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ArribaAbajoRicardo Monner Sans: palabras de homenaje43

Rodolfo Modern


Cualquier circunstancia no rutinaria vinculada con el Colegio Nacional de Buenos Aires, el antiguo Central, desencadena en las generaciones continuadas de sus ex alumnos y ex profesores emocionadas sensaciones de gratitud y respeto. La celebración, este año, del sesquicentenario del nacimiento de don Ricardo Monner Sans no puede serles, por tanto, indiferente. Dos Monner Sans, padre e hijo, toda una dinastía, marcaron con su sello durante más de medio siglo a sucesiones de alumnos y a sus colegas de aula. El Central era también, aparte de su rector Juan Nielsen, el colegio de los Monner Sans. Ambos fueron, sin embargo, diferentes. El hijo, el doctor José María Monner Sans, profesor y abogado, era riguroso, severo, y a pesar de su ironía, ninguno de sus ex alumnos dejó de referirse en los términos más agradecidos a su antiguo profesor. Había inculcado en ellos para siempre el amor al idioma castellano, y leían y escribían correctamente gracias a los esfuerzos de don José María.

El padre, don Ricardo, igualmente eficaz, era, según testimonio unánime, un ser humano gentil, amable y de una inagotable bondad en su trato con alumnos y colegas. Pero en cuanto a su dedicación a la enseñanza del castellano o español, y a su literatura, ambos estaban atravesados por idéntico fuego sagrado. Su enseñanza era eje de una parte esencial de unas vidas fecundas e intensamente volcadas a la entrega de lo que importa.

Ricardo Monner Sans nació en Barcelona el 26 de octubre de 1853, y sus vínculos con la cultura catalana tuvieron un carácter entrañable a lo largo de los años. Tras sus primeros estudios y un paso fugaz por el comercio y el ejército (llegó al grado de sargento durante   —126→   la guerra carlista), el joven Monner Sans se sintió atraído por el canto de sirenas que las bellas letras emitían, y, en especial, por el sarampión juvenil de la poesía lírica. Estuvo por un tiempo en Francia, en Marsella específicamente, fue cónsul y ministro plenipotenciario de España en Hawai, y en 1889 se embarcó rumbo a Buenos Aires. Entre su equipaje figuraba su libro de poemas Fe y amor (1879), cuya publicación fue costeada, debido a sus méritos intrínsecos, por el rey de España, don Alfonso XII, como también la asimilación de los grandes escritores españoles del Siglo de Oro.

Dados sus conocimientos, fue vinculándose, como profesor, a diversas instituciones de enseñanza media. Dirigió el Instituto Americano de Adrogué, y fue docente en colegios de alumnado femenino. Y a partir de 1903, en forma casi ininterrumpida hasta su jubilación ocurrida en 1921, ejerció las cátedras de Castellano y Literatura en el Colegio Nacional de Buenos Aires.

La devoción filial de que su único hijo lo hizo objeto, a pesar de que ambos sostenían convicciones distintas en el plano de la ideología política y la religión (don Ricardo era conservador y un católico de sólida fe), se concretó en un tomo de homenaje publicado en 1929 con el título de Vida y obra de Ricardo Monner Sans.

El libro contiene, además de la biografía, la copiosa bibliografía de don Ricardo, que alcanza a más de cien títulos entre libros de creación, de crítica, estudios monográficos, investigaciones gramaticales, filológicas, lexicográficas y artículos periodísticos, que dan cuenta del amplio espectro que los afanes de Monner Sans abarcaban en el campo de la lengua escrita y oral.

La limpia y coherente existencia de nuestro autor transcurre a lo largo de dos carriles esenciales: la docencia y el estudio en torno a los valores primordiales de la lengua española, que no dejó de confrontar con su variedad argentina apartada del casticismo propiciado por el sabio profesor. Esa fue su pasión dominante, y allí laboró con ejemplar provecho. Nada mejor para probarlo que los entusiastas, numerosos y unánimes juicios acerca de su tarea, compilados por el hijo en el libro citado. Los testimonios pertenecen a colegas, críticos, ex alumnos, como asimismo a personalidades descollantes en el mundo literario, afincados no sólo en esta orilla del Río de la Plata, sino también en España, Francia e Italia. Entre los nombres incluidos, pueden espigarse los de Arturo Farinelli, Enrique Larreta, Ricardo Rojas, Ramón   —127→   Menéndez Pidal, Arturo Costa Álvarez, Alfonso Reyes, Enrique García Velloso, Eleuterio F. Tiscornia, Emilio Cotarelo, Roberto F. Giusti, Bartolomé Mitre, Miguel de Unamuno, Rufino José Cuervo, José Toribio Medina, Emilia Pardo Bazán, Ernesto Quesada, Carmelo Bonet, Manuel Gálvez, José A. Oría, y José María Salaverría, entre otros. Esta lista, impresionante por lo demás, define la estatura y el ámbito intelectual en el que don Ricardo se desenvolvía.

Según el testimonio de quienes lo conocieron, no sólo se destacó por su versación y su combate denodado en favor de la pureza del idioma de sus mayores, trasplantado y transformado por tantas razones en la Argentina. Era, en su aspecto y conducta, un caballero cabal, su hidalguía, su hombría de bien se transparentaban en modales y actitudes, al igual que su respeto por el prójimo y, a veces, en la aplicación de cierta malicia socarrona, pero impregnada de bondad y comprensión. Ya la finura y nobleza no habitual de su rostro, como su apostura, ponen de relieve estos rasgos. Él mismo, en un largo poema titulado «Mi mote», de 1919, se caracteriza de este modo: «Gustárame haber nacido / en el siglo dieciséis, / y justar en campo abierto / con indómita altivez / por mi Dios y por mi alma, / por mi patria y por mi rey». No por casualidad, se había aplicado al estudio de Guillén de Castro, de Juan Ruiz de Alarcón, de Cervantes y de Calderón de la Barca. Sin descuidar, por otra parte, sus estudios gramaticales y su amor reiterado por lo argentino, volcado en libros y folletos como El lector argentino, El amor de los extranjeros a la patria argentina, El movimiento de Mayo, las Efemérides argentinas, entre otros.

En una conferencia pronunciada en 1917 declara:

Pronto se cumplirán seis lustros que aporté a estas playas por Solís descubiertas, y, como se colegirá, al momento advertí las incorrecciones de lenguaje, así en lo que se hablaba como en lo que se escribía. Al escuchar tanto a porreo al heredado idioma, júreme a mí mismo apercibirme a la defensa, rezando cada noche una jaculatoria al dios protector del idioma cervantino, para que me librara del contagio, lo que bien vale decir, que resolví leer y releer con deleitosa atención nuestros clásicos, a fin de que poco a poco fueran penetrando en mi cerebro las impecables formas de nuestros más puros hablistas.



Como se ve, la dama de su poema se transforma en un combate sin tregua por la pureza de la lengua española. Mucha agua ha corrido desde entonces bajo el puente, y otros son los criterios que hoy prevalecen   —128→   al respecto, pero cabe advertir, por una parte, que Monner Sans no estaba solo en la lucha en beneficio de un casticismo riguroso, como también hay que tomar en cuenta la fecha de sus palabras, las que habían comenzado a tomar forma en su libro Notas al castellano en la Argentina, un volumen de 238 páginas, fechado en 1903, con prólogo de Estanislao S. Zeballos, y reimpreso en Madrid, en 1917.

Las preocupaciones de lingüistas y lexicógrafos van más allá de las descripciones semánticas o de la normativa gramatical, acotadas como están por las variaciones inevitables que el transcurso del tiempo impone. Poseen un costado higiénico, si lo vemos así, pero siempre un contenido ético. Es que la recta aplicación del lenguaje supone un fundamento asimismo ético. Por ejemplo, las notas aludidas contienen, por orden alfabético, cerca de quinientos vocablos y modismos de uso habitual en nuestro país, que Monner Sans deseaba depurar por vicios que atribuía a la inmigración española, italiana y francesa, apoyada ésta por la lectura y la mala traducción de sus textos al castellano. No todo es condenable, por cierto. Entre varios, admite términos como aguatero, argentinizar, changador, atorrante, etc. Pero, a fin de dar ejemplos de lo contrario, censura palabras, como acriollar, alfombrado, apero, bañadera, balero, batifondo (al que le atribuye un origen rufianesco), bife (por bofetada), carátula, caudillaje, congresal, coraje, churrasco, petiso; hoy tenidos por argentinismos de aplicación válida y absolutamente extendida en todos los niveles.

Su posición, sin embargo, no era la de quien lo ve todo con anteojeras. Oigámoslo:

Viven las lenguas todas, y ya lo afirmó Horacio, en perpetua renovación, mas ésta debe verificarse con parsimonioso tiento: nadie que de cuerdo se precie querrá que los idiomas se momifiquen, como nadie pretenderá que se hable hoy como hablaron aquellos excelsos maestros que se llamaron Yepes y Sigüenza.



Y agrega: «El arcaísmo como el neologismo, son fenómenos orgánicos de toda lengua viva».

La última cita pertenece a alguien que lo trató y que fue también miembro de número de nuestra Academia: Carmelo M. Bonet. En su recuerdo del maestro, expresa:

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Y bien: gracias al afán purista que don Ricardo contagió a toda una generación de discípulos, hoy se habla mejor y se escribe mejor. Nuestros grandes diarios aparecen con una pulcritud de lenguaje que antes no tenían. Y en los libros aumenta también la preocupación por el término propio.



Para terminar con este rosario de citas, escuchemos el conmovedor recuerdo que el eminente Arturo Farinelli dedicó a Monner Sans:

Todo lo reducía a lo simple, a lo diáfano, a lo inteligible: límpido su idioma como límpida su alma. Ningún dogmatismo, ningún amor por la abstracción, los sistemas y las estéticas; todo peso filosófico lo fastidiaba y prefería el calor al rigor del pensamiento. Nunca jamás hubo en él nada convulsivo; aconsejaba domeñar todo instinto salvaje y rehuía en sí propio cualquier impulso inconsiderado; fue siempre tan medido, fidelísimo custodio de la civilización ancestral por decreto de la naturaleza y de los cielos.



Ricardo Monner Sans falleció el 23 de abril de 1927 en Buenos Aires. Un 23 de abril había muerto también Cervantes. Y fue enterrado con un hábito franciscano a su pedido, como rúbrica a su firme y permanente fe católica. Igual que Cervantes. Quizá la coincidencia en las fechas no sea del todo casual. Pues don Ricardo Monner Sans, en su denotado combate a favor de la pureza y propiedad del castellano, pudo tener algo de la sustancia que animó las hazañas de Don Quijote.