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Ensayos literarios y críticos

Alberto Lista y Aragón



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ArribaAbajoAl lector

Los editores de esta obra creen hacer un servicio importante a la Literatura española, reuniendo en ella los fragmentos con que han favorecido a un periódico de Cádiz, uno de los más distinguidos escritores de la época presente. Su nombre, respetable por tantos títulos, no hubiera quizás bastado a preservar del olvido, estas excelentes producciones, confiadas a las efímeras páginas de un diario. Estaba pues indicada la necesidad de colectarlas, y de transmitirlas a la posteridad, que tan eminente lugar reserva a cuanto ha salido de la misma pluma.

Esta publicación es tanto más oportuna y necesaria, cuanto que los artículos reunidos en esta colección satisfacen dos imperiosas exigencias del tiempo en que vivimos: las reglas y la crítica. Las primeras van cediendo poco a poco su puesto a una soñada inspiración, con que se creen privilegiados casi todos los que se dedican al cultivo de las letras, y a la composición literaria. La segunda no existe entre nosotros, y esto por dos razones muy poderosas. Una, porque escaseando el saber, debe necesariamente escasear su ejercicio práctico y activo, que consiste principalmente en el juicio meditado y erudito de las obras del entendimiento: otra, porque la indulgencia debe ser general cuando es general la infracción, y no es de extrañar que los escritores se muestren entre sí tan benignos, si se considera que todos ellos necesitan de esta benignidad, y a todos se aplica lo que en este sentido dijo Horacio:

...hanc veniam petimusque damusque vicissim.



En efecto, las letras humanas han llegado a tal abatimiento en nuestro malaventurado país; tan estragado se halla el gusto del público; tan erróneas son las ideas que dominan en materia de mérito literario, y en tanta degeneración ha venido a parar el arte de escribir en prosa y verso, que no es dable calcular donde nos llevará esta decadencia, ni donde se detendrá el influjo que forzosamente ha de ejercer en las otras partes de nuestra civilización. Lenguaje sin dignidad, sin propiedad y sin pureza castiza; estilo sin formas determinadas, sin colorido, sin esmero y sin armonía; vulgaridad rastrera y humilde en el concepto y en la expresión; metáforas extravagantes e incoherentes, sacadas por lo común de asociaciones violentas, o de tipos exóticos a que no se acomodan nuestros hábitos ni tradiciones; desprecio orgulloso de los modelos consagrados por la admiración de los siglos; hinchazón en las voces, bajo la cual se quiere ocultar la pobreza de las ideas: tales son las tendencias comunes de la prosa castellana, como la escriben   —VI→   en el día la mayor parte de los que lucen en la escena de la publicidad. A estos mismos defectos se agregan en la Poesía, la introducción de ritmos inarmónicos, extraños a la índole de nuestro oído poético; la pobreza de los asuntos y conceptos; la alianza monstruosa y profana de ideas sacadas de las regiones más altas en que puede penetrar el espíritu, y de pasiones desenfrenadas y pueriles, y sentimientos culpables o mezquinos; la pretendida aclimatación de las ideas y propensiones, características de una época, con la que repugnan los progresos del siglo, y el espíritu de los modelos de la antigüedad, verdadero fundamento de nuestra cultura literaria; por último, la deificación de la pasión, que ya no se considera en las ficciones poéticas como uno de los elementos destinados a provocar el interés, a revelar los secretos del corazón, a servir de vehículo a documentos saludables y doctrinas consoladoras: sino como un poder irresistible ante el cual enmudecen los deberes más santos, y los compromisos más solemnes; como el destino de la tragedia griega, resorte invisible y formidable que precipita al hombre a pesar suyo en el abismo del crimen, y que lo ciega hasta el extremo de hacerle desconocer su reato, y de considerarse como una víctima, cuando no es más que un perverso; como un juguete del destino, cuando lo es de sus criminales extravíos.

Como si no tuviésemos bastante con esta masa de nulidades y desaciertos para envilecer la literatura que presentó antes al mundo con orgullo los nombres de Cervantes y León, otras dos manías nos aquejan, de que a propósito nos hemos abstenido de hablar en la enumeración que precede, porque, merced a la generación con que dominan, tienen derecho a un lugar aparte en el catálogo de nuestras dolencias; una de ellas es la exageración, producto quizás en parte de la política del siglo, la cual obra en las ideas, engrandeciendo desmesuradamente el mérito de las innovaciones con que hemos reemplazado la carcomida fábrica de la antigua monarquía; y en los hombres, alzando en puestos eminentes, y colmando de distinciones y empleos, a los que, sin el auxilio de las revoluciones, estaban destinados a vegetar oscuramente en el reposo doméstico, o en modestas y humildes esferas. Del mismo modo, la exageración literaria, convierte las trivialidades más insípidas, en conceptos grandiosos e inmensos, y transforma en hombres de primer orden, los prosistas más ramplones, y los versificadores más incorrectos y vulgares. Se escribe y compone en la actualidad bajo el yugo de un culteranismo de pésimo gusto, que ni siquiera es ingenioso y erudito como el de Góngora: fraseología que no es bastante decente para que se le pueda llamar pomposa, ni bastante intelectual para merecer el nombre de metafísica; sino que desfigura la realidad sin ennoblecerla y priva a la ficción de una de sus más nobles prerrogativas, forzándola a nivelarse con las deformidades y groserías de la realidad. Los sacudimientos que han dado a la imaginación los grandes sucesos y las extraordinarias vicisitudes de que hemos sido testigos, han estirado, si es lícito decirlo, sus alcances y su poder, y la han puesto en una irritación violenta que le hace mirar como lánguido y frío todo lo que no es portentoso y gigantesco. De aquí el abuso que se hace de lo que se llama desacertadamente interés: manantial fecundo de impresiones gratas y de goces intensos, cuando lo modifica el saber, y cuando lo enfrena el buen gusto: pero que, emancipado de estos saludables correctivos, llega a ser un torrente devastador y fangoso, que pervierte los afectos, y transforma la fantasía en receptáculo de vaciedades e inmundicias.

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La otra manía a que hemos aludido, es la imitación, en la que pecamos doblemente, escogiendo malos modelos, y copiándolos sin tino ni laboriosidad. En todos tiempos ha sido el privilegio del genio dejar a la posteridad la herencia de sus producciones, no solo para servir de recreo y admiración a las generaciones futuras, sino para trazar el sendero por donde transiten los que aspiren a nuevos triunfos.

Mas no se alcanza aquel rango elevado en las categorías de la humanidad, sino por medio de una perfección acrisolada por la opinión de los sabios y veneración de los pueblos; no sino cuando llega a ser inequívoco, unánime y desinteresado el aplauso; cuando es irresistible la impresión, y cuando la crítica enmudece, como desarmada por la feliz consumación del plan y el esmerado primor de la ejecución que lo desempeña.

En el día, por el contrario, volviendo la espalda a las producciones que han atravesado los siglos, y cuyo mérito ha sancionado la admiración de los hombres más ilustres de las generaciones pasadas, se postra alucinada nuestra juventud ante los ídolos que ha fabricado la moda, y que, perecederos como ella, y frágiles como sus caprichos, se hundirán mañana, si ya no se han hundido algunos de ellos, en el olvido, y en la befa de la sátira. En la nación misma en que estos abortos han salido a la luz, no solo vacila la opinión de la mayoría sobre la calificación que merecen, sino que la reprobación de los hombres severos y juiciosos les ha señalado el lugar poco honorífico que han de ocupar en el porvenir. Y nosotros deslumbrados por un falso brillo, aturdidos por el clamor de la muchedumbre, tomamos por obras maestras las que no son más que tentativas aventuradas, y por frutos de una inspiración verdadera, las que no son sino de una ambición ridícula y de una fantasía desarreglada.

¿Y cómo se imita? Copiando: y copiando con todas las desventajas que nacen de la diferencia de idioma, costumbres y tradiciones, de la precipitación de un trabajo de jornalero, necesario quizás para satisfacer las exigencias del día; con todos los inconvenientes de una formación literaria defectuosa, incompleta y superficial; sin los auxilios de la comparación entre los modelos escogidos y los que han producido otras razas y regiones. Cuadra ajustadamente a estos proletarios de la república literaria la descripción que hace nuestro gran Vives de algunos escritores de su tiempo: Decerpunt, surripiunt, inmo, pallam compilant: et ut furti crimen suffugiant, imitari vocant, ut fures furari dicunt amovere, tollere, convacare1.

De tal manera nos hemos acostumbrado a este humillante servilismo, que transcurren los años y se multiplican las publicaciones, sin que se descubra, en lo que hemos querido llamar movimiento literario, una traza de originalidad; un brote espontáneo de ingenio, de imaginación, un resto de aquella fecundidad admirable, que nos dio tanta nombradía en otros tiempos y que no osaban negarnos los más encarnizados enemigos de nuestras glorias. Parece que estamos con la pluma en la mano aguardando a ver por dónde despuntan los escritores del reino vecino, para apoderarnos inmediatamente del cuadro que trazan, y acomodarlo mal o bien a nuestras dimensiones; olvidamos que este trabajo mecánico y trivial no pertenece a   —VIII→   la literatura, y que no tiene derechos al título de literato el que limita sus labores a estas translaciones violentas y apresuradas; olvidamos que la nacionalidad es tan esencial a la literatura como a la política, y que no se abdica en ninguna de aquellas dos regiones, sin deshonra y vilipendio; olvidamos, en fin, el sabio documento de Quintiliano: nihil crescit sola imitatione2 verificado al pie de la letra en el estado presente de las letras españolas, en que lejos de haber crecido los rudimentos de buen gusto y de sana crítica que algunos españoles introdujeron bajo los reinados de Carlos III y su sucesor, los vemos en la actualidad desdeñados, y casi mirados como restos de barbarie y síntomas de imbecilidad, por una generación extraviada y mestiza.

Estos males son de más gravedad que la que quizás presentan a la vista de un observador superficial e ignorante: no solo porque, como ha dicho una mujer célebre, la literatura es la expresión de la sociedad, por donde podemos calcular la idea que tendrán las otras naciones del grado de nuestra civilización si la juzgan por las obras que pone en circulación nuestra imprenta: sino porque influyen de un modo eficaz y directo, y por medio de asociaciones intelectuales, constantes e irresistibles, en muchas de las condiciones esenciales a la dignidad y a la ventura de los pueblos. La literatura es la atmósfera en que se mueven y de que se alimentan todos los actos exteriores de la inteligencia y de la razón. Viciada u oscurecida por elementos impuros, esta impureza se comunica necesariamente a todo lo que participa de su acción o recibe sus impulsos. Así la vemos perfeccionarse o corromperse, ampliarse o restringirse, convertirse en órgano o vehículo de los sentimientos más nobles y de los pensamientos más elevados, o en intérprete de vicios y de sofismas, a medida que los pueblos suben o bajan de la escala de la riqueza, de la moralidad, del buen gobierno y del orden público. La historia filosófica y literaria del mundo, no es más que una confirmación de estas verdades. Juzguemos si quier de su solidez por nuestra experiencia personal. ¿Qué concepto formaríamos de la ilustración de un gobierno, cuyos documentos de oficio estuviesen impregnados de incorrección, oscuridad, redundancia y barbarismo? ¿Sería ese concepto el mismo que arrojan de sí documentos firmados por un Campomanes, un Canning o un Guizot? ¿Nos figuraremos un sistema de administración de justicia tan perfecto y tan acorde con los preceptos de la rectitud y de la filosofía, en tribunales aturdidos por alegatos groseros, incultos, redundantes y pueriles, como en aquellos en que resonaban las frases armoniosas de Cicerón? Y aun elevándonos a la religión misma, que por cierto no esquiva las flores de las letras humanas, los sermones de Juan de la Cruz y Bossuet ¿no presentan a nuestra imaginación la congregación de fieles en que se pronunciaron, algo más sincera en sus creencias, más fiel observadora de los preceptos del Evangelio y más fervorosa en las prácticas piadosas, que la que alimenta su vida espiritual con sermones, en que el desaliño del estilo rivaliza con la trivialidad de las doctrinas y la torpeza de la dicción, con la insubstancialidad de los documentos?

Descendiendo ahora de la altura en que se colocan aquellos grandes departamentos de la composición literaria, al género más asiduamente frecuentado en nuestros días por la mayoría de lectores, es decir, la literatura ligera y de pura imaginación,   —IX→   doloroso es ciertamente observar el hundimiento en que se ha sumido el ingenio español, que tan exquisitos goces de esta clase ha suministrado al mundo, y que hoy se abandona sin pudor ni remordimiento a un cinismo artístico y moral, cuya probable trascendencia es un asunto inagotable de queja y temor para todos los que aman sinceramente a su patria. Y apartando la vista de una de las dos consideraciones que acabamos de indicar; dejando para trabajos más serios y meditados el examen de las consecuencias de estos deplorables abusos con respecto a los sentimientos religiosos y a las buenas costumbres, y fijándonos exclusivamente en las cualidades exteriores, que comprenden el estilo, la dicción y el lenguaje ¿pueden leerse sin rubor y sin lástima las producciones destinadas a la juventud y al bello sexo, y que podrían también suministrar una distracción grata en las amarguras de la vejez, y en las fatigas de ocupaciones serias y de funciones laboriosas? ¿Qué denuncian estas obras sino es la pobreza mental de los que fabrican, la ignorancia más completa de la índole del idioma, de los elementos del arte de decir, de la decencia y de la armonía? ¿Qué efecto producen las que logran excitar la atención, sino es consolidar las equivocadas nociones que prevalecen sobre lo bueno y lo bello en materia artística, alejar al público del sendero por donde han caminado las artes desde que las purificó el genio de Grecia, habituar el corazón y el entendimiento a vivir de alimentos que los estragan y pervierten, y proscribirnos de la sociedad intelectual que forman entre sí las naciones aventajadas, de cuyo comercio recíproco de producciones literarias y científicas nos vemos, hace muchos años, completamente excluidos?

Las causas que nos han conducido a este abajamiento, son notorias a todo el que haya reflexionado sobre las vicisitudes por las que la nación ha pasado desde los primeros años de este siglo. «La naturaleza, dice Cicerón, no obra por lo común ostentando una profusión y una mudanza repentina. Cuando obra con empeño, empieza preparando lentamente lo que destina a una larga duración»3. Procediendo en sentido contrario, nosotros hemos emprendido a la vez todas las ramificaciones de la literatura, sin la iniciación previa de una enseñanza sólida, metódica, gradual, y fundada en preceptos y en ejemplos. Es incomprensible que en medio de tantos adelantos, y en la fermentación de innovaciones y mejoras que por todas partes agita la sociedad, hayamos retrocedido en este ramo, del término a que llegaron nuestros predecesores. La explicación de los autores clásicos, sin la cual el estudio de las humanidades no puede ser más que una mera rutina, ha desaparecido, hace muchos años de nuestros métodos de enseñanza. Sin embargo, ya desde el siglo XV, esta práctica, universalmente seguida en las naciones extrañas, lo era también por los españoles, y en ella sobresalió, dentro y fuera y del reino, el ilustre Antonio de Nebrija. «Este gran humanista, dice uno de sus encomiadores, explicó públicamente en la Universidad de Salamanca las obras de los autores de primer orden (auctorum magnorum libros). No se rebajó a enseñar las reglas gramaticales, ni los rudimentos del arte»4. Sus discípulos adoptaron este mismo sistema, y muy particularmente los que obtuvieron cátedras en Alcalá, donde escogían, con especial preferencia, para sus lecciones y comentarios verbales, las obras de Valerio Flaco y Silio Itálico, las   —X→   Filípicas de Cicerón, y la Eneida5. ¿Cómo será posible adelantar un paso en las bellas letras sin un conocimiento profundo de la antigüedad, sin la análisis filosófica y meditada de las producciones que la representan, y nos la han transmitido? Mientras nuestra cultura continúe siendo, como lo ha sido desde su origen, y lo es en los tiempos presentes, un reflejo de Grecia y Roma, o retrocedemos hacia la barbarie de las naciones que extinguieron aquellas dos grandes lumbreras, o tenemos que identificarnos en lo posible con el espíritu y la índole del idioma, las leyes, las instituciones y la historia de los que nos abrieron el mundo de la inteligencia. Así es que en todo tiempo, y en toda nación civilizada, se ha trazado una ancha línea divisoria entre el hombre de ingenio y el literato; entre las dotes naturales, por eminentes que sean, abandonadas a su propio impulso, y confiadas a su dirección espontánea, y las que han recibido el saludable freno de la disciplina y del aprendizaje. «Los más espléndidos diamantes, dice un profundo escritor inglés, no brillan sino después de pulidos: así en el hombre, que sale indómito de manos de la naturaleza, la cualidades más felices y más nobles se deterioran y degeneran, si la mente no llega a doblarse al molde de las reglas y de las doctrinas. En las personas que han llegado a la virilidad, sin aquel preparativo, todas las disposiciones, que en otras circunstancias habrían llegado a ser dotes sobresalientes, se hallan oscurecidas y eclipsadas. Los relámpagos que salen de sus pensamientos descubren una grandeza irregular y desproporcionada; los esfuerzos de su razón, una energía descarriada, y un poder viciado y torcido. Si algo noble y elevado se columbra en su estructura intelectual, pronto se echa de ver un no sé qué de incertidumbre, de desigualdad, de desentono, que está muy lejos de ser lo que en el idioma de las artes se llama natural, ingenuo y sencillo. La naturaleza es sin duda una gran maestra: pero si lo que es natural no se cultiva y modifica, necesariamente degenera en brutal y salvaje. Abandonado a sí mismo, el suelo más fértil produce plantas maléficas y espinosas: la mano inteligente y laboriosa del hombre es la que sabe aplicar aquellos jugos nutritivos, al crecimiento de frutos preciosos y saludables».

Harta extrañeza producirán estas verdades en los que están en posesión del puesto de escritores públicos, admirados quizás ellos mismos de la facilidad con que han ascendido a una categoría por todos títulos respetable; que ha costado penosos sudores y largos preparativos a tantos hombres de talento real y de conciencia recta, y que ellos han conseguido, como dice el ya citado Luis Vives de ciertos escritores de su tiempo, tomando de los estudios lo estrictamente necesario para llegar en brevísimo tiempo al fin que se proponen: ad adipiscendum præstitum animo finem intenti, id solum de estudiis desumunt, per quod brevisssime, quo intendunt, perveniant;6 como si las letras pudieran prestarse a servir puramente de labor mercenaria o de medios de satisfacer una vanidad pueril; como si no pudiera refrenarse el prurito de escribir a todo trance, en todo tiempo, sin conocimientos madurados por el estudio, por la experiencia y por la meditación; como si el arte de escribir no fuera una de las adquisiciones más difíciles y espinosas de cuantas enriquecen el entendimiento, bastante por sí sola a ocupar muchos años de práctica, ejercicio   —XI→   y ensayo, aun en los que emprenden ampliamente provistos de teoría y de lectura.

Tiempo es ya de reparar el daño, quizás inevitable, que nos han hecho las revueltas y trastornos de que tan fecundas han sido las eras que hemos alcanzado, y de restituir a las obras del ingenio la nobleza y dignidad a que son tan acreedoras por los resultados que están destinadas a producir, por el carácter que dan a la sociedad en que se publican, y por las prerrogativas singulares de las facultades y aptitudes que se emplean en su elaboración. Mas esta regeneración tan deseada por los verdaderos amantes del saber, no puede ser obra de un esfuerzo repentino, ni de una resolución enérgica y perentoria. El gobierno mismo, a quien toca promover y conservar la ilustración pública, y entre cuyos deberes ocupa un lugar importante la dirección y el arreglo de la enseñanza, solo tiene a sus alcances los medios de disponer desde lejos los instrumentos con que se han de propagar algún día ideas más acertadas y principios más sanos que las pequeñeces y fruslerías que hoy usurpan entre nosotros el nombre y las funciones de la Literatura. A quien corresponde repeler esta invasión corruptora, es a la opinión; y como quien la vicia es el alimento que diariamente se le ofrece, el arbitrio más eficaz para reformarla, debe sin duda ser el suministrarle en su lugar, otro de más sazonado condimento, y de cualidades más seguras y salutíferas. Muy a propósito vienen, para el logro de estos fines, los Ensayos que se han reunido en los presentes volúmenes. Prescindiendo del estilo en que están escritos, que por sí solo es una lección práctica de correcta elocución, pureza, elegancia y armonía, sus asuntos abrazan muchas de la más importantes cuestiones de la Literatura didáctica y de la crítica. Fiel a las doctrinas más sólidas y a las nociones de buen gusto más acrisoladas, el autor, representante de una época que dejará trazas luminosas en la historia literaria de España, no ha doblado la cabeza a los deleznables ídolos que ha entronizado la moda; y lejos de ceder al torrente que nos arrebata, opone a sus estragos los principios eternos de lo bueno y de lo bello, fortificados con el apoyo de la filosofía y con las lecciones de la experiencia, y afianzados en sus propios aciertos como poeta, como maestro y como escritor.

Estas son las consideraciones que han movido a los Editores, a emprender la presente publicación: y si, como tales, abrigan el deseo y la esperanza de una acogida correspondiente a su mérito, como españoles y como aficionados a todo lo que eleva el espíritu, perfecciona el ingenio y rectifica el gusto, aconsejan a la juventud estudiosa la frecuente lectura de unas páginas, en que hallará, cuando menos, copiosos impulsos que la inciten a caminar por la senda en cuyo término ha conseguido el autor su bien merecida fama, y el aprecio con que la opinión galardona sus trabajos.

D. José Joaquín de Mora





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ArribaAbajoDe la importancia del estudio filosófico de las humanidades

El Guadalhorce, periódico literario de Málaga, en un artículo excelente y escrito con mucha filosofía, cuyo título es El Culteranismo, después de hacer el merecido elogio del genio poético de Góngora en sus buenas composiciones, le proclama como jefe de la secta de los culteranos, y añade: «es difícil explicar cómo un poeta en cuyas primeras obras se admiran los rasgos de un genio superior, la belleza en la expresión, la exactitud en las proporciones, y todas las cualidades necesarias para ser colocado, si no en el primer lugar, a lo menos al nivel de los más distinguidos nombres que han ennoblecido nuestro Parnaso, pudo caer en tales extravagancias, y olvidar tan ingratamente aquellos mismos principios que le ofrecieron tantos triunfos y tanta gloria».

En efecto, tiene sobrada razón el periódico que citamos. No hay dos escritores más distantes entre sí que el Góngora de las Soledades y el de algunos romances, sonetos y letrillas. Son el mediodía en todo su esplendor, y la noche más oscura. Sin embargo, nosotros emprendemos buscar la explicación de este y otros fenómenos literarios de la misma especie, problemas que el autor del artículo ha abandonado, por no ser de propósito, a los que quieran resolverlo.

El siglo XVI produjo no solo grandes genios en todos los ramos de la literatura, sino también grandes humanistas; pero muy pocos filósofos. El Tostado, Nebrija, Simón Abril, Arias Montano, y en general todos los que escribieron en aquella gloriosa época sobre gramática, retórica y poesía, lo hicieron copiando a Aristóteles, Horacio, Cicerón y Quintiliano, sin elevarse al principio filosófico de donde se derivaba la mayor parte de las reglas que promulgaron aquellos insignes legisladores de las bellas letras; y no es extraño que pareciese incontestable en ellas el imperio de la autoridad, cuando lo era en los mismos estudios filosóficos. Fue conocida, pues, la belleza por instinto e inspiración, no por examen ni raciocinio. Se sabía el arte, pero no la ciencia de la poesía.

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Es verdad que al siglo del genio sucede comúnmente el de la filosofía; pero esto era imposible en España. Nuestras instituciones severas se oponían a la propagación del espíritu filosófico y de examen. Sacrificose al deseo de conservar la pureza de la fe toda esperanza de progreso intelectual. Temiéronse, y no sin razón, todos los infortunios sociales que eran consecuencia en otros países del desprecio de la autoridad, y se dio a esta grande fuerza legal hasta sobre el pensamiento. Esta facultad activa del alma quedó casi sin ejercicio, y no tuvimos después de la época del genio sino delirios del genio extraviado.

En cuanto a las bellas artes puede decirse que no han comenzado a estudiarse filosóficamente sino a fines del reinado de Luis XIV. El examen y análisis de la belleza, el instinto poético convertido en idea, las armonías del mundo físico e intelectual con el corazón y la fantasía del hombre, la deducción, en fin, de las reglas artísticas, de estas importantes discusiones, son cosas desconocidas hasta la época que hemos señalado. Así es que, más o menos, se ha observado extraviado o debilitado el genio después de los intervalos brillantes de su gloria. Las musas griegas casi enmudecieron después del reinado de Alejandro. La poesía y elocuencia latina se corrompieron después de Augusto, y hasta el idioma perdió su majestad y gallardía. Las novedades ingeniosas de Marini sucedieron en Italia a los nobles acentos de Tasso. Y nosotros ¿no vemos al lado de los grandes monumentos de nuestra arquitectura, los ridículos delirios del churriguerismo con poca diferencia de tiempos? No hay remedio: el genio se extravía, si no se ve auxiliado por el estudio filosófico de las artes.

Y así debe suceder. El genio no se plega fácilmente a la autoridad; solo reconoce y recibe el yugo de la razón. Si este no le es conocido, ni Aristóteles ni Horacio le impedirán abrirse sendas inusitadas, aunque terminen en horrendos precipicios. Quiere ser original; quiere halagar con novedades; quiere manifestar su independencia y su atrevimiento, y nada respeta, sino a la razón cuando la puede conocer. ¿Por qué ha sido tan difícil en Francia sustituir a las ideas del buen gusto los delirios de la escuela moderna? ¿Por qué el triunfo de esta ha sido tan efímero? Por los grandes escritores que en aquella nación trataron filosóficamente la poesía: por los Batteux, los André, los Marmontel, los Laharpe. Basta leerlos de nuevo para que la razón recobre sus derechos, y para convencerse de que la belleza es independiente de los caprichos de la moda y de la animosidad de los partidos políticos.

Lope de Vega fue la primera víctima de la falta de buenos estudios de humanidades en España. A haberlos conocido, jamás hubieran mirado ni él ni sus contemporáneos como un gran mérito su inexplicable facilidad en hacer versos, ni el inmenso número de los que publicó: jamás hubiera dado a luz sin corregirlas tantas composiciones, plagadas frecuentemente de prosaísmo, de erudición indigesta y de pensamientos falsos o pueriles.

El artículo que hemos citado cree que la costumbre de escribir prosa en verso, introducida por Lope y aplaudida por sus contemporáneos, indignó el genio superior de Góngora, y le movió a dirigirse al extremo opuesto. Nosotros somos de la misma opinión. Huyendo de la trivialidad cayó en la afectación; y fue por desconocer los límites que el arte impone a la elocución poética; por ignorar la diferencia que hay de la nobleza a la oscuridad del estilo; porque no se había aún discutido ni deducido de sus verdaderos principios la unión de la sencillez con la sublimidad, de la sobriedad en los adornos con la riqueza, del uso de los tropos con la claridad.

Lo mismo podemos decir de Quevedo, que aumentó los vicios de nuestra poesía, ya suficientemente corrompida, con el gusto de los equívocos y de los juegos de palabras que introdujo. Apoderose de los genios españoles el furor de mostrar sutilezas; y nada se dijo sino de una manera ingeniosa, desconociendo la máxima filosófica, tan sabida ya, de que el mayor esfuerzo del arte es ocultar el arte mismo.

La poesía castellana, abrumada de tantos delirios, llegó casi moribunda hasta la mitad del siglo pasado; el gongorismo, la cultalatiniparla, los equívocos y los conceptillos fueron entregados al desprecio que merecían; pero se verificó una reacción lamentable. En odio de aquellos vicios se volvió a la trivialidad, que con el nombre de sencillez resucitó e hizo de moda D. Tomás Iriarte. Cometiose además una injusticia;   —3→   fueron mirados con desdén y se condenaron casi todos los autores de nuestro teatro, ¿por qué? Porque se creyó que la esencia del drama consiste en la verosimilitud material; error producido por la falta de buenos estudios; error en sentido contrario, pero que tiene el mismo origen, del que ahora cometen muchos, adoptando los aspavientos, y hasta la inmoralidad del drama de nuestros días.

Tantos y tan lamentables errores se podrían evitar propagando los verdaderos elementos de la ciencia poética. Fúndase, como todas las que pertenecen al hombre, sobre un sentimiento universal. Consérvese puro este sentimiento, y no se pierda nunca de vista en todos los preceptos y reglas, y no se escribirá el Arte de ingenios de Gracián, ni el Arte poética de Rengifo; ni se buscará lo sublime en lo oscuro, ni en la lengua francesa las inspiraciones de la poesía española.




ArribaAbajoDe los sentimientos humanos


ArribaAbajoArtículo I

Una de las más espléndidas demostraciones de la existencia de Dios es la admirable correspondencia que se observa entre los sentimientos, deseos y necesidades del hombre, y las leyes del mundo físico, moral e intelectual. Es imposible que hubiera esta correspondencia, esta relación íntima entre necesidades y deseos por una parte, y por otra facultades y objetos extraordinarios destinados a satisfacerlos, a no existir una inteligencia suprema que estableció aquellas relaciones y armonías. El que dotó al hombre de la vista, le cercó también de una esfera de luz, sin la cual fueran inútiles los ojos. El que puso el oído en la cabeza humana, creó también el aire, vehículo de los sonidos. Un mismo entendimiento soberano fue el que excitó el hambre en el estómago del niño recién nacido, y abrió las fuentes del primer alimento en los pechos de su madre. Este examen, que podríamos extender a todas las necesidades físicas y materiales del hombre, prueba que sin una providencia que hubiese adaptado a cada instinto los medios de satisfacerlo, sería imposible la existencia del universo.

El mismo razonamiento puede hacerse con respecto a los sentimientos de una clase más elevada. No hay ningún deseo moral de los que son innatos y generales y no pertenecen a la clase de facticios y creados por la sociedad, que no tenga facultad y objeto que lo satisfaga. Dígalo el sentimiento del amor, considerado así física como moralmente: dígalo el de la amistad, más puro, más desinteresado, más noble: dígalo el de la curiosidad, para cuya satisfacción se han concedido al hombre las facultades de abstraer y analizar: dígalo en fin el sentimiento social, impreso igualmente en todos los hombres, y que se satisface cercenando una parte de la libertad natural, para hacer más agradable y fructífera la que se conserva en el orden civil, bien como se podan en un árbol algunas ramas y se asegura así en las guías el fruto más abundante y sazonado.

De estas consideraciones se deduce por legítima analogía que el sentimiento religioso, tan innato y general como los otros ya citados, ha de corresponder como ellos   —4→   a un objeto fuera de nosotros que lo satisfaga; y pues los hombres sienten la necesidad de que exista una divinidad, indudablemente existe Dios. Esta prueba, que los moralistas y teólogos deberán desenvolver más extensamente, pero que nosotros no hacemos más que indicar, por no ser ese nuestro propósito en este artículo, no ha sido hasta ahora explicada con el rigor demostrativo que merece. Tertuliano la indica, pero con la concesión rígida y nerviosa de su estilo, y Lactancio Firmiano la amplifica más bien que la demuestra, porque era más retórico que filósofo.

Pero ella misma nos servirá de ejemplo para conocer mejor la economía de los sentimientos humanos, que es ahora nuestro principal objeto, y al mismo tiempo desvanecerá una objeción que puede hacérsele; objeción que ya satisfizo sin responderla el elocuente Tulio, cuando dijo que no hay nación que no sepa que hay Dios, aunque ignore cuál conviene adorar.

Es indudable la generalidad del sentimiento que eleva a Dios el corazón humano; pues para aniquilar su influjo se necesita un gran trabajo intelectual, que pervierta el entendimiento con sofisterías, o con una continua serie de malas acciones, que corrompan el corazón, y a veces uno y otro; y aun así es corto, cortísimo, quizá cero el número de los hombres íntimamente persuadidos de la no existencia del Ser Supremo. Algunos la niegan por orgullo o despecho, mas no por eso dejan de creerla. Otros dudan, y creen satisfacer a su conciencia, permaneciendo en esta duda, que no es tan fácil como necesario deponer. Pero estas excepciones y anomalías nada prueban contra la universalidad del sentimiento. Lo que todos los hombres sienten, sin necesidad de esfuerzos de raciocinio, de estudios de conocimientos, de vicios ni de virtudes; lo que todos conocen y expresan naturalmente, ignorantes y sabios, desde el gañán hasta el rey, en todos los países, en todas las regiones del universo y en todas las épocas de la historia, sea cual fuere el grado de su civilización o de su barbarie, eso es lo que nosotros creemos sentimiento innato y general, y tan general e innato es el sentimiento religioso como el de la propia conservación. Si nada prueban contra este los suicidas, menos probará contra aquel el corto número de los que son o se llaman ateos.

Pues ¿cómo es, dirán algunos, que siendo universal el sentimiento religioso, no lo es el conocimiento del verdadero Dios, a quién debe dirigirse? Por la misma razón que una persona ama muchas veces a una persona indigna de su cariño; por la misma razón que se equivoca frecuentemente en los medios de su felicidad. El instinto es cierto y seguro en el hombre, como en los demás animales; pero la razón que dirige al primero, está sujeta al error; mucho más cuando la ofuscan otras pasiones u otros sentimientos del corazón humano. Así dice muy bien Cicerón: que todas las naciones reconocen la divinidad por instinto, aunque su razón no alcance a distinguir cuál es el verdadero Dios. Tratemos de explicar este fenómeno de la certeza del sentimiento reunida a la fiabilidad del raciocinio.

Los instintos son anteriores en el hombre a las ideas; para el ejercicio de los primeros, basta sentir; para adquirir las segundas, es necesaria la análisis. Ahora bien, el instinto guía con seguridad al objeto, y como inspirado por la naturaleza no puede engañar; pero la análisis puede hacerse bien o mal: en el primer caso perfecciona el sentimiento; en el segundo lo falsea y desnaturaliza. Esto se ve claramente en el ejemplo que nos hemos propuesto. No se necesitan grandes esfuerzos de raciocinio para ligar a la idea del ser independiente (que es la primera que tenemos de Dios) la de su unidad, omnipotencia, libertad y bondad. Y sin embargo, ¡qué absurdos tan horrendos se han creído de la divinidad! Se la ha puesto dividida en los grandes señores del Olimpo como la soberanía en régimen feudal: se la ha aplacado con víctimas humanas: se han quemado en sus aras los niños por las manos mismas de sus padres: se ha limitado su poder a determinadas partes del universo: se les ha sometido a la ley del destino, que en este caso venía a ser el verdadero Dios; en fin, se les han atribuido todos los vicios y maldades humanas. No hablemos de la apoteosis del crocodilo, del puerro, de la cebolla y de tantos otros dioses como criaba el Egipto en sus huertos. ¿De dónde procedieron las extravagancias de la superstición o los furores del fanatismo; de dónde en fin tantos errores, que hicieron dudar a Plutarco si eran más vilipendiosas para la deidad las falsas creencias que el ateísmo? No de otra causa sino de análisis mal hechas. El sentimiento era recto; pero fueron mal los elegidos los   —5→   objetos del culto, y Lucrecio se engañó mucho cuando atribuyó al primero lo que solo fue efecto de los extravíos de la razón en el célebre impío verso:


«Tantum religio potuit suadere malorum».


«Tamaños males persuadió a los hombres
la religión».



«¿Por qué, pues, se n os preguntará, ha querido la naturaleza que además del instinto seguro, tuviésemos por guía la razón falible?» Esto es lo mismo que preguntarnos porqué el hombre es libre. El instinto ciego nos dirigiría bien, pero sin mérito o demérito de parte nuestra. La Providencia ha querido que nuestra felicidad dependiese de nosotros; y esto no podía ser sin libertad, deliberación e inteligencia. Nosotros no indagamos sus motivos: nos basta conocer el hecho, aunque no dejaremos de decir de paso que toda la dignidad del hombre, toda su superioridad sobre los demás seres que percibimos en el universo, está fundada en su razón y en su conciencia.

Siendo, pues, un hecho indudable la existencia de los sentimientos y la de la razón, conviene ahora examinar la economía respectiva de estos dos poderosos agentes.




ArribaAbajoArtículo II

Entramos ahora en la cuestión más difícil y espinosa de toda la Psicología, cual es la de la conversión de los sentimientos en ideas; o lo que es lo mismo, del empleo de las operaciones de la análisis en el mecanismo del instinto.

Para darnos mejor a entender, usaremos de un ejemplo tomado de un sentimiento natural y primitivo, cual es el del hambre. El niño recién nacido siente la necesidad de alimentarse, y la siente enérgicamente; pero ni tiene idea de ella, ni del objeto, ni de los medios de satisfacerla. Es claro que si no se le pusiese junto a los labios el alimento, crecería a cada instante su suplicio; pero sentiría solamente, no conocería. ¿Se satisface su necesidad? Queda contento hasta que sienta de nuevo el mismo estímulo. Cuando el hambre le aqueja, llora; cuando está harto, no piensa en el porvenir. Sus lágrimas y quejidos en el primer caso, son el medio de que se vale la naturaleza para expresar el dolor de una necesidad no satisfecha: su imprevisión en el segundo manifiesta que no tiene idea de cuanto pasa por él: no sabe qué es hambre, ni qué es alimento, ni qué son lágrimas, ni qué es dolor. El instinto se desenvuelve, el entendimiento yace todavía dormido.

¿Cuándo comienza a despertar? Cuando ya puede distinguir las diferentes partes que le sirven para nutrirse, los labios, la lengua, el paladar, y las cualidades sensibles del ama que le cría y del alimento que recibe. Entonces empieza a adquirir ideas muy importantes para él, individuales, es verdad, pues aún no tiene voces con que expresarlas; pero de las cuales se da cuenta a sí mismo. Entonces ya distingue el seno que lo nutre, de los demás objetos; distingue al ama de las demás personas, le ruega con sus gritos; ama sus caricias como precursoras del alivio que va a tener su necesidad. La acción del instinto va cesando, y empieza la de la inteligencia; o por mejor decir, la razón perfecciona el instinto.

Cuando se le desteta, y se le ofrecen nuevos alimentos, se extiende notablemente la esfera de sus ideas, y a favor del lenguaje de acción y del oral, se generalizan sus concepciones, y son más complicadas las análisis. Si las hace bien, es premiado con el placer de alimentarse sabrosamente; si mal, castigado con el dolor de comer una cosa desagradable y desabrida, o de quedarse con su hambre.

El momento preciso que separa las operaciones del instinto de la análisis es aquel en que puede ya el niño darse cuenta a sí mismo de sus estudios y descubrimientos; o lo que es lo mismo, en que tiene conciencia de su acción intelectual.   —6→   Pero para tener conciencia es preciso que analice y distinga los objetos y las cualidades de ellos que han de saciar su necesidad.

Conforme va creciendo en edad, van tomando más generalidad y fuerza las ideas relativas a este instinto; su previsión se ha ido aumentando por grados; y ya hombre, solicita saber esta nueva necesidad con tal ahínco, que en algunos llega a convertirse su solicitud en el triste tormento de la avaricia; aprende el dogma del régimen para que no se convierta en daño del cuerpo el alimento destinado a la reposición: sabe distinguir los que son sanos y nutritivos de los débiles o perniciosos: en fin, si adquiere principios de anatomía y medicina, conoce cuanto se sabe hasta ahora en el admirable fenómeno de la nutrición.

Establezcamos, pues, como un principio cierto que los instintos del hombre se llegan a convertir en ideas en virtud de repetidas análisis hechas sobre los objetos a que se dirigen, y que esta conversión comienza a verificarse cuando el hombre puede ya darse cuenta a sí mismo de sus meditaciones sobre la materia; porque no hay idea sin análisis anterior, ni análisis sin atención.

Algunos podrán decir que describiendo el sentimiento que primeramente se desenvuelve en el hombre, hemos descrito a nuestro placer la historia del alma en una edad de la cual nadie se acuerda. Pero lo mismo acontece con otro instinto que es desconocido hasta que comienza la juventud; y si hemos citado con preferencia el primero, es porque puede describirse con menos peligro.

Obsérvese que la atención que presta el alma a los objetos, y el estudio que hace de ellos, se debe en la primera edad de la vida a los deseos excitados por la necesidad; pero no tarda mucho en desenvolverse el sentimiento de la curiosidad, que es uno de los más activos, y que convierte en placeres los afanes del trabajo intelectual.

La misma análisis que hemos hecho acerca de un instinto material, puede extenderse a los morales; bien que estos se desenvuelven más tarde y con menos rapidez, porque el primer cuidado de la naturaleza es desenvolver el hombre físico, que ha de servir de instrumento al intelectual.

El instinto de la amistad es innato en el hombre, y todos pueden acordarse de aquella feliz época de la vida en que eligió entre sus compañeros de niñez a alguno que fuese el confidente de sus breves penas, de sus bulliciosos placeres, de sus ideas y sentimientos infantiles. Obsérvese que las amistades contraídas en la primera edad son más firmes y duraderas; señal de que la simpatía, sentimiento ciego, dirige al hombre con más seguridad que el raciocinio en una edad más avanzada. Pero el niño tiene un amigo antes de que sepa lo que es amistad, antes de conocer las prendas que deben examinarse para elegirlo, antes de considerar las obligaciones que se contraen por este vínculo sagrado. Todo esto se aprende después en virtud de análisis, raciocinios y experiencias.

El hombre tiene el sentimiento innato de su independencia, al cual están unidos los de mayor, gratitud y veneración a las personas de quien depende y que le hacen bien. Este es el germen del sentimiento religioso, que solo empieza a desenvolverse cuando la dependencia sucesiva de su nodriza, de sus padres y de los demás hombres le obliga a reconocer un Ser independiente, del cual dependen todos los demás. Pero desde este punto hasta la idea de Dios y de sus atributos, hay una escala inmensa de raciocinios que recorrer; y esta escala se hace mucho mayor cuando ha de elegirse entre todas las creencias la única que tiene los caracteres evidentes de la verdad.

Se ve, pues, que los instintos materiales, y después los morales, son impulsos innatos que nos guían a los objetos que han de satisfacerlos: que estos impulsos, ciegos como los de los animales, hasta que el hombre adquiere la conciencia de sus actos, y unidos con el dolor, con el placer y con la imprevisión, nos inclinan sin embargo a estudiar nuestras facultades intelectuales y físicas, y a examinar los objetos de nuestras necesidades y el modo de satisfacerlas: que en virtud de repetidas análisis logramos aplicar la razón al sentimiento, y a convertirlo en idea: y en fin, que de estas ideas, diversamente combinadas, resultan las teorías y las ciencias. Así se han formado la Teología, la Moral, la Política, la Química, las Matemáticas, etc. Todas sin excepción han nacido de una necesidad, de un impulso dado para satisfacerla,   —7→   y del trabajo de la inteligencia ejercido igualmente sobre los sentimientos, las facultades y las ideas.

Lo que sucede al hombre individualmente, sucede también a las naciones. ¿Por qué los egipcios fueron los primeros entre todos los pueblos de la antigüedad en cultivar la Geometría? Porque les era preciso restablecer anualmente los lindes de las heredades, derribados por las inundaciones del Nilo. La corta extensión de su terreno obligó a los fenicios a adelantarse a las demás naciones en la navegación: así como el cielo despejado de Caldea convidó a sus habitantes al estudio de la Astronomía. ¿Por qué las naciones del norte son, generalmente hablando, más hábiles que las del mediodía en las artes mecánicas, y las meridionales las exceden en las que se refieren a la poesía? El primer fenómeno se explica por la necesidad de suplir, bajo un cielo nebuloso y desapacible, con los placeres facticios de la sociedad, los que niega ingrata la naturaleza; y el segundo por el corto número de necesidades de los habitantes de los países cálidos, y aun por la misma negligencia, hija del excesivo calor y de la sobriedad que los inclina a buscar en su fantasía una nueva clase de placeres.

Diremos también de paso que en nuestro entender la gran cuestión filosófica movida en el día entre los que se llaman impropiamente sensualistas y espiritualistas, pudiera recibir mucha luz de la teoría que acabamos de exponer. Locke, Condillac, Desttut Tracy y Laromiguière han explicado con mucha sagacidad, aunque con una nomenclatura bastarda y expuesta al error, los fenómenos de la inteligencia, y han formado la ciencia de la Ideología. Pero ¿se conoce con ella todo el hombre? No. Resta la explicación de los sentimientos innatos. Las facultades de atender, abstraer y analizar bastan para conocer el origen de las ideas; pero ¿por dónde conoceremos el de los instintos que les son anteriores? ¿Pueden estos reducirse a un impulso o potencia primitiva como el sistema planetario? ¿Cómo obran? ¿Cuál es la esfera de acción de cada uno, y qué modificaciones reciben unos de otros? Cuestiones son estas que no pertenecen a la Ideología, y dejan un vastísimo campo abierto a las indagaciones de los psicólogos.




ArribaAbajoArtículo III


Format enim natura prius non intus ad omnem
Fortunarum habitum...
Post effert animi motus interprete lingua.


Horac.                


Lo que dice el gran filósofo Horacio de los afectos humanos, sentidos primero y después expresados, debe entenderse también de todos los sentimientos que obran sobre el alma antes que el hombre pueda someterlos al raciocinio, que es el lenguaje del entendimiento; pues analiza como el oral, y frecuentemente hace uso de este para dirigir mejor su análisis.

Hemos dado a esta teoría toda la extensión y claridad de que es susceptible en los dos artículos anteriores. Ahora tratamos de aplicarla al sentimiento poético, esto es, de lo bello y de lo sublime, tan innato en nuestra alma como los demás que hemos examinado. Es claro que el hombre ha recibido numerosas impresiones que le agradan o exaltan mucho antes de ser capaz de explicarlas; y en algunos no llega nunca este caso. Se contentan con gozar sin someter al raciocinio sus placeres, ya porque no han recibido la instrucción conveniente, ya por no haberse aprovechado de ella.

Mas no admite duda que este sentimiento es capaz de educación como todos los   —8→   demás; sufre la ley del análisis, puede ser bien o mal dirigido; admite perfección o degradación. Se convierte, pues, en idea, y de ella resulta una ciencia y un arte.

Este sentimiento no comienza a desenvolverse hasta que el hombre toca ya los confines de la adolescencia. A la verdad, ha recibido antes impresiones de los objetos sublimes y bellos: su imaginación ha creado fantasmas, semejantes a las cosas que más la han halagado; pero estas imágenes y aquellas impresiones tienen todavía mucho de sensual: aun los afectos del corazón no han purificado la mezcla material de las primeras sensaciones de la niñez; solo cuando el joven empieza a sentir un encanto indefinible, y que no puede referir a ninguno de sus sentidos, sino que penetra toda su existencia y se fija en su fantasía, al contemplar las bellezas de la naturaleza y del arte; solo entonces se despierta en él el instinto poético. Y observemos que los objetos bellos hacen más impresión a los principios que los sublimes: parece que el alma es más sensible a la regularidad, a la variedad, al colorido, que a los movimientos enérgicos y desordenados, que excitan ideas de sublimidad, las cuales no consiguen dominar el alma hasta que la imaginación es ya bastante fuerte para sentirlas, comprenderlas y elevarse con ellas a las regiones celestiales. El sentimiento de lo sublime es lo más apartado que hay en el hombre de lo material y terrestre. Es, por decirlo así, el otro polo de su existencia.

El corazón y la fantasía, cuando han adquirido este nuevo elemento de vida, se entregan casi exclusivamente al placer de disfrutarlo. ¿Quién podrá expresar las sensaciones vagas y misteriosas, que experimenta el alma del joven al contemplar el espectáculo variado del campo en una hermosa mañana de primavera o en una tarde apacible del otoño, al ver el curso eterno de los ríos, los diversos juegos de las fuentes y arroyuelos, los marices de las flores que entapizan el prado, o bien los corpulentos árboles, que descuellan cargadas sus ramas del sabroso fruto?

Mas si ostenta naturaleza sus escenas sublimes; si el rayo rompe el seno a la nube, o el mar embravecido pugna por superar el freno de blanda arena que el Hacedor le impuso; si el espectáculo magnífico y callado del firmamento brilla con sus innumerables estrellas, que son otras tantas columnas luminosas, que guían la vista en el camino de la inmensidad; si desvanece esta pompa la luz del astro del día, mil veces más hermoso y sublime que todo el firmamento, para dejar después un resplandor templado y apacible en el argentado de la luna, las emociones, sin dejar de ser agradables, toman un carácter nuevo de dignidad. El alma se eleva sobre la altura de esos cielos: el pensamiento vuela más allá de esos astros y de esos espacios: siente la dignidad de su ser, al cual no pueden encadenar ni la tierra, ni el giro del sol, ni los límites impuestos por el Señor a la creación entera.

Las artes reproducen a su vista estas bellezas, y se goza en su representación. En fin, el mundo moral se abre a su fantasía, y sus emociones son entonces más severas, pero más agradables; porque siente su importancia; porque están en armonía con el sentimiento de la virtud ya desenvuelto en su alma.

Si el hombre, al ver el espectáculo de la naturaleza física y moral, no hiciese más que sentir impresiones y gozarlas o reproducirlas por instinto, no habría ciencia que formase el gusto; no habría arte que dirigiese el genio; y eso es cabalmente lo que pretenden los caudillos de la actual escuela romántica, que lo dan todo a la sensación o al impulso, y nada a la razón.

Pero la naturaleza humana es constante siempre y conforme consigo misma. Así como el sentimiento moral desenvuelto y estudiado dio origen a la ciencia de las costumbres, así el instinto poético, bien examinado, lo dio a las ciencias de las humanidades. No creemos que el hombre sienta una emoción, sea la que fuere, por mucho tiempo, sin pedirse cuenta a sí mismo de ella, de su causa, de sus modificaciones, de la esencia y accidentes de los objetos que la causan: no creemos que nuestra alma se contente con gozar; necesita además conocer.

Por esa razón no aceptamos las definiciones que Hugo Blair da a lo bello y a lo sublime: no hace más que tomarlas de los efectos que causan en nosotros; o lo que es lo mismo, asigna el hecho, y le da un nombre. Esto no basta para satisfacer la curiosidad. El hombre quiere siempre hallar la razón suficiente, que justifique los movimientos de su corazón y de su fantasía. Decir que es bello lo que agrada a nuestra imaginación,   —9→   y que es sublime lo que eleva nuestra alma, es exponer a uno y a otra a corromper sus sensaciones, a complacerse con lo deforme como si fuera bello, y a entusiasmarse con lo bajo y ridículo como si fuera sublime.

El hombre empezó, pues, a examinar las formas de los objetos que producen en él las dos impresiones de belleza y de sublimidad, y no le fue difícil hallar cuáles eran estas formas esenciales; porque ya lo hemos dicho, no hay en nosotros instinto alguno que no halle su justificación en las leyes del mundo físico y moral. ¿Cuál es la que justifica el sentimiento poético? El principio del orden, sin el cual nada puede haber bello, agradable y elevado.

Ya en otros artículos hemos probado que el orden, la unidad y la variedad son las fuentes del placer que nos causa la belleza, y que la presencia de un gran poder puesto en ejercicio es la forma del sublime. No insistiremos, pues, sobre esta materia. Bástanos haber probado que el sentimiento poético, bien estudiado, se convierte en la idea del orden.

Sobre ella se funda la ciencia de las humanidades; a ella se reducen todos sus principios; a ella todas las reglas de la Música, de la Pintura, de la Oratoria y de la Poesía. Aun la expresión de las pasiones vehementes, que por su naturaleza debe ser desordenada, está sometida sin embargo a la misma idea. Nada es más contrario al orden que manifestar el delirio de la pasión con semblante tranquilo o con frases alambicadas.

He aquí por qué todos los incidentes de un drama deben dirigirse a un punto común que constituye la unidad de interés: por qué los caracteres deben conservarse iguales a pesar de la diversidad de las circunstancias: por qué en el desorden mismo de los pensamientos que agitan al poeta lírico, ha de haber una cadena oculta, pero perceptible, que los ligue entre sí: por qué el orador no ha de emplear los medios de persuadir hasta estar seguro de haber logrado la convicción... Pero ¿por qué nos cansamos? No hay regla alguna en las bellas artes, que no se deduzca mediata o inmediatamente del principio de la unidad.

El sabio Condillac se quejaba de que no era posible analizar la belleza. Esto es verdad hasta cierto punto. Entregad una rosa al botanista para que la analice, y veréis cuál queda. La análisis de un objeto bello no consiste en la separación material de sus partes, sino en el examen de la influencia que ejerce cada una en la belleza del conjunto, de modo que quitada una de ellas, quedará menos bello el total. Por ejemplo, en este verso de Lope de Vega hablando de Dios:

El que freno dio al mar de blanda arena.



¿Quién nos quita observar el contraste entre la blandura de la arena y la dureza del freno impuesto a un monstruo tan terrible como el mar? Estas análisis no deslustran las bellezas artísticas, y son muy útiles para formar el gusto y dirigir el genio.

Concluyamos, pues, que en el hombre todo empieza por el instinto, y todo se perfecciona por la razón.





  —10→  

ArribaAbajoDel sentimiento de la belleza


ArribaAbajoArtículo I

Grandes afanes y vigilias han consagrado los filósofos al estudio de las facultades del alma, que tienen por objeto la generación. La expresión y la deducción de nuestras ideas; pero son pocos, muy pocos, los que se han dedicado al estudio de los sentimientos. Se han hecho progresos muy apreciables en Ideología, Gramática y Lógica: no puede decirse otro tanto de la ciencia de las afecciones de nuestra alma: contentos con reconocer y sentir su existencia, sólo han buscado el medio de contenerlas dentro de los límites de la razón por medio de la filosofía moral.

Tanto empeño en un trabajo y tanta negligencia en otro prueban evidentemente que la primera ciencia es mucho más fácil que la segunda, y que hay medios más expeditos para observar atentamente los fenómenos de la inteligencia cuando investiga la verdad, que los de la voluntad cuando busca el bien o huye del mal.

Añádase a esto que concurren frecuentemente de tal manera, que suelen confundirse las ideas y los sentimientos. En los estudios más abstractos, el de Matemáticas por ejemplo, hay por lo menos un sentimiento que nos guía, y es el de la curiosidad, que es innato en el hombre. La curiosidad satisfecha es la fuente del placer que experimentamos cuando hemos entendido y resuelto bien un problema de Geometría o de Mecánica. Pero otro placer de diferente especie es el que resulta de comprender bien una teoría entera, contemplando el enlace maravilloso, el encadenamiento bien concertado de los diversos pensamientos que la componen. El sistema de la atracción newtoniana que sometió a una sola y única ley todos los movimientos planetarios, es el ejemplo mejor que puede presentarse de la belleza de la verdad; porque es imposible estudiarle y abrazar con el entendimiento todas sus partes sin sentir una impresión de la misma especie que la que causa un hermoso edificio o una excelente composición poética.

Este placer que sentimos al percibir muchas verdades enlazadas íntimamente entre sí procede del sentimiento de la belleza, innato como el de la curiosidad, como el social, como el religioso en el alma humana; porque basta que un sentimiento, que una facultad sea común a todos los hombres, y que en todos obre de una misma manera, para inferir legítimamente que es connatural en nosotros; y pues no hay ninguno insensible a la impresión de la beldad, debemos mirar el placer que de su contemplación resulta como inherente a nuestra naturaleza.

Al sentimiento de la belleza designaron los latinos con la voz judicium, discernimiento: los pueblos modernos le llaman gusto. Ambas voces son defectuosas: la primera por ser harto vaga, y por denotar una operación puramente intelectual: la segunda es trasladada y metafórica. Será preciso usarla para conformarnos al lenguaje común.

La diferencia entre las ideas y los sentimientos es visible: las primeras son resultados   —11→   del trabajo del alma: las segundas afecciones y cualidades suyas. Por este motivo conocemos tan bien la generación, combinación y deducción de nuestras ideas, y hemos hecho tan pocos progresos en la teoría de los sentimientos, que es, por decirlo de paso, la piedra de escándalo entre las dos sectas de filosofía racional que dividen hoy la república de las ciencias. La análisis que tan felizmente se aplica al estudio de las ideas: el lenguaje perfeccionado que tan metódicamente representa aquella análisis no son fáciles de emplear en el estudio de las afecciones del alma. El sentimiento es un gas que se evapora cuando queremos separarlo, o un rayo que recorre en un solo instante la extensión del firmamento. ¿Quién podrá detenerlo u oprimirlo para someterlo a la lenta operación de nuestra inteligencia?

Y esta dificultad se hace mayor en el gusto, porque su objeto es la belleza, cualidad aérea, impalpable, sensible solo al alma, pero que parece que huye de nosotros como la mariposa apenas queremos analizarla. ¡Cuántas veces la sentimos, sin que nos sea posible definirla! ¡Y cuántas ni aun podemos expresar el sentimiento que nos agita al contemplarla!

Sin embargo, en la ciencia de la poesía, así como en todas, es menester partir de un punto conocido, evidente, de un hecho atestiguado por nuestra misma conciencia, y este lo tenemos. Existen en la naturaleza algunos seres, algunas combinaciones de seres capaces de excitar en nuestra alma cierta sensación de placer, que ni pertenece a los sentidos, ni a las demás pasiones conocidas del ánimo, sino solo a la imaginación halagada. Llamamos belleza a la propiedad que tienen aquellos seres de excitar nuestra imaginación, y solo en ella, un gozo tranquilo y agradable, o bien una conmoción vehemente que nos eleva por medio de la admiración a una región intelectual o moral más noble y grande que la que comúnmente habitamos. Las palabras de que nos hemos valido para explicar el hecho fundamental de la ciencia poética, si no son las más propias, son en nuestro entender suficientes para caracterizar las diversas impresiones que causan en nosotros los objetos bellos y sublimes de la naturaleza.

El placer producido por la belleza pertenece exclusivamente a la imaginación; y de aquí resulta que solo las sensaciones de la vista y del oído son las que procediendo de los sentidos externos, hacen en nosotros la impresión de la belleza. El olor de una rosa o el sabor de un excelente manjar son placeres harto sensuales para que merezcan el título de bellos. El alma los goza sin que se afecte la fantasía, cuyas fruiciones resultan siempre de las armonías que descubre entre las ideas que forma y combina, y los objetos a que las refiere.

No negaremos que el placer que resulta de oír un buen trozo de música sea sensual; pero este placer no pertenece a la imaginación, hasta que ella se apodera, por decirlo así, de los sonidos, y los obliga a decirle, a expresarle alguna cosa. Si nada le dicen pronto se fastidiará de aquel meramente sensual, como sucede con todos los de su especie; pero si le expresan una serie de ideas o de sentimientos queda complacida o elevada, percibiendo la correspondencia entre lo que oye y lo que siente. Lo mismo puede decirse de los sonidos ya suaves, ya sublimes, de los objetos de la naturaleza.

La vista, el más espiritual, por decirlo así, de nuestros sentidos, es el que nos proporciona mayor número de bellezas, así de la naturaleza, como del arte. En efecto, solo hay una bella arte para el oído, que es la música; y para la vista hay tres: pintura, arquitectura y escultura. El placer que resulta de ver un hermoso jardín apenas es sensual; casi todo es de la imaginación, que observa las diversas relaciones de color, situación, mayor o menor claridad y oscuridad en los árboles, flores y plantas, fuentes y cenadores.

Vengamos ya a la belleza moral, a esta impresión inefable y deliciosa que nos causa la contemplación de las acciones virtuosas, heroicas y sublimes. Aquí el sentimiento de la belleza se liga y aun se confunde con el sentimiento social y con el religioso. A este placer se deben los prodigios más grandes de las artes.

Concluiremos con la belleza por la cual empezamos, que es la de la verdad. Los mismos geómetras distinguen entre las varias soluciones de un problema, la que es más elegante; esto es, la que enlaza los datos y las incógnitas con más claridad y al mismo   —12→   tiempo con más generalidad. La belleza intelectual (porque realmente existe) resulta del enlace, de la armonía entre las diversas partes de un pensamiento; armonía y enlace que percibe la imaginación, cuando ya el entendimiento le ha presentado bien analizada toda la teoría.

Hemos recorrido las diferentes especies de bellezas, que la naturaleza nos ofrece, o puede crear el arte: hemos notado el carácter distintivo de la impresión que todas ellas nos causan, y el sentimiento que las goza. Hemos dado, pues, un gran paso en la ciencia del gusto. Falta otro que dar, y es, examinar si hay en los seres mismos alguna cualidad independiente del placer que producen en nosotros los objetos bellos, por la cual se constituyan tales, esto es, dignos de excitar en nosotros aquella sensación agradable. Otro día examinaremos esta importante cuestión.




ArribaAbajoArtículo II

En muchos de nuestros artículos anteriores hemos procurado demostrar que la unidad, a que se someten las diferentes partes de un todo, es la esencia de la belleza; y hemos también aplicado este principio al colorido, a la forma, al movimiento, al sonido, a la inteligencia y a la virtud. En todas estas diferentes especies de bellezas hemos observado un carácter que les es común; y es, que las diversas ideas que componen las del objeto bello, estén sometidas a una misma ley, siempre sentida por la imaginación, y algunas veces conocida y analizada por el entendimiento.

Este principio será más perceptible, haciéndonos cargo de algunas objeciones que han puesto contra él personas muy instruidas, y a las cuales es obligación nuestra satisfacer.

La primera de estas objeciones es la siguiente: «Si la unidad es la esencia de la belleza, ¿cómo es que hallándose siempre esa cualidad en el cuerpo humano no son bellos todos los hombres?» Nosotros negamos el supuesto. ¿Podrá decirse que hay unidad en el rostro al cual le falta un ojo, aunque bellísimo en las demás formas? Esto nos recuerda los dos dísticos latinos, escritos, según se dice, por un jesuita (porque nunca los hemos visto impresos), a una madre y a su hijo, entrambos tuertos, aunque hermosos en la forma y el color de su rostro:


Lumine Acon dextro, capta est Leonida sinistro,
Et poterat forma vincere uterque deas:
Parve puer, lumen quod habes concede parenti:
Sic tu cæcus Amor, sic erit illa Venus.


(Carece el niño Acon del diestro ojo:
Leónida del siniestro; mas superan
En hermosura entrambos a las diosas.
Niño, el ojo ciego que tienes, da a tu madre;
Serás tú el ciego Amor, será ella Venus.)



La ingeniosa donación que aconseja el poeta, restablecería la unidad que faltaba en entrambos rostros, y completaría la belleza.

Pero sin que haya deformidad por falta de órganos, puede haberla por defecto u exceso de colorido, por hundimiento de las formas redondas, como sucede en los ancianos, por falta de animación en los músculos o en los ojos, como acontece en las caras que llamamos abobadas, aunque confesemos que son hermosas; en fin, por cualquiera de los defectos contrarios a la unidad que pone en armonía, no solo las diferentes   —13→   partes del rostro o del cuerpo, sino el color, los movimientos, la expresión. Alabamos muchas veces la belleza del semblante, y reprendemos la poca proporción de su longitud con el cuerpo: la bella estatura y formas de un hombre nos agrada; pero nos disgusta la torpeza y mal aire de sus movimientos. «Hermosos ojos, decimos, tiene esa mujer; pero ni el color ni la forma de su rostro son buenos». En general, siempre que aplaudimos, siempre que sentimos lo bello, es porque observamos cierta ley de armonía, que reduce a la unidad nuestras sensaciones. Lo que censuramos es inarmónico: no está en la simetría correspondiente.

Otra de las objeciones es que «un cuadro compuesto de figuras humanas, bellísimas si se quiere; pero todas en la misma actitud, con el mismo vestido y expresando el mismo sentimiento, no sería bello, aunque tuviese unidad». Esta no debe llamarse unidad, sino igualdad. No puede haber unidad sino en diferentes objetos sometidos a una ley común; pero en el caso citado no son diferentes los objetos ni las ideas que excitan. El que pintase a las hijas de Danao, enteramente iguales, y dando muerte de una misma manera a sus recién desposados, también iguales, haría un cuadro muy ruin.

Es claro que la variedad es necesaria en las artes y en la naturaleza; pero esta variedad ha de hallarse reducida a la unidad; si no, desaparece la belleza. Pintemos en un cuadro diferentes personajes sin relación alguna entre sí, sin un vínculo común que justifique su coexistencia: el cuadro será tan defectuoso como el de figuras semejantes.

Concluyamos, pues, que la armonía no consiste en dar perpetuamente un mismo sonido, sino en producir una serie de sonidos tales, que el oído los someta fácilmente a las leyes de la música. Los inteligentes las conocen: los que no lo son las sienten.

Más difícil es señalar los límites entre la belleza y la sublimidad, sobre los cuales versa la tercera objeción. Parece imposible, en efecto, hallar la ley de la unidad en objetos que superan la capacidad de nuestra alma, y no se someten, por decirlo así, al compás mezquino de nuestra imaginación. Dimensiones sin término, masas inmensas, acciones y cualidades superiores a las de la humanidad, la oscuridad, el silencio, la nada, las potestades invisibles, en fin, el Ser supremo, no presentan ciertamente caracteres de variedad reducida a unidad.

Mas si ellos no los presentan, ¿será imposible hallarlos en las ideas que de estos sublimes objetos nos formamos? San Agustín llama a Dios belleza antigua y siempre nueva. El Ser supremo es sencillísimo en su esencia: ¿lo es la idea que de él forma nuestro entendimiento: lo es la imagen que se graba en nuestra fantasía? El primero obra por medio del análisis, y la segunda da cierto relieve sensible, aunque vago, a las ideas que produce aquella análisis. La omnipotencia, la inmensidad, la misericordia, la justicia y los demás atributos del Ser independiente, ¿no son las ideas componentes de la que tenemos formada del objeto más sublime de la naturaleza? ¿Hay o no unidad que las enlace?

Los objetos bellos en moral son los que se conforman con las leyes establecidas por el Criador en este orden; y en esta conformidad consiste la unidad que los hace bellos. Si llegan a ser sublimes, no por esto falta esta unidad. Nuestra alma, elevándose al contemplar las acciones heroicas, conoce mejor la ley moral a que están sometidas, y se halla capaz de imitar el sublime sacrificio de los Decios, o la confianza no menos sublime de Alejandro en su médico y amigo. La sublimidad física tiene también su unidad en la correspondencia de los efectos con los poderes que los han producido. La idea de la nada es sublime, porque nos muestra el Poder soberano que sacó de ella todas las cosas. El silencio y la oscuridad no serían objetos capaces de sublimidad para el sordo y el ciego de nacimiento: ¿por qué? Porque el hombre privado de aquellos dos sentidos no podría formar el contraste entre la animación y hermosura visible del mundo con la imagen de la nada que presentan los parajes oscuros y silenciosos.

«Pero ¿y el desorden?» Un montón inmenso de peñascos hacinados por un terremoto es ciertamente un objeto sublime: ¿dónde está su belleza? En las ideas de orden físico que asocia inmediatamente nuestra fantasía a aquel caos, a aquel montón de partes incoherentes.

Para convencerse de esto, basta observar que si encontramos en una habitación todos   —14→   los muebles acumulados sin orden ni concierto, este espectáculo no nos parecerá sublime, porque basta el poder y la travesura de un niño para producirlo; ni bello, porque no nos recordará ideas de orden. No sucede así en los estragos de la naturaleza: el poder que los produce es demasiado grande para que no procuremos ligarlos con la idea del orden físico a que está sometido el universo; y aun casi siempre hallamos en estas ideas la explicación de aquel aparente desorden, como por ejemplo, cuando nos convencemos de que las tempestades purifican la atmósfera.

Nos parece, pues, que todos los objetos bellos tienen por forma la unidad, y que si no es fácil hallarla y delinearla en los objetos sublimes que tienen una belleza de orden superior, no es difícil de encontrarla en las ideas que de estos objetos forma nuestra alma, elevada por el sentimiento de la sublimidad.




ArribaAbajoArtículo III


Omnis pulcritudinis forma unitas est


San Agustín                


Llamamos bello a todo lo que excita en nuestra imaginación cierto placer con independencia absoluta de los sentidos, que halaga o engrandece el alma, y en el cual toman parte, no solo el entendimiento, sino también el corazón; de modo que esta clase de impresiones son verdaderos sentimientos, si bien como las demás pasiones humanas se hallan necesariamente mezcladas con las ideas. Ahora tratamos de averiguar si en los objetos que producen esta especie de sensaciones existe alguna forma o carácter distintivo, que los haga especialmente capaces de excitarlas: esto es, esencialmente bellos; o bien si la belleza es hija meramente del hábito, del capricho o de la moda, sin que pueda asignarse ningún principio fijo, ningún criterio seguro para distinguirla en los objetos mismos. En una palabra, si puede o no racionalmente haber disputa sobre los gustos, como puede y debe haberla sobre las verdades.

Empecemos por notar un hecho, y es que la naturaleza no nos ha impreso en vano ningún sentimiento ni físico ni moral. A todos ellos corresponden objetos capaces de satisfacerlos, esto es, que tengan condiciones de existencia tales que con ellas satisfagan nuestros deseos. ¿El hombre (para no poner más que un ejemplo) siente la necesidad y el placer de comer? Pues existen en la naturaleza alimentos que la satisfagan y lo exciten. Podrá equivocarse en la elección de ellos, y decidirse por los más endebles o menos sanos; pero si los estudia mejor conocerá cuáles son más a propósito para su nutrimiento.

La comparación no puede ser más exacta, y es fácil conocer que puede aplicarse a todos los sentimientos innatos del hombre; el de la belleza lo es: ha de existir, pues, en los objetos que nos parecen bellos alguna condición que lo promueva; la dificultad consiste en hallar esta condición, y en determinarla con exactitud.

Podemos vencer la dificultad examinando con atención cuál es la propiedad de los objetos bellos que nos agrada; esto es, cuál es la propiedad que, suprimida o modificada, cesa o se debilita la ilusión de la belleza. Esta propiedad será evidentemente su carácter esencial.

Empecemos nuestro examen por el más sencillo de todos los objetos bellos, que es la verdad. Es cierto que la adquisición de una nueva idea agrada al alma, porque satisface el sentimiento innato de la curiosidad; mas no toda verdad conocida excita el sentimiento de la belleza en nuestro corazón. No basta para eso un conocimiento aislado;   —15→   es necesario un sistema de verdades enlazadas entre sí con cierto vínculo común, como por ejemplo, la teoría de la fórmula del binomio en el Álgebra, o de la atracción planetaria en la mecánica celeste. Cuando el alma percibe un gran número de ideas encadenadas entre sí por una ley general que las domina, entonces no solo se complace en ver saciada su curiosidad; se agrada además de esto en ver un solo y único principio, dominando muchos y variados fenómenos del mundo físico o del intelectual.

Parece, pues, que la propiedad que eleva las verdades a la clase de bellezas es la facultad de reducirlas a cierta unidad, esto es, de someterlas a un solo principio común. Como el hombre no puede raciocinar sino por inducción y analogía, el descubrimiento de una ley general, desconocida antes, que evita el trabajo de la primera, justifica la segunda y facilita la percepción de las relaciones mutuas entre un todo y sus partes, debe ser muy agradable a la inteligencia humana.

No solo, pues, hemos visto que la unidad es el carácter de la belleza intelectual, sino también hemos adivinado el motivo por qué lo debe ser. Descúbrase, por ejemplo, en un sistema como el planetario de Ticho-Brahé, la falta de esta unidad: obsérvense fenómenos que no puedan explicarse por el principio establecido en él; y el disgusto que al momento afectará al alma anunciará suficientemente la ausencia de la belleza, que desaparece siempre de adonde falta la unidad.

Si de la belleza intelectual pasamos a la moral, encontraremos el mismo principio, pero en una escala más elevada: todas las acciones virtuosas nos agradan y nos conmueven, porque todas están íntimamente enlazadas con el orden, que es, según la sublime expresión de Milton, la eterna ley del cielo. El sentimiento religioso y el social, comunes a todos los hombres, han acostumbrado a las almas bien nacidas, a referir sus acciones y las ajenas, a aquella regla invariable del mundo moral. La conformidad de una acción con lo que debe ser es la única fuente de su belleza o de su sublimidad, y por tanto del placer y admiración que nos inspira.

No es difícil de observar la misma regla de la unidad en la belleza musical. Para que una serie de sonidos sea agradable, es preciso que su sucesión esté sometida a ciertas leyes invariables: esto es, evidente así en la música como en la versificación. La lectura y la declamación obedecen también a reglas ciertas. Si muchas voces o instrumentos suenan a la par, ¿quién se atreverá a decir, sin el riesgo de ser tenido por loco, que cada una de ellas y de ellos pueden sonar arbitrariamente y como se quiera? Ni baste decir que las disonancias agradan tal vez; porque también se siguen en el uso de ellas reglas determinadas que no es lícito traspasar. Son como las sombras en la pintura, necesarias para el efecto general del cuadro, y sujetas por consiguiente a la ley común de su composición.

En cuanto a la belleza visible es más difícil de encontrar en ella el principio de la unidad: tanta es la profusión con que la ha dispensado y esparcido el autor de la naturaleza. Sin embargo, la simetría del cuerpo humano, la armonía de sus diferentes miembros, su aptitud para las diversas funciones que tienen que ejercer, no deja duda que así en él, como respectivamente en los demás animales, está observada la ley de la unidad; porque no debemos engañarnos: el tipo de la belleza se encuentra en todos ellos; y si el sentimiento de ella es nulo en algunos, como en las bestias feroces o en los insectos dañinos o inmundos, es porque el terror, el miedo o el asco son sentimientos más enérgicos, y no nos permiten contemplar la simetrías de partes, y el conjunto bien ordenado de un tigre, de una hiena o de una araña venenosa, como hacemos con un caballo, un perro o un jilguero.

Esta misma ley de simetría y de aptitud existe en los vegetales; y si no es tan bello el reino mineral, excepto en sus variadas y hermosas cristalizaciones, es porque falta en él el principio de la unidad con respecto al sentido de la vista, que corregido y enseñado por el tacto, es el que juzga de las dimensiones, de las distancias y de las figuras.

«Pero a lo menos, se dirá, la belleza del colorido no depende de ninguna ley». ¿Cómo no? ¿Pues de donde procede que ciertas mezclas de colores nos agraden más que otras? ¿Por qué en las mejillas de un joven nos complace más el color sonrosado que el amarillento? ¿Por qué preferimos las gradaciones y rebajos de los colores   —16→   a su repentina oposición? Existen en los colores, así como en los sonidos, ciertas armonías que sabe apreciar bien la vista ejercitada; y si los sabios o los artistas no han hallado hasta ahora la ley fundamental de estas armonías del mundo visible, también eran desconocidas antes de Pitágoras las del mundo acústico, y no por eso dejaban de existir. Prueba de que las hay es que el arte las produce por instinto.

Pero acaso se querrá saber cómo se verifica en un solo color el principio de la unidad. Nosotros negamos el hecho. No puede existir un solo color sino en un punto indefinidamente pequeño de un objeto. El de cada uno de los puntos inmediatos ha de ser precisamente diverso, porque presenta al rayo de luz que en él se quiebra una superficie diversamente inclinada. La diferencia será muy corta a la verdad; pero existirá, y de ella nace que decimos de una tela, por ejemplo, que tiene buen encarnado; y de otra, que le es inferior en el colorido. ¿Por qué? Porque los diversos rayos colorantes que la primera envía a nuestra vista, aunque diferentes, tienen entre sí cierta armonía que los mezcla agradablemente, y en la segunda hay disonancias y oposiciones. Un ejemplo que puede aclarar esta idea, es la tinta de China bien o mal gastada en un dibujo.

Vemos, pues, que a la idea de la belleza, ya intelectual, ya moral, ya sensible, están ligadas la de orden, unidad, armonía, simetría, palabras que todas se reducen a la de unidad. El orden es la unidad de la belleza moral: la armonía de la musical: la simetría de la que consiste en las figuras y en dimensiones.

Podemos, pues, deducir que la unidad es el principio fundamental de la belleza en las obras del Hacedor supremo; principio que desenvolvió y demostró el primero de todos San Agustín. Falta que verifiquemos su exactitud en las obras de arte.




ArribaAbajoArtículo IV

El hombre no se ha contentado con ver y gozar las bellezas que le presentan el mundo físico y moral: ha querido también multiplicar sus goces por la ambición. No le fue difícil conocer que si existía en su alma un sentimiento innato de lo bello y de lo sublime, existía también la facultad de reproducirlo bajo diferentes formas. El mismo entusiasmo que le producían los objetos dotados de aquellas cualidades, conmoviendo su fantasía e hiriendo su corazón, era por decirlo así una fuerza creadora, que le incitaba a repetir aquellas imágenes halagüeñas, aquellos afectos elevados, que tanto placer le habían producido. Esta fuerza creadora, hija del entusiasmo propio, que impele el alma a la representación ideal de la belleza, para excitar el entusiasmo ajeno, es lo que se llama inspiración poética; y fue la madre de las bellas artes.

¿De qué instrumento se valieron primero los hombres para reproducir los efectos de la belleza? Del más universal, del más conocido, del más expedito de todos, del lenguaje. Así es que encontramos la poesía, propiamente dicha, y la versificación en todos los pueblos, aun desde los primeros rudimentos de su civilización. Más diremos: debieron a la poesía su civilización misma. Díganlo las fábulas ingeniosas de los griegos, que atribuyeron a la lira de Anfión la construcción de una ciudad, y a la voz de Orfeo y Arión, la potestad sobre los riscos, árboles y monstruos: esto es, sobre los hombres feroces y bárbaros, más duros que los peñascos y las alimañas. Díganlo los bardos de los pueblos septentrionales, que suavizaron sus costumbres con los cantos: díganlo los himnos religiosos de los hebreos: díganlo, en fin, las naciones bárbaras, descubiertas y visitadas por Cook en las islas de Oceanía y en las que yacen cercanas al estrecho de Aniau. En todas partes se han celebrado, se celebran y se celebrarán con versos la religión,   —17→   las virtudes, el valor y los sentimientos más tiernos o más sublimes del corazón humano. Existe, pues, en el hombre, la facultad de poetizar, y pues es general, forzosamente ha de ser innata: su origen es el instinto del placer, pero su alcance en la sociedad tiene un alcance difícil de medir a primera vista; pues a nada menos se dirige que a suavizar las costumbres sin enervar las almas, y a fortalecer el corazón quitándole la dureza de la barbarie.

Es muy probable que la música y la poesía fueron hermanas gemelas. El idioma de los pueblos primitivos era pobre, atendido el corto número de ideas de los que hablaban; pero enérgico, acentuado, armonioso; pues debía representar pasiones fuertes y frecuentes conmociones de la fantasía, que se agita más en los hombres ignorantes para quienes todo es nuevo, todo es digno de admiración. No era difícil adaptar a un lenguaje de esta especie los tonos musicales, que naturalmente produce la voz humana, acompañada de algunos instrumentos que los imitasen.

Su oratorio nació de la poesía misma, o por mejor decir, se confundió con ella durante el primer período de la civilización; pero no constituyó un arte separado, hasta que los pueblos tomaron por guía de sus acciones y de sus juicios a la razón con preferencia a la imaginación y a los afectos. La introducción de este nuevo elemento, el raciocinio separó las dos artes; pero no tanto que no admita la elocuencia, aunque con cierta sobriedad, los ornamentos de la poesía.

La arquitectura, como arte de necesidad, fue por lo menos coetánea; pero como bella arte les fue posterior. Hay mucha diferencia de la cabaña de los cazadores y de las tiendas de una tribu nómada, al Partenón de Atenas o al templo de Diana efesina.

La pintura fue muy posterior a la poesía, y la escultura en su estado de perfección, lo fue a la pintura. Los instrumentos de que se valen estas dos artes, suponen ya un grado bastante superior de prosperidad y de conocimientos en el pueblo que las cultiva.

La diferencia esencial entre las bellezas de la naturaleza y las del arte consiste en dos principios: uno, que las primeras se presentan por sí mismas, y en las otras es visible el designio del artista: la naturaleza nos ofrece el espectáculo de un hermoso jardín, de la mar embravecida, del alma sublime luchando con la fortuna. El pintor nos dice: yo representaré esos cuadros por medio de colores, sombras y luces: y el poeta, yo pintaré con palabras todos esos objetos.

El otro principio de diferencia es: que las bellezas de la naturaleza son originales y las del arte solo son su imitación, su reflejo. Mas no se crea por eso que el arte es un mero copiador, un mero retratista. Es obligación suya perfeccionar y embellecer la naturaleza. El poeta y el pintor deben reunir en el objeto que describen todos los rasgos de belleza, que pueden convenirle. Por eso Juvenal llama poética a una tempestad muy horrorosa:


...Si cuando poética surgit
tempestas.



De todas maneras siempre es cierto que existe en el artista un cierto designio, una cierta idea que domina el plan de composición y los pormenores de ejecución de su obra. Este designio se nos revela apenas la vemos o leemos su título, si es composición literaria. Para su buen efecto se necesitan, pues, dos condiciones: primera; que el designio se dirija a un objeto bello, noble o sublime: segunda; que ni el plan, ni los pormenores desmientan nunca ni contradigan el designio del autor.

Para que el objeto sea interesante es necesario que tenga los caracteres de belleza sensible, moral o intelectual que ya hemos descrito en nuestros artículos anteriores; pero aquí añadiremos que los objetos terribles y horrorosos de la naturaleza pueden ser agradables en la imitación, así por el contraste que forman con otros, como por la habilidad del artista en describirlos; y como entonces no nos inspiran ni miedo ni horror aquellas copias, excitan el sentimiento del placer que los mismos objetos nos causarían si no nos atemorizasen.

  —18→  

¿Puede decirse lo mismo de los objetos asquerosos? No. Confesamos no tener el estómago bastante fuerte para complacernos en la foedissima proluvies de las harpías de Virgilio, ni en cierto pasaje de la noche de los batanes del Quijote. Celebraremos cuanto se quiera la habilidad del pincel de Cervantes: pero no aplicaremos la vista ni la fantasía a aquella parte de su cuadro.

¿Por qué no nos gustan en la escena los caracteres enteramente viles? Porque son asquerosos y excitan la náusea moral. Y por el contrario, vemos el retrato de un tirano, y aun sentimos el terror facticio que nos inspira, con cierto placer. Pero un hombre vil es un monstruo y un hombre vil un escuerzo.

Veamos ahora en qué consiste la belleza del designio artista: esto es, de la composición y ejecución. Siempre que una y otra sean conformes al objeto que se quiere describir: siempre que contribuyan a aumentar el interés que nos inspira, grabándolo con más fuerza en nuestra fantasía y promoviendo los sentimientos que el artista solicita de sus lectores o espectadores, se produce en los ánimos de estos la impresión agradable que es el tributo exigido por la belleza.

Si el tono y el estilo de la obra no corresponden al objeto; si está sobrecargada de adornos extraños que no le pertenecen; si la multiplicidad de los incidentes confunde y oscurece el interés principal; si cada parte del cuadro no contribuye a aumentar gradualmente este interés, abandonamos disgustados el espectáculo o la lectura. Lo mismo nos sucede si notamos en el autor pobreza de invención, repeticiones, inverosimilitudes, indecencia, falta de adornos e inelegancia.

La perfección de una obra artística consiste, pues, así como las bellezas naturales, en la correspondencia de las partes con el todo, de tal manera que el interés se sostenga y se aumente en toda la composición. Pero esta correspondencia no es más que el orden, la armonía, en una palabra, la unidad. Y en efecto, ¿qué otra cosa es el designio de una obra sino la subordinación de todas sus partes a una idea, a un pensamiento, a un interés principal? Y ¿no consiste en esta subordinación el mérito de una pintura, de un edificio, de un drama, de una epopeya?

Conviene, pues, a las bellezas del arte el mismo principio que a las de la naturaleza, el axioma de San Agustín: Omnis pulcritudinis forma unitas est, es general a todos los objetos bellos.

¿Pero podrán comprenderse también bajo esta forma los objetos sublimes? A la verdad, ellos producen también placer, tanto en la naturaleza como en el arte; pero es de diferente especie; el de la belleza es tranquilo, suave, y deja al alma en una serenidad gozosa: el de la sublimidad la agita, la inquieta al mismo tiempo que la eleva. Horacio ha descrito muy bien esta situación cuando suponiéndose inspirado por Baco dice:


«...recenti mens trepidat metu
Plenoque Bacchi pectore turbidum
laetatur...»



En otro artículo veremos si es posible reducir esta clase de belleza al principio general que hemos expuesto.






ArribaAbajoDel principio de imitación


Ut pictura poesis est.



En vano han querido negar algunos humanistas, entre ellos Hugo Blair, a quien debe tan excelentes observaciones la teoría de las bellas letras, el principio de la imitación insinuado por Aristóteles y Horacio, y desenvuelto y demostrado hasta la evidencia   —19→   por el abate Batteux. Todos, aun los mismos adversarios del principio, exigen como primera calidad del poeta, que sepa pintar; y ¿qué otra cosa es la pintura sino una imitación?

Vuelva a leer cualquiera la descripción de las bodas de Camacho el rico, del aparato rústico, pero abundante y limpio de la comida, la hambre de Sancho, en la cual están ciertamente simbolizadas las que pasaría el inmortal Cervantes. Es menester que no tenga imaginación o que esté más repleto que el autor del Quijote, aquel a quien por lo menos no se le abra el apetito leyendo tan hermoso capítulo. ¿Por qué? Porque Cervantes era poeta; porque sabía pintar con palabras. La batalla del Vizcaíno, los lances de la venta, la descripción de la edad de oro, la de los ejércitos imaginarios, ¿por qué nos encantan sino porque parece que estamos viendo los objetos?

Lo mismo decimos de cualquier otro pasaje de buena poesía, esto es, de verdadera descripción y pintura que encontremos en los buenos escritores de todas las naciones e idiomas. Analícese el mérito de una composición literaria, esto es, destinada al placer de la imaginación, y veremos que en último resultado viene a parar en la perfección de la pintura que se ha hecho.

En efecto, por más que en la crítica literaria se use con preferencia de las voces ambiciosas crear y creación, el genio nada crea, y tan nada, que le es imposible producir una sola belleza, cuyo tipo no exista en el universo. Sus ficciones mismas, los mismos dioses de la mitología, que fueron en gran parte obra de los poetas, son composiciones, no creaciones de la imaginación, que como el químico puede descomponer las cosas en sus elementos, y componerlas a su arbitrio bajo ciertas leyes; pero no crear nuevos elementos.

Los antiguos, más modestos que nosotros, se contentaban con llamar invención a las figuras y fábulas poéticas, igualmente que a los argumentos oratorios. La imaginación busca y halla en el basto espectáculo del mundo físico y moral todos los elementos que convienen a su asunto: ese es el mérito de la composición. En fin, los expresa de la manera más exacta y enérgica: ese es el mérito de la expresión y del estilo.

En todas estas tres partes es fácil reconocer el principio de imitación. Por medio de la invención se toman de la naturaleza los rasgos que han de caracterizar la belleza, la composición los reúne, el estilo los expresa.

No se pide más al poeta. Tenemos modelos, disposición y expresión, y por consiguiente imitación. Esto mismo hacen la pintura y la escultura; y nadie les ha quitado hasta ahora el título de artes imitativas.

Nadie pone en duda que la poesía dramática imita; pero algunos preguntarán: ¿qué es lo que imita la oda, el epigrama, la elegía y el poema didáctico? Responderemos que todo.

¿Qué es la oda, désele la forma que se quiera, o el nombre que se adopte? La expresión de un sentimiento, ya vivo, ya impetuoso, y movido por un objeto como era entre los antiguos, ya causado por reflexiones filosóficas y morales; ya ardiente y desenfrenado; ya más dulce y tranquilo. Pues ahora bien: si el poeta quiere justificar el sentimiento de que hace confidencia al lector, más decimos, si quiere que el lector no se reconozca engañado, es menester que pinte con rasgos fogosos, animados y correspondientes a la pasión que lo agita las cualidades del objeto que se ha apoderado de su fantasía o de su corazón, o bien el orden de sensaciones y de ideas que han producido la exaltación de su ánimo. Ya describa, ya raciocine es menester que trasmita a sus lectores las afecciones de su alma. Para eso ha de presentar los objetos que las han causado como él los ve, porque los hombres solo se mueven por simpatía: luego ha de pintar lo que tiene en su imaginación, es decir, ha de imitar los modelos que le ha presentado la naturaleza.

Lo mismo decimos del poema didáctico. ¿Quién lee a Columela, sino los que quieren estudiar la historia del arte precioso de la agricultura, y conocer el estado en que se hallaba entre los romanos? Pero las Geórgicas de Virgilio serán eternamente el encanto de los que se aplican a la literatura romana, por la perfección del estilo, esto es, por el arte de convertir en cuadros animados, y dar un colorido moral a los preceptos de la ciencia del labrador. Nos hace interesante y amable todo lo   —20→   que trata, porque todo lo presenta a la vista como en un lienzo. El lector de Lucrecio devora con fastidio la explicación del sistema de los átomos, de la panspermia de la homeomería, del universo formado por el concurso fortuito. Pero sale de su letargo al ver la descripción de la peste de Atenas, o de Ifigenia degollada por orden de su padre ante los altares, o del poder de Venus que vivifica el universo. ¿Por qué? Porque en estos pasajes se vuelve a encontrar con el excelente poeta en lugar del perverso físico y peor ideologista.

La epístola no merecerá el trabajo de escribirse en verso, si no han de decirse en ella más que los cumplimientos y vaciedades que por lo regular llenan las cartas comunes; porque en cuanto a los negocios domésticos, ni aun los poetas de profesión acostumbran a escribirlos sino en humilde y rastrera prosa. La epístola, ya moral, ya satírica, si ha de interesar no puede hacerlo sino describiendo los hombres y los caracteres con rasgos que los graben profundamente en los ánimos de los lectores, como Rioja a los hipócritas y Juvenal a Mesalina.

Hasta el humilde epigrama necesita de imitar, y de imitar bien, alguna ridiculez humana, si es jocoso; o si es serio, el objeto sobre que versa. En general nada nos interesa en poesía, salvo lo que afecta la imaginación; y nada puede afectar la imaginación sino lo que está descrito, pintado, imitado, en fin, con gracia, con soltura, con exactitud.

No se crea inútil esta teoría en la práctica del arte; porque el principio de imitación da esta consecuencia utilísima. El raciocinio no es elemento de la poesía. Todas las operaciones del alma deben revestirse en las bellas artes del colorido de la imaginación. El que no acierte a darlo a los objetos que retrata, escriba en prosa.




ArribaAbajoDe la sublimidad

Entre las bellezas que adornan la naturaleza y que imita el arte, se distinguen algunas por la impresión diferente que nos causan. La imaginación siente placer al contemplarlas; pero no aquel placer tranquilo y suave que sentimos a la vista de un hermoso jardín, de un edificio bien proporcionado o de una composición elegante. El gozo que producen los objetos sublimes va acompañado de cierta agitación e inquietud. El alma no puede permanecer, por decirlo así, en su situación habitual: busca una esfera más elevada, desde la cual pueda percibir un espectáculo demasiado grandioso para sus fuerzas ordinarias; y al remontarse sobre ellas, experimenta el terror propio del que se entrega a un elemento desconocido. Por eso se llaman sublimes los objetos que producen esa clase de sensación; y sublimidad la cualidad en virtud de la cual son capaces de producirla.

Esta sensación y el placer que de ella resulta, mayor ciertamente que el que producen los objetos que no son más que bellos, es exclusiva de la imaginación, y no pertenece a los sentidos. Generalmente se contrapone la belleza a la sublimidad, y no sin razón, atendidos los diferentes efectos que nos causan. Scipión, devolviendo la hermosa esclava a su esposo, es un modelo de belleza moral: Codro, sacrificándose por su patria, llega en la misma línea a lo sublime. La acción del romano es bella: la del rey ateniense heroica. Un arroyuelo que corre suavemente halagando las flores de sus márgenes, es un objeto bello: un torrente impetuoso que desciende de las cumbres, arrebatando en su carrera troncos, cabañas y ganados, es un objeto sublime.

  —21→  

Pero si se observan con más atención estas diferencias, se verá que la sublimidad no es una contraposición de la belleza, sino una adición. El verdadero contrapuesto de la belleza es la deformidad.

¿Qué es lo que se añade a las ideas de la belleza para producir las impresiones propias de la sublimidad? La percepción de un gran poder puesto en ejercicio. Vemos que muchos objetos sensibles a la vista se elevan desde bellos a sublimes solo con el aumento de las dimensiones; y al contrario, reduciéndolas a módulo más pequeño, descienden de sublimes a bellos. El templo de S. Pedro en Roma, reducido a menor tamaño, carecería de la sublimidad de masa, que es propia de su gigantesca mole; pero la belleza de sus proporciones substituiría. Una acción virtuosa no es más que bella, cuando no supone un grande sacrificio, un grande esfuerzo del alma; pero será sublime, si para ejecutarla se necesita un corazón magnánimo y que sabe triunfar de los afectos más enérgicos del corazón humano. El que socorre al indigente, y el que perdona al homicida de su hijo, hacen dos acciones, ambas bellas, porque ambas están en armonía con los principios universales del orden social; pero la acción del segundo, además de bella, es sublime, porque para poder ejecutarla se necesita un esfuerzo muy extraordinario de virtud.

Esto es tan cierto, que los objetos más sublimes de la naturaleza pueden perder este carácter al describirlos, si el autor no sabe expresar la idea de un poder superior puesto en ejercicio. Procuraremos darnos a entender con un ejemplo. Uno de los asuntos que excitan más en nuestra imaginación la sublimidad, es el infinito poder y al mismo tiempo invisible y misterioso para nosotros, aunque indudable, que con un solo acto de su voluntad sacó todas las cosas de la nada. Y sin embargo, esta frase: a la voz del Criador se embelleció el orbe con los esplendores de la luz, por más elegante y magnífica que sea, no hace en la imaginación un efecto sublime. Se expresa a la verdad el poder de Dios, mas no lo hace sentir el escritor. Comparemos esa frase con la expresión de Moisés: dijo Dios: hágase la luz, y la luz fue hecha, y se verá que el texto sagrado, en su concisión, en su sencillez y en su forma dramática, nos pone, por decirlo así, de bulto el poder del Criador, y la prontitud con que su voluntad es obedecida.

Igual mérito tiene esta otra expresión: tocas los montes y humean (tangis montes et fumigant), para significar el poder de Dios sobre el corazón del hombre. Y obsérvese que si hubiera dicho, tocas los montes y arden, no habría expresado tan enérgicamente el pensamiento. La llama podría ser no más que superficial, como la de un edificio abrasado por las puertas. El humo supone que el centro de las montañas está ardiendo, cuando Dios ha tocado su cima, y anuncia por consiguiente una acción más íntima, más pronta, más poderosa. Igual reflexión nos sugieren las palabras de Jeremías hablando de las puertas de Jerusalén, derribadas por el Señor en su ira: Defixae sunt in terra portae ejus: clavadas yacen sus puertas en el suelo. Cayeron con tal violencia, que quedaron clavadas en la tierra. ¡Con cuánta más viveza pinta esta frase el poder, el enojo del que las derribó, y la dificultad de restituirlas a su sitio, que si hubiera dicho sencillamente, yacen sus puertas derribadas! Esta expresión sería bella, mas no sublime.

Nadie extrañará que hablando de la sublimidad se dé la preferencia a los ejemplos tomados de la Biblia, que es el más sublime de todos los libros, no por ser el más antiguo, no por ser de un pueblo nómada y sin civilización, como han querido decir algunos, sino porque su autor y su objeto es el más sublime de todos, esto es, el verdadero Dios.

Todas las reglas que han dado los autores de poética para la expresión del sublime, deducidas de la naturaleza y de la observación, confirman la doctrina que acabamos de dar; a saber: que todo lo sublime es bello, aunque no todo lo bello sea sublime. La frase en que se quiere encerrar un pensamiento sublime ha de ser, dicen, sencilla, concisa, ha de contener las circunstancias más propias para que resalte la sublimidad, esto es, para que se haga más sensible la grandeza del poder que obra. Concluyen observando que la impresión del sublime es demasiado violenta para que sea duradera, y así que no se debe prolongar excesivamente. Todas estas reglas, que son muy ciertas, y que pueden aplicarse a todos los ejemplos ya citados, y a otros innumerables que pudiéramos presentar, prueban que los objetos sublimes tienen una clase particular   —22→   de belleza, correspondiente a la idea asociada de un gran poder: idea que puede desaparecer de la expresión, como ya hemos visto, sin que el objeto pierda por eso su belleza.

De aquí se infiere que en las bellezas sublimes existe el mismo principio de unidad que constituye las otras; pues la idea del poder, que es la que conmueve y eleva nuestra alma, no despoja al objeto de sus relaciones armónicas con el orden físico y moral del universo. Se ha celebrado, y justamente, como sublime este verso de Racine:


Celui qui met un frein à la fureur des flots



pero ya antes había dicho los mismo nuestro Lope de Vega con más sublimidad:


El freno dio al mar de blanda arena.



El epíteto blanda hace resaltar más el poder y sabiduría divina, que con una cadena tan débil sujeta un elemento tan poderoso. Este verso está en la Corona Trágica, poema de cinco cantos y cerca de mil octavas, en las cuales quizá no se encontrará otro verso bueno, sino el que hemos citado.

Uno y otro son sublimes sin dejar de ser bellos, porque el objeto que describen está enlazado con los principios del orden físico del universo. En cuanto a las bellezas morales, por más que se eleven al más alto grado de sublimidad, ¿podrán sin dejar de ser bellezas separarse del orden moral? o en otros términos, ¿podrán dejar de estar en armonía con los sentimientos religioso y social, innatos en el hombre?

Tiempo es ya de que hagamos una breve enumeración de los principios que hemos expuesto hasta ahora. El hombre tiene la facultad de percibir, de discernir y de gozar los objetos bellos de la naturaleza, y de los imitados que le presenta el arte. A esta facultad que llamamos gusto. Los placeres que proporciona existen todos en la imaginación, y nada tienen de sensuales. Las bellezas sublimes se caracterizan por la idea asociada de un gran poder puesto en ejercicio, idea que comunica al placer del gusto cierta conmoción inquieta que eleva el alma.

El hombre tiene también la facultad de reproducir por la imitación los objetos bellos de la naturaleza. La poesía, tomada en su acepción más general, comprende el sentimiento del gusto y la actividad del genio que reproduce las bellezas escogiéndolas. La diversidad de las artes de imitación depende solo del instrumento que cada una toma para imitar.

El orden físico, moral e intelectual del universo encierran el tipo de todas las bellezas posibles. Así la forma característica de lo bello es la unidad, esto es, la reducción al orden. Hemos demostrado este principio universal en todas las bellezas de la naturaleza y del arte.

Hemos probado, pues, que la poesía, considerada general y especulativamente, es la psicología de un sentimiento y de una facultad del hombre, diversa de las demás; tiene un objeto determinado y fijo (la imitación de la belleza): tiene varios instrumentos para lograr este objeto. Es, pues, una ciencia, de que son auxiliares las que se refieren a los instrumentos de la imitación, y cuyos principios esenciales deducidos de la observación y del raciocinio han de referirse precisamente a la impresión que causan en nuestra fantasía los objetos bellos, y a las calidades mismas de estos objetos.



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ArribaAbajoDe la influencia del cristianismo en la literatura

La enseñanza de la moral no pertenece a ninguna religión sino a la cristiana. Todas las creencias del gentilismo admitieron en el antiguo orbe griego y romano, y admiten hoy en los pueblos idólatras del Asia, templos, solemnidades, sacrificios, procesiones y un largo ritual de ceremonias; pero ninguna tiene enseñanza moral; en ninguna es parte esencial del sacerdocio la misión de anunciar al pueblo las verdades morales, como consecuencia de los principios religiosos. La predicación es exclusivamente del cristianismo.

No es difícil de adivinar la razón de este privilegio. Las demás religiones tienen dogmas, pero sin coherencia alguna con la moral, cuando menos, y cuando más, contrarios a ellas. No son ciertamente muy edificantes las costumbres ni las acciones que la mitología atribuye a Júpiter, a Venus, a Marte y a los otros Dioses que adoraban Grecia y Roma, a los cuales se asociaban dignamente por medio de la apoteosis los emperadores difuntos. Pero los dogmas del cristianismo tienen una alianza íntima con la moral universal del género humano: todos ellos nos prueban el amor de Dios a los hombres, y el que los hombres deben a Dios, y por consiguiente a sus hermanos, hijos del mismo padre celestial. El axioma luminoso de la caridad, convertido en un sentimiento sagrado, dio base e impulso a la ciencia de las costumbres; la llevó de un solo paso a su perfección, y la hizo popular; pues lo que antes ni podían obrar ni entender los varones más virtuosos ni los filósofos más sagaces del gentilismo, lo supo después y lo practicó el más ignorante de los hijos de la iglesia.

La predicación de la divina palabra, ejercida y recomendada por el salvador, por los Apóstoles y por la iglesia en todos los siglos es una parte esencial de la misión del sacerdocio cristiano: porque si esta misión tiene por objeto la santificación de las almas, claro es que debe convencer el entendimiento de las verdades religiosas y morales que tan enlazadas están entre sí, y persuadir la voluntad a la práctica de las virtudes. La religión de la inteligencia debe dirigirse a aquellas dos facultades que son las principales del hombre.

La elocuencia sagrada es, pues, un género de literatura debido única y exclusivamente al cristianismo. En nada se parece a los demás géneros oratorios, conocidos de los antiguos. Los afectos que debe excitar, son de diferente especie: su objeto es persuadir la práctica de verdades, ciertamente conocidas de los oyentes, pero nunca suficientemente apreciadas; sus medios consisten en mostrar la armonía de la creencia con los principios de la virtud; y su lenguaje es superior al de los hombres.

Pues existe una elocuencia cristiana, claro es que ha de existir también una poesía que merezca el mismo nombre. No sabemos cuál genio maligno inspiró a Boileau cuando en su Arte Poética escribió los siguientes versos:


De la foi d'un chrétien les mystères terribles
D'ornements egayés ne sont points susceptibles.



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Cuyo sentido es que los misterios terribles de la fe no reciben adornos poéticos. Y sin embargo Boileau había leído los cánticos e himnos de la Escritura santa, había leído los profetas, y por consiguiente había visto los misterios, no solo terribles, sino también consoladores de nuestra religión, presentados con todos los adornos de la poesía más sublime.

Lo más que puede decirse para disculpar a aquel insigne humanista es que no se deben introducir en la Epopeya cristiana los objetos de nuestra religión como Homero y Virgilio introdujeron sus dioses; y que si Boileau quiso excluir las creencias cristianas del poema épico, no fue su intención destruir la poesía lírica sagrada, cuyos grandes modelos presentaba la Biblia. Pues entonces, ¿por qué enseguida de los dos versos ya citados añadió los siguientes?


L'evangile à l'esprit n'offre de tous côtés
Que pénitence à faire et tourments merités.



El evangelio solo presenta la penitencia que es menester hacer y la pena debida a nuestros delitos. Estos dos versos excluyen toda esperanza de unir la poesía a la religión.

Y sin embargo el evangelio conserva los cánticos de Zacarías y de Simeón, el himno de la Virgen Madre, y nos dice que el mismo Jesús recitó un himno concluida la última cena.

¿Qué ceguedad, repetimos, fue la de Boileau? La penitencia es necesaria, dice. Pues bien; una magnífica oda de David está consagrada a este sentimiento, así como otras lo están a la humildad, al temor santo, a la obediencia, a la resignación, a la esperanza, en fin, a todos los afectos cristianos. ¿Quién veda que inspiren a un corazón poético cantos fervorosos a imitación de los del Rey de Sión? Convengamos en que debemos llorar nuestros crímenes, y estremecernos a la consideración de las penas merecidas por ellos; pero ¿nos está prohibido fijar la consideración en la piedad divina, en el amor del Salvador, en el precio sagrado de la redención y en los santos misterios que diariamente lo aplican? ¿No decía ese mismo David, pecador y arrepentido: yo cantaré en eterno las misericordias de Dios?

Y volviendo a la epopeya, tampoco nos parece justa la reflexión de Boileau. Pocos años antes de que escribiese su arte poética, había aparecido en Inglaterra el Paraíso perdido de Milton, que no introduce la divinidad a guisa de máquina, sino como objeto principal de la composición, y que verificó con suma dignidad lo que al humanista francés parecía indecoroso. Creemos que Boileau ni conocía este poema, ni aun el idioma en que está escrito. A quien tuvo presente para criticarle, fue a Tasso; pero sin razón en nuestro entender: porque el asunto de la Jerusalén es altamente cristiano. Más justa nos parece la acusación que hace a Ariosto de haber mezclado las creencias cristianas con las mitológicas. El poeta, que al descubrir las hazañas de Pelayo o de Fernando el Santo, hiciese intervenir en su poema los seres sobrenaturales, sería muy digno de elogio; pues aquellas empresas deben parecernos aceptas a Dios, y aborrecidas de las potestades del infierno.

Boileau, maestro de la Europa literaria durante el siglo de Luis XIV, fue desobedecido en este precepto, por su amigo íntimo Racine, que cantó en la Atalia y la Ester al Dios de Abraham; por Racine el hijo, que compuso muchas odas sagradas y dos poemas didácticos sobre asuntos religiosos: por Juan Bautista Rousseau, que siguió y excedió al hijo de Racine; en fin, por el mismo Voltaire, que por no dejar ningún género de poesía sin emprender, introdujo la religión en la Henriada.

En nuestros días ha aparecido Chateaubriand, que ha hecho un gran bien a la literatura y un gran servicio a la religión, escribiendo su inmortal obra del Genio del cristianismo, consagrada a demostrar los tesoros de poesía, encerrados en los misterios, en las ceremonias, en las virtudes de nuestra creencia. ¿Y habremos de renunciar a estos tesoros? ¿Qué cosa será capaz de inspirar la fantasía de un artista, si los objetos religiosos no la elevan? Nada es más prosaico que la incredulidad.

Acabamos de demostrar que el cristianismo introdujo en la literatura dos géneros   —25→   enteramente nuevos, a saber: la elocuencia del púlpito y la poesía sagrada: géneros esencialmente diversos de los demás conocidos hasta entonces, ya en su objeto, ya en sus medios artísticos. No sería difícil continuar esta investigación con respecto a las demás bellas artes, y averiguar los progresos que debieron a la religión la arquitectura, la pintura, la escultura y la música, aplicadas a los asuntos religiosos, en los cuales tomaron un nuevo carácter un nuevo colorido, una manera desconocida de expresión.

Mas ahora nos proponemos adelantar nuestras indagaciones, y considerar este asunto bajo un punto de vista más general. Queremos averiguar la influencia del cristianismo en toda la literatura; aun en aquellos ramos que no tienen conexión inmediata con la religión, como son la elocuencia deliberativa, la del foro, la historia, el drama, la novela y todas las clases de poemas comprendidos bajo el nombre de poesías profanas.

En efecto, no es dudable que el cristianismo, produciendo como produjo en el mundo, la más grande, la más importante de las revoluciones intelectuales y sociales, debió enseñar a los hombres a mirar a toda la naturaleza en general y cada objeto en particular de una manera muy diversa. Las impresiones del alma fueron diferentes, tanto en las precepciones como en los afectos; porque se asociaban a un sistema de ideas religiosas enteramente contrario al interior. El hombre lleva siempre consigo a todas partes la imagen de los objetos que más vivamente hieren su fantasía, y nada subyuga más esta potencia del alma que la religión. El cristiano no dejaba de serlo aun cuando considerase objetos de otro orden, aun cuando estudiase la física o la historia. Léase a S. Agustín, y se verá en cualquiera de sus obras que a los ojos de este esclarecido doctor, tan admirable por su saber como por el temple de su alma tierna y candorosa, no hay objeto en el mundo físico, no hay hecho en él histórico que no sirva como de emblema para algunas de las verdades del cristianismo.

Este fenómeno debe ser más común en el poeta que en el filósofo, como quiera que la tendencia natural de la fantasía, a la cual obedece aquel exclusivamente, es animar el universo, y dar vida y acción a todos los seres. ¿Qué veía el poeta del gentilismo en el plácido arroyuelo que serpenteaba por el valle? La morada de una ninfa benéfica, que dispensaba frescura a las flores y plantas, y abrevadero al pastor y al ganado donde mitigasen su sed. Pero esta halagüeña idea no es la del poeta cristiano. Para él aquel objeto tan gracioso, tan apacible no es más que la imagen del placer fugitivo que va a perderse en el Océano de la eternidad. La violeta pudo ser para Virgilio adorno en un canastillo de flores; para nosotros es mucho más: es el símbolo de la humildad cristiana. Los gentiles animaron el universo físico, suponiéndolo poblado de deidades subalternas: la poesía cristiana desterró estas falsas divinidades, y consideró la naturaleza bajo un aspecto más severo, más moral, más filosófico. Todas las criaturas llevan en sí mismas el sello de la bondad del Hacedor, y al mismo tiempo el de su propia caducidad, el de su propia nada. S. Juan de la Cruz, uno de los mejores poetas que honran nuestra literatura, expresó felicísimamente la primera idea en los siguientes versos:


Mil gracias derramando
Pasó por estos sotos con presura:
Y yéndolos mirando,
Con sola su figura,
Vestidos los dejó de su hermosura.



Es imposible traducir más poéticamente la expresión del Génesis: et vidit Deus quot esset bonum: (y vio Dios que era bueno lo que había creado). El Hacedor, comunicando su verdad a las criaturas con solo verlas, con solo su presencia, es una imagen de las más bellas y al mismo tiempo de las más atrevidas que pueden presentarse. Pues en esta imagen está encerrado el pensamiento cristiano acerca de la belleza física del universo.

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Veamos a Calderón, cuyos pensamientos son siempre poéticos, aunque por la corrupción del gusto de su tiempo, no siempre lo sea la frase, expresando la caducidad de la hermosura corporal.


No se alabe la hermosura;
Pues de dos veces muriendo
Una con el dueño nace
Y otra yace sin el dueño.



Pensamiento original feliz a estar menos sutilmente expresado. Nosotros hemos procurado perifrasearlo del modo siguiente:


Todo acaba: y dos muertes el destino
Reservó para ti, triste hermosura:
Usa del tiempo al hierro diamantino,
Otra en la tumba oscura.



Se ve, pues, que el mundo físico es para el poeta cristiano símbolo perpetuo de verdades morales. Así no solamente toma sus corporaciones para describir al hombre del universo material, como han hecho todos los poetas de todas las naciones, sino también las toma del mundo intelectual para describir el físico. Calderón llama al Sol eclipsado en medio del día en la muerte de Jesús, joven infeliz: y compara el trastorno universal de la naturaleza en aquel momento, a la casa de un príncipe difunto. Entrambos sistemas de seres, materiales y morales son constantemente para la poesía cristiana metáforas recíprocas el uno del otro.

Si venimos ya al hombre, excelsa y principal obra de la creación, como no puede dudarse de la gran modificación que produjo el cristianismo en sus afectos y en sus ideas, tampoco pueden ya cantarse por el poeta de la misma manera que en los siglos de la gentilidad. Aclararemos nuestra idea con un solo ejemplo, y este lo tomaremos de la pasión del amor, la más universal en el género humano, y al mismo tiempo la más celebrada de todos los poetas en todos los siglos y naciones.

El matrimonio se ha mirado siempre sea la que fuere la religión del país, como un vínculo sagrado a los ojos del cielo y de la tierra; pero solo el cristianismo lo ha considerado como un contrato entre dos personas iguales. La mujer no era para los gentiles sino un instrumento, poco más estimado, poco más estimable que un esclavo. El amor, pues, que cantaron sus poetas, que representaron sus trágicos y cómicos, no era más que una pasión fisiológica, y en vano buscaremos ni en Safo, ni en Horacio, ni en Ovidio algún pasaje que nos dé idea de este sentimiento moral, unido a la virtud, que han descrito Petrarca, Tasso, Lope, Racine y Calderón, y que ha pintado tan admirablemente Chateaubriand en su poema de los Mártires.

Pero desde que proclamó el Evangelio la igualdad de la mujer al hombre; desde que el hombre comprendió que era el compañero y el protector, no el amo, y mucho menos el tirano de su consorte, el amor, objeto antes de mero placer sensual, se convirtió en un sentimiento profundo y moral, ligado con el honor, enlazado con la virtud; porque desde entonces la mujer virtuosa fue la gloria de su marido; porque en la compañera de la vida se exigieron otras cualidades que en una esclava doméstica.

No nos detendremos, porque ya en muchos de nuestros artículos lo hemos repetido, en la diferente manera de expresar los afectos humanos, ya virtuosos, ya perversos, que introdujo el cristianismo. Obligando al hombre a leer con más severidad en su corazón, obligó también al poeta, ya elegíaco, ya dramático, a describir las lides interiores del ánimo entre la razón y las pasiones, entre la maldad y el temor del remordimiento, entre el vicio y la virtud.

El cristianismo, pues, no solo sugirió nuevos géneros de literatura, sino amplió y perfeccionó los que existían en la descripción de todos los objetos así del mundo físico como del moral.



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ArribaAbajoDel discurso del Señor Martínez de la Rosa, leído en el Ateneo español, sobre el influjo de la Religión Cristiana en la Literatura

El autor comienza observando y caracterizando la gran revolución social que produjo el cristianismo, y su influencia necesaria en el estudio de la filosofía y de la oratoria, a la cual presentó una nueva y extendida escena en la elocuencia sagrada, hija primogénita del evangelio, como la llama el Sr. Martínez de la Rosa.

Explica después el gran beneficio que hizo la religión a la literatura, conservando en medio de la demolición sucesiva del imperio y a pesar de las invasiones de los bárbaros, el depósito de la lengua latina, y los libros, monumentos y artes de la antigua civilización.

Una sola frase del autor contiene materia para un gran volumen. «Al recordar, dice, el cuadro que han bosquejado los historiadores y cronistas más inmediatos a aquellos rudos tiempos, asómbrase la imaginación y el corazón se estrecha al considerar qué hubiera sido de la civilización del mundo, si no hubiera existido en el seno mismo de las sociedades un principio de vida tan fecundo como el que desarrolló el cristianismo». En efecto, nosotros creemos que a no haber existido entonces la doctrina evangélica, el occidente europeo, tratado como después lo fueron Rusia, Polonia y Hungría por los mogoles, hubiera vuelto a la barbarie, cuando menos de los tiempos primitivos de Grecia.

Describe después los efectos, útiles a la civilización, que produjeron las Cruzadas, «empresa, dice, poco conforme con sus sanas doctrinas» (del cristianismo). Cuestión es esta que se ha movido muchas veces y que otras tantas se ha decidido en sentidos contradictorios. No dudaremos exponer nuestra opinión, aunque no sea enteramente conforme la del ilustre escritor que analizamos.

En la época que comenzaron las Cruzadas, era la Europa una república confederada, semejante al imperio germánico que ha fenecido en nuestros días; su jefe era el sumo Pontífice; su nombre, la Cristiandad; el título para pertenecer a ella, el bautismo y la fe cristiana. Opuesta a tan grande y poderosa nación había otra, que aunque separada en diversos estados, tenía un vínculo común, que era la doctrina del mentido profeta de la Meca. Los mahometanos se habían hecho grandes y poderosos invadiendo países cristianos. Desde el istmo de Suez hasta el Atlántico, desde el mar Negro hasta el de Arabia, desde el estrecho de Hércules hasta el Loira, y desde Malta hasta cerca del Tíber había llegado victoriosa la media luna; y si la espada de Carlos Martel, los esfuerzos de los cristianos de España y la energía de los papas, habían libertado la cristiandad ya casi moribunda, el peligro podía renovarse. Todavía poseían los mahometanos gran parte de nuestra península, toda el África, el Egipto, la Siria, la Natolia, y podían fácilmente ser reforzados por las tribus numerosas y fanáticas de África   —28→   y de Arabia, como efectivamente lo fueron en España, con grave detrimento del reino de Castilla, por los almorávides, almohades y benimerinos.

Ahora bien: ¿cómo puede creerse contraria a las doctrinas del evangelio la defensa que hizo la cristiandad contra las invasiones del mahometismo? ¿Puede la religión que profesamos, vedar la defensa de la libertad, de la independencia, de los hogares, de la familia y de los templos y demás objetos del culto público? No: nosotros no creemos como Rousseau que una sociedad de verdaderos cristianos haya de dejarse subyugar como un rebaño de corderos. Los fieles primitivos se dejaban degollar por dar testimonio de su fe; pero también vertían su sangre por la patria en guerras que no eran tan justas como la de la cristiandad invadida por el islamismo agresor.

Entre los efectos de las Cruzadas no fue el de menos importancia haber llamado la atención de los musulmanes hacia la cuna y centro de su poder, y haber libertado para siempre a la Italia de su continuo susto. Si Constantinopla se hubiera vuelto a unir al centro de la cristiandad, no hubiera caído en poder de los turcos.

Hemos hablado del espíritu de la prensa, no de su dirección y manera de ejecución; en estas puede tener más lugar la crítica que en el primero. La guerra era justa: ¿se dirigió e hizo como debía? Esta es una cuestión de numerosos pormenores que no es posible ventilar aquí. Acaso los yerros que en esta parte se cometieron hayan dado lugar a la opinión del Sr. Martínez de la Rosa.

Esperamos que nuestros lectores nos perdonarán esta digresión puramente histórica, y no creerán que por ella hemos faltado a nuestro instituto. El examen filosófico de un punto de historia pertenece también a la literatura.

Llegando el autor a los tiempos más cercanos a la restauración de las letras, atribuye el renacimiento de la poesía dramática en Europa a los misterios, representaciones religiosas, que fueron y debieron ser el primer tipo en una sociedad sencilla, poco instruida todavía, y adherida firmemente a su creencia.

Explica después admirablemente la diferencia entre el drama griego y el moderno: el primero encerrado como en un carril, entre el dogma religioso del fatalismo, y el político del odio a la monarquía: el segundo, suelto y desembarazado por el principio cristiano del libre albedrío, «profundiza más hondo en los senos del corazón humano, sorprende hasta el menor impulso de las pasiones, y retrata luego a la vista de los espectadores una lucha más interesante (y más verdadera) que la del débil mortal con el inexorable destino: la lucha del hombre dentro del hombre mismo».

Aplica este mismo principio, en nuestro entender con suma verdad, al mundo poético de los griegos, material, visible, palpable, animado y lleno de seres sobrenaturales, comparado con el de los cristianos, que nada o poco dice a los sentidos; pero dice mucho al corazón y a la inteligencia. Sus cuadros no son tan halagüeños y festivos como los de la mitología; pero son más dignos del hombre que siente y que medita.

El autor, a quien ocupaciones de otro género no han permitido consagrarse al examen de esta materia con más detenimiento, confía sin embargo, y con razón, haber dado a conocer el objeto con estas breves pinceladas. Nosotros nos complacemos en ver comprobadas por un humanista tan justamente celebrado, las opiniones, que aunque no con tanta elocuencia, hemos emitido en nuestros dos artículos anteriores sobre esta misma materia.



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ArribaAbajoDe la influencia del gobierno en la literatura

Hemos dicho en uno de nuestros artículos que el influjo del gobierno político en los placeres de la imaginación y de la inteligencia no puede ser sino indirecto; y lo hemos probado con la sencilla reflexión de que el poder público no puede tener otro objeto que el bien material de la sociedad. Hay sin embargo quien crea que las recompensas concebidas al genio influyen en la perfección de la literatura.

Pero nosotros no miramos esas recompensas como estímulos, sino como una muestra de aprecio de los trabajos del genio. El gobierno que las distribuye se honra a sí mismo; pero ni paga al artista, harto premiado con el renombre que su gloria le ha adquirido, ni lo estimula; porque el impulso para producir nace del poeta mismo. Tan imposible le es al genio reprimirse para no presentar la belleza que concibe, y reproducirla con los versos o los pinceles, como a la roca desgajada de su asiento dejar de precipitarse al valle.

Los premios concedidos a las bellas artes son un elemento de civilización: prueban el valor que los gobiernos y las naciones dan a las producciones que son su delicia y su gloria. Mas aunque falten no por eso deja el verdadero artista de proseguir su carrera. El Quijote se escribió en un estado de fortuna muy próximo a la miseria; y el actor de los Lusiadas murió en un hospital, aunque después se le dio un magnífico sepulcro, por lo cual dijo muy oportunamente nuestro Lope de Vega.


Decid si algún filósofo lo advierte;
¿qué disparates son de la fortuna,
hambre en la vida y mármol en la muerte?



Al contrario vemos la poesía, sumamente honrada en el reinado de Felipe IV, que también hacía versos, si no nos engaña la tradición que le hace autor de las comedias impresas en su tiempo con el anónimo un ingenio de esta corte; y sin embargo ni los premios generosos del rey, ni su favor, ni su protección pudieron producir más que las pobres comedias de Mendoza, los versos gongorinos de Villamediana, los prosaicos de Rebolledo y las rimas sutiles y descoloridas del príncipe de Esquilache. Es verdad que Felipe IV y Mariana de Austria apreciaron y premiaron a Calderón; pero este genio estaba ya formado cuando se presentó en la corte.

Cuando el gobierno premia las artes, sigue en la distribución de los beneficios y en la elección de los agraciados el gusto dominante de la época: así se vio pervertido el buen gusto en España, y perfeccionado en Francia casi al mismo tiempo bajo dos monarcas igualmente apreciadores del genio y de la poesía como fueron   —30→   Felipe IV y Luis XIV. Aun más: en España en el mismo reinado se conservó el buen gusto en pintura y arquitectura, que no decayeron hasta el fin del siglo; y la poesía se precipitó en los abismos que le habían abierto Góngora, Quevedo y aun el mismo Lope. Más influencia tuvieron Paravicino y Gracián para corromper nuestra literatura, que auxilios pudo prestarles la liberalidad del gobierno; y no es extraño, cuando los mismos distribuidores de los premios eran idólatras del lenguaje culto, de los conceptos alambicados, de los equívocos y de las demás pestes del gusto, que introdujeron aquellos hombres de gran talento, y de pésimo juicio.

En la corte de Augusto fueron generosamente recompensados Virgilio, Horacio y otros poetas que perfeccionaron el gusto y el idioma. Pero se habían formado en el estudio de los modelos griegos, a los cuales debieron su delicadeza y aticismo. Antes de Augusto tenían ya los romanos a Terencio, a Ennio, a Catulo, a Lucrecio; tenían a César, modelo de estilo histórico; y en fin, a Cicerón, el hombre más universal de su época, y cuyas inspiraciones oratorias fueron quizá las que formaron el siglo de Augusto; y bien conocido es el premio que recibió del colega de Marco Antonio.

Veamos, ya que las recompensas de los gobiernos no pueden tener ni han tenido una influencia directa en la perfección del gusto ni en las producciones del genio, si por lo menos la forma de gobierno puede tenerla en algunos ramos de la literatura. Se cree con bastante generalidad que la oratoria necesita para su perfección de un gobierno libre de los debates de la tribuna. Nosotros estamos persuadidos de que esto es verdad, no en cuanto a la oratoria en general, sino en cuanto a los géneros a que se da más importancia en los gobiernos populares, a saber: el deliberativo y el forense; pero principalmente el primero.

En efecto, donde no hay teatro es imposible que se perfeccione el arte de la declamación. Donde no hay tribuna pública es imposible que se formen oradores en el género deliberativo. A la verdad, en los consejos de los príncipes más absolutos se delibera, se discute, se examinan contradictoriamente las opiniones, y no será raro que la elocuencia asegure el triunfo. Pero aquellas oraciones tan desmayadas aun en la pluma de Famiano Estrada, que quiso prestarles toda la elocuencia de que era capaz, ¿qué son en comparación de los movimientos oratorios que inspira en la tribuna el espectáculo de una nación representada por sus prohombres, la independencia del orador, su importancia política, y hasta la oposición misma de sus adversarios? Todas estas circunstancias son otros tantos aguijones del genio, y el que en aquella situación no produzca cosas excelentes, viva seguro de que no será nunca buen orador.

Por una razón semejante se cree justamente el gobierno libre como el más a propósito para producir grandes oradores forenses. Se estudia en él más el espíritu y la letra de las leyes: se da más importancia a la vida, al honor, a la propiedad del ciudadano. Son más comunes en él los peligros jurídicos por la enemistad de los partidos, que hace que aun en causas meramente civiles se introduzcan consideraciones políticas. Pero debe confesarse que en la Europa moderna se ha procurado desterrar la política del santuario de la justicia, y las leyes dejan a los jueces menos latitud para dar su fallo que en Grecia y Roma, lo que con gran ventaja de la humanidad ha cortado en gran parte el vuelo a la elocuencia del foro. Muy raros son los casos en que un abogado o un fiscal puedan emplear con oportunidad los movimientos oratorios que admiramos en Cicerón defendiendo a Tito Ennio o acusando a Verres. La lógica ha sido siempre el principal fundamento de la elocuencia; pero en el día puede decirse que es casi exclusivo.

Así es que aun en monarquías absolutas han brillado grandes oradores forenses. Basta citar los nombres ilustres de Daguesseau, Cochin y Servan. Y aunque su elocuencia sea más templada que la de Cicerón, no por eso es menos brillante. A la verdad, la forma de gobierno no permitía que Francia tuviese en tiempo de Luis XIV oradores de tribuna; pero no hay en todos los que han ennoblecido la de Inglaterra nada que comparar en cuanto al nervio de la expresión y movimiento de los afectos con Bossuet ni con Massillon. Estos dos grandes hombres habían recibido de la naturaleza el genio de la elocuencia; y son tan grandes en el género que cultivaron como Cicerón y Demóstenes en el suyo.

Concluyamos, pues, que no puede nunca ser grande ni directa la influencia del   —31→   gobierno ni en la perfección del gusto ni en las producciones del genio. Este don de la naturaleza se manifiesta espontáneamente en virtud de su carácter expansivo; mas no lo crean los premios, ni las calamidades y persecuciones lo oprimen; y si la forma del gobierno le cierra algunos caminos del templo de la gloria, él sabrá abrirse otros nuevos y desconocidos.

El impulso indirecto más útil que puede dar en esta materia la autoridad pública es la multiplicación de los museos y bibliotecas, en que la juventud pueda estudiar los grandes modelos de belleza. Ellos son los que despiertan y estimulan el genio.

En cuanto a las recompensas, son un deber de toda nación civilizada, y las creemos más gloriosas al gobierno que las da, que al artista que las recibe.




ArribaAbajoEstado actual de la literatura europea


ArribaAbajoArtículo I

La literatura actual es bajo todos los aspectos una consecuencia inmediata e inevitable del espíritu que inspiró a los pueblos el filosofismo del siglo XVIII. El genio pereció a manos del materialismo, porque no hay genio sin entusiasmo, y por consiguiente sin convicciones y creencias. Por otra parte, desprovisto de todo principio moral y religioso, no dejó a la sociedad más vínculo que la política; y nada es más propio que la política para adormecer la imaginación y secar la fuente de los afectos. Y debe ser así. La ciencia del gobierno de los hombres tiene principios exactos y consecuencias rigurosas confirmadas por la experiencia histórica. Su estudio debe hacerse exclusivamente con el raciocinio, y desgraciado aquel que ya en la teórica, ya en la práctica de esta ciencia dé lugar a las pasiones o a los vuelos de la fantasía. No aprenderá más que desatinos; no hará más que cometer errores funestísimos.

Además, la política que predicaba aquella secta filosófica era disolvente: con el título de reformadora aspiraba a destruir todo lo que existía, sin duda con el intento de levantar sobre las ruinas del edificio social que había entonces, otro, que a pesar de haberse amasado sus materiales con tanta sangre y con tantas lágrimas, aun no ha salido de cimientos. ¿Cómo podrían los ánimos invitados a la reforma del mundo aplicarse al ameno y apacible estudio de las letras, a la contemplación pacífica de la belleza ideal? La reforma halló, como era de esperar, oposiciones: la guerra civil y la extranjera convirtió la atención hacia los campos de batalla, a las fases políticas que la victoria y la fortuna daban a los pueblos. ¿Era esta ocasión oportuna, ni teatro a propósito para los sublimes arrebatos del genio?

Ya se quejaba Madama Stael a principios del presente siglo de la falta absoluta de inspiración que se notaba en las producciones literarias de su época. Afectábase entonces lo grandioso y lo sublime; mas solo había hinchazón y frases sonoras. Fue tal la   —32→   desventura en los tiempos, que el capitán más ilustre de la historia, y quizá el genio político más grande no halló sin embargo quien le cantase dignamente, y de tal manera que sus versos igualasen la inmortalidad del héroe. Y no es extraño: para cantar es menester fe, y no la había en las obras de aquel hombre extraordinario. La experiencia justificó el cauto temor de las musas. Un momento desgraciado derribó aquel poder colosal, del cual solo ha quedado un nombre. Pero este nombre vivirá tanto como el género humano.

Horacio miró como contrarios al genio los excesivos placeres de los sentidos, y los cuidados exclusivamente consagrados al aumento o conservación de los bienes de fortuna. Nadie negará que tuvo razón. Los placeres sensuales enervan el vigor de la fantasía, y embotan la sensibilidad del corazón; y el amor exclusivo del dinero destruye sin esperanza todos los sentimientos generosos y sublimes. Un alma, corroída por cualquiera de estos dos vicios, la sensualidad o la avaricia, ¿se halla en disposición de entregarse a la contemplación de la bella naturaleza, y al estudio de sus relaciones y armonías? Pues bien: la filosofía del siglo XVIII, demoliendo poco a poco todas las ilusiones, todas las ideas, todos los sentimientos del corazón humano, y no dándole al hombre otro destino que el de buscar bienes materiales, y por consiguiente el dinero, que los representa todos, dio necesariamente un golpe mortal al genio, y le hizo incapaz de conocer y de reproducir la belleza.

La política tiene y debe tener por único objeto el bien estar material de los asociados. Así lo ha dicho Bossuet, uno de los más grandes genios que han existido en el mundo, y el gobierno debe dejar a cada uno los medios de procurarse la felicidad moral, intelectual y poética, ya en el estudio o práctica de la literatura y de las bellas artes, ya en el conocimiento de las ciencias, ya en el ejercicio de la virtud. El gobierno no puede influir sino de una manera muy indirecta en las sensaciones interiores o individuales de los ciudadanos. Su acción directa es puramente material. Pero cuando todos los hombres son llamados al estudio de las combinaciones políticas; cuando hasta convida a él la ambición honrada y el deseo de hacer bien a su patria, las almas llenas de ideas de esta clase, que han de ser materiales por necesidad, mal podrán vivir habitualmente en el mundo de la imaginación, que es el de los poetas.

El amor, pues, de la sensualidad, de la codicia y la política han contribuido sobremanera a apagar el fuego del ingenio. Sin embargo, es menester confesar que a pesar de todos estos principios contrarios a los progresos de la literatura, han existido y existen todavía almas privilegiadas, sensibles a la voz del entusiasmo. Pero aun en estas se deja sentir la funesta influencia del siglo, de este siglo de ambición tan presuntuosa como precipitada. Cuando se han destruido todos los móviles morales que influyen en el corazón humano, no queda más que uno, que es la ambición del mando o de la gloria, o quizá de uno y otra. Las revoluciones han enseñado cómo se hace en breve tiempo una gran fortuna; cómo se asciende a grandes dignidades; cómo se adquiere mucha nombradía. El espectáculo de estas grandes mudanzas de la suerte, presente siempre a la vista de los hombres, exaltan fácilmente la fantasía de los que sienten en sí mismos la energía suficiente para entrar en esta carrera de anhelo y de progreso. Aumentan este impulso las numerosas ocasiones que se ofrecen en tiempo de calamidades públicas de hacer servicios a la patria en los diversos ramos de la administración. Hablamos solo de la ambición honrada, porque esa es la única que en nuestro entender puede caber en almas generosas.

Pues ahora bien: esta ambición pasa como por contagio de las clases consagradas a los empleos públicos a las de los artistas y literatos. El deseo de distinguirse y de sobresalir los devora; y este deseo los aguija a presentarse a recibir aplausos antes de que sus genios hayan llegado a la perfecta madurez. Felizmente para la pintura, escultura y música no puede prescindirse en estas artes de un aprendizaje necesario, del estudio de las formas de los objetos, de los efectos de la perspectiva, de los colores y de los sonidos; estudio que exigiendo algún tiempo obliga al genio a enfrenar su ardor prematuro de gloria, a replegarse sobre sí mismo, a reconocer sus fuerzas, a aprender el uso de ellas. ¡Desgraciada poesía, para cuyo ejercicio no se necesita más que papel, tinta y pluma! La más bella de las artes puede impunemente ser violada por cualquier atrevido que lo emprenda.

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Esta triste facilidad hace que apenas se sabe componer un verso se expone en cualquiera de las numerosas reuniones literarias un enjambre de jóvenes, capaces algún día de honrar la patria con su genio bien dirigido; pero que al escribir sus primeros ensayos, publicados con harta precipitación, no pueden tener ni el debido estudio del idioma que no han estudiado, ni la corrección y lima tan necesaria en las obras de ingenio, ni el conocimiento práctico del hombre y de sus afectos, ni en fin, la multitud de ideas filosóficas, que tan presentes tenía Horacio cuando llamaba a la sabiduría «el principio y la fuente» de escribir bien, y remitía a sus alumnos a la lectura de los discípulos de Sócrates. Deja fray Gerundio los estudios y se mete a Predicador. Los que crean que un buen poeta necesita menos instrucción que un buen orador dan manifiesto indicio de no conocer la elocución ni la poesía.

Pero esta objeción la salvan fácilmente diciendo que el poeta no necesita de ningún estudio; que sale inspirado desde el seno de su madre; que la inspiración suple la falta de los conocimientos; en fin, que debe cumplir con la misión misteriosa que se le ha dado, y que no debe dejar de cantar desde que se siente con disposición para ello. En vano se les replica con la autoridad de Aristóteles, Horacio, Boileau. ¿Qué es para ellos la autoridad? Este desprecio de todo lo que han dicho, de todo lo que han meditado nuestros mayores es otro de los beneficios debidos a la secta filosófica del siglo pasado.

A la verdad, no seremos nosotros los que concedamos tanto al principio de la autoridad, que querríamos aplicarlo en toda su rigidez al estudio de las humanidades. Pero antes de sacudir su yugo, es menester examinar los preceptos, ver si están o no conformes con la razón filosófica propia de la ciencia, estudiar los modelos, conocer y sentir sus bellezas y defectos. ¿Esto es lo que hace nuestra juventud actual, despreciadora de los idiomas sabios y del patrio, y qué va a buscar en los poetas franceses del día los giros que usan en sus composiciones?




ArribaAbajoArtículo II

La ausencia del genio poético, el fermento político introducido hasta en la literatura, la presunción ambiciosa y el desprecio a los estudios y modelos literarios, consecuencias todas del espíritu filosófico del siglo anterior, han introducido en la república de las letras una anarquía muy semejante a la de las ideas morales al fin de dicho siglo. Nada hay ya cierto y seguro: todo es problemático: se han falseado hasta los sentimientos primitivos e indelebles del corazón humano, y la mayor monstruosidad, así en literatura, como en moral y en política, encuentra quien la aplauda, quien la envidie y quien se desviva por imitarla. Tan cierto es que la poesía es el reflejo de la sociedad, y que el giro de las ideas y de los sentimientos se ha de hallar necesariamente representado en las composiciones que hablan al corazón y a la imaginación.

Muchas veces hemos repetido, en el examen que hemos hecho del carácter actual del teatro, que nosotros no tanto atendemos a las formas dramáticas, como al resultado de la pieza; esto es, a los sentimientos que deje en el corazón, y a los impulsos que dé a la fantasía leída o representada. Lo mismo decimos de la lírica y de la epopeya; lo mismo de la sátira y de la elegía. Algunos han creído hacer un gran esfuerzo de genio renunciando a las formas clásicas del teatro francés. ¡Qué pobreza! ¿Y eso se llama originalidad? ¿Pues quien ignora que es un plagio de Shakespeare y de Calderón? Pero lo que no han podido hacer es, renunciando a aquellas formas, hacernos derramar lágrimas por la suerte de un padre abandonado, como el rey Lear, por una hija ingrata; presentarnos el grandioso carácter de un marido, como D. Gutierre Alonso de Solís, que venga su honor ultrajado; elevar nuestras almas a la altura de   —34→   un héroe como el Sertorio de Corneille, o enternecerla con los gemidos de una madre afligida como la Andrómaca de Racine. No nos cansemos: la variación de las formas a que dan tanta importancia nuestros dramáticos actuales es una cosa indiferente. Calderón y Moreto hubieran hechizado también a su siglo, aunque la moda les hubiese obligado a obedecer estrictamente las unidades de Boileau; y Corneille y Racine hubieran sido también dos grandes poetas trágicos, aunque hubiesen adoptado las licencias de Lope. Tenían genio, y al genio no le asustan las dificultades, ni él abusa de la facilidad.

Otro tanto diremos de las formas líricas. Algunos creen haber hecho una innovación, variando de metros en la oda: cosa antigua por lo menos como Sófocles, Eurípides y Píndaro, y que en Francia ni aun tiene el mérito de la novedad, pues la puso en práctica Racine en los coros de la Atalía y de la Ester, y Juan Bautista Rousseau en muchas de sus composiciones. Solo reparan en estas niñerías los ingenios que no son capaces de elevarse a otra región.

Vengamos ya al fondo de los pensamientos, en el cual hay una diferencia muy notable entre los poetas del día y sus antecesores. También se sentirá en esta parte la funesta influencia de la época. Las revoluciones nos han dado el espectáculo triste, pero muy a propósito para escarmentar a los pueblos de la inmoralidad atrevida, elevada al poder, la cual en semejante caso no procura, como en otras ocasiones, encubrir con ninguna especie de velo su nativa deformidad. Sí: la generación actual y la pasada han sido testigos de lo que son capaces los hombres, cuando empeñados en hacer despreciables y en romper todos los vínculos sociales, no reparan en medio alguno para conseguir su objeto.

El odio a todo lo que sea o parezca religión, a las distinciones concedidas al mérito y a la virtud perpetuadas a las familias, a los tronos, y en general, a toda especie de gobierno legal, ha sido por muchos años un sentimiento bastante común en Francia, y en otros países a imitación de la Francia. Su terrible violencia produjo la revolución y ensangrentó la Europa. Y cuando ya empieza a calmarse esta infernal pasión; cuando los pueblos movidos por la experiencia, el desengaño, la razón moral y la política han llegado a conocer la utilidad, la necesidad misma de aquellas instituciones, y que su destrucción es mil veces más funesta que los mismos abusos inseparables de cuanto ha de pasar por manos de los hombres, una nueva escuela dramática, siguiendo los pasos de Schiller, Alfieri y Chenier, se empeña en desdorar, envilecer y hacer aborrecibles nombres célebres en la historia, corporaciones respetables y cosas y personas por todos títulos venerables, sin atender a ningún freno de decencia, exagerando los hechos, calumniando cuando no hallaban en la historia crímenes bastante odiosos que atribuir a sus personajes, y a veces contra el texto mismo de la historia, y en fin, ocultando cuidadosamente el bien que hicieron.

Pero aun cuando no calumnien, aunque sean hombres justamente execrados en la memoria de los humanos, como los de Nerón o de Alejandro VI, ¿qué placer o qué utilidad pueden recibir los espectadores de ver a semejantes monstruos pintados con la mayor exageración posible? Porque esta no falta nunca; y ningún tirano hay tan cruel en los anales del mundo, ni ningún demagogo tan perverso en sus revoluciones, como los que describen nuestros nuevos poetas. Y si a esto se añade el furor de colocar casi siempre al héroe entre el crimen y el suicidio, y la manía de someterle a las pasiones, que siempre triunfan, y sin lucha, de la razón, no podrá desconocerse en la literatura dramática actual la hija del materialismo de Diderot, educada entre los monstruos de la revolución francesa, sin ideas morales, sin sentimientos de honor, sin creencias religiosas.

Dirán que la descripción bien hecha de los hombres malvados es útil para conocer y detestar la perversidad, y corregirse. Nosotros lo negamos; primero, porque no admite la naturaleza humana el grado de perversidad que atribuyen estos dramáticos a sus héroes: segundo, porque nadie se corrige de aquellos vicios de que no se cree capaz. No hay ninguna mujer que se parezca a Lucrecia Borgia: no hay ningún hombre que se crea capaz de la perversidad de Antony. ¿Y cómo, aunque fuera así, se ha de corregir el espectador de los vicios coronados con cierta aureola brillante, y casi disculpados? ¿No es este camino más a propósito para hacer malvados a los hombres   —35→   por medio del teatro, como ya hemos visto desgraciadamente, que para corregirlos? Obsérvese que la mayor parte de los espectadores pertenecen a la clase media de la sociedad; es decir, no se hallan ni en la esfera del poder, en la cual tiene muy poca influencia la moral de la escena, ni en la clase ínfima, donde la miseria y la falta de educación suelen producir maldades y delitos. El auditorio generalmente se compone de la clase más culta e instruida de la sociedad; y va al teatro, no a estremecerse con las caricaturas de la perversidad, ni a asquear las horruras morales de la naturaleza humana, sino a recibir las impresiones plácidas de la benevolencia y de la compasión, a admirar los rasgos sublimes o las excelentes máximas, a temer los frutos infaustos de las pasiones exaltadas, o bien a reírse de los vicios y locuras de la especie humana, y tal vez de los suyos propios. Los personajes que ahora se presentan horrorizan, y el horror no es una pasión teatral, aunque el terror lo sea.

En nada se conoce más la falta de genio que en la exageración, porque el principal carácter de lo bello y de lo sublime es la sencillez. El verdadero genio da a sus cuadros proporción, armonía, naturalidad: la presunción quiere siempre ocultar su falta de originalidad dando a todos los objetos dimensiones gigantescas. Se creen grandes, porque nada de lo que pintan tiene su modelo en la naturaleza, y originales porque son absurdos.

Hase introducido en la nueva literatura la costumbre de despreciar los géneros bucólico y épico, y aun el lírico lo han reducido a una esfera sumamente mezquina, cual es la de aglomerar cuadros y reflexiones sin orden ni trabazón, sin cadena oculta que ligue los pensamientos de la oda, sin objeto final que sirva de móvil y de término a los sentimientos ni a las ideas del poeta. Repiten el famoso soneto de Lope de Vega, que después de haber descrito muy minuciosa y poéticamente un prado y una laguna, concluye así:


Y en este prado y líquida laguna,
Para decir verdad como hombre honrado,
Jamás me sucedió cosa ninguna.



El desprecio de los géneros de poesía, que arriba citamos, tiene su origen en el que se profesa generalmente a todo lo que no es de la época actual. Quieren elevarse deprimiendo a sus antecesores. Basta que aquellas composiciones poéticas fuesen ensalzadas en otro tiempo; o por mejor decir, basta que ellos no se sientan capaces de hacerlas, ni aun de emprenderlas, para que las crean despojadas de mérito. Sin embargo, la admiración de las acciones heroicas es natural al hombre, y le son tanto más agradables las descripciones de la vida campestre, cuanto le separa más de ella la excesiva civilización. Replican que los cuadros épicos y bucólicos, a fuerza de ser comunes están ya gastados. Lo mismo podría decirse de las pinturas de Ticiano o de Murillo. En las bellas artes lo bello nunca se gasta; o habremos de reducir las producciones del genio a la ruin suerte que tienen los pasajeros caprichos de la moda.




ArribaAbajoArtículo III

La prensa periódica, que tan grandes servicios hace a la humanidad bajo otros aspectos, es funestísima a la literatura, no solo por la precipitación con que es menester escribir para los diarios, y que no permite corregir, y a veces ni aun meditar lo que se escribe, sino también por la facilidad que ofrece a los genios aun no formados y sin instrucción de presentar al público sus indigestas e incorrectas composiciones, de satisfacer su presunción juvenil y de hacerse incorregibles. Hemos sido testigos de un suceso   —36→   lamentable, ocurrido por esta sed prematura de gloria que atormenta a los jóvenes. Uno de ellos, de muy corta edad, se suicidó en París porque le silbaron el primer drama que había dado al teatro. Ejemplo terrible de los funestos efectos de la incredulidad unida al orgullo.

No ignoramos que la palabra corrección disgusta a los que creen que para ser poeta bastan el genio y la inspiración. Voltaire, que fue desgraciadamente el maestro de su siglo en muchas cosas que no sabía; pero a quien nadie podrá negar el mérito de haber sido el primer literato de su tiempo, da en esta materia una máxima muy notable: debemos componer con todo el estro de la inspiración; mas debemos corregir con toda la frialdad de la crítica. El genio más grande, los pensamientos más felices no producirán sino mamarrachos insufribles, sino vuelven al yunque los versos inarmónicos, las ideas mal explicadas, las frases viciosas, las expresiones desmayadas, inoportunas o impropias. ¿Por qué nos desagrada tanto la lectura seguida de Lope de Vega, el poeta que más se ha entregado a su genio y que menos ha corregido? Porque sus versos excelentes están mezclados con defectos insufribles, que llegan algunas veces hasta la absurdidad.

Es un delirio creer que el periodo poético sale, como Minerva armada de la cabeza de Júpiter, enteramente perfecto de la pluma del poeta. Tal vez sucede así; pero en muy raras ocasiones. Lo más común es ocurrir un excelente pensamiento, y haber de luchar largo tiempo para expresarle debidamente, ya con la dificultad de la rima y del metro, ya con el lenguaje mismo para arrancarle, digámoslo así, las voces más gráficas o las frases más armoniosas. Añádase, que a pesar de toda esta contienda y trabajos, es menester que aparezca el periodo poético tan fácil como si hubiera ocurrido repentinamente. La inspiración pues, es para el pensamiento: la perfección del lenguaje es hija de la lima. Esta distinción importante no es conocida de los que afectan creer que los versos mejores son los que primero ocurren. Para convencerlos de lo contrario basta observar que ninguna composición improvisada ha merecido todavía pasar a la posteridad; ni se conoce ningún poema digno de la atención del público, entre los que componen los poetas llamados improvisadores. Volvamos a nuestro propósito del cual nos ha separado la necesidad de probar la importancia de la corrección.

La división en partidos de la actual república de las letras (si puede llamarse república la que en realidad no es más que anarquía) ha aumentado los males, no se trata ya de ser buen poeta o buen escritor, sino de ser clásico y romántico. La polémica de los partidos, en política y en literatura, es la comidilla de los que no tienen genio ni para gobernar ni para escribir. Se desciende muy pronto a personalidades en estas especies de contiendas; y ya se sabe lo que sirven las personalidades para la perfección de los estudios.

El desprecio que tan públicamente se hace por una de estas dos escuelas de las reglas y principios que forman el arte y la ciencia de las humanidades, y de los modelos que nos han dejado los grandes hombres que nos antecedieron promueve la ignorancia, y multiplica los monstruos. Se quiere que la poesía sea entre todas las bellas artes la única que no necesite estudios, y la más noble, la más sublime de todas puede ejercerse por cualquier ignorante, aun por el que no conoce el idioma en que se versifica. Es imposible decir un desatino más solemne.

Algunos lo disculpan, observando que esta es una reacción propia de la época, en venganza de la injusticia con que sus contrarios los clásicos desconocieron en el último tercio del siglo pasado el mérito de nuestros escritores dramáticos del siglo XVII. Nosotros somos los primeros en censurar esa injusticia; pero ¿cuándo se ha visto que la iniquidad de un partido santifique la reacción del opuesto? Tú has despreciado a Calderón y a Lope; pues yo desprecio a Corneille y a Racine. Esta es la lógica de las verduleras. ¿Conviene a los hombres que tratan de literatura y de crítica literaria? ¿No sería mucho mejor que celebráramos en cada uno sus aciertos y censurásemos sus faltas?

A la verdad, causa enojo oír a Montiano y Luyando, autor de dos tragedias detestables, decir en los prólogos, tan soporíferos como las tragedias, mil necedades contra nuestro antiguo teatro. Nos fastidiamos al leer en el prólogo que puso Moratín el padre a su triste comedia de La Petimetra, declamaciones contra las de Lope de Vega. ¿Ni quién sufrirá a Velázquez, en el indigesto compendio que escribió de la historia de   —37→   la poesía castellana, tomar el tono magistral y juzgar desatinadamente de lo que ni entendió ni fue capaz de entender? Estas críticas eran injustas, porque eran estúpidas. Mas no por eso hemos de tener por perfectos a los autores criticados. Son dignos de nota el prosaísmo tan común de Lope, la inmoralidad de Tirso, el gongorismo habitual de Rojas, las simetrías de Calderón, las chocarrerías, tal vez sustituidas por Moreto a la verdadera sal cómica. Estos defectos notó nuestro Luzán con sumo talento e imparcialidad, y estos defectos dieron lugar a las críticas impertinentes de sus sucesores. En Corneille y Racine se han notado también defectos; pero ni de unos ni de otros hemos de desconocer por estos lunares las excelentes prendas que poseyeron. La justicia literaria consiste en decir la verdad toda entera cuando se juzga a un escritor. Nada es más mentiroso que una media verdad.

En cuanto a las reglas, nuestra opinión es que las hay, como en la pintura y en la música. Sin reglas no hay arte. Acaso tal vez se han dictado algunas que no se deducen con todo rigor de los principios de la ciencia de la belleza: tal vez los escritores adocenados, que se han dedicado a colectarlas sin talento ni principios, tan supersticiosos adoradores de Aristóteles y Horacio, como incrédulos son sus adversarios, hayan promulgado como regla infalible lo que aquellos citaron solo como un uso admitido. Sirva de ejemplo la división del drama en cinco actos, que Horacio recuerda solo como una costumbre del teatro latino, aunque no faltan razones filosóficas para justificarla; pero no para hacerla tan obligatoria que sin ella sea despreciable una tragedia o una comedia bien escrita. Confesaremos, pues, sin dificultad que se han dado como cánones inviolables los que realmente no lo son; pero aseguramos al mismo tiempo que es falso todo cuanto se ha dicho de que ponen trabas al genio. Aseguramos más, y es que son favorables al poeta mucho más que esa ilimitada libertad que tan gratuitamente les ha querido regalar la nueva escuela.

El verdadero genio triunfa de todas las dificultades, y producirá siempre grandes cosas a pesar de los obstáculos que se le opongan. Hemos visto a los príncipes del teatro francés superar cuantos obstáculos les opusieron las leyes severas que tenía en aquella nación la poesía dramática, aun cuando todas esas leyes no fuesen, rigorosamente hablando, obligatorias. El teatro español del mismo tiempo, más libre de ataduras literarias, no desconocía sin embargo las de la moral y de la política. Uno y otro produjeron composiciones excelentes. En el día el drama ha roto todos los frenos, y ¿qué es lo que produce? ¿Qué uso hace el genio de tanta libertad como ha adquirido? Despeñarse.

Las reglas dan cierto estímulo para vencer los obstáculos que ellas mismas presentan; el talento se replega sobre sí mismo; adquiere nuevas fuerzas; medita, combina el plan; y porque trabaja más y estudia mejor la materia, siente más vehementes inspiraciones, y así llega a la perfección. El genio libre traslada al papel lo que primero le ocurre; no corrige; no contempla su asunto; marcha a su albedrío vagamente y sin dirección, y siempre falta a sus producciones la consistencia que resulta de las dificultades previstas y vencidas.

Hemos procurado exponer las diferentes causas que han producido la anarquía que se nota actualmente en la literatura, y que tienen suma conexión con la que se nota en el orden social. La principal de ellas, y que comprende a todas las demás, es la escasez del genio, la cual es producida por el carácter materialista que dieron a su época los filósofos del siglo pasado. Felizmente la sociedad va, aunque paulatinamente, recobrando bajo formas políticas más protectoras las ideas morales que antes la sostenían, y las creencias que se solicitó en vano destruir para siempre. Cuando se hayan restaurado enteramente, volverá a brillar el genio poético con nuevo esplendor, y los buenos estudios restablecidos perfeccionarán el buen gusto casi desconocido en nuestros días.





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ArribaAbajoDe los artículos gramaticales

Los nombres que imponemos a las sustancias, o son individuales, o abstractos. Los primeros designan suficientemente el objeto, y no tienen necesidad de ningún apósito para expresarlo. Alejandro, César, Roma, Madrid no necesitan de artículo.

Lo mismo podemos decir de los nombres propios de provincias o de partes del mundo, como Europa, Alemania, Andalucía, Italia. Sin embargo, el uso que frecuentemente se burla de las leyes de la lógica, permite que tal vez se les anteponga el artículo la femenino; bien que debemos tener presente que nuestro idioma no gusta de esta aposición. Rara vez la usaron los escritores de nuestro buen siglo. En francés es más común.

¿Procede el uso del artículo en este caso de suponer entendido el sustantivo provincia que se calla, diciendo, por ejemplo, la Andalucía, la Francia, en lugar de la provincia de Andalucía, la corona de Francia? ¿O bien de suponerse la palabra república, en atención a que se usa con más frecuencia de artículo, cuando la palabra se toma, no por el territorio mismo, sino por el estado? Porque nadie dice: voy a la Francia; pero pocos dejan de decir: la Francia está dispuesta a sostener la causa de los griegos.

En los nombres propios de los ríos es más común el uso del artículo en las lenguas modernas; y aunque Argensola haya dicho poéticamente:

No sufre Ibero márgenes ni puente:



lo común es decir: el Ebro, el Tajo, el Tíber. Aquí se conoce claramente la elipsis de la palabra río, que se sobreentiende.

Finalmente, en algunas provincias suelen anteponer el artículo femenino a los nombres de mujeres, cuyo uso adoptó Fray Luis de León en la traducción de las églogas de Virgilio. Los nombres propios de mares casi se miran como adjetivos; el Océano, el Báltico, el Mediterráneo son expresiones usuales, en las cuales se omite el sustantivo mar, así como en los de montes se suprime este.

Estos caprichos y anomalías del lenguaje nada prueban contra el principio lógico; a saber: que los nombres individuales no necesitan de artículo.

No así los nombres abstractos de género, especie o calidad, o de los seres creados por la imaginación, como animal, hombre, verdura, muerte. Cada uno de ellos representa, no un individuo existente en la naturaleza, sino una fórmula general, en la cual se comprenden muchos individuos, o una cualidad común a toda la especie. La palabra vid es una especie de fórmula algebraica, en la cual están comprendidos todos los arbustos que gozan de ciertas cualidades comunes y conocidas: cuando el vocablo prudencia representa una sola calidad común a muchos individuos. Todo el saber humano consiste en hacer bien estas clasificaciones, así como todos los errores proceden de falsear la significación que se haya dado a estas fórmulas.

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Pues ahora bien: cuando sea necesario reducirlas a que signifiquen un solo individuo, el cual no queremos, o no podemos, o no debemos representar por un nombre individual, es menester que expresemos esta reducción por un signo, que es el artículo. Artículo, pues, es aquel signo por el cual limitamos a significar uno o muchos individuos, las fórmulas generales que representan una especie o un género.

La necesidad de los artículos procede de lo imposible que es crear nombres individuales en todas las clases de objetos. Si se dan nombres propios a los individuos de la especie humana; si entre los árabes se dan a los caballos por el aprecio particular que este noble animal les merece, no es posible hacer lo mismo en las otras especies, ni en las de árboles, plantas, flores, etc.

Además, aun en la misma especie humana muchas veces no conocemos el nombre propio del individuo: otras no queremos por desprecio o por ira pronunciarle. En fin, algunas no debemos, como cuando queremos expresar un solo individuo; pero sin determinar cuál es, en cuyo caso el artículo toma el nombre de indefinido.

Conocida bien la naturaleza del artículo, y su división en definido e indefinido, pasemos a explicar cuáles son los que tenemos en castellano, que seguramente son más de los que se asignan en las gramáticas vulgares.

Toda expresión apósita al nombre apelativo, que sirva para reducirlo a significar un individuo fijo y determinado, es artículo definido.

El libro que compré: voy a mi casa: estuve en tu campo: dame esa espada: aquel hombre que vino: esta fuente: su serenidad me admira, son frases en las cuales los apósitos, escritos en bastardilla, son verdaderos artículos; pues no tienen más uso que reducir a significación individual las voces genéricas que afectan. En vano se dirá que traen además consigo las ideas de posesión o de situación relativa al que habla, y que así son adjetivos; porque no son esas ideas las que se quieren expresar entonces, sino valerse de ellas para coartar la significación del nombre. Cuando digo: dame mi libro; si bien supongo que el libro me pertenece, no quiero hacer valer la propiedad, sino darle a la voz genérica libro una señal que distinga el individuo de que hablo. Cuando quiero fijar la atención sobre la pertenencia, digo: dame ese libro, que es mío, en cuyo caso mío no es artículo, sino adjetivo de posesión.

Del mismo modo, cuando digo: mira esos campos, el apósito no hace más que designarlos; pero cuando Orosman, presentando el cadáver de Jaira a su hermano, le grita:

...Mírala: ¿no es esta?



la palabra esta, que encierra un terrible sarcasmo, no es ya artículo, sino un adjetivo de posición.

Los gramáticos han llamado muy impropiamente pronombres posesivos y demostrativos a los que nosotros llamamos adjetivos de posesión y de situación, porque expresan una verdadera cualidad.

Hemos visto que en unos casos son meros artículos, y en otros adjetivos, y el instinto ha bastado para que se distingan en la pronunciación; porque en el primer caso nunca llevan acento, y en el segundo sí, como puede verse en los siguientes ejemplos:

Id y disfrutad vuestras heredades.



no es verso; porque nuestros es aquí artículo, y no tiene acento. Al contrario

Estos campos son nuestros, disfrutadlos



es endecasílabo y tiene acentuada la sexta, porque nuestros es adjetivo.

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Del mismo modo

Ven a disfrutar estas diversiones



no es verso, y lo es:

Son los halagos estos, o perjuro, etc.



Artículos indefinidos son los que designan un solo individuo; pero sin determinarlo. Un príncipe ha venido: he visto algunos soldados: leí unos libros.

La supresión de todo artículo denota siempre una parte o porción indeterminada; de modo que equivale a un artículo indefinido o partitivo. Como en estos ejemplos: Dame pan: traeme libros: necesito dinero. Estos ejemplos son fáciles de comprender.

No lo es tanto el uso del artículo definido o indefinido en algunas frases en que no tiene los oficios que acabamos de expresar, por conservarse en el nombre toda su generalidad. De esta especie son las proposiciones en que se afirman propiedades esenciales de los objetos, en las cuales se usan o se suprimen a voluntad los artículos.

Isla es un terreno cercado de agua: el círculo es el espacio encerrado dentro de la circunferencia: un hombre es un animal dotado de razón.

Estas varias maneras de designar en estos casos el nombre con artículo definido o indefinido o sin él nos parece que son un medio más de que se vale el lenguaje para denotar lo esencial que es el atributo al sujeto; pues en parte o en todo, definida o indefinidamente, siempre se corresponde e identifica con él.

Cuando dirigimos la palabra a un objeto cualquiera se suprime el artículo; pues entonces bastante individualizado está con hablarle. Así en castellano, siempre que se usa de la interjección o unida a un nombre no se pone el artículo. Al contrario sucede muchas veces en francés: ¡Oh le coquin! ¡O pícaro!

Los nombres abstractos de cualidades llevan ante sí el artículo definido o indefinido, según las circunstancias. Dícese: la verdura del prado: una verdura muy agradable: campos de verdura. En este caso el uso o la supresión del artículo produce efectos análogos al de los nombres genéricos o específicos.

En poesía debe usarse con mucha sobriedad del artículo indefinido, cuyo sonido es desagradable en castellano, además de hacer la frase prosaica. Un, unos, algún, algunos rara vez producen buen efecto en la versificación. Hacemos esta advertencia porque los vemos prodigados por los poetas de nuestros días, que tienen a gala no leer a León, Herrera ni Rioja, y se extasían ante Víctor Hugo.




ArribaAbajoCuestión del verbo único

Hay entre los escritores de gramática general una disputa muy reñida acerca de la naturaleza del verbo, elemento esencial de la oración. Unos lo contemplan como   —41→   expresión compuesta de otras dos, que son, el verbo ser llamado sustantivo, y base común de todos los verbos, y de un adjetivo que representa calidad, acción o pasión. Descomponen, por ejemplo, la expresión yo amo en estas dos: yo soy amante, o mejor, yo soy amando: esto es, yo existo amando. Si se les dice que ningún idioma admite esta descomposición sino en muy raros casos, responden que no por eso deja de descomponerse así la idea, aunque el genio del lenguaje común no la admita. En el idioma hablado no podrá hacerse esa descomposición; pero sí en el idioma pensado.

Otros, atendiendo al origen del lenguaje y al modo probable y natural con que se formó, atribuyen la invención de los verbos al deseo de suplir con la voz el gesto con que antes se indicaba la acción o la pasión. El verbo rogar, por ejemplo, fue posterior al gesto de un suplicante que representaba su significado, y que lo representa todavía cuando el que oye no entiende el idioma del que habla. Bajo este punto de vista es imposible dar un elemento común a todos los verbos, como quiera que cada uno ha procedido de la diversidad de las acciones, situaciones y propiedades que el hombre observa, y que quiere expresar, primero con el lenguaje de acción y después con el oral. Aún hay más. Los verbos que representan ideas más abstractas y generales han debido ser los últimos que se inventasen; pues los objetos sensibles e individuales han sido los primeros en llamar la atención así de los individuos como de los pueblos. Es preciso que haya adelantado la civilización para inventar las voces saber, ignorar, meditar, abstraer, opinar y otras que suponen el uso frecuente del raciocinio y una inteligencia cultivada. Ahora bien: no hay ninguna idea más abstracta ni más general que la de la existencia; por tanto el verbo ser que la representa, fue uno de los últimos que se inventaron, y su uso no llegó a hacerse tan general como ahora lo es, sino cuando el lenguaje empezó a pulirse y perfeccionarse. Compruébase esta teoría con el estilo de la Sagrada Escritura en los libros del Antiguo Testamento, en los cuales no hay elipsis más frecuente que la omisión del verbo sustantivo. ¿Cómo, pues, ha de ser base de todos los verbos el que fue posterior en su creación a la mayor parte de ellos, si no a todos?

En nuestro entender esta disputa no procede sino del diverso aspecto, bajo el cual ha considerado esta materia cada uno de los contendientes. Si atendemos al origen y formación del lenguaje; si estudiamos el genio de los diferentes idiomas, es claro que ni existió al principio, ni es posible, generalmente hablando, la resolución de los verbos en el sustantivo y un adjetivo, participio o gerundio. Pero si atendemos a la deducción filosófica de las ideas, es indudable y evidente aquella resolución.

Cuando dijésemos: el sol ilumina la tierra, no puede negarse que en la palabra ilumina, además de los accidentes gramaticales de voz, modo, tiempo, número y persona (que son indiferentes en esta cuestión) hay encerradas dos ideas: la primera es la de la existencia del sol, y la otra la manera de existir del sol, que es iluminando la tierra. Ambas las afirmamos del supuesto de la oración, y la afirmación de una y otra está incluida en el verbo, o absolutamente como en el ejemplo actual, que es del modo indicativo, o relativamente a otras circunstancias como en los demás modos. Ambas, pues, son esenciales al verbo. Sin la segunda no hay acción, pasión ni propiedad atribuida al sol: sin la primera no hay afirmación. Usemos si no del gerundio o del verbal que representan meramente la acción: digamos: el sol iluminador de la tierra, o el sol iluminando la tierra, y quedará el sentido incompleto, porque nada hasta ahora se ha afirmado del sol.

Enhorabuena, pues, se nieguen los idiomas a admitir esta descomposición: enhorabuena sea mal dicho el sol es iluminante la tierra o de la tierra, o el sol es iluminando la tierra: enhorabuena las frases el sol es iluminador de la tierra, el sol está iluminando la tierra signifiquen en ciertos casos una cosa diferente de la que indica la oración que nos ha servido de ejemplo. No por eso deja de ser cierta la existencia de las dos ideas. Es, pues, cierta en filosofía la opinión del verbo único. Decimos en filosofía, esto es; en el análisis de las ideas que contiene todo verbo.

Toda oración es la expresión de un juicio, es decir; de aquel acto del entendimiento por el cual concebimos que una idea está incluida en otra. En esta parte las ideas de acción son lo mismo que las de pasión o de propiedad; de todas puede afirmarse o negarse que estén incluidas en la de un sujeto. Una misma es la esencia de los   —42→   juicios expresados en estas dos proposiciones: el sol es centro de los movimientos planetarios, el sol ilumina la tierra, aunque la primera sea, como dicen los gramáticos, oración de verbo sustantivo, y la segunda de verbo activo. ¿Por qué? porque el verbo activo encierra necesariamente en su idea la del verbo sustantivo.

Lo mismo podemos decir del verbo pasivo. Aun en los idiomas que tienen voz pasiva puede descomponerse el verbo en cuanto a las ideas; y en los que no tienen aquella voz se descompone también en cuanto a la expresión: Manlio fue precipitado de la roca Tarpeya representa verdaderamente la pasión de Manlio. Los enemigos del verbo único no lo quieren así, y dicen que el participio precipitado no denota acción ni pasión, sino el estado en que quedó aquel héroe después de su suplicio, y comprueban su dictamen en el nombre de participio de pretérito que se ha dado a los pasivos, por cuanto se refieren siempre a una acción anterior. Sea así; pero tampoco nos negarán que por la figura metonimia es fácil tomar el efecto por la causa, y expresar con la voz que significa el estado, la misma acción que sufrió y que produjo aquel estado. Así vemos que la lengua latina, en la cual hay tiempos que tienen pasiva y tiempos que no, da a unos y a otros el mismo régimen. Tan de pasiva es esta oración, dux à militibus interfectus est, como esta, dux à militibus interficitur. Una misma es la construcción de una y otra, y en castellano son sinónimas estas dos frases: el general fue muerto por los soldados: los soldados mataron al general. Si el participio muerto solo representa un estado y no una acción sufrida, ¿cómo se le da el régimen por los soldados? Los verbos que solo representan una situación, como amanecer, estar, crecer, vivir, morir, envejecer y otros muchos no admiten régimen sino figuradamente.

Es muy común en las lenguas hacerse propias por el uso de las expresiones que se introdujeron en virtud de alguna traslación o de otra figura. Sirvan de ejemplo las voces que representan operaciones del alma, introducidas primero metafóricamente, y que después han llegado a ser tan propias, que el lenguaje no las admite ya en su primitiva significación. ¿Quién llama en el día discurso al acto de correr de una parte a otra, ni reflexión, como no sea en física, al rechazo de los cuerpos elásticos? Los participios pasivos que empezaron significando una situación, han llegado, pues, a representar muy propiamente una pasión.

Es innegable, pues, que la idea de la existencia entra en la composición de todos los verbos activos o pasivos, y que ideológicamente hablando, no hay más que un verbo, siendo los otros compuestos de este verbo y de un adjetivo, puédase o no hacer esta descomposición en los idiomas.

Mas no por eso se crea que adoptamos la idea de Desttut-Tracy, de que sería muy conveniente la creación de un idioma filosófico; esto es, arreglado a las nociones de gramática general. Aquel profundo metafísico conocía muy bien la deducción y expresión de las ideas; pero ignoraba o manifestó olvidar la ideología peculiar de la imaginación y de los afectos. El hombre necesita de estos, porque son sus fuerzas vitales; de aquella, porque es la fuente de sus placeres más puros, inocentes y agradables; y las especulaciones de la filosofía, áridas en comparación de los movimientos animados de la fantasía y del corazón, no le harán renunciar al idioma ardiente, figurado, armonioso y arrebatador que les es propio. Así se explica por qué todos los idiomas sin excepción han conservado las interjecciones, voces las menos filosóficas posibles, pues por sí solas nada analizan.

Y así se explica también por qué es tan difícil reducir a un sistema ideológico los idiomas; porque si se exceptúan un corto número de reglas generales, todos ellos han sido producto de la imaginación, de las pasiones y de las necesidades humanas, tan variadas en las diferentes naciones. El filósofo puede y debe analizar las operaciones de la mente en la formación de las ideas, juicios y raciocinios; pero los que crearon los idiomas ¿habían hecho esta sabia y profunda análisis?



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ArribaAbajoAcentuación castellana, universal y consecuente: colección de vocablos de dudosa ortografía. Por D. Gregorio García del Pozo.- Madrid, 1839

De estos dos opúsculos sobre nuestra ortografía nos ha parecido más interesante el primero que trata de la acentuación. Como es sumamente breve, y solo presenta resultados sin teoría ninguna anterior, ni pruebas de los principios que establece, es fácil que al dar cuenta de estos opúsculos, caigamos en algunos errores que una más lata explicación pudiera habernos evitado.

Pondremos un ejemplo de esta dificultad. El autor dice que «no se usa ya del acento grave, ni de la sinéresis; pero que deberían usarse». Nosotros no estamos convencidos ni de la necesidad ni de la conveniencia de estos dos signos; pero acaso si se hubieran propuesto algunas razones, desistiríamos de nuestra opinión.

En cuanto al acento grave, al cual llama dominante grave o de tono bajo, no hace más que poner este ejemplo: ¿Vendré o qué haré? en el cual acentúa la última del primer futuro con acento agudo, y la última del segundo con grave. No hallamos en la pronunciación de estas dos palabras motivo alguno para la diferencia: tampoco la hallamos ni en el uso común ni en el de las personas instruidas. Si los signos acentuales deben ser imágenes de la pronunciación, donde esta no varía debe conservarse el mismo signo.

La sinéresis nos parece inútil: 1.º porque la u después de q lo es, y debería suprimirse. ¿De qué sirve un signo que nada representa en la pronunciación, y no hace más que aumentar esta regla en la ortografía: no suena la u después de q? 2.º porque después de g en las sílabas gue, gui, donde realmente es útil la u, basta dar por regla general la pronunciación de estas sílabas, y señalar con la diéresis los casos de excepción.

Agrádanos todo lo que contribuya a homologar los signos con la pronunciación. Nosotros quisiéramos que se adoptase generalmente el uso de escribir con i latina la conjunción copulativa y, como lo hace nuestro autor; pero no sabemos por qué ha de escribirse diftongo, triftongo, cuando la pronunciación castellana es diptongo, triptongo. Es ya tarde para restituir la pronunciación griega o latina de estas palabras.

El autor hace una excelente observación sobre la vocal dominante, que es la más llena, en los diptongos y triptongos. Esta observación es muy útil en la poesía en el uso de los asonantes. Por ejemplo, no pueden ser asonantes albeitar y herida; pero sí albeitar y perra. Una de las reglas que establece es, que entre la i y la u es la más llena la que esté posterior: mas nos parece que esta regla sufre una excepción en la voz descuido, que es asonante de mudo y no de herido, aunque algunos lo usan de esta última manera.

En cuanto a las palabras agudas, hace distinción el autor entre las agudas y las agudísimas. Estas segundas parece que son las que acaban en vocal acentuada, y las primeras las que acaban en consonantes o en diptongo, cuya última vocal no es la llena, como Sabau. En efecto Sabau es asonante de los agudísimos Alá, allá, Sabá. Conocemos el principio filosófico de donde procede esta diferencia. Las consonantes y las segundas vocales   —44→   de los diptongos en fin de dicción han de quitar parte de su fuerza a la vocal sobre que carga el acento. Pero si bien apreciamos en lo que merece esta observación, y puede contribuir al estudio de los elementos del habla, no la creemos útil en la práctica, ni mucho menos nos parece conveniente inventar un signo nuevo para consignarla. Nuestra razón es la siguiente:

Cuando pronunciamos estas dos palabras amar, amará, nos basta saber por los signos y reglas ortográficas que las últimas sílabas son agudas para cargar sobre ellas el acento, que es cuanto debe exigirse de la ortografía, aunque después al pronunciarlas no sea posible que suene tan aguda la primera como la segunda. ¿Por qué, pues, hemos de emplear un signo nuevo para hacer una cosa que no es posible dejar de hacerla? Simplifiquemos la enseñanza. Mas no por eso omitirá el buen profesor advertir esta diferencia a sus alumnos.

En la versificación, donde es más necesario el conocimiento de los acentos, el mismo efecto hacen las voces agudas que las agudísimas, en cuanto a la medida y a los hemistiquios: por tanto es también inútil para ella la duplicidad del signo.

No nos parece igualmente filosófica la división de las voces graves o llanas, (como las llama nuestro autor), en graves terminadas en vocal y en graves terminadas en consonante; porque en unas y otras es siempre el mismo el valor de la sílaba acentuada, sin admitir menoscabo alguno por la consonante final, que está demasiado lejana de ella para afectarla. Igualmente suenan las penúltimas de padre y de cárcel. Pero nos agrada la distinción de los esdrújulos en los que tienen acentuada la antepenúltima, y los que llevan el acento en una sílaba anterior, como habiéndoselas, quítaselos. El autor llama a estas voces esdrujulísimas; pero como no conocemos ninguna en castellano, sino las que llevan al fin los pronombres enclíticos me, nos, etc., nos parece conveniente que se advirtiese que no hay palabras de esta clase en nuestro idioma, sino por aquel accidente gramatical. Trae un ejemplo, quitándosenoslo, que rara vez tendrá lugar en el uso de nuestra lengua; porque es raro que un verbo pueda regir tres casos diferentes.

En cuanto a las voces que el autor llama equívocas dominantes, están bien advertidas en la ortografía para que se sepan distinguir los casos en que deben llevar acento; mucho más, cuando varias de ellas son monosílabas. Es indispensable saber cuando carga el acento, y cuando no, en las palabras se, si, como, donde, y otras. Lo mismo decimos de las que el autor llama equívocas antesumisas que son las mismas que las anteriores cuando no llevan acento. Estas reglas y la de las pequeñas inequívocas pueden someterse a una ley general, y es: que no se pronuncian acentuadas las voces que representan artículos, preposiciones o conjunciones; porque estas voces nada significan por sí mismas, y hacen esperar siempre un nombre o un verbo, al cual se incorpora su pronunciación. El autor indica esta regla al fin de la página cuarta y principio de la quinta. Somos de su opinión en cuanto a suprimir el acento en las vocales a, e i, o, u, cuando la primera es preposición, y las otras cuatro son conjunciones.

Hechas estas observaciones sobre la pronunciación de las palabras, pasa el autor a explicar las reglas ortográficas, que se reducen a las siguientes.

Acentuar las voces agudísimas, esto es, las agudas que acaban en vocal, las graves que acaban en consonante, las equívocas y las esdrújulas. Esta es la regla general.

Las excepciones se dirigen a evitar superfluidad o ambigüedad. La primera es no acentuar, por motivo de la consonante final, las palabras acabadas en s, como los plurales de los nombres, ni los patronímicos o nombres propios acabados en ez o en iz, como Ramirez, Benitez: ni los tiempos de los verbos acabado en n. Esta excepción se quebranta muchas veces, como la de la s en los plurales; pues se escribe cafés, median del verbo medir. Mejor hubiera sido añadir a la regla general que los plurales llevan acentuada la misma sílaba que los está en el singular, a cuya regla no conocemos más excepción que la de carácter caracteres, y que en los verbos, cuando para evitar ambigüedad se acentúe una sílaba, debe seguir acentuada en todas las personas del mismo tiempo.

Otra excepción es la de los pretéritos en la que, fuera del caso de ambigüedad, no es menester acentuar.

Otra: la de los superlativos regulares, que es superfluo acentuar.

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Otra: la de los vocablos compuestos, como los adverbios en mente, que tienen dos acentos en la pronunciación, y conviene marcar el primero.

Hemos dejado para el fin las dos excepciones relativas a las vocales unidas por ser las más importantes, y no muy conocidas.

Las reglas son estas:

1.ª Cuando de dos vocales finales no dominantes la primera no es i ni u, la palabra es esdrújula, y debe acentuarse la antepenúltima: como área, héroe, etéreo. Si la primera es i o u, la voz acaba en diptongo, y es grave, como gracia, virginia, mutua.

2.ª La i y u dominantes, inmediatas a otra vocal, o precediéndose una a otra, deben acentuarse, como ganzúa alegría. ¿No pudiera omitirse el acento por excepción en los desílabos graves, como pua, rio (nombre y verbo), Clio, en los cuales es superfluo, excepto el caso de ambigüedad, como creo, creó.

Estas son las observaciones que nos ha sugerido la lectura y estudio de este pequeño cuaderno, cuyo objeto es sumamente recomendable, pues se dirige a simplificar a nuestra ortografía.

El segundo cuaderno muestra como deben pronunciarse muchas voces exóticas, ya de nuestro idioma, ya de otras lenguas, muertas y vivas, introducidas en el castellano. Esta instrucción es muy útil, pues deben acentuarse de la manera que las pronunciamos. Solo haremos aquí una reflexión que no dirige al autor de estos opúsculos, sino a los escritores que miran como un sacrilegio escribir los nombres de otras naciones, sino como en ellas se escriben, sin atender al uso de nuestros buenos hablistas. No escribirán Renato por Rané, ni Burdeos por Bordenaux, ni Juan por John, aunque les costara un ojo de la cara. Nosotros creemos, que si bien acomoda seguir la escritura y pronunciación extranjera en las voces que aún no se han aclimatado en nuestra lengua, no así en las que ya están consagradas por el uso. Sería una insensatez escribir o pronunciar en castellano London, Bayone, Rhone, Maint, Warsauz, en lugar de Londres, Bayona, Ródano, Maguncia, Varsovia.



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