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ArribaAbajo- XL -

Entre los dos hermanos y los gimnastas y amazonas del circo se trabaron presto amistosas relaciones, comercio que rebosaba afectuoso compañerismo. En este género de profesiones, suele el riesgo mortal de los ejercicios acallar las envidias consuetudinarias en el mundo teatral, y sobre todo en la escena lírica: el peligro une a los artistas, expuestos a matarse cada noche, con un género de fraternidad militar que casi raya en la afectuosa e íntima convivencia, mano a mano, de los soldados en campaña. Fuerza es añadir que si en alguno pudiesen quedar rastros de las envidias y malquerencias de la vida de titiriteros, resabios del miserable ayer, todo lo dulcifica la holgura, la consideración, el conato de gloria de su existencia actual.

Por otra parte, ¿cómo no habían de agradar los dos hermanos a las gentes del circo? Atesoraba el mayor serias cualidades, que hacían de él un compañero franco y servicial, y además, atraía su grave rostro, un poco triste, iluminado por sonrisa dulce y bondadosa. El pequeño, desde el primer instante, los había engatusado a todos con su viveza y buena sombra, su festiva charla de pilluelo, su prurito de hacer rabiar a las gentes en forma cariñosa, y el bullicio, animación y estrépito con que los distraía en horas de desaliento y fastidio; con la seducción indefinible que ejerce un ser lindo, amable y lleno de vida sobre las personas abrumadas de cuidados, y con el hechizo, capaz de desarrugar el más fruncido ceño, que desde la niñez poseía.




ArribaAbajo- XLI -

Entusiastas ambos por su profesión, los dos hermanos gozaban en las noches del circo, del de verano sobre todo. Encontrábanse a gusto en la vasta cuadra forrada de madera de encina, con calados herrajes y box coronadas de gruesas piñas de cobre; de ligera y metálica arquitectura, reflejada por el gas de las doradas lucernas en los dos altos espejos del testero, y que parecía prolongarse hasta lo infinito; en la cuadra estrepitosa del ruido de las cadenillas que sujetaban a sesenta caballos, toda llena de los altivos relámpagos de sus ojos, que surgían de entre las removidas mantas a cuadros pardos y amarillentos. Hasta el ver por los rincones, amontonados, objetos familiares y amigos, grandes escalas pintadas de blanco, X para bailar en la cuerda floja, oriflamas, banderolas, aros de papel rizado, el cochecillo rojo que sirve para recoger al cuadrúpedo que trota con dos patas no más, el trineo en forma de cigarrón, los múltiples accesorios del variado espectáculo, que se columbran al través de puertas de almacén mal cerradas, en su oscuridad y su reverberación de calidoscopio divertía a los hermanos, y con renovado placer los veían todas las noches, como veían el gran pilón de piedra, donde el agua caía gota a gota con cadencioso pschit, y el reloj cuyas horas dormían en la caja de palo colgada sobre la puerta.

Entre golpear de cascos y relinchos, encontraban los dos hermanos en semejante lugar la vida, animación y distracción de los bastidores de un teatro. Aquí, bajo el marquillo negro sin cristal, que encierra escrito en una hoja de papel de cartas el programa de la representación, un gentleman rider, con la mano apoyada en la valla de la cuadra y sujetando contra sus espaldas un stick, se inclina hacia un grupo de mujeres -muy empaquetadas, al cuello toquillas de seda azul que se esparcen sobre los hombros- y departe con ellas. Allí dos chiquillas despeinadas, el pelo remangado por moñas de cintas color cereza, y cuyos abrigos, de hechura de túnica hebrea, dejan ver, al entreabrirse, fragmentos de traje de punto. A su lado un hombre con chaleco grana pinta el casco de un caballo. Hacia el fondo, cuatro o cinco payasos, formando círculo y serios como difuntos, se entretienen, saludándose, en cubrirse la cabeza uno tras otro con un chapeo negro, el cual recorre, deteniéndose un segundo en cada una, todas las pelucas con tupé, sin que para echárselo necesiten más que un meneíllo rápido, una proyección del cuello. Algo más allá, una vieja, contemporánea de Franconi padre, hace su visita cotidiana a los caballos, hablándoles, halagándoles con la mano seca y rugosa, mientras a su lado un gimnasta en miniatura, de un lustro de edad, muerde una naranja que le han arrojado. En la revuelta del pasillo interior, una amazona, terminado su trabajo, se envuelve en un pañolón escocés y encaja sus zapatos de raso blanco dentro de babuchas turcas, mientras en la contraria revuelta, entre jóvenes picadores de planchadas tirillas y ensortijado pelo con raya al medio, el picador payaso, de rojo peluquín y nariz teñida de colorete, chapurrea alemán con los mozos de cuadra, flacos, de caras esculpidas en boj y ojos incoloros como el agua. Por último, cerca ya del gran vano, contra la cortina que por momentos cruzan los aplausos del público, hay quien se dedica a montar, sobre ensillados perros, monos a cuyas orejas van sujetos tricornios de guardias civiles.

Sobre estos rápidos cuadros, sobre el continuo vaivén del gentío inundado de gas, sobre este reino del talco, oropel, relumbrones y pintarrajeados rostros, juega la luz con extraña y encantadora coquetería. Momentos hay en que, por la camisa encañonada de un equilibrista, culebrea una cascada de lentejuelas que remeda fuegos artificiales. Bajo el tejido de elástica seda, piernas se ven cuyas turgencias y depresiones adquieren la blancura y el tono violáceo de una rosa que el sol hiere por un lado no más. En la faz de un payaso, bañada de claridad, la harina que lo empolva produce la tersura, la regularidad y casi el agudo corte de un rostro de piedra.

A cada instante interrumpe los grupos, los diálogos, los preparativos de habilidades, los coloquios hípicos o amorosos, la salida o el impetuoso regreso de un caballo, tendida la crin. Y siempre, sin un minuto de interrupción, en el pasillo donde se junta el personal del circo, especie de vomitorio por cuya boca se derrama y esparce en la pista cuanto guarda en sus almacenes y depósitos el teatro ecuestre y payasesco, prosigue el ir y venir de los practicables, de los inmensos tablados que figuran la superficie helada de un lago, de carros, coches, mobiliario de pantomimas, jaulas de animales feroces, brincos de payasos, cabriolas de amazonas aplaudidas, osos de tardo andar que parece que cucharean, ciervos asustados, garañones terribles, rebaños de perros de aguas de vibrante cola, saltarines kanguros, manadas de gesticuladores cuadrumanos, dúos de juguetones elefantes nuevos: toda la animalidad que la humana destreza asocia a sus ejercicios.




ArribaAbajo- XLII -

En la cuadra, y entre los bastidores del circo, Nelo experimentaba una sensación muy particular.

Desde que acababa de arreglarse con el blanquete una faz de estatua donde sólo vivía la animación de la pupila entre párpados como enrojecidos por frío riguroso; desde que se encasquetaba la piramidal peluca y se echaba a cuestas los trajes discurridos por él mismo, sobre cuya seda, de color bajo, gustaba de aplicar con engañoso realce, ya colosal araña, ya un mochuelo de áureos ojos, ya una bandada de calvos murciélagos, con otras bestezuelas hijas de la Noche y del Ensueño, que no dibujaban sobre la tela más que negras sombras y siluetas macabras; desde entonces, digo, así que el gran espejo de la cuadra le devolvía dos o tres veces su otro yo nocturno, una vida nueva, distinta de la que vivía por las mañanas, una vida fantástica, le corría en cierto modo por las venas a Nelo. No llegaba hasta sentirse metamorfoseado, transformado en hombre estatua del país sublunar cuya librea vestía; tanto como eso, no; pero realmente, en su interior se producían anormales fenómenos. El payaso enharinado, de visionario traje, sentía en sí cierta seriedad, que, hasta cuando trabajaba en farsas sainetescas, imprimía a la representación carácter ensoñador, análogo a una expansión de alegría suspendida e interrumpida repentinamente por un no sé qué indefinible. Su voz no sonaba con el mismo eco que acostumbraba sonar en la vida ordinaria; timbrábase un tantico con la nota grave que en un lento hablar posee la voz de la emoción humana. Sus ademanes adquirían, sin pretenderlo él, tinte funambulesco, y hasta cuando no estaba en escena, y para los actos más vulgares y sencillos, sentía curvársele los miembros formando arabescos estrafalarios. Más aún: al hallarse solo, sentíase impulsado a gesticular como los alucinados y sonámbulos, realizando esas acciones que la fisiología llama movimientos simbólicos, ademanes no enteramente dependientes de la voluntad. De súbito, sin causa ni objeto, entreteníase en proyectar sobre la pared, alumbrada por un quinqué del desierto corredor, la sombra chinesca de los dedos de su contraída mano; y se divertía mucho rato con verlos danzar, vueltos garras, sobre el muro, todo ello sin motivo, para solazarse únicamente, cual si su cuerpo obedeciese al impulso de corrientes magnéticas irregulares y fuerzas capricantes de la naturaleza.

Luego, poquito a poco, en un estado de vaguedad y exaltación reunidas, lo mismo que si en torno suyo se borrase levemente la realidad o se adormeciese su pensamiento diurno, llegaba a no quedar en la cabeza del payaso, ya semejante a aquella cabeza hueca de donde una mano va sacando las ideas con cucharilla, otra cosa más que el reflejo de su blanco rostro, que los espejos copiaban, las figuras de monstruos que veía sobre su traje, amén del murmurio, que en los oídos le zumbaba, de la música diabólica de su violín.

Y este estado indefinible, de heterogéneas y fugaces sensaciones, era para Nelo muy dulce; y pegado a su hermano, que permanecía siempre cabizbajo y siempre arañando el suelo con un palitroque, Nelo se estaba cruzado de brazos, reclinada en la pared la cabeza, la fisonomía como estáticamente dilatada, con pálida sonrisa de arlequín sobre el rostro blanco, inmóvil, como si pidiese de favor que no le interrumpiesen el dulce, risueño y peregrino embuste de su existencia en el circo.




ArribaAbajo- XLIII -

-No, éste no es el busilis tras del que andamos...; aguárdate, atiende...; cuando llegues a eso, te levanto de un puntapié con el traspuntín...; parece que lo estoy viendo... Hará un efecto maravilloso.

Así buscaba el meditabundo payaso original desenlace para un ejercicio nuevo que él y su socio tenían que ejecutar.

Pronunciadas las frases que transcribo, el orador cayó en mutismo profundo. Ambos compañeros se quedaron silenciosos, absortos, sepultados en sus cavilaciones, que por turno sacudían rascándose frenéticamente las cabezas, inclinadas sobre los bocks de cerveza, vacíos ya.

Estaban en el cafetín donde se reúnen los artistas al salir del circo; café sin carácter, con recuadros blancos, estrechos listones dorados, angostos espejos, cual suelen ostentar los cafés del bulevar del Temple. En el hueco de una ventana había mostaceros, latas de sardinillas, una tartera chica de hígado gordo, procedente de salchichería, quesos de nata, Gruyer y Roquefort, y sobre el estante más alto, poncheras rodeadas de un hacinamiento de limones. Por el café adelante iba y venía un sumillercito en cierne, muy mono, luciendo chaqueta de terciopelo granate y gran mandil con babero que le protegía el vientre. Una servilleta, pasada por la cinta del mandil, le caía por detrás como un blanco paño.

Lentamente iban empujando la puerta y entrando los payasos todos, que, aun vestidos de burgueses, andaban despacio, como resbalando, inclinando todo un lado del cuerpo sobre la pierna que avanza, y llevando las manos colgantes y abiertas ante los muslos. Nelo cerraba la marcha, alzando el pie a la altura del ojo y bajándolo con imperativo movimiento de la mano: siempre ligero, alado y bromista.

Dos de los Payasos ingleses subían la escalerilla de la sala de billar; otros dos, a cuyo lado tomaban asiento Nelo y Juan, pedían un juego de dominó.

Un payaso viejo, sin nacionalidad conocida, alto, seco, huesudo, recogía de sobre las mesas todos los periódicos e iba a sentarse allá lejos, desviado de los demás.

Enredábase entre los dos ingleses la partida de dominó, sin que se oyese más que el enfadoso ruido del hueso contra el mármol, ni se cruzase palabra, broma ni risa, ni cosa alguna que acompañase y animase el juego. Diríase que jugaban la partida dos autómatas. Miraba Juan las espirales de humo de su pipa subir ensanchándose hacia el techo, y Nelo, que al principio se dedicara a dar festivos consejos a su vecino, con el sano propósito de que perdiese, y a quien habían alejado ya del juego amistosas puñadas, fumaba papelitos, mirando los grabados de una Ilustración.

Entre estas mesas bien avenidas, llenas todas de gente que se conocía y trataba, payasos, picadores, trabajadores terrestres y trabajadores aéreos, no resonaba la menor conversación, ni siquiera había apartes en los rincones.

Y es que el gimnasta, y sobre todo el payaso, que vive de entretener al público con las jocosidades de su cuerpo, privadamente se manifiesta triste: tristeza propia del actor cómico. Por añadidura, el payaso, sea inglés o francés, posee un género de taciturnidad especial. ¿Es el cansancio de los ejercicios, es el cotidiano peligro de muerte que afronta, lo que así le vuelve sombrío y callado? No: la razón es otra. Cuando cesa la fiebre del trabajo; cuando el acróbata descansa; cuando se para a reflexionar, ocúrrele a cada instante el temor de que le robe de súbito la vigorosa destreza con que gana la vida, una enfermedad, una reuma, un nada que descomponga la máquina de su organismo. Y piensa a menudo, y se le convierte en idea fija, que la juventud de sus nervios y músculos ha de acabarse, y mucho antes de morir, su cuerpo caduco se negará al ejercicio de la profesión. Por último, hay entre los acróbatas no pocos atropellados, gentes que durante su carrera sufrieron dos o tres caídas, que alguna tal vez les obligó a guardar cama un año entero; y estos hombres, bajo apariencias de completo restablecimiento, siguen realmente atropellados, como ellos dicen, y para realizar sus habilidades necesitan desplegar un esfuerzo que los acongoja y mata...

En este tienipo entró en el café un payaso, contratado para desempeñar el papel de mono en cierta comedia de magia del bulevar, y sacando del bolsillo cucuruchitos de papel rosa, los repartió entre sus colegas, anunciándoles con regocijo y cierto orgullo que por la mañana había sido padrino de un bateo. Vino luego a sentarse cerca de Juan, y preguntole:

-¿Se puede saber en qué estamos?

-¿En qué estamos? -repitió Juan-. Sigo con la suspensión horizontal hacia adelante... La suspensión horizontal hacia atrás es una futesa, porque tiene uno mil recursos para sostener el brazo, hay el cojín que forman el infra-espinoso y el supra-espinoso; dos músculos, ya sabes... Pero cuando es hacia delante la suspensión, ¡buenas noches!... no hay ni esto: no tiene uno sino el vacío a que agarrarse... El caso es que ando trabajando hace bastantes meses... y me asusto cuando pienso en los que me faltan todavía... Así es nuestro oficio; a cada momento tiene uno que dejar las cosas por el gasto de tiempo que requieren... y por lo poco que se había de fijar en ellas el público... Quédese para otro la empresa.

Callábase Juan, y en derredor suyo todos le imitaban.

Tocaba a su fin la partida de dominó, y el payaso alto y huesudo, gran lector de periódicos, descansaba la cabeza en un lecho de hojas impresas, adoptando una de las posturas meditabundas y llenas de recogimiento que le habían valido el sobrenombre de El pensador.

De pronto, medio incorporándose, como bajo el impulso de espontánea inspiración, no provocada por ninguna alusión de los demás payasos, El pensador articulaba pausadamente estas frases:

-¡Valiente miseria, señores, valiente miseria y remiseria son nuestros circos de Europa! Que me den a mí los circos americanos... El Circo flotante establecido sobre el Misisipí, con anfiteatro en que caben diez mil personas, y cuadra para cien caballos, y dormitorios para artistas, criados y tripulación... Y siempre precedido de su Ave del paraíso, un vaporcito mosca en que va el agente aposentador, encargado de preparar forraje para los caballos, puestos de abordaje, estacadas, vestíbulos... y de poner los anuncios con quince días de anticipación... Pues ¿qué me dicen ustedes del Circo ambulante, de la gran feria ambulante, un cirquito con sus doce carros dorados, sus templos de las Musas, Juno y Hércules, sus tres orquestas, su órgano de vapor...?; ¡órgano de vapor, sí, señores, de vapor!... Y, por último, con su procesión acrobática, que en cada pueblo se desarrolla cubriendo una extensión de tres kilómetros..., mientras sobre los carros, gimnastas mecánicos y gimnastas de carne y hueso realizan los más arriesgados ejercicios... ¡Valiente miseria, miseria y remiseria son nuestros circos de Europa! -repetía El pensador, tomando la puerta y acabando su perorata en el bulevar.




ArribaAbajo- XLIV -

Buscaba Juan el famoso ejercicio que le traía sorbido el seso desde su más tierna edad -el ejercicio que había de grabar en los modernos fastos olímpicos el nombre de los dos hermanos, al lado del de Leotard, rey del trapecio, y Leroy, el de la bola-, con la contención de cerebro del matemático que despeja una incógnita, del químico que busca una materia colorante, del músico que crea una melodía, del mecánico que investiga nuevas propiedades del hierro, la madera o la piedra. A semejanza de esta clase de hombres, poseídos de una idea fija, tenía distracciones, absorciones, ausencias de la realidad, y al andar por la calle, escapábansele inconscientemente palabras en alta voz, de esas que hacen a los transeúntes volverse y contemplar, picados de curiosidad, a un señor que se aleja con las manos atrás, baja la cabeza y encorvado el espinazo.

Ya no existía en su vida, concentrada en el cerebro, ni noción del tiempo, ni percepción del calor y el frío, de las insignificantes y tenues impresiones que en el cuerpo en estado de vigilia producen los objetos exteriores y el medio ambiente. La existencia animal y sus actos y funciones parecían cumplirse en él por virtud de un artificio mecánico, con cuerda para algún tiempo, sin que la individualidad tomase en ello parte alguna. Era lento en entender lo que se le decía, como si oyese las palabras pronunciadas en voz baja y venidas desde muy lejos, o más bien como si se encontrase ausente de su propio ser, y tuviese que regresar para dar respuesta. Y así se pasaba los días enteros, entre gente, hasta entre sus camaradas, embelesado, hundido, anegado en sus vaguedades, con los ojos entornados, parpadeando y sintiendo a veces en los oídos el imperceptible murmurio del oleaje que conservan eternamente, sobre las consolas, las vastas conchas del océano.

El cerebro de Juan, en actividad perpetua, andaba a caza de algo tenido hasta entonces por imposible, que él lograse hacer practicable. ¡Sí!, un trastorno de las leyes naturales que él, humilde payaso, fuese el primero en realizar, con asombro y pasmo de todo el mundo. Y el imposible que tentaba su ambición había de ser, gran, cosa casi sobrehumana, pues le infundían desprecio las dificultades vulgares, bajas y conocidas, y desdeñaba todo ejercicio en que, a fuer de equilibrista y gimnasta consumado, le fuese asequible llegar al summum del equilibrio y la destreza; y en medio de la labor imaginativa de su meollo, apartaba los ojos, con altanero enfado, de las sillas, bolas y trapecios.

Mil veces creyó Juan tocar a la meta de su ambición; mil veces pensó entrever realizada la idea que germinaba repentinamente; mil veces gozó el breve júbilo del hallazgo y la dulce fiebre que le acompaña, y siempre, al levantarse, al intentar poner por obra lo discurrido, hubo de desistir ante imprevistos obstáculos, ante dificultades que no precavió la cálida, pronta e ilusoria concepción mental: dificultades que la aniquilaban de un solo golpe, arrojándola a la fosa común donde yacen tantos planes magníficos, muertos al nacer.

Y todavía con mayor frecuencia, en pos de secretos ensayos, de refundiciones y mejoras que casi ponían la invención a dos dedos del resultado feliz; cuando Juan, que se lo tenía todo muy calladito por cierto género de coquetería, iba ya a resolverse a contar a Nelo su descubrimiento, con pelos y señales; cuando entre el arreglo de las últimas combinaciones veía el circo lleno de bote en bote, aplaudiendo su extraordinario ejercicio, cual ve el autor, al terminar una comedia, el público que ha de asistir al estreno..., una nada, uno de esos infinitamente pequeños, el grano de arena incógnito que para y detiene la maquinaria nueva de una fábrica enterita, le obligaba a renunciar al cumplimiento del sueño acariciado semanas enteras, que no era sino sueño y ludibrio de la mentirosa noche.

Entonces caía Juan, por espacio de muchos días, en la tristeza profunda y mortal del inventor, cuando acaba de enterrar la invención que engendrara con amor años enteros: tristeza que no necesitaba confiar a Nelo para que su hermano menor comprendiese de dónde nacía.




ArribaAbajo- XLV -

Paraban los dos hermanos en la calle de las Acacias, en las Ternas, pobre extremidad de París que se confunde y pierde en la campiña de los suburbios. Habían subarrendado a un carpintero próximo a dar en quiebra. Ocupaba éste una habitacioncilla, cuya planta baja se componía de cocina y trascuarto, y el piso principal de dos dormitorios y un gabinete; en su alquiler también iba comprendido un barracón de tablones, que le servía de taller, y que los acróbatas convirtieron en gimnasio. Separado el patio de la calle por una alta empalizada con claraboya que unía las dos construcciones, era común para los dos hermanos y para un rejista que casi siempre trabajaba al aire libre, pero tenía su almacén y cama en la buhardilla del barracón. Este rejista, vejete de ojos verdosos y tristes, como los de un sapo melancólico, reducido, por decirlo así, al estado de busto sin piernas, era en su género verdadero artista, y resucitaba y reconstruía las aéreas arquitecturas del siglo XVIII. El viejo y patituerto obrero de las Ternas enseñaba a los transeúntes, expuesto en mitad del patio, a guisa de muestra de su habilidad, un admirable templete verde, con cornisa, pilastras y capiteles calados; una maravilla de recorta, que en el frontis decía:

Lamour, rejista al estilo antiguo.

Pabellón de música ejecutado conforme a los modelos más famosos, en especial la SALA DE FRESCURA del Pequeño Trianón.

Lindo trabajo de reja propio para adornar un parque moderno. Se cede por lo que ha costado.

El terreno, muy escabroso y movido, contenía también casitas enterradas por los rincones, donde se ejercían industrias raras; y hacia el fondo, tras el límite casi borrado de un seto, continuamente devastado por manadas de gansos, alzábase una casa de vacas, donde, encima del establo, bajo una ventana con blancos visillos, se leía el siguiente rótulo:

Este cuarto se alquila para un enfermo.

El rejista, satisfecho de que los nuevos inquilinos no le suscitasen la menor dificultad a causa de su templete, que atrancaba casi todo el patio común, vivía en excelente armonía con los payasos, y al llegar el verano, les permitía formar en el pabellón una especie de cortinaje de verdura para tocar allí el violín, sin ser vistos, al abrigo de los curiosos que pasaban por la calle. Iba él en persona a recoger, en casa de un horticultor que vivía cerca, de una zanja donde éste arrojaba los desechos, una admirable colección de esas plantas vivaces, de risueñas y grandes flores, de esas infortunadas malvas piramidales, despreciadas hoy, pero que tan lindamente se enlazaban a los enverjados de los jardines en las pinturas a la aguada del siglo pasado.

Allí, pues, en aquel pabellón, era donde en verano y otoño, durante los hermosos días de cielo azul, viendo pasar al ras del techo y de los muros rayos de sol y bandadas de gorriones, y tras la columnata florecida de flores color lila, amarillo y rosa, tocaban los dos hermanos. En rigor, más que tocar, hablábanse con el sonido de sus violines; conversación en que dialogaban dos almas. ¡Cuántas impresiones varias, fugitivas y múltiples, hijas de la hora y del instante, que derraman en lo interior de un ser humano esas sucesiones de luz y sombra que produce en las olas la alternativa del sol radiante o las nubes en el cielo, se referían los dos hermanos por medio de musicales sonidos! En su plática sin ilación se distinguían -mientras uno de los violines descansaba, cediendo su turno al otro- los ensueños del mayor, rimados con grata molicie, y las ironías del pequeño, rimadas también, pero sardónicas y mofadoras. Y se sucedían, bajo el arco de entrambos, vagas amarguras, expresadas por una ejecución lenta y quejosa, risas que restallaban en un cubo de notas estridentes, impaciencias que brotaban con estruendo colérico, ternuras que eran como el murmurio del agua sobre el musgo, y verbosidad que charloteaba en florituras exuberantes. Y al cabo de una hora de diálogo musical, los dos hijos de Estefanía, atacados repentinamente de la manía bohemia, poníanse a tocar a un mismo tiempo, con una furia y unos bríos, con tanta originalidad enérgica, que poblaban el ambiente del patio de música sonora y nerviosa, hacían enmudecer el martillo del rejista, e inclinarse hacia el patio, entre lloroso y risueño, el demacrado semblante de la tísica que languidecía en el cuartito sobre el establo.




ArribaAbajo- XLVI -

Juan, gran lector de libros viejos en los escaparates de los malecones, y que no sin asombro de sus compañeros solía llegar al circo con algún librote debajo del brazo, acostumbraba llevar al pabellón de música un rancio volumen, grueso tomo en 4.º, encuadernado en pergamino, con las esquinas raídas, los escudos lacerados en tiempo de la revolución, y donde la mano y el lápiz de un chicuelo contemporáneo nuestro había puesto pipas en las bocas de las figuras del siglo XVI. De este libro -que tenía al dorso el rótulo: «Tres diálogos sobre el ejercicio de saltar y voltear, por Arcángelo Tuccaro, 1599» y donde constaba que el rey Carlos IX era aficionado a todo linaje de brincos y en ellos mostraba suma destreza y disposición maravillosa-, leía Juan a su hermano las páginas de anticuada letra que trataban de los saltarines petauristas, así llamados por referencia al nombre griego del salto semivolante que dan las gallinas al recogerse al travesaño de su gallinero; de la saltarina Empusa, que por medio de su mágica habilidad parecía revestir todos los aspectos y formas; de la gallarda mocedad que el noble arte saltatorio requiere en sus adeptos; con otras páginas más relativas a los saltos eferístico, orquéstico y cubístico-; este último por más señas, tenido mucho tiempo en opinión de fruto de diabólico pacto.

Luego se ponían los dos a estudiar los grabados en cuanto a las líneas geométricas del volteo del cuerpo en el aire, y Juan hacía ejecutar a Nelo, conforme a las indicaciones y círculos concéntricos del libro, con rigurosa exactitud, el resbale del medio cuello, el resbale acostado, y una multitud de arcaicas habilidades: entreteníanse así los dos hermanos en ascender por su oficio arriba, en ejercerlo, por espacio de una hora, lo mismo que se ejercería hace más de doscientos años.




ArribaAbajo- XLVII -

No solamente se querían los dos hermanos, sino que se sentían ligados por lazos misteriosos, por ataduras psíquicas, por átomos adhesivos y naturalmente gemelos -aun cuando la edad de ambos era diversa, y diametralmente opuestos sus caracteres-. Pero sus primeros movimientos instintivos eran exactamente idénticos. Experimentaban simpatías o antipatías igualmente repentinas, y si iban a algún sitio, al salir de él se llevaban impresión totalmente análoga de las personas que en él hubiesen visto y tratado. No sólo los individuos, sino los objetos inanimados, que sin razón fundada atraen o repelen, les decían las mismas cosas al uno que al otro. Y, por último, las ideas, esas creaciones del cerebro que nacer no se cabe cuándo ni por qué, y suelen asombrarnos con su aparición: las ideas, en que ni los seres unidos por el amor coinciden, eran comunes y simultáneas en los dos hermanos, que a menudo se volvían el uno hacía el otro para decirse una misma cosa, sin poder explicarse la rara casualidad de ver brotar a un tiempo mismo de dos bocas idéntica frase. Moralmente enganchados así, los Bescapé necesitaban confundir su vida diurna y nocturna; costábales trabajo separarse, y cuando el uno se ausentaba, advertía el otro... -¿cómo lo expresaré?- el sentimiento extraño de algo descabalado, de algo que de repente entra en una existencia incompleta. Si uno de ellos salía a la calle por espacio de algunas horas, parecía llevarse consigo las facultades del hermano que quedaba en casa, el cual no acertaba a ocuparse sino en fumar, impaciente, hasta que el otro volvía... Y si pasaba la hora señalada para la vuelta, el cerebro del que esperaba poblábase de desventuras, catástrofes, vuelcos, transeúntes hechos tortilla, preocupaciones de tan siniestra estupidez, que le obligaban a ir y volver con agitación desde el extremo de su cuarto a la entrada de su alojamiento. Así es que sólo por caso de fuerza mayor se separaban; jamás aceptaba uno de ellos convite a que no asistiese el otro; y al repasar con la memoria todos los años de su común existencia, sólo recordaban haber pasado en cierta ocasión veinticuatro horas cada uno por su lado.

Importa añadir que aún existía un resorte más poderoso para estrechar la fraternidad de los dos hermanos. Su trabajo se confundía de tal modo, y hasta tal extremo se mezclaban sus ejercicios, y lo que hacían era tan de ambos, que nadie elogiaba a ninguno de ellos en particular, sino a la sociedad, y alabanzas y censuras se dirigían siempre a la entidad moral de la pareja. Así es que aquellos seres no tenían para los dos -hecho casi único en la historia de los afectos humanos- más que un solo amor propio, una sola vanidad y un solo orgullo, herido o lisonjeado a la vez.

Todos los días de Dios veían con simpatía los habitantes de la calle de las Acacias, asomados a sus puertas, ir y volver juntitos, a los dos hermanos, un poco rezagado el pequeño por la mañana, y un poco delantero por la tarde, a la hora de comer.




ArribaAbajo- XLVIII -

Vestían igual los dos hermanos, y gastaban sombreros muy chiquitos, cepillados con primor, corbatas cruzadas con alfiler de oro que figuraba una herradura, americanas cortas, de hechura de chalecón de palafrenero, pantalones color avellana, que en mitad de la rodilla señalaban con cuatro arrugas la rótula, y botas de doble suela con mucho cobre. Sus trazas eran análogas a las trazas de las gentes empleadas en las elegantes caballerizas de un Rotschild, y notábase en ellos algo de correcto, de britanizado, de serio y plácidamente grave en la apostura, que es propio de los acróbatas cuando no visten el traje de su profesión.




ArribaAbajo- XLIX -

Con todo, presentábanse ocasiones en que el fondo infantil del carácter de Nelo asomaba al través de su postiza gravedad, y el correcto caballero se permitía alguna diablura, realizada con seriedad propia de un ilusionista inglés. Al terminarse la representación del circo, sucedíales por ventura a los dos hermanos tomar el ómnibus de las Ternas para volverse a casa. Ya se sabe lo que es el público del ómnibus de las once de la noche, máxime si por añadidura se dirige a un arrabal: gentes buenas y candorosas, cansadas y soñolientas, envueltas en tinieblas que a cada instante surcan relámpagos de luces; gentes de obtusa y embotada sensibilidad, de digestión generalmente laboriosa y a quienes el sacudimiento del coche, al bajarse un viajero, estremece en mitad de su sopor, dejándolas medio adormiladas. Estas honradísimas personas tenían, durante todo el viaje, la vaga percepción de llevar al lado dos caballeros bien puestos, de finas trazas, que habían alargado al conductor sus doce cuartos con distinción exquisita; cuando hete aquí que al doblar la esquina de la calle de las Acacias, en el semidespertar que produce la repentina detención del ómnibus, veían... Lo que veían era tal, que las doce narices de los viajeros que quedaban, repentina y fantásticamente iluminadas por los dos faroles, se tendían con movimiento simultáneo, como una sola nariz, hacia la oscuridad de la calle de las Acacias, entre la cual iba perdiéndose una espalda impasible.

Era que Nelo, al llegar al estribo del ómnibus, había pegado el salto mortal, y después de bajarse de tan inusitada manera, retirábase andando vertical y formalmente, como todo el mundo, dejando a sus compañeros de viaje que se preguntasen con los ojos, con afanosas e inquietas miradas, si habían sido, los doce a un tiempo, juguetes de rara visión.




ArribaAbajo- L -

-¡Ea, mayorazgo! -decía Nelo cierto día a su hermano, con cariñosa ironía:- ¡ánimo, qué demonio! Ya estamos al cabo de lo que pasa... Se te ha muerto otra criaturita y tenemos que cantarle el De profundis.

-¡Hola! ¿Con qué te hiciste cargo de que había novedades?

-¡Pardiez! Juanillo, si tú te clareas más que un vaso de agua... ¿Quieres que te explique cómo haces? Verás, verás. Por de pronto, dos o tres o cuatro y a veces cinco y seis días, me respondes sí por no, y viceversa. Adelante, pienso yo para mi sayo; crisis inventiva tenemos. Luego, una mañanita en que miras con tiernos ojos al desayuno, y parece que le estás dando gracias a todo cuanto manducas por saber tan bien... Después, una temporada en que cuanto ves lo encuentras barato, y todas las mujeres te parecen preciosas, y dices que hace buen tiempo cuando diluvia... Por supuesto que los síes y los noes continúan trabucados... Este estado suele durar unas dos o tres semanas... De repente se te pone la cara de hoy, cara de eclipse total... y yo digo para mis adentros, sin chistar: ¡Ya falleció la habilidad inventada por mi señor hermano!

-¡Guasón de los demonios, más te valiera ayudarme... y hacer por tu parte algo en pro del invento!

-¡Cualquier día! Lo que tú discurras, corriente, lo ejecutaré, aunque me cueste desnucarme... Pero el idearlo es cuenta tuya: descanso en ti, como un patriarca... Yo no nací para secarme el meollo cavilando... Si me sacas de los adornitos y las tonterías con que sazono los ejercicios, sanseacabó... Me encuentro feliz y contento viviendo así; no tengo hambre ni sed de gloria.

-Después de todo, estás en lo cierto... soy un egoistón. Pero no puedo vencerme. Tengo una manía; estoy chiflado por encontrar algo que nos haga célebres... Algo que dé que hablar al mundo: ¿sabes tú?

-¡Amén! Pero, francamente, Juanillo, si me diese por rezar todavía, rezaría mañana y tarde para que no llegue el caso.

-Sí, ¡que no te pondrás tú más hueco que yo mismo!

-Será fácil, será fácil que me ponga hueco...; pero, bien mirado, ¡qué simpleza! Y es posible que nos cueste la torta un pan.




ArribaAbajo- LI -

Llevaban los dos hermanos vida sosegada, metódica, igual, modesta, casi puede decirse que casta. No tenían queridas, no bebían sino agua teñida de vino. Su mayor diversión era ir todas las noches a dar un paseíto por el bulevar, y pararse en todas las columnas, sucesivamente, a leer en cada anuncio sus nombres impresos, tras de lo cual regresaban a su casa y recogíanse.

La fatiga corporal de su trabajo en el circo y de los ejercicios que en casa ejecutaban diariamente, durante horas enteras, para que no se les enmoheciesen las junturas y el trabajo no resultase endurecido; la incesante preocupación de su oficio y carrera de gimnastas; la perpetua tensión de sus cerebros, ocupados en discurrir novedades para su número, comprimían en ambos mancebos el ardor de la sangre y las tentaciones de libertinaje que engendran otros modos de vivir, no exclusivamente absorbidos por el cansancio del cuerpo y la preocupación de la mente. Eran además los dos hermanos conservadores de la pura tradición latina, la que hará unos veinte años ponía en boca de los últimos atletas que vivieron en tierra romana el axioma de que los hombres de su profesión deben ceñirse a una higiene sacerdotal, y que la fuerza no se conserva en toda su plenitud y todos sus recursos sino a costa de privarse de Baco y Venus: tradición procedente en línea recta de los luchadores y artistas musculares de la antigüedad.

Y si teorías y preceptos no ejercían autoridad bastante sobre la mocedad de Nelo, más ardiente y amante del placer que su hermano, vivía en los recuerdos infantiles del hermano menor, hondamente impreso como lo están las cosas que se graban en la memoria durante los primeros años, el cuadro del terrible e invencible Rabastens, tumbado patas arriba por el molinero del Bresa; y este espectáculo, que con pavor casi supersticioso evocaba Nelo, recordando la decadencia física y moral del infortunado Alcides después de la derrota, le había salvado de dos o tres deslices, al punto mismo de ir a caer en ellos.




ArribaAbajo- LII -

El cariño de su hermano preservaba también a Nelo, aunque tan lindo mozo, de las seducciones con que a cada paso tientan las cortesanas a los hombres que tienen por oficio lucir hermosas formas bajo un traje de punto. Las mujeres, por livianas que sean, no gustan de las intimidades entre varones, recelando que han de robarles mucha cantidad del exigido afecto: en resumen, la mujer enamorada teme a las grandes amistades masculinas. Nelo, por otra parte, cuando estaba entre mujeres, tenía la feliz desventaja de intimidarlas y quitarlas todo aplomo, con la risueña ironía de su semblante, con una sonrisa natural e involuntariamente burlona; sonrisa que, al decir de cierta hembra, parecía que mandaba a todo el mundo a paseo. Y por último -cosa escabrosa para dicha- en algunas amigas de amigos de Nelo asomaban en ocasiones atisbos celosos, producidos por la índole de su belleza, y por lo mucho que tenía de robado a la hermosura femenil.

Una noche, cierto picador -que montaba a la alta escuela, ostentando unos muslos soberbios, ceñidos con calzón de ante, y a la sazón gozaba los favores de una horizontal famosa- llevó a Nelo a cenar en casa de su querida. Así que Nelo se retiró, el picador, que le quería realmente y había observado la frialdad y descortesía de la dueña de casa durante la cena, empezó a deshacerse en elogios de su compañero. Oíale su amante muy silenciosa, como mujer que no quiere soltar la lengua, entreteniéndose en dar vueltas a lo primero que encontraba, y mirando sin saber a qué en el aire. Él proseguía, fingiendo no advertir el mutismo de ella. -¿No te parece muy simpático este chico? -decía el picador, acentuando el interrogante. Callaba y callaba la señora, y en su frente se reflejaban ideas raras que no osaban producirse al exterior, y sus ojos seguían errantes por los espacios, y su piececito se agitaba impaciente.

-Pero, sepamos, ¿qué defecto le pones a este chico? -exclamó impaciente el amigo de Nelo.

-¡Que tiene boquita de mujer! -pronunció al cabo la querida del picador.




ArribaAbajo- LIII -

Con todo eso, había entre el personal femenino del circo una amazona que parecía mirar a Nelo con amoroso afán.

Era una americana de los Estados Unidos, la primer hembra que se había atrevido al salto mortal sobre un caballo, criatura famosa cuya celebridad en el Nuevo Mundo le valió casarse con un gold digger que tuvo la suerte de encontrar una pepita histórica, un pedrusco de oro, grueso como el tronco de un árbol. Rabiando con la forzosa holganza, la respetabilidad y el empaque de su opulenta boda, no bien perdió a su marido tras dos años de matrimonio, dedicose a recorrer los circos de Londres, París, Viena, Berlín, San Petersburgo, que dejaba apenas se encontraba a disgusto, importándola un bledo pagar daños y perjuicios.

Muchas veces millonaria, la enérgica y extraña criatura adolecía de caprichos semejantes al de aquella meretriz que, antojándosele de pronto andar en trineo siendo verano, mandó enarenar con azúcar molido las calles de un parque: antojo cuyo despotismo revela un poquillo de sinrazón, demencia, insensatez, y, en cierto modo, la ambición de crear imposibles y cosas sobrehumanas, vedadas por Dios y la naturaleza -todo ello realizado con la brutalidad voluntariosa de la raza yanqui, dueña y depositaria del dinero. Verbigracia: al llegar a Europa, y en un palacete comprado en Venecia, la amazona quiso tener en su alcoba una máquina de hacer tormentas; y el mecanismo de esta tempestad a domicilio, con su rueda de hélice, que giraba en el agua, con su registro mayor y menor del ciclón y del huracán, con la adaptación de luz eléctrica, y todo lo demás que -al menos en la cuenta que le pasaron- imitaba el mugir de las olas, el estrépito del trueno, el viento desencadenado, el silbo fustigador de la lluvia, y el sulfuroso culebreo del relámpago, le costó la friolera de trescientas mil pesetas.

Bien pronto se cansó la Tompkins de los cuidados anexos a regir una casa montada en grande, y de la soledad de un edificio enorme, donde vivía sin compañía de ninguna especie; y ahora que se encontraba en París, habiendo depositado en el guardamuebles su máquina de hacer tormentas, alojose en un cuarto del Gran Hotel, pagando también el de abajo y el de encima, para que le permitiesen colgar del techo un trapecio, donde la camarera solía sorprenderla por las mañanas columpiándose desnuda y fumando cigarrillos.

Por lo demás, y aparte de sus ruinosos y secretos caprichos, la vida de la Tompkins parecía de lo más sencillo y metódico. Comía en la mesa redonda del hotel o en algún restaurante de segundo orden, próximo al circo. Usaba siempre la misma clase de sombrero, un fieltro a lo Rubens, y solía vestir ropas de lana cortadas en forma de traje de montar; no pensaba en trapos como las parisienses, y ni lucía vestidos creados por el gran modisto, ni encajes, ni joyas. Poseía, sin embargo, brillantes; un par de aretes no más, pero tamaños como tapones de botella; y cuando las personas que no los creían falsos lo decían que ya le habrían costado buen dinero, respondía, como al descuido:

Oh, yes! ¡Mi llevar en las orejas 111 pesetas diarias de renta!

Con nadie se trataba, ni siquiera con sus compatriotas, y no gastaba conversación ni aún con las gentes del circo; jamás asistía a bailes de actrices ni a ninguna cena en el café Inglés; siempre andaba sola, desdeñando el apoyo de un brazo masculino. Únicamente por las mañanas, cuando iba muy tempraro a caballo al Bosque, la acompañaba el duque Olao. Este arrogante mozo, conocido en todo París, príncipe, representante de una excelsa familia del Norte, y entroncado con las reinantes por su parentela de reinas y emperatrices, era un tipo original de magnate, enamorado de los caballos, y que llegó a tener en su casa un circo, donde obligaba a su esposa, hijos y servidumbre a hacer ejercicios de volteo -verdad es que, si escudriñamos el árbol genealógico del príncipe, toparemos con una abuela amazona de circo-. Inspiraba al duque la Tompkins un sentimiento complejo y dulce, en que se mezclaba y estimulaban recíprocamente la adoración por la mujer y la pasión por los caballos. Pero tenía que conformarse con el papel de escudero a la jineta y agente de negocios, sí a mano viene, pues la Tompkins le había cantado claro que no podía resistirle sino a caballo, que de otro modo era estiúpido, y que a ella le gustaba vivir sola, sola con sus pensamientos y su esplín.

De suerte que el paseo matutino era el único lazo que existía entre el duque y la estrafalaria amazona. Y los gacetilleros y biógrafos de la prensa, que investigaran el pasado de la Tompkins en Europa y América, no pudieron descubrir ni rastro de un escándalo, de una pasión, o siquiera de un devaneo.

Era la Tompkins personificación de la actividad muscular desatada. Por las mañanas -pues madrugaba mucho- ejercitábase en el trapecio, esperando a que el conserje del hotel abriese la puerta; luego montaba a caballo como un par de horas, y de allí iba al ensayo (los ensayos de saltos en pelo eran siempre antes del mediodía). De vuelta al hotel, después de almorzar, fumaba cigarrillos, agarrándose a cada instante a la barra del trapecio, que no dejaba parar nunca. En seguida cabalgaba de nuevo y correteaba por los alrededores de París, saltando cuantos obstáculos encontrase. Y de noche, era curioso observar, en un cuerpo tan trabajado todo el día, el vigor, elasticidad y febril trepidación que lo animaban, y la furia intrépida con que la incansable mujer se lanzaba al riesgo de los más difíciles ejercicios, exhalando chillidos guturales, cuyas vocales roncas remedaban exclamaciones en dialecto de indios bravos.

Una cláusula de su contrata en el circo estipulaba que sus ejercicios, que se verificaban un día sí y otro no, hablan de colocarse siempre al final de la primera parte; de modo, decía ella, que pudiese acostarse a las diez y media todas las noches.

Cuando no estaba contratada, y los días en que no trabajaba, una berlina de alquiler aguardaba a la amazona a la puerta del Gran Hotel, a la hora de terminarse la comida, y la llevaba a cierta calle de los Campos Elíseos, frente a una vasta construcción, cubierta de vidrios, y en cuyo frontón se leía en letras medio borradas por la lluvia: Picadero de Hauchecorne. Al rodar el coche por la esquina de la calle, abríase una puertecilla en la desmantelada fachada, y un hombre introducía a la Tompkins apenas sentaba el pie en el suelo. Penetraba ella en el picadero oscuro, vacío y silencioso, donde sólo se entreparecían las siluetas de dos o tres individuos, provistos de linternas sordas e inclinados sobre tiestos de roja tierra. En el centro del picadero veíase extendida un tapiz oriental, legítimo, un trozo de terciopelo raso, que mostraba, como sobre reverberaciones de escarcha, flores y caracteres persas del siglo XVI, tejidos en la clara suavidad de tres matices solamente: plata, oro verdoso y lapislázuli. A un lado se erguía un rimero de bordados almohadones. Tendíase la norteamericana sobre el tapiz, deshacía la pirámide de cojines, los atraía y situaba bajo su cuerpo, sosteniendo espalda y brazos, y buscando lenta, casi voluptuosamente, una perezosa postura, reclinada en muelles puntales. En seguida la Tompkins encendía un cigarrillo.

Como si el punto ígneo que entre la oscuridad aparecía en sus labios fuese una señal, luces de bengala se alzaban de todos los tiestos y alumbraban un recinto tapizado de los más bellos cachemiras de Indias; invisibles surtidores perfumados difundían en el aire un polvillo líquido, irisado con el azulado y rojizo tono de las luces, y entraban dos palafreneros, llevando del diestro, el primero un caballo negro, en cuyos jaeces brillaban menudos rubíes, y el otro un caballo blanco, cuyos jaeces constelaban chispas de esmeralda.

El caballo negro, llamado Erebo, tenía la piel bruñida y sombría como un mármol sepulcral, y sus fosas nasales espiraban fuego; el caballo blanco, llamado Nieve, parecía una ola de flotante seda, entre la que asomaban unos ojos húmedos. Los dos mozos de cuadra llevaban del diestro a los caballos, pasándolos y repasándolos por delante de la amazona, a quien sus cascos rozaban casi.

Inmóvil, aspirando distraídamente chupadas de tabaco, en el picadero que la gente creía público y era de la amazona, contemplando los caballos que jamás montaba en la calle y que paseaba mientras París dormía, en medio de la fiesta que se daba a sí propia no más, saboreaba la Tompkins el goce regiamente egoísta, el solitario placer de poseer en secreto objetos hermosos y únicos, desconocidos para el resto del orbe.

Pasaban los caballos del paso al trote, del trote al galope, y los palafreneros los hacían caracolear, y rielaban los brillantes reflejos de su piel, el liso raso de sus ancas, las esmeraldas y rubíes de sus arreos, entre los arabescos de los cachemiras, las luces de los fuegos artificiales, las irisaciones de la imperceptible lluvia coloreada. De cuando en cuando la Tompkins llamaba a sí a Erebo o Nieve, y sin moverse, alzando la cabeza, tendía al animal con los dientes un terrón de azúcar, y le besaba el hocico. Y seguía admirando, sin dejar de fumar, la braveza y el ardor de los indómitos brutos, alumbrados por luz fantástica.

En un momento dado se levantaba y tiraba la colilla del último papelito.

Al punto se extinguían los fuegos de bengala, se paraban los surtidores, se oscurecían los chales indianos, y la sala resplandeciente tornaba a su primitivo ser de miserable Picadero de Hauchecorne.

Un cuarto de hora después, la mujer de los aretes de ochocientas mil pesetas, la dueña de Erebo y Nieve, pedía al conserje del hotel la llave de su cuarto, y se acostaba sin doncella que la ayudase a desnudar.

Al día siguiente reanudaba su modesta vida, y sólo cuando los periódicos trompeteaban la venta de un cuadro o mueble artístico inmensamente caro, fuese malo o bueno, mediano o magnífico, tomaba un simón, sacaba de la cartera la cantidad exigida, y se llevaba el cuadro o el mueble en la plataforma del cochecillo, sin decir su nombre. Y en su cuarto, que no tenía más muebles que la cama, la mesa de noche y el trapecio, trepaban por la pared, herméticamente clavadas y sobrepuestas, cajas de madera sin pintar que contenían las adquisiciones de la amazona, muy empaquetadas y a quienes su dueña no otorgaba una mirada nunca.

Aún tenía otros gastos la Tompkins, propios suyos. No bien se producía en cualquier punto de Europa un cataclismo de la Naturaleza, o se preparaba el espectáculo de una tragedia humana, metíase en el tren, andaba y desandaba cientos de leguas, dejaba a París con objeto de presenciar una erupción del Etna, así como había atravesado y vuelto a atravesar varias veces toda Europa, cuando moraba en San Petersburgo, a fin de gozar, durante una hora o un segundo solamente, la atroz sensación de una riña a puñadas en Londres o una ejecución en la plaza de la Roquette.

Pero si el derrochar todo el dinero imaginable importaba poco a la norteamericana con tal de satisfacer un capricho, aún le importaba menos tratándose de librarse de la contrariedad más leve, del menor estorbo, de un hilo que se cruzase en el camino de sus deseos, aficiones y manías. En el primer impulso de su exasperación contra el individuo u objeto que la contrariaba, importunaba o desagradaba, instintivamente, y en cualquier coyuntura, acostumbraba pronunciar una frase altanera, muy propia de su tierra, frase donde se revelaba toda la insolencia del vil metal: «Mi comprarlo» decía, hablando como los negritos, pues se desdeñaba de expresarse correctamente en lengua francesa. Para este género de gastos en que no suelen despilfarrarse las gentes ricas, mostrábase la Tompkins real y verdaderamente excéntrica: tenía larguezas y generosidades singulares, adquisiciones raras e incomprensibles. Sin ser música, compraba la Tompkins muy caro un piano, cuyo anuncio, al aparecer diariamente en El Entreacto, le atacaba los nervios; subvencionaba asimismo, a precio exorbitante, la demolición de cierto quiosco que hacía un efecto disgracious en el jardín del establecimiento balneario adonde solía concurrir; por último, obtenía -mediante la contribución de un billete de mil francos al dueño del restaurante más próximo al Circo- que despidiese a un dependiente, el cual, según la derrochadora, tenía el defecto de parecerse, ¡vaya usted a saber en qué rasgos!, «a un vendedor de barómetros».

Pero la anécdota que da mejor idea de lo dispuesta que estaba la Tompkins a pagar caro el librarse de la más mínima contrariedad y estorbo en sus hábitos y gustos, es lo que acababa de sucederle con el director del Circo. Habiendo un acomodador notado olor a tabaco en el pasillo, empujó la puerta del cuarto de la Tompkins; y como viese a la amazona fumando tendida en el suelo, le dijo, asaz descortésmente, que estaba prohibido fumar y que apagase inmediatamente el cigarrillo.

-¡Aoh! -pronunció la Tompkins, que continuó fumando sin responder más.

En vista de lo cual fue avisado el director-gerente, que allí se encontraba, y subiendo al cuarto, con toda la amabilidad debida a una artista de great attraction que proporcionaba a la Empresa tantos llenos, la explicó en afectuosas frases que en el edificio había mucha madera, muchas materias inflamables, y un cigarrillo podía ocasionar incalculables pérdidas.

-¿Cuánto dinero las pérdidas de todo, señor? preguntó, interrumpiéndole, la amazona.

-Señora, en caso de incendio, el Circo está asegurado por unos cuantos cientos de miles de pesetas.

-Very well, very well... Haber en París, yo creo, una Caja de Depósito y...

-De Depósitos y Consignaciones querrá usted decir, señora.

-Oh, yes, eso mismo... y el dinero de las pérdidas de todo... estar mañana en la caja del... delos... que usted decir... Usted tranquilo... mi seguir fumando... Páselo bien, señor.

¡Tenía la Tompkins un cuerpo admirable! Alta y esbelta, de formas gallardas, de líneas prolongadas, pero mórbidas, eran sus carnes apretadas y firmes; su seno breve y turgente, de intacta doncella, nacía muy arriba; al mover sus redondos brazos se le formaban en los omóplatos juguetones hoyuelos, que embellecían los hombros; sus manos y pies, un tanto grandes, terminaban con las gentiles arborescencias de las estatuas de Dafne convertidas en laurel. Y en este cuerpo soberano giraba impetuosa la sangre, y ascendía y descendía una vitalidad ardiente, la jubilosa salud de una nueva generación; salud que, cuando la Tompkins saltaba desde el caballo a tierra, bañada en sudor, derramaba en torno suyo un sano olor de centeno y pan caliente.

Se unía a este cuerpo, por una garganta altiva, la cabeza de correctas facciones, con naricilla recta y corta, labio superior que, al sonreír, se le aproximaba mucho; pero cabeza a la cual la cabellera de un rojo encendido, los ojos grises que resplandecían como el acero, las duras claridades de la trasparente tez -claridades semejantes a las que cruzan por la faz de las irritadas leonas-, daban un aspecto de fiera hermosísima.

Las ojeadas que lanzaba la Tompkins al payaso no revelaban ni coquetería ni ternura; posábanse en él casi con dureza, escrutando su perfección anatómica con algo de la lucidez mercantil que tiene el mirar de un eunuco negro al feriar esclavos en el mercado. Mas no importa: el caso es que la pupila de la Tompkins no se desviaba de Nelo mientras éste se hallaba en el circo; fijábase constantemente en el mancebo, que sin poder explicar la causa experimentaba hacia la norteamericana instintiva antipatía, y rehuía sus miradas, andando sobre las palmas de las manos, y dando a su adoradora, con las piernas vueltas sobre la cabeza, acrobáticos palmos de narices.




ArribaAbajo- LIV -

Una mañana, bajo el enverjado del pabellón de música, al acabar de comer los dos hermanos, Juan dijo a Nelo, mientras cargaba su pipa con beatífica lentitud:

-Hemos acertado con ello, hermanillo... y de esta vez está cogido y no se escapa.

-¿El qué?

-Nuestra habilidad... ¡Ya sabes!

-¡Diantre! ¡Pues apenas será entretenida la cosa!... Y si no, confiésalo francamente. ¿A que la comodidad del busilis se puede dar por dos cuartos?

-Ea, no te me insubordines ya... Y a propósito: sabrás que alquilo el desván del rejista.

Acababa el rejista de heredar una casita y unas tierras en su provincia, y partiera hacía cosa de tres o cuatro semanas, encargando a Juan que, si aparecía comprador, le vendiese el pabelloncito.

-¿Y para qué necesitamos su desván?

-Te diré... Es que para mi negocio, el taller del carpintero es muy bajo... de manera que haremos levantar el techo y así dispondremos del edificio hasta las tejas.

-Pero, hombre... ¿por casualidad has resuelto que yo salte a pies juntillas sobre la torre de Santiago?

-No..., sólo se trata de saltar a lo alto cosa de unos catorce pies.

-A lo alto y perpendicularmente, como si lo viera... ¡Eso no se ha saltado desde que el mundo es mundo!

-Razón tendrás; pero ahí está el toque... Y ha de ser con un trampolín.

-¡Vaya, cosas tuyas!... No le dejas a uno vivir en paz un instante.

-Nelo, por Dios y sus santos... Lo tomaremos con calma; no es puñalada de pícaro... y, con buena voluntad, a todo se llega.. ¿No te acuerdas de que papá anunció que llegarías a saltar?...

-En resumen, ¿te contentarás con eso? ¿Podrá uno después descansar tranquilo? ¿No se te meterá en la sesera, cada día, una diablura nueva y recién salidita del horno?

-¿Cuánto te parece a ti, hermanillo, que podemos saltar en el momento presente?

-¡Nueve o diez pies... y gracias!

-Sí; cuatro pies hay que ganar.

-¿Te dignarás decirme de qué se trata?

-Ya te lo diré, cuando consigas pasar de los trece pies; porque si no los saltas, mi habilidad fracasó; y si te explicase ahora el intríngulis, te parecería tan difícil, que... te conozco, ibas a desesperar del resultado para siempre jamás.

-¡Bueno! ¡Magnífico! No te conformas con el saltito a secas, y aún quieres bordarlo, de seguro, con equilibrios y vértigos de violín... y el diablo y su madre... y tal vez huesecitos rotos...

De pronto, en mitad de su lamentación, Nelo vio que el rostro de Juan se nublaba y entristecía, y se interrumpió diciendo:

-¡Tonto, si yo haré cuanto se te antoje...! ¡Como si no estuvieses harto de saberlo! Pero, al menos, déjame gimotear un poquito... Así me voy animando.




ArribaAbajo- LV -

Ocho días después estaba derribado el barracón, y colocado en el suelo un trampolín de dos metros y veinte centímetros. Enfrente, y casi pegado a él, entre dos montantes de quince pies, fijos en la removida tierra, y semejantes a esas graderías donde se escalonan floridos tiestos en los jardines, subía y bajaba una plancha movible, que una cremallera permitía alzar pulgada a pulgada. Y para amortiguar las caídas, había debajo de la plancha un lecho de capas de heno mullido.

Todas las mañanas, Juan despertaba tempranito a Nelo, y los dos hermanos se ejercitaban en saltar la plancha, que cada día de los primeros iba ascendiendo algunas pulgadas. Por la tarde los dos estaban desencuadernados, con agujetas en el vientre, estómago y lomos, y el médico del Circo explicaba a Nelo que eran producidas por la relajación de los músculos rectos del abdomen y trapecio de la espalda. Y Nelo, sin desistir de tratar a Juan, a cada rato, de «hermano imposible» y de embromarlo, entre risueño y quejumbroso, con los males de los músculos rectos, seguía esforzándose en alcanzar el salto que requería el ejercicio.




ArribaAbajo- LVI -

El salto, vuelo que momentaneamente desprende de la superficie terrestre a un cuerpo denso, blando, musculoso, compacto y material, que no posee para sostenerse en el vacio nada del contrapeso gaseoso, del flotante aparato de los seres voladores; el salto, digo, cuando alcanza extraordinaria elevación, raya en prodigio. Porque para conseguir saltar, necesita el hombre realizar, sobre el pie estribado en el suelo, la flexión oblicua de la pierna y el muslo, y sobre el muslo la del torso. Y en este escorzo del cuerpo, en este descenso del centro de gravedad, en el semicírculo de los miembros plegados y recegidos como los extremos de un arco con la cuerda tendida, requiérese un súbito disparo de los extensores, análogo al escape de un resorte de acero, que con un solo empuje venza la adhesión de los dedos gruesos, atados al suelo por la gravedad, enderece en rígida tiesura piernas, muslos, columna dorsal, y proyecte la masa corpórea hacia el cielo, mientras los brazos, con los cerrados puños tendidos, lanzados hacia el límite externo del desarrollo, hacen, según frase del médico Barthez, oficio de alas.

Esforzábase Juan en auxiliar y provocar de todas las maneras imaginables el disparo de los extensores que habían de determinar la proyección de un cuerpo de peso de ciento treinta libras a cerca de quince pies de altura aérea, y, por añadidura, perpendicularmente. Mucho tiempo obligó a Nelo a que buscase, al pasar corriendo por el piso del trampolín, el modo de colocar los pies de suerte que la plancha adquiriese el mayor péndulo posible. Constriñó a su hermano a que estudiase la fuerza relativa de sus dos piernas, para que, al lanzarse, se apoyase en la más fuerte y de ella recibiese el impulso. Y también lo acostumbró a saltar, teniendo en las dos manos pequeñas pesas, a fin de levantar y lanzar a lo alto el cuerpo con más bríos.




ArribaAbajo- LVII -

En el ejercicio que habían de ejecutar ambos hermanos, Juan no necesitaba elevarse más que a nueve pies de altura. Casi inmediatamente había conseguido este resultado, y ahora se ejercitaba, no ya en saltar sobre una plancha, sino sobre una barra, conservando en ella el equilibrio.

En cuanto a Nelo, al cabo de un trabajo de tres meses, que le había reventado todas las venillas de las piernas, consiguiera saltar trece pies, pero el pie y algunas pulgadas que faltaban para el éxito completo del ejercicio, no salían: permanecía fijo en sus trece pies, por mucha energía, obstinación y esfuerzo que desplegase, anhelando satisfacer a Juan.

Entonces, con desaliento colérico y pueril, declaró a su hermano que estaba loco, loco de atar y encerrar, y que se gozaba en hacerle intentar cosas que de antemano sabía ser completamente imposibles.

El mayor, que conocía bien a su hermano, su móvil e impresionable condición, su facilidad para animarse y desanimarse, no entró en discusión con Nelo; fingió aprobar y convenir, y durante algún tiempo manifestó tácitamente haber renunciado por completo a la famosa habilidad.




ArribaAbajo- LVIII -

Mucho se había divertido el joven payaso con el enfado y contrariedad que se pintaban en el rostro de la Tompkins al darle él sus acrobáticos palmos de narices. Como Nelo seguía siendo chiquillo, y travieso y pesado a la manera que los chiquillos lo son, discurrió convertir la pausa que se concede en el Circo, durante las representaciones nocturnas a amazona y caballo para que respiren -pausa que se entretiene con los jocosos requiebros y galanteos del payaso a la artista- en un largo intermedio, semicruel. Dirigiéndose a la Tompkins prodigaba ademanes de admiración, en que casi se desnucaba del modo más extravagante; éxtasis en que se postraba de rodillas con grotesco pasmo; deseos amorosos que declaraban sus piernas por medio de un trémolo imposible: manos apoyadas en el corazón con contorsiones inauditas, y, por último, adoraciones y súplicas que ponían en caricatura todos los músculos de su cuerpo, por cuyos nervios brotaba a chorros la acre sátira plástica. Haciendo guitarra de una de sus piernas vueltas, remedaba, mirando a la dama, las más seductoras hipérboles de las serenatas amorosas. Y cada día variaba de programa, y lo aumentaba y bordaba un poquito más; y aún solía, con objeto de prolongar la desazón de la norteamericana, agarrarse a la cola del caballo cuando arrancaba ya, y realizar movimientos que eran otros tantos epigramas, y actitudes del espinazo llenas de ironía inexplicable. Era a modo de pantomima ejecutada por un Deburau mozo, lindo, distinguido y fantástico; pantomima nada canallesca, ni siquiera grosera, sino rápida, delicada, bosquejada en el aire, delineada por medio de la burlesca silueta de un cuerpo satírico, y entendida perfectamente por el público de las localidades de primera, que ya iba dando en concurrir al Circo por ver aquel croquis gimnástico tan gracioso. En realidad, creían asistir a una alegre escena de comedia muda, en que el joven payaso, con espaldas, piernas, brazos, manos, y también, en cierto modo, con el ingenio de la destreza física, oponía, riéndose, al ardor de una hembra -y algunos concurrentes asiduos conocían a esta hembra muy bien- la indiferencia más burlona, el desprecio más mofador, el desdén más jocoso.

No se contentaba Nelo con tan poco. Algo engreído por el éxito de su malignidad, y otro poco por las excitaciones de sus compañeros, resentidos con la altanería de la amazona, se deslizó a arañar a su apasionada en el lugar más sensible de su vanidad femenil y en la fundada presunción que hacía de sus formas encantadoras. El suelto y elástico cuerpo de la Tompkins carecía de la serpentina ondulación que distingue a los de las parisienses: tenía la columna vertebral británica, un tanto rígida, y que, aún descoyuntada y quebrantada por la profesión, no se prestaba a graciosas flexibilidades. Decía cierto escultor que vivió largo tiempo en Inglaterra y los Estados Unidos, que jamás pudo encontrar, entre todos los esbeltos y elegantes bustos femeninos de ambos países, un torso de modelo capaz de servirle para estudiar la inclinación de una Hebe que alarga la copa a Júpiter, de una Cipris tendida, con las riendas en la mano y arrastrada por un tronco de palomas. Nelo, pues, remedaba en caricatura la tiesura graciosa de la Tompkins, entre la hilaridad general, exagerando las inflexiones ásperas y las anquilosadas reverencias del cuerpo juvenil y hermoso de la norteamericana, cuando daba gracias por sus aplausos al público.

Y cuanto más veía irritarse a la amazona, más gozaba en mortificarla el travieso payaso. Ya no se contentaba con las noches de función; la perseguía con sus bromas pesadas y tercas, en los ensayos y en todas partes, sin dejarla punto de reposo. Si la norteamericana, a la entrada del pasillo de la derecha, se preparaba a su ejercicio ecuestre con brincos, que terminaban en cruzadas cabriolas, al punto veía aparecer, en la entrada del pasillo de la izquierda, a Nelo, que, encaramado sobre uno de esos altos taburetes blancos con listas coloradas, que sirven para el salto de las banderolas, le dirigía, rodeado de un círculo de acomodadoras que celebraban el chiste, mil estrambóticas morisquetas.

Dos o tres veces, en medio de estas chocarrerías, y en ocasión de hallarse bastante próximo a la amazona, la había visto Nelo apretar, con mano próxima a descargar el golpe, el puño de su látigo, que era una cabeza de hipocampo de cristal de roca; y al verlo, esperó, como rapaz a quien tienta el deseo de recibir el cachete que le amaga; pero al instante mismo, la otra mano de la amazona empuñaba el látigo por el medio, y lo deslizaba muy despacio entre sus dedos crispados, arqueándolo por cima de su cabeza como doblegada rama; y después de un seco y extraño «¡aoh!», la mujer recobraba su impasible aspecto y la fijeza de su mirar.

Porque es de advertir que la Tompkins seguía mirando a Nelo todo el tiempo que estaban juntos en la pista; sólo que ahora su mirada expresaba un rencor alarmante.

-Mira, déjala en paz -dijo una noche a Nelo el payaso Tifani-. ¡Yo que tú, te lo aseguro, tendría miedo a la mirada de esa moza!




ArribaAbajo- LIX -

En sus primeros ensayos del nuevo ejercicio, los dos hermanos se servían de un trampolín de madera sin pintar, hecho por un carpintero de la vecindad; el rudimentario trampolín de los saltimbanquis. Juan, sin que Nelo lo supiese, encargó en casa de un especialista, vigilando él mismo la construcción, un trampolín, en que reemplazó el pino con el fresno de las islas, madera que los norteamericanos conocen con el nombre de lance vood. Era un trampolín levemente modificado, que tenía algo de la batuda inglesa, y medía tres metros de largo, con una inclinación del piso que lo levantaba cuarenta centímetros del suelo al punto en que el saltarín toma vuelo para lanzarse. A fin de prestar mayor elasticidad a la plancha, Juan la mandó adelgazar hasta el punto crítico en que aún podía doblarse y ceder sin fractura. Y, al cabo, terminado el trampolín, sustituyó el último montante de madera con una barra de acero envuelta en un trozo de alfombra, que obedecía a la percusión del gimnasta, comunicando extraordinaria fuerza propulsora al salto.

Colocado en las Ternas el trampolín, rogó el hermano mayor al menor que lo probase. En el salto primero, dado sin entusiasmo, ganó ya Nelo medio pie. Y de seguida, tras cinco o seis ensayos del brinco, hechos sin levantar mano, antes que el mayor hablase de lo que más le interesaba, el menor le gritó, en mitad de un vuelo, que ya estaba arreglado el asunto, que con aquel trampolín haría lo que Juan tanto ansiaba. Algunos días después, Nelo alcanzaba el salto de los catorce pies de altura. El ejercicio entraba en el terreno de lo posible, de lo factible a breve plazo.

En vista de ello, Juan conferenció con el director-gerente; díjole que era llegado el momento de llevar a feliz término cierta habilidad extraordinaria, nunca vista, y que le suplicaba licencia por un mes, a fin de perfeccionar debidamente la invención.

Juan gozaba fama de descubridor. Tiempo hacía que el Circo, lleno de curiosidad, aguardaba algo, y algo estupendo, que daría de sí, por fuerza, el constante ensimismamiento, del payaso. El director compartía la confianza de los compañeros de Juan; vino, pues, muy de grado en lo que se le pedía, añadiendo que otorgaba todo el tiempo preciso.




ArribaAbajo- LX -

La perfecta ejecución de la habilidad, en todo su conjunto y detalles, requería más tiempo del que Juan calculó al pronto. Ambos hermanos trabajaron seis semanas cerrados en su gimnasio en miniatura: cuando los rendía el cansancio, se arrojaban sobre el heno que mullía el piso, dormían cosa de una hora, y vuelta a empezar. Era menester que el éxito, logrado una vez por feliz casualidad, y erigido casi en costumbre merced al esfuerzo y labor cotidiana, pasase a ser acierto infalible, seguro, constante, sin fracaso posible: y esta continuidad y permanencia del éxito, indispensable para que una habilidad pueda producirse ante el público, a veces la inutiliza. Además, así que Nelo llegó a saltar la altura apetecida, resultó que el salto no había de realizarse en espacio abierto y libre: Juan lo encerraba en el círculo estrecho de dos aros de bramante, figurando la boca y el fondo de un tonel: empresa nueva. Y, por último, ya tenía Nelo que saltar sobre los hombros de su hermano, cuyos pies descansaban en un estrecho tallo de hierro en figura de semicírculo; y la horrible dificultad de la persistencia de ambos acróbatas, el uno bajo el choque, el otro teniendo que quedar afianzado y a plomo sobre una base de músculos, de carne agitada, exigía infinidad de tentativas, ensayos y pruebas. Cuando Nelo creía todo definitivamente arreglado, resulta que Juan quería coronar la invención por medio de una serie de saltos mortales de los dos acróbatas al mismo tiempo, el uno debajo del otro, y para los cuales -sobre puntos de apoyo imposibles- necesitaban unir, a una igualdad y concordancia de movimientos extraordinaria, la recta destreza del viejo Auriol, ducho en caer del cielo metiendo los pies dentro de sus zapatillas.

Faltaba todavía discurrir la invención estética, en que, según añeja costumbre, querían engarzar su trabajo los gimnastas. Nelo, el poeta acostumbrado de los ejercicios fraternales, había ideado caprichos muy graciosos, un marco risueño y fantástico, y trozos de música que eran a la vez ecos de huracanes, y de suspiros de la Naturaleza. Pero llegado el último instante, ambos hermanos observaron que el adorno y floreo del aparato escénico encubría y oscurecía lo osado del ejercicio. De común acuerdo, resolvieron ser por una vez gimnastas, y nada más que gimnastas, reservándose más tarde adornar la habilidad con sus inventos poéticos, para refrescarla cuando se anticuase.




ArribaAbajo- LXI -

A la caída de una tarde veraniega salieron los dos hermanos de su reducido gimnasio, haciendo ademanes de enajenados, y resplandeciendo en su semblante indecible felicidad. Detuviéronse repentinamente en mitad del patio, y, mirándose cara a cara, ambos pronunciaron a un mismo tiempo la frase: «¡Cosa hecha!» Luego volaron a sus habitaciones, donde se vistieron, arrancando los botones de la camisa, rompiendo los cordones de las botas -con la torpeza que comunican al tacto y al juego digital de quien se arregla precipitadamente, las grandes emociones- y sintiéndose empujados hacia fuera por inexplicable y apremiante necesidad de salir, circular y moverse. Y al vestirse se miraban palmoteando y riendo y, por turno, canturreando, se decían: «¡Cosa hecha!»

Arrojáronse en el primer coche que encontraron, y como les pareciese que no corría bastante y no encontraban gusto en un género de locomoción en que se sentían inmóviles, al cabo de diez minutos pagaron al cochero, bajándose.

Echaron a andar a paso redoblado, tomando el centro de la calzada para disfrutar de más campo libre, y al mirarse casualmente, sorprendiéronse, reparando que ambos llevaban en la mano el sombrero.

Comieron en el primer figón que se les presentó, sin saber lo que metían en la boca; y al preguntarles el mozo qué querían que les sirviese, contestaron: «Deme usted lo que toma ese señor que está ahí cerca.» Lo que es aquella noche, no era Nelo más locuaz que su hermano.

Luego se echaron a buscar los sitios donde se entra y sale de bureo, donde el cuerpo se agita, donde pudiesen esparcir y pasear su calentura. Penetraron en bailes y conciertos, y allí, entre la multitud y bajo la luz deslumbradora, empujados por el remolino de los demás, en maquinal paseo, que giraba sin tregua alrededor de un ruido musical, iban y volvían incesantemente sin ver ni oír cosa alguna, con el cigarro apagado en la boca, ausentes moralmente del lugar, del mundo y de los objetos exteriores, entre los cuales rondaron la noche entera..., pero volviéndose de tiempo en tiempo el una hacia el otro, y diciéndose, sin más lenguaje que la expresión beatifica de su semblante: «¡Cosa hecha!»




ArribaAbajo- LXII -

Al día siguiente, los dos hermanos reanudaron sus faenas en el circo. La interior satisfacción de Nelo redoblaba su malignidad, sus diabluras contra la Tompkins. Juan, por su parte, llamó a capítulo al director, y le convidó a presenciar la realización del nuevo ejercicio descubierto por él y su hermano. El director, que no sin impaciencia esperaba el anuncio del éxito completo, respondió a Juan que al otro día, a cosa de las diez, estaría sin falta en las Ternas.

En efecto, a la hora señalada, allí se encontraba el director, con las manos sepultadas en los bolsillos del pantalón, de pie ante el trampolín del reducido gimnasio. A medida que veía desarrollarse el trabajo de los dos hermanos, su rostro adquiría la cerrada expresión, la represión, por decirlo así, del entusiasmo, que suele notarse en el frío rostro de un aficionado a objetos de arte cuando le enseñan inestimable curiosidad y teme que le exijan por ella exorbitante precio.

Ya habían terminado los dos hermanos, y Juan, un tanto cohibido por el silencio del espectador, preguntole:

-¿Qué opina usted?

-Es cosa buena, buena de verdad... Más me gustaría en invierno... Pero de todos modos, siempre alcanzaremos a anticiparnos a la caza y las vacaciones... Sí, sí, me parece que con esto se va a lograr un triunfo... Sólo que se necesita crear atmósfera... Lo que el ejercicio tiene de notable, no lo entiende al pronto la gente... Esto no hace el efecto de lo que se ejecuta allá en el friso... ni produce el escalofrío de la muerte chiquita (y aquí el directer imitó el juego de unos codos que se ciñen a un oprimido pecho). Es necesario que la prensa se tome el trabajo de explicar al público y darle mascado el peligro inminente, mortal de ese ejercicio... ¡Nada como la prensa..., no se puede prescindir de ella! Y ustedes, al estrenarse, no la tuvieron muy de sobra... Vénganse ustedes pasado mañana a estar conmigo, para que encarguemos los accesorios y organicemos la sección de reclamos; yo me ocuparé en eso desde hoy mismo... Y ahora descansen ustedes; les eximo de todo servicio... Por supuesto, si el ejercicio sale bien, me tienen ustedes dispuesto a introducir ciertas modificaciones en la contrata... Pero, como ustedes comprenden, hay que ver de montar esto lo antes posible.

Y ya en el umbral de la puerta, a despecho de todas las restricciones que trataba de añadir a su felicitación, el director no pudo menos de volverse, exclamando:

-Es cosa buena, vamos; de recibo.




ArribaAbajo- LXIII -

Los días que faltaban hasta el de la representación, transcurrieron para los dos hermanos entre el dulce y vago transporte cerebral que causan a la mísera humanidad los impensados favores de la suerte, la realización de lo inesperado, las sorpresas gratas que reserva el destino. Sentían que llenaba su cabeza un calor, una llama, que ardía en el vacío de una atmósfera de dicha. Interior y nervioso júbilo les cortaba el apetito, con tanta eficacia como podría cortárselo una desazón profunda. Pisaban las piedras de la calle con la obtusa sensación del que anda sobre alfombras. Y todas las mañanas, al despertar, al ver la claridad interrogaban a la suerte para cerciorarse de su real presencia, y en la incertidumbre del primer tránsito del dormir al velar, le preguntaban: «¿No eres un sueño?»




ArribaAbajo- LXIV -

Acababan de salir el carpintero y el cerrajero, llevándose las instrucciones de Juan a fin de construir el aparatito necesario para la ejecución del nuevo ejercicio en el circo, y, desde el umbral, se habían comprometido nuevamente a que todo estuviese listo en el término de cinco días.

-Sepamos si han leído ustedes la prensa teatral -pronunció el director interrogando a los dos hermanos, al mismo tiempo que recogía, y juntaba los periódicos esparcidos por su pupitre, en los cuales había párrafos rodeados de una raya de lápiz rojo-. Ya empieza el tole-tole respecto a su invento de ustedes; la cosa fermenta, como dicen en las subastas públicas... Entérense ustedes..., vean lo que estampan aquí tirios y troyanos.

«Háblase de un ejercicio nuevo y altamente extraordinario...» «Se comenta mucho un ejercicio que las gentes del oficio tienen por imposible, y que en breve se realizará en el Circo de Verano...» «Según se afirma y repite en los círculos acrobáticos, París presenciará en breve un ejercicio digno de parangorarse con los del famoso Leotard...» «Un salto en tales condiciones y con tal atrevimiento, que no lo había intentado la antigüedad misma...»

-Me parece que no está mal anunciado el asunto, ¿eh? Ya a todo el mundo le pica la curiosidad...; ahora es necesario precisar, salir de anuncios vagos... y ha llegado el momento de lanzar al público un cacho de su biografía de ustedes, verdadesa o verosímil... Hasta ahora convenía el atractivo de lo desconocido; hoy interesan más los informes exactos... Importa que París se entere del pasado de ustedes, de sus costumbres y de la historia de su ejercicio...; que sean ustedes de esas personas cuyo retrato anda por todas partes, y que así, conociéndoles, la gente simpatice con ustedes y se entusiasme de antemano... Por supuesto, que esta vez me figuro que les nombraremos y anunciaremos en todas partes como lo que son, como hermanos... Es cosa convenida, ¿verdad? Los hermanos Bescapé.

-No -dijo Juan.

-¿Cómo que no?

-No -repitió Juan-. Bescapé es nuestro nombre de titiriteros; pero tomaremos otro, que nos queremos crear nosotros mismos.

-¿Y cuál es?

-Los hermanos Zemganno.

-¡Zemganno! ¿Y sabe usted que el tal nombre es efectivamente muy original? Tiene al principio un diantre de una zeta que imita un toque de clarín... ¡Hombre! Parece las sinfonías que tocan aquí en el Circo, cuando hay un repique de campanillas entre un redoble de tambores.

-Pues ése es el nombre que usábamos antes.

-¡Calle! Cierto. ¡Maldito si me acordaba!

-Tuvo éxito en Inglaterra - añadió Juan -, y por eso pensé reservarlo para el día que... Luego, yo estoy encariñado con ese nombre, no sé por qué razón... Mejor dicho, sí que lo sé. -Y Juan articuló el resto del período como si hablase consigo mismo.- Somos bohemios de origen..., y yo dudo muchas veces de si habré inventado o no ese nombre... Más bien me parece recordarlo como un murmullo sonoro siempre en labios de nuestra madre... siendo yo muy pequeñito.

-Conque quedamos en Zemganno -murmuró el director-. Y... ¿qué tiempo necesitan ustedes para ensayar en el Circo?

-Tres o cuatro días, a lo sumo... Lo necesario para probar el trampolín nuevo.

-Bien... Con les cinco que piden el carpintero y el cerrajero... la cosa puede arreglarse para dentro de diez días. ¿Dónde han nacido ustedes? ¿Dónde?...




ArribaAbajo- LXV -

El día de la función comieron ambos hermanos a las tres, y se dirigieron al Circo cuando estaba entrando el público.

-Juanillo, ¿te acuerdas del portón del Circo de Invierno? -dijo de repente Nelo a su hermano, despues de caminar largo rato silenciosamente.

-¿Por qué?

-¿Te acuerdas del día en que nos estrenamos, con los alrededores oscuros y desiertos de gente, la contaduría y el despacho de billetes sin un alma, y allí delante un coche de punto... más tronado? El cochero dormía como un lirón. ¿Te acuerdas que nos pusimos, antes de entrar, a mirar todo eso con gran tristeza, pensando en que teníamos bien mala sombra en este mundo? ¿No parece que está uno viendo todavía, a los lados de la puerta de caballos, las dos estatuas con las ancas cubiertas de nieve, y aquella noche tan fea, y el edificio todo oscuro, y por los cristalazos distinguíamos iluminado únicamente el fondo, todo rojo, y encima, inmóviles, los sombreros de los cobradores, y el chacó de un municipal apoyado sobre una valla..., y en todo el vestíbulo no había otra alma viviente?

-Bien, hombre..., ¿y qué?

-¡Que si hoy en el Circo de Verano nos sucede dos cuartos de lo mismo!

Juan volvió los asombrados ojos hacia su hermano, como si en él, de ordinario tan confiado, le sorprendiesen semejantes dudas acerca del próximo triunfo; apretó el paso, y al encontrarse frente al circo, le contestó:

-Mira.




ArribaAbajo- LXVI -

En aquella hermosa noche, cuando iban ambos hermanos a estrenar ante el público el ejercicio inventado por Juan, notábase alrededor del Circo de Verano la animación, la calentura al aire libre, digámoslo así, que caracteriza las representaciones teatrales si en ellas se juega un destino, un porvenir, la vida de un artista notable, y a las cuales acude el parisiense con la esperanza vaga y secreta de comer carne humana en un teatro de la capital. Infinitos trenes particulares hacían crujir el húmedo asfalto de la gran avenida, y saltaban a la calzada elegantes señoras. Los vendedores de programas, animados por la bebida, anunciaban, vociferando, el espectáculo, y al lado de los despachos de billetes, asaltados por intermirable cola, bullía una tribu de ágiles pilluelos, de gimnastas en infusión, de los que se ejercitan anónimamente en las canteras de las cercanías de París, que acudían allí a saber noticias, esperándolas a la puerta.

Bajo la tranquila luz del gas, en marcos de fundición, sobre anuncios amarillos acabaditos de imprimir, se leía en letras enormes:

ESTRENO
DE LOS HERMANOS ZEMGANNO

Dentro del Circo, al pie del ancho friso etrusco que tendía alrededor del recinto los ejercicios gimnásticos de la antigüedad; bajo un primer techo ornado de trofeos y escudos, atravesado de picas y coronado de cascos; bajo un segundo techo que representaba, en medallones lanzados sobre entreabiertas cortinas, cabalgatas de amazonas desnudas sobre indómitas yeguas, la luz flamígera de todas las lucernas, suspendidas en mitad de las arcadas, de endebles columnas de hierro, descendía de las bóvedas a las galerías como por vasto embudo, mostrando sobre el rojo terciopelo de las banquetas y la madera pintada de blanco de los respaldos, una muchedumbre masculina, entre la cual se eclipsaban los claros trajes de las damas; una negra multitud, más negra que en cualquier otro teatro, en que los rostros hacían manchas de un rosa sucio.

Esta multitud parecía aún más apagada, más tenebrosa, por el contraste que producía al destacarse sobre ella el equilibrista, vestido de brocado de plata y ejecutando habilidades al extremo de una escala de cuarenta pies; la niña que trabajaba en el trapecio, envuelta en el girar de sus claros faldellines; la amazona que apoya su pie en el muslo de un Hércules derecho sobre dos caballos, y que se echa atrás con un movimiento de sílfide, entre el vuelo y frescura de una blanca falda sobre un traje de punto incoloro, que lo finge la carnación pálida y sonrosada de una figurita antigua de porcelana de Sajonia.

En verdad que el público del Circo -en su confusa aglomeración, su tropel, la apretura y hormigueo de tanta gente, y al par la luz que hace difusos los rostros y que bebe y absorbe el paño de los ropajes- recuerda las admirables litografías de Goya, el hacinamiento de las corridas de toros, las turbias multitudes, tan vagas y a la vez tan intensas.

También es de diferente género la expectación del Circo que la de otras partes. Es grave, reflexiva; cada espectador se pertenece y concentra más. Los peligrosos ejercicios de la fuerza y la destreza, cuya grandiosidad es evidente e innegable, derraman en torno suyo la emoción misteriosa que oprimía en otro tiempo el pecho de los romanos durante los juegos del anfiteatro; y de antemano se siente la constricción del corazón, el frío especial tras de la nuca, que causan las audacias, las locuras, las insensatas proezas de los cuerpos en el friso; el solemne «¡Go!», el llamamiento que se lanzan unos a otros para encontrarse a través del espacio; ese terrible «¡Anda!», que acaso encierra la muerte.

Lleno estaba el Circo. En la primer banqueta de las galerías, a cada lado de la entrada, se agrupaban en montón muchos viejos altos y enjutos, de bigote y perilla blanca, de pelo cortado y corrido sobre sus orejas grandes y cartilaginosas: viejos con trazas de oficiales de caballería retirados, hoy directores de un picadero. En la misma banqueta, los ojos expertos podían discernir numerosos profesores de gimnasia, capitanes de bomberos en traje de paisano, artistas del género, entre los cuales se sentaba, andando trabajosamente y apoyado en un bastón, un joven extranjero, con gorra de astracán, que durante la función entera fue objeto de las atenciones del personal del Circo. Lo que es el paso para las cuadras -a despecho del cartel que reza que todo el mundo busque asiento en el circuito- estaba tan atestado, que impedía la salida de caballos y jinetes; inundábalo una cáfila de aficionados a la equitación y notabilidades del club, disputándose los dos banquillos donde puede uno empinarse para mirar, y donde se encontraba la Tompkins, que ese día no trabajaba, esperando con curiosidad, al parecer, el ejercicio de ambos hermanos.

Principiaba la representación entre la indiferencia del público, y no la señalaban más incidentes que, de tiempo en tiempo, la caída grotesca de un payaso, y gentiles y frescas risas de chicuelos, que se escalonaba formando una serie de entrecortados ¡oh!, semejantes a jovial y menudo hipo.

El penúltimo ejercicio terminaba en medio de la distracción, tedio y cansancio del auditorio, el movimiento de inquietos pies, el desdoblar de periódicos que ya se habían leído y los aplausos de mala gana, como limosna que arranca la fuerza.

Por fin, recogido el último caballo y perfiladas las dos reverencias de la amazona que lo montara, entabláronse, entre los caballeros que se levantaban por aquí y cambiaban de sitio por allá, a ambos lados de la entrada particular del Circo, conversaciones en alta voz, cuyas frases sueltas dominaban el zumbido general y llegaban por fragmentos a herir el oído de los espectadores.

-Catorce pies; si le digo a usted que es de catorce pies el salto... Y si no, a contar. Por de pronto, la distancia del trampolín al tonel, seis pies; el tonel, tres más; el hermano mayor cinco pies, y me quedo corto... Se me figura que resultan catorce pies que tiene que saltar el pequeño, ¿si o no?

-¡Pero, caramba, si es de todo punto imposible!... Todo cuanto un hombre puede saltar, y eso con un trampolín fabricado por un carpintero de primer orden, es dos veces su estatura.

-Poco a poco. En saltos hacia delante, los hay muy sorprendentes. Por ejemplo, el de aquel inglés que saltó el foso del antiguo Tívoli, de treinta pies de anchura. El coronel Amorós...

-Los atletas antiguos saltaban perfectamente cuarenta y siete pies.

-¡Cáspita! Sería con un varal.

-Señores, ¿a qué están ustedes hablando de saltos hacia delante? Este va a ser hacia arriba, si no me equivoco.

-Con permiso de usted, he leído en un libro que el payaso Dovhurst, que, como ustedes saben, era un contemporáneo de Grimaldi, saltaba la altura de doce pies, pasando al través del tambor de un soldado.

-Corriente; un salto hacia arriba que se convierte en parabólico... De esos vemos a cada rato. Pero el de estos chicos va a ser completamente vertical. Es como subir de un salto por una chimenea arriba.

-Y hágame el favor: ¿por qué se le antoja ponerlo en duda, si lo veremos ahora mismo? El entreacto bien claro lo dice.

-Esas hazañas salen bien una vez por casualidad, y a la segunda... se acabó.

-Pues, señor mío, yo le puedo asegurar a usted, y lo sé por el director en persona, que en casa de ellos y aquí han repetido el ejercicio mil veces..., sin que nunca resultase mal.

-¿Y de dónde ha desenterrado la empresa a estos hermanos?

-¡Bah! ¿Pues no los conociste en la cuadra? Hace mil años que están aquí... Sólo que, según costumbre añeja cuando alguno se presenta al público con nuevas habilidades, adoptaron otro nombre.

-¡Catorce pies a lo alto y verticalmente! Ea, pues yo sigo jurando que no puede ser. Tanto más, cuanto que el tonel, según mis noticias, no es nada ancho, y así que el mayor este encima, maña ha de necesitar el pequeño para enhebrarse por él. Cualquier obstáculo...

-¿Y no saben ustedes una cosa? Aquí los toneles de madera son siempre de lienzo..., y éste no ha de tener de sólido y firme más que la parte delantera, donde apoya los pies el hermano mayor.

-También son ustedes famosos.. No hay día en que no resulte hacedero algo que hasta entonces parecía imposible... Si antes del estreno de Leotard...

-Lo mismo digo yo... Pero lo que es el menor... ¿Y es cierto que el ejercicio concluye en lo alto del tonel con una serie de saltos mortales simultáneos?

-¿Quieren ustedes sabor mi opinión? De aquí a una hora no cambio mi pellejo por el suyo, ni ganas... ¡Ahí vienen ya!

Este ¡ahí vienen ya! se extendió hasta el extremo del Circo, como grande y sordo clamor, hecho del murmurio de todas las bocas entreabiertas en beatífico pasmo.

Presentábase Juan seguido de su hermano, mientras los mozos del Circo empezaban a armar, entre el runrún de la concurrencia, las piezas de un tablado terminado por un trampolín, que nacía en mitad del pasillo de ingreso y avanzaba por la pista como unos veinte pasos. Cruzadas las manos a la espalda, vigilaba Juan, solícito y grave, la colocación y ajuste de los trozos de madera, y probaba, hiriéndolos con el pie, la solidez de los tablones, no sin dirigir a su hermano frases rápidas -que se comprendía eran para animarle-, y fijando de tiempo en tiempo sobre el lucido concurso miradas serenas y firmes. Su hermano menor le seguía paso a paso, visiblemente conmovido, estado psíquico que se traducía en turbación, en ademanes, por decirlo así, fríos, de esos que producen los grandes malestares del alma o del cuerpo.

Aparte de eso, no cabía nada más lindo que el joven gimnasta.

Vestía, para tan solemne ocasión, un traje de punto como imbricado de escamillas de breca, y sobre la vestidura, cada juego de los músculos hacía rielar corrientes de azogue por cima de resplandores nacarados; y los gemelos, clavados en las formas de aquel cuerpo resplandeciente y reverberador, admiraban la esbelta academia femenilmente mórbida, cuyos brazos redondos, sin saliente de bíceps, dejaban adivinar un vigor latente, interno, por decirlo así.

Colocado estaba el trampolín, y sobre el auditorio, vibrante de curiosidad, y en el cual se restablecía ya el sosiego, se erguían cuatro soportes, seis pies más altos que el trampolín, cuatro tallos de hierro, en forma de S, cuyos pies tocaban al suelo desviándose de él, y cuyas extremidades superiores se juntaban por arriba, reunidas por un círculo de superficie plana, que guarnecía un pequeño reborde. Juan, grave y pensativo ante la proximidad del instante supremo, puesta blandamente una mano sobre el hombro de Nelo, seguía observando los preparativos del ejercicio. En el mismo momento le llamaron desde el pasillo de la entrada. Y viéndose blanco de la atención general, y sintiendo que al hallarse ocioso e inmóvil en mitad del Circo le dominaba la misma cortedad que de pequeñito experimentaba al salir a trabajar en el anfiteatro Bescapé, Nelo se retiró de la pista, yendo en seguimiento de su hermano.

Entonces, en medio de la inmovilidad silenciosa que se apoderaba de todo el mundo, fue colocado un tonel blanco sobre el círculo que coronaba los cuatro soportes; y súbitamente retumbó una música estruendosa y estridente, género de ruido con que suelen las orquestas de lugares semejantes espolear la energía de los músculos y animar a romperse heroicamente la crisma.

Al eco de la sinfonía, Juan, que iba a adelantarse por el trampolín para echar la última ojeada a la instalación del tonel, se retiró, prontamente al fondo, y al parar de improviso la música, en medio de un silencio tal que parecía suspendido hasta el hálito de la respiración, oyose sobre los tablones cimbreantes el andar poderoso del gimnasta, que surgía, por decirlo así, al mismo tiempo, apoyados los pies en los bordes del tonel, en perfecto equilibrio.

Entonces, al sonar otra vez la música, que celebraba el buen éxito del ejercicio, y entre el trueno de aplausos que sólo arrancan los rasgos de vigor, la multitud desorientada veía a Juan que se inclinaba hacia el tonel, examinándolo con sorpresa, mientras unos de sus brazos, tendido hacia atrás, semejaba querer detener el impulso de su hermano, que asomaba ya en la actitud veladora de la salida; en el aire ambos brazos, cayendo las manos a cada lado de la cabeza, como si aletease. Mas ya la música había parado, de ese modo bruscu y súbito que oprime el pecho; ya Nelo hiciera la última llamada sobre el trampolín, y Juan, enderezándose lanzaba por encima del hombro de su hermano un ¡go! vacilante, inquieto, desesperado, que tenía la entonación del ¡salga lo que saliere! pronunciado en los mortales momentos en que es necesario tomar un partido, sin tiempo para enterarse y medir la profundidad y extensión del peligro inminente.

Nelo cruzaba como un relámpago toda la extensión del trampolín, y sus pies corrían sin hacer ruido, rozando la superficie del piso resonante; sobre su pecho se veía rebrincar y resplandecer algo, semejante a un amuleto que se le hubiese salido del traje de punto. Hería con un golpe seco de ambos pies el extremo de la plancha elástica, y se lanzaba, llevándole y sosteniéndole en el aire, por decirlo así, la tensión de tanto busto, de tanto pescuezo, de tanto rostro convertido y elevado hacia lo alto del tonel.

Pero ¿qué sucede durante el angustioso segundo en que la multitud busca y ya cree ver al joven gimnasta subido en hombros de su hermano?

Juan pierde el equilibrio y cae precipitado de lo alto, mientras Nelo, despeñándose del tonel y rebotando duramente contra la extremidad del trapecio, rueda a tierra, se endereza y vuelve a caer otra vez.

Brota del concurso inmenso y ahogado clamor, y antes que se extinga, Juan, tomando al pequeño en sus brazos, más que fraternales, paternales, se lo lleva. En los ojos del payaso se lee la inquietud horrible de los heridos a quienes sacan del combate, y cuyas miradas van preguntando cuánta es la gravedad de su herida.




ArribaAbajo- LXVII -

Al clamor hondo y ahogado, a la palpitante angustia que infundió en los corazones la caída del joven gimnasta, sucediera sombrío estupor, y en el circuito, atestado de espectadores, el estupor se manifiesta con el silencio, uno de esos silencios espantables, según frase de un hombre del pueblo, que derrama sobre las muchedumbres el minuto consecutivo a una catástrofe imprevista: y en medio del silencio, remotos, esparcidos aquí y acullá, se entreoyen llantos de niños y se comprende que los acallan sus madres apretándoles contra el pecho.

Hombres y mujeres permanecían inmóviles en sus localidades, lo mismo que si la función no hubiese tenido funesto término ya. Deteníales el acre deseo de ver al caído, verle un momento en pie, diciendo, con su presencia en los brazos que le sostuviesen, que no estaba muerto del todo.

La masa compacta de los picadores, como pelotón de soldados que tienen orden de aguardar a pie firme, interceptaba la entrada del pasadizo interior, apoyando las manos en la barrera y sin dejar traslucir ninguna cosa en sus rostros vueltos. En mitad del redondel, el maderamen y accesorio del último ejercicio permanecían abandonados, sin que nadie se ocupara de recogerlos; los músicos no soltaban sus instrumentos, pero tenían suspenso el aliento y la mano, y era trágica y singular la repentina parálisis de tantos cuerpos, suspensión de la animada y ruidosa vida con que vive el espectáculo de los juegos de la fuerza.

Y el tiempo seguía corriendo, y no llegaban noticias. Al fin se destacaba del grupo un picador; se adelantaba como diez pasos, hacía tres saludos muy graves, y entre el sordo ¡ah! de satisfacción con que se dilataban los pechos, decía al público:

-La empresa pregunta si por casualidad hay un cirujano entre la concurrencia.

Los espectadores que estaban próximos trocaban miradas interrogadoras y graves, y leves fruncimientos de labios, y sacudidas de cabeza, de esas que entierran a una persona; y entretanto, un hombre joven todavía, melenudo, de pensativos y negros ojos, se abría paso por entre las banquetas, a través de la multitud, y se dirigía hacía el ingreso, seguido por cientos de ojos que se le clavaban en la espalda con cruel curiosidad.

El público permanecía sentado, sin resolverse a despejar el recinto, aguardando, y al parecer dispuesto a no moverse de allí hasta que Dios determinase.

Los mozos del Circo, con ademanes de persona muy preocupada, cuchicheando, desmontaban la armazón del trampolín, otros comenzaban a apagar el gas, y como la oscuridad que descendía sobre el recinto semitenebroso no hiciese levantarse a nadie, las acomodadoras empezaron a retirar los banquillos bajo los pies de los espectadores; empujaron, con suave violencia, a la multitud hacia la puerta, y al fin fue saliendo muy despacio, con el rostro vuelto hacia el sitio por donde se habían llevado a Nelo, mientras sobre el silencioso desfile se alzaba un confuso rumor, un zumbido vago, un indistinto murmullo que en los sitios de apretura y los estrechos corredores se convertía en esta frase:

-El menor se ha partido las dos piernas.




ArribaAbajo- LXVIII -

Rodilla en tierra, se inclinaba sobre Nelo el cirujano, y Nelo yacía tendido en el colchón de la batuda, el vasto colchón encima del cual salta toda la compañía en los ejercicios de volteo con que rematan generalmente las funciones.

En torno del herido giraban las gentes de la compañía, que después de fijar la vista en su pálido rostro, desaparecían o se ponían a charlar en voz baja por los rincones, del público que se empeñaba en no salir, de la inoportuna indisposición del médico del teatro, y además de la sustitución del tonel de lienzo, que había de servir para el ejercicio de los dos hermanos, con un tonel de madera que no se sabía de dónde había venido; todo entreverado de exclamaciones.

-¡Cosa rara!

-¡Da en qué pensar!

-¡No se comprende!

Transcurrido un buen rato, las manos inteligentes y tanteadoras del cirujano soltaron la pierna, a cuyo extremo, a través de la desgarrada malla de seda, pendía un pie torcido e inerte. Alzó la cabeza el facultativo, y dirigiéndose al director, que permanecía de pie frente a él:

-Sí -articuló-: hay fractura de ambas piernas, y en la derecha, aparte de la fractura del peroné, otra fractura conminutiva en la base de la tibia... Voy a darle a usted un par de renglones para mi hospital... Haré la reducción yo mismo, porque las piernas son el pan de este mozo.

-Caballero -pronunció Juan, hincado de rodillas al otro lado del colchón-. El herido es mi hermano... de veras; y le quiero lo bastante para pagarle a usted tanto como un rico... Andando el tiempo.

Miró el cirujano a Juan un instante, fijando en él sus ojos grandes, dulces y tristes, que parecían penetrar lentamente en los objetos y los seres; y ante el reprimido dolor, la deseperación profunda de aquel hombre, más desgarradora para quien le veía con el traje de acróbata, y las lentejuelas de sus oropeles, exclamó:

-¿Dónde viven ustedes?

-¡Muy lejos, muy lejos!

-¿Pero se puede saber dónde? -reiteró el cirujano en tono casi rudo-. Bueno -repuso así que Juan le hubo dado las señas-; tengo una visita esta noche al extremo del barrio de San Hororato. Estaré en casa de ustedes hacia eso de medianoche... Provístase usted de tablillas, barrenos y cordones...; cualquier boticario le dirá a usted lo que le hace alta... Por ahí debe de haber en algún rincón unas parihuelas..., justamente forman parte de los accesorios...; con eso el herido sufrirá menos al trasladarle.

Ayudó el cirujano a cargar al joven payaso en las parihuelas, y mientras lo llevaban, sostuvo con suma precaución la pierna rota por dos partes, la colocó, la arregló, y dijo a Nelo:

-¡Ánimo por un par de horitas, hijo mío, que allá iré yo!

Con ademán de tierna gratitud, inclinóse Juan y trató de alcanzar y besar la mano del cirujano.




ArribaAbajo- LXIX -

Entre la oscuridad nocturna y los transeúntes que un momento le seguían con los ojos, durante el largo trayecto del Circo a las Ternas, Juan caminaba al lado de su hermano, con ese aspecto petrificado y automático que se advierte en toda persona que, anonadada, escolta a unas parihuelas cuando se dirigen al hospital al través de las calles de París.

Subieron a Nelo a su cuartito, y llegó el cirujano casi al mismo tiempo en que Juan y los dos cargadores del Circo acababan de depositarlo en el lecho.

Horriblemente dolorosa fue la reducción. Hubo que practicar la extensión del miembro, cuyos huesos se habían montado algún tanto unos sobre otros. Juan se vio en la necesidad de ir a despertar a un vecino, y entre los dos se consagraron a estirar el miembro.

No revelaba Nelo cuanto padecía sino en las crispaciones de su rostro, y a pesar de los atroces dolores, sus miradas se fijaban en su hermano, le alentaban tiernamente, y parecían decirle, al notar su palidez: ¡ánimo!

Así que los fragmentos del hueso de la tibia volvieron a su natural posición, y estuvieron colocadas las tablillas y empezado el vendaje, el duro y estoico Juan, que hasta entonces había permanecido firme, de repente fue presa de un desmayo. No de otro modo los militares, ya veteranos y endurecidos por las batallas, suelen desmayarse a la vista de una sangría que hacen a su mujer, durante un embarazo.




ArribaAbajo- LXX -

Terminada la cura, habiéndose despedido el cirujano, y colocado encima del lecho un cubo de agua, que derramaba gota a gota su frescor sobre ambas piernas, las primeras palabras que pronunció Nelo, al sentir que se calmaban sus dolores, fueron:

-Oye, Juan: ¿para cuántos días dicen que tengo broma?

-No dijo nada el doctor... ¡Qué sé yo!... Aguárdate... Se me figura que cuando en Midlesborough el bueno de Adams..., ¿no te acuerdas?..., se partió una pierna..., fue cuestión de seis semanas.

-¡Tanto tiempo!

-¿Y qué haces ahora con pensar en eso? No te ocupes...

-¡Tengo sed... de beber!

Entonces comenzaba a abrasar todo el organismo de Nelo la tenaz calentura, y en ella sucedían a los agudos dolores de la fractura otros diferentes, pero a menudo intolerables: calambres, estremecimientos que un instante causan la impresión de otra rotura en los ya quebrantados miembros; la misma tirantez del talón inmóvil sobre el cojín, que a la larga produce en la carne y en los nervios efecto cual si los barrenase un cuerpo duro; el propio enfriamiento del pie, sensación intolerable que origina el incesante gotear del agua. Y esta fiebre y estos dolores, que por las noches se recrudecían de extraña manera, determinaban en Nelo un terco insomnio por espacio de una semana.




ArribaAbajo- LXXI -

Seguía a las malas noches tal cansancio que Nelo dormía por el día algunas horas. Juan le guardaba el sueño; pero, en breve la triste inmovilidad de las piernas del enfermo, que contrastaba con la agitación del tronco, las contracciones del semblante, los gemidos involuntarios que se escapaban de la boca, cerrada a toda queja durante la vigilia, todo cuanto veía en aquel lecho de martirio y aquel doloroso descanso, se convertía en acusación tácita para Juan, y al cabo de breves instantes, levantándose de su asiento, andando en puntas de pies, tomando el sombrero con gran cuidado, salía, no sin rogar a una moza de a casa de vacas que velase a su hermano mientras él permanecía ausente.

Andando sin rumbo fijo, siempre iba Juan a dar al bosque de Bolonia, situado a poca distancia de su vivienda, y allí, huyendo de las grandes avenidas donde las gentes felices pasean alegremente su dicha, se perdía en alguna calle estrecha y solitaria.

Exaltado por la caminata, dejaba hablar alto y libremente a su dolor, que brotaba semejante a los gritos entrecortados con que suelen salir y derramarse del pecho, a solas, las grandes y hondas pesadumbres.

-¡Qué estúpido! ¡Estábamos tan bien!... ¡Tan bien como estábamos!... ¿Para qué se me habrá antojado aspirar a más? ¡Maldita, maldita la falta que nos hacía dar un salto como nadie lo dio nunca!... ¡Dejar atrás a todos!... ¡Infeliz de mí! ¡Lo que vino a resultar! ¡Yo fui, yo!... ¡Él no sentía este condenado afán de hacerse célebre! ¡Él que no... y yo que sí!... Y cuando la criatura se resistía, ¡dale con decirle que adelante! Él, obedecía... y seguía... y seguía... y lo hacía todo... Se tiraría de un balcón, ¡claro está!, si yo se lo mandase... ¡Quién nos diera otra vez en los tiempos de la Caravana...! Vaya si le diría... ¡hijo, titiriteros nacimos, titiriteros muramos!... ¡Sigamos con esta vida aperreada hasta que se acabe!... ¡Yo fui, yo, yo solo! ¡Por mí sucedió la desgracia!...

Pensando detenidamente en la lozana juventud de su hermano, en su condición perezosa e indolente, en su inclinación a gozar dulcemente la vida sin molestarse, sin correr tras la gloria, acordábase de cómo por medio de su ejemplo, sus ansias de renombre, su duro celibato, había contrariado, estorbado y cohibido aquella vida sacrificada a la suya; y, por último, en medio de su cavilación, salía al labio, con el amargo sabor del remordimiento:

-¡Y luego... si era claro como el sol!... ¡Él cargaba con el mochuelo! ¿A qué me expuse yo?... Vamos a ver, ¿a qué? ¡Él en cambio... cinco pies más! ¡Cinco pies que saltar hacia arriba! ¡Y no ocurrírseme, bruto de mí, no cruzarme por el pensamiento que podía matarse! ¡Sí, sí, no está malo el negocio! Yo metiéndome las manos en los bolsillos, mientras él... ¡Rayo del infierno! ¡Merezco un presidio!

Y rompiendo a andar a paso redoblado, con mudo furor azotaba a diestro y siniestro, con su junquillo las altas hierbas de los linderos de la calle de árboles, encontrando -al doblarse sobre rotos tallos las infelices plantas del angosto sendero- alivio a su tortura.




ArribaAbajo- LXXII -

El cirujano había simpatizado con los dos hermanos, y su conmovedora fraternidad, y no faltó un día de la primera semana a levantar el apósito, aflojarlo, ceñirlo.

En su última visita dijo a Juan:

-No se ha movido ni alterado la posición del miembro... Toda hinchazón ha desaparecido... El callo se forma normalmente... ¿Y dice usted que sigue pasando malas noches? Pues lo que es calentura, no se la encuentro... En fin, ya que usted se empeña, le daremos algo para que pueda dormir.

Y escribió una receta.

-Salta a los ojos -prosiguió el cirujano- que su hermano de usted se aburre de estar quieto..., que el cuerpo se resiente de la malhadada interrupción de sus trabajos... Tiene frita la sangre el pobre chico; se consume. Pero viva usted seguro de que el estado general no ofrece nada de alarmante, y de aquí a pocos días desaparecerá la alteración nerviosa, la excitación, el insomnio. ¡Lo de las piernas será más largo!

-¿Cuánto tiempo opina usted que tendrá que estarse así?

-Me figuro que hasta pasados dos meses no podrá servirse de las muletas... Sobre cincuenta días más... Vaya usted, de todos modos, encargando las muletas; cuando las vea, tendrá esperanzas de andar pronto.

-¿Y cuando?...

-Ya, ya estoy... ¿Que cuándo podrá volver a su oficio, eh? ¡Amigo mío, si no fuese más que la fractura de la pierna izquierda! Pero las de la derecha... tan graves, y que interesan la articulación... ¡Qué diantre! -continuó al ver la tristeza que inundaba el rostro de Juan-. Lo que es andar, sí, andará sin muletas; pero... En fin, la naturaleza a veces hace milagros. ¿Y tiene usted algo más que preguntar?

-No -murmuró Juan.




ArribaAbajo- LXXIII -

El opio de las pociones calmantes que de noche tomaba Nelo, poblaba la calentura de su agitado sueño con raras visiones.

Soñaba que estaba en el Circo. Era el Circo y al mismo tiempo no lo era, como suele ocurrir en sueños, estado en que nos orientamos por sitios que reconocemos, aun cuando han perdido y mudado enteramente su forma y ser. El caso es que en la pesadilla de Nelo había alcanzado el circo proporciones colosales, y los espectadores, sentados en torno del redondel, le parecían borrosos y sin cara, como gentes vistas desde un cuarto de legua de distancia, y las lucernas, que parecían multiplicarse y reproducirse sin cesar, no podían contarse, y su luz era extraña y algo semejante a la de las bujías reflejada por los espejos, y había una orquesta tamaña como un teatro entero y verdadero, y los músicos se zarandeaban como energúmenos, pero sin arrancar el más leve acorde o nota a sus mudos violines e insonoros instrumentos de metal. En el espacio infinito no se veían sino aéreos remolinos de corpezuelos infantiles, encima de pies de hombres invisibles, rápidas huidas de caballos que sostenían en su tendido crinaje al picador, parábolas descritas por cuerpos de gimnastas, que no se resolvían a caer y flotaban como si estuviesen exentos de obediencia a la ley de gravedad. Allá en lontananza se prolongaban y perdían callejones de trapecios que recorría volando un salto mortal nunca acabado; y se abrían calles interminables de círculos de papel, al través de los cuales pasaban eternamente mujeres vestidas de gasa, mientras impasibles y brincadoras funámbulas descendían de alturas no menores que la torre de la Catedral.

Todo se confundía y borrababajo el gas que palidecía, y al propio instante, desde las profundidades del Circo, se precipitaban mil payasos vestidos de negro, con un esqueleto bordado en seda blanca sobre su ceñida vestidura, y en la boca pedazos de negro papel que remedaban el oscuro agujero de los dientes faltosos. Encajados unos en otros, andaban balanceándose con movimiento único y simultáneo, y ondulando como luenga serpiente, daban la vuelta al redondel. Surgían de tierra delgadas columnas, y de improviso los mil payasos aparecían cada cual encima de su pilar, sentados sobre el borde de las nalgas, puestas las manos de plano en las plantas de los pies, que alzaban de cada lado más arriba de la cabeza, y mirando al público por entre piernas, con la inmovilidad de enharinadas esfinges.

Reanimábase otra vez el gas, y al volver la luz volvían a adquirir vida humana los rostros de los espectadores, antes espectrales, y desaparecían los negros payasos.

Entonces, y con saltos, volteos y brincos, cuyas lentejuelas pasaban dejando en el cielo un surco como de resplandor de estrellas erráticas, poníase en movimiento cuanto había en derredor, entre dislocaciones nunca vistas, miembros de goma elástica, que se anudaban en rosetas como cintas, anatomías gigantescas que se plegaban y cabían en cofrecillos; una pesadilla de cuantos imposibles realiza el cuerpo humano. Y entre los absurdos del sueño, mezcladas y confundidas las cosas que había presenciado con las que su hermano le leyera, veía Nelo un juglar indio, que se sostenía en equilibrio de un modo incomprensible, sentado en la arandela de un ligero y gigantesco candelabro de dos brazos; un Alcides contemporáneo, levantando en vilo por el estribo, con la fuerza de sus mandíbulas, un ómnibus lleno; un acróbata antiguo saltando a la pata coja sobre un odre inflamado y untado de grasa; un elefante bailando y haciendo volatines, con aérea agilidad, sobre un alambre.

Volvía a disminuir el gas, y un rápido momento reaparecían los negros payasos sobre las columnas.

Y empezaba otra vez el espectáculo. Ahora lo alumbraba la claridad misteriosa en que los objetos pierden su color y reverberan con el brillo glacial y cristalino de las figuras y asuntos grabados en las lunas de Venecia. Era como blanco sol pirotécnico hecho de piernas femeniles, brazos masculinos, torsos de niños, ancas de caballos, trompas de elefantes; un movimiento rotatorio de miembros, músculos y nervios de hombres y bestias, cuya creciente rapidez causaba al dormido impresión de doloroso cansancio en todo el cuerpo.




ArribaAbajo- LXXIV -

-¿Estás mal? ¿Te ha dolido también esta noche? -dijo Juan entrando en el dormitorio de su hermano.

-No... -murmuró Nelo despertándose-; no... pero me parece que tuve un calenturón como un caballo... y soñé disparates.

Y Nelo refirió a su hermano la visión que había tenido.

-Figúrate..., figúrate que yo estaba sentado cabalmente en la localidad -¿te acuerdas?- donde estuve la primer noche que llegamos a París..., a lo izquierda -¿no sabes?- abajo y pegadito a la salida... ¿Verdad que es raro? Pues lo que sigue es más particular todavía... Cuando toda aquella cáfila de gente se retiraba al interior del circo, me iban mirando a la cara, y sus fisonomías borrosas tenían así como una expresión seria; la expresión que toman en sueños los que quieren hacernos daño, matarnos... No, escucha otro poquito más... Aquellas fachas ridículas, al pasar a mi lado, me enseñaban muy de prisa -no duraría un segundo- una especie de cartel... Yo quería verlo... y no me daban tiempo a enterarme...; pero ahora sí que lo distingo... Un cartel en que estaba yo vestido de payaso..., con las muletas que me encargaste ayer.

Parose Nelo de repente, interrumpiendo la narración, y su hermano permaneció un minuto, minuto largo y triste, sin que le ocurriese contestar palabra.




ArribaAbajo- LXXV -

-Pero, y a usted... ¿no le ha dado a usted qué pensar de la aparición del tonel de madera en vez del de lienzo? Un tonel de madera que no existía en el circo, y que apareció allí como llovido del cielo; por ensalmo.

Era el director del circo, que, habiendo venido a saber de Nelo, hablaba a solas con Juan en el umbral de la casa de las Ternas.

-¡Tonel de madera! ¡Calle! Sí tal -dijo Juan como si escudriñase el fondo de su memoria-. Sí tal... Ya no me acordaba del tonel maldito desde que me ha caído sobre la cabeza esta desgracia... tan atroz. Espere usted, espere usted... En efecto, ¿por qué estaría allí esa mujer, ella que nunca asistía a la función cuando no le tocaba trabajar? Y de pie sobre un banco en el pasillo de entrada... Parece que la estoy viendo cuando lo atravesé con mi hermano a cuestas... Tenía la actitud del que acecha... Y luego, otro cabo: en el último momento, aquel hombre desconocido que decía traer una carta para mí, y a quien no encontré por ninguna parte.

-Veo que también usted sospecha de la Tompkins, igual que Tiffany, y que yo, y que todos. Y su hermano de usted, ¿qué dice?

-¡Mi hermano! ¡Pobrecillo! Fue para él una cosa tan pronta, que no se acuerda sino de la caída... Ni sabe si tropezó con un tonel de madera o con otra cosa. El muchacho piensa que le salió mal el ejercicio como puede salir mal un ejercicio cualquiera, y punto concluido. Ya usted comprende que no he de ser yo quien vaya a enterarle...

-Parece probable... -continuaba el director del circo, sin atender a Juan y siguiendo el hilo de sus ideas-. Es casi seguro..., tanto más, cuanto que al bruto que colocó el tonel, y no hemos podido averiguar si estaba borracho de veras o lo fingía, lo habíamos admitido en las cuadras por recomendación de la Tompkins... He intentado confesarlo..., ¡que si quieres! Se dejó despedir sin chistar..., pero con una expresión tan siniestra en aquella jeta de idiota... ¡Ah! Lo que es la norteamericana es bien capaz de haberse gastado un dineral para armar esta celada... En suma, amigo mío, se hizo lo que se pudo; he abierto información... ¿Sabía usted que ella se largó de París al día siguiente?

-Dejemos a ese animal dañino... Si ella tuvo la culpa de la desgracia, todo cuanto usted la persiga no le ha de restituir a mi hermano sus pobres piernas -pronunció Juan, con uno de esos ademanes de quebranto profundo en que la desesperación no deja lugar al odio.




ArribaAbajo- LXXVI -

Los agudos dolores de los miembros fracturados ya empezaban a convertirse para Nelo en vagos escozores, sensación enervante del laborioso cosquilleo de la última soldadura del hueso. El hermano menor recobraba el apetito, dormía a su sabor, y, con la salud, tornaba a su organismo la alegría, la alegría sosegada y profundamente penetrada de felicidad de la convalecencia. El cirujano quitó las tablillas, rodeó la pierna derecha de un vendaje dextrinado, y fijó al encamado un día para levantarse y probar a andar con muletas por la habitación.




ArribaAbajo- LXXVII -

Al llegar el suspirado día en que Nelo había de salir de su quietud y de la posición horizontal que conservaba hacía dos meses notaba Juan que sus habitaciones eran muy chiquitas, que fuera hacía un sol espléndido, y proponía al convaleciente que intentase el primer ensayo de locomoción en el pabellón de música. Fue Juan a barrerlo en persona, y quitó toda mota de hierba, todo guijarro en que su hermano pudiese tropezar; hecho lo cual, condujo a Nelo al sitio donde el año anterior se habían dado el uno al otro tan deliciosas serenatas. Y el hermano menor rompió a andar, con el mayor al lado, siguiéndole paso a paso, pronto a sostenerle en sus brazos si los pies de Nelo flaqueasen o se torciesen.

-Mirándolo bien -exclamó Nelo desde lo alto de sus muletas- es cosa rara. Me hace el efecto de que soy un niño pequeño, y que empiezo a andar; sí, señor, los primeros pasitos. ¡Y apenas si ofrece dificultades esto de andar! Juanillo, ¿sabes que tiene chiste? Cuando no se le han roto a uno las piernas ninguna vez, parece lo más natural del mundo dar un paso hacia adelante. ¿Y piensas tú que se manejan fácilmente estos chismes? ¡Pues ya! Más fácil me era antes andar en zancos, mucho más... ¡Vaya, que si alguien me estuviese mirando, me estorbaría en grande!... ¡Qué figura tan célebre debo de hacer!... ¡Ay..., ay..., demontre..., demontre..., si parece que se hunde la tierra! Espera, espera, que ya se arregló el asunto... ¡Lo dicho; son de algodón en rama estas pobres patitas!

Doloroso era, en verdad, presenciar el esfuerzo y la dificultad de un cuerpo tan juvenil para sostenerse en equilibrio sobre los inhábiles pies, y las timideces y vacilaciones y temorcillos que le acongojaban en la acción rimada y penosa de echar un pie tras otro, o mejor dicho de dar un paso, adelantando siempre el pie de la pierna más enferma.

Nelo se empeñaba, no obstante, en seguir andando; sus pies, a despecho de la falta de aplomo, iban recobrando la costumbre de servir para algo, y tan leve triunfo alegraba los ojos del herido y traía la risa a su boca.

-¡Acúdeme, Juanillo, que caigo! -exclamaba en broma, de improviso.

Y cuando el mayor, asustado, le rodeaba el cuerpo con sus brazos y acercaba la mejilla a su boca, Nelo se la besaba mordiscándola, como un cachorrillo.

Pasose la tarde alegremente, entreteniéndola y animándola la graciosa charla de Nelo, que decía que antes de una quincena iría a tirar al Sena sus muletas, desde el puente de Neuilly.




ArribaAbajo- LXXVIII -

Seis o siete sesiones por el estilo corrieron en el pabellón de música, llenas con la dicha presente y la confianza en el porvenir. Pero al cabo de una semana, Nelo observó que no andaba mejor que el primer día. Y transcurrieron quince días más, sin que tuviese conciencia de haber adquirido mayor seguridad y fuerza. A veces intentaba prescindir de las muletas, y al punto se apoderaba de él un terror, un susto indefinible y semejante al extravío, como el que se pinta en el rostro de los niños pequeños que van hacia unos brazos extendidos, y de repente se paran sin atreverse a adelantar, y próximos a romper en llanto: un miedo que le obligaba, aún no bien soltaba las muletas, a asirlas de nuevo con ávida mano de hombre que, al estar ahogándose, logra alcanzar un tronco.

A medida que se deslizaba el mes en que había principiado a andar, los cotidianos ensayos de Nelo se volvían más graves, silenciosos y tristes.




ArribaAbajo- LXXIX -

Terminaba la comidita de los dos hermanos, cuando el menor dijo al mayor:

-Juanillo, antes de acabarse la temporada en los Campos Elíseos, yo quisiera ir al Circo una vez.

Meditó Juan en la hiel que tragaría su hermano en semejante noche, y respondiole:

-Bueno, cuando gustes... Pero aguardaremos unos días.

-No, hoy mismo, quiero ir hoy mismo; hoy, sin falta -replicó Nelo con acento que subyugaba, el acento con que otras veces solía persuadir a su indeciso hermano a hacer cuanto se le antojase.

-Corriente -pronunció Juan con acento resignado-. Voy a decir a la casa de vacas, que nos traigan un cochecillo.

Ayudó a su hermano a vestirse, y al presentarle sus muletas, no pudo menos de indicar:

-Hoy te has cansado bastante; mejor sería esperar a otro día cualquiera.

Con sus labios entre risueños y halagadores hizo Nelo el mohín de un chiquillo caprichoso que implora no ser regañado.

En el carruaje fue alegre, hablador y lleno de ocurrencias divertidas, entreveradas con otras amables e irónicas.

Llegaron al circo. Juan tomó en brazos a su hermano, le ayudó a bajar, y cuando le vio montado en sus muletas, y ambos iban a cruzar la puerta, dijo Nelo:

-Aguarda.

Y se puso serio de pronto, al ver el edificio con sus rosetones que derramaban luz, y oír las sonoras bocanadas de música que de él salían.

-Aún no. Hay aquí sillas. Sentémonos.

Era un día de fines de octubre, en que había llovido desde el amanecer, y al acabarse no se sabía de cierto si no llovería mucho más; de esos días otoñales de París en que su cielo, su suelo, sus paredes, semejan derretirse en agua, y en que, de noche, los reflejos del gas sobre la acera parecen una llama que pasa sobre un río. En la avenida desierta, donde dos o tres siluetas negras se sumergían en las lejanías acuosas, hojas enlodadas, levantadas por las ráfagas de viento, corrían hasta los dos hermanos, y en torno de sus pies, las redondas sombras del asiento de innumerables sillas de hierro proyectaban sobre el mojado suelo la apariencia de una de esas temerosas legiones de cangrejos que escalan el margen de una página en un álbum japonés.

De repente sonó dentro del circo el estruendo de los aplausos, de esos aplausos populares que retumban como si un rimero de platos rotos se despeñase desde la bóveda a los asientos de primera fila.

Nelo se estremeció, y su hermano vio que fijaba los ojos en las muletas puestas a su lado.

-¡Está lloviendo? -exclamó Juan.

-No -respondió Nelo como hablando o pensando alto consigo mismo y sin atender a lo que le decían.

-¿Entramos o no, hermanillo? -Preguntó Juan, transcurridos unos minutos.

-Se me ha pasado la gana... Me daría vergüenza verme al lado de los demás... Busca un simón, anda... y a casita.

Al regresar, no consiguió Juan sacarle otra palabra del cuerpo.




ArribaAbajo- LXXX -

Comenzó el hermano menor a pasar los días, completamente abatido, negándose a dar un paso, y echando las veinticuatro horas tumbado sobre la cama, diciendo que no estaba de humor para otra cosa.

Llevole Juan a ver al cirujano que le había asistido. Éste aseguró nuevamente que Nelo llegaría a andar sin muletas, pronto, en día no lejano. Pero al mismo tiempo pronunció palabras vagas, hizo preguntas en tono receloso, tuvo uno de esos soliloquios en que los hombres de ciencia hablan consigo mismo, y soltó frases en que se trataba de la solidificación de la articulación tibio-tarsiana, de lo difícil que sería en lo sucesivo la flexión de la pierna derecha sobre el pie. Y Nelo, volvió a las Ternas con la inquietud de no poder saltar nunca más, ni realizar los ejercicios que piden flexibilidad, manejo ágil de la parte inferior de la pierna.




ArribaAbajo- LXXXI -

Lentamente, y sin que se cruzase entre los dos palabra alusiva al caso, ambos hermanos sentían insinuarse en su mente la idea desconsoladora de que la labor y el objeto de su vida, la asociación en que mancomunaban el cariño y la destreza de sus cuerpos, tocaba a su fin. Y este pensamiento, que empezó por ser relámpago que cruza un cerebro, la medrosa aprensión que dura un segundo, la duda, siniestra y fugaz, rechazada instantáneamente por las fuerzas amantes y esperanzadas del recíproco afecto, iba ya consolidándose, creciendo en el fondo del alma, y con el curso de los días, no mejorando la situación, volvíase convicción firme y decidida. En el espíritu de ambos hermanos se urdía la misma negra trama que en torno del lecho de un enfermo de enfermedad mortal. Al principio no la juzgaron tal ni el paciente ni el enfermero, pero los sustos de cada semana, lo que está escrito en el rostro de los amigos, lo que dejan traslucir las reticencias de los médicos, lo que acude a la memoria meditando en horas sombrías y rumiando durante el insomnio; todo lo que alarma, todo lo que disipa la ignorancia, todo lo que en la silenciosa cámara susurra: «¡Muerte, muerte!» todo, todo en fin, va transformando poco a poco, mediante lenta serie de crueles adquisiciones y sugestiones que abaten el alma, la vaga y pasajera inquietud del primer instante, en certidumbre absoluta de que el uno va a expirar y el otro a presenciarlo.




ArribaAbajo- LXXXII -

Yacía Nelo tendido sobre la cama, muy estirado, con una manta oscura sobre las rígidas piernas, y no contestaba a lo que le decía su hermano, sentado allí cerquita.

-Eres muy muchacho, estás empezando a vivir... -murmuraba Juan-. Te repondrás, criatura... Todo será pasarse un año o dos sin ejercer... Nos armaremos de paciencia... Así y todo, tenemos por delante una ración regular de años de trabajo...

Nelo seguía mudo.

La noche, que blandamente iba apoderándose del moribundo día, borraba y confundía objetos y muebles del cuarto de los hermanos, y entre las tinieblas de la hora melancólica, no se distinguían sino pálidas manchas, los dos rostros, las manos del menor cruzadas sobre la manta, y en un rincón su plateado traje de payaso colgado de una percha.

Levantose Juan con ánimo de encender la bujía.

-Deja, espérate, estaremos así un poco -suplicó Nelo.

Volvió a sentarse Juan cerca de su hermano, y reanudó la conversación, queriendo sacarle a Nelo una palabra de esperanza para lo futuro, aunque fuese un futuro muy remoto.

-No -interrumpiole Nelo de repente-. Lo que es trabajar, ya sé que no he de volver a trabajar nunca... nunca, ¿me entiendes?, nunca... -Y el desesperado nunca que repetía el menor ascendía en tono cada vez más irritado, especie de crisis de cólera sorda. Hiriose al fin los muslos, y con dolorosa amargura de artista que tiene conciencia de haber enterrado vivo su talento, exclamó el mancebo infeliz:

-¡Te digo que a estas patas se las llevó el demonio para el oficio!

Volviose de cara a la pared como intentando dormir, o impedir que su hermano siguiese hablando. Mas en breve se exhaló de su cuerpo vuelto y de la faz pegada al muro una voz, donde luchaba una voluntad varonil contra la filtración de femeniles sollozos.

-¡Qué entrada aquel día! ¿Te acuerdas? ¡El circo de bote en bote... y todas las miradas fijas en nosotros! ¡Y la emoción que uno sentía aquí... y que la comunicaba a los demás! Y fuera, ¡qué cola de gente! En los anuncios, nuestro nombre en letras de a cuarta... Juan, lo que me decías tú siendo pequeñito... Un ejercicio nuevo, de nuestra invención... Pensabas tú que yo no me hacía cargo... ¡Vaya si me lo hacía!... Y esperaba lo mismito que esperabas... Te embromaba para hacerte rabiar, pero la procesión andaba por dentro... ¡Y ya, cuando lo tenía uno conseguido... que nada, que para mí se acabó..., adiós aplausos!

Volviose entonces bruscamente, y tomando las manos de su hermano, díjole con cariñosa entonación:

-Me complaceré en los tuyos... Ya lo sabes... Del mal el menos.

Y Nelo no soltaba las manos de Juan, y las oprimía, como si quisiese hacerle una confianza que no acertaba a salir de su boca. Al fin suspiró:

-Sólo una cosa te pido, hermano... Pero me la vas a prometer... Que trabajarás solito... ¡Otro contigo... me dolería tanto! Me lo juras, ¿eh? ¡Nunca..., nunca con otro!

-Yo -dijo sencillamente Juan-, si no curas del todo, no trabajaré ni solo ni acompañado.

-No te pido tanto, no -exclamó el menor con un movimiento de alegría que desmintió sus palabras.




ArribaAbajo- LXXXIII -

Desde aquella tarde, al hablar de los objetos y ejercicios de su profesión, ya sea conversando con su hermano o con los compañeros que solían venir a verle, Nelo no volvió a servirse del tiempo presente del verbo. Jamás volvió a decir, por ejemplo: «Esto lo hago así... Realizo la habilidad del modo siguiente... Preparo la maquinilla de esta manera... » Sino que decía «Esto lo hacía así... La habilidad la realizaba del modo siguiente... Preparaba la maquinilla de esta manera... » Y el cruel pretérito, repetido a cada frase, parecía en su boca frío reconocimiento de su muerte como payaso, su esquela de defunción artística, digámoslo así.




ArribaAbajo- LXXXIV -

A medida que se deslizaba el tiempo sin que llegase ni el día en que a Nelo le fuese posible prescindir de las muletas, notábanse en el hermano menor distracciones, ensimismamientos, abstracciones mudas, y en su dulce rostro, que ya no sabía sonreír, asomaba un no sé qué tan doloroso, que no cabe explicarlo. Cuando su hermano le dirigía la palabra, Nelo, sumergido y sepultado en sus propios pensamientos, respondía con un ¿eh? semejante al que pronuncia el hombre a quien despiertan en mitad de una pesadilla. Casi nunca le sucedía responder directamente a las preguntas de Juan.

-¿Por qué estás hoy tan abatido? -solía preguntarle el hermano mayor.

-Léeme un poco el Arcángelo Tuccaro -articulaba el menor después de algunos instantes de silencio.

Y el mayor tomaba el libro; pero bien pronto cesaba de leer, advirtiendo que Nelo no se enteraba siquiera, que se hallaba sumido en tal tristeza y dominado por tan negros pensamientos, que Juan sentía la fuerza del contagio y tenía ganas de llorar, sin atreverse a preguntar cosa alguna. En los días que enteros pasaba al lado de su hermano, ocurrió casualmente que Juan se apartó un rato de Nelo, y por la abierta ventana de su habitación oyó éste, durante un cuarto de hora o media hora, el retintín de las anillas del trapecio en torno al cual giraba Juan.

Cuando éste regresó, encontró en su hermano algo de extraño y como una manía de contradecir y de alterarse por lo más leve. Y una tarde que Juan dejó el trapecio lanzado a todo su impulso y que el retintín tardaba en extinguirse en el gimnasio, después de volverse dos o tres veces con impaciencia sobre su lecho, Nelo dijo repentinamente a Juan:

-¡Páralo!... ¡Qué ruido tan cargante! No lo sufro.

Comprendió Juan, y desde aquel día abandonó por completo sus ejercicios.




ArribaAbajo- LXXXV -

Momentos había en que la tristeza parecía atacar hasta las cualidades del amante corazón de Nelo, y en que Juan creyó no encontrar en su hermano el afecto de los pasados tiempos, de las épocas de intimidad y ventura. Aquel cariño, aquel cariño que era la mejor porción de su dicha terrestre, aquel cariño se mudaba, se alteraba, disminuía.

-Comprendo que no me quiere como antes, no -pensaba Juan; y a pesar de cuantas reflexiones hacía para conformarse, la conciencia de que el estado moral de su caro inválido le robaba afectos que jamás pensó perder, le causaba pesadumbre colérica y amarga, que le imponía la necesidad de agitarse y moverse, para entretenerla.




Arriba- LXXXVI -

Nelo se despertó cierta noche.

Por la puerta que comunicaba las dos habitaciones, y que permanecía abierta siempre, de modo que el hermano que no dormía podía escuchar respirar al otro, ningún rumor sintió pasar Nelo.

Sentose en la cama y prestó oído. Nada, nada. En el cuarto de su hermano sólo resonaba el ruido de la vieja cebolla de su padre, que carraspeaba a fuer de reloj antiguo.

Presa de uno de esos temores irracionales, fruto de la hora nocturna y el repentino despertar, llamó a Juan una y dos veces. Nadie le contestó.

Saltó de la cama Nelo, y sin tomar sus muletas, cogiéndose a los muebles, andando como pudo, llegose a la cama de su hermano. Hallábase vacía, y las mantas amontonadas y revueltas decían a las claras que Juan se había levantado después de creer dormido a Nelo.

-¡Cosa rara! -pensó éste.

Su hermano, que no le ocultaba lo más mínimo..., ¿por qué habría salido así, de tapadillo y haciendo misterio? Cruzó por su cerebro una idea, y dirigiéndose hacia la ventana, escrutaron sus pupilas las tinieblas del antiguo taller de carpintería.

-¡Poco alumbra..., pero allí hay luz, es evidente!

Bajó la escalera y cruzó el patio, arrastrándose sobre palmas y rodillas.

Estaba la puerta entreabierta; a la luz de un cabo de vela, puesto en el suelo, se ejercitaba en el trapecio Juan.

Nelo entró tan despacito, que el gimnasta no advirtió su presencia. Arrodillado, el hermano menor veía al mayor volar por los aires, con la agilidad furiosa propia de un cuerpo que rebosa vigor y unos intactos miembros. Mirábale, y al verle tan suelto, tan diestro y fuerte, comprendía que le era imposible renunciar a los ejercicios acrobáticos, y esta idea trajo a los labios de Nelo desgarrador sollozo.

Sorprendido el mayor en mitad de su vertiginoso giro por este sollozo, dejose caer sentado sobre el trapecio; adelantó la cabeza para distinguir la masa informe y dolorida que se arrastraba entre las tinieblas; con violenta sacudida arrancó el trapecio, que lanzó al través de los cristales de la ventana, haciéndolos saltar en pedazos; corrió a su hermano, y lo alzó, estrechándolo contra su pecho.

Y los dos, así abrazados, rompieron a llorar, y lloraron buena pieza sin pronunciar palabra.

Por último, consagró el mayor la postrera ojeada a los chirimbolos de su profesión, despidiéndose de ellos con abnegación suprema; hecho lo cual, exclamó en voz alta:

-¡Un beso, chiquillo!... ¡Aquí yacen los hermanos Zemganno!... Nuestro porvenir es rascar el violín..., y lo rascaremos muy sentados en sillas.