a penetrar lo más lúcida y objetivamente que le sea posible en el reino mismo, puro, de esa entidad. Antes, el poeta, el pintor, el músico, se sentían realizados y felices con el manejo y dominio de la vastísima materia prima que recibimos por el solo hecho de estar vivos y abiertos a la recepción pasiva de los elementos exteriores. Desde finales del siglo XIX -poco más o menos- comenzaron los poetas, los músicos, los pintores y, por supuesto, los filósofos, en la delantera de todos ellos, a sentirse descontentos, a encontrar insuficiente, y aun pobre, ese legado pasivo de materia prima, y comenzaron a ensayar terca y gozosamente la penetración en el reino original mismo de cada uno de los entes que hasta allí le habían dominado. Puede resumirse esta cuestión tan compleja diciendo que hasta ese momento al poeta, al músico, al pintor les bastaba, al sentirse «dominados por la inspiración», como se decía con expresión perfecta, con cerrar los ojos y dejarse llevar a galope tendido por la ciclónica fuerza del elemento más afín: con su sensibilidad, color, palabra o sonido. Crear era un saber hacer lo que no se sabía por qué se estaba haciendo, en el sentido de que saber, lo que se llama saber, es un acto de lucidez implacable sobre el valor y el rendimiento de una fórmula, y no la mecánica aplicación de una fórmula. Ahora, el artista quería dominar la autonomía de sus materiales y las reglas intrínsecas de la composición posible. La versión de esta actitud era una revolución de la postura y finalidad del arte, que catapultaba al artista hasta colocarle en posición de perieco respecto de su colega del siglo pasado y, naturalmente, respecto del público. Tenía que resultar por fuerza muy difícil de aceptar el cambio, porque en el mundo siempre ha habido demasía de lo que don Antonio Cánovas llamaba «la gente estacionaria». A la dificultad sempiterna para la admisión de «lo nuevo» se uniría en nuestra época el plus de dificultad, representado por la deformación tendenciosa de quienes diciéndose   —282→   revolucionarios en política son -y ellos saben muy bien por qué- profundamente reaccionarios en el arte. El miedo al hombre en libertad, el miedo a que por el camino de la imaginación se escape el prisionero, es propio de los tiranos y de los servidores de los tiranos. Hitler y Stalin coincidían en su fobia por la poesía, la pintura y la música actuales. El comisario soviético que llamaba a su despacho a Shostacovich y le ordenaba «hacer un poco más clara, más popular» una obra del músico, era un reaccionario tan eficiente como aquel comisario policíaco francés que decía a sus subalternos: «Mucho cuidado con ese grupito de poetas del café de Bac; sobre todo hay uno que seguramente es el más peligroso, porque no entiendo nada de lo que escribe; se llama Mallarmé».




II

El eco de la polémica de la poesía pura, en Hispanoamérica, multiplicó el error y extendió el malentendido hasta las zonas más ajenas a la preocupación por la poesía o por cualquiera otra forma de arte. Los poetas sentimentales, y nada más, que no se plantearon nunca problema alguno respecto de la poesía, por entender que la sinceridad de un sentimiento es más que suficiente para producir poesía, se sintieron reivindicados ante la condena del «arte nuevo». Los agitadores políticos se apoderaron inmediatamente de los términos «poesía pura» y «deshumanización» para sembrar ese terrorismo mental, que tan buenos frutos les ha dado. Un dedo acusador señalaba al «artepurista» como a un traidor a la Humanidad. A estas dos especies detestables, el sentimentalista a secas y el agitador de oficio, se unía a la enorme procesión de quienes condenan todo lo nuevo porque han renunciado a pensar, y se conforman con dos o tres consignas, cánones, rutinas, que, a semejanza del político totalitario que fija «deberes del poeta con la sociedad», acaban por prescribirle al artista cómo tiene que componer una sinfonía, pintar un cuadro, escribir un poema. Todo lo que se salga de la norma es locura. O se juzga al poeta libre y creador diciendo que es un irresponsable y un narcisista o se le condena pintándolo como un snob, que, por hacerse el genial y el raro, toma el pelo a la buena gente, y llama poema a eso que de ninguna manera puede ser otra cosa que una locura.

Piénsese en el shock que le producía a una persona acostumbrada a ver la luna con los ojos lánguidos del romanticismo cuando leía:

  —283→  

La coliflor de la luna
-Selene para la cita-
Una más dos veces una
Ni jazmín ni margarita.



¿Y qué era eso de llamar a la luna canto redondo, jugando con la ambivalencia de la palabra canto, que es canción y es piedra? ¿Es que la luna es una piedra redonda? No se comprendía, primero, que hay, en efecto, una imagen de la luna que se nos presenta pedregosa, hecha de gruesos rizos blancos, grumosa, exactamente como una coliflor colgada del cielo, y segundo, que un poeta necesita hallar sus definiciones, sus palabras creadoras, sus imágenes de aproximación y de interpretación de lo que ve y siente; porque, de no hacerlo así, se queda en nada, en repetidor de lugares comunes, sin aventura y sin razón de ser.




III

En Mariano Brull esa actitud del poeta actual ante la poesía vino organizándose interiormente, procesalmente. Partió de donde le era inevitable partir (había nacido en 1891, a los tres años de «Azul»): de un posmodernismo donde el sentimentalismo se asistía de un noble decoro estético, de una preocupación por la belleza del poema. En su primer libro, «La casa del silencio», de 1916 (año de la muerte de Rubén), se advierte, entre otros méritos, el tono sobrio, sosegado. Hay el recortar los vuelos de la oratoria, el renunciar al empleo del ¡ay! y del ¡oh! Ya es heroísmo, en esa época y en el trópico, frenar el énfasis, peinar el alarido. Es de recordar que la poesía cubana mostraba antecedentes de válido lirismo, como los de ciertos instantes cristalinos de José Martí, de Zenea y de Luisa Pérez de Zambrana, y antecedentes poderosos de creación, de oficio, de Julián del Casal, y que en ese momento de 1916 vivían poetas como René López, Augusto de Armas, José Manuel Poveda, Mercedes Matamoros, María Luisa Milanés, y echaban a andar Regino Boti, Agustín Acosta, Rafael Esténger, Andrés Núñez Olano... Todo un clima de estímulo constante, de noble emulación, de vigilia alerta a los aires del mundo, envolvía a los poetas de la isla. La condición de pararrayos y de antena que siempre ha tenido Cuba se evidenciaba en su poesía con un vigor asombroso. Lo que trajera la rosa de los vientos, la isla   —284→   lo aprehendía aceleradamente. Se explica, por lo tanto, que aun los novicios mostrasen personalidad y sabiduría de muy experimentados. Con «La casa del silencio» entra en escena Mariano Brull, y se le recibe en medio de los mejores. Tiene, entre sus características, una muy rara, casi insólita en la poesía de la región: no es abundoso, no es torrencial, sino más bien premioso, de producción lenta, como de cristalizarse gota a gota una resina. Su intimismo no es el yo mimado del sentimentalismo, sino la intimidad tratada a lo Juan Ramón y a lo González Martínez, sus tutelares del momento. Este pudor en el tratamiento del yo y la preocupación estética son las tónicas de los poetas que aparecen por entonces. Hasta allí, la facilidad, la vertiginosa producción de treinta o cuarenta sonetos por día, o de un canto a la patria en seiscientas estrofas, eran para muchos la prueba de ser poeta. Se creía en la eficacia del poema como cañonazo para derribar murallas. Gran sorpresa y hasta «enfriamiento» sobrevendría al leer lo que daban poetas como Mariano Brull. Después de «La casa del silencio» y antes de «Poemas en menguante», libro de su renacimiento o bautizo en la nueva poesía (libro que ha quedado entre los miliares de América), dio la norma de su palabra escribiendo una elegía. Tema peligroso el del llanto por un difunto. En la poesía cubana van escalonándose las elegías, y vemos cómo el diapasón va atenuándose. De la elegía de la Avellaneda por Heredia, pasa a la de Luisa Pérez de Zambrana por sus hijos; de ahí a la de José Manuel Poveda por Julián del Casal, y de ésta a la de Mariano Brull por Francisco José Castellanos. Si se confrontan esos textos se tiene delante un dibujo de la sensibilidad cubana, un «gradus ad parnasum», al paraíso de la contención y la sobriedad. Ante un muerto querido, nada de grandes trenos ni de solemnidades:



Tuvo su vida azorada,
como un pájaro en un pino:
alta el ala y alto el trino
y alta en lo azul, la mirada.

Y tuvo mar, tuvo bruma
como trémula aureola;
y su corazón fue espuma
cabalgando en una ola.
—285→

Miró a donde nadie alcanza,
fincó la planta en el suelo,
y fatigó la esperanza
con la altura de su vuelo.



Esta diafanidad remataba con el Epitafio:



Se apagó en el regado de la tierra
su dolor turbio y su alegría clara:
goce auroral que trepidante encierra
de un mar lunar la melodía rara.

Quedó sin luz la antorcha sobre el ara:
La apagó el viento.
-La canción aún yerra
como una llama de alegría clara
que turba el soplo agrio de la tierra.



Un poeta de tal carga interior estaba, por origen preparado para entroncar con la poética de Paul Valéry, quien por los años treinta fascinaba a los jóvenes como una de esas fuentes magistrales que cada generación ve brotar ante ella como un dios revelado. El magisterio de Valéry casaba perfectamente con la vocación de Brull por ceñirse a la palabra precisa. En la trayectoria hacia la desnudez del vocablo, toca primero el poeta en el gozo de la palabra en libertad, la palabra sin conexión ni contexto, y encuentra que da poesía, poesía autónoma. Tiene, naturalmente, su lógica en sí misma, no referida a ningún antecedente conceptual, porque ni es un concepto, ni proviene de una consecuencia. No obedece a un encadenamiento lógico, pero tiene su lógica, su logos, en el sonido creador. Es el poema en abstracto (no el poema abstracto): comienza en sí y termina en sí:


El perejil periligero
salta -sin moverse- bajo su sombrero,
por la sombra verde, verdeverderil:
—286→
doble perejil,
va de pe en pe,
va de re en re
-y para y repasa
y posa y reposa-,
va de verde voy
hasta verde soy,
va -de yo me sé-
que verde seré:
va de perejil
hasta verdejil...



De la palabra en libertad se llega, por la clave de poesía que contiene la palabra poética en sí, al poema que ya no es un gozo autónomo de la palabra, sino una construcción deliberada de las sensaciones, de los recuerdos, de los paisajes, de cuanto se quiera, a través del poema estructurado adrede, dominado por el poeta. Esta es la etapa de la obra de Brull que se abre con «Poemas en menguante», se perfecciona en «Canto redondo» y enraíza en toda la poesía siguiente, que él va a producir (arquitecturar) con su sentido de la medida, del ritmo, de la interiorización de la palabra en busca del poema.

Se le menciona demasiado en las antologías y en los ensayos sobre poesía en relación con la jitánjafora. Eso estuvo muy bien, y está muy bien, pero es un episodio en la trayectoria de Mariano Brull hacia la expresión poética más hecha, perfeccionada. Lo que el buen lector llama «juego de palabras», esas palabras en juego, preludian un ejercicio de organización que parte de lo meramente sonoro (a la manera de Ravel), pero a la postre construye un poema donde se albergan los sentimientos, las experiencias, los sueños y el hambre de conocimiento. Como ocurre en Valéry, se sale de la estética y se asciende a una metafísica de las cosas y de las emociones, que es lo que en definitiva da sustancia y perdurabilidad a la poesía. En Mariano Brull seguimos milímetro a milímetro el recorrido en círculo, la serpiente que se muerde la cola. Sentimiento-palabra-sentimiento. Sólo que esta segunda instancia del sentir es ya lúcida en grado sumo, tangente con la perfecta contemplación del edificio construido a fuerza de claridad, netitud, desadorno, desnudez:

  —287→  

Alcanzarás tu cima, mientras prenda
la amapola fugaz de los rubores,
y haya un cirio de púrpura que encienda
la madrugada de los ruiseñores.



Como toda moneda legítima, tiene la poesía de Brull un anverso y un reverso. Llamemos anverso a la poesía más culta, más trabajada, lindante con el hermetismo de los grandes momentos de Valéry. De ella tenemos un bello ejemplo en el poema «A toi-même», escrito por Brull en francés:


Toi qui plonges dans l'éternel
Et reviens les mains vides,
Plein d'un oubli qui ne pèse
Que sur les cils chargés de songes;
Toi qui de rien combles ta vie
Pour être plus léger à l'ange
Qui suit tes pas, le yeux fermés,
Et no voit point que par tes yeux;
As-tu trouvé les corps d'Icare
A l'ombre de tes ailes perdues?
Qu'est-ce qui t'a rendu muet
Parmi les sables du néant,
Toi qui plonges dans l'éternel
Et reviens les mains vides?



Y como cifra del reverso está la «otra» -recordemos el caso de Góngora-, la que se vuelca con la gracia del romancero español, muy suelta de verba y clara de palabras y conceptos, como en el poema dedicado a Granada, o más diáfanamente todavía en el poema de «Canto redondo», que comienza diciendo:


Si no me engaña este olor,
si no mienten los colores,
los campos están en flor
¡vamos a buscar amores!



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El arte de este hombre tiende a actuar por reducción a la esencia. Esto le impidió entregarse a lo que llamamos «el gran poema» -el poema grande-, pues su meta era antes lo poético como fenómeno que lo poético como realización de un mundo cerrado y completo. No hallamos en él el poema a lo «Altazor», pero es significativo su gusto por la traducción de los grandes poemas de Paul Valéry. En «La joven Parca» está Brull en su momento de perfección tanto como en sus breves poemas propios. Me atrevo a pensar que él estaba acercándose, en su obra, a la etapa definitiva de su desarrollo, la que le llevaría a escribir el poema-orbe, el gran templo, y no la pequeña ermita primitiva, cuando la muerte vino a buscarle.

Ser sorprendido por la indeseable cuando aún se está en camino es particularmente doloroso para los artistas que por imperio del calendario nacieron en tiempos de transición radical, de cambio violento. La muerte gana al tiempo la batalla. Mariano Brull tiene muy firme su puesto de hombre-eslabón, de guión intermedio de generaciones. Por la fecha de su nacimiento, por la calidad de su formación literaria y por su despierta atención hacia la transformación radical que experimentaría la poesía occidental a partir de la obra de Apollinaire, Mariano Brull se sitúa con absoluta naturalidad en el punto de transición, en la dificultosa e ingrata postura de cabalgar entre generaciones. Viene, lo hemos visto, de un momento importantísimo, pero condenado a vida efímera en la poesía netamente hispanoamericana. Cuando está en camino, con muy buen paso y firme pie, ocurre que suena en el cielo de la lírica mundial una orden de relevo, de cambio total, y comienza de pronto a «no llevarse», a no estar bien visto lo que hasta hacía muy poco valía, sobre todo en Hispanoamérica, como santo y seña de lo poético superior. A los poetas -como a los pintores, músicos, escultores, pensadores- a quienes sorprende esta urgente e imperiosa consigna de cambiar, de dirigirse hacia otros derroteros, tuvo que resultarles muy difícil la asimilación de «lo nuevo». Por fortuna, en el caso concreto de Mariano Brull el gran cambio de sensibilidad y de concepción de lo poético le halló en edad magnífica, y en una disposición de ánimo que no le resultaría doloroso decir adiós al rubendarismo. Ya hacia 1930 -año de su gran traducción de «El Cementerio Marino»- se ha situado de tan firme manera en la que iba a ser su expresión definitiva, que los frutos presentados por él en la gran vitrina y almoneda de las letras le valieron una posición tal   —289→   entre los hispanoamericanos que se convirtió continentalmente en uno de los nombres clave de la nueva sensibilidad.

Observemos un hecho que me parece revelador, y que basta para explicar a los nuevos lectores, a los jóvenes hoy lectores de Mariano Brull, hasta dónde brilló en el cielo literario de América la estrella sobria y medida de este poeta. El hecho es éste: Porfirio Barba Jacob fue, como de sobra sabemos pero olvidamos, uno de los auténticos grandes poetas americanos de América. (Hubo y hay muy pocos poetas nacidos allí que puedan ser considerados literariamente americanos). Gustaba Porfirio de explicar su obra y su vida en unos prólogos que han quedado como páginas maestras para el conocimiento, tanto de la obra del autor como de la literatura hispanoamericana de su tiempo. En uno de esos prólogos, en el titulado «Claves», puesto delante del volumen «Canciones y Elegías», editado en México como homenaje al libérrimo colombiano, podemos leer:


«Me tocó palpitar al unísono,
en el marco breve de las generaciones,
con Lenin, con Einstein, con Spengler, con Marañón,
con Ouspenski, con Picasso, con Diego Rivera,
con Stravinski, con Paul Valéry, con Mariano Brull,
con José Ortega y Gasset, con Rafael Maya,
con Federico García Lorca, con Jules Supervielle...».



En ese mismo prólogo esencial de Porfirio, un poco más arriba de esta declaración, cita unos versos de Brull, sin decir de quién son, como sobrentendiendo que no hacía falta. Habla Porfirio de que había seguido el consejo de Pedro Henríquez Ureña sobre la eficacia imprescriptible de la musicalidad, y afirma:


«Desde entonces amo la poesía
Pensada en sol, vista al deshielo,
tupida de nacencia clara...».



Esta apreciación de Barba Jacob es el testimonio de la generación posdariana inmediata a la de Brull, muy importante, pero en definitiva perteneciente   —290→   a la orilla extrema del siglo XIX, como el propio Darío. Quien da el testimonio de los nacidos -no biológica, sino espiritualmente se entiende- en el siglo XX es Alfonso Reyes. En el mismo año de la muerte del poeta, en 1956, escribía el caballero azteca-heleno esta etopeya:




A Mariano Brull


Mariano, así nació la poesía:
humo de sangre que la vida exhala
y luego se depura todavía
y asume voz al remontar el ala.

Sus raudos hijos la palabra cría:
risas y llantos en el trino iguala:
siendo victoria, vive de agonía,
y se agota de austera siendo gala.

Dureza blanda, eternidad ansiosa,
tesoro esquivo pero nunca vano,
fugitivo cristal, perenne rosa...

Tú lo sabes de sobra; tú, Mariano,
que sueles suspender la mariposa
con el encantamiento de tu mano.