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Monseñor Romero

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Noticia sobre los funerales de Monseñor Romero en El País

Funerales por la muerte de Monseñor Romero (30 de marzo de 1980)

El País (España). 1 de abril de 1980

La mayoría de las víctimas murieron aplastadas o asfixiadas después de la explosión de tres bombas y un tiroteo

Cuarenta muertos en San Salvador en los funerales del arzobispo Romero

ÁNGEL LUIS DE LA CALLE, enviado especial. San Salvador

Cuarenta muertos y más de doscientos heridos es el balance de los trágicos sucesos ocurridos el domingo en la plaza de la catedral de San Salvador, mientras se oficiaban los funerales por el arzobispo Óscar Arnulfo Romero, asesinado el pasado día 24. Una provocación, al parecer, de la extrema derecha, mediante la explosión de varias bombas, provocó el pánico en la multitud que llenaba la plaza. Elementos armados de la guerrilla izquierdista presentes en el lugar utilizaron también sus armas. La mayoría de las víctimas no fueron de bala, sino que murieron aplastadas o asfixiadas.

En la plaza de la catedral, que en la nomenclatura oficial de la capital salvadoreña se llama plaza Barrios, había entre 60000 y 70000 personas cuando, a las once y dos minutos, comenzó la misa concelebrada en memoria de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, asesinado el lunes 24 de marzo.

El féretro estaba colocado sobre un túmulo, al frente del altar, en el último descansillo de las escalinatas de acceso al templo. Los cardenales y arzobispos oficiantes habían llegado al lugar, en procesión, desde la basílica del Sagrado Corazón, desde donde pronunciaba sus homilías, domingo tras domingo, el prelado muerto.

La mañana era calurosa y soleada. Desde la altura, el espectáculo colorista de la plaza, salpicada de sombrillas, pañuelos, pancartas, palmas y retratos de Monseñor, resultaba fascinante. La multitud estaba integrada, en más del 60%, por mujeres de varias edades. Había también muchos niños y algunas decenas de personas de aspecto campesino. Ni en la plaza ni en las calles aledañas había presencia militar uniformada.

Cuando la misa había comenzado, presidida por el representante personal del Papa, el arzobispo de la ciudad de México, Monseñor Ernesto Corripio Ahumada, llegó a la plaza la manifestación, integrada por militantes y simpatizantes de la Coordinadora Revolucionaria de Masas, que se había concentrado con anterioridad en el parque Cuscatlán, a un kilómetro de la catedral. Muchos de los manifestantes, que en total podrían calcularse en 20000, aparecían armados. Algunos ocultaban sus rostros con pañuelos.

Cuando Monseñor Corripio comenzó la homilía, pasadas las once y media, en la plaza había cerca de 150000 personas, que seguían piadosamente las ceremonias religiosas.

A las 11:42, en un costado de la catedral se escuchó una fuerte detonación, que luego se comprobó correspondía a una bomba. Inmediatamente se oyeron otras tres, en distintos puntos del lugar, y sonaron igualmente los primeros disparos. La gente comenzó a huir, despavorida, en todas direcciones, mientras los militantes de las organizaciones populares empuñaban sus armas.

Una buena parte de la aterrorizada multitud pugnaba por entrar en la catedral, a cuyo interior ya habían pasado las dignidades eclesiásticas presentes en la ceremonia. En esa lucha por conseguir refugio se produjeron la mayoría de los muertos, que, sin cifras oficiales a mano, se calculan alrededor de cuarenta y más de doscientos heridos. Pocas personas perdieron la vida por impactos de bala. La mayoría, señoras de edad, murieron aplastadas, asfixiadas.

Otro grueso de gentes escapó por las calles laterales. Entre tanto, seguían sonando disparos y explosiones. No había forma de ver quién disparaba contra quién. Algunos de los militantes izquierdistas señalaban las ventanas superiores del Palacio Nacional. Otros apuntaban sus armas contra el techo de un edificio cercano.

Las ambulancias comenzaron a llegar a la zona y a evacuar a los primeros heridos. Obispos, periodistas y refugiados en el interior de la catedral, comenzaron a salir, pasada la una de la tarde, con los brazos en alto. Ninguna persona de uniforme se veía en los alrededores. A la una y media, sin finalizar la misa, fue enterrado el cadáver del arzobispo, que hasta entonces había sido custodiado por sacerdotes y religiosas.

A las cuatro y media de la tarde el Gobierno emitió un durísimo comunicado en el que acusaba de los incidentes a la Coordinadora Revolucionaria de Masas y enfatizaba en que las fuerzas armadas y los cuerpos de seguridad habían estado acuartelados todo el día. Minutos más tarde se pidió a la «ciudadanía honrada» que se recluyese en sus casas y se anunció la salida del Ejército a las calles.

No hay muchos elementos de juicio para asegurar de quién partió la estúpida provocación del domingo. Lo más lógico es atribuir esa responsabilidad a la extrema derecha, que actúa en este país con un cerrilismo difícilmente comprensible. Pero, a diferencia de otras ocasiones, en esta no es tan fácil emitir un juicio definitivo.

En anteriores episodios de violencia las personas que han disparado contra manifestaciones o concentraciones populares han podido ser vistas. En esos mismos casos han hecho acto de presencia, y uso de sus armas, Ejército y cuerpo de seguridad. Ninguno de estos dos puntos se han repetido en los episodios del domingo. Nadie vio personas uniformadas y son escasísimos los testimonios sobre presencia de sospechosos desconocidos haciendo disparos a la concentración.

VERSIONES SINGULARES

Circulan versiones de lo más singular con respecto a los hechos. Algunas aseguran que existía un plan de las organizaciones izquierdistas para secuestrar el féretro con los restos del arzobispo asesinado y realizar con él un recorrido por el centro de la ciudad.

Sí parece cierta otra, confirmada por alguna de las personalidades asistentes, que aseguraba que los grupos de la CRM tenían el proyecto de ocupar alguno de los lugares donde se iban a reunir cardenales y obispos después de la misa y de tomar a estos como rehenes, con el objeto de exigir la dimisión del Gobierno.

Monseñor Iniesta, a EL PAÍS: «La Iglesia no puede considerar cristiano el conformismo», afirma el obispo auxiliar de Madrid

A. L. C., enviado especial. San Salvador. -El obispo auxiliar de Madrid, Alberto Iniesta, es la única personalidad religiosa venida especialmente desde España para asistir a las honras fúnebres de Monseñor Óscar Arnulfo Romero.

Aún impresionado por los hechos que presenció y sufrió en la mañana del domingo, mientras concelebraba la misa de difuntos, y pocas horas antes de emprender regreso a Madrid, Monseñor Iniesta conversó con EL PAÍS durante breves minutos sobre la realidad religiosa y sociopolítica de Centroamérica.

-En El Salvador, Monseñor, se enfrentan dos fuerzas situadas en polos opuestos. Una, la derecha, que se resiste a aceptar el más mínimo cambio, otra, la izquierda, que exige esos cambios estructurales en forma profunda. En el centro de todo está la violencia que el país sufre. ¿Cuál es, a su juicio, la fórmula de solución?

-No es por escaparme de una pregunta comprometida, pero debo decirle que realmente no lo sé. Y creo que aunque viviera aquí tampoco lo sabría. Veo en las gentes de este país enorme perplejidad sobre el futuro. Sin embargo, y hablando en términos generales, opino que no puede haber paz sin justicia. Aunque no hubiera muertos, no se podría considerar la existencia de paz en El Salvador con la actual estructura socioeconómica. En ese peligro podría caer la propia Iglesia, que no puede lanzar a la gente hacia los cañones, pero que tampoco puede considerar cristiano el conformismo.

-En estas horas de crisis, ¿qué puede aportar la Iglesia española a la latinoamericana?

-Opino que en el terreno social, político o económico, nadie puede darse lecciones. En el terreno pastoral, y en términos generales, todos nos podemos ayudar, pero, en este caso concreto, estimo que es la Iglesia latinoamericana la que puede enseñarnos a nosotros. Es preciso contemplar, como una lección, todo lo que este continente está viviendo y sufriendo por aplicar las doctrinas del Concilio, de Medellín y de Puebla. Es, verdaderamente, un ejemplo para la Iglesia española y europea. Los, en otros tiempos, discípulos, se han convertido en maestros.

El Salvador, hacia la guerra civil

La televisión acaba de rendir al mundo uno de sus grandes servicios posibles con la película de los últimos sucesos de San Salvador: una inmensa multitud reunida en un servicio fúnebre para despedir a quien fue ellos mismos -la voz de los que no la tienen, según la frase que se hizo popular-, al arzobispo Romero, agredida por quizá no más de media docena de tiradores trabajando en una impunidad absoluta. Impunidad que tiene una demostración concreta: no han sido detenidos, ni siquiera identificados, tras el asesinato de Monseñor Romero, el asalto al juez que ha sido encargado de instruir el proceso o esta horrible matanza.

Va a ser muy difícil seguir manteniendo la ficción de un grupo de cubanos anticastristas -Omega 7- o la de un tirador de nacionalidad venezolana, aunque puede existir físicamente para culpar a alguien indefinido de los hechos. Toda la responsabilidad es del Gobierno, donde todavía hasta ayer militaban miembros de la Democracia Cristiana, agarrados a sus puestos ministeriales aunque la base joven de su partido se les hubiera ido ya de las manos y algunos de sus correligionarios les hubieran denunciado. Y donde unos militares colocados para garantizar el orden público y la apertura de la vía democrática, al ser derribado el régimen anterior, no han hecho más que imponer una represión para evitar la reforma agraria que vulneraba los intereses de la clase a la que defienden. Todavía en los primeros momentos de la matanza, militares y militarizados de la Democracia Cristiana, que no supieron ver a tiempo la lección experimentada por sus colegas de la Democracia Cristiana chilena, al abonar un régimen de sangre que tardaría pocas horas en prescindir de ellos, han responsabilizado de la jornada violenta del domingo a la Coordinadora de Masas, por ese viejo sistema que consiste en acusar siempre a la víctima: por haber estado allí o quizá por no haber muerto antes con la muerte resignada del hambre y la enfermedad al pie de los maizales.

Aquellas estructuras que denunciaba el arzobispo Romero, perseguido hasta más allá de la muerte (el Gobierno de militares militaristas y de civiles descivilizados, las bandas fascistas que asolan el país) son, sin embargo, los responsables y autores de los crímenes que enmarcan un estado de revolución real y de auténtica guerra civil. Es difícil ya que el proceso de El Salvador se detenga con medidas represivas, ni siquiera con las que hasta ahora estaban previstas -los «consejeros» de Estados Unidos o los 10000 hombres contingentados en Guatemala, ni siquiera podría intentar Carter una invasión de marines o de fuerzas especiales, al estilo de Santo Domingo, que le harían volver por pasiva todas sus justas reflexiones sobre la intervención soviética en Afganistán. Hay un punto de no retorno, y ese punto se ha sobrepasado en El Salvador. Sólo una marcha atrás rapidísima, una evicción clara de los puestos de poder de los responsables y una preparación inmediata a una democracia civil con una modificación automática del reparto de la pobreza y de la riqueza podría evitar lo que parece ya inevitable: la abierta guerra civil, ante la que la experiencia nicaragüense no dejará de influir en las decisiones norteamericanas.

La cuestión de El Salvador no se encuentra, en definitiva, aislada de la de Honduras, Guatemala, Nicaragua, el abandono futuro de Panamá por Estados Unidos y las convulsiones a las que puede avecinarse México no dentro de muchos años. Toda Centroamérica es hoy una gran incógnita para la estabilidad mundial, un nuevo foco de preocupantes y sangrientas tensiones, una amenaza al coloso americano, semejante o peor que la de Irán. La revolución de los pueblos del Tercer Mundo ni debe ni puede ya ser parada mediante la represión militarista. Dar salida a los justos deseos de cambio y renovación social en países en los que la miseria de muchos es el sustento de la opulencia de una mínima parte de la población es hoy responsabilidad directa e inmediata de las naciones democráticas.

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