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ArribaAbajoLentus in Umbra19

Escribo para abrir la salutación a Florit. Las primeras palabras que brotan por sí mismas al escuchar su nombre: serenidad, esquife en lenta marcha, nube, silencio, discreción, pasos en la sombra, laúd, sueño de paz, quieto por fuera, inquietud fija por dentro, elegancia al sufrir, abierto el corazón para que entre el mundo, alma en viaje para llegar al cielo. Y la palabra suprema: San Sebastián redivivo.

No puedo pensar en Eugenio Florit sin invocar a Rilke y dejar su nombre destellando en la puerta. Todo poeta tiene su aeda tutelar; Rilke es el de la vida y la obra de Eugenio Florit. Por oráculo tomó el susurrante ruego de Virgilio: ve lento en la sombra, ve lento en la luz, llora lento, lento ríe.

Hombre del trópico ¿lento? Sí, porque no hay tal ley de «hombre del trópico» y «hombre de la nieve»; hay hombre y basta, hay poeta sin más. Florit, lo dijo algún tonto, «no suena a cubano». Porque no ven la bandurria y la maraquita, ni oyen debajo la bongosada, no pueden identificar a un poeta como éste. Escribe un poema de la estatura y diamantidad de «Martirio de San Sebastián», y se dicen: ¿de dónde ha salido éste, dónde escribió un poema así?, ¿Venecia, Elsinor, Perugia, Toledo? Porque se sigue sin reconocer lo universalizador de la poesía, que todo lo mundializa, lo desarrincona, lo convierte en mundo, como es del mundo el aire, y es la música.

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La poesía en -no de, en- Florit es tan intensamente personal, que se hace verdadera puerta de participación, llave entregada en el poema para que puedan visitarlo y habitarlo, si así lo quieren, los lectores, el lector. Poesía que se comunica desde el primer instante. Poesía comunicante. Nace de la generosidad, de los sentimientos de convivencia con el mundo y con todo lo humano que pueblan el alma de este hombre. Él nunca ha querido ser, no podía querer ser, eso que con triste frecuencia se da en «el hombre de letras», en el peligroso «literato», que es la maldad, la crueldad mental, el cainismo activo contra los de su propia especie.

Nadie le contó jamás una intriga, una componenda para resaltarse él y achicar a un semejante. En su diccionario no existe la palabra desprecio. Con méritos propios y con posición académica que le permitirían obstaculizar a éste para favorecer a aquél, jamás cerró su puerta a nadie. Puede exhibir el orgullo de ser amigo de todos, poetas nuevos o viejos, buenos o menos buenos, mediocres o relucientes. Porque Eugenio Florit no es un profesional de la poesía: es un poeta.

Alguien puede presentar la pertinente pregunta que tácitamente incluye lo que vengo describiendo de este hombre: ¿pero además de esas virtudes, de origen ético, es valiosa su poesía? Porque se da mucho el caso del buena persona, que como poeta es un desastre, y cosecha con la simpatía personal o con la bondad, lo que no sembró con la poesía.

Este no es ni remotamente el caso de Eugenio Florit. Yo, que pertenezco al club de los malvados, más de una vez me he preguntado: ¿cómo se puede ser tan buena persona y escribir poemas tan buenos? Pues sabemos de innumerables casos en que detrás, dentro, o debajo de un espléndido poema, hay un luzbelito, un maldororcito, una rata pestilente. Y no hay misterio ni contradicción, porque la poesía en sí es una entidad ajena al bien o al mal, como es ajena a la cuna, a la raza, a la casta. Por eso la biografía de un poeta es la obra de ese poeta, y punto.

La calidad poética de la obra de Eugenio Florit está fuera de cuestión y de discusión. Como Mariano Brull, figura únicamente por el derecho que le dan sus versos, en el más exigente repertorio de la poesía del siglo en lengua española.

Me gustaría dedicar unas líneas al tema de los coloquialismos en la poesía de Eugenio Florit, porque se le conserva una leyenda de refinado, exquisito,   —293→   elegante, aséptico, que me parece nacida del poco conocimiento. O de esa mala uva que se enmascara con un falso elogio. Pero hoy no es este mi interés. El poeta ha sabido decir además, desde casi sesenta años atrás, cosas como estas para hablar de la muerte: «Después de todo, es mejor que nos vayamos madurando / cada día en que se aparta una semilla de nosotros». O mejor esto otro:


«Claro que hay un momento único en que nos vamos;
pero está tan diluido en el perfume de las tazas de cocimiento,
que es como si nos durmiéramos hasta mañana
esperando soñar con una mujer que vimos por la calle».



Cierro esta mezcla de evocación y de invocación ofreciendo a los siempre hambrientos cazadores de «temas para una tesina», estas dos sugerencias, a cual más horrible: «Las mariposas en la obra de E. F.» y «Resta y delimitación de la influencia de J. R. J. en la obra poética de Eugenio Florit».



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ArribaAbajo Tendencias de nuestra literatura (1943)20

El año 1943 resultó, en lo cuantitativo, año de muy contada producción literaria. En cambio, puede anotársele el haber ofrecido, a través de su pequeño caudal, un sólido aporte al panorama cultural de nuestro país. Y esto, porque las obras producidas en él se encuentran todas, más o menos confesadamente, bajo el mismo signo: la preocupación por nuestra historia, por nuestra cultura, por nuestro espíritu.

Esta tendencia a profundizar en el alma nuestra, a fijar los rasgos característicos y mejores de nuestra expresión, se acentúa por años en nuestra literatura. Su presencia se subraya por dos hechos capitales: la revisión e investigación apasionadas del siglo XIX, y el progresivo abandono de preocupaciones literarias que resultan ajenas o contrarias a las necesidades de la expresión espiritual cubana.

El siglo XIX se nos descubre cada vez más como una inagotable fuente de actitudes, de programas, de realizaciones, que llegan casi a integrarse en sólida concepción del mundo. Ya se comienza a sentir que en ese siglo XIX daba sus primeros frutos culturales la obra cultural de España. Estos frutos traían, después de su vigorosa raíz, un sello de gracia, de luminosidad, de arranque emotivo ante el mundo, que representaba la presencia mejor de lo cubano. Los siglos, pocos aún, iniciaban esa cesión de sentido, ese fundir de una cultura, que solo se hace perdurable cuando la inter-relación histórica, vital, llega a un nivel determinado.

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El siglo XIX muestra todas las características de haber sido el pórtico de ese nivel para nosotros. Hacia su media, Cuba llegó a un grado de intensidad espiritual como no lo había conocido hasta entonces ni ha vuelto a conocer después. Era que en esos tiempos, precisamente, cuajaban los primeros frutos de una expresión donde lo característico arrojaba sus más altas primicias. Era nuestro mundo clásico propio que se abría a la luz. Ese mundo, el andar del espíritu, cedió el paso al trabajo corpóreo, material, de la historia. Quedó interrumpida aquella interrelación que, en el terreno cultural, resultaba indispensable.

Los años que siguieron a la guerra de independencia no resultaban apropiados para comprender la significación histórica y cultural de la parte del siglo XIX que los precediera. Por lógica de las emociones, todo aquello era simplemente el pasado que pertenecía a la Metrópoli y no a nosotros. Como hubo un apartamiento político de España, también lo hubo espiritual. Parecía que la entrada en instituciones, la mayoría de edad que se acababa de conquistar para la organización política del país, representaba también una entrada en mayoría de edad espiritual. Creíase, emocionalmente al menos, que la ruptura de un nexo político implicaba la automática autoctonía de una cultura. El tiempo se encargaría de demostrar que el espíritu no sabe de instituciones, y que su ambiente propio es la continuidad, la atención y cuidado de las raíces, el enriquecimiento de sus direcciones y caracteres. Se llegaría a comprender que una cosa era la independencia política y otra la existencia cultural. Cuando se volviesen los ojos a esta, ya sin rencor, sin prejuicios, con mirada inteligente en suma, se vería que no hay vida posible sin antecedentes, que el hoy es hijo irrenunciable del ayer, que por lo que fuimos sabremos lúcidamente lo que somos, y, mejor aún, lo que seremos.

Esa mirada hacia atrás comenzó a producirse espontáneamente, por el magistral moverse del tiempo. Fuimos llevados a ella por una necesidad tanto de orden material como espiritual. Comprobábamos a cada paso que nos faltaba algo, un escalón en que apoyarnos para ascender, una razón de permanencia. Si para el ser cívico teníamos sobrado con la lección de los creadores de la patria, el ser cultural, el más auténtico ser del hombre, requería más profundos cimientos, más hondas raíces. Entonces se mostraba a lo lejos, allá por el más perdido horizonte, un cuerpo majestuoso: era la sustancia íntima, el resplandor del siglo XIX. Era la conciencia cultural, la empresa consciente ante el mundo.

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Y aunque siempre hubo en Cuba tendencia a estudiar las grandes figuras del pasado, los movimientos culturales en que estas se movieron, y la riqueza aportada por sus obras al tesoro espiritual de la patria, nunca se notó, como a partir de 1927, que esa investigación y preocupación del pasado constituían para nosotros algo más que «culto a las glorias nacionales». Hay a partir de esa fecha una tendencia cultural -cultural en el sentido de vida profunda del espíritu que se expresa bajo forma de acción- cuyos caracteres pueden resumirse en esta fórmula: voluntad cultural.

Es voluntad cultural genuina, o sea, necesidad de expresar en acción una apetencia profunda, lo que sirvió de punto de partida al movimiento de la Revista de «Avance». Este movimiento centró actitudes que detrás de su apariencia de «última hora» respondían a un sólido sentimiento cultural, a una Tradición. Era esta la viva tradición de angustiarse ante la forma, de sentirse obligado a preguntar, a definir, a iluminar. Pero si las fases ya vividas de esa «Tradición» fueron hasta entonces muy luminosas, ordenadas, «clásicas», esto no era posible ya. A otra realidad histórica, otra clave para los mismos problemas. La Revista de Avance se hace en una dirección que a los ojos públicos luce como apartada, minoritaria, oscura. Ya resultaba imprescindible por excesivo desequilibrio con la realidad pública, el salvaguardar la apetencia espiritual y su expresión bajo una coraza tan sólida como fuese posible. La nación había consistido en una dilución de sus jugos, en un escaparse sus aromas mejores. Se imponía concentrarla en espíritu, en forma, en expresión. Armónicamente con esta tendencia, todo lo que se produjera entonces en un reino de jerarquía mínimamente comparable a la más elevada, llevaba el signo de lo minoritario, refinado, apartado, oscuro. Era en cierto sentido un fenómeno parejo al que se producía en el resto del mundo, aunque allá por otras razones. Poseía, pintura, crítica, pensamiento, música, aparecían con el vestuario que los tiempos imponían. Para Cuba había llegado el momento de coincidir con lo universal, gracias al viaje intenso y extenso que era preciso hacer para tocarse en los ámbitos más puros de su existencia. Alguna vez ha de estudiarse con detenimiento esta situación paradójica: un país cuya historia cultural había padecido gravísimas crisis y altibajos, se hallaba de pronto preparado para asimilarse al más depurado y significativo existir del espíritu universal. El fenómeno no es explica sólo con ejemplos personales, con condiciones individuales. No está en la inteligencia o   —297→   en el buen gusto de este o de aquel, sino que trae consigo un problema de ambiente cultural, una voluntad de cultura.

La poesía, la pintura, la música, se vuelven muy nuestras al tiempo que muy universales. Predomina -esto es capital para el estudioso- la tendencia a la información, al conocimiento, la inquietud universal. Todo llevaba, o así lo parecía al menos, el sello de la alta cultura extranjera. Resultaba entonces difícil el descubrimiento que hoy comienza a perfilarse como verdad de primer plano. Aquella inquietud por lo de fuera, aquel afán de conocer, de comprender, de asimilar, constituían una reaparición sólida de nuestra mejor tradición. Este fue el camino seguido siempre por la cultura, por la voluntad de cultura en nosotros. ¿Hasta dónde era posible que llegara? Poniendo en el problema un grano de misterio, de símbolo metafísico, puede decirse que aquella actitud no bastaba para vencer el profundo desequilibrio y diferencia que guardaba con la historia pública y cotidiana del país. Ese movimiento no lograba insertarse «sanguíneamente» en la vida de todos los días, aunque sus raíces venían de muy lejos. No podía pasar de cierto límite, límite histórico, límite público. Comenzó a languidecer, a transformarse en servicio histórico inmediato. Quedaba escrita una página extraordinaria. Se había aventado otra gran señal. La tarea suprema de la cultura, que es crear continuidad, tradición, congruencia en lo esencial de un pueblo, había sido cumplida.

Se entró en un período de sombras. La vida se hizo, o nos pareció que se hacía, eminentemente histórica, política, en el sentido más directo del vocablo. La patria necesitaba letras, pero también, y antes quizás, necesitaba pan. Asistimos a un período (1931-1940) que confiaba su mejor existencia a la política, al diario afán, a la obra sobre el cuerpo inmediato de la realidad.

Ante esto, precisa reconocerlo, el espíritu no encuentra facilidad de interpretación en la poesía, en el pensamiento, en las artes. Si el 1927 imponía un penoso trabajo de afinamiento y decantación, el 1940 se mostraba aún más dominado, más inundado por trágicas deficiencias. Resultaría más compleja la búsqueda de una expresión. Había que descender a través de capas más espesas para llegar al corazón atormentado de la patria. Lo oscuro, lo trabajado rigurosamente, lo alusivo, lo simbólico, vendrían a resultar lo más lúcido. Pues difícil y remota se había hecho la existencia, difícil y remota sería la expresión de esta existencia bajo especie de forma.

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Esa faena que el arte realiza mecánicamente, resolver problemas, aclarar secretos, develar derroteros tropezaba entre nosotros con material casi irreductible. Explícase así la dificultad creciente del arte que comenzó a reflorecer hacia 1937. Es la dificultad lo que lidia a un tiempo con infinitos problemas. Hay que expresar algo muy lejano, muy difícil todavía; algo conflictivo, contradictorio, casi inasible. Por fuerza, ha de aumentar la apariencia de desvío, la sugestión de que se elabora un artificio, a contrapelo de la realidad.

Y no. Paralelamente a la intensificación de la crisis histórica, intensifícase la sensibilidad. No es posible utilizar las fórmulas del mundo clásico, puesto que toda definición, clasificación, ordenación, resultarían inevitablemente superficiales. Procede entonces un orden que si clásico, sepa adherirse los instrumentos de la magia, del romanticismo radical, de la reinvestigación original del mundo.

A esta investigación originaria, clave y punto de partida inevitable para la entrada en congruente vida cultural, se ha llegado, se está llegando, por dos caminos opuestos: uno, la investigación fervorosa, amorosamente revisadora del siglo XIX, y otro, la obra de creación que se asoma y alimenta en fuentes de metafísica, de religiosidad, de búsqueda penetrante en las zonas más ocultas de la vida espiritual. Poesía, pintura, música, principalmente, aparecen como obra casi hermética, casi críptica, pues tanto es lo que precisan recorrer e iluminar en lo oscuro.

El año 1943, como veremos inmediatamente, entregó a la cultura nacional pocas obras, señales más bien. Pero una mirada tan solo nos basta para reconocer en ese puñado de obras los caracteres de afirmación y creación de lo nacional histórico que nos permite augurar un inmediato porvenir de plenitud cuantitativa y cualitativa en la vida literaria cubana.


La poesía

El 1943 poético se concentró en un pequeño número de esas revistas que universalmente viven tiempo muy contado. Pequeñas revistas, apretadas, cumpliendo heroicamente su papel de dar señales de vida, apareciendo en fechas improbables, como cuerpos que flotan sobre la mar, islotes perdidos. En 1943 aparecieron «Nadie Parecía», dirigida por el Pbro. Ángel Gaztelu y José Lezama Lima; «Poeta», dirigida por Virgilio Pinera; «Clavileño», dirigida por un grupo   —299→   de poetas que incluía a Cintio Vitier, Eliseo Diego, Justo Rodríguez Santos, y Luis Ortega Sierra; y «Fray Junípero», al cuidado literario de Emilio Ballagas. De estas revistas, algunas han desaparecido. Pero durante buena parte del 1943 dieron prueba de sus tendencias y esfuerzos. Observábase en todas, por encima de sus diferencias específicas, un cierto aire familiar, una cierta luz de la misma angustia y esperanza. Todas, más o menos intensamente, mostraban una ardiente voluntad de hallar expresión espiritual, respuesta para un conflicto. Dentro de una pareja órbita, errando cada una por su sendero, como estrellas enemigas condenadas a convivencia e idéntico destino, iban desde lo más estrictamente religioso hasta lo meramente literario polémico. Por sus contadas páginas desfilaban traducciones de los autores más opuestos, evocaciones de clásicos junto a las siempre trepidantes obras de los poetas más jóvenes del país, asentimientos y disentimientos, tanteos, aciertos, entrada y salida de la sombra. Eran la inquietud, la reducida expresión de rebeldía, la constatación de que aún el sol no se ha puesto.

Difíciles, de apariencia remota, como ya señalamos que era, por destino, esta etapa cultural que vivimos. No es posible ocultar que en buena medida, estas revistas de poesía concentraban esa porción de desconcierto que tan necesaria resulta. Necesaria para salvaguardar la integridad de la obra como para mantener despiertos, de un golpe en el hombro, a los filisteos dormidos.

Por encontrarse dispersada en esas contadas páginas, como hemos dicho, la producción poética cubana de 1943, vamos a recorrerlas con el máximo tono de objetividad que nos sea posible encontrar. La primera en el tiempo, «Clavileño», fundada por poetas que pertenecieron a otra revista de poesía, pequeña también, pero llena de un sentido aún más angustioso que el de las presentes: «Espuela de Plata». «Clavileño», que mostraba menor tensión cultural que está, tendía, en cambio, a detener más la mirada en el pasado poético cubano. Al par que se aproximaba a los autores de la poesía contemporánea universal -T. S. Eliot, Paul Eluard, Charles Pégny, etc.- recobraba para la atención de hoy poemas como «Del Campo», de Julia Pérez Montes de Oca, joya olvidada de nuestra mejor poesía. Amén de originales de sus editores, publicó traducciones de numerosos poetas como Hilda Doolittle, T. S. Eliot, Santayana, Eluard, Chesterton, Peguy, Mallarmé, Paul Claudel, evocaciones de clásicos castellanos como Cervantes, San Juan de la Cruz, Pérez de Moya, así como colaboraciones   —300→   de Mariano Brull, Eugenio Florit, Emilio Ballagas, Ángel Gaztelu, Manuel Altolaguirre, Concha Méndez, Virgilio Piñera, José Barbeito, Octavio Smith, Alberto Baeza Flores y otros. Esta revista dejó de aparecer a fines de 1943, después de publicar unos nueve números. En sus páginas encontrará el estudioso de la poesía cubana de hoy poemas que como «La Destrucción del Danzante», de Virgilio Piñera, cuentan entre lo más puro y acabado que ofrece la joven generación poética a la historia lírica del país.

En el orden de publicación, «Clavileño» fue seguida por «Nadie Parecía», revista que aún se publica, y que se halla bajo la dirección de Ángel Gaztelu y José Lezama Lima. «Nadie Parecía», conserva, mejora y afina, la tendencia de rigorismo cultural, de inalterable servicio a muy puros ideales religiosos y de creación que aparecieron con tales caracteres, acaso por primera vez en la historia literaria cubana, en la revista «Verbum», fundada por José Lezama Lima en la Universidad de La Habana, y fueron continuados en «Espuela de Plata», dirigida por el propio poeta. «Nadie Parecía» lleva como lema el siguiente: «Cuaderno de lo Bello con Dios». Esto da una cierta medida de su carácter esencialmente religioso, religioso por esencia, que ofrece una de las características mejores de la poesía cubana y universal contemporáneas. En su primer número ofrecía estos versos de San Juan de la Cruz, que dan el santo y seña de su título e intención: «Que nadie lo miraba, -Aminadab tampoco parecía, -Y el cerco sosegaba, -Y la caballería -A vista de las aguas descendía».

Por su estilo, por la concentración nunca negada de sus temas y realizaciones, esta pequeña revista, simbolizando y culminando a todas sus semejantes puede ser estudiada como el punto mejor en que se cruzan y florecen las tendencias de creación, de elevación de expresión, que señalábamos al comienzo como forzosas de interpretación difícil, ardua, recóndita. Hay que recordar, cuando se toma en las manos un ejemplar de esta fervorosa revista, que en ella se trata de mantener firme la apartada presencia del espíritu en nosotros, que en ella se trata de dar fe de algo que es conflictivo por esencia, de algo que históricamente se nos rehuye y evade. Esto conduce, mecánicamente, a la labor de zapa, al trabajo en lo oscuro. No se sale de aquí sino forzado a la alusión, a la referencia, al tratamiento simbólico, esquemático, cuasi espectral de la realidad. Acostumbran los directores a mostrar en la primera página de cada número, algo que puede equivaler a la práctica de su programa estético. Es siempre una página de prosa apretada, alusiva,   —301→   ambiciosa de crear panoramas, concepciones del mundo y los objetos. Son páginas difíciles, pero llenas de un sentido seguro, como flechas que dan en un blanco quizás si oculto para el lector, pero que llega a hacerse presente a éste por la vibración, por el temblor de la trayectoria recorrida. Queda recogido en esas páginas el sentido metafísico que se nos ocurre es propio e íntimo del sentimiento del cubano ante la realidad. No será dable a todos perseguir las realizaciones allí logradas, pero sí es posible apercibirse de como esas prosas difíciles, cuajadas de referencias, de impecable buen gusto, de alusión y definición a un tiempo, guardan y revelan la sustancia óptica iluminada que es propia del cubano profundo. Cada pórtico de «Nadie Parecía», es un secreto develado, una aproximación a los estratos más finos del mundo que soñamos.

Su primer número nos entrega una medida cabal de sus direcciones. Versos de San Juan de la Cruz, que ya citamos, prosa de los directores, poemas de los mismos, poema de un poeta nuevo, Luis Antonio Ladra, y reproducción de una obra del escultor Lozano.

El poema de Ángel Gaztelu, «Nocturno Marino», ofrece una hermosa síntesis de la obra poética del mismo. Sacerdote su autor, es su poesía católica, del catolicismo robusto, lleno de sangre y raíz, fuerte como una catedral, que ocupa lugar tan destacado en la literatura contemporánea:


«La voz que da sentido y llama a nuestras puertas en los días y las noches,
la que se vistió de la flor de nuestra carne, para saber de sus espinas y dolores,
la que en lengua de llama vela nuestro sueño y minia en nuestra frente el nombre
por quien se visten de luz los cielos de pájaros y los campos se encienden de flores
la misma que empuja la puerta del pecho y hace rechinar sus goznes
duros por el frío, duros por la escarcha y las gotas granizadas de la noche,
dejaba a su paso claro camino en el cielo de estrellas y en el mar de espuma y rumores.
Por eso el alma pena mirando a las estrellas y al mar confía sus voces,
sus voces que en rumor de la paloma aprenden la espuma del nombre.
Del nombre, en quien todo renace y vive eternamente florido y joven».



Tras esto, José Lezama Lima ofrece su «Rapsodia para el Mulo», fuerte elegía, teológica también y llena de un estruendo como de cuerpo pesado que cae en la muerte. Es la elegía no patética, sino de descripción fortísima de   —302→   muerte. Como ocurre en casi toda la obra de este poeta, se trata de un cuadro, de una visión que sucede ante sus ojos, y es apresada en palabras ceñidas, es desplegada en imágenes tanto verbales como metafóricas, que dejan pintada y viva, estremeciéndose ante el que mira y oye, la visión impuesta en el poema. Cae el mulo en el abismo de la muerte, rueda con terrible paso: «Paso es el paso del mulo en el abismo». Ante la muerte, el que cae cobra vida, vida humana, diríamos, llenándose de inquietud y agonía frente a Dios:


«Su don ya no es estéril: su creación
la segura marcha en el abismo.
Amigo del desfiladero, la profunda
hinchazón del plomo dilata sus carrillos.
Sus ojos soportan cajas de agua
y el jugo de sus ojos
-sus sucias lágrimas-
son en la redención ofrenda altiva.
[...]
Tu final no es siempre la vertical de dos abismos.
Los ojos del mulo parecen entregar
a la entraña del abismo húmedo árbol.
Árbol que no se extiende en acanalados verdes
sino cerrado como la única voz de los comienzos.
Entontado, Dios lo quiere,
el mulo sigue transportando en sus ojos
árboles visibles y en sus músculos
los árboles que la música han rehusado.
Árbol de sombra y árbol de figura
han llegado también a la última corona desfilada.
La soga hinchada transporta la marea
y en el cuello del mulo nadan voces
necesarias al pasar del vacío al haz del abismo.
Paso es el paso, cajas de agua, fajado por Dios
el poderoso mulo duerme temblando.
Con sus ojos sentados y acuosos,
al fin el mulo árboles encaja en todo abismo».



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Estos ejemplos muestran no sólo la presencia de dos poetas superiores, sino que ofrecen además, al estudioso, uno de los caminos más seguros que pueden recorrerse para esclarecer ese sentido profundo que señalábamos en la etapa actual de la poesía cubana. Cada número de «Nadie Parecía», tanto por sus originales de Cuba y del extranjero (ha publicado originales de Juan Ramón Jiménez entre otros) como por sus traducciones de clásicos latinos (debidas al Pbro. Gaztelu y al poeta español Bernardo Clariana) y poetas contemporáneos, es una prueba de la intensidad espiritual, de la exaltación de calidades a que se ve precisado a llegar quien desee mantener, a contrapelo del ambiente, a pesar de la realidad, viva y encendida la obra del espíritu. Como material especialmente digno de mención ofrecido en las páginas de «Nadie Parecía», citaremos el poema «Sacra, Católica Majestad» de José Lezama Lima, poemas de Adolfo Fernández Obieta, «La Dosis Marina» de José Moreno Villa, «Notas» del pintor René Portocarrero, así como el estudio que sobre dicho pintor publicara Lezama Lima. De traducciones, recordaremos entre otras, una inapreciable joya literaria: tres poemas de Marcel Proust titulados «Retratos de pintores». «Nadie Parecía» fue seguida por la revista «Poeta», dirigida por Virgilio Piñera. A diferencia de las revistas ya mencionadas, esta última se caracteriza por su encendido tono polémico, revisionista, agitador. Pone el énfasis en la última generación, en la última tendencia literaria. Tiene algo de fulminante en sus juicios. Su director ha querido rehuir todo lo que pudiera parecer un pacto con las generaciones anteriores de nuestra poesía, con el pasado, por inmediato y valioso que este sea. Y aunque se aparta de lo religioso, de lo católico, deliberadamente, y busca la proximidad con movimientos como el de los surrealistas franceses (fue la primera publicación cubana que dio a conocer a Aimé Cesaire, el poeta martiniquense difundido en la Revista de las VVVV, de Bretón) aún en su misma agresividad e impresión de convulsionismo, esta revista es magnífica prueba también de cuan difícil resulta la expresión espiritual entre nosotros actualmente. Lo que las otras quieren resolver por la simple obra, más o menos intensa, «Poeta» quiere resolverlo, resolverlo de un golpe, por la polémica, por el tambalearse de obra y personas, por el terremoto que subvierta las capas terrestres y ponga las entrañas sobre la superficie. Y todo esto, realizado con una genuina sinceridad, tocando en ese frenesí que la pasión alcanza cuando desespera de arribar al puerto entrevisto en la sombra. No le basta con ser inconforme, no conformista,   —304→   sino que se siente obligada a gritarlo desnudamente. Si las otras revistas llevan un cierto aire de altar resignado, de manso heroísmo, «Poeta» es el grito, la convulsión, la resistencia, la protesta. Se encuentran en sus páginas trabajos de María Zambrano, Adolfo Fernández de Obieta, Aimé Césaire, y otros.

La última en aparecer entre las revistas poéticas de 1943 fue «Fray Junípero», dirigida por Emilio Ballagas. Como subtítulo llevaba éste: «Cuadernos de la vida espiritual». Antes que revista literaria, antes que vocero de tal o cual tendencia, «Fray Junípero» sirvió cumplidamente su destino de humildad, de acendrado y puro cristianismo. Todo lo que en ella se publica va rectamente encaminado a la alabanza, al culto de Dios, a honra de la virgen. Evocación de milagros a través de las páginas de los clásicos, traducciones y originales que muestran la clara y rotunda elección, la preferencia conscientemente asumida. Hay en ella un noble afán de llegar a esa limpidez de la santidad, de la contemplación serena, de la luz. Junto a las traducciones y originales, apareció también (esto es notable) una Antología Cubana en la que se rindió homenaje a un poeta tan distante del ideario de «Fray Junípero» como fuera Rubén Martínez Villena, pero se exaltó lúcidamente la condición de profundidad, la sensible búsqueda de las cosas que poseyera Martínez Villena. Ofreció «Fray Junípero» además poemas de Quevedo, Rilke, Claudel, Jorge de Lima, prosas de Juan Manuel, Couturier, Anzoategui y otros. Para la poesía cubana ha quedado en sus páginas, amén de la obra total representada por su simple aparición, un hermoso poema de Justo Rodríguez Santos (poeta venido al mundo también en la revista «Verbum» de José Lezama Lima), «Estrofas a mi Arcángel», otro ejemplo eminente de la profundidad con que la poesía cubana actual ha sabido sentir y expresar esa tendencia universal al renacimiento religioso:


«Allí estás tú, bajo la luz violeta
de una agónica música indeleble.
Fijo abedul soñado por el río,
fantasma del jardín, secreta alondra.
En tanto tu incesante flauta suena,
rueda a tus pies la lluvia, cae la nieve
y las palabras puras, tal las hojas
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de un árbol que desnudan
las indolentes alas de Otoño».



Si de las revistas pasamos a los libros de poesía publicados en 1943, nos encontraremos, sin que esto suponga desprecio para la obra restante, que dichos libros son cuantitativamente también unos pocos. Dado que el objetivo de esta reseña consiste en mostrar las tendencias más que historiar todo lo publicado, aludiremos en solo tres libros la producción poética de 1943. Estos son: «Sedienta Cita», de Cintio Vitier, «La Isla en Peso», de Virgilio Piñera, y «Nuestra Señora del Mar», de Emilio Ballagas. Además, es de mencionar muy especialmente la aparición de «Cien de las mejores poesías cubanas», de Rafael Esténger, antología realizada con suprema inteligencia y la cual incluye desde Manuel de Zequeira y Arango hasta Rubén Martínez Villena, pero estudiando tan solo a poetas ya fallecidos, por razones obvias.

«Sedienta cita» es el segundo libro de poesía que publica Cintio Vitier. Aquello que se nos mostrara como auténtica presencia de un poeta en «Poemas», puestos en el mundo de las letras cuando el autor contaba sólo 17 años y recibía el «placet» sincero de Juan Ramón Jiménez. «Poemas» traducía una sensibilidad sorprendente, un sentimiento ante el mundo, propio de vida mayor o de excepcional capacidad para recibir y expresar ese sentimiento. Pasan los años. La poesía de Cintio Vitier se va afinando en sí misma, ampliándose sobre sus propias líneas, aumentando en grandes círculos concéntricos. «Sedienta Cita», con sólo recoger doce poemas, es todo un libro. Melancólico, sereno, llevado a veces a una furia que se diría apacible, furia de quien no rinde a la desesperación, sino pregunta, define desde la sombra procurando la luz:


«Cito textualmente las estrellas
y el hogar complejo de la naranja herida.
[...]
«Dónde estuve, qué es esto, qué era tanto,
por qué laúd de sufrir o cal o estiércol frío
se me propaga en piedras la voracidad del corazón.
[...]
—306→
Cito el insólito fieltro de las nubes idas.
Qué flora vuestra, qué dolor, qué tacto aherrojado y libre
desciende, estricto juez de oro, y canta.
Si, desciende, paño de la luna, sobre un sucio mendigo,
y descarnándolo hasta sus flores o risas o planetas canta:
grácil noche de todos, ala de todos, vago perro.



Hay en este libro un esquema profundo del ser, del ser como acto dolido, doloroso, empujado a lo sombrío en contra suya, a pesar de sí:


«Amanece, atardezco sombríamente caligrafiado,
difuso en borradores,
en otra tinta, ya vendido.
La rosa me falla, el tulipán, la acacia
me esperan en su infiel temperatura conversando,
moviendo gloriosamente los límites del mundo».



Este acercamiento universal, abierto, al mundo, cifra de la poesía en libertad, viga maestra por donde lo local y particular se eleva, que constituye la línea mejor de la poesía cubana, nos permite sentir en esta poesía, tan moderna e intensa a un tiempo -y esta es la difícil ecuación que tantas veces queda sin resolver- aquel latido de búsqueda secreta, de exploración de lo más íntimo y luminoso que hemos reconocido como signo de la obra literaria cubana mejor que se inaugura hacia 1927. No es para comentario de mera exposición como el presente, ahondar en lo mejor de este libro. Para afirmar a los ojos del lector aquellos valores que justifican y ratifican el entusiasmo sentido por todos ante la aparición de «Poemas», del que este libro es continuador, citemos el segundo de los tres sonetos que en «Sedienta Cita» se consagran a César Vallejo, el inmenso:



«Era el muerto de turno, el que veía
la cucharita desplomada y tierna.
Lloraba en sus instantes, luego abría
la caja de la música materna.
—307→

Era el mártir de turno, el estrellero
de la médula oscura de la estrella.
Paseaba con dolor dinamitero
por aciagos jardines de su huella.

Era el turno del hambre deslenguada,
el muerto lenguaraz en su tribuna,
la quema de la pólvora humanada.

Era él, no lo aludo, no lo he sido,
detesto la ciudad inoportuna
tapándole a mi pecho su alarido».



«La Isla en Peso», poema de Virgilio Piñera, nos lleva a un mundo radicalmente opuesto en apariencia. Sobrepasando las epidérmicas distinciones que pone la literatura en las cosas de cada cual, podemos comprobar en esta «Isla en Peso», poema de increíble tensión desesperada, como en «Sedienta Cita», libro de increíble serenidad angustiosa, un modo de denominador común, de única fuente originaria. Esta difícil integración de ambas expresiones en un tronco común se nos logra a través del sentido esquivo ante la inmediata realidad. En el libro de Vitier, esta inmediata realidad es enfundada en una realidad de sueño vivo, conformador del mundo, poblador del mundo que se vive y sueña. En el poema de Virgilio Piñera se llega a lo esquivo por el salto de extremo opuesto, de radicalidad en la oposición. Este poeta nos arrastra a la visión de una isla antillana, frutal, vegetal viviente, coruscante, que se instala a una distancia geográfica y topológica muy lejana de la nuestra. Se quiere dar aquí el drama de la cultura frente a la naturaleza, el drama de la persona entre primitiva y fulminada, que se debate con las tentaciones del trópico, con su mala comparación frente al europeo. Realízase por esto una tarea difícil, casi infecunda a nuestro entender. Porque el programa aparente está en alzar en peso a la isla, en peso amoroso, para exprimirle sus morosidades, sus deleites, sus conflictos, y concentrarse al cabo en todo eso con el rechazo de la historia que nos viene -o nos   —308→   parece venir- hecha desde afuera, con el rechazo, en una palabra, de la cultura europea. Es como si el poeta considerase que no reconocemos nuestros elementos vivos, nuestra plática viviente, y por no reconocerle desviamos las aproximaciones a su rica intimidad. Hay que recorrer la isla, la isla originaria y pura, con todo su colorido, sus animales, sus leyendas, sus ritos, sus heterogéneas comparecencias, para sumirse en su frescor, en su vigorosa naturaleza, tan poco muerta, tan «poco europea». Se quiere llegar de un salto hasta lo imposible: «El último ademán de los siboneyes: y yo cavo esta tierra para encontrar los ídolos y hacerme una historia».

En este «hacerme una historia», clave del poema, encontramos la raíz de todas sus virtudes literarias y de todos sus extravíos culturales. La isla que sale de ese afán de «hacerme una historia» a contrapelo de la historia evidente -y de la geografía, la botánica y la zoología evidentes- es una isla de plástica extra-cubana, ajena por completo a la realidad cubana. Isla de Trinidad, Martinica, Barbados... llena de una vitalidad primitiva que no poseemos, de un colorido que no poseemos, de una voluntad de acción y una reacción que no poseemos, es precisamente la isla contraria a la que nuestra condición de sitio ávido de problema, de historia, de conflicto, nos hace vivir más «civilmente», más en espíritu de civilización, de nostalgia, de Persona. Esta Isla que Virgilio Piñera ha levantado en el marco de unos versos inteligentes, audaces, a veces deliberadamente llamativos y escabrosos, en desconexión absoluta con el tono cubano de expresión), es Isla de una antillanía y una martiniquería que no nos expresan, que no nos pertenecen. Este ambiente no es el nuestro:


«Pero el mediodía se resuelve en crepúsculo y el mundo se perfila
A la luz del crepúsculo una hoja de yagruma ordena su terciopelo
y la plata del envés es el primer espejo.
La bestia la mira con su ojo atroz.
En este trance la pupila se dilata, se extiende como la lepra florida
Hasta aprehender la hoja físicamente.
La bestia recorre silenciosamente con su ojo las formas sembradas en su lomo y
los hombres tirados contra su pecho.
Es la hora única para mirar la realidad en esta tierra».



  —309→  

Ni es tampoco nuestro modo ese ambiente de opresión ante la naturaleza, de eso que llaman los textos «vegetación lujuriante». No nos corresponde esta realidad antillana pura, porque no somos tales antillanos puros, ni es el platanal nuestro fin máximo, ni el vaso de ron puesto sobre la cabeza es cosa que nos importe en lo profundo. Otra cosa y otra cosa queremos. Aun somos la inercia, la inercia y el ensimismamiento y el no saber qué hacer, pero el mucho desear lo mejor en lo más hondo. De aquí que este poema, «Isla en Peso», que nos parece ha de contar entre los mejores del año 1943 literario, viene a aportarnos una de las tendencias extremistas, negativistas, deformadoras intencionadas de nuestra realidad. Queriendo evitar la evasión, se realizó la evasión hacia la naturaleza, que no por esto es menos evasión que cuando se realiza hacia otra cultura. Hacia el final, en uno de los momentos más apasionados, menos literarios, pero imposibilitado de dejar de ser falso, se dice:


«Bajo la lluvia, bajo la noche, bajo el olor, bajo todo lo que es una realidad
un pueblo se hace y se deshace dejando los testimonios,
Un velorio, un guateque, una mano, un crimen:
revueltos, confundidos, fundidos en la resaca perpetua,
haciendo leves saludos, enseñando los dientes, golpeándose los riñones,
un pueblo desciende resuelto en enormes postas de abono,
sintiendo como el agua le rodea por todas partes,
más abajo, más abajo, de cabeza, y el mar picando en sus espaldas,
un pueblo permanece junto a su bestia en la hora de partir,
aullando frente al mar, devorando sus frutas, sacrificando animales,
siempre más abajo hasta saber el peso de su isla,
el peso de una isla en el amor de un pueblo».



Aun aquí, momento de los más sinceros, de los menos artificiosamente construidos, observamos la presencia de los elementos falsos: «resaca perpetua», «Un pueblo permanece junto a su bestia en la hora de partir». Pero por encima de la costra literaria, de la moda literaria, que viste de literatura y aprovechamiento de materiales acarreados por mano ajena, sentimos en «La Isla en Peso» el sentimiento de la desesperación de la agonía por tropezarnos con nuestra expresión. Este modo convulsivo, retórico, super-romántico, de procurar   —310→   objetividad donde está históricamente vedada por largo tiempo todavía, nos acerca a ese modo mejor de nuestros creadores: llamar, preguntar, clamar, desesperarse. En definitiva un poema como éste, nos pertenece tan en lo hondo como la poesía de un Casal o un Zenea. Ahí están, palpitantes, insolubles, vivos y punzantes, nuestros problemas mayores, sólo que vistos aquí de revés, violentados y falseados.

Con «Nuestra Señora del Mar» nos lleva Emilio Ballagas a una más confesada, más inmediata cubanidad. La décima, nuestra décima vestida de la mejor luz literaria, reaparece para incorporarnos a una de las más sentidas expresiones religiosas de nuestro país: el culto a la Virgen de la Caridad, Nuestra Señora del Mar. Es lo popular, no lo populachero, sino lo salido de la entraña del pueblo. Se canta aquí, humildemente, como cuadra a la expresión religiosa, la milagrosa aparición de la Virgen. Síguense los pasos de esta aparición, los temas teológicos más importantes de la misma, sus símbolos, sus alegorías, sus repercusiones en el alma del pueblo:


«¿Qué pie pusiste primero
En la barca temblorosa?
¿Qué huella de austera rosa
Marcó con fuego el madero?
«¿Tu cuerpo tornó liguero
Lo que el peso ya vencía?
Pues parece que vacía
La ingrávida barca vuela
Dejando impoluta estela
Por donde pasa María».



Y después de apresar en diez espinelas lo sustancial de la tradición más pura (que se toma aquí de antiguos textos sobre el culto de la Virgen como el «Manuscrito del Pbro. Don Onofre Fonseca, año 1703») pone como punto de coronación y supremo ofrecimiento unas liras, eminentemente cubanas, de verso más moroso que el de las liras acostumbradas en otros países, de versos llenos de una criolledad interna, fisiológica, de movimiento:

  —311→  


«Miro tu luna quieta
Cómo se duerme abandonada y fina
Como un ave sujeta
(Porque tu alta sonrisa la domina)
O como sierva que a tus pies se inclina».
[...]

«Miro todas las cosas
Que se consagran a tu Monarquía;
Las islas luminosas;
La piragua que al paso te salía
Y el lazo para atar la mar bravía».



Publicó además Emilio Ballagas en 1943 uno de sus poemas más extensos y acabados, «Declara qué cosa es amor», aparecido en los «Cuadernos Americanos», de la Ciudad de México.

Merece también mención muy especial la aparición del gran poema «retorno al país natal», de Aime Cesaire, publicado en Cuba gracias a la iniciativa de Lidia Cabrera, que al mismo tiempo realizara una impecable labor de traducción. Lleva ese cuaderno, además, unas ilustraciones que como salidas de la mano de Wilfredo Lam, nombre capital en nuestra pintura, aumentan extraordinariamente el valor del cuaderno. Para todo amante de la poesía contemporánea, este «Retomo al país natal» de Aime Cesaire constituye uno de los puertos indispensables de parada y admiración.

Para cerrar el movimiento poético del año -que, desde luego, se halla robustecido por una cantidad considerable de libros y autores, cuya ausencia en este recuento de tendencias y puntos centrales ha de cargarse en la culpa del afán por resumir en pocos y contados símbolos una expresión, ha de citarse la antología «Cien de las mejores poesías cubanas», compuesta con supremo gusto, inteligencia e información por Rafael Esténger. De Manuel de Zequeira y Arango a Rubén Martínez Villena, nos ofrece Esténger un cuadro sumamente útil, de panorama seguro, que incluye, amén de los grandes nombres y de   —312→   alguna oportuna revisión de olvidados -como Augusto de Armas- una serena apreciación de cada quien, así como de unas «Notas a la Poesía» que revelan la estudiosa y cuidadosa preparación devota de Esténger para estos menesteres, y su siempre valioso tratamiento de las formas poéticas, de las técnicas poéticas, hoy tan injustamente desatendidas por los contemporáneos. Con todo esto, las «Cien de las mejores poesías cubanas», presentan una aportación novedosa, inteligente, amplia y de utilidad -santa utilidad- tanto para los poetas como para los jóvenes estudiantes de literatura cubana.




El ensayo

El ensayo, o lo que es lo mismo, la expresión del pensamiento ya filosófico, ya histórico, ya crítico, tuvo en el año 1943 características en todo semejantes a las de la poesía. Producción reducida, pero clara en su sentido, en sus tendencias, en sus búsquedas. Haciéndose más concreta aquí la actitud predominante en nuestros centros de trabajo intelectual, se observa que el peso mayor de las investigaciones y realizaciones, ha caído en lo histórico. Hay un afán, afán casi febril, por revisar la historia de Cuba, por extraer sus mejores enseñanzas, su sentido más creador, más nutricio para el alma cubana de hoy.

Encontramos por esto que el año estuvo dominado -en la medida que nuestro ambiente admite la dominación de las ideas- por un libro que sin tener carácter polémico, ha suscitado desde su aparición los más encontrados comentarios. Trátase de «El Sentido Nacionalista del Pensamiento de Saco», escrito por Raúl Lorenzo, joven escritor, de estilo vivo y apasionado, que ha puesto en esa obra los gérmenes de una visión vital, orgánica, continua, de la historia cubana. A lo largo de lo que se presenta como un ensayo para filiar con mayor justicia y precisión el pensamiento de Saco, la inocultable preocupación «nacional» que tuvo este hombre de estatura gigantesca, precursor de tantas actitudes que aun piden reivindicación e insistencia, Raúl Lorenzo nos regala una de las demostraciones más claras que hemos conocido de cómo nuestra historia se acerca lenta y penosamente a un punto decisivo en su explicación y en su comprensión. Lo que se realiza aquí es la demostración de cómo los grandes hombres, cuando han vivido con pasión y auténtica vocación su vida pertenecen al torrente continuo y siempre viviente de la patria, a pesar de los cambios exteriores, circunstanciales,   —213→   que puedan pesar sobre ésta. De las manos de Raúl Lorenzo ha salido un cuerpo de Saco que alcanza, a plena luz, con absoluta convicción, los caracteres del Héroe. Si su pensamiento hoy puede parecernos en esto o en lo otro susceptible o necesitado de revisión, de ajuste a las presentes realidades y esperanzas, no por esto podemos desatender y negarle la admiración y el amor a quien como Saco vio tanto y tan lejos y quiso tanto y tan puramente a su país. Junto a la obra y devoción de Don Fernando Ortiz, viene a colocarse «El Sentido Nacionalista del Pensamiento de Saco», como la expresión que los nuevos tiempos, reciamente alimentados en buena raíz, imprimen a toda nuestra vida. Reconócese en este libro apasionado, ardiente, hecho con amor y recorrido de profunda preocupación por fijar lo esencial, lo permanente, aquella tendencia que señalamos más de una vez en el curso de estas páginas como la que mejor explica el sentido de la actividad intelectual cubana: la revaloración de lo íntimo nuestro, el rescate de nuestros valores genuinos, la afirmación de nuestra personalidad sobre base histórica y cultural.

A esta misma línea de amor, de recuperación histórica en sus zonas más fecundas, pertenece el libro «Política de Martí», del Dr. Emeterio Santovenia, Presidente de la Academia de la Historia. A su labor inmensa de historiador, de investigador, de expositor claro y seguro, ha añadido con «Política de Martí» el Sr. Santovenia, un libro que puede calificarse de joya, pues tanto lleva de emoción, de limpidez y de inteligencia. Aparece aquí ese Martí supremamente ético, culminantemente moral que tanto se ha visto esfumado entre las falsas nubes del Martí para uso de los oradores. Descarna Santovenia lo fundamental de la concepción política de Martí. Pone esto en un libro breve, claro, honesto por todas partes, que bien puede servir de breviario a todo ciudadano nuestro, pero especialmente a esos ciudadanos que tienen la profesión de custodiar y elevar y salvar a la ciudadanía. Este es un libro para políticos, para políticos que aspiren a construir una nación, a sentir el dolor de nuestras frustraciones, y se apresten a sacrificar por este sentimiento aun lo más precioso y sagrado de sus vidas.

Contribuye igualmente a la vitalización de Martí, a la devolución de Martí a la vida cubana más valiosa, el libro «Autobiografía de Martí», de Isidro Méndez, martiano autorizado, que sabe encontrar siempre en Martí la faceta más humana, la que mejor puede exaltar sus condiciones de hombre con una conducta excepcional.

  —314→  

Y en esta labor puramente martiana, puesta al servicio honesto de Martí, hay que mencionar con especial énfasis los trabajos que realiza el devoto Félix Lizaso al frente de los cuadernos «Archivo José Martí», que publica el Ministerio de Educación. Estos cuadernos resultan indispensables. Ofrecen una diversidad tal de testimonios, de devociones, de aproximaciones continentales a la obra y a la vida de Martí, que en su través podemos comprobar a cada paso cuánto Martí alcanza para nosotros y para muchos pueblos, cómo puede servir de guía y de apóstol a todos los que sientan el mundo como justicia y amor.

Quédannos aún por señalar, en la producción del propio Dr. Santovenia, el libro «Raíz y Altura de Antonio Maceo», libro tan fino, tan lleno de emoción como el «Política de Martí»; en la obra copiosísima de Don Fernando Ortiz, un libro de mérito excepcional, «Las cuatro culturas indígenas de Cuba»; en la obra de José María Chacón y Calvo, su «Evocación de Justo de Lara», hecha con el amor y la limpidez que el Dr. Chacón y Calvo pone en estas labores; en la obra del Dr. Juan Marinello sus ensayos sobre la «Españolidad literaria de José Martí» y «Picasso sin tiempo», en que muestra las galas de su firme estilo; en la obra del Dr. Jorge Mañach su discurso de ingreso en la Academia de la Historia, lleno de sugerencias, de escorzos sutiles, de horizontes; en la obra de Miguel de Marcos su «Fábula de la Vida Apacible», con su jugoso estilo, su ironía de la mejor ley, su fino humor; en la obra del Dr. Casasús, la ofrenda al pensamiento y a la vida de Mariano Aramburo y Machado, el gran olvidado, el tan injustamente tratado en nuestro país; en la obra de Pánfilo Camacho, su «Eduardo Machado»; en la de Federico de Córdova su «Manuel Sanguily»; en la de José Antonio Fernández de Castro un tomo de inteligentes ensayos; y «Varona», antología seleccionada y prologada, por Fernández de Castro y publicada por la Secretaría de Educación de México; en la del Dr. Luis de Soto, una «Filosofía de la Historia del Arte»...

Y para un libro que nos parece de importancia capital, «Las Artes Industriales de Cuba», de la Dra. Ana Arroyo, queremos hacer una mención muy especial. Esta obra, por su investigación, por el buen gusto que denuncia, por la seriedad intelectual con que está realizada, merece relacionarse entre las primeras del año 1943. No siendo propiamente un ensayo literario, obliga sin embargo a considerarlo entre las obras del más fino género.

  —315→  

Una antología, de periodistas ésta, viene a coronar, como en la poesía, las tareas de los autores cubanos en 1943. Rafael Soto Paz, con su «Antología de Periodistas Cubanos», ha ofrecido otro de los rasgos más importantes para el establecimiento de ese perfil que buscamos todos -aunque tomando diversos caminos- en el siglo XIX. Una Antología cubana, centrada en el sentimiento de la patria antes que en toda obra muestra, que nos permite asistir a algunos de los mejores momentos de nuestra prosa ochocentista.

Y no podemos cerrar esta breve mirada hacia las tendencias más visibles de la literatura cubana en el 1943, sin mencionar aquellas revistas que vienen a servir de vehículo más humilde que el del libro, pero igualmente valioso e imprescindible. Entre las revistas que consideramos más representativas, están: «La Revista Bimestre de Cuba», la «Revista Cubana», la revista «Universidad de La Habana», preocupadas, las tres, tanto del pensamiento y la literatura cubanos como de las expresiones venidas del extranjero. Entre las revistas no dedicadas específicamente a literatura, mencionaremos la «Revista de La Habana» y la revista «Grafos», cuyo Jefe de Redacción, Guy Pérez Cisneros, es al mismo tiempo uno de los contados representativos de la alta crítica pictórica en nuestro país. Perteneciente al grupo fundador de las revistas «Verbum» y «Espuela de Plaza», Pérez Cisneros ha llevado a la crítica pictórica un sentimiento de suprema dignidad estética y de severa vigilancia ante la integridad y valoración justa del admirable movimiento de la pintura cubana contemporánea.

Respondiendo a las corrientes de emoción y de acción que conmueven al mundo, apareció en nuestra ciudad, a fines del año 1943, el libro en que fueron recogidas las conferencias y debates de la memorable Conferencia de Cooperación Intelectual, celebrada el año anterior. En este volumen, Cuba ha permitido conocer la resto del mundo de habla española, cómo piensan algunos de los individuos más representativos de la cultura mundial frente al conflicto que ha cerrado provisionalmente el paso a los ideales de progreso y convivencia universal.   —316→   Las conclusiones, las sugerencias, la fe puesta por aquellos intelectuales que trabajaron en las conferencias de La Habana, sirven de ejemplo y lección a todos nosotros. Los que acaban de perder su país, sus hogares, sus instrumentos de vida, encontraron fuerzas y valor suficientes como para ofrecer en el terreno de las ideas la colaboración que tanto necesitan los que se encuentran en los campos de batalla. Esta demostración de fe en el espíritu, de confianza en su porvenir, ha de alentarnos y servirnos de espejo para el presente y para el futuro.







  —317→  

Arriba Volver a la Universidad21

La gratitud a que obliga una deferencia del tamaño y de la calidad de la que se me hace aquí por pura generosidad, me forzaría a dedicar un extenso párrafo de acción gracias a la Universidad Pontificia de Salamanca, a la Consejería de Cultura y Turismo de la Junta de Castilla y León, a la Cátedra de Poética Fray Luis de León, que gobierna con legítima autoridad don Alfonso Ortega Carmona, y al eficaz Coordinador de estas jornadas, don Alfredo Pérez Alencart.

Renuncio a formular un pliego de gratitudes, obvias por lo demás. Es una dicha personal muy subrayada la de ser objeto de distinción en el más adecuado de los marcos, y mediando personalidades como las que han tenido la generosidad de participar directa y personalmente, o por medio de mensajes y manifestaciones de adhesión. Gracias.

Para mí esta ocasión es ante todo una vuelta a la Universidad, un regreso al tiempo de ayer, que la distancia hace menos pesado que el de hoy. En nuestras vidas la Universidad es la cima de un trayecto que emprendemos desde la niñez en busca de un Santo Grial, en busca de pertrecharnos con aquellas armas, armaduras, luces y senderos que ayudarán a nuestra débil mirada y a nuestro siempre deficitario conocimiento, a ver el mundo que nos rodea. La Universidad consuma esa pedagogía de la mirada que amplía y lleva prácticamente hasta lo infinito la imagen simple del mundo que recibimos al nacer.

  —318→  

En su origen, la palabra misma universitas equivale a universalidad. Ofrecía el estudio general, el examen de todo, las llaves de aquellas puertas que conducían a los cuatro senderos magistrales, estos a su vez se desgajaban en ramas, en disciplinas diversas para la ampliación detallada de cada sector del saber, de la ciencia.

Volver a la Universidad es reencontrar la fuente de juvencia. Nos recuerda que siempre somos alumnos que acaso lleguen un día a la noble condición de discípulos. Volver al aula es aprender de nuevo que el tamaño real de la persona no es el que marca su estatura, porque la Universidad ofrece otra forma de crecimiento, otro estirón del adolescente y del joven, hasta verlo crecido y armado de pies a la cabeza para entendérselas solo con el mundo.

Pero mi gozo por volver idealmente a la Universidad es mayor al ascender a una con sede en Salamanca. Y aún más, si es posible que hay más: vosotros me regaláis un riquísimo presente: volver a una Cátedra de Fray Luis de León, tutelar de la Poesía.

Un aprendiz de poetizador como el que os habla, se siente instalado en un supremo sitial al hallarse aquí, en al atmósfera palpitante de Fray Luis. Mucho antes de que Heidegger predicase que por la poesía y el poetizar el hombre hace habitable el mundo, Fray Luis, a la luz de Horacio, sentía que el tamaño del hombre se despereza, se estira hasta lo inverosímil, por el empujón hacia lo alto que le da la poesía.

Fray Luis puso en verso castellano la primera de las odas del libro de Horacio, y halló para ella dos versiones y una prosificación. En la primera asentó con suavidad horaciana pura, la declaración que contiene la médula del efecto de lo poético en el ser humano.


A mí la hiedra, premio y hermosura
de la gloriosa frente, me parece
una divinidad: el monte, el bosque,
el baile de las ninfas, sus cantares
me alejan de la gente, y más si sopla
Euterpe su clarín, y Polimnia
no deja de me dar la lesbia lira.
Y así, si tú en el número me pones
—319→
de los poetas líricos, que el cielo
toco pensaré con la cabeza.



Ese reconocimiento de la poesía como fuerza estiradora de la estatura del hombre hasta volverlo a tan gigantesca escala que le baste para tocar el cielo con la frente, es descrito en la segunda versión hecha por Fray Luis con un pincel más vigoroso, con un trazo más fuerte y rotundo. Es la versión que el fraile pone:


Euterpe no me niegue
el soplo de su flauta, y Polimnia
la citara me entregue
de Lesbo; que si a tu juicio es digna
de entrar en este cuento
mi voz, en las estrellas haré asiento.



Pero estas dos versiones dejaron insatisfecho a Fray Luis y pasó a transmutar en la enérgica palabra castellana su manera real de ver viva aquella idea, que tan sutilmente le ofreciera Horacio. Y vino a decir:


Poesía, si me concedes tus favores,
creceré tan alto,
que mi frente se clavará como una viga
entre las mismas estrellas.



Clavarse como una viga en la pared del cielo, enterrarse entre las estrellas, es la ilusionada ambición de quien se abraza a la poesía como el náufrago al salvavidas, como el navío extraviado a la luz del faro. Náufrago y desolado huérfano es el hombre, condenado a no saber porqué está aquí, para qué está arrojado a este infinitamente minúsculo corpúsculo aterrador e implacable que es la tierra.

Dejó Fray Luis vibrando esta consigna, cantándola en el oído del seguidor de la poesía, que se siente en efecto crecer, y subir, o soñar subir, más allá de la habitual estatura. Ese gigante parido por la imaginación, por la fantasía, es   —320→   decir, por lo que el mundo clásico llamaba carmina, el ramo de poemas, el manojo de versos, es un hombre que ilustra el pensamiento de Bergson, según el cual la imaginación tiene lógica propia, que es distinta a la lógica de la razón.

Por impulso natural, biológico diría, quien se adentra un tanto nada más en el reino propio de la poesía, que es la imaginación vestida de palabras, adquiere otra mirada, ve y transvé, no puede contentarse con el bulto superficial de las cosas y de las ideas, asciende y transciende por la planicie o piel interior de las cosas, y su cosificación del mundo, para expresarlo con la palabra exacta de Heidegger, su cosificación halla la aletheia, el desvelamiento o desnudamiento de lo que está oculto ante él, dentro y bajo la apariencia de la cosa, objeto, idea, paisaje, sentimiento, personas, o pura imaginación en libertad, fantasía. Poesía, nada más que poesía.

Puedo decir, sin faltar a la humildad a que venimos obligados los humanos, que dentro de mis posibilidades para transver en lo que me rodea, es esa lógica de la imaginación la que me llevó y me lleva mundo adentro de lo oculto que cae ante mis ojos. Un ejemplo que se repite en mi trabajo, en mi manera propia de mirar embelesado y aturdido el contorno, está en el poema titulado «Amapolas en el camino de Toledo». Como es sabido, la amapola es uno de los avisos concretos de la muerte, de la catalepsia al menos por vía de opiación, que prepara para la muerte por el camino del sueño y del ensueño.

Con esa presencia de las amapolas a la entrada de Toledo, escribí este poema:


La palabra Toledo sabe a piedra,
a memoria milenaria,
a judio tenaz,
a fantasma.
Vista la ciudad
se comprende que no existe,
que no ha existido nunca,
que todo es el sueño de un profeta loco,
de un emisario del otro mundo
que olvidó el camino de regreso.
En las torres de Toledo
—321→
descansan los guerreros del año mil doscientos,
los que fueron a buscar el Santo Grial,
y quedaron inmóviles ante las murallas de Jerusalén
hasta que el Río los trajo a las almenas de Toledo.
Dentro de estos muros
hay viejos peces de piedra, y hay enigmas
que nadie quiere escuchar,
y antiquísimo llanto petrificado, y plegarias
que en lugar de ir al cielo
caen como imprecaciones en las rodillas del diablo.
En el silencio de la noche
Toledo sirve de reposo a aquellos muertos
que no pueden dormir,
a los ángeles arrojados incesantemente del Paraíso,
a los seres que nos han sido personados por Dios,
y vivirán invisibles para siempre
en las callejuelas más tristes de Toledo.
Yo he visto todo eso: yo, ciego, he visto más:
la alondra saboreando el amargor del incienso,
la borla caída de un sepulcro gótico,
el cirio rojo en la tumba del cardenal,
la mariposa comunicando un secreto a San Cristóbal,
la osamenta de un rabino escondida bajo la armadura del Conde de Orgaz.
Yo, ciego, he visto; pero debo callar,
porque la muerte me hace señas de guardar silencio,
y dentro de mí tiemblan mis huesos,
y de pronto comprendo por qué allí,
en las afueras de Toledo,
ofrecen su signo a la inocencia de los hombres
las rojas amapolas.



La inteligencia no es sólo recordar cosas, sino relacionar iluminativamente las cosas entre sí. Mi sistema de relacionar es débil, y casi siempre es obvio. Por eso me es relativamente fácil dar lo bonito, pero muy pocas veces o   —322→   nunca doy lo bello. Lo generalizado de este defecto, de este mal más bien, no me consuela, porque quizá no necesite insistir ante ustedes, en que no tiene límites mi ambición por alcanzar la belleza. De ahí que algunos hablen de modestia y de humildad en mi caso, cuando lo cierto es que la insatisfacción y disgusto con lo hecho, revelan todo lo contrario de la humildad. Si le concediese gran mérito a mis poemas, estaría olvidando el sagaz pensamiento de Coleridge: «Creemos tener encendida ya una luz, cuando apenas hemos prendido un candil».

Hace mucho tiempo que renuncié a la absurda pregunta por la calidad o la no calidad de cuanto escribo. No sé, no puedo formarme un criterio, una opinión. Me limito a dejar los papeles en la mesa, o encerrados entre las líneas de un impreso, y no pienso más en lo publicado, porque ya no tiene enmienda lo que juzgue erróneo ni mejora lo que considere aceptable. Procuro, inútilmente, alejarme del yo protagonista, porque estimo que en poesía sólo hay un protagonista legítimo: el poema mismo, lo que llegue a cristalizar en poema.

Este sentimiento de la posible creación de disfraces para no ser identificado, apresado por la muerte, es posiblemente el origen universal de la metáfora. De muchacho, casi niño, me gustaba oír a una vieja, africana absoluta, que entonada con cierto deje de picardía de la que luego supe era de su tierra bureba, en la Guinea. Ña Juliana, le preguntaba, ¿y qué quiere decir eso tan bonito que usted canta? Su explicación la recuerdo, la reinvento así:


¡Oh madre mía!,
yo canto en la noche, sola entre las ramas;
me convertí en cesto de pescado para burlar al fantasma,
me convertí en cogollo de palmera y no pudo hacerme nada,
me convertí en barro y no pudo hacerme nada.



Esa transmutación, la mutación del objeto, me sigue pareciendo fascinante y muy realista. El paso instantáneo y súbito de lo real concreto a lo real poético, es la pintura de René Magritte, tan simbólica como el sello de Hermes y tan real como el acta de un notario.

Miro hacia atrás, con disgusto, porque siempre es una pérdida de tiempo recordar, y veo que de ese cesto de pescado y de ese cogollo de palmera me   —323→   nacieron muchos poemas. Esa arcaica canción bureba está en la simiente de este ilusorio enmascaramiento antimuerte que llamé «Los lunes me llamaba Nicanor»:


Yo los lunes me llamaba Nicanor.
Vindicaba el horrible tedio de los domingos
Y desconcertaba por unas horas a las doncellas
Y a los horóscopos.
El Martes es un día hermoso para llamarse Adrián.
Con ello se vence el maleficio de la jornada
Y puede entrarse con buen pie en la roja pradera
Del Miércoles,
Cuando es tan grato informar a los amigos
De que por todo ese día nuestro nombre es Cristóbal.
Yo en otro tiempo escamoteaba la guillotina del tiempo
Mudando de nombre cada día para no ser localizado
Por la señora Aquella.
La que transforma todo nombre en un pretérito
Decorado por las lágrimas.
Pero ya al fin he aprendido que jueves Melitón,
Recadero viernes, sábado Alejandro,
No impedirán jamás llegar al pálido domingo innominado
Cuando ella bautiza y clava certera su venablo
Tras el antifaz de cualquier nombre.
Yo los lunes me llamaba Nicanor.
Y ahora mismo no recuerdo en qué día estamos
Ni como me tocaría hoy llamarme en vano.

(1965)



Y está también la transmutación en la raíz de la descripción literal de un viaje a la luna, que se me germinó recordando una leyenda común a Irlanda y al África, y quien sabe a cuantos otros pueblos: la convicción -que la ciencia corrobora hoy- de que el alma, mientras el hombre duerme, va a la luna, y vuelve al despertar:

  —324→  

Mi madre no sabe que por la noche,
cuando ella mira mi cuerpo dormido
y sonríe feliz sintiéndome a su lado,
mi alma sale de mí, se va de viaje
guiada por elefantes blanquirrojos,
y toda la tierra queda abandonada,
y ya no pertenezco a la prisión del mundo,
pues llego hasta la luna, desciendo
en sus verdes ríos y en sus bosques de oro,
y pastoreo rebaños de tiernos elefantes,
y cabalgo los dóciles leopardos de la luna,
y me divierto en el teatro de los astros
contemplando a Júpiter danzar, reír a Hyleo.
Y mi madre no sabe que al otro día,
cuando toca en mi hombro y dulcemente llama,
yo no vengo del sueño: yo he regresado
pocos instantes antes, después de haber sido
el más feliz de los niños, y el viajero
que despaciosamente entra y sale del cielo,
cuando la madre llama y obedece el alma.

(1960)



Estas insistentes metáforas o escapatorias (escapatorias según la mirada superficial; indagatorias de lo cierto vislumbrado, según mi creencia), se repiten hasta llegar a lo monótono y lamentable en casi todos los poemas, sobre los cuales confieso, aquí internos, que me aburren demasiado, porque son uno y el mismo. En forma amplia o reducida, con mayor patetismo o con su grano salis, doy vueltas y revueltas sobre mi propia sombra, como el esclavo ciego en la noria.

No pienso que es consecuencia del paso de los años, de la edad, sino de la estrechez de la puerta por donde desde muy muchacho salí al mundo. No llamo mundo a la gente, ni a la persona particular, ni a la fisiología, ni a las grotescas anécdotas que nos distraen tanto de vivir. Llamo mundo a la esfera celeste, a esa esfera de la que han concedido al planeta tierra una porción tan   —325→   mínima, tan mísera, tan ridícula, que no se nos reduce jamás la angustia de hallarnos en una prisión asfixiante. Esa prisión, paradójicamente, es tan ancha como todo el cielo, pues según Scheler «el hombre es un callejón sin salida, pero al mismo tiempo es la salida del callejón».

La desesperación y la exasperación final del prisionero, buscan salidas, distracciones, analgésicos e hipnóticos (el arte, la guerra, la música, la poesía) para huir del terror que despierta la contemplación de los astros y la maquinaria vacía, oscura, inexplicable del Universo. La conciencia de lo absurdo niega la existencia de lo absurdo.

Por mi parte he intentado traducir ese estupor, esa extrañeza de estar, escribiendo poemas que no son sino parapetos detrás de los cuales hablo con cierto inseguro disfraz: un pez, una rosa, un baile, un entierro. Vestido de pez, de pececillo a punto de morir, (porque los peces, como los hombres, estamos siempre a un milímetro de la muerte), transcribí de modo literal el testamento de ese enigmático compañero nuestro, el pez, ancestro nuestro que tiene los mismos ojos de Pablo Picasso, y el mundo que ven esos milfacéticos ojos se deslumbra ante las piedras de una ciudad, con parejo asombro al que nos abruma antes una muralla, ante una piedra, un caracol hallado en el bolsillo, ante una figura humana cualquiera, bella persona o hipopótamo violeta. Ese testamento, que por supuesto es mi propio testamento, dice en su discurso final:


Yo soy un pez, un eco de la muerte,
en mi cuerpo la muerte se aproxima
hacia los seres tiernos resonando,
y ahora la siento en mí incorporada,
ante tus ojos, ante tu olvido, ciudad, estoy muriendo,
me estoy volviendo un pez de forma indestructible,
me estoy quedando a solas con mi alma,
siento cómo la muerte me mira fijamente,
cómo ha iniciado un viaje extraño por mi alma,
cómo habita mi estancia más callada,
mientras descansas, ciudad, mientras olvidas.
Yo no quiero morir, ciudad, yo soy tu sombra,
yo soy quien vela el trazo de tu sueño,
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quien conduce la luz hasta tus puertas,
quien vela tu dormir, quien te despierta;
yo soy un pez, he sido niño y nube,
por tus calles, ciudad, yo fue geranio,
bajo algún cielo fue la dulce lluvia,
luego la nieve pura, limpia lana, sonrisa de mujer,
sombrero, fruta, estrépito, silencio,
la aurora, lo nocturno, lo imposible,
el fruto que madura, el brillo de una espada,
yo soy un pez, un ángel he sido,
cielo, paraíso, escala, estruendo,
el salterio, la flauta, la guitarra,
la carne, el esqueleto, la esperanza,
el tambor y la tumba.
Yo te amo ciudad,
cuando persistes,
cuando la muerte tiene que sentarse
como un gigante ebrio a contemplarte,
porque alzas sin paz en cada instante
todo lo que destruye con sus ojos,
porque si un niño muere lo eternizas,
si un ruiseñor perece tú resuenas,
y siempre estás, ciudad, ensimismada,
creándote la eterna semejanza,
desdeñando la muerte,
cortándole el aliento con tu risa,
poniéndola de espalda contra un muro,
inventándote el mar, los cielos, los sonidos,
oponiendo a la muerte tu estructura
de impalpable tejido y de esperanza.
Quisiera ser mañana entre tus calles
una sombra cualquiera, un objeto, una estrella,
navegarte la dura superficie dejando el mar,
dejando con su espejo de formas moribundas,
donde nada recuerda tu existencia,
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y perderme hacia ti, ciudad amada,
quedándome en tus manos recogido,
eterno pez, ojos eternos,
sintiéndote pasar por mi mirada
y perderme algún día dándome en nube y llanto,
contemplando, ciudad, desde tu cielo único y humilde
tu sombra gigantesca laborando,
en sueño y en vigilia,
en otoño, en invierno,
en medio de la verde primavera,
en la extensión radiante del verano,
en la patria sonora de los frutos,
en las luces del sol, en las sombras viajeras por los muros,
laborando febril contra la muerte,
venciéndola, ciudad, renaciendo, ciudad, en cada instante,
en tus peces de oro, tus hijos, tus estrellas.



Leído este poema, que considero de un romanticismo excesivo, de un pindarismo que desborda la prudencia y la estética, quédame por declarar, olvidando los sabios consejos de García Bacca, que en vano he intentado una y otra vez escribir poemas que sólo quieren ser eso, poemas, invención pura. Creo que ésta ha de ser la aspiración suprema de quien escribe, pinta, hace música o planta una escultura.

La aspiración suprema, porque al hombre le es dada -o él cree que le ha sido dada- la facultad de añadir cosas al universo, cosas en el sentido que daba Martín Heidegger a esta palabra, a este misterio. Por añadir entiendo, no sólo la originalidad, el dar algo que no se dio jamás, sino también la búsqueda exhaustiva, no superficial, de cuanto pueda haber en el objeto o en la sensación conocida, cosificada ya. Porque siendo insuficiente conocer por los simples sentidos el contenido de una cosificación, el ser humano tiene, pienso, la obligación de intentar entrar en las cosas, un pan, una mesa, un clavo, una fisonomía humana y animal. Ese aclarar, desvelar las cosas, como ha dicho Heidegger, es la misión única del poeta, recordando aquí que el poeta no es sólo quien escribe poemas, sino todo el que ensaya una explicación de cuanto le rodea, explicación tácita o explícita.

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La ciencia nos ha enseñado el arte de la penetración en las cosas, no sólo por el empleo del microscopio y del análisis, sino también por la preocupación que se nos exige tener ante la apariencia de las cosas, de los hechos y de las ideas. Si se mira con atención una mancha de vino en el mantel, puede llegarse a descubrir o redescubrir la ruta de Marco Polo.

Reconozco que mi mirada es mínima, pobre, superficial, porque tengo imaginación para adornar, pero no para penetrar, para descender al interior de los sentimientos y de las sensaciones, como es el caso de los contadísimos poetas-poetas que en el mundo han sido.

Bajar a las entrañas de un objeto es una titánica empresa de paciencia, de éxtasis, de iluminación.

Quiero hablar todavía de otro medio del que me he valido frecuentemente para convertir la relacionalidad en iluminación, dándole a esta palabra tan ambigua el sentido que le daba Mallarme, que es sencillamente imitar el trabajo de iluminación o coloración del grabado, a la manera del miniaturista medioeval. El colorido, la iluminación de la estremecedora aparición de Toledo ante el viandante, me ayudó a delinear su fisonomía con cierta aproximación, pienso; de igual modo, la contemplación de unas abejas en su actividad habitual, me llevó a transver, a mirar las abejas bordadas ya en el armiño imperial de Bonaparte. Conozco por experiencia campesina la virtud curativa de la abeja y sus ácidos sobre el dolor de lumbago. El impulso, innato en mí, de relacionar y sacar en su contexto habitual las cosas para que dejen de estar ocultas, me llevó a escribir el poema titulado «Pavana para el emperador», una eutrapelia, pero también algo más:


Napoleón tenía un manto lleno de abejitas de oro.
Cuando el dolor de lumbago acometía al Emperador,
las viejas hechiceras de Córcega le aconsejaban:
-Polioni, vuelve el manto al revés, ponte las abejas en la piel.
Y las fieras abejitas picoreaban a lo largo del espinazo imperial;
Sin la menor reverencia clavaban sus aguijoncitos arriba y abajo,
Hasta que trasfundían sus benévolos ácidos en la sangre del Corso,
Y el lumbago salía dando gritos, vencido por el vencedor de Austerlitz.
La risa reaparecía en el rostro imperial, y la corte se vestía de encarnado;
Napoleón, libre de penas, volvía al derecho el manto, el de las abejitas de oro,
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Y tomando con la punta de los dedos los extremos del armiño,
Echábase a bailar una pavana por todos los salones de la Tullerías:
Tra-la-lá, tra-la-lá, bailaba y cantaba, y decía olé, y viva la vida, y olé.
Y en tanto bailaba d e nuevo feliz el Señor del Mundo,
Las doradas abejitas de su manto, felices también, reían y cantaban,
Como rayos de sol en la cabeza de un niño.

(1963)



Eso es todo, la realidad transfigurada, hasta donde alcanza la imaginación.

* * *

Hoy he vuelto a la Universidad, a la luz de Fray Luis, y siento renovarse, en guerra con el peso del paso del tiempo, la sensación de crecer y crecer hasta llegar a las mismas praderas del cielo. La ilusión de poetizar, de explicarme fragmentos y retazos del universo, morirá conmigo.

Vuestra generosa convocatoria en torno a mis poemas, me ha obligado a mirar frente a frente estos últimos días cuanto llevo escrito, y confieso que casi todo me ha parecido excesivo, dominado por la fuerza de las palabras en sí, no dominando el autor al poema, sino al revés. Preferiría dejar poemas que quizás Parménides o el mismo Heráclito no rehusasen firmar. Pero no creo contar ya con el tiempo para recortar la elocuencia y reorientar la imaginación, que se repite y se agota. Tengo que publicar algunos poemas que posiblemente desconcertarán y hasta irritarán, quizás, al lector, como es el caso de este «Festín de Alejandro», tema que se presta como pocos a un despliegue de escenas brillantes, de fanfarrias, de cortinajes, de guerreros adorando a quien les parecía el favorito del cielo, etcétera, etcétera.

Este «Festín de Alejandro» que mantengo en la sombra, parco, concreto, dice:



Para desayunar,
Alejandro el Grande prefería
testículos de tigre
con salsa de caviar;

Para la merienda,
—330→
el omnipotente Alejandro exigía
frituras de unicornio
con néctar de mandarinas;

Para cenar,
el dueño del mundo, Alejandro,
se contentaba
con una corteza de manzana calentada
entre los senos de Astarté.



* * *

Empleé hace un instante la palabra viandante. Viajero incesante en el camino, llevado y traído por el corcel de la imaginación, es lo que soy, lo que somos. Desde el más antiguo poema recordado, el Gilgamesh, hasta los poemas de Saint John Perse, pasando por el paisaje lunar de la Tierra Baldía, con una parada altamente ilustrativa en la Odisea, esa biografía compendiada del género humano, no hace la poesía otra cosa que estar en el camino, errante, yendo hacia todas partes y hacia ninguna.

Andar con el tiempo al hombro, que decía Lope, y distraerse del inútil pero inexorable viaje con la música y la escritura, con la vida rutinaria y ciega, es cuanto podemos hacer.

Personalmente es lo que hago. No conozco, ni me interesa, el valor o el no-valor de cuanto llevo escrito. No sé; sencillamente, no sé.

Por esta misma incertidumbre, es por lo que me asombra y me conmueve que haya personas, lúcidas, razonantes, reflexivas, como vosotros, que muestran tal interés por esos poemas, que llegan al extremo de producir, como en estos días inolvidables e impagables para mí, unas muestras de aprecio que no puedo, no sé comprender, pero agradezco.

«Tengamos el decoro, dice Juan David García Bacca, de no querer exhibir el yo -mi concepción del arte, mi clase de poesía, mi filosofía...-; hagamos virtud de esa imposibilidad, y no haremos el ridículo ni obligaremos a que lo hagan nuestros amigos.

«Digamos, al dar a luz un poema, una obra... "ahí queda eso". Digámoslo y cumplámoslo», concluye García Bacca.

Ahí queda eso, un guijarro o una estrella. Ahí queda eso, y nada más.

Salamanca, 28 de abril de 1993.