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ArribaAbajo- XVIII -

Por Júpiter, por Cristo, si así os parece mejor, juro ante mi conciencia que no logré descifrar el tremendo enigma. Fatigado de ahondar en él, me sosegué recordando el título de una comedia de Calderón: En este mundo, todo es verdad y todo es mentira. Para mayor   —199→   consuelo mío, amplié la sentencia diciendo, en este mundo y en el otro.

Ni dormido ni despierto, pensé que entraría con pie derecho en Cartago Espartaria si Mariclío me agraciaba con su divina presencia, guiándome con sus consejos y mandatos en aquel laberinto de pasiones ardientes... A Floriana, seguramente la encontraría. ¿Dónde, cuándo? El Destino, a quien sobre esto interrogaba, respondíame con rostro más risueño que ceñudo, que esperase tranquilo el correr de los primeros días... Gocé al fin de un sueño apacible, y al caer de la tarde, me puse en planta, me vestí y arreglé para bajar al comedor. En este había bastante gente, todos hombres, ni una señora por casualidad. Tomé sitio en la cola de la mesa redonda, y comí de todos los platos que me fueron pasando. La conversación de los comensales, era exclusivamente política y cantonal, con rudas vehemencias, y ultrajes al odioso Centralismo.

Como entré a comer de los últimos, quedeme casi solo a la hora de los postres y el café, y entonces se me ocurrió tirarle de la lengua al mozo, que era un chico afable, decidor y ávido de contar más de lo que sabía: «¿Vio usted aquel jovencito, casi sin pelo de barba, con uniforme de coronel de Milicianos, que comía junto a la cabecera? Pues ese es Cárceles...

-¡Cárceles...! -exclamé revolviendo en mis recuerdos-. Ya decía yo que aquella cara no me era desconocida. Ahora caigo...   —200→   En el Club de la calle de la Hiedra oí sus discursos algunas noches. Habla muy bien; es chico listo, fogoso, de ideas exaltadas. Me parece que estudia Medicina.

-Sí señor; estudia para médico y enseña federalismo. No hay otro más templado ni que sepa como él jugarse la vida por la revolución. Es hijo de Cartagena y aquí le idolatra la ciudadanía trabajadora, y, como quien dice, hambrienta de pan y libertad. Suyo es todo el popularismo campante que llamamos Milicias Voluntarias y Movilizados; suya toda la gente operaria del Arsenal, y los que labran con su sudor el mecanismo de la Maestranza, y viceversa los de la Armada: cabos de cañón, artilleros, contramaestres, y el total de marinería de guerra, mercante y de pesca... No le pueden ver los prefumistas... ¿sabe usted...?

-Ya, ya; los partidarios del señor Prefumo, diputado por Cartagena. Le conozco.

-A los prefumistas les descompuso Cárceles el juego antes de las elecciones municipales, y luego hizo la revolución en un decir Jesús, la noche del 11 al 12 de este mes de Julio. Lo que vale esa criatura no se dice en seis días... ¡Y qué pico de oro, qué manera de entusiasmar a las masas y de llevarnos a donde quiere con cuatro palabras y cuatro gestos de lo que ellos llaman el apoteosis del credo federal!».

Oído esto, que me pareció interesante, le pregunté si había venido a buscarme el señor que me trajo a la fonda. Mi simpático camarero   —201→   respondió que aquel señor, que era don Lorenzo Cantalapiedra, empleado destituido por el Cantón, se habría escapado ya probablemente de Cartagena.

«Es centralista -añadió con mohín despectivo-, y ya sabe usted que el centralismo es lo más malo que hay. A esos tales los odiamos, y cuando queremos ofenderles los llamamos benévolos, que es el voquible más feo que aquí se puede decir a un cristiano. ¿Se asombra usted?

-No, amigo; ya sé: los benévolos son un partido político; el que ha condenado el Cantón y se dispone a combatirlo.

-Pues en Cartagena no le ponga usted ese mote a nadie, como no fuere algún enemigo a quien quiera usted enrabiar. En fin, señor; si usted no me manda otra cosa, voy a comer. Cuando los mozos terminemos nuestra faena, me iré al Club. De seguro hablará Cárceles. ¿Quiere usted oírle y pasar allí un ratito? Yo le acompañaré con mucho gusto, puesto que usted no conoce la población. Es aquí cerca, en la calle de Jara».

Acepté gustoso la invitación del simpático mozo, y para hacer tiempo, salí a dar un paseo. Pero como desconocía las calles, puse freno a mis aficiones ambulatorias, tratando de reconocer los lugares por donde caminaba para poder orientarme a mi regreso. Llegué cerca de un edificio que me pareció el Ayuntamiento, vi el arco de muralla que al puerto conducía. En mi paseo me abstuve de meterme por calles laterales, temeroso de perderme.

  —202→  

Invertida en esta corta exploración una media hora, me volví a la fonda, y al poco rato salí con mi primer amigo cartagenero, el cual, conduciéndome por una calle estrecha y algo empinada, abrió el grifo de su locuacidad prolija con estas informaciones: «Esta calle se llama del Cañón... Se lo digo para que se vaya enterando... A mí me tiene usted a sus órdenes siempre que esté franco de servicio en la fonda. Yo me llamo Alonso Criado, para servir a usted, y soy de San Pedro del Pinatar, orilla del Mar Menor. Esta otra calle por donde vamos ahora se llama de los Cuatro Santos... para que usted vaya conociendo la capital de nuestro Cantón. En vez de seguir palante, nos metemos viceversa calle abajo y entramos en la de Jara, donde está el Club».

No era menester decirme que allí estaba el Club, porque apenas pisé la calle oí el rumor oratorio y el estruendo de los aplausos. El gentío rebasaba de la puerta, y en medio del arroyo había gran número de oyentes. Mi camarero, que llevaba sombrero ancho, chaqueta y pantalón de dril, y un nudoso garrote, trató de abrirse paso invocando su calidad de socio, y miembro de la Diretiva. Yo no me atreví a seguirle por no aguantar estrujones y sofocos. Desde la calle oí la voz de Cárceles, vibrante, cálida, y percibí conceptos de rotundas cadencias tribunicias, que provocaban rugidos de entusiasmo.

Por el hueco que abrió con sus codos de hierro el mozo de la fonda, salió con fatigas,   —203→   arreando golpes a diestro y siniestro, un joven alto y huesudo en quien al punto reconocí a Fructuoso Manrique, oficial de Telégrafos, amigo mío a quien yo conocía desde los primeros meses del 72. En cuanto salió del atascadero, sofocado y limpiándose el sudor, llegueme a él y celebramos nuestro encuentro con un estrecho abrazo. «¿Tú aquí?... ¡Qué alegría verte!... Cuéntame... ¿Qué es de tu vida?». Era Manrique un chico excelente, suelto de palabra, honradamente fanático en opiniones, y seriamente dispuesto a la guasa y a la travesura. Le traté primero cuando íbamos juntos a negociaciones con la Casa Rostchild (Alamillo street), con Torquemada y otras Bancas que eran alivio de los necesitados. Fue luego, durante un mes, mi compañero de pupilaje en la calle del Amor de Dios, y últimamente estrechamos nuestras relaciones en Gobernación, cuando él servía en el gabinete telegráfico del Ministerio.

En Mayo del 73 fue destinado a Cartagena, su pueblo natal. Allí tenía familia y sin fin de amigos, entre ellos Cárceles. Con este, con Alberto Araus y otros muchachos furibundos, perteneció a la Juventud Federal de Madrid. No hay que decir que en la fiebre pasional del Cantón halló Fructuoso el ambiente apropiado a su temperamento político. Así lo aprecié y comprendí cuando, llevándole conmigo a la fonda para tomar un piscolabis, me dio a conocer, con la exactitud de un testigo de vista, las primeras páginas de la Historia   —204→   cantonal. Os doy un fiel extracto de su verbosa relación:

«Todo lo que aquí ves, todo este prodigio de crear un Estado, rudimentario si quieres, pero Estado al fin, se le debe a Manolo Cárceles Sabater. ¡Y luego dicen que los jóvenes...! No esperes nada de los viejos, Tito. Los viejos teorizan, pero no ejecutan. Vino este chico de Madrid comisionado por el Comité de Salud Pública para promover el levantamiento de Cartagena. Ni corto ni perezoso, poniendo toda su alma en la acción y encubriendo cuidadosamente sus propósitos, convocó al pueblo en el Club de donde me has visto salir. A su devoción tenía toda la masa obrera, los cabos de cañón y la marinería de las fragatas Almansa y Vitoria. Los enardeció como él sabía hacerlo, encaminando los entusiasmos hacia el tema de las elecciones municipales convocadas para el día 12. Esto fue un artilugio político, preparación para cosas más gordas.

»Luego celebró otra reunión para protestar del nombramiento de un inspector de policía, hechura de los aborrecidos prefumistas, llamados por mal nombre benévolos. De tal modo soliviantó a las multitudes, que el polizonte se quedó sin destino. A la gente del Arsenal y de la Escuadra les hizo creer que estaba de acuerdo con el Gobierno para hacer la revolución, con lo que logró que a su lado se pusieran hasta los más tímidos. En aquellos días pronunciaba discursos por mañana, tarde y noche, y se movía de un lado para otro,   —205→   estaba en todas partes... poseía sin duda el don de ubicuidad.

»Espérate un poco, Tito, que ahora viene lo mejor. Después de conferenciar secretamente con los Movilizados que guarnecían el castillo de Galeras para inducirles a que no se dejaran relevar por fuerzas del Ejército, se entendió con nuestro amigo Alemán, que manda la Compañía más brava de los Voluntarios de la República. Alemán convocó a la Compañía en su propia casa; pero no se reunieron más que sesenta, por falta de tiempo para dar los avisos. De estos sesenta sólo la mitad iban armados con sus fusiles Remington.

»Cárceles les expuso su plan y les dijo que eligieran al que creyesen de más agallas para un paso muy arriesgado. Elegido fue un cartero llamado Sáez. Ya le conocerás... Es un tío bragado, capaz de jugarse la vida cien veces por la Causa federalista. Sin más preámbulos, Cárceles le dijo: 'Cartero de todos los demonios, tienes que subir al castillo de Galeras con los treinta hombres que llevan fusil. Nada, que subes cueste lo que cueste y caiga el que caiga. Cuando llegues a la cortadura te echarán el alto los centinelas de los Movilizados, preguntándote el santo y seña. Tú contestas a sus preguntas: Cantón y Libertad. Entonces te abrirán el castillo. Tu consigna es reforzar la guarnición, y no permitir de ningún modo que a las doce de la noche os releve la tropa del regimiento de África. En Galeras te sostendrás   —206→   hasta que Cartagena secunde el movimiento'.

»Tramado el golpe de mano, Cárceles confió su plan a don Pedro Gutiérrez... Ya conocerás a este señor, Presidente del Comité republicano de Cartagena y admirador fervoroso de Castelar... El pobre don Pedro se llevó las manos a la cabeza, y dijo a Manolo que aquello era una locura. Mas la locura se realizó con un éxito redondo. A las doce de la noche del 11 de Julio, los soldados de África tuvieron que regresar a la plaza cantando bajito, y Galeras quedó en nuestro poder.

»No esperó Cárceles el día para seguir actuando con su extraordinaria velocidad de acción. A la una de la madrugada se reunieron en un caserón viejo de la calle del Carmen, junto a la puerta de Madrid, muchos jefes de Movilizados y Voluntarios, a los que Cárceles expuso el estado de las cosas. Algunos se asustaron y no quisieron comprometerse a secundar la revolución. Sólo el capitán Martínez y otro jefe de Voluntarios declararon que irían adelante. Covacho y Roca dijeron que antes de comprometerse creían necesario consultar a sus Compañías.

»A las cuatro de la madrugada, los timoratos quisieron dar por terminada la reunión. Pero a ello se opuso Cárceles resueltamente. Salió el valiente Martínez, y a poco volvió con su Compañía. Con diecisiete hombres de esta, se fue Cárceles al Ayuntamiento, tomando posesión del edificio. Como no tenía cornetas ni tambores, mandó a dos parejas de   —207→   Voluntarios con orden de recorrer las iglesias para que las campanas de estas inmediatamente tocaran a rebato. Amaneció... El sol que nos alumbró el día 12 era ya un sol cantonal.

»A las cinco de la mañana, el que bien puedo llamar dictador de un día, puso centinelas en la Plaza de las Monjas y nombró la primera Junta Revolucionaria, figurando él como presidente, y como vocales el viejo republicano D. Pedro Gutiérrez, los capitanes de Voluntarios Pedro Alemán y Juan Covacho, y otros que no nombraré porque, como verás, duraron poco. Acto continuo, se presentó a Cárceles un cabo de cañón de la Almansa, diciéndole que hasta que la plaza no se sublevara de una manera pública, la escuadra no podía secundar el movimiento, y urgía resolver esto porque los barcos tenían orden de zarpar dentro de pocas horas. Sin demora, el dictador mandó a Galeras un emisario para que izaran bandera roja, saludándola con un cañonazo.

»Al poco rato presentáronse en la Plaza de las Monjas las Compañías de Voluntarios que mandaban Covacho y Roca, con ciento cincuenta hombres bien armados cada una. Guarnecido ya el Ayuntamiento, Cárceles fue a Telégrafos para incautarse de las líneas, cortando la comunicación con Madrid. Mandó retirarse a los Carabineros que prestaban servicio en las puertas de la muralla, sustituyéndolos con Voluntarios, y estando en esto, lleváronle la noticia de que la Junta   —208→   recién nombrada por él, vacilante y medrosica, trataba de ahogar la revolución en su nacimiento. Corrió Cárceles a la Casa Consistorial y, acompañado de unos Voluntarios muy decididos (entre ellos iba yo), se acercó a la puerta del salón de sesiones en el momento en que peroraba un señor Fernández, escribano, capitán de Movilizados y amigo de Prefumo. Dimos un empujón a la puerta y nos plantamos en medio del salón. Cárceles no dijo más que esto: 'Despejen... ¡a escape, a escape!... El que no quiera salir por la puerta saldrá por el balcón'. Desbandáronse los reunidos.

»En aquel momento, la bandera roja y el cañón de Galeras proclamaron el régimen nuevo. A eso de las diez de la mañana, se reunieron en la plaza más núcleos de Voluntarios y Movilizados. Yo volé al Arsenal, y al poco rato traje la noticia de la sublevación de la marinería y de los obreros de la Maestranza. Al mediodía se nombró nueva Junta Revolucionaria, eliminando a los de la cepa prefumista y benévola, y sustituyéndolos con federales ardientes. En esta Junta se dio la presidencia a don Pedro Gutiérrez, nombrando a Cárceles Comandante General de las fuerzas populares...

»Para comprender bien nuestra emoción (y en plural lo digo porque en todos aquellos lances me encontré); para que te hagas cargo de las alternativas de susto y ardimiento, de coraje, desmayo y suprema exaltación, considera los graves sucesos que con precipitada   —209→   furia se desarrollaron en el término de un día. Tú, Tito, que has visto muchas y grandes cosas y de ellas escribes, reconocerás que España no ha visto un trozo de Historia condensada como este nacimiento de nuestro Cantón...

»Y para que las ansias y triunfos de aquel inolvidable día 12 remataran de un modo espléndido, a las cuatro de la tarde tuvimos la entrada de Antonio Gálvez en Cartagena. No puedes tener idea del entusiasmo loco con que le recibimos. Su fama de valentía, sus proezas como rebelde indomable, su carácter rudo, entero, su misma figura de luchador salvaje, hacían de él un hombre de leyenda, o una leyenda humanizada. Del tren le sacamos en vilo, algunos amigos le metieron en una carretela, y al llegar a la calle Mayor tuvo que descender, porque los caballos no podían romper por entre la multitud... Parte a pie, entre abrazos y empujones, parte en hombros, llegó al Ayuntamiento, desde cuya balconada saludó al pueblo y al Cantón de Cartagena, con frases de noble y bárbara elocuencia».




ArribaAbajo- XIX -

Así terminó Fructuoso Manrique su fragmento de Historia condensada. Yo no me cansé de oírle; él se fatigó de hablar, pues no he referido más que una síntesis de lo que   —210→   me dio su fluidez discursiva. Amplificaba sin freno, y sus continuas digresiones le llevaban fuera del asunto, perdiéndose en lentas curvas hasta volver jadeante a la línea recta... Al despedirnos, con mutua promesa de vernos a menudo, me indicó los lugares donde podría encontrarle, el Telégrafo, el retén de la guardia del Ayuntamiento, la casa de Manuel Cárceles, plaza de la Merced, la redacción de El Catón Murciano, y otras señas y direcciones que no se grabaron bien en mi memoria.

Mi atrasado sueño me dio aquella noche un descanso tranquilo, y al día siguiente, después de almorzar, me lancé a la calle dispuesto a recorrer la población y a enterarme de todos los aspectos públicos de la vida cantonal. Deambulando a la ventura, no pensaba más que en encontrar algún rastro de Floriana, alguna señal o indicio por donde pudiera descubrir la morada de la Diosa que me había traído por las entrañas de la tierra o por la superficie de esta, pues ya me atormentaban dudas acerca de mi verdadero camino desde Madrid a Cartagena. Mi aburrida expectación me llevó a la ciudad alta, con accidentes de Alcazaba moruna y vestigios de Catedral añosa, no sé si visigoda o románica; llevome después al grandioso Arsenal, donde vi la marinería dueña de los barcos y de los almacenes y talleres: toda la oficialidad y jefes de la Armada estaban en forzadas vacaciones.

Rendido de cansancio me volví a mi fonda,   —211→   a la caída de la tarde, y apenas entré me dijo un camarero que una señora había estado a preguntar por mí tres veces y que, dolida de no encontrarme, prometió volver a la mañana siguiente. Por las señas que me dio el mozo comprendí que mi visitante no podía ser otra que la insigne Doña Gramática. La esperanza de ver pronto a Floriana me llenó de júbilo... Mi amigo Alonso Criado me dio nuevos pormenores de la visitante, repitiendo estas palabras de ella: «El caballero don Tito ha venido a Cartagena a escribir la Historia de lo que aquí está pasando». Subí a mi cuarto para quitarme el polvo del largo paseo. Di un corto descanso a mis huesos, y al bajar al comedor y sentarme a la mesa, mi fiel camarero me preguntó si me agradaba la población, si había visitado el Arsenal, si había visto a Gálvez...

«Estuve en el Arsenal, mas no he visto a Gálvez. Me han contado el recibimiento loco que le hicieron ustedes el día doce.

-Cosa no vista. Pues digo... el recibimiento que hicimos al General Contreras, un día después, también fue bien sonado de palmas, vitoreos y ¡aquí está el hombre! Para mí que este Contreras es la primera espada de España y el primer ojo militar que tenemos».

Respondile apoyando estos encomios, y en el tercer plato me dijo: «Pues ahora estamos esperando a Roque Barcia, que como sabio da quince y raya a todos los tíos de las Academias y Ateneos de Madrid. En fin; que vamos a tener en Cartagena la flor y nata del   —212→   valor, de la hombría de bien, del militarísimo y de la ilustración tocante al teje maneje del Gobierno y demás. Yo he leído esas Biblias que escribe don Roque, y crea usted que con aquel frasco tan pulido me quedo tonto y me subo al quinto cielo».

Cuando me servía los postres y el café, puso la voz en el tonillo bajo de íntima confidencia para decirme:

«Si el caballero don Tito quiere poner en el punto verídico la Historia que piensa escribir, no se olvide de este caso que al por menor le cuento. En la noche del trece vino a Cartagena de ocultis un señor Anrich que era Ministro de Marina en el Gobierno de Don Pi. Traía la incumbencia de restablecer la disciplina en la escuadra. Un cabo de cañón le hizo un disparo que por desgracia falló... El hombre tuvo que salir de naja, pero no con las manos vacías, pues arrambló con veinticinco mil duros que estaban dispuestos para pagar un mes vencido a la Maestranza. Ponga usted también en su Historia que se llevó de rositas dos mil reales para sus gastos de viaje. Que no se le olvide esta gatada, y que esté bien clarita. Así verá el mundo lo que son estos caballeros del Centralismo nefando y virulento.

-Y ¿es verdad que el Gobernador de Murcia, ese Altadill, vino a Cartagena el día trece?

-Sí señor; pero no se metió en nada. Nuestro Cantón se ha hecho de por sí, y todos los populares, cada cual según su capa social,   —213→   arrimó el hombro con desinterés, señor don Tito, sin recibir un chavo de nadie. Para que vea usted lo que es aquí la masa federal, armada o sin armar, le diré que la Junta Revolucionaria decretó el día 12 que se acuñara una medalla memorativa para colgarla en el pecho de los que defendieron el Cantón con las armas en la mano. La tal medalla daba derecho a una pensión vital de treinta reales al mes. Nadie aceptó el sustipendio. En cambio, los Voluntarios de la República pidieron que en la condecoración campeara la palabra Heroica... Tome usted apuntación de este otro sucedido. El día quince llegó a la estación de la Palma el Regimiento de Infantería de Iberia, para batirnos a los cantonales. Llegó, vio y ¿qué hizo? Pues pronunciarse lindamente. Los soldados, que eran todos de la masa federal, despidieron a sus jefes y entraron en Cartagena dando vivas al Cantón.

-Pues todo eso, amigo Criado, lo pondré de pe a pa. Ya he sabido que la tropa de la guarnición de Cartagena imitó el ejemplo de los de Iberia.

-Lo que yo voy viendo es que el mundo entero es federativo. Acabarán por acantonarse las estrellas y esos que llaman planetas, para que rabie el sol».

Con esto nos despedimos. Me acosté, y aunque dormí algunas horas, la noche se me hizo interminable, como si faltaran siglos para la visita de Doña Gramática. Hallábame ya vestido y compuesto, a punto de las nueve, cuando entró en mi aposento la ilustre   —214→   dueña. Era una mujer de mediana edad y de vulgar estampa, de rostro severo que a ratos volvíase almibarado. Vestía con aseada modestia; su cuello era carnoso, sus manos bonitas, su voz timbrada con el acento profesional, un tanto campanudo. Lo primero que me dijo fue su nombre, que yo desconocía. Llamábanla comúnmente Juanita Cid, y poseía cuantos títulos acreditan competencia en las funciones del magisterio con faldas.

Reíme de mí mismo al recordar que había visto en aquella pobre mujer una figura semi-olímpica, que se codeaba con las hermanas de Apolo y le quitaba motas a la Musa de la Historia. ¡Lo que va del ensueño a la realidad! Sentose la dueña frente a mí, y plegando su boca y dando cierta movilidad graciosa a sus negros ojos para lograr la mayor finura de expresión, entabló el coloquio con su poquito de hipérbaton: «El caballero Tito perdone que en matutinas horas a importunarle venga esta maestra humilde». A tan relamido concepto contesté que verme en presencia de señora por tantos títulos ilustre era mi mayor gusto.

«Gracias, señor... Del alma brotan mis gratitudes por tan dulce bondad -dijo ella, y luego me soltó esta pieza sintáctica 5, abusando fieramente de los incisos-. Como quiera que Floriana desde la mañana de ayer, y no necesito puntualizar la hora, me encargó comunicar a usted su residencia, no lejana ciertamente, deseando ser visitada por el talentudo historiador e historiógrafo, me apresuré a   —215→   desempeñar mi cometido, ayer tres veces frustrado, y hoy vengo gozosa a manifestar a usted, con gusto mío y del que me escucha, que vivimos en la plaza de la Merced, número tres, local anchuroso de una Escuela que debió de estar poblada de ángeles, y hoy está desierta porque nos ha trastornado con su convulso movimiento la hidra revolucionaria.

-Ahora mismo voy -exclamé, levantándome de un brinco; pero ella, con gesto y voz que remedaban las actitudes olímpicas, me ordenó la calma, y así prosiguió: «Refrene su impaciencia, señor mío, y óigame. Floriana es una chiquilla, sin que este calificativo amengüe su idoneidad casera. Lo juvenil no quita en ella lo juicioso. En esta hora y en la subsiguiente hállase atareada en el negocio de sus abluciones, y en acicalarse y componerse, cosa natural en tan linda persona. De ello resulta que, conforme a las ordenanzas de la etiqueta urbana, ha de correr un lapso de tiempo hasta que llegue el oportuno instante de recibir visitas. Deme el señor don Tito licencia para decirle que es hombre harto fogoso y vivaracho, de lo cual colijo que rara vez, quizá nunca, ha tenido a su lado personas sentadas y maduras; que el juicio se pega con el roce vital, y los ejemplos de sensatez y mesura son el mejor aprendizaje para los caracteres movedizos y volanderos en demasía».

Érame ya insoportable la cancamurria pedantesca y el traqueteo gramatical de aquella buena señora. Ansioso de llegar a la   —216→   deseada oportunidad de las visitas, la entretuve como Dios me dio a entender, dándole cuerda y contestando tan sólo con monosílabos a su laberíntico fraseo. Cuando a mi parecer había pasado ya bastante tiempo, le dije: «Vámonos despacito, señora, y si aún fuere temprano nos entretendremos charlando por el camino». Accedió la dueña; le ofrecí mi brazo para bajar la escalera, y me llevó por calles desconocidas, aturdiéndome con su estilo machacante. De todo hablaba: del Cantón, de la enseñanza pública, de los nuevos métodos gramaticales, y en tan variados temas hallaba coyuntura para echarme una flor mal encubierta con frases lisonjeras.

«Aunque mi oficio es enseñar Gramática, dura faena en verdad -me dijo en una de las muchas paradas que hacía-, mis aficiones me han llevado siempre a la Historia, y a esta ciencia sublime consagro mis ocios. Sin autoridad para juzgar a los superiores, no vacilo en ofender su modestia diputándole por el más feliz narrador de los hechos humanos, así los obscuros como los resonantes. Tengo para mí que la Historia que usted nos escriba, si en ello persiste, será de las más discretas, eruditas y ejemplares que habremos de disfrutar, señor don Tito Livio... No se ría; al trastrocar su apellido heme permitido usar un apócope que también puede ser un vislumbre de metátesis».

Sofocando la risa le reiteraba yo mis gratitudes, y al fin, con la pesada carga de la   —217→   Gramatical balumba llegué al número tres de la plaza de la Merced. ¡Oh felicidad sin medida y sin nombre! En un magnífico y espacioso local de Escuela recién construida, todo nuevo, todo limpio, ornado de mapas y cuadros gráficos admirables, me recibió Floriana a los pocos instantes de impaciente espera. Gozosa vino hacia mí; nos estrechamos las manos, y sentándonos en un banco escolar, cambiamos las salutaciones de rigor. Vestía traje azul sencillísimo, sin ningún adorno. Su hermosura ideal recobró en mi retina la exquisitez helénica, y recordé la primera frase de Celestina cuando me propuso el pacto de amor: No es mujer; es diosa.




ArribaAbajo- XX -

Inició ella la conversación con estos sentidos conceptos: «¡Ya ve usted, amigo Tito, con qué mala sombra he venido a tomar posesión de mi destino! ¿Cómo habíamos de pensar que este dichoso Cantón destruiría radicalmente mis ilusiones y mis planes, haciendo inútil la gestión de usted para darme la dirección de esta Escuela? Ya le enseñaré el edificio y sus dependencias. Verá usted qué grandiosidad. Aquí hay cátedras, gabinetes de Física, museo, jardines, aposentos para el internado... Todo perdido, todo por lo menos en suspenso hasta sabe Dios cuándo.

-El aplazamiento será corto, no lo dude   —218→   usted -le dije para consolarla-. Creo que el flamante Estado no abandonará esta Institución.

-¡Ay don Tito, no lo veo yo así! Contaba con que de las trescientas criaturas de ambos sexos que pidieron matrícula, vendrían en tiempo de vacaciones unas sesenta o setenta. Al llegar aquí encontré doce, y ayer no vino ninguna. Considere usted, amigo mío, que este edificio fue costeado por un millonario cartagenero recién venido de América, quien formó una Junta Patronal, sometiendo el plan de enseñanza a la Dirección de Instrucción Pública. Ahora resulta que la Dirección es un órgano centralista: vade retro. Y lo más funesto, lo que me quita toda esperanza, es que los señores de la Junta Patronal y el fundador millonario son benévolos... Esta palabra es injuriosa en Cartagena. Cada día aprendemos una cosa nueva, y yo aprendo aquí que la benevolencia no es una virtud, sino un delito».

Asegurele yo con gran entereza que su pesimismo era infundado y que no faltaría quien intentase, en bien de la enseñanza, un decoroso arreglo entre prefumistas y cantonales.

«Observe usted -añadió Floriana- que el plan de enseñanza trazado por la Dirección es francamente laico. Yo no enseño Catecismo.

-¡Oh, mejor que mejor! Los cantonales aplaudirán seguramente ese criterio».

Movía la cabeza Floriana en señal de desaliento,   —219→   y Doña Gramática, sentada en el banco próximo, soltó de su erudita boca las primeras frases de un terrorífico discurso, claveteado de incisos. Afortunadamente, Floriana no la dejó meter baza. En aquel punto entró por la puerta interior otra matrona, en quien reconocí a Doña Aritmética, seca, huesuda y muy aborrascada de entrecejo. Cubría toda su delantera con un grueso mandil. Por esto y por las palabras que cambió con Floriana, comprendí que desempeñaba funciones de cocinera en el vagar de las tareas escolares. Luego, Floriana y Doña Gramática me llevaron adentro para enseñarme toda la casa, que era en realidad una maravilla.

Bajamos a un jardín lindísimo, donde tuve la dicha de ver desaparecer a la insufrible sabia Juanita Cid, mandada por la Directora a un recado callejero. En un banco me senté junto a la que sigo llamando Diosa por estímulo de una idealidad más fuerte que mi razón. Encastillada en su pesimismo, me dijo: «Triste desengaño es este al término de un viaje largo y molesto, en que no nos faltó ninguna contrariedad. Primero, por la precipitación y por el descuido de estas buenas señoras, no traíamos comida, y tuvimos que alimentarnos con bizcochos. Ya lo recordará usted... Después ocurrió la desgracia de que al salir de la estación, no sé si de Albacete o Chinchilla, hubo de parar el tren porque se precipitó sobre la vía una piara de toros; la máquina arrolló a uno y los demás   —220→   huyeron desmandados... ¿Se acuerda usted de lo que nos atormentaron los rugidos de las fieras enjauladas, que iban en un furgón y pertenecían a un polaco que las exhibe por los pueblos?... Y a todas estas, el tren atrasando horas y horas. Me parece que fue en la estación de Hellín donde invadieron nuestro coche aquellos malditos cómicos, que nos dieron la gran tabarra contándonos el argumento de la función Las Diosas del Olimpo, que iban a dar en Murcia.

-Sí, sí; ya me acuerdo -exclamé yo, sin que mi confusión me permitiera añadir una palabra más.

-Yo no pegué los ojos en todo el viaje -dijo ella-. En un coche de tercera, de cola, iban unas muchachas alegres que no cesaron de cantar y gritar desaforadamente. Luego, en no sé qué estación, se pasaron a los coches delanteros. ¡Qué barullo! ¡Qué escándalo!

-Sí, sí; parecían diablesas.

-Y para acabar de arreglarnos, en Balsicas tuvimos que dejar el tren por descarrilamiento del mixto. ¿Se acuerda usted de que nos entretuvimos un rato contemplando las constelaciones?

-Ya lo creo. Vimos al Toro y a Géminis. Nos metieron en unas tartanuchas, y a las treinta y seis horas de viaje llegamos a Cartagena.

-Yo llegué muerta.

-Y yo también -dije procurando atraer a mi mente las ideas que azoradas escapaban   —221→   volando hacia la región del ensueño-; muerto de cansancio y afligido de un grave desconcierto cerebral, que todavía persiste, aunque con atenuaciones temporales. Créame, Floriana; viéndola a usted y escuchándola, mi ser se ennoblece y se eleva, tomando las direcciones que usted quiera darle. Con Floriana voy al extremo delirio o a la razón serena... En la razón estamos ahora. Adelante.

-Si he de hablarle con sinceridad, mi amigo don Tito -contestó ella con gracia un tantico burlona-, no entiendo bien lo que acabo de oírle. Pero pues estamos en plena razón, ya trataremos de... de eso... que usted razonablemente me explicará».

En este punto, entró de la calle Doña Caligrafía, cuyas facciones y talle de persona distinguida y bien apañada se me quedaron muy presentes desde que en Balsicas nos dio las primeras referencias de la localidad. Era una señora de buen porte, algo ajada y canosa, natural de Cartagena, y según después supe, maestra insigne en el arte de pendolista. Entregó a Floriana varios paquetes de compras, entre ellos una cajita de cartón que me pareció de dulces o pasteles. En el mismo instante apareció por otro lado Doña Aritmética, y las medias palabras que de boca de las tres oí, hiciéronme comprender que era la hora de la comida. Me levanté para despedirme, y Floriana me dijo: «¿Se va usted porque es hora de comer? No tenemos prisa. Si quiere usted honrarme otro día, le prepararemos algo que sea de su gusto. Venga usted   —222→   a verme cuando quiera, y fijaremos el día para ese festín. A esta hora me encontrará siempre. Salgo muy poco. Algunas tardes voy de paseo a la calle Real o a San Antón».

Salí aturdido y un tanto desolado. Al atravesar el local de la Escuela para tomar la puerta de la calle, apreté el paso vivamente porque vino a mis oídos, desde los aposentos interiores, la tos clásica y la voz altísona de Doña Gramática. Almorcé sin apetito en la fonda y me lancé a la calle. Errabundo y triste, conforme a mi vieja costumbre, recorrí no sé qué barrios de la ciudad, pues nunca en casos tales precisaba mi descuidado itinerario, y en las inmediaciones del Arsenal me metí por un angosto callejón, donde oí voces risueñas y mi nombre claramente pronunciado.

Por un momento creí escuchar las voces misteriosas, que en noche memorable me guiaron en las calles de Madrid hacia la plazuela de las Comendadoras. Volvime, y en una ventana de piso principal vi tres mujeres bonitas, una de las cuales me llamó con la mano y con estas palabras cariñosas: «Tito, Titín salado, ven acá. ¡Gracias a Dios que te vemos! Sube». Ni corto ni perezoso entré, y por empinada escalera subí al aposento donde estaban las alegres muchachas, cuyas caras no me fueron desconocidas, pues con ellas hice el viaje, a mi parecer subterráneo, desde Madrid a Cartagena. Más que la presencia de las tres sílfides, me sorprendió encontrar entre ellas a   —223→   mi amigo Fructuoso Manrique, a quien no había visto desde la noche que estuvimos en el Club de la calle de Jara.

Observando rápidamente el local, vi cómoda y muebles muy modestos, máquina de coser con obra empezada, y sofá ruinoso, que parecía hermano del que fue suplicio de visitantes en mi casa de huéspedes de Madrid. Sobre él y unas sillas cercanas había vestidos a medio coser. El ornato de las paredes lo componían láminas con vírgenes o santos al cromo, y litografías de toreros, sin marco ni cristal. El examen de la estancia me llevó a presumir la condición de las mozas. ¿Eran costureras, modistillas o qué demonios eran? En una redonda mesita con hule blanco, colocada en mitad de la pieza, vi servicio de café y copas, traído de fuera. «A tiempo has venido, querido Tito -me dijo Fructuoso-. Siéntate, y tomarás café en esta escogida sociedad».

La sílfide que se me puso al lado para llenarme el vaso de café con leche, me dijo: «Señor don Tito, la última vez que nos vimos fue aquella noche... en la estación de Murcia... cuando, al pasarnos del coche de cola al coche de cabecera, le di a usted un pellizco tan fuerte que aún me parece que le estará doliendo. Pues para que me perdone, ahora le diré que mi intención no fue pellizcarle a usted, sino al tío de las fieras, que ya me tenía cargada haciéndome el amor, como si fuese yo pantera o leona. Me equivoqué de nalga, y usted pagó por el polonés.

  —224→  

-Tiene usted razón: todavía me duele -dije yo-. El viaje fue muy malo; pero estas niñas bien se divirtieron».

Picotearon las tres ninfas un buen rato entre sorbos de café, y yo, echando de menos a Graziella en aquel cotarro, pregunté por ella. Las tres a un tiempo respondieron: «Ahorita viene... La estamos esperando... Nos asomamos a ver si venía cuando usted pasó...

-Si no tienes que hacer esta tarde -me dijo Manrique-, iremos un rato al Arsenal, donde hay mucho que ver, y además te contaré algunas cosas del Cantón, que te servirán para tus estudios históricos.

-¡Y cuidado con lo que nos escribe el don Tito! -dijo mi vecina, ojinegra, boca grande y salerosa, blanca dentadura-. Nosotras somos cantonalas hasta la pared de enfrente, y como usted hable mal de esto le arrastraremos por las calles». Y otra, pelirroja, boca chiquitita, metida en carnes, afirmó que al mar me tirarían con una piedra al pescuezo si escribía cosas feas del Cantón. La tercera, atizándose una copa de coñac, no hizo más que gritar: «¡Viva la revolución cartagenera y la Virgen de la Caridad!».

Respondiendo al viva entró Graziella sin anunciarse. Traía flores en la cabeza, y en los hombros un pañuelo corto de crespón amarillo de los que llaman de talle. Manrique hizo un hueco para que a mi lado se sentara. Pidió café solo, medio vaso, y apurándolo a sorbos, me dijo: «Ya sé por Doña Caligrafía   —225→   que has visto hoy a Floriana. ¡Qué linda está!

-No es mujer; es una Diosa. Tiene toda la pinta de don Hilario, que de mozo debió de ser un clérigo guapísimo.

-Y de viejo todavía, todavía... -indicó la pelinegra de boca grande.

-¡A quién se lo cuentas! -exclamó Graziella-. Don Hilario viejo valía por treinta jóvenes. Era mucho hombre mi santo varón... y como aquel que dice, la santidad no quita la hombría».

En aquel momento empezó el copeo. Fructuoso sirvió a todas coñac, dando el ejemplo de largueza en la bebida. Aunque nunca tuve familiaridades con el bueno de Baco, se me comunicó la general alegría y empiné más de lo que acostumbro. Graziella, aficionada desde su infancia al néctar espirituoso, se puso pronto entre dos luces, y con rara mezcolanza de risa y llanto, nos contaba sus penas: «¡Ay de mí! No sabéis la tabarra que hoy me ha dado mi Perico... Quiso pegarme el muy sinvergüenza. Pero yo le di un trastazo, y luego le agarré por las astas y le tiré al suelo. Si él es bravo, yo también... Nada; se empeñó en que habíamos de ir hoy a Los Molinos para comer con su tía la Berrenda. El que sí; yo que no; en esta brega estuvimos hasta las tantas. Por eso he tardado».

Alegres carcajadas acogieron este desahogo, y la muchachita gordezuela y pelirroja, dijo así: «A mi Lázaro le voy a dar el canuto... Con sus celeras me tiene frita. Ha dado   —226→   en la tecla de que Zalamero me hace el amor».

La tercera de las mozuelas, menudita y vivaracha, dijo que su Ventura, hecho un merengue, le pedía casamiento, y que ella le había contestado con un sí dentro de un no. Mi honradez histórica oblígame a decir que, sin excederme en las tomas de coñac, me puse pronto a medios pelos. Alegría loca inundó mi alma. Abracé a Graziella y después a Fructuoso, diciéndole con efusivo lenguaje: «Manrique, amigo del alma, sácame de una duda que me atormenta: esta preciosa ojinegra que tengo a mano izquierda ¿es tu ninfa?

-Sí, Tito de mi corazón -respondió Fructuoso, que había cogido una regular papalina-. Distraído con la charla se me pasó el presentarte a mi amiga Dorita, de la noble estirpe de los Vargas Machuca o Machaca». Como la cáfila de nombres taurinos había despertado en mi caletre las ideas más extrañas, dirigí a Fructuoso esta segunda interrogación: «Dime, Manriquito, ¿recuerdas tú haber sido toro alguna vez?».

La tempestad de algazara y risas que levantó mi pregunta, nos impidió escuchar la respuesta de Fructuoso, que me pareció entre seria y festiva. Acallaron el tumulto dicharachos de Graziella, que disparataba en el tono y estilo más donosos. Blasonando de una templanza tardía, retiró Fructuoso las copas y la botella de coñac. Los ánimos embravecidos por el alcohol se fueron sosegando.   —227→   Dorita se puso a coser en máquina. Las otras disponían la tarea, canturreando a media voz. Manrique, acometido de un sueño imperioso, se tendió en el sofá. Yo llevé a Graziella junto a la ventana. Había llegado la ocasión de satisfacer las dudas que continuamente me atormentaban.

«¿Tienes tu cabeza bastante serena -le dije- para contestarme a unas preguntitas?

-Y la tuya, Tito, ¿está firme y fresca para que puedas preguntarme cosas con sentido? Porque yo, por mucho que beba, ya lo sabes, nunca pierdo el compás, digamos la brújula de mi entendimiento.

-Con toda mi serenidad y todo mi aplomo, te suplico me digas si la madre de Floriana es una marquesa o condesa que vive en un convento de Madrid.

-Es duquesa, Tito... Recordarás que yo, cuando me divertía escribiendo cartas en guasa a las señoras de la grandeza, le encajaba el título de Pata del Cid. Hoy está tronada y vive con otras dos viejas de su familia en las Comendadoras, como señora de piso. Hace días intentó catequizar a Floriana para que abandonase el siglo, como ellas dicen, y se metiese en vida monjil aristocrática. Pero Floriana no quiso entrar por ello y tomó la puerta... ¿Quieres saber más, curiosón novelero? Pues te diré que la duquesa tuvo esta niña de un santo clérigo a quien requirió para que le enseñara la Teología y le explicase el Cantar de los Cantares... Teología fue, que nació la linda criatura con las   —228→   facciones hermosas del bendito papá. La duquesa dio a criar la chiquilla a unos pobres campesinos de las tierras que poseía y que luego perdió por su destornillada cabeza.

-Era viuda y guapa, según me han dicho.

-Guapísima y viudísima, sí; pero mala madre, porque no hacía caso de la criatura ni se cuidaba de ella. Cuando vino a menos y empezó el tronicio de su hacienda, dejó de atender a los pobres paletos que criaban a Floriana. Pero a la niña le salió un ángel bueno, le salió una señora con solicitudes y cariño de madre verdadera. Recogida Florianita por la divina dama, esta le dio educación perfecta, instruyéndola en todo el saber del mundo, para que en su día fuese maestra de maestras, o como quien dice...

-No sigas, Graziella -exclamé yo sin poder refrenar un arrebato de entusiasmo y orgullo-. ¡Los Dioses han creado a Floriana para un fin sin fin! Es la educadora de los pueblos».




ArribaAbajo- XXI -

Díjome en seguida la diablesa que a su bienhechora daba Floriana el nombre de Madrina, y la quería más que a su madre. Oyéndolo, rompí en este exabrupto: «Y la Madrina es Mariclío, la Madre alta y piadosa que nos enseña el arte de hacer felices a los pueblos. No me lo niegues. Esta es una verdad que yo siento en mi corazón...».

  —229→  

Alzó Graziella los hombros, ademán que en ella solía tener una significación afirmativa. Luego sacó de su faltriquera un cigarrillo, lo encendió y se puso a fumar tan tranquila, sin pronunciar palabra. Yo proseguí: «Pues ahora te digo que Mariclío está en Cartagena. Lo sé. Y como estoy seguro de ello, quiero que me lleves a su lado, que para eso, no para cosas fútiles y livianas, eres consumada hechicera».

Fija la mirada en el suelo, y quitando la ceniza a su cigarrillo, me dijo la diabla que no podía llevarme a donde yo quería, sin obtener permiso y orden expresa de la señora mil veces augusta, que a menudo cambiaba de residencia y sabía ocultarse y aun perderse de vista, cuando pensaba que los nacidos no eran dignos de su presencia. «Es abeja -añadió- que labra su panal a escondidas, y no quiere que la molesten zánganos ni abejorros».

Amparados por el ruido de la máquina y el parloteo vivo de las mozuelas, pudimos Graziella y yo hablar con libertad. Desperezándose con mugido despertó Manrique. El breve sueño ahuyentó de su cabeza los vapores vinosos, y al poco rato nos hablaba de estirar las piernas y sacudir la galbana con un paseíto por el Arsenal. Del mismo parecer fuimos Graziella y yo. Dorita quiso agregarse a la partida; pero teniendo que terminar unos pespuntes, nos dijo que fuéramos por delante, que ella nos alcanzaría antes de media hora. Salimos, pues, y no paramos   —230→   hasta franquear la puerta del Arsenal. Entramos en la Comandancia, donde algo tenía que hacer Fructuoso, y siguiendo luego por entre los edificios y talleres, llegamos a la dársena. ¡Qué hermosura! ¡Cómo me deleitaba ver aquel inmenso tazón rectangular, en cuyas quietas aguas flotaban inmóviles las naves más poderosas que en aquellos tiempos se conocían!

Advertimos gran movimiento a bordo y en tierra, y continua comunicación de gente afanosa transportando enseres y vituallas, en chinchorros, gabarras y lanchas de vapor. Junto a la machina vi a Gálvez rodeado de gentes de mar y tierra, y esperé que se aclarara el grupo para saludarle, pues de Madrid le conocía. Era de mediana estatura, doblado, fornido, de recios hombros; la cabeza grande y firme, atezado el rostro, la nariz ancha y algo aplastada, los ojos pequeños, vivos y muy a flor de cara, por lo que esta resultaba como un bajo-relieve. Su barba, bien poblada y negra, descendía del rostro hasta la mitad del pecho. Hablando en lo íntimo era dulce y candoroso como un niño; perorando en público sacaba una voz áspera y honda, con la que premiosamente expresaba su pasión fanática y sus indomables arrestos.

Viendo al fin un claro en la multitud, acerqueme a estrechar su mano. Saludome con afecto, y como yo le preguntase si se disponían a salir a la mar, me contestó con cierta jactancia pueril: «Teniendo como tenemos   —231→   una plaza fuerte de primer orden, con buenos castillos, y una escuadra pistonuda, ¿qué ha de hacer nuestro Cantón más que salir a posesionarse de la costa? ¿Sabe usted lo que vale una costa en un Estado moderno? Pues es la vida, la riqueza y el poder. Si cuando salgamos quiere venir con nosotros, pondremos a prueba sus agallas».

Sin rehusar su invitación, quedamos en que nos veríamos. Le di las gracias por su amabilidad, y me aparté a corta distancia porque noté que Fructuoso quería hablar con él reservadamente. Al seguir ojeando por entre la multitud trabajadora, vi que Graziella se nos había escabullido. «Es que ha visto a Perico bajar de la Vitoria para venir a tierra -me dijo Fructuoso-, y corrió a esperar la llegada del bote. Ya nos la encontraremos». Yo pregunté a mi amigo: «¿Y qué habéis hecho de la oficialidad de la Armada?». La respuesta fue bien sencilla. Algunos se fueron con Anrich; otros quedaron presos, y por fin se les dio a todos pasaporte para que fueran a donde quisiesen.

Hice la misma pregunta referente a las autoridades militares, y Fructuoso me dio estas explicaciones: «El día catorce ordenó Contreras que Cárceles y Gálvez se entrevistaran con el General Guzmán, Gobernador militar de la plaza, para exigirle la entrega de los fuertes Atalaya, San Julián, Despeñaperros, Moros y los de la entrada del puerto. Yo fui con ellos y presencié la escena. Los Voluntarios que nos acompañaban se quedaron   —232→   en la calle. El General Guzmán nos recibió pálido y descompuesto. Gálvez apoyó su intimación con tan ruda energía, que a los pocos momentos salíamos con una orden firmada para que las fuerzas Centralistas desalojasen los castillos. Desde aquel día quedamos absolutamente dueños de Cartagena. Vamos muy bien. Ahora nos falta que venga Roque Barcia a prestarnos ayuda con su talento macho. Nos falta el hombre que ilumina los entendimientos con su palabra y su filosofía, y aquel estilo sublime con que escribe de Jesucristo y de Dantón, del Papa y de Garibaldi. No ha venido ya, porque el hombre anda mal de bolsillo, y aquí están reuniendo diez mil reales para mandárselos. Es seguro que le tendremos muy pronto acá».

En esto vimos que Graziella, cogiendo del brazo a un hombre que debía de ser Perico, acabado de saltar en tierra, se metió con él a bordo de la Almansa, atracada al muelle. La llamamos y se asomó a la borda. Al mismo tiempo oímos ruido de guitarras y canticios dentro de la fragata. «¿Qué gente va en ese barco? -preguntó Manrique a la moza. -«Para mí -replicó esta riendo- que casi todos los que van aquí son presidiarios». Y Fructuoso siguió preguntando: «¿Perico se embarca también?». Asomó entonces el novio de Graziella, mocetón guapo, todo afeitado, con aspecto de matador de toros, y dijo así: «Yo voy de despensero en la Vitoria, amigo Fructuoso, y llevo mi carabina Berdan por si vienen mal   —233→   dadas. Hemos entrado aquí para visitar a un primo mío que va de matarife. Todos tenemos que ayudar».

Se nos apareció de improviso Dorita, que venía muy sofocada, y al oír rasgueo de vihuelas a bordo de la Almansa, pidió permiso a Fructuoso para entrar a divertirse un rato. Vacilaba el amigo, y ella insistió con estas razones: «Déjame, tontaina, que baile un poquito. ¡Pobre de mí! Mira que esta noche tenemos que velar. Acabaditos de salir ustedes llegó Zalamero con varias piezas de lanilla colorada. Para mañana tenemos que tener cosidas y dobladilladas veinte banderas rojas del Cantón. Ya que trabajamos por la República, déjanos que nos alegremos con un poco de canto y zarandeo». Comprendiendo Manrique que las almas cantonales se vigorizaban con el meneo de los cuerpos, accedió a que su ojinegra entrase en la fragata.

En tanto, yo entablé con Graziella este vivo diálogo: «No te dejo vivir hasta que me lleves a donde sabes.

-Espérate a mañana, Titín gracioso. Si ello puede ser, te mandaré recado con Doña Gramática.

-¡No, eso no! Mándamelo con un mudo del Infierno o con el propio Satanás... Hazme el favor de bajar un momento, que quiero hablarte.

-No puedo. Perico no me deja. Es muy celoso... Y basta de conversación».

Al decir esto retirábase de la borda. Fructuoso me cogió de un brazo, y llevándome   —234→   adelante me dijo: «No hagas caso de esa loca, que es algo bruja y anda en trato con los espíritus del aire y del fuego. Vivamos en lo positivo y dejemos lo ilusorio. Cuando las potencias invisibles quieran decirnos algo, ya sabrán ellas cómo han de hacerlo».

Platicando de estas sutilezas y tiquismiquis avanzábamos despacio. Pasamos por delante del presidio, ya vacío de su contingente criminoso. Díjome Manrique que los pobres galeotes, sacados de su purgatorio penal, se portaban como buenos chicos, procediendo como federales ardientes y honrados ciudadanos. Desde que los soltaron, la propiedad y las personas no habían sufrido ninguna violencia. Incorporados a las fuerzas defensoras del Cantón, deseaban que llegasen los momentos de peligro para ser los primeros en afrontarlo, como redención de sus pasadas culpas.

Por la Puerta de Mar entramos en la Plaza de las Monjas, y en ella nos disolvimos pacíficamente, quiero decir que nos separamos. Fructuoso se metió en el Ayuntamiento, donde estaba en sesión la Junta de Salud Pública, y yo me fui a la fonda decidido a esperar tranquilamente el mañana... Y el mañana ¡Dios me valga! se marcó en la Historia con la salida matutina de la fragata de hélice Almansa, llevando a Gálvez, Cárceles y el coronel Pernas con rumbo a una potencia extranjera, Alicante. Arbolaban bandera española.

Por la tarde, sin cuidarme de la ruidosa   —235→   entrada de los Cazadores de Mendigorría, pronunciados por la causa Cantonal, me fui a San Antón, donde Floriana, según me dijo, solía pasear. La mala sombra de aquel día no me trajo ningún accidente placentero. Desesperado me volví a la fonda, donde me sacudió los nervios y me encendió la imaginación un fenómeno inaudito. Por matar el tiempo abrí mi maleta para ver la ropa limpia que me quedaba... Imaginad, curiosos lectores, cuál sería mi sorpresa al encontrarme un envoltorio de papel que contenía dinero en oro y plata. Si me holgué con el hallazgo no hay para qué decirlo.

Precisamente me alarmaba ya la merma del escaso metálico que traje de Madrid. ¡Y en esta situación precaria, los Dioses inmortales dejaban caer sobre mí una lluvia metalífera que me aseguraba la existencia por dos o tres meses! En ello vi la sutil taumaturgia de la excelsa Madre, Madrina de la sin par Floriana. ¡Medrados estaríamos los pobres mortales -me dije escondiendo mi tesoro- si lo esperáramos todo de la dura y seca realidad, renegando, como propuso Fructuoso, de los poderes espirituales o suprasensibles!

No necesito deciros, lectorcitos míos, que se me alegró el alma, no sólo por las reverendísimas monedas que entraron en mi bolsillo, sino porque el divino socorro era señal de que Mariclío me ordenaba permanecer en Cartagena; señal también de que me concedería el don de su presencia.

Los mosquitos, el ardor de las sábanas y   —236→   la nerviosidad retozona ocasionada por mi opulencia mágica, se confabularon aquella noche para no dejarme conciliar el sueño. Me lancé a la calle, y en los alrededores del puerto pasé tumbado no sé cuántas horas, respirando el aire fresco de la mar... Amanecía cuando volví a la fonda. Dormí hasta las once, y a la hora del almuerzo pude anotar otras páginas de la historia cantonal, que fueron como sigue: Volvió de Alicante la fragata Almansa, sin hacer nada de provecho ni traer fondos. Su único botín fue un vapor pequeño, llamado Vigilante, que apresaron, y a remolque lo trajeron a Cartagena... Llegueme por la tarde al Arsenal. Vi que estaban armando el Vigilante a toda prisa. Gálvez, que dirigía la faena, me dijo si quería ir con él a Torrevieja. No me determiné... Otra vez sería... Presencié su salida, llevando a bordo un puñado de hombres bien bragados. El Vigilante arboló una bandera que las aguas del Mediterráneo no habían visto desde tiempos muy remotos... Era la bandera de Barbarroja.




ArribaAbajo- XXII -

Seguidme y veréis algunas líneas más de la página histórica. El Gobierno de Madrid había lanzado en la Gaceta un decreto, firmado por Salmerón, Presidente del Poder Ejecutivo, y Oreiro, Ministro de Marina, declarando   —237→   piratas las naves que habían caído en poder del Cantón, y autorizando a las naciones amigas para que las detuvieran y apresaran. A esto contestó la Junta de Salvación Pública de Cartagena con otro decreto declarando a Salmerón y a sus Ministros traidores a la Patria y a la República, y ordenando a todas las autoridades su busca y captura. Gran escándalo y agitación en el Arsenal y en todo el pueblo.

Por la noche embarcaron el General Contreras y el diputado Sauvalle, con fuerzas de Mendigorría, en las fragatas Almansa y Vitoria, y salieron en son de reconocimiento del litoral. Llevaban bandera española. Luego se vio que todo se redujo a un paseo marítimo sin ninguna eficacia... Seguidme un día más, y veréis que al volver Gálvez de Torrevieja en el Vigilante, trayéndose a bordo la recaudación de las salinas, tuvo un mal encuentro. A la altura de Cabo Palos le salió al paso la fragata alemana Federico Carlos, mandada por el Comodoro Wernell, y con un cañonazo le mandó parar. Funcionó el telégrafo de señales, preguntando qué bandera era la que arbolaba el vapor, y como la respuesta no fuera satisfactoria, Gálvez y su gente fueron conducidos a bordo del barco alemán, y este siguió con rumbo a Escombreras, remolcando al Vigilante.

Excitación tan airada se produjo en Cartagena al conocerse el suceso que, a voz en grito, pedían pueblo y marinería que se declarara la guerra al Imperio Alemán. Contreras   —238→   convocó a los Cónsules, los cuales declararon que no habían recibido instrucciones de sus Gobiernos para proceder contra los cantonales, y que nada harían en contra de ellos. Sólo el alemán indicó que el apresamiento estaba justificado por la desconocida bandera roja que llevaba el Vigilante. Entre tanto, los fuertes y las fragatas se disponían para cañonear al Federico Carlos. Al fin todo se arregló, poniendo el Comodoro en libertad a Gálvez y su gente, los cuales entraron en Cartagena, en varias lanchas, trayéndose sus armas y el dinero que habían recogido en Torrevieja. Entusiasmo loco y vocerío delirante al recibir a Tonete triunfador de la perfidia extranjera.

Adelante conmigo, lectores pacienzudos, y os presentaré el primer Gobierno Provisional de la Federación Española, que se constituyó en Cartagena el 27 de Julio de 1873: Presidencia y Marina, General Juan Contreras; Guerra, Félix Ferrer, Mariscal de Campo; Gobernación, Alberto Araus; Ultramar, Antonio Gálvez Arce; Fomento, Eduardo Romero Germes; Hacienda, Alfredo Sauvalle; Estado e interino de Justicia, Nicolás Calvo Guayti. Los flamantes Ministros no se asignaron sueldo ni retribución alguna, y establecieron su oficial residencia y las oficinas correspondientes en los salones de la Comandancia del Arsenal.

El mismo día en que se constituyó el Gobierno entró en Cartagena Roque Barcia. La presencia del profeta bíblico en Cartagena dio motivo a estos decretos, fielmente copiados de   —239→   El Cantón Murciano, Diario Oficial de la Federación Española, que empezó a publicarse el 21 de Julio:

«Habiendo llegado hoy el ciudadano Roque Barcia, diputado y presidente de la Junta de Salvación Pública de Madrid, y no existiendo las razones de prudencia que vedaban la publicación de acuerdos anteriores nombrándole individuo del Directorio Provisional, venimos en confirmarle para dicho cargo. -Cartagena, 27 de Julio de 1873»... siguen las firmas de los Ministros Cantonales.

«Fijada para hoy mi salida al frente de la Escuadra Federal que ha de recorrer las costas españolas del Mediterráneo, y de acuerdo con el Consejo de Ministros, queda encargado de la Presidencia del Gobierno Provisional el ciudadano Roque Barcia. -Cartagena, 28 de Julio de 1873. -Juan Contreras».

«Durante la ausencia del General Contreras, Ministro de Marina, queda encargado de este departamento el ciudadano Félix Ferrer, Ministro de la Guerra. -Cartagena, 28 de Julio de 1873. -Roque Barcia».

Dejo a un lado la Historia oficial para volver a la mía, personalísima y extravagante. En la tarde del 28 hallábame yo en la fonda, cuando recibí un recado de Fructuoso rogándome que fuese inmediatamente a la redacción de El Cantón Murciano, instalada en la Secretaría de la que fue Capitanía General de Marina. Acudí allá y encontré a mi amigo en la puerta, esperándome con febril impaciencia. Tanta era su prisa, que me cogió por   —240→   un brazo y me llevó hacia el Arsenal, explicándome por el camino el motivo de su llamamiento: «A la redacción han traído una lista de los forasteros que se han enrolado en la tripulación de la Almansa. ¿Quién te ha puesto en esa lista? Yo no he sido. ¿Habrá sido Gálvez? Pronto lo sabremos... No recuerdo si vas como despensero o como condestable. Mi parecer es que, sea cual fuere la mano que te ha inscrito, no debes quedarte en tierra. Lo que sí haremos es ponerte en un rango más decoroso, por ejemplo, en la Infantería de Marina».

Perplejo y confuso intenté poner reparos a una determinación despótica tan contraria a mi libertad; pero al propio tiempo, un impulso misterioso, magnético, me llevaba cosido al brazo de Manrique, y cuando entrábamos en el Arsenal érame ya imposible desprenderme de él. Abriéndonos paso entre las multitudes llegamos a la machina, donde topé de manos a boca con el símbolo viviente de la picardía y la travesura, con la cifra del donaire gracioso y desvergonzado, la endiablada Graziella. Su cara era toda risas; sus ojos centelleaban. Llegose a mí, y pellizcándome y haciéndome mil carantoñas, me dijo: «A bordo, a bordo. La Señora lo manda».

Miré a mi derecha, y no vi a Fructuoso; miré a mi izquierda, y la figura de Graziella se había desvanecido en el aire vago o en el torbellino de la multitud. Lo que me pasó después, lo que hice, si se entiende por hacer el trasladarse automáticamente de un punto   —241→   a otro, no puedo fácilmente referirlo. ¿Fui o me llevaron hacia un lanchón lleno de gente, atracado en una de las escalerillas? ¿Bajé yo a la embarcación, o me metieron en ella manos blandas invisibles?... Desatracamos; los remos hendían a compás la quieta superficie del agua. Pronto llegó el bote a la escala de proa de la fragata. Subí, y al entrar a bordo, dos o tres personas desconocidas me saludaron por mi nombre.

Internándome en los grupos de marineros y soldados de Infantería de Marina, saliome al encuentro un señor vestido de paisano que, después de mirar un largo pliego lleno de nombres, me dijo: «Usted, señor don Tito Livio, aunque viene aquí enrolado como Contador, no es usted contador de cuentas, sino de acontecimientos, o como quien dice, el vigía de la Historia. Puede usted recorrer libremente toda la cubierta de proa desde el puente hasta el cabrestante, y por la noche ocupará uno de los camarotes de maquinistas, que está vacío».

Poco después de estar yo a bordo, subió al puente el General Contreras con sus ayudantes y el diputado Torre Medienta, que yo había visto en el Congreso, en los escaños de la Intransigencia. Me entretuvo agradablemente la operación de levar anclas. Hecho esto, la fragata se deslizó majestuosa por el cristal de las aguas. Creyérase que estaba quieta y que se movían los edificios del Arsenal, las casas de la población, los montes próximos y lejanos.

  —242→  

Al hacer la virada para salir del Arsenal al puerto, atronaban el espacio las aclamaciones, los hurras del inmenso gentío que en tierra contemplaba el lento zarpar de las naves de guerra. Cuando la Almansa traspasó la boca del puerto, dejando a babor el dique de la Curra y a estribor el Empalmador grande, aceleró un poco su marcha, y desde proa oíamos, con leve trepidación, el golpear de la hélice pausado y rítmico. Al salir a Escombreras, los timbres del aparato que comunica el puente con la máquina, indicaban mayor velocidad. Mar afuera y a toda marcha, la fragata oscilaba levemente de costado.

La Vitoria salió tras de nosotros. Próximamente a una milla por el Este, vimos la fragata alemana Federico Carlos. Como al salir habíamos visto a la goleta inglesa Pigeón encendiendo sus calderas, comprendimos que íbamos a tener escolta. Tanto mejor: así presenciarían los extranjeros nuestras hazañas si en efecto las había... La Almansa puso rumbo creo que al Sudeste, con un resguardo de dos millas de la costa, la cual se iba desvaneciendo tras de nosotros. Nos cogió la noche a la altura de Mazarrón, cuya luz indecisa distinguí en la penumbra crepuscular. El cielo estaba limpio y en todo su esplendor la infinita muchedumbre de estrellas. Me recosté cómodamente junto a un rollo de cables, y largo rato permanecí contemplando la gala del firmamento. Ya me entretenía reconociendo las constelaciones que había visto mil veces, ya esparcía mis ojos por la inmensidad   —243→   de astros derramados como polvo luminoso en la bóveda inmensa y profunda. Mi pensamiento, en el ir y venir de la tierra al cielo, voló hacia la Madre augusta; a ella y a mi señora la sin par Floriana se encomendó mi espíritu pidiéndoles que me guiaran y socorrieran en los trances de aquella expedición, a que yo concurría por mandato y aviso de mis divinidades tutelares.

No puedo precisar el tiempo que duró mi éxtasis ante la belleza sideral y las imágenes que yo veía entremezcladas y confundidas con las más brillantes constelaciones. Después de media noche, me dijeron que descansaría mejor en el camarote de maquinista que me habían designado. En él me metí a punto que los marineros señalaban ya la luz de Águilas. Tumbado en la litera dormí hasta el amanecer. Me despertó la faena de baldeo, a la que siguió un movimiento general de toda la gente de a bordo. Estábamos frente a Almería.

Media hora después, las dos fragatas se aguantaban sobre máquina, a prudente resguardo de la población. A simple vista distinguíamos enorme gentío apiñado en el muelle, en las azoteas y en las alturas de la Alcazaba. El General Contreras mandó a tierra a su ayudante con la orden de que viniesen a bordo las autoridades. Pasó una hora. Vimos llegar un bote de la Comandancia del puerto trayendo a varios señores que, según oí, eran el Gobernador civil, el Cónsul inglés y comisionados de la Milicia Nacional y de los contribuyentes.   —244→   Subieron a bordo, y allá se fueron todos con el General a la cámara de popa.

Lo que allí trataron, en una hora larga, yo no lo supe por el momento; pero lo que pasó después me indicó que no accedieron los almerienses a lo que nuestro intrépido General les pedía, a saber: contribución en metálico y que se retirasen de la plaza las fuerzas militares... Volviéronse a tierra un tanto mohínos los caballeros que nos habían visitado, y poco después advertimos que en la población construían a toda prisa parapetos. Las cornetas de nuestra fragata y de la Vitoria tocaron zafarrancho de combate.

A eso de las diez empezamos a disparar balas contra la población, previo aviso a los Cónsules. La Vitoria disparó una sola granada. Comprendimos que el General quería causar a la plaza el menor daño posible. Como yo en mi vida había visto un combate naval, me imponían, no diré sólo respeto sino cierta pavura, la trepidación de la nave a cada disparo, y las nubes de humo que por todas partes me cerraban la vista. Era como el bosquejo de una catástrofe. Pensaba yo que ya estaban hechos polvo los pobrecitos almerienses. No sé a qué hora se dispuso que salieran dos lanchas con fuerzas de desembarco. Aquel señor vestido de paisano que me recibió a mi entrada en la fragata, se me acercó con una carabina en la mano, y así me dijo: «En la cara le conozco, señor don Tito, que está usted rabiando por que le mandemos   —245→   unirse a las fuerzas de desembarco. Tome usted esta carabina y véngase conmigo».

En la cara no debía de conocérseme lo que aquel buen señor decía, porque en mi temperamento jamás anidó el heroísmo ni nada que se le pareciese. Pero la misma fuerza magnética que en el Arsenal de Cartagena me había traído a bordo, llevome tras de aquel sujeto hasta llegar a la escala, descender por ella y meterme en la lancha. Esta y otra que salió de la Vitoria bogaron trabajosamente hacia tierra. Cuando el que nos mandaba dio la voz de ¡fuego! empezamos a soltar tiros sin ton ni son. Yo me sentí héroe, y consideraba el espanto que estábamos produciendo en los inocentes pececillos que nadaban en derredor nuestro.

Cuando más enfoguetados estábamos, nos largaron de tierra una espesa lluvia de balas de fusil, que hirieron a dos de los nuestros. Ante tal modo de señalar, viramos en redondo y nos volvimos a los barcos. A las seis de la tarde, convencido el General de que Almería no daba un cuarto, cesó el fuego. Se habían hecho cuarenta disparos de cañón... Poco después, las fragatas volvieron sus gallardas popas a la ciudad y navegaron mar adentro.



  —246→  

ArribaAbajo- XXIII -

Al amanecer del siguiente día llegamos a Motril, población absolutamente indefensa. Allí dejamos los heridos, y el General pudo a duras penas recaudar ocho mil duros en libranzas sobre Madrid, que a mi parecer fue como llevarse papeles mojados. Por la tarde salimos para Málaga. El tiempo cambió, presentándose un Poniente ligero. La fragata embestía la mar con lentas cabezadas. Entrada la noche, dejamos de ver las luces de la Vitoria, que se fue quedando atrás, demostrándonos la impericia del marino que la mandaba. Hicimos señales y moderamos máquina, sin conseguir que nos siguiera en conserva.

Amanecía cuando divisamos dos fragatas. Creyendo Contreras que eran del odiado Gobierno Central y que venían en son de guerra, mandó tocar zafarrancho de combate. Pronto se vio, con ayuda de los anteojos, que una de las fragatas arbolaba bandera inglesa y la otra prusiana. Ya nos disponíamos todos a desplegar nuestros ímpetus heroicos, cuando nuestro General ordenó la prudencia. De improviso, la fragata germánica disparó un cañonazo con bala, que pasó rozando una de las vergas de nuestro palo trinquete.

Paramos. Contreras pidió parlamento y mandó a conferenciar con el alemán a su ayudante Rivero. Pronto volvió este con un   —247→   pliego que contenía dos órdenes harto molestas: que los barcos cantonales volvieran a Cartagena inmediatamente, y que nuestro General en jefe pasase sin demora a bordo del Federico Carlos. Accedió Contreras a lo que se le pedía, y ya en el barco alemán fue maltratado de palabra por el Comodoro Wernell, que le conminó con ahorcarle como pirata. Contestó nuestro General con tanta dignidad como aplomo que, por el interés de su patria y por evitar una conflagración europea, soportaba resignado el atropello de que se les hacía víctimas a él y a los suyos, protestando enérgicamente del calificativo de piratas, que no merecían en modo alguno las honradas fuerzas cantonales. Como le inculparan de haber hecho fuego contra Almería, alegó que lo hizo porque aquella plaza estaba defendida por fuerzas militares, y previo aviso a los Cónsules extranjeros.

A las seis horas apareció la Vitoria. Preguntaron los alemanes a Contreras si esta fragata haría fuego contra ellos, y don Juan contestó que fuego harían si él lo mandaba; pero que reservaba sus fuerzas para combatir al Gobierno de Salmerón. Volvió el General a bordo de la Almansa, y ordenó que las dos fragatas cantonales hiciesen rumbo a Cartagena. La Vitoria, por sí y ante sí, tocó a zafarrancho tres veces. La fragata inglesa la intimó a seguir su rumbo. Contestó la Vitoria por el telégrafo de señales: No me da la gana, y trató de lanzarse a toda máquina, en son de abordaje, contra el barco inglés. Este, con   —248→   rápida maniobra, evitó el choque. Entonces, la Almansa ordenó por telégrafo a su compañera que evitase un conflicto.

A consecuencia de esto, el Comodoro Wernell, creyendo que Contreras había faltado a su compromiso, volvió a cogerle prisionero y se lo llevó al Federico Carlos, donde se trabaron en disputa muy agria. Pensó Contreras que el asunto ya no debía plantearse entre caudillos, sino entre caballeros, y desafió al Comodoro, retándole a dirimir oportunamente sus querellas en el campo del honor.

Cerrada la noche, con Poniente leve de popa navegábamos cariacontecidos hacia Cartagena, lamentando el fracaso de la expedición. Muchedumbre de luces nos indicó la presencia de una escuadra: era la inglesa. Nueva parada y parlamento. El Almirante inglés nos dijo que nos detuviéramos en Escombreras, que las tripulaciones podrían entrar en la Plaza; pero que el General Contreras quedaría en rehenes hasta que se recibieran instrucciones de los Gobiernos inglés y alemán... Hartos ya de humillaciones, y con las manos vacías, llegamos a Escombreras el 2 de Agosto.

La Vitoria, enterada de la prisión del General, intentó entrar en Cartagena y atacar a los barcos extranjeros, protegida por los fuegos de los fuertes. Desistió de su empeño por no exponer las vidas de los ochocientos tripulantes de la Almansa, la cual, por ser de madera, no estaba en condiciones para afrontar los riesgos de una lucha. Una Comisión   —249→   del Gobierno Provisional de Cartagena, con los Cónsules extranjeros, menos el francés, pasó a bordo del Federico Carlos para pedir al Comodoro explicaciones de su conducta. Wernell se justificó diciendo que cuanto había hecho tuvo por causa el bombardeo de Almena, y se negó a poner en libertad a Contreras.

Cuando se conoció en Cartagena lo manifestado por el Comodoro Wernell prodújose, según me contaron luego, inmensa emoción. El Gobierno Provisional, reunido en sesión permanente, debatió la conducta que procedía seguir ante tan grave conflicto. El cartero Sáez, gobernador del castillo de Galeras, pidió que se rompieran las hostilidades contra el Imperio Alemán, actitud temeraria que el joven Cárceles defendió con verdadero frenesí.

Todo aquel día y el siguiente el pueblo invadió las calles pidiendo, con destempladas voces, la guerra a todo trance y asegurando que así había de ser aunque fuera preciso sobreponerse para ello al Gobierno, a la Junta y a Cristo Padre. Acordada, al fin, la ruptura de hostilidades, se alistaron a toda prisa las fragatas Numancia y Méndez Núñez, las cuales, por la impericia de sus tripulantes, embarrancaron a la salida del puerto y costó Dios y ayuda ponerlas a flote. Preparáronse los barcos extranjeros para repeler el ataque. Los vecinos pacíficos se ausentaron de la ciudad.

Siguieron los tratos y regateos. Volvió Roque Barcia a bordo del Federico Carlos y le   —250→   soltó al Comodoro un discurso bíblico profético; pero el alemán no le hizo caso ni entendía una palabra de aquella jerigonza. Sólo se consiguió que pusiera en libertad a las tripulaciones y soldados de la Almansa y la Vitoria.

Nuevos dimes y diretes entre la Plaza y los extranjeros dieron por resultado que estos prometieran observar neutralidad en la lucha entablada por el Cantón contra el Gobierno de Madrid. El General Contreras, que en el Federico Carlos tenía que dormir en un colchón colocado en el suelo del camarote, porque su voluminoso corpachón no cabía en la litera, fue puesto en libertad el 7 de Agosto... La fragata alemana abandonó las aguas de Cartagena, dejando en poder de los ingleses la Almansa y la Vitoria.

Cuando puse el pie en tierra, creo que el 4 de Agosto, ante una multitud inquieta y gemebunda, la primera persona conocida que me eché a la cara fue Dorita, la cual, con lastimero acento, me dijo que Fructuoso estaba herido en la cabeza y en una pierna, de resultas de un tiroteo en Orihuela, adonde fue con Tonete para sublevar la ciudad y traerse las contribuciones. «Venga usted a verle -me dijo tirándome del brazo-. En casa le tenemos. Aunque sus heridas no son cosa mayor, se queja con grandes alaridos de la soledad, del aburrimiento y de no poder salir por el dolor de la pata».

Olvidándome de mí propio y del descanso que necesitaba, acudí a ver al amigo, a quien   —251→   encontré en la casa de marras, tendido en un camastro. Las tres sílfides dábanle asistencia cariñosa, y el tiqui-tiqui de la máquina de coser le servía de arrullo para sostener su cerebro en la dulce modorra, ayudándose a ello con sorbitos de ron, según tuve ocasión de observar. Mucho le animó mi visita. Incorporándose en el lecho me contó que se había unido a la expedición de Gálvez a Orihuela, con Pernas, Carreras y Perico del Real, que mandaban fuerzas de Mendigorría, Iberia y Voluntarios de Murcia. A meterse en tales andanzas le había movido la curiosidad más que el apetito de gloria. Los pijoteros laureles que recogió fueron la rozadura de una bala en el cráneo, y el estropicio de la pierna al caerse de una pared. Ved aquí el relato del asendereado telegrafista:

«¡Ay Tito de mi alma, ni a ti ni a mí nos llama Dios por el camino heroico!... Verás: llegamos a Orihuela al amanecer del 31 de Julio, y cátate que en los alrededores de la ciudad nos esperaban cien carabineros a caballo, en la plaza ciento ochenta guardias civiles, y muchos más en las calles y en diferentes casas. A los carabineros pudimos fácilmente cercarlos, y se nos rindieron a discreción diciendo para salvar la pelleja: ¡Todos somos unos! Con ellos se entregaron varios oficiales de bigote de moco y un capitán con toda la barba.

»En la plaza fue más dura la refriega. El Brigadier Piñeiro, Gobernador militar de Alicante, dio la voz de ¡fuego! a la Guardia civil.   —252→   Se trabó la lucha. Gálvez, que donde pone el ojo pone la bala, tumbó la mar de civiles. Por fin quedamos dueños del campo, sin más pérdidas que un soldado muerto y dos heridos. La baja más sensible fue la mía, Tito, y gracias que la bala no hizo más que rozarme el casco por encima de la oreja. Las averías de la pierna me las causé en un arrebato épico, tirándome de un muro para ponerme a salvo del plomo enemigo. Total, que los vencí, digo, los vencieron Gálvez y los valientes Pernas, Carreras y Perico del Real. Cinco guardias del bando contrario pasaron a mejor vida. Apresamos catorce civiles y cuarenta carabineros. Los demás pusieron tierra por medio más que aprisa, y los triunfadores nos volvimos a casita, todos muy contentos, yo renegando.

-¿Y no trajisteis monises?

-El carrero del furgón en que yo venía como un fardo me dijo que se habían recaudado diez y seis mil duros. Pero como no los conté, ni siquiera los vi, no puedo darte recibo de la cantidad».

Cuando yo me marchaba entró Cárceles, que ya por la mañana estuvo a visitar a Fructuoso en calidad de presunto doctor en Medicina. Las muchachas le saludaron con alegre algazara, y él, tan vivo y diligente en la acción médica como lo era en la revolucionaria, levantó a Manrique los vendajes de la pierna, le puso emplasto nuevo, y después de examinar la matadura de la cabeza le dijo, dándole palmaditas en un hombro: «Lo que   —253→   tú tienes es holgazanitis, fomentada por el extracto de la uva. Levántate, gandul, y vete al Telégrafo y a la redacción de EL CANTÓN, donde no te faltará tarea».

Preguntado por su reciente aventura, nos dijo Cárceles: «Nada; que salí pitando para Valencia con el tapadillo de prevenir a los federales de allá para que se aguanten contra las tropas de ese perro de Martínez Campos, hasta que les llegue un refuerzo de seis mil hombres 6 que aquí se les prepara... En la fonda de Chinchilla me prendieron y me llevaron a la tierra de las navajas, Albacete. Enchiquerado en el Gobierno civil de aquella ciudad concebí el atrevido proyecto de escapar, y tal como lo pensé lo hice tranquilamente. Al venirme acá encontré por el camino las tropas de Iberia mandadas a rescatarme. Nada: que ya estoy otra vez en Cartagena, dispuesto a pelearme con Dios si no hay aquí sentido y agallas para sacar adelante a nuestro Cantón glorioso».

Salí con Cárceles y le acompañé hasta la redacción de EL CANTÓN MURCIANO. Cuando ya iba camino de mi fonda sentí detrás de mí un siseo penetrante. Volvime... ¡Oh sorpresa!... era Graziella, que me echó la zarpa diciéndome: «¿Dónde te metes, pillastre, que te estoy buscando toda la mañana? Vente conmigo. La Señora te aguarda... ¿De qué te asombras? ¿Qué cara de bobo es esa? Menéate, avefría, que hay que andar un trechito».

Dejeme llevar, poniendo mi paso al compás del suyo ligerísimo. Salimos al muelle,   —254→   y rondando el puerto llegamos al barrio de Santa Lucía. Próximos a las primeras casas tuve que pararme para tomar aliento: tal era la velocidad con que me llevaba la diabólica hembra. Atormentado por dudas punzantes, le pedí seguridades de que aquello no era una burla. ¿Por ventura quería reventarme llevándome a una regata de andarines? «Anda, mostrenco, sigue -me dijo-, no te pares... no vaya a escapársenos la Señora.

-Allá voy, allá voy -dije yo moderando el paso y aspirando el aire espeso y puro que venía del mar-. Yo te sigo, Graziella; pero no extrañes mi desconfianza. ¿Cómo es posible que en este arrabal apartado, donde no viven más que pescadores pobrísimos, cargadores del puerto y obreros de la fábrica de Figueroa, tenga su residencia la que por su jerarquía y su divinidad está por cima de todas las princesas del mundo? Si quieres que te crea, señálame desde aquí los muros y chapiteles del Palacio donde...

-A ti sí que te voy a dar yo chapiteles -replicó Graziella, acentuando sus palabras con risas y un regular bofetón-. Ven acá, babieca; voy a enseñarte los palacios donde hallarás a la que es Madre tuya y mía y Maestra de todo el género humano».

Cogido del brazo me llevó por delante de unas casas humildísimas, fronteras al puerto. Mujeres en perneras y chiquillos casi desnudos hormigueaban en los sitios de sombra, aspirando la frescura salina de la mar. Llegamos a una casa de apariencia menos humilde,   —255→   con balconaje de madera del cual pendían redes, en cuyas mallas lucían algunas escamas de los peces recién cogidos en ellas. La puerta era grande, y a un lado y otro se extendían poyos, en los cuales se sentaban hombres y mujeres de distintas edades y de aspecto mísero. Las paredes relucían con el nítido albor de la cal. Quebraban a trechos la blancura una jaula con jilguero, otra con mirlo, y en la parte más alta dos o tres ventanas de desigual forma y tamaño. En la una colgaban ristras de ajos y cebollas, en la otra unos trapos puestos a secar.

Junto a la puerta vi una mujer friendo aladroque (que en Málaga llaman boquerones) en una gran sartén, montada sobre hornilla de barro... Otras mujeres preparaban los pececillos, envolviéndolos en harina y juntándolos por la cola en forma de abanico. Chicos y mozuelas recogían la fritanga, unos para comérsela y otros para repartirla entre personas que estaban dentro y fuera de la casa. Graziella se paró ante el grupo y dijo con inocente sencillez: «Buenas tardes». Eco de ella fuí yo, repitiendo el buenas tardes con el acento más candoroso. Una voz dijo: «Adelante, caballero». Miré, y vi a Mariclío sentadita en el portal, a corta distancia de la freidora.



  —256→  

ArribaAbajo- XXIV -

Corrí hacia la Madre y le besé las manos... La emoción no me dejó articular palabra. El rostro de Mariclío era el mismo que vi y adoré en las postrimerías del reinado de don Amadeo, y así la faz como la figura reproducían la Musa de mi sueño mitológico en el viaje subterráneo, pero dignamente avanzada en la madurez fisiológica. Era una Matrona que disfrazaba su majestad con la pobreza del indumento. Vestía una limpia falda de percal con remiendos, y una blusa obscura sobre la cual cruzaba un tosco pañuelo de colorines. Calzaba medias azules y alpargatas valencianas con cintas negras. A su lado y tras ella se sentaban mujeres de variada estampa, todas de clase marinera, y algunos viejos. Uno de estos, el más próximo a la Madre, me pareció poco menos que centenario. Quiso el tal apartarse para dejarme sitio, pero Mariclío no lo consintió, y mandando traer una banqueta me hizo sentar frente a ella, tocando mis rodillas con las suyas.

«Ya tenía ganas de verte, Tito -me dijo con aquel acento de cuya grave dulzura no puedo dar idea-. Aquí me tienes alojada en esta casa humilde y entre esta buena y honrada gente. Arriba ocupo una magnífica estancia, muy holgada y cómoda, con vistas al puerto. Es mi delicia ver desde el balcón   —257→   la entrada y salida de los barcos mercantes y de guerra. Desde allí atisbo también la ciudad, y veo cuanto en ella ocurre. Ya sabes que mi vista es tan larga como mi pensamiento... Algo tendrás tú que contarme, yo a ti también. Ya hablaremos».

En esto se acercó Graziella con un plato lleno de racimitos de aladroque, recién salidos de la sartén, y lo puso en las manos de la Madre. Esta presentó el plato al anciano que a su lado tenía, diciendo: «El primero que ha de catarlo es mi amigo Juan El Cano». Resistiose el ancianito, y Mariclío, echándole cariñosamente un brazo por los hombros, agregó: «Tú, tú por delante. Donde tú estés serás siempre el primero... Querido Tito, acércate a este hombre venerable y besa su mano flaca ya, pero todavía vigorosa. Aquí donde lo ves estuvo en la de Trafalgar».

Saludé al veterano con la veneración que merecía tal reliquia de los tiempos heroicos. Cogido por el viejo el primer abanico de boquerones, todos le secundamos, comiendo con gran apetito y alegría. La Madre me dijo que ya que merendaba con ella, no me soltaría hasta después de cenar. Las comadres y marineros allí presentes dieron broma al anciano por el trabajo que le costaba masticar el aladroque, y alguno se condolió de su extremada senectud.

Revolviose un tanto engallado el viejo, y les dijo: «Ea, no carguen tanto en la cuenta de mis años, pues, gracias a Dios, no he llegado a los noventa. (Risas.) No se rían:   —258→   ochenta y nueve cumplí el 12 de Junio. Todavía puedo... todavía soy hombre para cuanto las señoras quieran mandarme. (Más risas.) Y sepan que bien guapo era yo cuando embarqué en el Nepomuceno el 1.º de Octubre del año 805. El día de la tremenda batalla con el inglés, día 21, nuestro comandante Churruca y yo caímos heridos al mismo tiempo: yo sané, y aquel grande hombre murió. ¿Verdad, señá Mariana, que habría sido mejor que yo me fuera a pique y don Cosme se salvara? Yo he vivido desde entonces sesenta y ocho años sin servir para nada, y él ¡qué hubiera hecho si viviera!

-Eso no es cuenta nuestra -dijo Mariclío-. Dios sabe cuándo ha de dar y quitar la vida.

-Pues yo le digo a Dios -replicó el viejo blandiendo como espada su mano temblorosa- que los hombres valientes no deben morir hasta que se caigan de viejos.

-Los valientes, amigo El Cano -dijo la Madre-, son los más solicitados por la muerte... Ya viste que también murió Nelson».

Gruñó el viejo mirando al suelo, y apenas le oímos medias palabras rencorosas. Pero el mal genio se le pasó cuando empezaron a repartir copas de un vinillo blanco, transparente y fino. Una vez que remojaron todos el aladroque, la Madre se levantó requiriendo mi brazo para que fuese con ella a su habitación alta, pues quería hablar conmigo despacio y a solas. Subimos por una escalera de palo, que gemía como si le doliesen todas las   —259→   coyunturas o acopios de su viejo maderamen. La estancia donde moraba Mariclío era grande, limpia, con jalbegue reciente y muebles primitivos. Llevome al balcón, y sentados frente al espléndido panorama del puerto, me habló de esta manera:

«Querido Tito, te mandé a la correría de Contreras por el Mediterráneo para que vieras por ti mismo la incapacidad de esta gente. Ya te habrás convencido de que nada valen los corazones valientes si las cabezas están vacías. Contreras no hizo nada de provecho, y de añadidura le quitaron las fragatas, que sabe Dios cuándo volverán a manos españolas... El arrojo de Gálvez en Orihuela, ¿qué consecuencias ha tenido? El menguado provecho de recoger algunos cuartos, y el enorme perjuicio de irritar a los pueblos cercanos y enemistarlos para siempre con este Cantón.

»Al llegar aquí los prisioneros de Orihuela los llevaron al navío-pontón Isabel II, y en él fueron atendidos y agasajados en la forma más cristiana: eso está muy bien. Por la tarde les visitaron el Brigadier Pozas y el mirífico evangelista Roque Barcia. Este les largó un discurso, que fue como un pedacito del Pentateuco, y llorando les abrazó uno a uno, y aun creo que les bendijo, prometiéndoles la próxima entrada en el Paraíso Federal. Tanto sentimentalismo me parece de muy mal agüero. Creen estos inocentes que las revoluciones se hacen con discursos frenéticos, con abrazos fraternales, con   —260→   vivas estrepitosos y cantinelas optimistas.

»Cuando esto empezó me agradaba la rebeldía garbosa, el desprecio del Gobierno Central, que por más que se disfrace con arreos y colorines democráticos es siempre una enredosa oligarquía. Pero ya se van desvaneciendo mis ilusiones. Estos caballeros habrían sido aniquilados si no dispusieran de una plaza fuerte tan considerable como Cartagena. Por el resguardo que les da la Naturaleza sostendrán su tinglado algún tiempo, hasta que el Gobierno de Madrid acabe de salir de su desmayo y concierte los resortes de la unidad. No sé si sabes que el General Pavía ha sometido a los federales de Sevilla, después de meter en cintura a los de Granada, y ahora irá contra los de Córdoba. Sobre Valencia está Martínez Campos, hombre que sabe bien su obligación. Él dará buena cuenta de El Enguerino y de sus diez mil Voluntarios alocados. Todavía arde el rescoldo cantonal en Vinaroz, Castellón, Béjar, Cádiz, Sanlúcar y otros muchos pueblos; pero ya se irá apagando. Estos incendios no se apagan con agua, sino con leña... La idea federal es hermosa; es mi mayor encanto, la ilusión de mi vida en esta y en todas las tierras que visito. Pero dudo ¡ay! que pueda implantarla de una manera positiva y duradera un pueblo que ayer como quien dice ha roto el cascarón del absolutismo.

-Verdad es cuanto dices, Madre querida -repliqué yo-. El federalismo nos vino aquí de aluvión, salido del cerebro de un   —261→   hombre de extraordinario talento. A todos cautivó ese ideal por su grandeza, sin que llegáramos a penetrar las condiciones externas y materiales que son precisas para llevarlo a la práctica. Es como un bien caído del cielo; lo admiramos y celebramos sin saber qué tenemos que hacer para disfrutarlo.

-Tú y tus coterráneos no lo conocíais; yo, por mi calidad y el oficio que me da nombre en toda la tierra, lo conocí en tiempos muy remotos, casi en los días en que mi padre Júpiter nos dio la existencia a mis ocho hermanas y a mí. Éramos nueve jovenzuelas lozanas, frescas, hermosas, ávidas de esparcir por el mundo toda la gala de las artes colmándolo de felicidad y contento, cuando pude ver cómo se formó la maravilla del Anfictionado de Tesalia. La fecha es bastante lejana, Tito. Hablo de tiempos muy anteriores a la guerra de Troya.

»En un extenso y fértil territorio, que cerraban por Norte y Sur elevados montes y por Este y Oeste los mares helénicos, existían varios pueblos o nacioncitas independientes. No siempre reinaba la paz entre ellas, y a las veces se entretenían en guerras crueles por un quítame allá esas pajas. Unos eran pastores, otros labraban la tierra; estos criaban los mejores caballos que en Grecia se conocieron, aquellos tejían el hilo y la lana, o se dedicaban al trajín comercial y a la navegación. Cada uno de tales pueblos, en el curso de la vida, fue comprendiendo que sería más fuerte ligando su particular   —262→   interés con el interés del pueblo inmediato. Aquí tienes el pacto federal. Dado el ejemplo por dos pueblos, fueron entrando los demás en la misma concordia, y al poco tiempo todos hallaron el vínculo común de un provecho elemental, que sirvió de aglutinante para amalgamar diferentes Estados débiles en un gran Estado poderoso.

»Aquella gran federación ha tenido muy pocos imitadores, y cuando te lo digo yo que tanto y tanto he visto, bien puedes creerlo... ¿Piensas tú que puede establecer sólidamente este bello régimen un país que hasta hace cuatro días no ha conocido la libertad, una raza que aun siendo heterogénea ha vivido amamantada con la leche de la unidad, y aún se adormece en el regazo de la nodriza? Considera lo que pesan sobre tu país el Catolicismo y eso que llamáis el Papado, las viejas rutinas monárquicas, y los enormes intereses inseparables de estas abrumadoras máquinas sociales. Tú, que no puedes traspasar los límites fisiológicos de la existencia humana, no verás realizado el ideal federalista en toda su pureza; yo, que soy vieja eterna, espero ver algún día... algún día, triunfante y dichoso el Anfictionado Español».

Terminada esta encantadora conversación, que elevó mi espíritu dejándome como en éxtasis, la Madre mandó que sirvieran la cena, y sentó a su mesa al marinero de Trafalgar, a otro viejo menos viejo, a dos mujeres y a mí. Frugal fue la cena, dominando en ella los condimentos de pescados sabrosos   —263→   de fácil digestión. Exquisitas frutas y un vinillo levantino, claro, de ese que llaman ojo de perdiz, completaron el festín modesto. Hablose de diferentes temas: cada cual, según su condición y estilo, hacía la crítica del Cantón, considerando a este como potencia marítima.

El ancianito de Trafalgar aseguró que la Tetuán y la Méndez Núñez, manque les metiesen en las calderas todo el fuego del Infierno, no andarían más de cuatro o cinco nudos. Para nada servían como no fuera para irse a pique. El viejo menos viejo, que era hijo del veterano de Trafalgar, dijo que había hecho toda la campaña del Pacífico en la Numancia, y que a esta fragata la quería como a las niñas de sus ojos. «No hay otra como ella en la mar -exclamó con tanto cariño como si hablara de su familia-. Si algún día me ajogo, deme Dios el gusto de ajogarme en ella».

Sólo estos y otros rasgos salientes de la conversación quedaron grabados en mi memoria. Lo demás se borraba apenas oído. El torbellino de pensamientos que levantó en mi cerebro la evocación que hizo Mariclío del federalismo helénico, me aislaba de aquella charla familiar y rastrera... Pensé que de sobremesa me daría la Madre otra lección como la que antes recibí de su inmenso saber de las cosas humanas. Pero quiso reservarse para otro momento, y cuando los humildes comensales se alejaron con respetuosa despedida, me estrechó y acarició la mano diciéndome: «Es hora de que vuelvas a tu casa,   —264→   Tito. No tardaré en avisarte para que vengas otro día. Adiós, hijo. Ya que vas a la fonda, hazme el favor de acompañar a esta buena señora, amiga mía, que va en la misma dirección y no conoce bien las calles».

Cuando esto dijo vi que de la penumbra de la estancia salía una mujer enlutada, de buen talante y rostro severo, la cual llegose a mí con reverencia como poniéndose a mis órdenes. Salimos, y al bajar al portal alumbrado por un brillante farolón, fijéme en la cara de aquella señora, recordando haberla visto en alguna parte. Poco después, mi memoria me dio la solución, y al instante me volví hacia la dama, diciéndole: «Me parece, señora, que tengo el honor de acompañar a Doña Caligrafía. Perdóneme que antes no la reconociera. Hicimos juntos el viaje desde...

-Me llamo Gertrudis -dijo ella con gracia-, y me dedico a la enseñanza de la Geografía. Confunde usted el nombre con la profesión.

-Es verdad -dije yo un poco turbado-. Pero bien seguro estoy de que es usted una de las damas consejeras de Floriana.

-No soy dama consejera; acompaño y sigo a Floriana, que fue mi discípula y hoy es maestra y señora mía. Cosas son estas, don Tito, que no entiende usted ahora ni las entenderá en algún tiempo. Por esta noche, sólo me cumple decirle que nuestra excelsa Doña Mariana se ha valido del piadoso artificio de que vayamos juntos camino de la fonda, para que yo pueda advertir a usted que   —265→   ponga freno a su pasión por Floriana, y procure apartar de ella su pensamiento. Que para esto hay razones muy poderosas, fácilmente lo comprenderá usted...

-Dígame por Dios esas razones si no quiere dejarme en un dilema terrible: o la desobediencia o la muerte.

-No sea usted romántico, don Tito. Ya sabe usted que a la Madre no le gusta ese romanticismo dulzacho y un poquito enfermizo.

-Pero lo que usted acaba de decirme -exclamé con angustioso desconsuelo- ¿es advertencia, o es mandato riguroso?

-Mandato es rigurosísimo, irrevocable».

En el momento en que yo quise protestar de esta bárbara sentencia, la extraña mensajera de la divina Clío desapareció de mi vista. Di algunos pasos, y un resplandor de luz verdosa me encandiló, dejándome después en tinieblas. Un corto rato estuve ciego. Poco a poco fui distinguiendo los bultos, las casas... Palpando las paredes pude llegar con dificultad a mi alojamiento.




ArribaAbajo- XXV -

Historia lastimosa voy a contaros, lectores queridísimos, y empiezo requiriéndoos a concederme vuestra lástima y un piadoso interés por mí, pues se trata de incumbencias particulares, sin mezcla de ningún melindre político,   —266→   como aquel que dijo, sin trampa ni Cantón... Leedme y afligíos. Consecuencia fulminante de la terrible prohibición o anatema que oí de labios de la vaporosa Doña Geografía, fue que caí en la honda enfermedad que llaman pasión de ánimo, y se manifiesta con intensa desgana de todo menos de la soledad, hastío de la comida, desmayo muscular, aberraciones nerviosas y cerebrales, aborrecimiento del género humano y anhelo de morir.

En mi estrecho cuarto de la fonda me pasaba las noches de claro en claro, los días de obscuro en obscuro, estirado a medio vestir en un sillón de mimbres, empapándome en el amargor de mis melancolías y temblando a cada ruido que me pareciese anuncio de alguna visita. Amables y compadecidos, el fondista y los mozos no sabían qué hacer para despertar en mí las ganas de comer. Me traían platitos de algún guisado selecto, frutas, mariscos, golosinas... Mas, ni por esas; yo no pasaba nada, como no fuera café y algún mendrugo de pan chamuscado a la lumbre. Llegué a desligarme en absoluto de la norma del tiempo; no me importaban los sucesos exteriores, ya fuesen trágicos, ya fuesen ridículos. Sólo la idea de ultratumba me halagaba, adormeciéndome en placentera modorra. Muriendo dejaría de arrastrar los restos miserables de mis ilusiones deshechas y en descomposición. Morir era el descanso, y aunque parezca paradójico, el supremo egoísmo.

  —267→  

Fue a verme Cárceles, que trató de animarme con su jovialidad bonachona. Según él, hallábame atacado de neurosis agudisísima. «Lo que usted padece -me dijo- es una exacerbación del egoísmo, y eso se cura con la actividad, con el trato de gentes y el tomarse interés por las cosas del prójimo y del procomún. Conque ánimo, a comer, y a la calle con los amigos. Le pondré una fórmula; no más que un amargo para abrir el apetito».

Mi amigo, el camarero Alonso Criado, me llevó un día unos comistrajes rarísimos, por si con ellos lograba yo vencer mi desgana. Eran huevas en mojama de un pez llamado mújol, que se cría en el Mar Menor. Las probé y me supieron a demonios. Otro día me llevó dátiles de mar, un marisco sabroso, del cual me dijo Criado que comiendo mucho y bebiendo encima aguardiente era seguro reventar como un triquitraque. Lo caté y no me desagradó; pero me abstuve, porque aunque tenía ganas de irme al otro mundo, no me hacía maldita gracia emprender el viaje con el pasaporte de un cólico miserere.

Después de Cárceles me visitaron Fructuoso y el cartero Sáez, gobernador del castillo de Galeras. El primero me dijo que iba a mandarme a Dorita y sus dos amigas para que me dieran una sesión de bailoteo andaluz, con panderetas y palillos, y me cantaran las coplas cantonales que estaban tan en boga. El valiente cartero me dijo: «Véngase usted conmigo al castillo por unos días, y con   —268→   aquellos aires y aquellos horizontes ¡recristo! se le quitarán esas murrias». No hablo más de estas visitas ni de las que me hicieron Tonete Gálvez, Alemán, don Pedro Gutiérrez, Roque Barcia, Pernas y otros amigos, porque tengo que consignar la que fue para mí más honrosa y grata.

A media mañana se me presentó un día Doña Gramática, compungida y bien abarrotada de locuciones hiperbólicas y laberínticas, ore rotundo, anunciándome, a fuer de solícita embajadora, la visita de la divina Madre. Afortunadamente, no se corrió demasiado en el mensaje, por priesa de sus quehaceres... Partió deseándome la pronta sedación de mi espasmo neuro-imaginativo... Me arreglé un poco, y al cuarto de hora entraron en mi estancia Mariclío y Doña Caligrafía. Vestían ambas de negro, con mantilla, como señoras mayores de la clase media que, al volver de misa, visitaban a un pobre enfermo. La Madre traía un librito como los que usan las señoras cuando van a sus devociones, y la otra dama una caja de cartón, cruzada con cinta roja, que se me antojó regalito de confituras.

El respeto y la emoción me paralizaron la lengua. Tardé un rato en expresar a la divina Señora el gozo que de verla sentía. «Padeces, querido Tito -me dijo ella, sentándose junto a mí y poniendo su mano en la mía- el morbo europeo, la epidemia de la civilización, que la Medicina del día atribuye a los nervios y la de antaño achacaba a los demonios. Entiendo yo que es flaqueza del cerebro, resultante   —269→   del vértigo de los goces fáciles, del ansia de asimilar sabidurías de artes y ciencias, que viene a ser la guía del entendimiento. ¿Cree mi buen Tito que estas generaciones, debilitadas por la continua labor pensante y emotiva en el curso precipitado de la vida mental, pueden arrasar las instituciones caducas, y erigir sobre sus ruinas el monumento del Federalismo, que tiene por base las virtudes y el vigor físico de los pueblos?

»A los que como tú se inutilizan para el vivir normal solemos dar el nombre de románticos. Románticos son, pero de estofa ínfima y barata, los que se matan porque la novia se les va con otro, los que se desesperan y reniegan de la Humanidad porque no han podido obtener en un día lo que es fruto de la paciencia en largos años trabajosos.

»Conque ya lo sabes: no quiero verte romántico llorón, ni neurótico, ni flatulento, ni poseído de los demonios, que todos estos nombres han sido aplicados sucesivamente a los enfermos de necedad aguda. Conservando amorosamente el saber que tienes archivado en tu cabeza, ponte a trabajar en una herrería, forjando a fuerza de martillo el metal duro; abre el surco en la tierra, siembra el grano y cosecha la mies; arranca de la cantera el mármol o el granito; agrégate a los ejércitos que entran en batalla; lánzate a la navegación, al comercio, y si logras juntar a tu saber teórico la ciencia práctica que aprenderás en estos trajines, serás un hombre.

»No serás hombre sino un muñeco, si en   —270→   vez de contener tu alma en la norma de ambición que la Naturaleza concede a los humanos, te lanzas al espacio insondable de las ambiciones locas, quiméricas, fuera de los confines de la realidad. Acabarás de perder tu salud, y con la salud tu vida, si te empeñas en remontarte al cielo para coger la estrella más linda que en él has visto desde la tierra, o si te arrojas en medio del Océano para sacar la perla escondida en el seno más hondo de las aguas».

Tragándome la píldora de indecible amargura que en mi boca puso la Madre excelsa, alabé su elevado conocimiento de las cosas humanas, y el arte sutil con que sabía separarlas de las divinas. Dicho lo que antecede, bajó el tono Mariclío, y de las altas esferas del pensamiento descendió a las más bajas con transición donosa.

Hablamos de la vida cantonal, que ya empezaba a ser aburrida y sin ningún relieve. «Te habrás enterado -me dijo la Señora- de la nueva quijotada de tu amigo el General Contreras. Este señor, que es infatigable en la imprevisión, apenas dio fin a la descomunal aventura en que le quitaron las fragatas, quiso entrar en singular batalla con los molinos de viento. Entre tropa y Voluntarios reunió un ejército de dos mil hombres, y con un tren de Artillería partió por el ferrocarril a la toma de Albacete. Iban con él Pernas y Pozas.

»En la estación de Murcia recibió el aviso de que Martínez Campos, desembarazado ya   —271→   de los cantonales de Valencia, vendría probablemente contra los de Cartagena. Los que iban a la conquista de Albacete corrían peligro de que el caudillo centralista les cortara la retirada. La intrepidez a secas, sin ninguna otra virtud que la rija y encauce, es cosa muy mala en las andanzas guerreras. Ciego y espoleado por el arrojo siguió don Juan su camino, y en Chinchilla el Coronel Escoda le hizo frente con un corto número de soldados, distribuidos por la carretera.

»Llegó muy a punto el General Salcedo, y sin pelear apenas ni sufrir ninguna baja, derrotó en corto tiempo a los cantonales. En su poder quedaron muchos jefes, oficiales y soldados, el tren de Artillería, las banderas rojas y los cincuenta vagones en que habían hecho el viaje los expedicionarios. El descalabro fue monumental. Como no has salido a la calle en tantos días, no has podido observar que cunde el desaliento y que esta revolución candorosa va de capa caída. Vive de milagro, y el milagro consiste, según veo, en que el Gobierno de Madrid no puede distraer de la guerra carlista la escasa fuerza militar de que dispone».

Fijábame yo con insistencia en el librito, al parecer de misa, que la Madre llevaba en su mano. Notó ella mi curiosidad, y risueña me dijo: «Uso este libro cuando mis disfraces me obligan a entrar en la iglesia. Pero no es el Prontuario de la Misa, sino una obra de mi amigo Jenofonte, titulada Agesilao. La estimo en mucho porque en ella escribió una invocación   —272→   a mi persona, proclamando mi culto y ensalzando el nombre de Clío con inefable devoción. Además, contiene el libro avisos y sentencias políticas para el gobierno de los pueblos, que hoy conservan el mismo sentido y matiz de actualidad que tuvieron cuatrocientos años antes de Jesucristo. Del manuscrito que me regaló Jenofonte, y que conservo religiosamente entre mis reliquias, me sacó una copia de imprenta el propio Gutenberg, y de aquella copia hiciéronme estotra los impresores de la Biblia Políglota del cardenal Cisneros».

Puso en mis manos el interesante libro. No pudiendo entender una palabra de él, por estar escrito en lengua griega, besé la preciosa reliquia y la devolví a la divina Mariana. Esta cogió de manos de Doña Caligrafía la cajita de cartón que, a mi parecer, guardaba confites o pasteles, y ofreciéndomela me dijo: «Aquí te dejo esta golosina, que no te vendrá mal para poner algún alivio a la inapetencia, que es el peor alifafe de los que sufren el morbo europeo. Son bizcochos riquísimos, de una pasta en que está combinada la dulzura con la substancia provechosa y confortante. Los hacemos en casa, por una receta que a mis hermanas y a mí nos dieron en el monte Hymeto. Algo ha llovido desde entonces».

Dicho esto, y expresada mi gratitud por la visita y por el regalo, despidiéronse las dos damas, no sin que Mariclío me dejase al partir la esperanza de una nueva entrevista en   —273→   plazo breve. Salieron. Al quedarme zambullido en mi soledad angustiosa, no vi otra manera de retener junto a mí el espíritu de la Madre que deleitarme con la rica ofrenda de sus bizcochos, hechos en casa. Apenas los caté, reconocí en ellos la mágica repostería que fue mi alimento en el viaje absurdo por las entrañas del planeta.

Comiendo de aquel sabroso manjar, se escapaba mi espíritu hacia las penumbras misteriosas de aquellas cavernas y conductos labrados por una ensoñación dantesca o mitológica. Vi el séquito de la divina Floriana, los toros, las ninfas; me vi a mí mismo, caballero en una vaca, restituido a mi ser de sílfido vaporoso. Mi mente se aferró de nuevo a la idea de que lo sobrenatural es lo verdadero. ¿Cuánto tardaría en volver al sentido de la realidad? Meditando en ello me dije: «El Universo es un trinquete, y yo la pelota con que juegan, para pasar el rato, lo humano y lo divino».




ArribaAbajo- XXVI -

Muchos días, no sé cuántos, después de la visita de la Madre, me sentí un tanto aliviado de mi flojera muscular; el ansia de soledad se amenguó bastante, la idea de morir en plena juventud y la querencia del sepulcro empezaban a serme unas miajas desagradables. Mis amigos Fructuoso, Alemán y Alberto   —274→   Araus, deseosos de sacudirme y entonarme, me llevaron a una de las islas del Mar Menor, y por cierto que el viaje me causó miedo; creía yo que en mi estado de extenuación no podría recorrer con vida el camino de tierra y mar, que se me antojaba de una longitud fabulosa. No recuerdo el nombre de la pintoresca isla en que me desembarcaron, sacándome en vilo de la chalana. Entendí que era propiedad del barón de Benifayó.

La hermosura del sitio, la pureza del aire, la quietud y transparencia de las aguas, influyeron de tal modo en mi naturaleza física y moral que por la tarde me reconocí muy mejorado. Nos albergamos en una casita donde moraba, con su mujer y unos chiquillos, el guarda de la isla, y tal fue la bondad con que me agasajó aquella excelente familia que mis amigos, previa discusión entre todos, acordaron dejarme allí por dos o tres días.

Aquella noche dormí como un canto. A la mañana siguiente ya era yo otro hombre. Recorrí sin cansarme distancias que el día anterior me habrían parecido considerables. Mis buenos patrones me daban comiditas de enfermo; mas yo prefería las calderetas de pescado fresco con que ellos se alimentaban diariamente. En uno de estos comistrajes, no sé si al segundo o tercer día, mi apetito se desarrolló hasta la voracidad.

Aunque en mi albergue modesto y patriarcal abundaban los utensilios de caza y pesca,   —275→   no se me ocurrió entretenerme en ningún deporte, pues siempre me repugnó la persecución y matanza de inocentes animales del aire y de las aguas. Mi única diversión era pasear sin fatiga, recorrer la plácida costa de la isla en las partes donde no había cantiles infranqueables, subir a las cimas no muy altas, y tumbarme allí donde encontraba un lugar mullido y fresco para la contemplación del paisaje y la dulce tarea de no hacer nada.

Con este vivir fácil y mis calderetas de mújol fresco al medio día, mis fritangas de barbos y bogas por las noches, con algún hojaldre de añadidura, me reconstituí en mi ser normal apartando mis ojos de la cara fea de la muerte. Lo único que me quedaba de mi trastorno era la incapacidad para contar las horas y los días. Una mañana llegó Fructuoso a verme, y hablando de acontecimientos particulares y públicos vine a entender que estábamos en Septiembre, lo que me causó grande estupor, por mi antedicha ineptitud cronológica.

Entre varias noticias de mediano interés me dio Manrique la de que Salmerón se había negado a firmar las sentencias de muerte dictadas para contener la indisciplina militar. Discutimos un rato sobre si eran o no compatibles la filosofía pura y el impuro arte de gobernar a los pueblos. Sin que lográramos dilucidar punto tan grave, supe que Salmerón se obstinaba en el propósito de dimitir.

  —276→  

Venid a mí otra vez, parroquianos benignos, y os daré una página histórica que me salió, cuando menos lo pensaba, en los días de mi convalecencia. Los amigos que me llevaron a la islita de Mar Menor me restituyeron a Cartagena en una plácida tarde de Septiembre. Apenas llegué a la ciudad y a la redacción de El Cantón Murciano, leí en este periódico la lista del Ministerio que había formado el gran tribuno Emilio Castelar. Vedla aquí:

Presidencia, Castelar; Estado, Carvajal; Gracia y Justicia, Río Ramos; Hacienda, Pedregal; Guerra, Sánchez Bregua; Marina, Oreiro; Gobernación, Maisonnave 7; Fomento, Gil Berges; Ultramar, Soler y Pla. Salmerón fue elegido Presidente de las Cortes. Era opinión general en Cartagena que don Emilio iba a meter mano a los cantonales, poniendo sitio a la plaza en toda regla.

Sin que yo pusiera nada de mi parte, y hallándome aún a media convalecencia, me vi otra vez llevado a la corriente histórica, que en aquellos días de Septiembre era mansa y sin notorias turbulencias. Dudo que merezcan pasar a los Anales de Clío los acontecimientos que, vistos de cerca, me parecieron de poca monta y no alteraban la marcha indecisa y claudicante del Cantón. Pacificada Valencia, Martínez Campos se acercó a nuestra plaza, llegando hasta La Unión, desde donde sus avanzadas hicieron un reconocimiento hasta las inmediaciones del barrio de Santa Lucía. Contáronme que hubo tiroteo y que   —277→   las fuerzas centralistas se retiraron a la madrugada.

Y ya que nombro a Santa Lucía, diré que fui a la casa donde cené con la Madre en aquella calurosa noche de Agosto, inolvidable para mí porque en ella me inoculó Doña Geografía, con sus acerbas prohibiciones, la pasión de ánimo que me tuvo medio loco y medio muerto durante más de un mes. La freidora de pescado estaba en su sitio; pero en la casa me dijeron que Doña Mariana había cambiado de residencia y no sabían su paradero.

Sigo pasando ante tu vista, lector discreto, una cinta histórica de menguado interés: iniciativas abortadas, hazañas ilusorias, planes muertos apenas concebidos. Salió Contreras en busca de Martínez Campos, con grande aparato de fuerzas de tropa y Milicias, cañones Krupp, Ingenieros, Caballería, Sanidad Militar, pertrechos de guerra y boca, y demonios coronados. Los dos Ejércitos no se encontraron o no quisieron encontrarse.

Las piezas Krupp de una parte y otra hicieron fuego a larga distancia sin causarse daño de consideración. En el campo cantonal, un caballo fue herido en la boca por un casco de proyectil, avería tan leve que el animal no tardó en curarse; otro casco perforó el parche de un tambor, y un soldado recibió contusiones que apenas merecieron auxilios caseros de la Sanidad. Mejor hubiera sido que me dejara yo en el tintero estas vanas correrías. Conste que las saco sin otra   —278→   expresión gráfica que unos puntos suspensivos..........................

Las excursiones marítimas de aquel mes no merecen mayor gasto de tinta. Claro es que luego vendrán hechos de armas tan resonantes que para referirlos toda la tinta será poca. Concretándome a las aventuras marítimas del Cantonalismo en Septiembre del 73, acorto la corriente narrativa para consignar que el viajecito de Gálvez a Torrevieja en el Fernando el Católico, y la sorpresa de Águilas por el Brigadier Carreras en el mismo buque, sólo sirvieron para esquilmar con escaso provecho a estos dos pueblos.

Algo más serio fue lo de Alicante. Carreras se presentó con las fragatas Numancia y Méndez Núñez ante aquel puerto, donde entonces residía el Ministro de la Gobernación, Maisonnave 8, tan amado de sus coterráneos los alicantinos. Alborotose el vecindario, las fragatas rompieron el fuego contra la Plaza, y ante la obstinada pasividad de esta, los cantonales viraron en redondo y se volvieron a Cartago Espartaria.

Apártate de mi atención, fastidiosa historia pública; déjame volver a mi dulce cuento. La fuerte querencia que no podía echar de mí llevome una tarde a la plaza de la Merced, donde vi que el edificio construido para la magna institución pedagógica estaba cerrado a piedra y barro. Recorriendo las calles adyacentes, con la esperanza de encontrar alguna puertecilla excusada que comunicara con tal edificio, interrogué a unas pobres   —279→   mujeres que estaban haciendo calceta en el quicio de un portalón cerrado. Dijéronme que la escuela grande se había convertido en almacén de harinas, arroz, bacalao y otros artículos, para el suministro de la Plaza en caso de que le pusieran cerco los condenados centralistas. Las señoras maestras habían desalojado el edificio, llevándose los trebejos de enseñar, mapas, tinteros y la mar de libros.

En esto vi que por angosta puertecilla de un callejón cercano salía una señora con manto negro, en la cual reconocí a Doña Aritmética. Llevaba en sus manos un lío de ropa y un fajo de papeles y cuadernos. No consideré prudente detenerla y hablar con ella, y la seguí a discreta distancia, en conserva, como dicen los marinos... Traspuso la dueña la puerta de San José. La dirección que tomó luego indicome que iba hacia Santa Lucía. Como no miraba hacia atrás y además iba y venía mucha gente por aquellos lugares, pude espiar su ruta fácilmente.

Pasó la dueña por delante de la casa en que yo cené con Mariclío; metiose después en angosta travesía, por donde pasó a una calle de mediana anchura, tortuosa y con altibajos, de caserío desigual, mezquino y pobre. Plebe lastimosa se veía en las puertas o divagaba por un suelo que sin duda fue empedrado y desempedrado por los demonios.

Adelantando en la calle, oí el tintineo vibrante de los martillos sobre el yunque...   —280→   Doña Aritmética torció a la derecha vivamente. Apresuré el paso para seguirla de cerca. Ella delante, yo detrás, penetramos en una travesía corta, en cuyo fondo vi el resplandor rojizo de una herrería. Allí se metió la dueña, y yo, sin saber ni pensar lo que hacía, me colé tras ella. Dentro de la negrura en que lucían con viva lumbre las llamas de la fragua, los hierros al rojo y las chispas que al golpe de los martillos saltaban, quedeme absorto y paralizado. Por más que miré en derredor mío no vi a Doña Aritmética. Dos hombres hercúleos, con mandiles de cuero, trabajaban en el yunque; un mozo fornido metía los hierros en la fragua, y un guapo chico de tiznado rostro tiraba de la cadena del fuelle.

Yo no sabía qué decir. Por fin me decidí a preguntar tímidamente si había entrado allí una señora de tales y tales señas. Nadie me contestó; llegué a creer que nadie me veía; los cuatro siguieron trabajando como si no hubiera entrado nadie. Repetí mi pregunta con el mismo resultado negativo. Acordeme entonces de que la Madre me dijo en ocasión reciente que para ser hombre y no muñeco debía yo conservar el saber adquirido, completándolo con el vigor físico que dan los trabajos más duros. Pensando en esto llegué a imaginar que me hallaba en un recinto encantado, bajo el dominio de la Madre augusta y eterna, educadora de las naciones.



  —281→  

ArribaAbajo- XXVII -

Mi perplejidad y azoramiento me causaban una molestia enfadosa. Viendo que no hacían caso de mí, cual si yo fuera un ente invisible, quise llamar la atención de aquellos cíclopes con gesticulaciones violentas y gritos atroces. Entonces, uno de los herreros dejó a un lado su martillo y la pieza que forjaba, y se llegó a mí risueño. Al ver que al fin había logrado hacer acto de presencia, creo, señores míos... no estoy seguro de ello... creo que me expresé de este modo: «Pero los que aquí trabajan ¿son hombres o qué diantres son?». Antes de contestarme, el forjador se quitó el mandil de cuero dejando ver un tórax espléndido, cual yo no lo había visto nunca en carne mortal. La cabeza y el rostro eran de una hermosura sólo comparable a la que nos ha transmitido la estatuaria helénica.

Con bondadoso acento me dijo aquel que diputé por superior a la estirpe humana: «Ya sé a qué vienes. La que manda en ti te propuso que fueras herrero y sabio para ser hombre y no muñeco. Pero yo advierto que eres demasiado endeble para emprender tarea tan ardua. Sería preciso que te dejaras construir de nuevo. Yo y mis compañeros de trabajo somos forjadores de los caracteres hispanos del porvenir. ¿No comprendes esto?... Pues   —282→   has de saber, hombrecillo de obcecado entendimiento, que estos hierros son resortes para las voluntades, que no han de doblarse ni romperse. Luego verás cómo trabajamos el acero y otros metales, que han de dar resistencia a los corazones y solidez a los cráneos donde se alberga el pensamiento».

Continuaba yo privado de opinión sobre cosas tan inauditas. Con fugaz razonamiento me dije: «Por Júpiter, que este ensueño es más dislocado y delirante que cuantos hasta ahora me depararon los espíritus juguetones». Y antes que yo pudiera escudriñar la razón de aquel extraordinario prodigio, el hombre perfecto de cuerpo y rostro me cogió por el brazo o por el pescuezo, y llevándome como en vilo, me condujo a otra estancia más grande, en la cual vi dos filas de hombres membrudos y atléticos, que trabajaban en diferentes operaciones de lima, torno y pulimento de metales. Pasando entre ellos pude observar la majestuosa estatura del forjador, comparada con la mía. Con tacones y sombrero, yo le llegaba poco más arriba del codo.

Entramos en un aposento reducido, iluminado por luz cenital. En el centro había una mesa de hierro con tazas y ánforas griegas. Por indicación de la estatua viviente nos sentamos. Oí en derredor mío un musitar festivo de voces femeninas. Manos invisibles nos sirvieron un divino néctar que debía de ser Falerno. Cuando se aproximaban las fantásticas servidoras creí vislumbrar un asomo de facciones humanas, vagamente apreciables a   —283→   la vista. Me volví y dije: «¿Eres tú Graziella?». Risillas burlonas sonaron alejándose en el aire vago.

La ingestión del vino de los Dioses produjo en mí una súbita iluminación del espíritu, un gozo chispeante, una conformidad expansiva con lo que me pasaba. «Caballero forjador -dije al que ya consideraba como amigo-; confiado en su amabilidad le suplico me saque de una duda. Yo entré en la herrería siguiendo a una señora madura a quien conozco con el nombre de Doña Aritmética. Traspasé la puerta un segundo después que ella y no la vi. ¿Puede usted decirme a dónde ha ido esa señora y el cómo y porqué de desaparecer tan pronto?

-Esa calle por donde has venido -me contestó el hombre de perfectas hechuras- es incómoda y casi intransitable en el trozo más alto. Las personas que tienen que ir a la escuela de párvulos hallan por aquí acceso más fácil, pues sólo un patio, como verás, separa este taller del taller de Floriana. La gran Maestra, imposibilitada de trabajar en el magno colegio que se hizo para ella, no quiere estar ociosa, y en este barrio mísero ha establecido una escuela humilde, para educar a los niños más pobres y desamparados de la ciudad.

-Bien clara es ya para mí la ruta de Doña Aritmética, y ahora comprendo el magnetismo que a estos lugares poderosamente me atraía. ¿Me permitirá usted, señor coloso, que salga yo a ese patio, por lo   —284→   menos, para ver desde allí el recinto escolar donde la Diosa cría las inteligencias del mañana?».

Levantándose me dijo el artífice de voluntades: «Ven conmigo y verás». Salimos... no sé si por una puerta o por una de esas paredes que permiten la filtración de bultos corpóreos... salimos, digo, al patio, que era irregular, con empedrado menudo y muy bien barrido, completamente llano. Avanzamos luego por un espacio trapezoidal, limitado por medianerías y anexos de casas mezquinas. El patio se angostaba después para ensancharse en una especie de plazoleta. Sorprendiome la pulcritud del empedrado, que indicaba la acción constante de hacendosas manos femeniles. Pero más que esto me sorprendió que nuestros pasos no hacían ni el más leve ruido sobre las piedrecillas, como si estas fueran pelotas de lana.

En la plazoleta vi unas cuerdas en las que estaba tendiendo ropa Doña Gramática. Temblé ante la personificación de la sintaxis enroscada y regurgitativa; pero mi temor se disipó al instante, porque pasamos frente a ella, como a dos palmos de su cara, y no nos vio. Traspasado el cortinaje que formaban las sábanas y manteles puestos a secar, vi unas ventanas bajas, y llegó a mi oído un runrún leve de voces infantiles. Allí estaba la escuela.

Repitiose el fenómeno anterior. No puedo decir si entramos por una puerta o por un muro de materia tan tenue que daba paso a   —285→   los cuerpos. La escuela era grande, de techo bajo, con pies derechos de madera sin pintar, y trazas de un viejo almacén o depósito de efectos navales. Aún quedaba en él un ligero tufillo de brea. Entre niños y niñas pareciome que había poco más de veinte, todos muy pobres, descalzos la mayor parte, mal vestidos, algunos harapientos y desgreñados.

En el centro del local vi a Floriana, vestida de azul obscuro. Dulce palidez melancólica advertí en su rostro estatuario. Su frente, de proporciones exquisitas, me deslumbró cual si de ella irradiara una claridad que iluminaba el mundo. En derredor de la divina Maestra, un enjambre de pequeñuelos de ambos sexos recibía las primeras migajas del pan de la educación. Les enseñaba las letras y los sonidos que resultaban de unir una con otra. A unos les corregía con gracejo, a otros con besos les estimulaba; a los más chiquitines les sentaba sobre sus rodillas, metiéndoles en la cabeza, como por arte mágico, las cinco vocales. Allí no había palmeta, ni correa, ni puntero, ni ningún instrumento de suplicio. Había tan sólo cariño, halagos, persuasión, y un extraordinario poder espiritual para encender en el cerebro de las criaturas las primeras lucecitas del conocimiento. Un sacerdote santo dando la comunión a los fieles, en las catacumbas, no me hubiese inspirado mayor respeto.

Divagamos por el aula con la libre curiosidad de fantasmas que gozan el precioso don de ver sin ser vistos... En el fondo del local   —286→   vi a la simpática Doña Caligrafía bregando con las niñas y niños mayorcitos que, llenándose los dedos de tinta y alargando los morros, trazaban palotes, rudimento inicial de la escritura... Llegó el momento del descanso, que fue consuelo de aquellas pobres almitas oprimidas por la grave atención.

Llevando de la mano por racimos a sus chiquitines, Floriana salió a un patinillo donde había un naranjo raquítico y unos girasoles mustios. Allí todos, chicos y medianos, se soltaron a correr y a jugar. Algunas niñas, que habían dejado allí sus peponas, las recogieron y empezaron a zarandearlas con alegres cantos maternales. Los chicos tiraban de peonzas y pelotas. En un rincón del patinillo, Doña Aritmética, delante de un gran barreño lleno de agua, lavaba las caras mocosas y sucias de algunos. En lugar próximo, Doña Geografía se encargaba de peinar a otros las enmarañadas greñas, donde no era raro encontrar habitantes. Después entró Doña Gramática, trayendo la merienda que entregó a Floriana para que la repartiese: era pan y aladroque, que comieron los chiquillos con la gazuza que supondréis.

Luego vinieron los regalitos; a los pequeñuelos descalzos, con los pies llenos de mataduras, les puso Floriana por su mano alpargatitas nuevas; a una niña muy aplicada que en pocos días había aprendido a deletrear, obsequió la Maestra con una pepona muy lozana, con camisa, y chapas de bermellón en los mofletes; a un rapaz espigado y   —287→   listo, que ya trazaba úes y emes con rara perfección, le regaló una cajita de colores, pincel y lapicero. Entró Doña Caligrafía con un ramo de flores que la Maestra repartió entre las chiquillas, poniéndoselas en el moñete o en el pecho... «Adiós; hasta mañana»... Besos, cariños, alegría, risas que eran como un himno a la Enseñanza, y desfiló aleteando la infantil bandada.




ArribaAbajo- XXVIII -

Ya no vi más, porque el divino forjador me sacó del patinillo, no sé cómo ni por dónde, y me encontré con él en lo alto de una calleja de tan áspera pendiente que más parecía despeñadero. Pensaba yo en los volatines que tenía que hacer para el descenso, cuando el titán me cogió en brazos, como si yo fuera un monigote de papel, y me bajó hasta un rellano donde había un pretil. Debajo del pretil se veía la muralla, y más abajo el mar.

Nos sentamos los dos. No pude yo expresar mi estado de espíritu más que con un suspiro, tan hondo y grande como si con él echara toda mi alma. El atleta me miró atentamente, y sus labios de mármol pronunciaron estas palabras desgarradoras: «Floriana es mi novia...».

Ni para temblar me quedaron fuerzas después de oído esto. El corazón se me achicaba, y llegué a sentirlo del tamaño de una nuez   —288→   cuando el varón estatuario remató así su concepto: «Mi novia es, y ningún mortal puede aspirar a su amor... Te lo digo en el lenguaje vulgar de tu tiempo, y traduzco el lenguaje eterno, para que pueda ser por ti fácilmente comprendido. Las divinidades que gobiernan el mundo han dispuesto que el Fuego plasmador se una en coyunda estrecha con la Feminidad graciosa y fecunda, para engendrar la felicidad de los pueblos futuros. Antes que acabe esta generación se ha de ver en pos de Floriana un enjambre de mil niñas, que al llegar a la edad juvenil encarnarán la belleza, la ternura, la gracia y sutileza educativa que has admirado en la excelsa regidora de esa humilde escuela. Cada una de esas mil criaturas, hijas de Floriana, dará al mundo otras mil. Ya puedes comprender que con un millón de maestras como esta que has visto, tu patria y las patrias adyacentes serán regeneradas, ennoblecidas y espiritualizadas hasta consumar la perfecta revolución social».

Atontado escuché... Hallábame, como si dijéramos, henchido de resignación... Nada se me ocurría que pudiera ser digna respuesta a predicción tan sublime... Yo, Tito Liviano, el hombre raquítico, enclenque, de ruin naturaleza, residuo miserable de una raza extenuada, politicastro que pretendía reformar el mundo con discursos huecos, con disputas doctrinales, fililíes retóricos y dogmáticos requilorios, me sentí tan humillado, que anhelé con toda mi alma huir de la comparación   —289→   con aquel ser titánico de infinita grandeza... Me levanté, y con la frase más vulgar del lenguaje de mi tiempo le dije: «Ya debo retirarme. Adiós, señor».

Al dar el primer paso vi bajo mis pies una escalera quebrada, empinadísima, en cuyo fondo adiviné un abismo. Viéndome perplejo, el hermoso gigante tiró de mí diciendo: «Por aquí bajarás mejor». Se volvió hacia la muralla y me arrojo por un inmenso talud o escarpa de inconmensurable altura. «¡Adiós, Tito -me dije-, que aquí pereces!...». Contra lo que pensaba, descendí con suave rapidez como si la pendiente fuera de algodones, y caí de pie en la playa, sano y salvo, sin contusión ni rozadura, sin polvo ni el menor desperfecto en mi ropa.




Arriba- XXIX -

Al retirarme, vi en mi mente con absoluta claridad que mi papel en el mundo no era determinar los acontecimientos, sino observarlos y con vulgar manera describirlos para que de ellos pudieran sacar alguna enseñanza los venideros hombres. De tales enseñanzas podía resultar que acelerasen el paso las generaciones destinadas a llevarnos a la plenitud de los tiempos. Seguí, pues, en mi atalaya histórica, y presencié fríamente sucesos culminantes que imprimieron mayor interés y bizarría a los anales del Catón.

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Pero me falta espacio para referiros lo que observé en los meses de Octubre, Noviembre y Diciembre del 73 y la mitad de Enero del 74, por lo cual solicito de vuestra benevolencia un período de higiénico descanso, que no ha de ser corto si me obligo a contaros el bloqueo de Cartagena, con los reñidos combates navales de aquellos interesantes días; el asedio que puso a la Plaza un Ejército Centralista, mandado por el General López Domínguez; el lastimoso asesinato de la República, muerta el 3 de Enero a manos del General Pavía, y después, el dramático desenlace y acabamiento del Cantón, con la fuga de sus temerarios caudillos a las playas africanas.

Ya metidos lectores y narrador en la jurisdicción del 74, seguiremos tan campantes al través de la intrincada manigua de las desgarradoras contiendas civiles, hasta parar en aquella fatalidad histórica que abominamos, no sin reconocer que nuestra incorregible tontería fue Razón transitoria de una Sinrazón que ya ¡vive Dios! va durando más de la cuenta.




 
 
FIN DE LA PRIMERA REPÚBLICA
 
 


Madrid, Febrero-Abril de 1911.