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Diario de máscaras [Fragmentos]

Luisa Valenzuela






El tiempo de la máscara ¿Qué son en verdad las máscaras? ¿Objetos uso, esculturas, obras de arte, piezas coleccionables? Nada de eso, nada de lo otro. Como en los pases de prestidigitación, nada por acá, nada por allá y de golpe: todo.

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Las máscaras son umbrales: entidades liminales entre lo sagrado y lo profano, entre el mundo de los espíritus y el de los mortales, entre el bien y el mal, entre la obra de arte y la espontaneidad del desparpajo, entre la risa y el llanto, la alegría, el ritual, la muerte, el desenfreno. El desenfado también. Son una de las primeras manifestaciones del arte allí donde nunca existió la palabra arte; ni la palabra máscara si vamos al caso. Están vivas a la par de quien las porta, han servido para personificar las fuerzas de la naturaleza y para ahuyentar o asimilar los miedos, son instrumentos de enseñanza social y de contención, son el todo en cada pieza individual.

Cuando la máscara no está en uso se dice que duerme. Cuando un oficiante, sacerdote, bailarín o actor se la cala, la máscara despierta. Y despierta a su usuario, transportándolo a otros mundos.

En muchas culturas se entiende que las mascaras son de inspiración divina. Los Dogón de Mali opinan que «cuando un artista está inspirado ya no es más un simple ser humano. Se dice que no está más solo, que está habitado por un kungo-fe, una cosa de la cabeza, y ya no tiene por qué responder a las reglas sagradas de las interdicciones. Los principios cotidianos se invierten, la creación se impregna de una fuerza sexual, y el artista y su creación se ven insertados en un dominio, el Bamanaya, en realidad una fuerza que reagrupa las formas para entrar en contacto con el secreto, con el más allá».

Un kungo-fe, una cosa de la cabeza, eso también es la máscara que pone fuera lo que sentimos por dentro.

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Las cuatro direcciones

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Para encarar estas narraciones sentí que necesitaba hacer una ofrenda. Urbana y simple pero necesaria. Al fin y al cabo, escribir sobre máscaras es una forma de calárselas y salir a bailar con ellas, devolviéndolas a la vida, porque la palabra confiere un nuevo aliento. ¿Y quién puede pretender entender las máscaras, abarcarlas en toda su miríada de significados?

Calidoscópica la máscara, transformativa; preformativa al igual que los verbos jurar o prometer, que con el simple enunciado ya realizan la acción. Las máscaras son así, prometen mucho y cumplen por demás, inesperadamente. Como las del teatro Noh -hay tres sobre la segunda ventana: un Okina, el viejo; una Onna-men usada por el onagata, ese hombre que personifica a una mujer; un Otoko-men el joven-. Son hieráticas sólo en apariencia porque cambian de expresión con el más leve movimiento de la cabeza del actor. Si el actor mira ligeramente hacia arriba la máscara parece feliz, triste cuando inclina la cabeza. Todo es cuestión de sombras. Casi siempre es cuestión de sombras con las máscaras.

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La verdadera vuelta a la manzana

Viví diez años en Nueva York, de 1979 a 1989. Allí compré una que otra máscara africana, traicionando mi propósito de buscarlas in situ pero no del todo: Nueva York en la década del 80 era el ombligo del mundo. El ónfalo, al menos para mí, con todo su esplendor y las consabidas pelusas, lo más claro y también lo más oscuro a pasos de distancia. Tengo una máscara artesanal de papel maché comprada una noche de Halloween, esa fiesta de brujas que por las calles del Village estalla con toda magnificencia y locura creativa resumiendo lo que esa ciudad brinda en materia de imaginación, poder de síntesis y, como se pudo comprobar en el 2001 y por desgracias, capacidad premonitoria. Se trata de un rostro abstracto, verde turquesa con motas, que tiene dos largas orejas rectangulares en las que están dibujadas las torres gemelas; la nariz impactante de elevado puente tiene en la punta un pequeño rectángulo con un zapato dibujado. Bajo las orejas-torres-gemelas y sobre la frente, la siguiente frase: «Después crearon lo que ellos llamaron civilización», que se continúa con flechitas que descienden por el puente de la nariz hasta el zapato, para culminar a la altura de la boca con palabras lapidarias: «y le zapatearon encima».

Simple comprobación de la polisemia, de la capacidad polivalente de las máscaras. Y de esa ciudad que todo el tiempo se redibuja y transforma.

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Primera vez en Bali

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... en Bali entré de lleno en el universo máscaras casi sin proponérmelo.

Esa noche una vez más el bondadoso Barong, deidad solar algo payasesca y tierna con su gran máscara de leonino dragón que castañetea los dientes, tocado de dorada filigrana recortada en cuero y cuerpo de largos flecos, portado por dos hombres para darle extensión, se enfrentará a la bruja Rangda, viuda negra con ojos saltones inyectados de sangre, feroces desmesurados colmillos y larguísima lengua también de dorada filigrana de cuero. No pueden existir el uno sin el otro, el yang sin el yin, la luz sin la sombra, y en la pelea eterna nunca habrá un vencedor porque no podríamos calibrar el bien, ni siquiera definirlo, si no tuviera como contracara al mal que lo resalta y valoriza. Por eso mismo todas las esculturas de feroces deidades hinduistas que protegen la entrada de las casas en Ubud tienen delantales a cuadros blancos y negros: el bien y el mal entrecruzados como siempre sucede en esta vida.

Y en la noche de la ceremonia, a la luz de las antorchas y bajo el sencillo tinglado, Barong y Rangda luchan solos hasta que los seguidores de Barong aparecen en escena e intentan herir a la bruja con sus krisses; Rangda entonces revierte el ataque y ellos caen en transe y sus propios cuchillos rituales se tornan en su contra pero claro, protegidos por Barong no pueden auto herirse y así queda la cosa, en equilibrio si bien siempre inestable y repetitivo.





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