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La palabra, esa vaca lechera

Luisa Valenzuela





En los colegios de mi país agropecuario y ganadero solían hacernos escribir una composición de tema previsible: La Vaca. Hoy, tratando de adentrarme en el tema de la escritura de mujer, pienso naturalmente en la palabra (que es a la vez cuerpo y escritura) y naturalmente pienso en la vaca.

Animal nutricio, la palabra, animal muchas veces dócil que solemos ordeñar a nuestro antojo, animal que a veces presenta cuernos y nos embiste, al que muchas veces le «sacamos el cuero» para decirlo en argentino, que tiene carne y vísceras, buenos y malos olores. Sólo que no siempre tiene cuatro patas; puede tener cinco como las que se le buscan al gato, o mil patas o ninguna (palabra despatarrada), y hete aquí que es cuerpo y es nuestro cuerpo y la producimos con nuestros propios jugos a veces llamados saliva y a veces tinta.

Palabras vaca, vacas nosotras las mujeres, aunque la expresión parezca un insulto y sea simplemente la imagen de un rumiar para dentro, de un digerir y un entender que en última instancia genera el discurso.

Por eso digo que creo en la existencia de un lenguaje femenino aunque éste no haya sido aún del todo develado y aunque la frontera con el otro -el lenguaje cotidiano con impronta de hombre- sea demasiado sutil y ambigua como para ser trazada.

Porque el lenguaje es sexo (y el nuestro es sexo femenino) y porque la palabra es cuerpo. Y en este lenguaje femenino cargado de fuerza, no para nada novela rosa moñitos todos del mismo color como añora el tango, no son las palabras las que cambian. Lo que estamos efectuando en realidad, aun sin proponérnoslo, es un cambio radical en la carga eléctrica de las palabras. Les invertimos los polos, las hacemos positivas o negativas según nuestras propias necesidades y no siguiendo las imposiciones del lenguaje heredado, el falócrata.

Mary Daly en su libro Gin/ecología analiza a fondo el tema del imperialismo verbal al estudiar el rol semántico que el hombre nos ha atribuido desde siempre a las mujeres. Valga una cita como botón de muestra:

«Las mujeres hemos sido, en todos los tiempos, las parcas, las tejedoras. Nos adjudican los textiles mientras ellos se quedan con los textos, sin tomar en cuenta que el origen de ambas palabras es el mismo, el término latino texere que significa tejer». («El patriarcado -agrega Daly- nos ha robado nuestro cosmos y nos lo ha devuelto en la forma de cosméticos y de la revista Cosmopolitan»).

Ergo, nosotras nos embellecemos, y tejemos (aun tratándose de escribir y publicar libros), y ellos escriben. Observen nomás qué ordenadito sería todo -cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa- si no fuera por el sublime travestismo del lenguaje que nos hace todo tipo de jugarretas y muchas veces devela aquello mismo que pretendió velar.

Por lo tanto no nos dejamos tomar más por sorpresa. Para medir nuestras palabras empleamos ahora nuestras propias varas, y escarbamos profundo hasta llegar a las verdaderas raíces.

Hay conciencia de cuerpo también para el cuerpo de nuestra escritura. Sería ésta una forma de defender nuestro propio oscuro deseo, nuestras fantasías eróticas tan distintas de las del hombre. Nuestros fantasmas. Esos que se suponían no eran femeninos, entre comillas.

Defendemos por lo tanto el erotismo de nuestra propia lengua y de nuestra literatura, para no seguir siendo el espejo del deseo de los hombres.

Cada vez estoy más convencida de que las palabras son como los quark: ínfimas partículas de materia tan pero tan pequeñas que carecen de tamaño, pero tienen -por imprescindible convención- sabor y color, y se presentan intercambiablemente como partícula o como onda, según el ojo del experimentador. O de la experimentadora.

Así, a las viejas, remanidas, usadas, gastadas palabras -las vaquitas de nuestra infancia- ciertas escritoras de hoy les estamos aportando nuestra combinatoria propia. Levantamos velos, exploramos a fondo las connotaciones para dejar al descubierto ocultos colores y sabores femeninos que nos habían sido escamoteados desde siempre. Se trata de un acceso al conocimiento por la vía oscura, una apropiación desde Beatrice de la senda scura del Dante. Ya estamos aburridas de seguir transitando el iluminado (por los hombres) camino logocéntrico que sólo nos lleva donde queremos ir sin permitirnos saber más allá de lo sabido.

Hay todavía mucho por hacer, por suerte. Esto nos mantiene vivas y hace aumentar el número de nuestras huestes. Cada día son más las mujeres que se animan a este tipo de escritura consciente, cada día se afina más el mapa aunque a la mayoría o no les interese o no puedan transitar la compleja senda aquí propuesta.

Porque sabemos del peligro que pueden representar las palabras. La mujer, cuyo mandato fue ser bella y callar va perdiendo su máscara y ya no le importa la belleza, le importa decir lo que no pudo ser dicho desde la hegemonía del padre, y siembra algo peor que el desconcierto: siembra la duda. Ya no hay terreno seguro y las escritoras así lo entendemos desde esta nueva vista abierta a lo desconocido.





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