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ArribaAbajoDe las figuras de palabras

Se da este nombre a las variaciones que se hacen en la frase, sin producir alteración alguna en los pensamientos. Cuando se comete un tropo hay variación no solo en las voces, sino también en las ideas, pues estas se modifican expresadas por otras nuevas. Las voces trasladadas recuerdan por lo menos objetos en que no pensábamos al concebir el pensamiento principal, y recuerdan además la relación que tienen con él: así solo por un extraño abuso del lenguaje han podido llamarse figuras de palabras. Pero las gramaticales nada añaden ni quitan a las ideas; y solo mudan las voces.

Sin embargo, esta mutación, que parecerá insignificante al ideólogo, no lo es al humanista, ni lo debe ser. La armonía de la sentencia depende en gran parte de las letras y acentos que componen las palabras; el lenguaje propio y exclusivo de la poesía se complace en las trasposiciones atrevidas, en la supresión o repetición de voces, en construcciones desusadas que no se atrevería a emplear el prosista, en fin, en el uso de palabras ya anticuadas, que dan a la frase cierto sabor de venerable sencillez. Judicium aurium superbum, dice Quintiliano. El juicio del oído es muy delicado: y las voces, y no los pensamientos, son las que hacen impresión sobre el oído. No hay, pues, una pedantería más insufrible que burlarse de la solicitud con que los buenos escritores han procurado   —46→   en todas las naciones sobornar al juez de primera instancia en todas las composiciones literarias: esto es, al oído. Quien desprecia ese cuidado no escribirá nunca como Cicerón, Fénelon o Racine.

La teoría del Hipérbaton o transposición, está muy ligada con los principios de la ideología, aunque parezca contraria a ellos. Claro es que en toda oración, esto es en todo juicio enunciado, debe presentarse antes al entendimiento la idea, de la cual se afirma alguna cosa, después sus accesorios y modificativos, y en último lugar aquella que afirmamos de la idea. Las palabras naturalmente deben seguir este orden regular o lógico, cuando solo se trate de juzgar: así como cuando raciocinamos, colocamos el consecuente después del antecedente: esto es, primero enunciamos la proposición que contiene a la otra, y después la que percibimos que está contenida en la primera. Así se procede en matemáticas, cuyo lenguaje es altamente lógico, no solo porque se versa sobre objetos exactamente mensurables, sino también porque no pueden excitar pasiones que conmoviendo el corazón, perturben por consecuencia el orden tranquilo con que el entendimiento percibe y coloca las ideas. Rousseau ha dicho, y no fue esta una de sus paradojas, que si hubiesen existido hombres interesados en negar la propiedad del cuadrado de la hipotenusa, no hubieran faltado escritos y argumentos contra ella.

Hemos explicado el orden regular y lógico de la oración; pero este curso tranquilo, monótono y constante desaparece apenas la fantasía o el corazón se sienten conmovidos. Entonces deja de ser natural la filiación de las ideas; y lo que verdaderamente exigen la pasión o la imaginación, esto es, la naturaleza del hombre, es que se coloquen los objetos y las voces que los representan, no según su dependencia ideológica, sino según el grado de interés que excitan en el que habla. Este nuevo orden, dictado por la pasión o la fantasía, es el que se consigue expresar por medio de la trasposición.

No todas las lenguas tienen igual libertad e iguales recursos para trasponer las palabras. Los humanistas han observado que las lenguas antiguas, formadas en épocas en que los hombres raciocinaban menos y sentían más, son las que admiten mejor el hipérbaton, fenómeno que comprueba la teoría que hemos explicado anteriormente. También se ha observado, y la razón lo dicta, que los idiomas, más libres de artículos, preposiciones y verbos auxiliares, se prestan mejor a alterar el orden de la colocación; y nuestro Luis de León arrostró una empresa superior a las fuerzas de la lengua castellana, cuando en los Nombres de Cristo se empeñó en comunicarles el genio traspositivo de la latina. En efecto, el castellano, aunque menos trabado que otros idiomas modernos, sin pasiva, con verbos auxiliares, con artículos y sin declinaciones no podrá jamás competir en esta parte con el bello lenguaje de los señores del mundo, libre y majestuoso como ellos.

Pero un hecho, tan averiguado e indudable, como decisivo en la materia, es que no hay idioma alguno, por esclavo que sea de las leyes de su gramática, que no haya concedido el permiso más o menos lato de trasponer a sus poetas. Si nosotros no podemos decir, como Tomé de Burguillos hablando de un gato enfurecido:


En una de fregar cayó caldera,



podemos con León llamar a Dafnis


De hermosa grey pastor muy más hermoso.



¿Por qué se permite a los poetas la trasposición que en prosa sería justamente censurada? Porque si esta figura se opone a la lógica de las ideas, es muy conforme a la de las pasiones; y el lenguaje poético es el idioma de la pasión, o por lo menos de la fantasía exaltada.

El Arcaísmo, o el uso de voces anticuadas pertenece también al dominio de los poetas, aunque no esté prohibido a los oradores, ni a los escritores de otros géneros en prosa. El principio es que las palabras y locuciones antiguas dan dignidad al lenguaje; pero en esta parte, como en casi todas las demás de la literatura, la dificultad está en la feliz aplicación, en el tino y acierto de la introducción.

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Sin embargo, puede asegurarse por regla general, que serán felices los arcaísmos siempre que representen con una voz o frase de buena formación y sonido lo que según el estado actual de la lengua requeriría un giro o vulgar, o prosaico, o que destruyese la armonía. No aconsejaríamos a nadie que dijese magüer en lugar de la expresión poética si bien: pero ¿por qué no ha de decirse asaz en lugar de bastante o harto, que son prosaicos? ¿No es mejor el caecí en un prado de Berceo, que vine a parar a un prado? ¿Qué tienen de malo las flores bien olientes de aquel antiquísimo poeta? Pero lo repetimos: todo depende del tino y del juicio. El estudio de nuestro idioma puede y debe proporcionar a nuestros poetas el uso y rehabilitación de muchas voces y frases, sepultadas ya en el polvo de los arcaísmos, y que no debieron serlo nunca; porque se han perdido sin tener otra cosa que poner en su lugar. Dígalo si no la negligencia con que se dejó perder en nuestro idioma el régimen de los participios activos.

Elipsis o supresión es una figura que no ha tenido su origen en el deseo de la elegancia, sino en la propensión natural al hombre de evitar el trabajo inútil. Usamos de ella aun en los raciocinios más abstractos, aun en el lenguaje de las ciencias. Apenas pronunciamos cuatro frases seguidas, aun en el uso común de la vida, sin omitir algunas voces, que aunque necesarias para el completo sentido, las suple fácilmente el que nos oye.

Eneas dice, hablando a su hijo:


Disce puer, virtutem ex me, verumque, laborem
Fortunam ex aliis.


La virtud y la gloria de mí aprende:
y de otros la fortuna.



en donde el verbo aprende, está suprimido en la segunda frase. Rioja dice, hablando de Atenas y Roma:


Que no os perdonó el hado, no la suerte,
¡Ay! ni por sabia a ti, ni a ti por fuerte.



donde a la belleza de una elipsis muy oportuna se añade la de la repetición que no lo es menos.

Muchas figuras de palabras tienen por único objeto la armonía: tales son la sinalefa, la aféresis, la síncopa y la apócope. En prosa solo pueden emplearse en los casos que ha permitido el uso; como del hombre en lugar de el hombre, norabuena, por enhorabuena, hidalgo en vez de hijodealgo, algun por alguno. Pero en verso se extiende más esta licencia.

La sinalefa no solo se comete, sino casi siempre es de rigoroso precepto en cuanto a no contar como sílaba para el verso la de la vocal elidida.

Estos, Fabio, ¡ay dolor! que ves ahora.



En este verso la última sílaba de Fabio no se cuenta.

La aféresis se permite algunas veces; pero solo en voces compuestas de preposición al principio y cuando esta no es necesaria: como sangrentada por ensangrentada. Pero para estas licencias y otras de la misma especie, se necesitan ejemplos o modelos autorizados. No así para la sinalefa, cuyo objeto es evitar el hiato que producirían dos vocales seguidas, si ambas tuviesen igual valor en el verso.

Pudiéramos agregar a las ya mencionadas otras licencias, como la introducción de construcciones latinas; tal es la de Luis de León:

Que tienen y los montes sus oídos



donde y significa también, como el et pospuesto de los latinos; la adición de letras al fin, enmedio o al principio de las palabras, y otras muchas de que se valen los poetas para dar a su idioma un carácter particular, y distinguirlo del de la prosa. Pero   —48→   aquí debemos hacer una advertencia muy importante, y es: que el dialecto poético de la lengua castellana está ya fijado; y que es imposible hacer en él innovaciones de que no encontremos modelo o ejemplo en los poetas del siglo XVI. Las lenguas no tienen una perfectibilidad indefinida. Cuando llegan a cierto punto no es lícito alterarlas.




ArribaAbajoDe las figuras de raciocinio


ArribaAbajoArtículo I

Llámanse así aquellas formas particulares que se dan al pensamiento, cuando el ánimo, libre de pasiones, quiere demostrar una verdad, y exponerla con toda la claridad y energía posibles. Tales son el símil, la antítesis, la interrogación en muchos casos, la polisíndeton, la asíndeton, la suspensión, la gradación y algunas otras de su clase, de que generalmente se usa para dar vigor y elegancia al razonamiento. Explicada la naturaleza y uso de estas figuras no será difícil conocer la de las otras que pertenecen a la misma especie.

El símil o la comparación puede tener dos objetos: el uno, ilustrar el pensamiento, el otro, embellecer el estilo. En el primer caso es figura de raciocinio: en el segundo de fantasía, y pertenece a la segunda clase de las figuras.

Un célebre publicista ha dicho que la comparación no es razón; y es imposible negar este axioma. Por consiguiente el símil no se emplea en demostrar, sino en dar luz y esplendidez al pensamiento, haciendo que intervenga en él la imaginación. El filósofo que comparó el avaro a un cerdo, animal inmundo, e incómodo durante su vida; pero que con su muerte regocija a todos, nada pretendió demostrar; pero dio muy bien a entender la bajeza, estupidez y resultados más comunes de aquel vicio. ¿De qué manera? Llamando la fantasía en auxilio de la razón, y presentando bajo un símil, cuya exactitud es imposible desconocer, toda la fealdad de pasión tan soez. El mismo efecto produce la hermosura comparación de Rioja.


¡Qué callada que pasa las montañas
El aura respirando mansamente!
¡Qué gárrula y sonante por las cañas!



La montaña es el varón verdaderamente bueno; la caña el hipócrita; y el aura la virtud.

Para que en las obras de raciocinio sea admitida y valedera la comparación, es necesario, pues, que contribuya a ilustrar el pensamiento, y a darle el aspecto bajo el cual quiere presentarle el escritor: que no se alargue demasiado ni se extienda a otras circunstancias más que las que quieren expresarse, (precepto a que se falta en poesía; porque en ella la comparación es figura de adorno, y no de raciocinio): que no se repitan demasiado, ni se hagan sin necesidad las comparaciones, porque cuando se raciocina no se trata de mostrar ingenio, sino de esclarecer el asunto: que no se tomen los símiles de objetos más elevados o más bajos que el que se compara, ni muy semejantes y obvios, ni muy separados, y por tanto difíciles de entender, con respecto al asunto, ni en fin de objetos obscenos o nauseabundos que ofendan la decencia o el   —49→   estómago. Los límites de la comparación, mirada como figura de raciocinio, son precisamente los que indique la necesidad. No es lícito pasar más adelante.

Mucho más hay que decir del símil, considerado como figura de imaginación; pero lo reservamos para cuando se trate de esta clase.

La comparación se funda en la semejanza de dos objetos: la antítesis en su oposición. Pero esta sola no basta para formar antítesis: se necesita además que las frases en que se expresan las dos ideas contrapuestas, se pongan juntas, y sean iguales o casi iguales en tamaño. Puede haber contraste sin antítesis, como en la sublime expresión de Séneca: «Res est sacra miser». El infeliz es una cosa sagrada. La oposición entre el hombre infeliz y abatido por el infortunio, y la reverencia y veneración que exige para él nuestro filósofo es evidente: mas no hay contraposición intentada y marcada, no hay antítesis. La habría si dijésemos: todos desprecian al infeliz; pero todos debieran reverenciarle.

Este ejemplo basta para probar que puede existir el contraste de las ideas sin haber figura: observación importante; porque la antítesis es por sí misma una forma excesivamente brillante y las más veces afectada del discurso, y por tanto incompatible con la pasión cuando los afectos, señaladamente los tiernos y melancólicos, nunca se expresan mejor que por los contrastes. Chateaubriand, en su genio del cristianismo ha caracterizado por ellos el estilo de Virgilio, el más sensible, el más tierno, y al mismo tiempo el más profundo de los poetas de la antigüedad. Parece que este digno émulo de Homero, conociendo la nada de todas las cosas humanas se dedicó a explicar por negaciones, esto es, por lo que no son, los objetos de los sentimientos que describe, y de aquí nace aquel colorido inexplicable de profunda melancolía que toman bajo su pincel las pasiones tiernas.

En efecto, obsérvese que casi todas las frases de grande efecto en este poeta son negativas. Tal es aquel verso de Dido, próxima a morir;

Dulces exuviœ, dum fata Deusque sinebant



y que tan bella y tiernamente tradujo nuestro Garcilaso


oh dulces prendas...
¡Dulces y alegres cuando Dios quería!



Evandro, viendo muerto a su hijo Palante, exclama:


Non hæc, oh Palla, dederas promissa parenti
No prometiste así, Pelante mío.



La madre de Euríalo, viendo la cabeza destroncada del hijo, dice:


...«Tunc illa senectæ
sera meæ requies?»
¿Este descanso a mi vejez guardaba?



Pero ¿qué nos cansamos en hacinar ejemplos? ¿No vale por todos la célebre expresión Et campos ubi Troia fuit? «Los campos donde Troya fue». El artificio, si así puede llamarse, del poeta de Mantua para describir las pasiones consiste casi siempre en manifestar el contraste entre lo que es, y lo que fue o lo que debiera ser, o en fin lo que se esperaba o se deseaba que fuese.

El contraste, pues, de las ideas, cuando no se las contrapone simétricamente, es propio del lenguaje apasionado; pero apenas aparece esta simetría: apenas se presenta la antítesis dejamos de creer en la pasión; porque ninguno que esté fuertemente conmovido se entretiene en simetrizar frases, ni en contraponer palabras a palabras. Ni aun los vuelos de la imaginación admiten ese estudio.

El raciocinio sí; porque los pensamientos reciben a veces mucha luz de sus contrarios,   —50→   así como también la reciben de sus semejantes; y nunca parecen más contrarias dos ideas que cuando se encierran en dos frases contrapuestas y de casi igual extensión; porque juzgamos mejor de la oposición entre ellas cuando en todo aparecen iguales, menos en aquello en que se oponen.

Los ejemplos de la antítesis son muy frecuentes en los buenos escritores. La más célebre es, sin disputa, la de Juliano. Diciéndole a este emperador uno de sus aduladores, si bastase negar el crimen, nadie sería culpado: respondió; si bastase acusar, nadie sería inocente.

Esta figura tiene el artificio muy a las claras; y por tanto no conviene prodigarla. Su regla esencial es que la oposición en que se funda ocurra naturalmente y no sea buscada con afectación, como la del epigrama de Ausonio:


Infelix Dido, nulli bene nupta marito:
Hoc pereunte fugis, hoc fugiente peris.


Dido infeliz en maridos,
Pues ninguno te conviene:
Al morir el uno, huyes;
Al huir el otro, mueres.






ArribaAbajoArtículo II

La interrogación no es figura, sino modo común de hablar, cuando se pregunta lo que se ignora; pero lo es de raciocinio, y muy enérgica, cuando se pregunta lo que se sabe; mucho más si la pregunta se hace al que es de contraria opinión. Adquiere el argumento mayor fuerza, por dos razones: la una, porque parece que se pone en manos del adversario la decisión del asunto: la otra, porque supone en el que habla una profunda convicción de la verdad o de la justicia de su causa.

Cuando Príamo pregunta a Sinón


Quo molem hanc inmanis equi statuere? quis auctor?
Quidve petunt? quæ religio? aut quæ machina belli?


¿Para qué levantaron esa mole
del inmenso caballo? ¿quién la hizo,
o con qué fin? ¿es máquina de guerra
o religioso voto?



pregunta sencillamente lo que ignora a quien cree capaz de responderle; pero cuando Lucrecia responde a Colatino que le preguntaba por su salud: «Minimè: quid enim salvi est mulieri amissa pudicitia?» «¿qué salud puede haber en una mujer que ha perdido la honestidad?» esta última pregunta es una verdadera figura de elocución, y la usa para afirmar con más ahínco lo que su esposo sabía tan bien como ella.

La interrogación es una figura común en las disputas, principalmente si son un poco acaloradas como las del foro y de la tribuna. Para que esté bien introducida son necesarias dos condiciones: la primera es que no se repita demasiado, porque no parezca amanerado el estilo, observación que debe tenerse presente en todos los giros y formas de la sentencia: la segunda y más principal es, que cuando se cometa la interrogación sea con la certidumbre de dejar a su adversario sin respuesta. Tal fue la magnífica interrogación de Cicerón, defendiendo a Quinto Ligario delante de César contra el acusador Tuberon, que habiendo llevado las armas contra el dictador, no tenía pudor, después de restituido a su gracia, de acusar a quien nunca fue tan enemigo suyo como él: Quid enim, Tubero, districtus ille tuus in acie pharsalica gladius agebat? cuius latus ille mucro petebat? qui sensus erat armorum tuorum? quæ tua mens? oculi? manus?   —51→   ardor animi? quid cupiebas? quid optabas? «Porque ¿qué solicitaba tu acero desnudo en la batalla de Farsalia? ¿a qué pecho dirigías su punta? ¿a qué fin manejabas las armas? ¿cuál era tu intención? ¿qué buscaban tus ojos, tus manos, tu ánimo enardecido? ¿qué querías? ¿qué deseabas?»

A veces la interrogación es figura vehementísima de pasión; como la de Dido, figurándose el peligro de acometer a Eneas enmedio de los troyanos.


Quem metui moritura?
Si el morir era cierto ¿qué temía?



En efecto, no es ajena la interrogación de la lógica de las pasiones; y en estos casos obra por simpatía, cuando es bien introducida. Todas las almas responden a placer del que las pregunta apasionado.

La Polisíndeton o la Asíndeton, esto es, la acumulación o supresión de las conjunciones son figuras de que se hace frecuente uso. Pero es menester discernir los casos en que conviene una y otra. Cuando queremos explicar la rapidez con que pasan los objetos, o se aglomeran los sucesos, la pluma del escritor, arrebatada por las ideas, deja olvidadas las partículas, que por su naturaleza son menos esenciales en el lenguaje, como se verifica en la expresión de César, al dar cuenta al senado de la guerra del Ponto: veni, vidi, vici. Llegué, vi, vencí. O la estanza de fray Luis de León, incitando al rey Rodrigo a la defensa de su nación:


Acude, acorre, vuela
traspasa la alta sierra, ocupa el llano,
no perdones la espuela,
no des paz a la mano,
menea fulminando el hierro insano.



Pero cuando acomoda al escritor llamar la atención sobre cada uno de los objetos que presenta, multiplica para separarlos las conjunciones o bien alguna otra parte de la oración que produzca el mismo efecto, por medio de la figura llamada Repetición. Cicerón dice al sedicioso Catilina, que la patria le aborrece y le teme, y añade: Huius tu neque auctoritatem verebere, neque judicium sequere, neque vim pertimesces? ¿Tú ni respetarás su autoridad, ni seguirás su dictamen, ni temerás su poder?

La gradación consiste en dar cada vez mayor vigor al pensamiento, y aun acomoda que las frases vayan también aumentando y se hagan cada vez más llenas y sonoras, para auxiliar con la armonía el aumento que toma la sentencia.

Virgilio dice:


Arma velit, poscatque simul, rapiatque juventus
Quiera las armas y las pida al punto
y la fogosa juventud las tome.



La suspensión consiste en recorrer las diferentes respuestas que pueden darse a una cuestión, demostrando brevemente la insuficiencia de todas, excepto de la que da al fin el mismo escritor. La Preterición en suponer que se omiten muchas ideas, cuando realmente se insiste en ellas, aunque vigorosa y concisamente. La Corrección, en enmendar artificiosamente lo que se ha dicho para buscar una palabra más propia, o una idea más luminosa. La Concesión, en suponer verdaderas algunas proposiciones del adversario para confundirle mejor. Pero estas figuras y otras muchas están sometidas a las reglas generales que ya hemos expuesto, a saber: 1.ª que no sean estudiadas: 2.ª que no se repita una sola con demasiada predilección: 3.ª que nazcan de la misma materia natural y oportunamente.

Estas reglas pudieran reducirse a una sola: solicítese la energía del pensamiento y de la frase antes que la elegancia. Esta vendrá después.

Podemos también contar entre las figuras del raciocinio las mismas formas que los lógicos le han asignado, a saber: el Entimema, el Sorites, el Dilema, y tal vez el Silogismo. Pero son estas maneras de decir tan artificiosas, señaladamente la   —52→   última, y tienen tan claro el artificio, que solo en materias muy ajenas de los adornos oratorios podrían sufrirse. Exceptuamos sin embargo el Dilema, del cual tenemos hermosísimos ejemplos en Virgilio y en otros poetas y oradores. El Entimema y el Sorites, que no es más que el Entimema repetido, constituyen la forma esencial y lógica de todo raciocinio. Por tanto no pueden incluirse en los escritos donde se exija cierto grado de elegancia, sin disfrazarlos mucho y como envolverlos en la misma serie de las frases.

Todas las figuras que hasta aquí hemos nombrado, alteran poco o mucho el pensamiento; pues aun la misma supresión o multiplicación de las conjunciones indica la mayor velocidad o detención con que se expresan las ideas, y ya esto contribuye a pintarlas de diverso modo en el alma del que escucha o lee.






ArribaAbajoDe las figuras de expresión


ArribaAbajoArtículo I

La perfección del estilo consiste en la facultad que tiene el lenguaje de pintar. Esta facultad es la que constituye al poeta; porque en ella se cifra la imitación. Así vemos que los escritores más apreciados de todos los siglos son aquellos que han poseído el don de presentar los pensamientos bajo la forma de imágenes, con tanta verdad, que un pintor podría copiar con colores el cuadro formado con palabras. Este es el mérito que ha inmortalizado los Homeros, los Horacios, los Racines y los Cervantes.

La razón ideológica de esta preferencia es muy obvia. Nunca se graban más profundamente los pensamientos en el ánimo que cuando revestidos de la forma de imágenes, afectan nuestra imaginación y por ella nuestros sentidos, de modo que parece que los vemos, oímos y tocamos. Entonces la idea más abstracta se convierte en una sensación, y la vaguedad del pensamiento se fija por un tipo sensible que lo representa. No es extraño, pues, que se perciba con más claridad, con más energía, y por consiguiente con más placer.

De aquí se infiere que el colorido que presta la imaginación al estilo, no sirve solo para su ornato y embellecimiento: añade también muchos grados a la claridad y al vigor: de modo que las figuras de imaginación, esto es, las formas que damos a las ideas para expresarlas de un modo más sensible nos agradan más por cuanto son más bellas y por cuanto las presentan más claras y más perceptibles a nuestro entendimiento. Merecen, pues, particular estudio y atención, porque a su buen uso se debe principalmente lo que se llama la magia de la elocución, esto es, el arte de interesar y de conmover.

La primera de estas figuras es la imagen, o el simulacro que se forma con palabras de un objeto, de modo que se entretalle, por decirlo así, tome cuerpo y movimiento, y se presente a la fantasía y a los sentidos. El uso de las imágenes es muy común en los poetas, como quiera que a ellos principalmente les pertenece de derecho conmover la imaginación. Al orador le es permitido, mas no siempre a no ser que el grado de exaltación lo disculpe. Igualmente el historiador las emplea cuando quiere dar viveza a un cuadro interesante. La pintura de Lucrecia dándose la muerte, y de Bruto, sacando el puñal de su pecho y poniéndolo a la vista de todos manando sangre, está   —53→   llena de viveza y verdad en Tito Livio, igualmente que en Cicerón la de Verres, complaciéndose en el suplicio de Gabio.

Pero es más extensa la libertad que se concede en esta parte a los poetas; porque su objeto, generalmente hablando, es solo agradar, y no enseñar, convencer ni persuadir; y han llenado completamente su obligación cuando han presentado el pensamiento de la manera más perceptible, esto es, más sensible.

Distingue el sabio humanista Muratori dos clases de imágenes; unas en que el objeto se describe según todas sus circunstancias, o a lo menos, según las más principales; y otras en que solo se pinta con un solo rasgo o como si dijéramos, con una brochada. Cuando Virgilio pinta las dos serpientes que dieron muerte a Laoconte y a sus hijos forma una imagen circunstanciada, particularizada; pero cuando dice de Polifemo, que llevaba un pino por bastón:

Trunca manum pinus regit,



con este solo rasgo nos pinta su proceridad.

Los objetos que se describen pueden ser sensibles o abstractos. Los primeros se prestan más fácilmente al pincel poético; pero es menester cuidar de elegir bien las circunstancias porque no deben describirse sino aquellas que presenten el objeto bajo el aspecto que solicita el poeta. En esta línea puede servir de modelo el cuadro que forma Virgilio de Dido moribunda:


Illa graves oculos conata attollere, rursus
Deficit: infixum stridet sub pectore vulnus.
Ter sese attollens cubitoque innixa levavit:
Ter revoluta toro est: oculisque errantibus alto
Quæsivit cœlo lucem ingemuitque reparte.


Procura alzar los abatidos ojos
y decae otra vez, la espada fija
en la herida resuena de su pecho.
Tres veces sobre el codo se levanta,
tres al lecho cayó, con vagos ojos,
buscó la luz en el tendido cielo,
y gimió al encontrarla.



Las expresiones gráficas stridet, innixa, resoluta est, son admirables, pero más aun el gemido al volver a hallar la luz, que pinta la situación del ánimo.

Los objetos abstractos, o ideales, pueden también representarse a la imaginación bajo formas sensibles. Sirva de ejemplo la imagen del furor que describe Virgilio encerrado en el templo de Jano:


...Furor impius intus
Sæva sedens super arma et centum vinctus ahenis
Post tergum nodis, frement horridus ore cruento.


El impío furor, allí asentado
Sobre crueles armas, y a la espalda,
Con cien nudos de bronce receñido,
Sangriento el labio bramará horroroso.



La segunda de las figuras de expresión es la armonía. Las imágenes pueden hablar a los ojos, y los sonidos al oído. Esta es una belleza común en las lenguas bien formadas, que abundan de palabras a propósito para expresar los sonidos de la naturaleza, los movimientos y las agitaciones del ánimo. Cuando queremos describir ideas halagüeñas, afectos de ternura, movimientos agradables y tranquilos, se ofrecen naturalmente a la imaginación y a la lengua las voces y frases más suaves del idioma: las más llenas y sonorosas, si el sentimiento es de admiración y de sublimidad: las más duras y desordenadas, si las pasiones son impetuosas y terribles. Solo las lenguas pobres y mal formadas faltarán en este caso a la inspiración del poeta.

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Algunos se han burlado de la armonía, solo porque esta figura tiene un nombre griego, que es onomatopeya, que quiere decir armonía imitativa. El nombre no hace al caso. Pero mucha lástima tendríamos al que cantase el amor en versos duros, o la indignación y la venganza en los tonos de Meléndez.

La armonía imitativa no está desterrada ni de la oratoria ni de los demás géneros en prosa. Los periodos en que Cicerón describe el suplicio de Fabio están llenos de sonidos flébiles, hijos de la compasión, o de arranques furiosos, dictados por la ira contra el inicuo pretor.

Pero en la prosa debe usarse con mucha sobriedad de este adorno, que es por su naturaleza muy brillante y fácil de conocer.

La armonía imitativa, que siempre es una belleza en poesía cuando puede lograrse, sería muy continuada una afectación reprensible en la oratoria. Más bien conviene a esta y a los demás géneros prosaicos la armonía general: esto es, el buen sonido de la frase con desinencias variadas, y si puede ser acomodando los tonos al espíritu y carácter de los pensamientos; mas sobre todo, sin sacrificar al sonido la propiedad de la sentencia ni la exactitud de las ideas.




ArribaAbajoArtículo II

Entre estas figuras ocupan el primer lugar los tropos, llamados así porque en ellos se convierte una palabra de su verdadera y propia significación a otra. Por la misma razón se les da también el nombre de traslaciones.

No puede enteramente atribuirse el origen de los tropos al deseo de adornar y embellecer la dicción. El fenómeno observado por algunos humanistas filósofos de ser más frecuentes las traslaciones en el lenguaje primitivo de los pueblos que en el de las sociedades más adelantadas ha hecho conocer que esta clase de figuras tuvo dos principios independientes del estado actual del arte: el primero fue la fantasía más viva y móvil en los pueblos selváticos que debió naturalmente inclinarlos a expresar sus ideas con las voces más gráficas y pintorescas: segundo, la pobreza misma del idioma en sus principios, porque faltándole las voces que indicaban las ideas abstractas, fue necesario suplirlas por analogía con voces que significasen objetos sensibles, y que ya existían.

Casi toda la inteligencia del hombre no civilizado está en su imaginación. Discurre poco; pero pinta mucho, y apenas puede expresar las ideas abstractas que llega a comprender, sino por medio de símbolos sensibles. Para él un buque es la vela; porque es la parte más ostensible del bajel a larga distancia: el laurel es la victoria, porque la significa: el vaso es el vino, porque lo contiene: el guerrero animoso es un león, porque le parece. Un caballo que corre con velocidad es más ligero que el viento, porque no hallando voces con que expresar su ligereza, usa de esta expresión absurda para manifestar de alguna manera su idea. Un hombre muy pequeño es un gigante, indicando con el tono de su voz y aun con su acción en que sentido quiere que se entienda esta palabra. En fin, expresará lo que es una cosa por lo que ha sido, y de una ciudad destruida: dirá; fue.

Todas estas diversas maneras de hablar, conocidas por los retóricos con los nombres griegos de metonimia, sinécdoque, metáfora, hipérbole, ironía, metalepsis y otras muchas de la misma especie, tienen una misma tendencia; a saber: expresar la idea lo más accesible que pueda ser a la imaginación y a los sentidos. Pero también es cierto que la pobreza del lenguaje reunida al deseo de pintar, tan natural en los   —55→   pueblos primitivos, ha podido dar, y ha dado efectivamente motivo a muchas traslaciones, señaladamente a las metáforas: esto es, a los tropos que tienen por fundamento la comparación. Esto es tan cierto, que la mayor parte de las voces que representan facultades y operaciones del alma, y que en el día no son ya metáforas, sino voces propias, fueron en su origen trasladadas por las comparaciones de las operaciones físicas y sensibles de los cuerpos. Las palabras aprensión, percepción, idea (imagen), atención, reflexión, discurso son visiblemente tomadas en su principio de acciones sensibles. La voz virtud significó entre los latinos y los griegos la fuerza corporal; y hasta la misma palabra espíritu con que representamos el principio que entiende y quiere, significó algún día el soplo tenue y sutil.

Pero aunque es indudable que la escasez de voces dio en parte origen a las traslaciones, no es menos cierto también que ganaba mucho la expresión de los objetos abstractos cuando se sensibilizaban, digámoslo así, por símbolos corpóreos. De este modo producían mayor efecto en la fantasía, y por medio de esta en la inteligencia.

Así es que después que se perfeccionaron y enriquecieron las lenguas, y en virtud de los progresos de la civilización, se distinguieron los diferentes géneros en que el ingenio humano puede ejercitarse, se abstuvo el hombre con mucha razón de renunciar a las expresiones trasladadas, tanto en las obras de imaginación, como en las que solo hablan al entendimiento. Las traslaciones dan no solo más belleza, sino también más vigor y claridad a la idea; porque acercándola en cuanto sea posible a la fantasía, la dejan mejor grabada y más fácil de percibir.

Entre todos los tropos la metáfora es el más común, cuyo uso es más libre a los escritores, y cuyo abuso suele ser el más lamentable, porque supone el extravío del genio. No es extraño, pues, que los autores de poética y de retórica hayan procurado deducir de la misma naturaleza las reglas a que deben someterse estas especies de traslaciones para que no sean viciosas.

El fin principal de la metáfora es hacer más perceptible el objeto. Llamar tigre a un hombre cruel, y liebre a un cobarde, dice más que cuanto se pudiera disertar sobre la crueldad del uno y la cobardía del otro. Pero hay una belleza independiente de la claridad en estas traslaciones. Siempre que el entendimiento percibe dos o más ideas a un mismo tiempo sin confusión ni desorden, y ligadas por su naturaleza y por los accidentes que recuerda al pensamiento principal, recibe un gran placer, como quiera que entonces percibe la variedad reducida a la unidad, que es el tipo verdadero de la belleza. Pues eso es lo que hace la metáfora. En vez de una sola idea nos presenta tres: la principal, la del objeto con quien se compara; y la de semejanza que existe entre las dos. Cuando Rioja llama a un poderoso

El ídolo a quien haces sacrificios,



se nos representa a un mismo tiempo la orgullosa gravedad del magnate, la insensibilidad de un ídolo y la necedad de unos y otros sacrificios.

Es claro, pues, que para que la metáfora produzca el efecto debido, además de la semejanza obvia y perceptible, no debe ser tomada ni de un objeto demasiado cercano, ni demasiado lejano, ni indigno del principal, ni que recuerde ideas asociadas impertinentes al asunto. Llamar a una flor hija de la tierra es muy trivial, así como sería muy complicado decirla perla del campo. ¿Quién se atrevería a decir que el sol es el quinqué del cielo sino en un poema grotesco, o a llamar a la luna la peregrina de la noche? La primera metáfora es tomada de un objeto sin dignidad: la segunda recuerda ideas accesorias que no vienen al caso.

Exige la claridad y la belleza de la metáfora que no se aglomeren muchas sobre un mismo objeto, que no se mezcle el lenguaje propio con el metafórico, y que no se continúe demasiado hasta el fin de la semejanza; yerro en que incurrieron casi todos nuestros poetas del siglo XVII por la manía de ostentar su genio, mostrando muchos más puntos de semejanza que los que eran necesarios entre los dos objetos comparados. En cualquiera de ellos que se lea se encontrarán en abundancia   —56→   defectos de esta clase. Tenemos a la vista una comedia de Rojas intitulada: Los trabajos de Tobías, y encontramos al abrirla a la casualidad los siguientes versos:


Sombra me hace su cabello
Como sobre el rostro cuelga:
Si son los cabellos rayos,
¿Cómo son su sombra mesma?
Por sus dos mejillas corre
Neta una lluvia de perlas,
Que aunque del dolor se mojan,
De los suspiros se orean, etc.

Es imposible emplear más lastimosamente el genio en decir necedades y disparates.

La alegoría es una metáfora continuada, y está sometida a sus mismas leyes; pero no es figura a propósito para los géneros en prosa. Es harto brillante e ingeniosa para que pueda emplearse sino en muy raras ocasiones.

Obsérvese que la comparación es el fundamento, así de la metáfora, como de la alegoría. En las composiciones poéticas es figura de ornato, y puede continuarse sin inconveniente más allá de lo que exija el motivo por el cual se introdujo. Tenemos un hermoso ejemplo de esto en Virgilio comparando el llanto de Orfeo por su perdida esposa al del ruiseñor por la pérdida de sus hijos.


Qualis populea mœrens philomela sub umbra
Amissos queritur fœtus quos durus arator
Observans nido implumes detraxit: at illa
Flet noctem, ramoque sedens miserabile carmen
Integrat et mœstis late loca questibus implet.


    Cual triste ruiseñor entre las sombras
Del álamo perdidos sus polluelos
Lamenta, que el gañán desapiadado
Acechando del nido robó implumes:
    Llora toda la noche en una rama
Posado: sus canciones lastimosas
Repite sin cesar, y llena en torno
Con su querella el extendido campo.







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ArribaAbajoDe las figuras del estilo

Brava polvareda levantan los enemigos de las reglas en las bellas artes, motejando y ridiculizando la nomenclatura y teoría de las figuras de elocución. Su lógica nos parece tan fuerte sólida como la del que motejase y ridiculizase, tratándose de pintura, las leyes del dibujo y del colorido, o en música la teoría de los tonos y semitonos.

No negaremos que en la explicación de las figuras se ha cometido el defecto contrario por los autores de tratados elementales de oratoria y poética, que han querido reducir a reglas arquitectónicas los adornos de la dicción, creyendo, según las apariencias, que dichas reglas bastaban para escribir bien. Así han aumentado en gran manera el número de las figuras, como si fuese posible enumerar los diferentes giros que el hombre puede dar a su discurso, y las varias ideas asociadas que puede ligar con la idea principal, según el grado y naturaleza de la pasión que le afecte, y según la mayor o menor efervescencia de su fantasía al tiempo de expresarse.

Conforme a este falso principio se introdujo en las aulas de humanidades la costumbre de los progimnasmas, esto es, de discursos que se obligaba a los alumnos a componer, variando la idea principal según las diferentes figuras que se les habían enseñado. Hubiese o no contraste entre los pensamientos, se obligaba al infeliz muchacho a escribir una antítesis: aunque el asunto fuese clarísimo, había de ilustrarlo con una comparación, y cuando solo se tratase de las tres cabritillas de Póstumo, que refiere Marcial, era preciso dirigirles la palabra para hacer una apóstrofe o una prosopopeya. Semejante método de enseñar solo puede producir pedantes; pero es muy a propósito para ahogar en los jóvenes el germen precioso del ingenio, si por ventura lo tienen. En una clase de humanidades no debe mandarse a los alumnos los trabajos que han de hacer: no hay cosa más indócil e inobediente que las musas. Conviene dejar a su arbitrio los asuntos sobre que han de escribir, y corregir después sus producciones.

Mas no porque la teoría de las figuras se haya enseñado mal, hemos de decir por eso que es inútil enseñarla bien. Medrados estaríamos si hubiésemos de condenar y proscribir todo aquello de que los hombres abusan.

La observación más común basta para que nos convenzamos del origen que tienen en la naturaleza las figuras del estilo. Basta seguir en sus razonamientos al hombre más ignorante y vulgar, y se notarán los diversos giros que en su lenguaje inculto y mal construido toman las ideas en las diferentes situaciones de su alma; se le verá algunas veces elevarse hasta la vehemencia fogosa del orador; otras buscar adornos de imaginación con que engalanar su discurso; otras, en fin, expresarse tranquila y sosegadamente. Existe, pues, en la naturaleza el fundamento de estos diferentes giros de expresión.

Aquí piensan confundirnos nuestros adversarios por nuestra misma confesión: «si la naturaleza inspira esas diferentes figuras, ¿de qué sirve estudiarlas?» De lo   —58→   mismo que el estudio de la música al que ha de cantar. La naturaleza inspira el canto: la naturaleza provee los órganos necesarios para obedecer a su inspiración. ¿Diremos por eso que el estudio de la música es inútil?

El hombre exagera muchas veces el valor de las facultades e inspiraciones que ha recibido de aquella madre común; las falsea; las desnaturaliza; produce monstruos en lugar de bellezas, y maldades en lugar de virtudes. Así como la moral recuerda incesantemente al hombre el verdadero uso que debe hacer de sus facultades para producir virtud, así los preceptos de las artes tienen por objeto traer al hombre, extraviado por la imaginación o por el capricho, al carril de la naturaleza, fuera del cual no hay beldad.

Además, siempre es útil al hombre el estudio del mismo hombre: siempre conviene saber por qué naturalmente prorrumpe en expresiones falsas y absurdas en sí, como la mayor parte de las figuradas, y sin embargo verdaderas, porque pintan el estado de su alma. Esta ideología de la imaginación y del sentimiento (que no es otra cosa la ciencia de las humanidades) es un estudio tan digno del hombre como el de la generación y deducción de las ideas. No dudemos, pues, empeñarnos en una investigación, que además de ser sabia y filosófica, es útil a las bellas artes que tienen por instrumento el lenguaje.

Entiéndese generalmente por figura la forma particular que recibe la expresión debida al estado en que se encuentra el ánimo del que habla. Ahora bien; siendo tan varias las relaciones de los objetos con los sentidos, el entendimiento, la imaginación y los afectos del hombre, ha de ser forzosamente casi infinito el número de figuras del estilo, diversas entre sí, y ha sido vano el trabajo que han emprendido muchos autores de retórica, empeñados en enumerarlas.

Más hacedera, y sobre todo más útil, nos parece su clasificación; porque esta es el principio fecundo de donde han de deducirse las reglas.

Mas no se crea que estas tres diversas situaciones son incompatibles; a veces se verifican simultáneamente todas tres, como sucede con frecuencia en el orador sagrado: a veces solo las dos últimas, como en el poeta: a veces hay una sola, como en el curso ordinario de la conversación.

Deben reconocerse, pues, tres diferentes clases de figuras: las de raciocinio, que suponen tranquilo el corazón; las de adorno, hijas de la fantasía; y las de pasión, que proceden de un ánimo fuertemente agitado.

Las figuras de adorno admiten una subdivisión; según el ornamento que presta la imaginación, recae sobre la forma y giro de los pensamientos, sobre las expresiones de que usamos, o sobre las voces mismas. Hay, pues, figuras de pensamientos, figuras de expresión y figuras de palabras. Pero debe tenerse entendido que excepto estas últimas meramente gramaticales, todas las demás, inclusas las de raciocinio y de pasión, recaen sobre el pensamiento, todas le alteran, todas añaden o quitan alguna cosa a la sencilla exposición de la idea.

Está ya patente la regla general en el uso de las figuras: correspondan estas a la situación de ánimo del que habla. Este principio luminoso que evita el uso de los adornos cuando el alma está arrebatada por pasiones impetuosas, y el uso de las figuras de pasión cuando solo se trata de raciocinar, lo encerró el gran maestro Horacio con su acostumbrada concisión en estas palabras:


Post effert animi motus interprete lingua.
Descubre tus afectos, y la lengua
Fiel intérprete sea.



Tres son en general las diversas situaciones en que puede hallarse el hombre cuando dirige la palabra a sus semejantes de viva voz o por escrito: o raciocina para demostrar alguna verdad importante: o hallándose exaltada su fantasía, quiere representar los objetos que la hieren: o en fin, sintiéndose agitado de alguna pasión, trata de expresarla o trasmitirla a sus oyentes.



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ArribaAbajoDe las figuras de pasión

La lógica del entendimiento se funda en la deducción de las ideas y de los juicios encerrados en otros: la de la imaginación en acercar los pensamientos cuanto sea posible a los sentidos, de modo que pudieran ser percibidos por su ministerio: la de las pasiones en presentar al hombre los objetos más capaces de excitarlas. Por eso Aristóteles en sus libros de retórica y poética examina muy detenidamente la teoría de los afectos humanos; por eso Horacio aconseja al buen poeta el estudio de la filosofía moral.

Rem tibi socraticæ poterunt ostendere chartæ.



En la actualidad están los diferentes estudios más separados entre sí que en la antigüedad; y así la ciencia de las humanidades no entra en el examen del origen y carácter de los afectos, que pertenece al filósofo moralista, sino lo supone ya hecho, y solo se emplea en la mejor manera de expresarlos o de excitarlos. No sucedía lo mismo entre los griegos y romanos cuando el estudio de la oratoria y de la poética y aun el de la música y de las matemáticas estaban unidos al de la filosofía.

El principio fecundo que enseñan las humanidades para la excitación de los afectos es el que acabamos de exponer; presentar los objetos que naturalmente deben inflamarlos. Cicerón quiere inspirar al senado y al pueblo romano la indignación y el odio hacia Catilina y sus secuaces: ¿cuáles son sus medios oratorios para conseguirlo? La descripción viva y al mismo tiempo fundada de las calamidades que aquellos hombres perdidos querían derramar sobre la patria, de los crímenes que habían ya cometido, y de los que se preparaban a cometer para asegurar su infausto triunfo; en fin, de la desvergüenza y osadía con que caminaban a su objeto. Virgilio quiere interesar al lector a favor de Dido abandonada por Eneas, y excitar la compasión hacia aquella amante infeliz; pinta, pues, la grandeza y ternura de su amor, los sacrificios que había hecho por su huésped, la crueldad con que es desamparada y la desesperación que la obliga a atravesarse con la espada misma que el fugitivo había dejado junto a su lecho.

Uno de los grandes recursos para excitar las pasiones es expresar bien y con la lógica que les es propia las que dominan en el alma del que ha de conmover los otros. ¿Quiere Lucano excitar nuestra admiración hacia el magnánimo Catón? Pues lo describe vigilante magistrado, atento a la suerte de su patria, temiendo por todos y segura de sí mismo.


Invenit insomnem volventem publica cura
Fata virum, casusque urbis, cunctisque timentem,
Securumque sui.

Este pensamiento grande y sublime, expuesto en una antítesis rápida y fervorosa, lo   —60→   exageró después el poeta según su costumbre. La magnanimidad que había atribuido a Catón no era más que humana: quiso exaltarla, suponiendo a su héroe luchando con los dioses, y echó a perder el pensamiento:


Victrix causa diis placuit: sed victa Catoni.




Al vencedor los dioses favorecen;
mas Catón al vencido.



No vio nuestro Cordobés que esta blasfemia poética podía degradar los dioses que adoraba Roma; pero no ennoblecer a Catón.

Horacio dice que si Télefo y Peleo no hablan en el teatro, como corresponde a hombres desterrados de su patria y reducidos a la mendicidad, o se quedará dormido, o se reirá de ellos.

De la doctrina que acabamos de exponer se infiere que las figuras de pasión deben ser aquellas en que naturalmente prorrumpe el hombre, cuando se halla dominado de algún afecto, o aquellas que nos sirven para describir más enérgicamente el objeto que lo excita. Las primeras obran inmediatamente sobre el corazón de los oyentes por un movimiento simpático las segundas se valen de la fantasía, en la cual toman posición, por decirlo así, para dominar desde ella nuestras pasiones.

A la primera clase pertenecen la exclamación, que es el grito del sentimiento; la interrogación, dirigida por el que habla a sí mismo o a los seres inanimados; la hipérbole apasionada; la apóstrofe; en fin, todas aquellas en que la imaginación es esclava del afecto y arrebatada por él adonde quiere. A la segunda la personificación, la visión, y otras en que la fantasía, más dueña de sí misma, presta sin embargo a las pasiones su colorido.

Para conocer bien esta diferencia es menester tener presente que la expresión de un afecto cualquiera puede tener dos objetos: primero, transmitir el mismo afecto a los oyentes: segundo, inspirarles una pasión diversa y a veces contraria del afecto descrito.

Ejemplo de lo primero: Cicerón en sus Verrinas trata de inspirar a los jueces y al pueblo romano que le escuchaba los mismos sentimientos de indignación, de odio y de desprecio hacia el inicuo magistrado que ardían en su corazón. Válese, pues, con suma frecuencia de las figuras simpáticas.

Ejemplo de lo segundo: Ni Eurípides ni Racine, al describir el amor incestuoso de Fedra a su entenado Hipólito, tuvieron por objeto inocular a los espectadores una pasión semejante, sino excitar en sus ánimos, al mismo tiempo que la lástima que debía inspirar aquella víctima de Venus, el terror saludable que resulta del escarmiento en los delirios e infortunios ajenos. Así los medios de estos dos insignes poetas son la descripción de los tormentos de un alma apasionada y delincuente, de los crímenes que la pasión le dicta, y del abismo en que la sumerge, para lo cual imitaron el lenguaje que la fantasía presta a las pasiones.

Las figuras de simpatía son comunes y conocidas. La única regla que debe dictarse así al orador como al poeta, es que no se crea fácilmente dueño del corazón de sus espectadores, de modo que juzgue suficiente estar él o suponerse apasionado para transmitir el mismo afecto que siente. Esta es una de las equivocaciones más lamentables que puede cometer el que habla en público; porque nada es tan ridículo como aparecer poseído de una pasión el que no ha sabido hacer partícipes de ella a sus oyentes. ¡Desgraciado el orador que recurriese a los grandes movimientos del arte antes de haber convencido a los jueces de la justicia de su causa; antes de haber interesado a favor de ella a los que le escuchan! Y ¿qué diremos del poeta lírico, todo fuego, todo alharacas, o bien todo melancolía y sentimientos elegíacos, cuando no se ha sabido dar traza a que el lector tome parte o en sus sentimientos o en sus reflexiones? Cada hipérbole suya parecerá un desatino; a cada apóstrofe se responderá con una risotada.

Es muy natural que en el siglo presente, donde nada se admira y nadie quiere admirar, haya abandonado la lira los asuntos religiosos y los de la patria. También es natural que siendo el susodicho siglo positivo y poco enamorado, se hayan proscrito   —61→   la oda filosófica y la amatoria. Por lo mismo se debe extrañar que sea tan de moda la oda elegíaca, en la cual el autor nos lleva desde el cielo a la tierra, desde el vicio a la virtud, desde la cuna al sepulcro solo con el fin de hacernos la confidencia de los afectos que producen en su alma los diversos objetos que se presentan a su fantasía. ¿No es una contradicción, poeta infeliz, que quieras interesar con tus ideas, buenas o malas, a una generación que por nada se interesa? ¿Esperas interesarle cantándote a ti mismo? Pero ya lo entendemos: el siglo positivo es el de los egoístas; el poeta lo es también; por eso se coloca en el centro del universo. Los lectores se reirán de su orgullo presuntuoso; pero él habrá cumplido su misión, que en la época actual es la de proclamar la propia inteligencia. Hasta ahora se había creído un gran mérito en las obras de las artes ocultarse el artista: en el día lo primero que hace el autor es presentarse en el punto más visible de sus cuadros. Y lo más gracioso es que en sus composiciones no hay más unidad, ni más interés, ni más asunto, sino el mismo autor. De todas ellas podría decirse lo que Lope de Vega del campo que había descrito:


Y en este prado y líquida laguna,
Para decir verdad como hombre honrado,
Jamás me sucedió cosa ninguna.



De todas las formas que se han inventado, o por mejor decir, que ha sugerido la naturaleza para expresar las pasiones del ánimo, ninguna es más fuerte ni supone la pasión más exaltada que la personificación. Esta consiste en atribuir acciones, vida, inteligencia y aun la facultad de hablar a los seres inanimados y abstractos; no porque suponer esta vida sea ajeno de la naturaleza del hombre, al contrario, el comunicarla es muy propio de nuestra fantasía, sino porque figuras de esta especie en su más alto grado suponen en el que habla igual enardecimiento de pasión.

Los grados de la personificación son diferentes, según la naturaleza de la acción que atribuimos a los seres que no tienen vida. No se necesita una pasión muy vehemente para decir que el prado está risueño, que las leyes protegen la sociedad, que el sueño es benigno. Estas personificaciones, en que se atribuyen calidades y acciones humanas, apenas pasan de ser metáforas. Pero cuando se atribuye la inteligencia, la capacidad de oír nuestras quejas, de condolerse de nuestros infortunios, de tomar parte en nuestra ventura, ya se supone en el que habla un grado más alto de pasión, como el de Filoctetes cuando dirige la palabra a los peñascos y promontorios de Lemnos, o el del Salmista cuando habla con el mar Rojo y con el Jordán, con los montes y los collados, con toda la tierra, en fin, conmovida ante la faz del Dios de Jacob.

La personificación en este grado va ordinariamente unida con la apóstrofe. Esta forma es muy propia de los afectos; porque el universo toma a nuestros ojos el aspecto correspondiente a la pasión que nos domina. Todos los objetos de la naturaleza son agradables y risueños para el hombre alegre; todos son tristes para el que gime. Queremos, pues, con razón asociarlos a nuestra existencia, y derramar en ellos la sobreabundancia de vida que produce en nosotros un afecto exaltado.

Pero la pasión llega a lo sumo, cuando llega a lo sumo la ilusión; esto es, a suponer que los seres inanimados nos hablan. Cicerón hace uso de esta figura en su primera Catilinaria, cuando introduce a la patria, quejándose de él, porque no procede al castigo del incendiario Catilina. Esta forma es la más apasionada de todas, y claro es que no debe usarse sino cuando la justifique el grado de la pasión y la importancia del asunto.



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ArribaAbajoDe la oratoria sagrada


ArribaAbajoArtículo I

Consideraremos en este artículo la elocuencia del púlpito bajo el aspecto literario solamente, sin hablar de sus relaciones con la religión y la teología; porque en cuanto a esta última baste decir que debe saberla muy a fondo el predicador; en cuanto a la primera, nos contentaremos con observar que entre todas las creencias el cristianismo es la única que haya exigido de sus sacerdotes la predicación. Y es preciso que fuese así; pues es la única que tiene un objeto moral, y se dirige exclusivamente a perfeccionar el alma del hombre. Así la elocuencia sagrada es un género de literatura desconocido antes de la promulgación del evangelio.

Pero este género ha sufrido varias alteraciones, como todos los demás, relativas a las mudanzas de los tiempos y de las costumbres. En los primeros siglos del cristianismo fue la elocuencia del púlpito muy sencilla: carecía de movimiento de los afectos; de los cuadros animados y vigorosos que exaltan la fantasía; de la armonía estudiada de palabras y frases; de flores y adornos retóricos; en fin, de todos los embellecimientos que pudiera darle el talento de los hombres. Reducíase a la exposición del dogma y de la moral, hecha casi siempre con expresiones tomadas de la Escritura Santa. Parece que los primeros Prelados de la iglesia temían añadir nada a la palabra divina. Quedaremos admirados si comparamos los frutos abundantísimos de la predicación en aquellos tiempos con la tenuidad y sencillez de los medios oratorios que se empleaban: y no es posible desconocer la mano de la providencia del Señor, que no quiso que se debiese la conversión del mundo a la fuerza de la sabiduría o de la elocuencia humana, sino solo al vigor y santidad de la doctrina evangélica.

Cuando la religión cristiana, después de grandes y sangrientas persecuciones, hubo triunfado del poder de los Césares, del orgullo filosófico y de todos los cálculos de la prudencia del siglo; cuando se contó en el número de los fieles a los emperadores, a los cónsules, a los grandes, a los sabios y a los poderosos del mundo, cesó, por decirlo así, en el orbe romano el ministerio del apostolado, y comenzó el de la predicación. No se trataba de convertir a la fe, sino de fortalecer en ella a los oyentes, más cruel y peligrosamente acometidos de los vicios, hijos de la prosperidad, que antes por la persecución, anunciadora de la palma del martirio. Fue preciso, pues, poniendo siempre en el primer lugar que se le debe, la fuerza inefable y misteriosa de la palabra de Dios, base fundamental de las doctrinas, desenvolverla y aplicarla en el lenguaje que hiciese más impresión en la masa de los oyentes. La iglesia honró con su aprobación aquel enlace de la sencillez evangélica con los movimientos varoniles y severos de la verdadera elocuencia; aquella expresión suave de la acción de la gracia; aquella manera nueva de embellecer la virtud que admiramos en las homilías de los Agustinos, Basilios y Crisóstomos.

Si las leemos con atención, observaremos que aquellos venerables Prelados, modelos de la santidad y de la sabiduría cristiana, en nada se apartaron del candor evangélico primitivo. Generalmente hablando, se reducían a explicar las divinas escrituras y a deducir de ellas reglas y preceptos de moral; y para hacerlas perceptibles y amables   —63→   se valían de todos los medios propios de la elocuencia humana. ¿Por qué había de negárseles lo que fue concedido a Séneca, a Sócrates, a Cicerón? El lenguaje y la palabra era común a estos filósofos paganos y a los oradores del cristianismo. Lo que era peculiar a estos, y lo que caracteriza su ministerio no era el don del habla, común a todos los hombres, sino las ideas y las doctrinas.

El predicador evangélico debe enseñar al ignorante, fortalecer al débil, levantar al caído, sostener al que está en pie: en una palabra, hacerse todo para todos, según la expresión de S. Pablo. De aquí es la necesidad de presentar las verdades cristianas bajo diversos aspectos y formas, explicarlas con claridad, mostrar con ardor su importancia, y no debilitar en ningún caso su alta dignidad. Cumplir estas varias obligaciones de su ministerio, valiéndose del lenguaje y de los medios que la experiencia de todos los siglos ha designado como más oportunos para convencer y persuadir, no es más que poner el don de la palabra, recibido de la naturaleza, a disposición de la gracia divina: de la cual, y de ella sola debe esperar el orador el fruto abundante y saludable de sus tareas.

En las Homilías ya citadas casi siempre era dado el asunto o argumento de la oración por el pasaje de la escritura que se trataba de explicar. Así el plan era sencillísimo y sin artificio. Si cabía algún embellecimiento, era en las figuras de elocución. Los padres de aquellos siglos las usaron con mucha sobriedad. El mayor adorno y que más frecuentemente se nota en sus oraciones es el de la introducción del estilo y aun de las palabras mismas del texto sagrado, muy oportunamente ingeridas en sus exhortaciones. Ya explicaremos después la razón de esta costumbre que ha durado hasta hoy y durará hasta la consumación de los siglos.

Entre las tinieblas de la edad media se conservó el cristianismo y con él la civilización. Los oradores sagrados recordaron sin cesar a pueblos feroces e ignorantes lo que debían a Dios y a sus prójimos. Esta voz no se cansó de clamar en el caos intelectual, moral y político en que se hallaba la Europa, hasta que los elementos de la nueva creación se desenvolvieron, la virtud recobró sus derechos, las ciencias brillaron y la anarquía desapareció.

Entonces la predicación de la divina palabra, aunque sin alterarse en el fondo, admitió formas diferentes. Tratábanse en el púlpito las materias políticas porque el cristianismo había sido en los siglos anteriores un poder político. Pronunciábanse en aquel lugar sagrado elogios fúnebres, oraciones gratulatorias por los sucesos prósperos: dirigíanse invectivas contra los enemigos del estado: en una palabra, era el púlpito, como lo había sido en los siglos bárbaros, la tribuna nacional; y aun en el día, aunque con menos frecuencia y ciertamente con más decoro y dignidad, se dicen oraciones de esta especie en la cátedra del Espíritu Santo: bien que los buenos oradores dan siempre a estas materias profanas el aspecto moral, bajo el cual debe contemplarlas el hombre religioso.

En cuanto a los asuntos puramente cristianos, se dividieron los sermones en doctrinales o catequísticos, morales y panegíricos. Los primeros tienen por único objeto la enseñanza de la doctrina cristiana: los segundos, la convicción de las verdades evangélicas, y sobre todo la persuasión a la práctica de las virtudes. Los panegíricos, especie de imitación del género, que los antiguos llamaron demostrativo, consistieron en celebrar algunos de los misterios de nuestra religión o las virtudes de los héroes del cristianismo.

Esta misma división existe hoy. Pero sea el asunto el que se fuere, subsiste la costumbre antigua de explicar en el sermón un texto, el cual indica el aspecto bajo el cual quiere el orador considerar la materia de que trata. Pero se ha introducido el uso de dividir los sermones en partes; y aun los oradores franceses han llevado hasta el exceso con frecuentes subdivisiones esta costumbre. El exordio, la proposición del argumento, la aplicación del texto y el plan de la oración separan ya mucho nuestra actual forma de predicación de la que se usó en la iglesia antes de la irrupción de los bárbaros.

Pero el fondo es el mismo, y el mismo el carácter de este nuevo género de elocuencia. La divina palabra, predicada y expuesta con dignidad y vehemencia constituye en el día la esencia de los buenos sermones, como constituía antiguamente la de las buenas   —64→   Homilías. No puede ser otra cosa la predicación cristiana: no puede haber dos oratorias sagradas, una de los siglos primitivos y otra de los siglos modernos.

Si se nos preguntase cuál de las dos formas nos parece preferible, responderíamos, que si la primera, por la dignidad y santidad del predicador, cuya presencia sola era un verdadero sermón, podía ser más ventajosa en los siglos en que estuvo en práctica, ahora, siendo el uso de la predicación más frecuente, nos parece mejor la segunda bajo el aspecto literario. No hay ya como entonces un prelado en cada pueblo de alguna consideración. Los deberes del episcopado se han hecho más extensos, y ha sido forzoso delegar el ministerio de la palabra. Pueden así los oradores trabajar mejor sus obras, y por consiguiente predicar con más fruto. Por otra parte, la unidad de argumento, que se exige con más rigor en un sermón que en una Homilía, da proporción al predicador a ceñir más sus ideas, y limitándolas a un solo objeto, puede mostrar mejor la conexión íntima que hay entre las doctrinas dogmáticas y las morales; conexión que prueba a los ojos de la razón humana, tan descontentadiza en nuestros días, la excelencia del cristianismo.

Considerada la oratoria sagrada como un ramo de literatura, es claro que los oradores franceses llevan en él la palma a los de otras naciones. Ni Italia, ni España, ni Inglaterra tienen nada que oponer a la elevación de Bossuet, a la unción de Massillon, a la elegancia de Flechier, a los movimientos atrevidos de Bribaine, ni a la lógica de Bourdaloue. Los ingleses han renunciado a todo lo que sea movimiento de afectos; y sus oraciones, que además se leen y no se pronuncian, son más bien discursos doctrinales sobre algún punto religioso, que expresiones vehementes de los sentimientos del corazón. No sabemos decir si esto procede del carácter de controversia que imprimió la reforma a los predicadores, o del deseo de imitar el método de los siglos antiguos, o la índole misma de la nación, que no se presta fácilmente sino a aquellas ideas de que está íntimamente convencida, y que mira como inútiles los medios de persuasión, cuando se han empleado con felicidad los del convencimiento.

En España se observa en esta clase de literatura un fenómeno muy raro. Nuestros escritores religiosos son elocuentísimos en los libros que escribieron sobre la moral cristiana. En las obras de Granada, León, Ávila, Puente y Chaide hay un repertorio admirable de pensamientos cristianos muy bien desenvueltos, con todos los adornos que puede admitir la elocuencia del púlpito, y con toda la noción de que necesita. Pero estos mismos que predicaban tan bien en sus libros, cuando hablaban al pueblo, olvidaban, por decirlo así, su elocuencia, y se reducían al ministerio de un catequista. No podemos atribuir esta conducta sino al deseo de acomodarse a la capacidad del vulgo, generalmente muy poco instruido en España. Bossuet y Massillon, predicando en la corte de Luis XIV, tenían por oyentes los hombres más sabios de su siglo. Nuestros Granadas y Chaides no tuvieron un teatro tan ventajoso; pero leían sus obras las personas más instruidas de España. Por eso escribieron mejor que predicaron.




ArribaAbajoArtículo II

El sermón se distingue de los demás géneros de oratoria, en que generalmente hablando se dirige más bien a la persuasión que a la convicción. Pocos serán, entre los que concurren a oír a un predicador, los que no estén convencidos de las verdades y doctrinas que promulga; pero son muchos los que, creyéndolas y confesándolas con su entendimiento y con su boca, no se resuelven a arreglar a ellas su conducta. Ni   —65→   basta conocer la verdad: es menester amarla y hacerla triunfar de las pasiones. Esta es la condición del hombre, descrita aun en los tiempos de la filosofía pagana por un poeta:


...Video meliora proboque,
Deteriora sequor.


(Conozco las virtudes, las apruebo,
y sigo la maldad.)



Por consiguiente, el ministerio de la predicación que se dirige a la perfección moral del hombre, no tanto debe versarse acerca de las máximas como de los sentimientos: su fuerza no está en la lógica que demuestra, sino en la persuasión que conmueve. La elocuencia del púlpito, en la parte que es puramente humana y depende del talento, del trabajo y del estudio del orador, debe dar al pensamiento cristiano los estímulos necesarios para que no se quede en el entendimiento del oyente, sino conmueva su fantasía y penetre en su corazón.

Esto es sumamente difícil, y tanto más, cuanto todos los sermones, señaladamente los morales, han de versar por necesidad sobre asuntos conocidos del auditorio, trillados a fuerza de repetirse y por lo mismo casi incapaces de admitir, ni aun en la forma, el mérito de la originalidad; cuando por otra parte carecen del interés material y sensible, que da tan vasto campo a la elocuencia del foro y a la de la tribuna: cuando no se puede ni se debe descender a descripciones particulares que parecerían retratos dispuestos para satisfacer la malignidad de los oyentes más bien que para corregirlos y edificarles: en fin, cuando la generalidad misma de los asuntos parece que se niega a admitir los embellecimientos que podrían tener cuadros particulares.

Necesario es, por ejemplo, predicar con frecuencia a los fieles el precepto de la caridad. Así se ha hecho y se hará y se deberá hacer en la iglesia cristiana. Pero ¿dónde está el predicador, que pueda decir: Yo predicaré con novedad acerca de esta virtud: yo expondré nuevos motivos: yo incitaré con nuevos movimientos el corazón de los oyentes? Todo está dicho ya, y no es posible ni aun inventar una frase nueva en materia tan desconocida. Y sin embargo es menester no dejar de predicar acerca de esta primera virtud del cristianismo, opportunè: importunè.

Es verdad que las máximas religiosas y morales son del mayor interés para el hombre: es verdad que de la obediencia a ellas depende su felicidad presente y futura: también es cierto que a ninguna cosa se adhieren con más firmeza los individuos y los pueblos como a su religión; pues a ella están ligados el consuelo en las adversidades y las esperanzas más importantes. Estas son disposiciones felices que el orador cristiano no debe olvidar para valerse de ellas en tiempo y ocasión oportuna. Pero las pasiones humanas destruyen por otra parte la obra de la fe: se creen verdades y se obra contra ellas. La importancia e interés de las máximas cristianas casi desaparecen en nuestro corazón ante los prestigios de la vida. La creencia es un acero embotado: el ministerio del predicador es afilarlo y hacer que hiera.

Las reflexiones anteriores son suficientes para indicar las reglas que deben seguirse en la práctica de la predicación, reducidas todas a este principio: penetrar los ánimos de los oyentes de la sublimidad e importancia de las verdades religiosas; y evitar cuidadosamente al tratarlas la vaguedad y la generalidad. Para lo primero debe insistirse en cada virtud que sirva de asunto, en las miras del Señor, que nos han sido reveladas acerca de ella, y en la perfección que adquiere con su práctica el alma del hombre.

La vaguedad es un defecto bastante común en los que se dedican al ministerio del púlpito. Es ya proverbial la censura que han merecido muchos sermones de comenzar por la creación del mundo y acabar por el día del juicio. Es necesario, si no se quiere confundir las ideas ni perder el fruto de la oración, ceñirse estrictamente al asunto de que se trata, desentrañarlo completamente, y atacar a un mismo tiempo el raciocinio, la imaginación y los afectos, que son las tres fortalezas que ha de rendir el que quiera apoderarse de los ánimos. El que desee, por ejemplo, recomendar la virtud de la humildad, no ha de mezclar con ella ni el elogio ni la persuasión de otras virtudes, aunque pueda muy bien insistir en la necesidad de ser humilde para poseerlas   —66→   realmente. Al contrario, debe explicar circunstanciadamente los frutos preciosos de la humildad, las aberraciones y desventuras del orgullo su contrario: los consuelos, la tranquilidad, la sublime, verdadera grandeza que comunica al alma, y en fin, cuanto la acerca al divino modelo que quiso que de él la aprendiésemos. Emprendiendo este camino es seguro que no faltarán pensamientos al orador, aunque no salga del círculo de su asunto: la sagrada Escritura, los Padres, los libros piadosos, y su talento se los sugerirán en abundancia.

Pero «acaso no será original en sus ideas». Esto bien puede suceder; porque en moral y en religión es ya casi imposible encontrar un pensamiento que no dejando de ser verdadero, sea nuevo. Las máximas universales se agotan pronto en cualquier materia que se trate. Así el orador cristiano debe aspirar, si no a ser original en el fondo, porque casi siempre será imposible, a serlo por lo menos en la manera de tratar su asunto, evitando hasta cierto punto el escollo de la generalidad, que es otro de los que pueden oponerse al buen éxito. Decimos hasta cierto punto porque menester es que las máximas virtuosas se demuestren y se persuadan: pero ¿quién quita que se presenten en cuadros animados que conmuevan la fantasía? ¿que se citen ejemplos oportunos tomados ya de la Biblia, ya de la historia eclesiástica? ¿que se penetre en el corazón del hombre y desenvolviendo sus dobleces se patentice a cada uno de los oyentes cuál es la verdadera causa que le retiene en los lazos del vicio y lo impide seguir el camino de la virtud y de la perfección? ¿que se le indiquen los medios de vencer este obstáculo que parece insuperable? ¿que se contraponga en fin, a la descripción horrible de la maldad la hermosa perspectiva de un alma adornada y fortalecida por las virtudes? De esta manera podrá ser original el predicador; y para ello aún le restan otros medios que su talento le sugerirá, como por ejemplo, el del carácter de su auditorio. No se debe predicar del mismo modo en una aldea que en una corte; y un orador hábil puede valerse, como hizo el P. Bridaine, de esta diferencia, para presentar bajo un aspecto nuevo las verdades del cristianismo.

En los sermones panegíricos puede tener más amplitud el orador; pues en los de los Santos ha de entrar como parte integrante de la oración, un resumen de su vida; y no es indiferente la manera de hacerlo, pues de él ha de depender el elogio de sus virtudes más excelsas, y la revelación de los designios de la Providencia en la santa y laboriosa carrera por la cual le condujo. En los sermones, cuyo asunto sea un misterio de la religión, cabe, además de la exposición, el pensamiento moral, encerrado en él; porque, como ya hemos dicho, no hay ningún dogma de cuantos se nos manda creer que no tenga una conexión inmediata con la virtud.

Más libre corre la elocuencia sagrada en los elogios fúnebres, en las oraciones gratulatorias y en otros asuntos que no dicen tanta relación con la moral religiosa. Pero en ellos deberá guardarse el orador de parecer un solo momento alejado de su ministerio u olvidado de las verdades eternas. Léase a Bossuet, y se verá de qué manera enlaza la narración de los acontecimientos humanos con las ideas cristianas. «¡Oh reina! ¡oh madre! ¡oh esposa, digna de mejor fortuna, si las fortunas de la tierra valieran algo!» Así dice después de haber enumerado los infortunios de María Enriqueta, esposa del infeliz Carlos I de Inglaterra; y esta sublime corrección indica de qué manera pueden atreverse los oradores sagrados a describir los sucesos transitorios del mundo en la cátedra de la eternidad.




ArribaAbajoArtículo III

Habiendo ya explicado con suficiente extensión el espíritu y las ideas que deben dominar en este género de elocuencia pasemos a tratar de la distribución y del estilo.

No somos enemigos de la división del sermón en partes; pero tampoco la creemos   —67→   de obligación; y además juzgamos que las subdivisiones, tales como las han usado algunos predicadores franceses, lejos de dar reposo a la atención de los oyentes y poner en orden sus ideas, cansan la memoria con la multiplicidad de los aspectos bajo los cuales se considera el pensamiento principal, y lo confunden y oscurecen en vez de ilustrarlo. Dan también a la oración el carácter de una discusión lógica y de mero raciocinio, carácter que solo podría sufrirse en los sermones catequísticos.

Bien parece una división cuando el asunto la ofrece por sí mismo, aunque se extienda a tres partes. Mil ejemplos tenemos de esto en los buenos predicadores; pero imponerle al orador sagrado la obligación de dividir precisamente el sermón, aun cuando la materia ni el texto lo permitan, es obligarle a buscar en una sutileza los medios, no de dividir, sino de desquebrajar su oración con ofensa del buen gusto, y lo que es más, con grave perjuicio del buen éxito; porque todo lo que huela a dialéctica en un sermón está fuera de su lugar. Hay algunas divisiones, que aunque naturales son demasiado obvias, y están ya muy trilladas. ¿Quién no conoce, tratándose de la muerte, la división de partes en la muerte del justo y la del pecador? Sin embargo, por muy conocidas que sean nos parecen mejor, porque de ellas puede sacarse fruto, que las que se fundan en una distinción demasiado abstracta e inoportuna que solo sirva para indicar las pausas del predicador.

Es loable y santa la costumbre de invocar al fin del exordio la intercesión de la Virgen madre de Dios. En nuestra opinión, cuando ninguna circunstancia accidental de materia al exordio será mejor el que se deduzca de la explicación dogmática del asunto y de la exposición del texto que sirve de tema. Este es el medio más oportuno para hacer propio el exordio. En él deberá hacerse la división cuando haya lugar a ella.

En cuanto a la parte de las pruebas es menester que el predicador sepa distinguir entre su ministerio y el del teólogo. A este toca exponer, demostrar, convencer: la cátedra del doctor debe resonar con los argumentos que triunfan del entendimiento: la del orador sagrado con los motivos que subyugan el corazón. Deberá, pues, presentar las pruebas de tal manera, que al mismo tiempo que convenza la razón gane los afectos.

¿Es lícito emplear en la oratoria sagrada los conocimientos filosóficos? Sí: porque hay almas sobre las cuales produce mucho efecto el uso de la razón natural. Pero los argumentos que se tomen de la moral filosófica deben ser siempre modificados y perfeccionados por la evangélica. Bueno es que los fieles sepan que la virtud es naturalmente amable; pero es menester decirles al mismo tiempo que sin la luz de la religión no puede el hombre practicarla fácilmente, ni elevarse a su perfección. Es menester distinguir lo que hacen los gentiles de lo que el Salvador mandaba a sus apóstoles. Un orador cristiano puede tal vez hablar el lenguaje de Sócrates, Cicerón y Séneca; pero ha de ser para elevarse inmediatamente al del Evangelio, y mostrar la superioridad de sus preceptos sobre los de la razón humana, única antorcha que guiaba a aquellos filósofos.

Las narraciones, cuando ocurren en el sermón, deben ser concisas, porque no se crea que el orador se complace en desplegar su talento para narrar; y verosímiles, condición necesaria de toda narración. No le basta ser verdadera, es preciso además que unos sucesos se expliquen por otros sí ha de producir el efecto que se desea.

La parte patética es la principal de la oratoria sagrada, cuyo objeto es como ya hemos dicho, la conmoción. Nada diremos sobre ella porque todo sería inútil para el predicador a quien su corazón no enseñase cuándo y en qué partes de su oración debe conmover los afectos cristianos. Nadie ignora que el epílogo, donde se ha de asegurar el triunfo exige mayor calor y movimiento.

Réstanos hablar del estilo. La predicación es la que necesita más corrección y cuidado en esta parte; porque si se excusan muchos defectos en el que nos habla de intereses materiales o litigiosos, nada se perdona al que viene a persuadirnos en nombre del Señor, la práctica de las virtudes. Para ese son las censuras y los ludibrios de los que poseen o creen poseer la prudencia del siglo.

Los sentimientos cristianos son de dos clases en cuanto al efecto que producen en el alma: la elevan sin orgullo los unos; los otros la enternecen y suavizan sin debilidad.   —68→   Lo sublime de las ideas religiosas carece necesariamente de soberbia; pues por más que se remonte el pensamiento, ¿cómo puede contemplar el hombre la grandeza de Dios, sin sentir al mismo tiempo su propia miseria y la nada de cuanto el mundo llama grande? ¿ni cómo puede haber debilidad en los afectos tiernos de amor, gratitud, consuelo y esperanza, si ellos comunican al alma la firmeza necesaria para la práctica de las grandes virtudes?

La naturaleza, pues, de estos sentimientos indican el carácter del estilo propio de la oratoria sagrada, verdaderamente simbolizado en el panal y el león de Sansón. Sus dotes esenciales son la fuerza y la dulzura: comprendidas bajo el nombre de unción con que se designa en los sermones buenos la calidad de atraer y fortificar las almas.

Pero no nos engañamos. Ni la sabiduría ni la elocuencia del siglo pueden, sino muy débilmente, comunicar ese carácter a las oraciones sagradas. Es menester formar el estilo sobre el único modelo que puede haber en esta materia, que es la palabra de Dios. Es menester que el orador sagrado se penetre del estilo de la Biblia: de aquella sencillez sin la cual no hay sublimidad: de aquel candor, que inspira a un mismo tiempo cariño y confianza: de aquella filosofía práctica que hace fácil y amable el yugo de la virtud: de aquellas máximas que sin necesidad de pruebas convencen el corazón antes que el entendimiento, y le hacen exclamar; Dios está aquí, y yo no lo sabía: en fin, de aquella elocuencia inanalizable y misteriosa que sin los adornos, la pompa y los artificios de la del siglo, subyuga suavemente los ánimos y les da valor y fortaleza para triunfar de las pasiones de carne y sangre.

Lo repetimos: no creemos que la oratoria sagrada pueda tener otro estilo, sino el que esté calcado en el de la Santa Escritura. No por eso opinamos que un sermón haya de ser un tejido de versículos tomados del antiguo y nuevo testamento. Algunos lo han hecho así y no han producido buen efecto; porque se ha conocido el trabajo y la afectación, enemigos mortales de la elocuencia. Lo que aconsejamos es que el predicador, sin atenerse precisamente a las palabras, conserve el espíritu de los libros sagrados, que habrá bebido en su frecuente lectura, sin dejar por eso de citarlos y explanarlos cuando se presente la ocasión oportuna.

De aquí es que tanto en las homilías de los padres de la iglesia, como en los sermones de los predicadores modernos, se ha usado siempre el lenguaje de la Biblia, sin que sea posible trocarle por otro, a no ser que se quiera cambiar el carácter de la oratoria sagrada. De aquí procede también que los idiomas de las naciones cristianas se hayan enriquecido con un gran número de frases y modismos de la lengua hebrea.

Nosotros, para caracterizar el estilo de la oratoria sagrada, nos hemos valido solamente de razones tomadas de la análisis literaria aplicada a la moral religiosa. Pero no hay predicador que pueda presumir de sí ser capaz de expresar las verdades evangélicas en mejor lenguaje que el mismo Evangelio. Tampoco hay ninguno que ignore que las grandes promesas, hechas al ministerio de la predicación, son bajo la condición de que se predique la palabra divina. Es imposible, pues, que se prescinda en la oratoria sagrada de la letra y del espíritu; y por consiguiente del estilo de la Escritura.





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ArribaAbajoSermón que predicó en la catedral de Sevilla en acción de gracias, por la reconciliación de Vergara, Don Manuel López Cepero.- Sevilla, 1839

Al mismo tiempo que publicábamos nuestras ideas y observaciones sobre la oratoria sagrada, llegó a nuestras manos este sermón, en el cual dio el orador una prueba insigne de las doctrinas que expusimos. Cuanto recomendamos en aquellos artículos se halla puesto en práctica en esta oración.

Pero antes de examinarla no podemos menos de observar que este sermón no solo es un buen escrito, sino una buena acción. El nombre del Sr. Cepero es ya histórico; y no menos que su instrucción, su amor a la patria, su espíritu religioso nunca desmentido, y su afecto a la verdadera libertad han contribuido a hacerlo célebre las persecuciones de que ha sido víctima. Pues bien; ese mismo hombre, calumniado, preso por muchos años y segregado de la sociedad, es el que levanta su voz con una energía verdaderamente apostólica, predicando la paz a favor de los mismos que le persiguieron y aherrojaron; y si no de las mismas personas, porque acaso ya no existirán, a favor por lo menos de los que pensando y obrando como ellas, hubieran hecho lo mismo en igualdad de circunstancias. Este el caso de decir que la presencia sola del predicador equivale a un sermón. Hemos querido anticipar esta observación, porque para nosotros los intereses de la virtud son muy superiores a los de la literatura; y también porque queremos dar al ilustre orador una prueba pública de que no fue posible a sus oyentes, ni lo será a sus lectores, desconocer el único argumento que él omitió en su oración, y que generalmente es el más fuerte de todos, a saber: el del buen ejemplo.

El asunto del sermón, reducido a la acción de gracias por un acontecimiento fausto para la patria no pertenece en el fondo a la doctrina moral ni al dogma evangélico. Es de circunstancias puramente humanas y del orden político; pero el orador ha sabido convertirlo en un asunto exclusivamente religioso, apoderándose de la idea de la paz, consecuencia del suceso que sirve de materia al discurso. Su división es natural: los bienes de la paz y de la caridad forman un contraste de que debía aprovecharse aun involuntariamente el que hubiese de tratar este asunto. Pero el mérito de la idea está en su desempeño.

Agrádanos infinito ver en el principio de la primer parte muy bien desenvueltas las ideas filosóficas de los estoicos acerca del orden moral y físico del universo, ilustradas después y libres de la contradicción entre lo que es y lo que debieran ser, por las luces   —70→   de la religión, ante las cuales desaparece toda dificultad; porque ella y solo ella explica por qué se introdujo en el mundo el pecado y con él todos los males. Esta conversión de los pensamientos filosóficos en cristianos es muy útil; porque en efecto, ¿qué otra cosa es el cristianismo sino una filosofía más elevada, más completa, más práctica?

La expresión seréis como dioses, que movió a la desobediencia a nuestros primeros padres, la aplica el orador muy oportunamente a todos los que por diferentes medios han procurado introducir la discordia en nuestra patria, y por consiguiente trastornar la paz política, imagen del orden moral del universo. El pensamiento del trastorno del orden físico, si hubieran trascendido a él los efectos funestos del pecado, es magnífico; y aunque no nuevo, está presentado con novedad, introduciendo la voz del Hacedor, que acusa al hombre de ser el único infractor del orden y unidad que estableció en el mundo su mano omnipotente.

Se reconoce también el orador cristiano en la sublime idea de atribuir a la inocencia de nuestra legítima reina Isabel II las misericordias del Señor en haber concedido a España la pacificación de las Provincias Vascongadas y la esperanza de una reconciliación universal. La razón humana busca los motivos de los fenómenos políticos en la acción de las causas morales. Pero es superior a ellas la ley de la Providencia, que todo lo ha hecho para el triunfo de la virtud; y solo el pensamiento cristiano puede elevarse a la contemplación de esta ley.

Aniquila también los argumentos de los que quieren llamar falsa aquella paz, por la misma declaración del Señor que aprobó la hecha entre Simón Macabeo y Demetrio, rey de Siria, y eligió para enviar a la tierra el Verbo regenerador, la que puso el mundo en manos de Augusto: paz anunciada por todos los profetas. No debe atender el que quiera estudiar los designios de la Providencia divina a los medios de que se valen los hombres, cuya vista es tan corta como débil su brazo, sino a las miras del Altísimo, reveladas por los sucesos. El delito más grave que se ha cometido en el mundo, el deicidio, produjo la salud del género humano.

No se ha desdeñado nuestro orador de anatematizar como un elemento de discordia la excisión literaria de nuestra época en la parte que tiene relación con las costumbres. «También, dice, a favor de tantos disturbios, se disfrazó la discordia con el pomposo manto de la filosofía, de la civilización y del buen gusto; y trayendo de la otra parte del Pirineo folletos y novelas inmundas, corrompió la moral y ha degradado nuestra juventud incauta hasta el punto de trocar la gravedad que la distinguía en la frivolidad más ridícula y caricata...». ¡Tan cierta es la unión que tienen entre sí la verdad, la virtud y la belleza! El verdadero buen gusto es la virtud de la imaginación. Si esta se pervierte, no están muy seguros ni el corazón ni el entendimiento.

Hablando de nuestra amada Reina, dice: esta nos ha preservado de la usurpación, que enmascarada con la hipocresía legal, religiosa y política, ha trabajado de tantas maneras para arrancarle la corona; y si los nueve años que nuestra augusta Reina cumple en este día, consagrado por la iglesia a la memoria del tan santo como ilustre y bizarro caballero español el cuarto duque de Gandía, no le permiten aún dirigir la nave del Estado, su inocencia tan injustamente perseguida atraerá sobre su reino las bendiciones del Cielo, de las cuales empezamos a participar en esta paz que celebramos hoy. La inocencia de Isabel nos la ha alcanzado del Omnipotente. Por muchos años nos hemos preguntado llenos de amargura como en otro tiempo Jeremías: ¿quién nos traerá la paz? ¿Quién irá a rogar por ella? Quis ibit ad rogandum pro pace? ¿Quién? La inocente Isabel».

El recuerdo del santo caballero español San Francisco de Borja es precioso en esta ocasión; porque la causa de la hija de cien reyes debe ser defendida por todos los que conserven en su corazón alguna centella del antiguo honor castellano. Nos acordamos de que hablando a fines de 1833 con una persona, a quien poco después persiguió injustamente como carlista la bárbara intolerancia de los partidos hasta obligarla a expatriarse, nos dijo: No sé si triunfará o no Don Carlos; solo sé que la causa de Isabel II debe ser la de todos los caballeros. Y en efecto, ¡cuán pocos son los que pertenezcan a esta clase, que la hayan abandonado! ¡Honor a los dignos descendientes de los Córdobas y los Guzmanes!

El epílogo es una fervorosa apóstrofe al santo rey y protector de España Fernando   —71→   III, cuyas venerables cenizas descansan a poca distancia de la tribuna evangélica donde se predicó el sermón. El Sr. Cepero ha llenado en él los deberes de buen orador, buen español y buen sacerdote cristiano.




ArribaAbajoArtículo de un suscritor del Tiempo7

Señores Redactores del TIEMPO:

Muy Señores míos: Acabo de leer en su apreciable periódico de hoy 22 un artículo que a mi corto entender abunda en equivocaciones, tanto históricas como teológicas; por lo cual les suplico a Vds. admitan las siguientes preguntas, que dirijo respetuosamente a su autor.

«Conformándome enteramente con el dictamen del Sr. Martínez de la Rosa de que la empresa de las Cruzadas fue poco conforme con las sanas doctrinas del cristianismo, y mirándola, cuando menos, como un delirio del fanatismo, desearía que el articulista tuviese la bondad de aclarar los puntos siguientes:

1.º Que en el año de 1095, cuando se celebró el concilio de Clermont, las naciones europeas eran una sola república confederada, semejante al imperio germánico. Yo las había tenido por mucho más distintas e independientes entonces que ahora.

2.º Que el jefe de esta república era el Papa, y por una consecuencia inevitable, los reyes sus feudatarios. Deseo saber si esta confederación pontifical existe todavía.

3.º Que el título para pertenecer a la confederación de naciones europeas era el bautismo. Esta proposición parece incompatible con las palabras de nuestro Redentor: Regnum meum non est de hoc mundo, y contradictoria a los hechos de la historia.

4.º Que toda la Europa conocida se incluía en la cristiandad, y que esta guerra sagrada era puramente defensiva. Si no me engaño, el Papa quería reclamar para sí no solamente la Palestina, sino todos los varios territorios asiáticos y africanos, poseídos entonces por los mahometanos. ¿Fue justa esta ambición?

5.º Que las guerras religiosas de los siglos XI, XII y XIII fueron todas defensivas.

6.º Que atacando a Jerusalem diferentes ejércitos y bandos de europeos, las más veces muy desconcertadamente, llamaron la atención de las potencias mahometanas a la cuna y centro de sus dominios, esto es, a Arabia.

7.º Supuesto que Roma fuera centro de la cristiandad, ¿por qué no pudo prestar a Sicilia y a España protección y defensa contra los mahometanos?

Confieso que los gobiernos europeos debían concertar medidas prudentes para la defensa de sus estados; más no creo que una guerra fanática, cuyos objetos principales eran tomar el sepulcro de nuestro Redentor, sin embargo de no saber nadie si se conservaba el mismo sepulcro en que había yacido, y el de exterminar a los infieles en lugar de procurar su conversión por los mismos medios santos que usaron los primitivos cristianos, cumpliendo el mandamiento del Salvador, Euntes in mundum universum, prædicate Evangelium omni creaturiræ, no creo, digo, que semejante guerra pueda ser justificada por las Sagradas Escrituras, que en esta ocasión el señor articulista no ha citado. Esperando que dicho señor nos complazca con otra instructiva digresión para resolver las expresadas dudas, tengo el honor de ser de Vds. S. S. S. Q. S. M. B.



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ArribaAbajoRespuesta al artículo anterior


ArribaAbajoArtículo I

El Sr. Martínez de la Rosa, en un escrito recientemente publicado, dijo que «la empresa de las Cruzadas era poco conforme a las sanas doctrinas del cristianismo». Nosotros afirmamos que no podía calificarse como contraria a las máximas del Evangelio una guerra en que los cristianos defendían su independencia, sus bienes, sus templos y sus familias contra un enemigo siempre invasor y muchas veces victorioso, que se había engrandecido conquistando provincias, estados y naciones de la creencia evangélica.

Un suscritor del Tiempo, cuyo artículo se insertó íntegro en el referido periódico, manifiesta que se conforma enteramente, en la cuestión ya explicada, con el dictamen del Sr. Martínez de la Rosa. No tenemos motivo para quejarnos de esta preferencia. Añade que en su opinión nuestro artículo abunda en equivocaciones históricas. Podrá ser; porque no hemos recibido el don de la infalibilidad. Pero lo que no puede ser, y contra lo que protestamos con toda la energía de que somos capaces es contra las equivocaciones teológicas que también pretende atribuirnos; porque siendo nuestra creencia la misma que la de la iglesia católica, no pueden caber en ella errores ni equivocaciones.

Nosotros quisiéramos que el suscritor hubiese meditado mejor el valor de las palabras de que usa. Una equivocación teológica equivalía no ha muchos años a una proposición delatable, y constituía un gran peligro. Aquellos tiempos han pasado; pero siempre lo es para que los que han procurado como nosotros conservar ilesa la fe de sus padres, rechacen con vigor una denunciación semejante. También lo es de que nadie haga esas inculpaciones, tan comunes en otra época, sin tener de su parte un motivo evidentemente justo.

Veamos, en fin, si lo tiene el suscritor. En primer lugar nuestro artículo no contiene más que una máxima teológica, a saber: que la guerra justa no es contraria a las doctrinas del Evangelio. ¿Esta proposición es errónea o equivocada? No: solo pueden impugnarla; solo la han impugnado los cuákeros. Aun cuando el suscritor nos demostrase hasta la evidencia que la guerra de las Cruzadas fue injusta, no podría acusarnos de una equivocación teológica, sino de un error histórico, o cuando mas político.

En segundo lugar, nosotros dijimos que el título para pertenecer a la cristiandad, esto es, a la confederación de las naciones europeas era el bautismo y la fe cristiana. Esto lo afirmamos únicamente como un hecho histórico. (Ya examinaremos a su tiempo si lo sentamos con razón o sin ella). ¿Qué tiene que ver este hecho con la teología?   —73→   Tampoco entendemos qué aplicación tenga aquí el regnum meum non est de hoc mundo. La Iglesia es una comunión espiritual, pero visible: ¿y no ha podido suceder, y no ha sucedido efectivamente, que los gobiernos civiles no quieran admitir al goce de los derechos de la ciudadanía sino a los que llevaban el signo exterior del cristianismo? En este caso la Iglesia no dejó nunca de ser una asociación espiritual; pero el Estado no quiso reconocer otros ciudadanos sino los que fuesen hijos de la Iglesia.

En tercer lugar, en un artículo puramente histórico habría sido necedad citar la Sagrada Escritura, que en ningún pasaje habla de mahometanos ni de cruzados. Por otra parte, la predicación del Evangelio pertenece al sacerdocio: la defensa de la nación a la república.

Nuestro razonamiento se redujo a este simple silogismo:

La guerra justa no se opone a las doctrinas del Evangelio:

La guerra de los cruzados contra los mahometanos fue justa:

Luego la guerra de los cruzados contra los mahometanos no se opone a las doctrinas del Evangelio.

En este silogismo solo la mayor pertenece a la moral cristiana. Si nos hemos equivocado en ella, respondan por nosotros todos los autores de teología que la admiten y la aprueban.

El testimonio regnum meum non est de hoc mundo no puede ser contrariado porque se siente y explique un hecho que se verificó en la edad media.

Y en fin, en un artículo puramente histórico, y cuyas pruebas deben ser de la misma especie no hemos debido apoyarnos en testimonios de la Escritura. El suscritor no tiene razón en echarnos en cara esa omisión.

Hemos probado, pues, que de nuestra parte ni ha habido equivocación teológica, ni yerros de fe.

Desvanecida esa acusación, para nosotros la más importante de todas, y la única en que tenemos inmediato interés, examinaremos parte por parte y muy detenidamente el artículo de nuestro suscritor.

Llama a la empresa de las Cruzadas «el delirio del fanatismo cuando menos». No ignoramos que ese es el lenguaje de Voltaire, del Citador y aun de todo el filosofismo del siglo XVIII. Pero creemos que nuestro suscritor no debería imitarlo. Somos españoles y no debemos la existencia de nuestra nación sino a un fanatismo de la misma especie, al de Pelayo, al de Garci-Giménez, al de Íñigo Arista; porque no nos equivoquemos, el pensamiento de los héroes que fundaron nuestra patria, era exclusivamente religioso. A no existir la divergencia de cultos entre árabes y cristianos, la suerte de España hubiera sido la misma que la del Oriente y la del África, en donde esta divergencia cesó más pronto que en nuestra península.

Pelayo creyó oponerse con un corto número de hombres a las falanges que en tres años arruinaron la poderosa monarquía de los visigodos. Su fanatismo era, pues, más delirante que el de los cruzados; pues estos acometían al Asia con todas las fuerzas de Europa.

Entre los mahometanos era un principio de religión conquistar los pueblos, y condenarlos al ilotismo civil y político, si no admitían la ley del Profeta. En todas las empresas de alguna consideración promulgaban la Gazia o expedición contra los infieles, en la cual no podía exceptuarse de ser soldado ningún musulmán que pudiese. ¿Era fanatismo marchar contra una religión que tenía semejante dogma, y que lo practicaba con tanto peligro de la cristiandad? ¿O debía la Europa dejarlos continuar en sus proyectos de invasión, sin oponerles más que misioneros?

Las cruzadas contra los mahometanos no fueron, pues, el delirio del fanatismo. ¿Queremos una prueba de ello? Los españoles no cedían a ninguna nación de Europa en espíritu religioso, en fanatismo si se quiere. Sin embargo, no tomaron la cruz para las expediciones de Ultramar. Fernando III el Santo, instado por su primo San Luis de Francia a pasar a la Tierra Santa, respondió: en España hay también mahometanos que combatir. Esta prudencia no se aviene bien con el delirio del fanatismo.

La cuestión de la edad media era política, a saber: si habían de dominar en Europa los mahometanos, o las naciones cristianas. Las cruzadas decidieron esta cuestión.



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ArribaAbajoArtículo II

El resto de este artículo es una serie de preguntas, muchas de ellas inútiles para la cuestión de que se trata. Las examinaremos una por una.

La primera es si en la época del concilio de Clermont las naciones europeas eran una sola república confederada, semejante al imperio germánico. Yo las había tenido, añade, por mucho más distintas e independientes entonces que ahora. Mucho se equivoca nuestro preguntador. Ahora se unen y se separan las naciones por sus intereses materiales, bien o mal entendidos. Entonces se dividían a veces por la misma causa; pero pronto las unía el vínculo común del cristianismo, que era el espíritu general de todas ellas.

Nosotros comparamos la confederación cristiana de la edad media al imperio germánico, y en efecto, tienen bastante semejanza, excepto el poder del jefe. Ningún emperador de Alemania ha sido tan poderoso como los Sumos Pontífices desde Gregorio VII hasta Bonifacio VIII. La misma expedición de las cruzadas, fuese buena o mala, justa o injusta, delirante o juiciosa, prueba el inmenso poder de Roma en las naciones de la cristiandad. Pruébanlo además la libertad de las repúblicas de Italia contra las pretensiones de los emperadores de las casas de Franconia y de Suevia. Pruébanlo tantas muestras de sumisión y de respeto de los reyes y de las naciones a la Santa Sede; tantas órdenes como emanaron de esta a los gobiernos, y que los gobiernos obedecían: pruébanlo, en fin, los mismos abusos que hizo Roma de su poder, y que no siempre se le han echado en cara con injusticia; porque el abuso supone la facultad, por lo menos de hecho, que es la que aquí disputamos.

Es imposible dar un paso en la historia de la edad media sin encontrarnos con este poder colosal, como le ha llamado un célebre poeta de nuestros días; con este poder, no solo espiritual, sino también político y civil; con este poder, que intervenía en todas las acciones, en todos los tratados, en todas las determinaciones de alguna consideración, señaladamente si eran generales a toda la cristiandad.

En el imperio germánico no tenía el emperador tanta autoridad sobre sus poderosos asociados los electores de Hannover, Brandemburgo y Baviera. Los reyes de Europa en la edad media estaban mucho más sometidos al padre común de los fieles; y la obediencia al Papa no se limitaba entonces a solo el respeto espiritual tributado al Sumo Pontífice.

Existía, pues, una autoridad que dominaba espiritual, civil y políticamente todo el orbe cristiano, y que enlazaba entre sí todas las naciones. Este es un hecho que a cada paso confirma la historia, y que confiesan todos los historiadores, así los amigos como los enemigos de Roma. ¿Es culpa nuestra, si el hecho es cierto, haberlo presentado bajo su verdadero punto de vista?

¿Cuáles son las causas de este hecho? De la historia misma constan; pero si hubiéramos de expresarlas aquí nos separaríamos de nuestro intento, y escribiríamos un libro en lugar de responder a un artículo.

SEGUNDA PREGUNTA. Si el jefe de esta república era el Papa, y por consecuencia inevitable los reyes sus feudatarios. Deseo saber, añade con irrisión que nos abstenemos de calificar, si esta confederación pontifical existe todavía.

Claro es que el Papa era el jefe de la república cristiana; pero no es consecuencia inevitable que los reyes fuesen feudatarios suyos. Roma cristiana no conoció el régimen feudal de los bárbaros. Su autoridad sobre los reyes era más bien tribunicia o de veto, que monárquica o imperativa. Los jefes de las naciones no estaban obligados con   —75→   respecto al Papa a tributo o vasallaje; mas hacían mucho caso de sus amonestaciones y amenazas, y generalmente obedecían.

Podíamos excusarnos de responder a la segunda parte de la pregunta, que semeja bastantemente a las que suelen hacer de improviso los jueces, porque no estamos dispuestos a reconocer el tribunal de nuestro preguntador. Sin embargo, porque esa misma pregunta pudiera hacerla algún lector no tan instruido como él, diremos que el orgullo imprudente de Bonifacio VIII, la traslación de la Sede Pontificia a Aviñón, el cisma de Occidente, y más que todo, los progresos de las naciones y de los gobiernos en las artes y ciencias (progresos debidos sin disputa a los Sumos Pontífices) demolieron paulatinamente el poder político de Roma cristiana. Este poder nació y creció entre las tinieblas de la ignorancia: las naciones se emanciparon cuando aquellas tinieblas se desvanecieron. En la edad media fue necesaria la teocracia; porque los bárbaros no pueden recibir otro yugo político que el de la religión. Cuando los pueblos llegaron a poderse gobernar por sí mismos, volvió el principio cristiano a ser lo que antes era, a saber: el agente más poderoso de moral y de civilización.

Y después de todo, ¿qué nos importan esas cuestiones subordinadas? ¿qué importa saber cuándo acabó o comenzó ese poder? Mientras nuestro adversario no nos demuestre que las Cruzadas fueron una empresa injusta, nada ha hecho contra nuestra aserción; porque tampoco versa la cuestión sobre la legitimidad, carácter o atribuciones del poder político que ejerció Roma pontifical, sino sobre la posición mutua en que se hallaban entonces las dos potencias que se disputaban el imperio, la cristiandad y el mahometismo. Aquí, aquí está la dificultad: pruébesenos que el Sumo Pontífice debió contentarse con enviar misioneros a los mahometanos mientras ellos enviaban ejércitos contra la cristiandad, y entonces daremos por perdida nuestra causa. Pruébesenos que debió dejarse a los mahometanos en pacífica posesión de la mitad de España, de parte de Italia, de toda el África, de todo el Oriente que entonces poseían. Pruébesenos que los Fernandos y Alonsos de Castilla hicieron muy mal en reconquistar la Península, y peor Isabel y Carlos V en haber perseguido a los mahometanos en el África misma. Demuéstresenos que la célebre victoria de Lepanto que arruinó la supremacía marítima de los turcos, y la no menos famosa jornada de Viena que quebrantó su potencia continental, fueron actos de fanatismo y delirio, y entonces confesaremos que también lo fueron las Cruzadas. En efecto, el mismo principio político, el mismo espíritu religioso dictó todas estas empresas, a saber: refrenar unos hombres cuya religión mandaba la invasión y la conquista. Y si las Cruzadas no fueron tan bien dirigidas como la armada de la Santa Liga o los guerreros de Sobieski, la culpa es de los tiempos, pero no de la causa que se defendía. Leónidas pereció en las Termópilas, y Temístocles triunfó en Salamina: la muerte del primero es tan gloriosa como el laurel del segundo. Ambos pelearon por la independencia de su patria.




ArribaAbajoArtículo III

TERCERA PREGUNTA. Si el título para pertenecer a la confederación de naciones europeas era el bautismo.

No solo el bautismo, sino también la fe cristiana. Un gentil o un mahometano no eran considerados en ninguna parte como individuos de la asociación civil; o sino, díganlo los moros de paz que quedaron sometidos en España en muchas de las provincias conquistadas por los reyes de Castilla y Aragón. ¿Qué exenciones, qué privilegios tenían? Esto en cuanto a los que no habían nacido en el seno del cristianismo. En cuanto a   —76→   los apóstatas, todas las naciones de Europa los condenaban a las penas más duras de sus códigos criminales. El que estaba fuera de la iglesia estaba fuera de la ley. Repetimos segunda vez que solo señalamos los hechos, sin calificarlos y sin designar sus causas.

Nuestro suscritor dice que eso era contrario a las palabras del Salvador: mi reino no es de este mundo. Si el texto estuviera bien aplicado, querría decir que las naciones europeas hicieron muy mal en excluir de la ciudadanía a los disidentes; mas no que el hecho es falso. Pero el texto está mal traído al caso presente como ya hemos probado en otra parte. El reino de la iglesia no es de este mundo; pero el gobierno político sí: y ¿quién podrá quitar a las naciones el derecho de poner condiciones a la ciudadanía? Y si entonces quisieron todas componerse exclusivamente de cristianos, ¿se podrían alegar en contra las palabras de Jesucristo, las cuales se dirigen a solo caracterizar su reino, esto es, la Iglesia?

El dominio político de los Obispos y después de los Papas, fue una necesidad social de aquellos siglos bárbaros. Cesó la barbarie, y cesó el poder temporal de la Iglesia. Pero siempre se conservó el mismo el reino del Salvador, que es eterno.

Dice que nuestra aserción es contraria a los hechos de la historia. Quisiéramos que hubiese citado alguno, desde fines del siglo XI hasta el XVI, que contrariase nuestro principio. En la primer época eran ya cristianas, además de Castilla, Navarra y Aragón, Francia, Inglaterra y Alemania, las tres monarquías de Escandinavia, a saber: Dinamarca, Noruega y Suecia. Hungría y Polonia lo eran también: Rusia estaba fuera del orbe europeo, pero también había recibido de Constantinopla la fe del Crucificado. ¿En cuál de estos pueblos fueron admitidos los mahometanos o los idólatras a la participación de los derechos políticos? ¿En cuál de ellos fue lícita la apostasía? Que se nos diga.

CUARTA PREGUNTA. Si toda la Europa conocida se incluía en la cristiandad. (Si excepto algunos distritos que carecían de los primeros elementos de la civilización, como Prusia, Livonia, parte de Lituania y Laponia.) Añade: ¿esta guerra sagrada fue puramente defensiva? A esto respondemos que .

En el siglo VII salieron de Arabia los discípulos de Mahoma predicando su religión a fuego y sangre, y en el espacio de poco más de un siglo conquistaron y sometieron desde el Indo hasta el Loira. ¿Cómo deberá llamarse la guerra dirigida a desposesionarlos de sus conquistas? ¿Podrá caracterizarse como guerra de agresión, o como guerra de defensa? La justicia en casos semejantes está siempre a favor del injustamente invadido, y la cristiandad lo fue.

Nuestro adversario equivoca la guerra ofensiva con la de expedición: pero esta muchas veces es solo defensiva. Agatocles, oprimido en Sicilia por los cartagineses, salió con su armada de Siracusa, se presentó sobre Cartago y aterró a los enemigos. Las expediciones a la Tierra Santa tenían por objeto acabar con la potencia mahometana en el mismo centro de sus dominios, o por lo menos, ponerla en estado de que no infundiese temores a la cristiandad. El primer objeto no pudo lograrse; pero el segundo se llenó completamente; pues Italia no volvió a ver los escuadrones de la media luna, y en España fue decayendo de día en día la potencia musulmana.

Si las expediciones de las Cruzadas hubieran sido más felices, claro es que se hubiera podido y se hubiera debido acabar con un enemigo irreconciliable que tantos males había causado a Europa. ¿No acabaron con Napoleón en 1814 y 1815 las potencias conjuradas contra él? Y ¿aquella guerra, aunque de expedición, no se caracterizó como defensiva? El mejor medio de defenderse es reducir a la nulidad el poder del enemigo.

El preguntador añade: «si no me engaño, el Papa quería reclamar para sí no solamente la Palestina, sino todos los varios territorios asiáticos y africanos poseídos entonces por los mahometanos. ¿Fue justa esta ambición?

Nuestro suscritor se engaña ciertamente, y aunque no se engañase, nada de eso viene al caso en la cuestión presente. Pudieron los Pontífices manifestar una ambición desmesurada, y sin embargo ser justísima la guerra contra los infieles. ¡Cuántas veces se ha sostenido con malos medios una excelente causa!

Pero se engaña, repetimos, como él mismo teme con razón. No era Roma tan   —77→   necia que desease para sí territorios apartados sin tener fuerzas ni ejércitos propios con que sostenerse en ellos. Así es que los efímeros estados de Jerusalén, Antioquía, Edesa y de otros territorios, fundados por las Cruzadas, se dieron a varios jefes, sin que el Papa reclamase nada del país conquistado, antes bien procuró siempre con todas sus fuerzas enviar auxilios a los príncipes cristianos de Ultramar.

Lo que Roma reclamó siempre en las conquistas hechas o que se hiciesen en África y en Asia fue la suprema inspección de que entonces gozaba en toda la cristiandad sobre los negocios civiles y políticos de alguna importancia. Esta pretensión no podía ser injusta, pues era conforme al derecho público de aquellos siglos. De esta verdad tenemos un insigne ejemplo en el célebre meridiano de Alejandro VI, tirado para separar las posesiones españolas de las portuguesas en entrambas Indias. Esto se verificó en una época en que ya el poder político de los Papas ni aun era sombra de lo que había sido tres siglos antes. Sin embargo, dos poderosas naciones se sometieron a este arbitraje, que solo era un resto imperfecto de la antigua autoridad que concedió a la Santa Sede el derecho común de las naciones europeas.

En el día parecerían extrañas y aun risibles las pretensiones de esta especie. Entonces fue acatada y obedecida la determinación de Roma. Pero el mejor medio de no acertar nada en materias históricas ni políticas es juzgar una época o una nación por las ideas de otro pueblo o de otro siglo.




ArribaAbajoArtículo IV

PREGUNTA SÉPTIMA. Supuesto que Roma fuera centro de la cristiandad, ¿por qué no pudo prestar a Sicilia y a España protección y defensa contra los mahometanos?

El supuesto es falso y la pregunta está hecha de una manera confusa, que hace imposible responder a ella sin distinguir las épocas.

1.º La Santa Sede de Roma ha sido desde el siglo de los Apóstoles el centro de la unidad de la Iglesia, y por consiguiente del cristianismo; pero hasta el siglo XI no tuvo otro carácter sino el del poder espiritual; y así no pudo impedir ni auxiliar a España ni a los demás países cristianos invadidos por los musulmanes más que con sus oraciones y con sus ruegos a los monarcas y a los pueblos poderosos. Las invasiones de los mahometanos en Europa se verificaron en el siglo VIII y el IX.

2.º Cuando se reunió a la Sede de Roma el poder político que ya hemos definido, sobre la cristiandad8, ¿quién duda que auxilió poderosamente con su influencia la noble empresa de los Reyes de España, empeñados en restaurar su patria y libertarla del yugo sarraceno? El que negase este hecho incontestable mostraría en eso solo su ignorancia de nuestra historia. Basta hojear a Mariana para encontrar numerosos testimonios de los eficaces auxilios que recibieron los Reyes cristianos en España del poder pontifical.

El mismo Gregorio VII, que creó este poder, y su sucesor Urbano II, autor de las Cruzadas, autorizaron a los Reyes de Aragón para hacer uso de los bienes eclesiásticos   —78→   en sus guerras contra los moros. Iguales concesiones se hicieron después a una y otra monarquía en el curso de la reconquista; y nadie ignora que toda la parte que cobraba del diezmo la hacienda de España, con los diferentes nombres de subsidio, escusado, tercias, novenas etc.; y que la que devengaban los partícipes legos a título de servicios hechos al Estado, precedían de bulas pontificias, en que se concedieron a los Reyes auxilios para hacer la guerra a los infieles, y medios para premiar con el caudal de la Iglesia a los guerreros que en las lides se distinguían.

Cuán importantes fuesen estos socorros nadie puede dudarlo; como tampoco que según las ideas de aquellos siglos solo residía en el Papa la autoridad de dispensarlos. Pero aún hubo más.

En el año de 1118 habiendo puesto sitio a Zaragoza Alonso el Batallador, Rey de Aragón, el Papa Gelasio II concedió indulgencia plenaria (esto es, una especie de cruzada) a los que peleasen en aquella guerra; lo que aumentó considerablemente el ejército cristiano con un gran número de guerreros que acudieron de Francia, aseguró la victoria, produjo la conquista de aquella importante plaza, y arrojó a los musulmanes de la línea del Ebro. Igual indulgencia se publicó en favor de los que favoreciesen a los templarios, cuando se establecieron en Aragón en la guerra contra los infieles. Últimamente se concedió por punto general a todos los que peleasen contra los mahometanos de España. Las tres órdenes militares de Santiago, Alcántara y Calatrava, que tan poderosamente contribuyeron a la victoria de la causa nacional, fueron institutos religiosos aprobados, y aun promovidos por Roma.

El mayor peligro que corrió Castilla después de la erección de la monarquía, fue indudablemente la expedición de los almohades a principios del siglo XIII. El célebre historiador D. Rodrigo, arzobispo de Toledo, pasó entonces a Roma como embajador de Alonso VIII, y consiguió no solo indulgencia, sino también cruzada para aquella guerra: lo que reforzó con gente muy escogida de Francia y de otras partes el ejército que consiguió la señalada victoria de las Navas. Semejantes auxilios recibió de Roma la cristiandad de España, ya en las conquistas de Valencia y Andalucía, ya en la guerra que se terminó con la batalla del Salado. Silves y Lisboa fueron rendidas con el socorro de los cruzados ingleses, flamencos y sajones, que pasando a la Tierra Santa, y rogados por los Reyes de Portugal creyeron, y con razón, que no faltaban a su instituto favoreciendo a los cristianos de Lusitania.

Si a esta eficaz cooperación con hombres y dinero se añade la intervención continua y pacífica de la santa Sede por medio de sus legados para terminar las guerras que solían suscitarse entre los príncipes cristianos de España, se conocerá con cuánta ligereza e ignorancia de la historia se ha querido suponer que Roma no auxilió a los españoles en su guerra de ocho siglos contra los musulmanes.

En cuanto a Sicilia nada tenemos que decir, sino que cuando los moros se apoderaron de ella en el siglo IX, los Papas no tenían aún poder político, y harto hacían en excitar a los romanos a que defendiesen su territorio invadido por otros musulmanes. Dos siglos después, cuando los normandos reconquistaron la isla con poderoso ejército, no necesitaban de otro auxilio de parte del Sumo Pontífice, sino la paz que les concedió, y sin la cual no hubieran podido hacer su expedición.

Se ve, pues, por nutras respuestas, que la mayor parte de las preguntas, que se nos han hecho, además de suponer mucha ignorancia en la historia de la edad media, no han tenido otro objeto que el de denigrar en cuanto ha sido posible la causa política del cristianismo contra la media luna. El mismo preguntador sin esperar las respuestas (lo que prueba en él una opinión ya fija e inmudable) confiesa que «los Gobiernos europeos debieron concertar medidas prudentes para su defensa». Luego la guerra era justa por su misma confesión. Si lo era, ¿cómo la llama fanática? ¿cómo dice que no puede justificarse por las escrituras, cuando en ninguna parte de ellas está condenada la guerra, hecha justamente y defendiéndose de un invasor, o reclamando de él los territorios que ha usurpado?

Dice que no se sabía dónde estaba el sepulcro del Salvador, por cuya libertad peleaban los cristianos. Nosotros no lo creemos. Desde la muerte de Jesús nunca han faltado en aquella ciudad discípulos de la cruz, y por tanto no nos persuadirá nadie a que no se hubiese conservado por tradición la noticia del sitio en que estuvo aquel sagrado y   —79→   precioso monumento. ¿Querrá hacer a los cristianos un nuevo cargo porque deseasen tener en su poder aquel territorio, honrado con los misterios de la vida, pasión y muerte del Redentor, y que los mahometanos no poseían sino con el título de la fuerza brutal? ¿Querrá que hubiesen renunciado a los sentimientos religiosos que excitan los nombres de aquellos lugares? ¿No dijo Dios por Isaías que el sepulcro del Redentor sería glorioso?

En fin, es falso que el objeto de las cruzadas fuese exterminar los infieles: porque el objeto de una guerra nunca es exterminar al enemigo, sino someterlo y reducirlo a la impotencia de que nos dañe. Causa hastío tener que rechazar acusaciones tan falsas como absurdas. El verdadero fanatismo fue el de los árabes, que salieron de sus desiertos con el objeto de someter el mundo a la ley de su profeta, llevando por único argumento la espada. Porque fanatismo es la pasión que nos lleva a matar, a esclavizar, o a reducir al ilotismo político y poner bajo tributo al hombre que no acepta nuestra creencia. Los cruzados no iban a convertir, sino a castigar a los que habían querido convertir con el alfanje a los pueblos cristianos; y a restaurar lo que bajo tan fanático pretexto habían quitado a la cristiandad.

Basta ya: creemos que he nos explicado suficientemente nuestras ideas acerca de las célebres expediciones conocidas con el nombre de cruzadas. Si nos hemos extendido tanto, no ha sido a la verdad por refutar a un adversario, sino porque creemos conveniente y aun necesario presentarlas bajo su verdadero punto de vista; y probar que los

Sumos Pontífices, aconsejando a Europa que tomase las armas contra el mahometismo, le aconsejaron una cosa justísima: que pudo y debió dar este consejo, por la suprema inspección que entonces le competía como jefe espiritual y temporal de la cristiandad: que el éxito de una empresa no es el mejor argumento para condenarla o aplaudirla: que debieron haberse adoptado otros medios de ejecución, que la hubieran hecho menos costosa y más útil; y en fin, que todos los sarcasmos de los escritores protestantes contra Roma ni de los incrédulos del siglo XVIII contra el cristianismo, jamás probarán que es fanática o injusta la guerra que se hace a un pueblo de ladrones para que restituya lo que ha robado. Bueno es convertirlos por la persuasión, y en ningún siglo ha dejado Roma de enviar misioneros a los países infieles, inclusos los mahometanos; pero también es bueno que el hombre defienda su casa.






ArribaAbajoDe las obras históricas


ArribaAbajoArtículo I

La historia es, de todos los géneros de literatura prosaica, el que más se acerca a la oratoria, así como la novela a la poesía. Exígese del historiador, aún más que del filósofo, elegancia sostenida sin afectación, pureza y corrección de lenguaje, armonía y rotundidad en la frase. Pero estas dotes deben estar unidas a la mucha sobriedad   —80→   en el uso de los adornos, y gran tino y economía en su distribución. Es muy difícil ser elegante sin dejar de ser sencillo, y este es precisamente el problema que debe resolver todo escritor de obras históricas.

Nosotros no hablaremos aquí de las prendas que fácilmente se conciben como necesarias en toda historia: la veracidad, la imparcialidad, grande instrucción en los hechos, mucho discernimiento crítico, sanos principios en moral, política y legislación. Estas cualidades no pertenecen a la literatura propiamente dicha; pertenecen a la filosofía y a la erudición, y deben suponerse en todo escritor histórico. Si no las tiene, por más elegante que sea su estilo, por esmerada que sea su elocución, podrá adquirir, como el abate Saint Real, la reputación de un novelista agradable; mas no podrá elevarse a la dignidad de historiador.

Pero no hay duda que, aunque, el escritor posea los dotes filosóficos que acabamos de mencionar, no podrá dar a su libro la fama e interés que merecería por el fondo de las cosas, si el desaliño del estilo o la incorrección del lenguaje lo hace no solo desagradable en la lectura, sino también confuso y difícil de entender; o bien afectando ornamentos ambiciosos, ajenos de la noble sencillez con que debe exponerse la verdad. Ni un historiador debe ser tan descarnado como las antiguas crónicas, ni tan elevado y pomposo como la Eneida o la Ilíada.

Todos los escritos históricos de cualquier clase que sean constan de un elemento común, la narración. Por consiguiente, las reglas literarias a que están sometidos son tres: el interés, la verosimilitud y la unidad; a las cuales debe satisfacer la narración de un hecho cualquiera, so pena de desagradar. Si el escritor no sabe inspirar interés a lo que cuenta; si lo cuenta de tan mala traza, que aunque sea verdad nos parezca fingido; en fin, si las diversas partes de la narración están dislocadas y mal unidas entre sí es imposible que el libro nos instruya ni nos deleite.

El interés de la narración histórica no resulta solamente de la naturaleza de la obra. Claro está que, siendo iguales todas las demás cosas se interesaría más un lector con la historia de su nación que con la de los pueblos extranjeros. Pero aquí hablamos del interés que resulta de la manera de contar, del colorido casi dramático que los grandes escritores saben dar a su narración, del arte de graduar la elocuencia a la importancia de los sucesos. Parécenos que estamos asistiendo a la representación de un drama cuando leemos en Tito Livio la expulsión de los Tarquinios, la retirada de la plebe al monte Sagrado, la caída de los decenviros, las campañas de Aníbal en Italia, la derrota de los cartagineses en el Metauro. Tiene este inimitable historiador el arte de inspirarnos por la suerte de Roma en aquellas diversas circunstancias el mismo interés que tuvieron en las épocas que describe los ciudadanos de la capital futura del mundo. Sentimos las mismas congojas que ellos en el peligro, la misma alegría en el triunfo, y durante la lectura somos romanos.

Un historiador de nuestro siglo, Karamsin, en la historia de Rusia, su patria, se asemeja mucho a Tito Livio en esta dote, principalmente cuando describe a los rusos venidos y esclavizados por los mogoles, y después vengando su humillación pasada en la batalla del Tanais bajo el mando del valeroso Demetrio Donski.

Nuestro Mariana, desmayado a veces cuando describe sucesos de poca importancia, recobra todo su vigor en la narración de la restauración de Asturias por Pelayo, de las conquistas de Toledo, Zaragoza, Valencia, Sevilla y Granada, y de las batallas de las Navas y del Salado. En estas circunstancias críticas es un gran pintor.

Los historiadores griegos y romanos, para dar a su narración un aspecto más dramático, solían poner razonamientos escritos por ellos mismos en boca de los personajes históricos. Algunos críticos han censurado esta costumbre como opuesta a la verdad.

Nosotros no opinamos del mismo modo. Enhorabuena que cuando conste de la historia lo que dijeron no se alteren sus palabras; pero cuando no consta ¿qué inconveniente hay en hacerlos decir lo que realmente dijeron, aunque sea con diversas voces? Es claro que Lucrecia antes de darse la muerte dio cuenta a su padre y marido del atentado de Sexto Tarquinio. Es claro que Junio Bruto descubrió en aquella escena tan cruel que su imbecilidad era fingida. ¿Qué crimen cometió Tito Livio contra la verdad histórica, poniendo en boca de ambos personajes palabras conformes a   —81→   su situación, a sus sentimientos y a su carácter? No hay, pues, infracción de verdad, y se añaden a la narración bellezas que la hacen doblemente interesante.

Salustio, que puso en boca de Catón y de César dos oraciones en sentido opuesto sobre el castigo de los cómplices de Catilina, no faltó en nada a la verdad, aunque fuesen ambas compuestas por él. Hubiera faltado al primer deber de un historiador, si hubiese puesto en boca de Cicerón una oración diferente de la que arrancó a este cónsul la indignación viendo entrar a Catilina en el Sonado. Así es que ni la sustituyó por otra, ni la insertó en su historia, y se contentó con decir que Cicerón hizo una oración excelente y útil a la república. Allí no le fue lícito inventar, porque eran conocidas las palabras que el cónsul había pronunciado.

La belleza no disculpa al historiador que falta a la verdad; pero cuando esta queda ilesa no sabemos por qué ha de privarse al escritor, no ya de un artificio inocente para hacer alarde de sus prendas oratorias, motivo que siempre nos parecerá fútil, sino de un medio muy oportuno para aumentar el interés de la narración, dándole carácter dramático.

Mas para que esta licencia, que según nosotros debe permitirse a los historiadores, se use con derecho es menester: primero, que conste que el personaje histórico habló: segundo, que no se sepan literalmente las palabras que dijo: tercero, que se pongan en su boca las que exija la situación, su carácter y la serie de los sucesos. Sería una necedad que el historiador de las campañas de Bonaparte en Italia inventase arengas a los soldados franceses para ponerlas en boca de aquel general; pues se sabe que no les arengó, sino les hizo proclamas. Pero Mariana no cometió ninguna falta poniendo oraciones en boca del rey D. Rodrigo y de Tarif antes de la batalla del Guadalete, y de D. Pelayo incitando a los asturianos a que restaurasen la monarquía. Véase si les hizo decir lo que debían, atendidas las circunstancias en que se hallaban; y estemos ciertos de que, si no lo dijeron con las mismas palabras, lo dirían con otras.

Cuando el pensamiento es el mismo la variación de las voces no es importante. ¿Se culparía de falta de veracidad a un español que, escribiendo la historia de Francia, tradujese en su lengua el célebre dicho de Enrique IV: suivez mon panache blanc? ¿Se exigiría del escritor que dejase estas palabras en francés, porque el rey no las dijo en castellano? ¿Pues qué más tiene traducir el pensamiento de un idioma a otro, que de una frase a otra dentro de un mismo idioma?




ArribaAbajoArtículo II

La segunda cualidad necesaria a la narración, bien oratoria, bien histórica, es la verosimilitud. Sin ella pierde su lustre la verdad misma.

La verosimilitud se conseguirá siempre que se expliquen bien las causas de los acontecimientos: estas consisten en los caracteres de los personajes, en el espíritu de las naciones, en sus intereses políticos o industriales, en la forma de su gobierno. Suelen combinarse con estos elementos permanentes los juegos de la fortuna; pero semejante combinación contribuye más bien a acelerar el desenlace que a producirlo. Sería muy poco instruido en la historia romana el que atribuyese la caída de su primer monarquía al despotismo de Tarquinio el Soberbio, ni al atentado de su hijo contra Lucrecia. El trono fue minado por sus cimientos desde la ley de Servio Tulio,   —82→   que puso todo el poder legislativo en manos de los patricios. Donde quiera que haya una aristocracia poderosa y hereditaria junto a un trono electivo es imposible que no sucumba la autoridad real. Díganlo sino Roma, Venecia y Polonia. Pero no puede negarse que la maldad de Sexto Tarquinio aceleró el triunfo del patriciado.

El espíritu de los pueblos es una de las causas más comunes de los sucesos. Los castellanos de Enrique IV el Impotente, que peleaban con desventaja contra los moros granadinos, treinta años después triunfaban en Italia de los franceses y de los suizos. ¿Por qué? Porque el espíritu belicoso de la nación, adquirido en ocho siglos de perpetua lid; pero dirigido siniestramente hacia las divisiones y guerras intestinas, puesto en actividad y bien guiado por los Reyes católicos, debió naturalmente dar la superioridad a los ejércitos españoles.

El carácter de los personajes es un elemento igualmente poderoso. Catilina y César aspiraron a tiranizar la república. El primero sucumbió ante el patriotismo y vigilancia de un cónsul no militar. César triunfó de Pompeyo. El espíritu del pueblo romano en aquella época era bastante favorable a una y otra empresa; pero Catilina no era más que un malvado, y César, a pesar de sus vicios, un grande hombre.

Por esta razón miramos no solo como un adorno, sino como una necesidad de la historia los retratos que suelen hacer los historiadores de los hombres ilustres. Prescindiendo de las bellezas de elocución que caben en ellos, y del placer con que vemos descritas las virtudes y vicios de los personajes históricos es casi imposible comprender bien los sucesos sin conocimiento de los caracteres, señaladamente en las épocas en que un hombre solo ha dominado todo un siglo. Y aunque estas no son comunes en la historia universal lo son sin embargo en la particular de las naciones.

Es imposible en ciertas épocas comprender cómo se han establecido en otros tiempos ciertas instituciones repugnantes a la razón y que parecen absurdas. Con nuestra civilización y nuestras ideas de justicia nos parece imposible que haya podido establecerse y durante tantos años el sistema feudal. Obligación es del historiador de la edad media explicar cómo la situación en que se hallaron los pueblos bárbaros del Norte, después de conquistadas las provincias del imperio de Occidente, hizo no solamente verosímil, sino hasta cierto punto necesario aquel orden social que ahora nos parece, y con razón, tan monstruoso, pues reunía en sí solo todos los males del despotismo y de la anarquía. Otros muchos fenómenos, igualmente inverosímiles en apariencia, ocurren en la historia, que no pueden explicarse sin el examen filosófico de sus causas. Este examen es un deber moral y literario del historiador.

La unidad hace más enlazados y por consiguiente más perceptibles y verosímiles los acontecimientos. Examinando con cuidado la historia de una nación, se verá que a lo menos en largos periodos se ha visto sometida a un principio general que domina en todos los sucesos. Este principio general constituye la unidad histórica. Todos los anales de Roma están comprendidos en estas dos palabras: república conquistadora. Los progresos de sus conquistas desde que aseguró su libertad, la caída de la república apenas tuvo a sus pies casi todo el mundo civilizado, el establecimiento del imperio militar, la ruina de este imperio cuando las naciones bárbaras fueron sus aliadas, las principales victorias, derrotas y revoluciones de los romanos están contenidas, como en un germen, en el nombre del pueblo rey que les dio Virgilio.

Es fácil de hallar esta unidad indagando el espíritu que ha animado a las naciones; porque este espíritu, aunque tal vez se altere o se degenere, nunca llega a borrarse enteramente, como se ve en la aversión de los españoles a la dominación extranjera. La España del siglo XIX es muy diversa de la de Viriato, Pelayo e Íñigo Arista; sin embargo, ha hecho tantos esfuerzos para sostener su independencia, como los héroes de la edad antigua y media.

Cuando el espíritu de una nación se corrompe, es muy difícil de encontrar la unidad, porque entonces se establece la lid de los principios, y generalmente acaba por triunfar el último, o a lo menos por modificar notablemente al primero. ¿Quién reconoce en los romanos degradados de Honorio el patriotismo, el valor, la alta política, no ya de los Camilos y Escipiones; pero ni aun de los Trajanos y Antoninos,   —83→   ni aun los vicios brillantes de los Césares y Antonios? En lugar de las pasiones públicas dominaban los intereses y placeres privados. ¿En qué parte encontraríamos entonces algún principio de unidad? Lo mismo puede decirse de los griegos bajo los sucesos de Alejandro. El principio democrático, que fue el alma de las repúblicas griegas, y que dio a su historia breves, pero gloriosas páginas, existía solamente en la Academia, en el Pórtico, en las escuelas filosóficas. Disputaban fervorosamente sobre abstracciones; pero ya se había abandonado la escena pública.

Obsérvese que para que un principio pueda constituir unidad histórica es menester que sea moral, esto es, que se enlace con las ideas comunes y generales de la nación, sea parte de su inteligencia y agente habitual de sus acciones. No basta un impulso accidental dado por un grande hombre o por las circunstancias del momento. Arato prolongó algún tiempo la vida de la libertad en los pueblos de Grecia, o más bien operó galbánicamente sobre la libertad que ya era cadáver. Adquirió gloria para sí; pero no resucitó el extinguido espíritu democrático.

Hemos manifestado los medios de dar interés, verosimilitud y unidad a las narraciones históricas. No deben contarse ni todos los hechos, ni todas las circunstancias. Es menester gran tino en la elección. Nosotros aconsejaríamos que se omitiesen los que no añadan interés ni contribuyan, aunque sean verdaderos, a hacer más verosímil la narración o a justificar el principio de la unidad. Pero esta regla tiene excepción en las obras de erudición histórica.

Réstanos que hablar de las sentencias morales y políticas. Es indudable que producen mejor efecto las que van incorporadas en la narración misma del suceso que las sugiere. Siempre desagrada que el historiador la interrumpa para afectar la profesión de predicador moral o político. Lo mejor sería presentar con tal arte los acontecimientos, que el lector por sí mismo dedujese la máxima sin que el escritor se la advirtiera.

Se ha celebrado mucho, y con razón, el pasaje de Tácito (caussæ odii eo acriores quia iniquæ: el odio era tanto mayor cuanto era injusto): sentencia que está embebida en la misma narración, como esta otra de Salustio: (saltare magis quam necesse est probæ: bailaba mejor de lo que conviene a una mujer honesta.) ¡Qué bien pinta nuestro Hurtado de Mendoza a una coqueta cuando dice que era amiga de ganar voluntades y de conservallas.





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ArribaAbajoLos Condes de Barcelona vindicados y cronología y genealogía de los Reyes de España, considerados como soberanos independientes de su marca. Por D. Próspero de Bofarrull y Mascaró. Dos tomos en 8.º mayor.- Barcelona, 1843


ArribaAbajoArtículo I

Muévenos a dar cuenta de esta obra no solo su mérito e importancia, sino también el pesar que nos ha causado verla aparecer casi sin ser divisada entre los rápidos y terribles sucesos de estos últimos años. Es verdad que ellos absorbían toda la atención de nuestros compatriotas; pero también lo es que, si hay algún estudio íntimamente ligado con el examen o dirección de los movimientos políticos de los pueblos es el de la historia, señaladamente el de la nacional; porque los documentos y máximas que de ella se deducen, siendo experimentales y prácticos, son los más a propósito para conocer los medios verdaderos de gobierno y de libertad. Nos parece una contradicción que, cuando la escena política sufre tantas alteraciones, no fijen principalmente la atención los escritos históricos.

La obra de que hablamos hoy tiene por objeto, según indica su mismo título, ilustrar los principios de una de las soberanías más ilustres de la España cristiana en la época de la reconquista, y de un pueblo, que aunque unido primero con el reino de Aragón, e incorporado después con este en la grande monarquía española, conservó sin embargo largo tiempo sus leyes, usos y fueros particulares, y aún no ha renunciado todavía a su antiguo carácter y fisonomía especial. Pero con la nación catalana ha sucedido lo mismo que con la navarra, asturiana y aragonesa: son poco conocidas las fuentes de donde procedieron y se aumentaron estos raudales para formar después el inmenso río.

Es, pues, altamente patriótico y digno de un español el fin que se ha propuesto el Sr. Bofarrull. Aclarar las dudas y dificultades históricas con instrumentos verídicos,   —85→   buscados y examinados con la mayor laboriosidad; condenar al olvido las consejas populares; proclamar la probabilidad donde no fuese posible la certeza, y poner en evidencia la cronología y sucesión de los condes de Barcelona, es haber hecho a la historia nacional, a la patria y a todo el orbe literario un eminente servicio.

El autor por la naturaleza de sus estudios y por su posición social se ha hallado en circunstancias muy a propósito para llenar dignamente la obligación que se había impuesto. Aficionado a los estudios históricos, ligado por el vínculo de la amistad literaria a todos los que en España siguen esta laboriosa y para ellos infructífera carrera, individuo de la Real Academia de la Historia, de la de Buenas Letras de Barcelona y de otras corporaciones sabias, y archivero mayor en el Real y general de la Corona de Aragón, ha tenido gusto, instrucción y medios para consultar el gran número de documentos que inserta en su obra, y en los cuales funda sus aserciones.

Esta obra se presentó a S. M. en 1833 solicitando el permiso de la dedicación, que fue concedido previa censura, tan favorable como justa, de la Academia de la Historia; mas no pudo ver la luz pública hasta tres años después.

Está dividida en cuatro periodos:

1.º El de los condes de Barcelona desde Wifredo el Velloso, que nuestro autor señala como el primer soberano independiente de la marca.

2.º De los condes de Barcelona reyes de Aragón.

3.º De los condes de Barcelona reyes de España de la dinastía de Austria.

4.º De los condes de Barcelona reyes de España de la dinastía de Borbón.

Antecede una introducción en que expone brevemente el origen del condado de Barcelona, conquista y gobierno en sus principios, después feudo de la corona de Francia, y últimamente soberanía independiente de ella.

Acompañan dos cuadros muy interesantes y bien hechos: uno contiene el árbol genealógico de los condes, y otro el facsímile de sus firmas. Antecede a la obra el sumario cronológico de Cataluña de D. J. M. Vaca de Guzmán, escrito en verso, aunque rectificados algunos errores de hecho. Los amantes de los estudios históricos no agradecerán mucho al Sr. Bofarrull que les haya regalado esta composición ajena, que carece de todo interés historiográfico; pero los amantes de la buena poesía le hubieran agradecido en gran manera que les hubiese evitado leer versos, hijos de los del P. Isla en el Compendio de la Historia de España, que felizmente nadie lee ya. Todos hubieran querido más bien un sumario escrito por el mismo autor en su prosa modesta, clara y corriente. Pero dejemos reposar las cenizas de los muertos.

Es claro que de los cuatro periodos en que se divide la obra, el primero, por ser el más antiguo y del cual hay menos documentos, es el más abundante en dificultades. El Sr. Bofarrull disuelve muchas, y esclarece con muy sana crítica la oscura historia de aquellos tiempos, cotejando frecuentemente las aserciones de los cronistas del principado de Cataluña con los instrumentos originales, y confirmándolas o impugnándolas. Es imposible seguirle en estas discusiones que constituyen el mérito principal de la obra, sin copiar pliegos enteros. Contentarémonos, pues, con dar una noticia de los principales descubrimientos debidos en esta parte tan interesante de nuestra historia a su sagaz laboriosidad.

1.º La existencia ignorada hasta ahora de Seniefredo, conde de Urjel, hijo de Wifredo I el Velloso, y deducida por el Sr. Bofarrull del cotejo de signos, firmas y rúbricas.

2.º La de Mirón I, conde de Barcelona, hijo y sucesor de Suiniario, y nieto de Wifredo, que reinó juntamente con su hermano Borrell II, deducida del mismo cotejo. A este Mirón habían confundido los historiadores con otros príncipes del mismo nombre y parientes suyos, condes de Cerdeña y Besalú.

3.º Las victorias del conde Wifredo el Velloso contra los moros arrojándolos del Monserrate, del condado de Ausona y de gran parte de Cataluña, como también la descendencia probable de dicho conde de Carlos Martel, tronco de la dinastía carlovingia en Francia.

4.º La existencia de un hermano suyo llamado Seniefredo.

5.º La falsedad de todos los hechos que se cuentan de Wifredo I, relativos a su casamiento con una hija del Balduino, conde de Flandes. Winidilda, esposa del Velloso,   —86→   fue hija de Seniefredo, hombre poderoso en la marca española, probablemente conde de Urjel.

6.º La coincidencia de los dos nombres Wifredo II y Borrell I en el hijo e inmediato sucesor del Velloso; coincidencia que ha dado motivo a muchas equivocaciones, con las cuales se ha hecho muy complicada y oscura la historia del condado de Barcelona en sus principios.

7.º La falsedad del cuento de Juan Garín, a quien un niño anunció habérsele perdonado sus atroces delitos. El autor opone a esta conseja la edad del príncipe D. Mirón, a quien algunos historiadores atribuyen ser el niño que habló; pues en la época a que se refieren debía ser ya hombre formado.

8.º La época fija de la muerte de Wifredo I, que sirve para determinar la cronología.

9.º La sepultura del conde Wifredo II, hijo y sucesor del Velloso en el monasterio de S. Pablo de Barcelona. Sostiene contra Masdeu la existencia de este príncipe en la sucesión del condado.

10.º La unión de los condados de Barcelona y de Urjel en la persona de Borrell II, hijo de Suniario y nieto del Velloso; y la falsedad del acta de exclusión de Oliva, príncipe de la casa de Cerdeña, del condado de Barcelona, so pretexto de ser tartamudo o irreligioso.

11.º La distinción entre Armengol, hijo mayor del conde Suniario, y muerto antes que su padre, y su sobrino Armengol, conde de Urjel, que pereció en la batalla de Acbatalbacar contra los moros cerca de Córdoba, por lo cual tuvo el renombre de Cordobés.

12.º La renuncia de Suniario en sus hijos Borrel y Mirón, y su entrada en un monasterio donde estuvo hasta su muerte.

13.º La fecha de la toma y saqueo de Barcelona por Almanzor el año de 986, y la falsedad de la segunda toma de aquella capital por los moros en 993, como también de la muerte del conde Borrell y de otros quinientos caballeros. Dicho conde falleció en 992.

14.º La vindicación del conde D. Berenguel el Curvo contra los historiadores que le han calumniado de inmoral y vicioso.

15.º La falsedad de la tutela de doña Ermesindis, viuda del conde D. Ramón I, durante el reinado de su nieto D. Ramón II, por sobrenombre El Viejo.

16.º El asesinato de doña Almodis, esposa del conde D. Ramón el Viejo, cometido por su entenado Pedro, hijo del primer matrimonio de este conde.

Estos y otros muchos sucesos importantes de la historia de Cataluña desde mediados del siglo IX hasta fines del XI, que es el periodo más confuso y difícil de los anales del Principado, se hallan comprobados en esta obra con documentos numerosos, muchos de los cuales inserta el Sr. Bofarrull, y de los que no indica con suma escrupulosidad el archivo donde se hallan, notando de paso las equivocaciones y yerros de algunos historiadores, ya por no haber consultado instrumentos coetáneos, ya por haber interpretado mal los que tenían a su disposición.



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ArribaAbajoArtículo II

Hemos dejado para el fin dos puntos que el Sr. Bofarrull examina con su acostumbrada sagacidad: tales son; la determinación de la época en que el condado de Barcelona, feudo de la corona de Francia, comenzó a ser soberanía independiente, y el asesinato cometido por el conde D. Berenguel II en su hermano D. Ramón II, por sobrenombre Cabeza de estopa, llamado así a causa de su rubia cabellera. Hemos hecho de estas dos cuestiones capítulo aparte, no solo por su importancia histórica, sino también porque con respecto a ellas tenemos la desgracia de no convenir enteramente con las opiniones de nuestro erudito autor. Y no porque nosotros hayamos podido examinar mayor número de documentos, o más escogidos y verídicos que los que él cita, sino porque estos no nos parecen suficientes para probar las aserciones del Sr. Bofarrull.

En la introducción a la obra se lee: Wifredo el Velloso por sus servicios hechos a Carlos el Calvo en las guerras de Normandía, o por su parentesco, hazañas y enlace con Doña Winidilda..., nieta según se dice de dicho emperador, logró que este le cediese o abdicase la marca española y el condado en plena soberanía, después de mediados del siglo IX. Tal es la opinión del autor, y fundado en ella comienza a tejer la historia de los condes, que desde Wifredo se sucedieron efectivamente de padres a hijos sin interrupción.

No habría cuestión si se hubiese podido encontrar algún documento fehaciente de cesión de Carlos el Calvo a favor de Wifredo: mas según la confesión del mismo Sr. Bofarrull no ha parecido aún semejante documento. La cuestión, pues, queda reducida a conjeturas históricas, tomadas de los hechos anteriores o posteriores, porque la sucesión hereditaria que en aquella época de usurpación y trastorno empezó a ser el carácter dominante de todos los feudos hasta que de hecho se convirtió en derecho es una prueba muy débil para distinguir el dominio feudal de la potestad soberana.

Algo más poderoso parece el argumento que puede tomarse de que jamás los condes de Barcelona concurrieron desde Wifredo al palacio del rey de Francia ni a la corte de sus pares, ni le prestaron homenaje personal: mas tampoco lo hicieron ni por el señorío de Mompeller, ni por el condado de Provenza, ni por otras tierras y feudos de la corona que poseyeron por algún tiempo: bastando para explicar esta falta la distancia a que vivían de París y la ocupación continua que les daba el cuidado de sus estados y la guerra contra los sarracenos.

El nombre de príncipe que tomó el Velloso en alguna escritura de donación, el de rey que tanto se prodigaba en aquellos tiempos y que tomaron algunos de sus sucesores, la sanción de las leyes hechas en las Cortes de Cataluña, la independencia de las operaciones diplomáticas y militares, el derecho de acuñar monedas y sus leyendas o motes nada prueban a favor de la soberanía en los tiempos feudales; porque estas mismas cosas hacían, y con igual independencia, los duques de Normandía y de Borgoña, los condes de Flandes, Tolosa y Provenza, y sin embargo eran barones de la corona de Francia. Tampoco es argumento suficiente la expresión que cita el Sr. Bofarrull de algunas ventas de tierras por los años 938 y 941, en cuya escritura se dice; «quæ nos traximus de eremo primi homines sub ditione Franchorum que nosotros descuajamos bajo el dominio de los francos». Si los que vendían en 941 habían descuajado las posesiones bajo el dominio de los francos, no podía suponerse Cataluña libre de este dominio en 874; pues para haber hecho el desmonte antes de 874 era necesario suponer que en la época de la venta tenían cerca de 90 años.

Pero la expresión sub ditione solo quiere decir que los francos gobernaban antes el condado y ya no lo gobernaban, lo que era cierto tanto de Cataluña, como de Normandía, Borgoña, Provenza, etc. El régimen feudal reducía la dominación del soberano a   —88→   un mero reconocimiento de preeminencia, de superioridad, nominal en una palabra. Luis el Craso, que fue el que dio los primeros golpes a aquel régimen ¿no tuvo que empezar por sostener una larga guerra contra los señores de algunas villas y castillos cercanos a su capital?

El autor cita un documento muy notable, y desconocido hasta que él lo ha publicado. Es una escritura de venta del año 961 hecha por el conde D. Borrel, nieto de Wifredo I, en la cual, señalando su título a ella, dice que la hubo de su padre y abuelos, y estos del gloriosísimo Carlos, rey de los franceses, que les dio todos los fiscos y yermos de la tierra de ellos. El Sr. Bofarrull entiende por fiscos la soberanía; pero hallándose esta palabra contrapuesta a yermos parece que solo debe significar las rentas de las tierras cultivadas, o las mismas heredades. Y ¿a quién se refiere el último pronombre de ellos (illorum), a los francos o a los abuelos del vendedor? Parece que a estos. El sentido es, pues, muy claro. La tierra vendida era un alodio, propiedad de los condes de Barcelona. Este documento prueba legítimamente que, cuando Carlos el Calvo nombró a Wifredo conde de Barcelona le dio tierras, no a feudo, sino en propiedad, sitas en la provincia, unas productivas y cultivadas, otras yermas y eriales. No se trató entonces de soberanía.

Esta era muy poca cosa en aquellos siglos de anarquía y de despotismo. Sin embargo, cita nuestro autor algunos actos de supremo gobierno ejercidos por los reyes de Francia en Cataluña: pocos, débiles y miserables; pero que por lo menos indicaban la dependencia nominal que sufrían las costumbres feudales. Tales son: la confirmación de los reyes que en algunos casos necesitaban para su validez las actas de los condes; la donación que hizo Carlos el Simple a Wifredo II de unas tierras sitas en el condado de Ausona, citada en la página 36; el título de Marca española que tuvo Cataluña, y el de marqueses que afectaron los condes de Barcelona, que eran los principales señores de todo el territorio, lo que probaba la dependencia de la corona de Francia; la confirmación de ciertas donaciones al monasterio de Cuxá hecha por Luis el Transmarino; y en fin, la misma costumbre de fechar los documentos públicos por los años del reinado de los reyes franceses. La comparación que hace el Sr. Bofarrull de esta suputación a la de la era de César no nos parece exacta. Esta era una época histórica, fija y constante: la segunda variaba a la muerte de cada rey; y ninguna nación la ha adoptado sino con respecto al monarca del cual reconoce alguna dependencia.

Parece, pues, que no es posible adoptar como hecho cierto la cesión de la soberanía de la marca española, hecha, según se dice, por Carlos el Calvo a Wifredo I el Velloso. Tampoco es admisible el principio de que los catalanes le nombraron su soberano en virtud de la máxima del Fuero Juzgo que consagra el derecho electoral. La forma del gobierno era en aquella parte de España muy diferente que en las demás, como que había recibido su libertad y sus instituciones de las armas francesas. Tampoco creemos que hubo usurpación de soberanía de parte de los condes de Barcelona, como quieren algunos historiadores franceses.

He aquí, pues, nuestra opinión, que nos parece la más conforme a los hechos, a la sucesión histórica y a los documentos conocidos hasta ahora.

Mientras permaneció entero el gran poder creado por el genio de Carlo Magno, los condados de Cataluña fueron beneficios y gobiernos militares de nombramiento real. Entre ellos tenía la preeminencia el condado de Barcelona, ya por la importancia de la ciudad, ya por su posición marítima y terrestre contra los sarracenos, ya en fin, por la influencia del conde Bernardo, privado de Ludovico Pio, y uno de los mejores capitanes de su siglo.

En la decadencia del imperio franco que comenzó en Carlos el Calvo, y que se aceleró con suma rapidez en sus sucesores, la corte de Francia nombró conde do Barcelona a Wifredo el Velloso, leal, valiente, y según todas las probabilidades, emparentado con la familia Carlovingia. En esta época tomaron los beneficios militares la forma de feudos y fueron hereditarios de hecho y poco después de derecho.

Los reyes de Francia, cuyo poder descaecía continuamente hasta que se redujo a nada, no podían auxiliar a los catalanes amenazados o acometidos sin cesar de los moros. La pequeñez de la autoridad regía, la larga distancia, la interposición   —89→   de vasallos fuertes y turbulentos no les permitía ejercer en Cataluña una potestad que no podían ni aun extender a Champaña ni a Flandes. Sin embargo, aún conservaban bienes en la marea española, como consta de los documentos: aún enviaban diplomas de confirmación para ciertos actos gubernativos de los condes, en elogio de los cuales debe decirse, que atentos a la guerra contra los infieles, jamás hostilizaron a la corona de Francia, reducida ya a un mero nombre.

La caída de los carlovingios y la elevación de los capetos disminuyó aún y extinguió al fin el corto prestigio de la autoridad real en Cataluña; y los condes pudieron sin inconveniente ni injusticia atribuir la independencia al poder inmenso que tenían en la realidad. Cuando el condado se reunió a la corona de Aragón fue ya imposible a los capetos reivindicar derechos antiguos ya decaídos y olvidados. La completa y absoluta emancipación se verificó a principios del siglo XI, después del saqueo de Barcelona por Almanzor: «pues el tratado de 1258 entre Luis el Santo, rey de Francia y Jaime I de Aragón no sirvió para otra cosa que para reconocer diplomáticamente lo que ya era un hecho consumado y legal».

La soberanía de los condes de Barcelona no fue, pues, ni una usurpación como la de tantos principados feudales en Francia y Alemania, ni el resultado de una cesión, de la cual no queda vestigio alguno, antes los hay del ejercicio de la autoridad soberana de los reyes franceses en Cataluña después de la época en que se supone hecha aquella cesión: fue solo efecto de la debilidad de la corona de Francia, que, no pudiendo gobernar ni proteger el país, hubo de dejar que los condes le protegiesen, le gobernasen, le aumentasen con nuevas conquistas, le fortificasen con nuevas alianzas, le poseyesen en fin en toda soberanía; porque el tiempo convierte los gobiernos de hecho en gobiernos legales.


...Si quid novisti rectius istis
Candidus imperti; si non, his utere mecum.






ArribaAbajoArtículo III

Don Ramón Berenguel, conde de Barcelona, primero de este nombre, tuvo de su segunda mujer Doña Almodis dos hijos mellizos, llamados el uno D. Ramón Berenguel y el otro D. Berenguel Ramón. Ambos sucedieron con iguales derechos en el condado en virtud del testamento de su padre, en el cual se leía esta cláusula: «que si alguno de los dos falleciese dejando sucesión el que le sobreviviese disfrutase hasta su muerte la parte de su sobrino o sobrinos».

Los dos gemelos comenzaron a reinar en 1076, año en que falleció su padre D. Ramón, por sobrenombre el Viejo, con tan mal acuerdo entre sí como manifiestan las frecuentes escrituras de conciliación que celebraron. D. Ramón Cabeza de estopa, (este sobrenombre tenía uno de los mellizos) casó con Matilde, hija del célebre Roberto Guiscard, primer rey normando de Sicilia, y tuvo de ella un hijo de su mismo nombre, que nació en 1082. Su hermano y correinante D. Berenguel no tuvo sucesión, ni aun se sabe que fuese casado.

A pocos días de haberle nacido a D. Ramón este hijo fue asesinado en una casería entre San Celoni y Hostalric, cerca de un lago que desde entonces se llamó del conde.

D. Berenguel fue reconocido por tutor de su sobrino: gobernó hasta 1096 el condado con valor y firmeza: sostuvo la guerra contra los moros, a quienes arrojó del campo de Tarragona. Su sobrino y pupilo le acompañó en estas expediciones y en otras al reino de Aragón, ya contra los moros, ya contra el Cid Campeador, cuando   —90→   tuvo edad para ello: en fin, pasó a la Tierra Santa, donde murió peleando por la causa de la cristiandad, dejando a D. Ramón, que fue después apellidado el Grande, la pacífica posesión de su condado.

Lo dicho hasta aquí son hechos indudables, fundados en documentos irrecusables que cita el Sr. Bofarrull. La cuestión es esta: ¿fue culpable D. Berenguel en el asesinato de su hermano D. Ramón?

Si hubiésemos de estar a la máxima cui bono fuerit; si debiésemos atribuir todo delito, cuyo autor se ignora, al que tuviese interés en cometerlo, no hay duda que debieron suscitarse contra D. Berenguel legítimas sospechas, tanto más fundadas cuanto eran públicas las desavenencias y aun el rencor y mala voluntad (como dice una de las escrituras de conciliación) que había entre los dos hermanos. Estas sospechas se suscitaron efectivamente, y aún hubo confederación de algunos magnates de Cataluña para tomar a su cargo la tutela del huérfano y perseguir y castigar a los asesinos. Pero este proyecto, dirigido principalmente contra Berenguel, a quien tocaba impedir las confederaciones de esta especie no tuvo consecuencias: aunque la animosidad de los confederados era tal, que desconfiando en sus propias fuerzas, querían llevar la causa a un tribunal extranjero, cual era el de Alonso VI de Castilla, tribunal tan poco conocido de ellos, que a este rey le dan en el acta el título de Conde.

Pero la veraz e inflexible historia no juzga por sospechas ni por resentimientos hijos de las pasiones momentáneas de los hombres. Sus sentencias producen demasiado honor o infamia a los nombres sobre que recaen, para que puedan nunca fundarse en argumentos tan falibles. Así el Sr. Bofarrull, en cuya opinión fue D. Berenguel culpable en el asesinato de su hermano, cita testimonios más decisivos cuya fuerza nos proponemos examinar.

Estos instrumentos son: 1.º, el acta de incorporación del monasterio de S. Lorenzo del Monte al de S. Cucufate del Valle, hecha por el conde D. Ramón Berenguel III, hijo del conde asesinado, y sobrino y pupilo de Berenguel, en 1098, época muy reciente, y en la cual vivía aún y estaba en Palestina su tío y tutor. En ella llama a Berenguel fratricida, y le atribuye con el nombre de parricidio el asesinato de su hermano. Debe observarse que por el tenor de la cláusula parece que se quiere inferir de este delito ser nula y de ningún valor una donación que Berenguel hizo post parricidium al abad Tomeriense: como esta consecuencia es ilegítima, pues Berenguel nunca dejó de ser conde de Barcelona hasta que partió a la Tierra Santa, estamos autorizados para creer que las sospechas de que ya hemos hablado se miraron como certezas para irritar la citada donación. Lo más que prueba este documento es la opinión que el hijo del conde, muerto alevosamente, y sus cortesanos y amigos tenían acerca del perpetrador del homicidio; y no es extraño que la tuviese tocándole de tan cerca y estando rodeado de los enemigos de su tío.

El 2.º es una sentencia dada en 1157 por los jueces de corte de Lérida en un pleito feudal, en la cual se dice por incidencia que «Berenguel mató a su hermano y por eso fue convencido y comprobado como homicida y traidor en la corte de Alfonso, rey de los castellanos»; «como saben, añade, muchos hombres de esta tierra». Es claro que esta opinión histórica, después de más de 60 años del suceso, esto es, de la convicción de Berenguel en la corte de Castilla, no procedió sino de haber supuesto realizado el proyecto de la confederación, que se formó después del asesinato para llevar la causa al tribunal de Alonso VI. ¿Cómo un hecho tan notable y ruidoso, y al mismo tiempo tan glorioso para la corona de Castilla, como reconocerla por juez de un príncipe soberano acusado de parricidio por sus vasallos, no dejó vestigio alguno ni en la historia ni en los monumentos castellanos? ¿Pues qué, semejante acusación y convicción pudo verificarse sin obligar a ello a Berenguel por la fuerza de las armas, sin una gran conmoción de toda Cataluña? Berenguel, político, vigoroso, valiente, ¿se habría entregado como un cordero a discreción de sus acusadores, habría aceptado el juez que le quisieron dar, extranjero, y que además ningún interés tenía en juzgarlo? ¿Y por qué los catalanes no se aprovecharon para acusarlo y juzgarlo de la época en que fue prisionero del Cid Campeador? ¿Por qué el autor de la historia latina y coetánea del Cid, y por consiguiente nada amigo de Berenguel, antagonista del Campeador, no da en ninguna parte el nombre de fratricida al soberano de Barcelona? ¿Por qué en   —91→   fin, los que trataron de confederarse, muerto el conde D. Ramón, para perseguir a sus asesinos no designaron a Berenguel? ¿Pudo hacerse después de un reinado glorioso de catorce años lo que no había podido lograrse recién cometido el crimen, caliente aún la sangre del desgraciado príncipe, llena de sospechas no infundadas la nobleza de Cataluña, e inciertas todavía las riendas del gobierno en las manos del supuesto asesino?

3.º El martirologio de Gerona, que señalando el día en que murió D. Ramón, añade; que «fue asesinado en el collado de Astor por su hermano con sus traidores». Esta expresión nada prueba, mientras no se sepa la época en que se escribió; solo indica una opinión que era común entre los enemigos de Berenguel, y que se embelleció con el cuento del capiscol de Gerona, que en las exequias del desgraciado príncipe nunca pudo entonar la antífona subvenite sancti Dei, y cantó sin poderse reprimir: Ubi est Abel frater tuus?

Por otra parte la conducta de Berenguel parece irreprehensible durante su gobierno y tutela de su sobrino. Nunca se casó, o al menos careció de sucesión. Tuvo en su poder a su pupilo, al que trató como a su futuro sucesor, como si fuera su hijo, y le abandonó sus estados cuando pasó a la Tierra Santa; porque nosotros no creemos, mientras no se nos presenten documentos más decisivos, su absurdo viaje a Toledo para ser juzgado, convencido y depuesto.

Sin embargo, hay en la conducta de Berenguel una mancha conocida y cierta que no es fácil de disipar, y fue: no siendo él el asesino, el poco cuidado que tuvo en descubrir y perseguir a los que lo habían sido: negligencia que dio motivo a los amigos de D. Ramón para confederarse contra los alevosos, y justa causa para que sospechasen de él mismo. Esta negligencia pudo tener su origen en la mala voluntad que se tenían los dos hermanos y no en la complicidad del homicidio.

Nosotros no nos atrevemos, pues, a absolver a Berenguel, ni a libertar la memoria de este príncipe ilustre de un título tan odioso como el de fratricida; pero nos parece que hasta ahora no hay documentos históricos bastante ciertos y convincentes para condenarlo. Tuvo desde el principio de su reinado en compañía de D. Ramón un partido poderoso contra sí: este partido halló campo abierto para desencadenarse contra él después que pasó a la Tierra Santa: a pesar de sus enemigos, la nobleza catalana le reconoció como tutor del hijo de su hermano y como soberano suyo: reinó catorce años con gloria, acrecentando sus dominios a costa de los sarracenos, manteniendo el país en paz y justicia, y cuidando de su pupilo como si fuese hijo suyo. No creemos que los catalanes hubieran sufrido su dominación por tanto tiempo a estar cierto y averiguado el delito.

Rojas, que de todos nuestros autores cómicos es el que manifestó mayor talento para los asuntos trágicos, escribió una comedia con el título del Caín de Cataluña, en la cual hay algunas escenas verdaderamente terribles y dignas de Melpomene. Desfiguró, según la libertad propia de los poetas, la historia cierta o supuesta del fratricidio, suponiéndolo cometido en vida del conde D. Ramón el Viejo, padre de los dos gemelos.





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ArribaAbajoGobierno del Señor Rey Don Carlos III, o instrucción reservada para dirección de la Junta de Estado que creó este Monarca: dada a luz por D. Andrés Muriel. Un tomo en 8.º francés.- París, 1838


ArribaAbajoArtículo I

El nombre del Sr. Muriel es bastante conocido en la Europa culta por su excelente obra L'Espagne sous les rois de la maison de Bourbon. Y no sin razón la llamamos suya; pues aunque en ella se encuentre la traducción de la obra inglesa, que lleva el mismo título de Guillermo Coxe, las numerosas notas y capítulos adicionales con que la ha enriquecido, señaladamente en la historia de Carlos III, le dan una parte no pequeña en la gloria de esta producción literaria. Ahora completa con la presente obra el cuadro de aquel reinado, magnífico y precioso para los españoles.

El objeto principal de este libro es la publicación de la instrucción reservada, escrita por el conde de Florida Blanca, primer ministro de aquel sabio monarca, y aprobada por el rey, en la cual se comunicaron a la Junta de estado todas las nociones pertenecientes a la administración pública. La Junta fue creada el año de 1787. Con razón, pues, la intitula el Sr. Muriel Gobierno de Carlos III, siendo como es el resultado de todas las ideas adquiridas durante el periodo en que reinó, y la expresión, digámoslo así, de cuanto había hecho antes y meditaba hacer en lo sucesivo para la prosperidad de la monarquía. Nada manifiesta mejor que esta instrucción los sentimientos patrióticos de aquel buen rey. «La circunstancia de reservada, dice con mucha razón el Sr. Muriel, que tiene la instrucción trasmitida a la Junta de estado, la realza en gran manera; porque no puede caber en ella la sospecha de que haya sido disfrazada la   —93→   verdad por torcidos fines, como sucede a veces con otros documentos o manifiestos, publicados por los gobiernos para consolar o contentar a los pueblos, encubriendo las desgracias que padecen u ocultándoles los desaciertos de los que los rigen. En la instrucción no hay ni puede haber sino verdad expuesta con candor y buena fe. Allí el soberano, como cabeza que es de la gran familia que se llama estado, presenta a su consejo la verdadera situación en que se hallan los negocios, y le trasmite sus más íntimos pensamientos acerca de ellos, sin adornos estudiados y sin más artificios retóricos que el deseo del acierto, que es de suyo tan elocuente... De todo habla la instrucción llanamente y sin disfraces».

Hemos copiado estas palabras de la introducción que antecede a la obra, y que nos ha parecido uno de los mejores trozos que se hayan escrito de filosofía histórica. El autor describe con facilidad, pero reducido el cuadro del reinado de Carlos III, y tributa a las virtudes de este príncipe y al talento de su primer ministro los elogios merecidos, sin olvidar no obstante sus defectos y los yerros que se cometieron.

He aquí la descripción que hace del carácter de la revolución de Francia. «Desde el punto que comenzó la reforma francesa se echó ya de ver el afán con que los enemigos de la monarquía y de la religión trabajaban por destruirlas: ¿cómo, pues, la tempestad que se iba formando allende de los montes Pirineos, dejaría de causar sobresaltos a ministros, a quienes estas dos instituciones habían parecido con razón hasta entonces los únicos agentes de la felicidad del pueblo español... con paso lento, pero seguro, habrían adelantado los ministros en el camino de las reformas, a no haberles asustado la revolución de Francia. Para lograr la prosperidad del país no habría sido necesario entonces atravesar por un horroroso caos... Entre los graves errores a que suele ser arrastrado el entendimiento del hombre no se señalará ninguno más funesto que el paralelismo de la libertad civil y de la religión; puesto que no ha podido haber nunca, ni es posible que haya jamás, no diré libertad, pero ni orden, ni felicidad, ni justicia en los estados de gobierno, ya absoluto, ya representativo, en donde faltan las creencias religiosas: verdad que se halla estampada en los anales de todas las naciones... La revolución francesa tomó desde su origen el carácter de reforma radical, y a muy poco tiempo se alzó ya descaradamente contra las ideas religiosas».

¡Extraña inconsecuencia por cierto! querer plantear reformas para mejorar la suerte de los pueblos, y destruir al mismo tiempo la base más sólida en que estriba no solo el orden público, sino hasta la paz y bienestar personal de cada uno de los individuos que componen la república. No puede gloriarse la generación presente de que esté completamente desvanecido este error, si bien la verdad va recobrando alguna parte de su imperio; pero hasta tanto que aquel no sea extirpado del todo, claro está que llevan los estados en su seno un cáncer venenoso y mortífero que los traerá infaliblemente a su perdición. ¿De qué sirven los adelantamientos y mejoras materiales de que somos deudores a los conocimientos científicos, si carecemos de la perfección moral? Y ¿cómo podremos llegar a conseguirla dejando sin resolución las cuestiones importantes que no puede resolver la razón sin el auxilio del cristianismo? No es posible reconozca ni obligaciones, ni vínculos sociales sobre la tierra el que no sabe por qué fines ha venido a ella; el que ignora la nobleza de su ser, los designios de su creación...».

El autor atribuye justamente el espíritu antirreligioso de la revolución francesa al filosofismo que la había precedido; el cual, queriendo dar alguna basa a la moral pública, la buscó y la propuso en el interés individual, con tan buen éxito, que no hubo ninguno de los discípulos de Diderot, Voltaire, Helvecio y Holbach, que no trabajase en la revolución por su cuenta, según la enérgica expresión de Pigault Lebrun. El interés es una voz que todos entienden en un sentido muy diverso del de Holbach, así como la palabra deleite tiene generalmente una significación distinta de la que le dio Epicuro. No pueden ser basas de la moral esas frases a las cuales es fácil de acomodar el sentido que quieran darles las pasiones. Ese es el grave daño que resulta de tomar un corolario por un principio. La virtud es útil y agradable sobre la tierra; pero no procede ni de la utilidad ni del deleite, porque su origen está en el cielo. El moralista no conoció su ciencia hasta que se le revelaron sus fundamentos celestiales, así como el cosmógrafo no supo medir el globo que habitamos ni surcar los piélagos, hasta que aprendió el secreto de los movimientos siderales y planetarios.

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En las páginas 43 y siguientes de la introducción ejerce el Sr. Muriel la debida severidad contra el modo con que se ejecutó la expulsión de los jesuitas. Confiesa que Carlos III, aterrado por las sugestiones del partido filosófico de Francia, cuyo órgano era el duque de Choiseul, no mostró en esta ocasión su rectitud personal, y solo atendió al riesgo imaginario que según le dijeron corría su corona. Impugna victoriosamente las calumnias que entonces se propagaron, y que en nuestros días ha procurado renovar una novela del género de las históricas; tales como la influencia de la compañía en las sediciones de Madrid contra el ministro Squilace, los levantamientos que se supusieron en América, el proyecto de fundar allí una monarquía etc. Y porque el autor deje de conocer que existían motivos fundados para la abolición de aquel instituto, sino porque desde extinguir una orden religiosa hasta la crueldad de conducir a todos sus individuos como reos de estado desde sus conventos a los puertos y desde estos a Italia, sin medios ni socorros por mucho tiempo hasta que se les hizo una mezquina asignación, hay enorme distancia, y un rey hábil y amigo de la justicia, como era Carlos III, no debió haberla recorrido.




ArribaAbajoArtículo II

Otra de las acusaciones más severas que hace el autor al gobierno de Carlos III, es haber auxiliado la causa de los anglo-americanos contra su metrópoli, y por consiguiente haber tremolado en el nuevo mundo la bandera de la independencia para sus propias colonias. Esta acusación es justa; porque el suicidio no es permitido ni a los estados ni a los particulares; y fue un verdadero suicidio haber fundado un antecedente como aquel para la emancipación de la América española; y tanto más decisivo cuanto se ofendía con él a una nación como la inglesa, poderosísima en la mar y que no olvida fácilmente sus injurias.

No ignoramos que está en la esencia de toda colonia emanciparse a su tiempo. Los pueblos de la antigüedad conocieron esta verdad mejor que los modernos; y así las metrópolis dejaban independientes a sus hijas apenas podían estas sostenerse sin su auxilio, siguiendo la ley de la naturaleza que reclama la independencia de los hijos cuando ya no necesitan de los padres. Esta conducta fue premiada con el respeto y amor que las colonias griegas y romanas profesaron a la patria de donde habían procedido. La auxiliaban en sus calamidades; eran sus aliadas en la guerra y en la paz; tenían sus mismos dioses y sacrificios, y nunca olvidaban las obligaciones filiales. Serán muy raras las excepciones que se encuentren en la historia antigua a este hecho general.

Más no podía aplicarse este sistema a los pueblos modernos sin algunas restricciones, y menos a la España que nunca consideró sus posesiones en América como colonias, sino como provincias de la metrópoli, sometidas al mismo régimen bajo leyes civiles, cuya justicia es ya generalmente reconocida. La emancipación era un grave mal para la misma América, cuyos habitantes aún no habían aprendido a ser independientes, y para la nación española, cuyos intereses estaban entonces tan ligados a la conservación de las colonias. Pero aun cuando no existiesen estos dos motivos, lo cierto es que el gobierno de Carlos III quería ciertamente conservarlas; y no es sabio ni previsor el gobernante que da un paso tan funesto como el de auxiliar a los Estados   —95→   Unidos de América contra los mismos intereses que él cree que debe sostener. Así es que el conde de Aranda, por más afecto que fuese a las ideas filosóficas de su siglo, miró como una grave imprudencia que nos costaría la América hacer causa común con la nueva república. No es buen modo de conservar ilesa la casa propia aumentar el fuego que abrasa la del vecino.

Este yerro político sube más de punto, si se consideran los principios en que se fundaba la emancipación de los anglo-americanos; porque se trataba nada menos que de consolidar una república conforme a las ideas filosóficas del siglo, que si en el Norte-América, por razones fáciles de conocer, no produjeron sus terribles efectos, cobrando con aquel ejemplo nuevas fuerzas, causaron en Francia la más terrible explosión. Y sin embargo, Luis XVI y Carlos III favorecieron un movimiento tan peligroso. El primero pagó con su cabeza, el segundo en sus descendientes y su nación aquel yerro gravísimo. Engañolos el odio, pésimo consejero: a trueque de ver descaecida a Inglaterra, se expusieron a tantos riesgos; bien que debe decirse que el gobierno francés, más expuesto a la influencia de los principios revolucionarios, fue mucho más imprudente que el español en haber avivado el incendio que amenazaba devorar a Europa.

Tales son las ideas políticas que desenvuelve el señor Muriel en la censura de aquella operación. No es enemigo de las reformas en administración y en política; pero sí lo es del gobierno de la multitud, esto es, de la anarquía que destruye y no edifica; y cree que las mejores reformas son aquellas en que la sabiduría del hombre toma por auxiliar la acción lenta, pero segura del tiempo.

A dos causas atribuye en el epílogo de su introducción la decadencia de España después del reinado de Carlos III: la principal y más inmediata, según él, fue el advenimiento de Carlos IV, y la privanza del príncipe de la Paz: la segunda, la revolución francesa. Sin la primera, «un pueblo obediente, dice, fiel, amante de sus reyes, lleno de celo por la conservación de las instituciones nacionales, sensato y sinceramente religioso ofrecía, puesto en manos de ministros instruidos y experimentados, medios preciosos de defensa contra el huracán que amenazaba a la nación». En cuanto a la influencia de la segunda dice de esta suerte: «la revolución francesa, a la par de algunas ideas provechosas para el bienestar material de los hombres, propagó errores perniciosos en gran manera, alzándose descaradamente contra las instigaciones monárquicas no menos que contra la creencia religiosa. Fue este acontecimiento funesto para España; porque sin él habría seguido caminando gradualmente por la senda de las reformas útiles, y habría mejorado su estado social. Cuantas ideas provechosas han sido proclamadas y difundidas en los tiempos modernos, otras tantas habrían sido también planteadas en el suelo español por nuestros sabios ministros, sin temor de los vendavales y furiosos movimientos de la turbulenta democracia, ni del soplo helado y mortífero del escepticismo filosófico. Pero la vecindad de las dos naciones y la frecuente comunicación entre ellas que el sistema político, seguido largo tiempo por el gobierno, había hecho más íntima y amistosa, no podían menos de traer, y trajeron con efecto a España, el contagio de las ideas de los trovadores, es decir, los principios subversivos de toda sociedad. Cuando la república francesa venció con las armas a los que querían detenerla en el movimiento de su revolución, ató al rey de España a su carro de triunfo, y con el mentido nombre de aliado hizo de él un verdadero esclavo. Desde entonces España no fue ya más que uno de los satélites del nuevo planeta. En tal dependencia claro está que el torrente de las malas ideas había de destruir tarde o temprano entre nosotros los diques que le contenían».

Tales son los pensamientos que sugiere al autor la comparación entre el estado de fuerza y prosperidad a que llegó la monarquía en el reinado de Carlos III y el inmenso cúmulo de males que siguieron después y cuyas tristes consecuencias sentimos todavía. En todas las páginas de la Introducción brilla el amor de la patria y de la humanidad, como también el estudio profundo de la historia y de la política, las ideas más ilustradas y los sentimientos más nobles. Este trozo debe ser leído y estudiado por todos los que quieran conocer bien el periodo a que se refiere y aun el que le siguió; pues contiene en germen toda la clave de la historia contemporánea.

El Sr. Muriel ha puesto a la Instrucción varias notas, sumamente curiosas, por   —96→   contener sucesos no conocidos hasta ahora, para aclarar o confirmar algunos puntos históricos o políticos.

Entre ellas merecen particular atención la de la página 135 sobre los medios de asegurar con independencia la subsistencia del clero, y la de la página 243, relativa a la adquisición eventual de Portugal por medio de una sucesión. «La reunión, dice, de las dos coronas de España y Portugal fue uno de los fines que el gobierno de Carlos IV tuvo para determinar a las cortes de Madrid a que expusiesen formalmente al rey la necesidad de abolir la ley sálica o el auto acordado de 1713... Desde el año de 1784, en que se celebraron los matrimonios de la infanta Doña Carlota con D. Juan, príncipe del Brasil, y del infante D. Gabriel con Doña Mariana de Portugal, tuvo ya Carlos III pensamiento de que se reuniesen un día los dos reinos en alguno de los príncipes que naciesen de estos enlaces; pensamiento patriótico en verdad, y honroso en gran manera para este soberano...».

La causa del secreto que se observó acerca de la abolición del auto acordado, fue, según el autor, la ninguna necesidad que había, teniendo Carlos IV sucesión varonil, de arrostrar las contestaciones con los gabinetes de París y de Nápoles. En efecto, el señor Muriel nos da la noticia, hasta ahora no publicada, de que Luis XVI, habiendo traslucido la deliberación de las cortes de 1789, envió orden al duque de la Vauguyon, su embajador en Madrid, para que protestase contra la abolición de la ley sálica. El rey de las Dos Sicilias, a quien llegó también la noticia de las intenciones del gobierno español, envió con el mismo objeto al príncipe de Castelcicala. Pero estas protestas y reclamaciones no se verificaron, a lo menos de oficio, por cuanto no se promulgó la Pragmática sanción.






ArribaAbajoEl Padre Juan de Mariana

Quien sepa que este insigne literato español emprendió y llevó a cabo en el siglo XVI la historia general de España, no podrá menos de admirarse, atendida la época en que escribió, de su inmensa erudición, de su incansable laboriosidad, de la corrección y austeridad de su lenguaje, y aun de la crítica y filosofía con que desempeñó su obra, muy superiores a lo que podía esperarse en su tiempo y en sus circunstancias individuales.

Tal ha sido el juicio que de él y su obra han formado todos los que han escrito de uno y otra, no solo nacionales, sino también extranjeros. Y muy justamente. No debemos olvidar que su historia general de España fue la primer obra de esta clase que apareció en la Europa moderna después de la restauración de las letras: que es una de las obras clásicas de la lengua y de la literatura española, y por ella se aclimató entre nosotros el pincel de Tito Livio: que en la gravedad de las sentencias y en la descripción de los caracteres compite a veces con Tácito; en fin, que Mariana no perdonó ni a trabajo   —97→   ni a investigaciones para dar a su libro toda la perfección que podía tener en su siglo.

Es verdad que han escrito después de él acerca de la historia de nuestra nación muchos insignes historiógrafos que le han impugnado. El marqués de Mondéjar, Ferreras y otros han notado diferentes yerros de sucesos, de fechas y de orden en nuestro insigne historiador. Hásele acusado también de haber dado demasiado lugar en su historia a los sucesos eclesiásticos y a consejas tradicionales. También se le ha defendido de estas dos inculpaciones. La primera es injusta; pues nadie ignora que en la edad media el clero se hallaba en el primer grado de la escala política, y los acontecimientos que le pertenecían eran de suma importancia para el resto de la nación. La segunda se ha hecho también a Tito Livio, y quizá con razón a uno y otro; pues aunque las fábulas históricas sean muy a propósito para conocer el espíritu de la época en que se inventaron y creyeron, no es lícito a un historiador juicioso presentar como acontecimientos reales los cuentos inventados a placer por sus abuelos. Sin embargo, aún en esta parte pudo Mariana presentar dos razones que lo disculparan. La primera es haber repetido no una sola vez en su obra: más cosas escribo que creo. La segunda haber algunas cosas de las que copiaba de otros autores que hubiera sido peligroso en su siglo no solo negarlas, pero aun omitirlas. ¿Qué historiador se hubiera atrevido, por ejemplo, en el siglo XVI a pasar en silencio las fábulas en que se fundaba entonces y se continuó fundando mucho después la costumbre del voto de Santiago?

Así es que los mismos historiógrafos que han impugnado a Mariana, no han dejado de reconocer por eso el mérito que adquirió en un siglo de poca crítica y filosofía en haber formado una historia de la nación, despojada de gran parte de las fábulas antiguas, aunque no pudiese de todas. La obra de nuestro historiador ha sido y es todavía el único libro clásico de historia general de nuestra nación, que poseemos; y a pesar de sus defectos de crítica, como tal lo estiman los literatos nacionales y extranjeros.

Estaba reservado a la época actual el singular fenómeno de un historiador no español, que emprendiendo escribir la historia de nuestra nación, comienza por vilipendiar el nombre respetable de Mariana, y por insultar a un varón tan benemérito de nuestra literatura, y cuya reputación es de tres siglos a esta parte verdaderamente europea. En el Prospecto de la traducción de la Historia de España del Sr. Carlos Romey, impreso en Barcelona, se inserta traducido el prólogo del autor, y hemos leído con indignación las siguientes expresiones: «Lo que ha desconceptuado y casi envilecido a los escritores de la escuela de Mariana es la desfachatez increíble con que están afirmando hechos de su invención, poniendo en boca de los personajes sus propias aprensiones o las de su tiempo y falsificándolo y estragándolo todo sin autoridad y sin primor. Por tanto el primer paso fundamental... es en algún modo... no hacer caso, por ejemplo, refiriéndose a España, de Mariana ni de Ferreras»... Es imposible, decimos nosotros, llevar la desfachatez a un grado más alto en un extranjero que se propone escribir la historia de nuestra nación. ¿Si creerá el Sr. Romey ensalzar el mérito de su historia deprimiendo el de nuestro historiador? ¿Ignora por ventura que escribiendo en la época actual con tantos y tan grandes auxilios, se le agradecerá poco el hacerlo bien, y no se le perdonará ningún defecto cuando a Mariana debieron perdonársele todos los suyos en atención al siglo en que escribió, y apreciarse mucho las cosas buenas que en gran número contiene su obra?

¿Podría el novel historiador indicar los hechos de propia invención que Mariana insertó en su historia? ¿Quién hasta ahora le ha injuriado con el epíteto de falsificador? Purgó la historia patria de un gran número de patrañas, como puede conocerse cotejando su libro con las crónicas interiores. Si dejó todavía algunas consejas, más bien copiadas que creídas como él mismo dice, ¿son de invención suya, o tomadas de escritores antiguos? Harto hizo para su tiempo: si en el nuestro puede hacerse más, ¿es este motivo para calumniarle e insultarle?

Mariana imitó a Tito Livio poniendo en boca de los personajes razonamientos conformes a sus ideas e intereses. No entramos en la cuestión de si esto es lícito o no a un historiador. Solo queremos que el Sr. Romey nos cite un solo razonamiento de estos en que se hallen las ideas de Mariana o de su siglo en lugar de las del interlocutor.   —98→   Pero estamos seguros de que no lo hará. Mariana era harto buen humanista, y conocía harto bien la historia para atribuir a Pelayo las ideas de Felipe II, ni a Aben Tarif las de un religioso del siglo XVI. Hizo lo mismo que Tito Livio: estudió los caracteres y los expresó por medio de discursos. Lo mismo pudiera censurarse a Solís en su historia de la Conquista de Nueva España, y sin embargo Solís, no se sabe por qué, merece el aprecio del Sr. Romey; pues más abajo llama a España, como por elogio, Patria de los Cervantes, Herreras y Solises.

Lo que prueba hasta qué punto ignora el Sr. Romey nuestra literatura es ver juntos e incluidos en una misma proscripción los nombres de Mariana y de Ferreras, cuando son bajo todos aspectos enteramente opuestos. Si se consideran en cuanto al estilo y lenguaje, Mariana es uno de los padres de la lengua, cuando es difícil hallar cosa peor escrita en castellano que los anales de Ferreras. Pero si atendemos exclusivamente a la exactitud histórica, como proclama el Sr. Romey, hay mucha más crítica, muchas más fábulas exterminadas, muchos menos errores cronológicos en la obra de Ferreras que en la de Mariana. No es esto decir que estimemos al primero ni aun como historiador más que al segundo, sino que Ferreras escribió más de un siglo después, con más auxilios, con el arte crítica más adelantada, y aun puede decirse, con más libertad: así tenía más medios de hacer bien lo que es más fácil de hacer en la historia, a lo menos en nuestros días, que es el examen y el criterio de los hechos. Ferreras no es, pues, ni escritor de la escuela de Mariana, ni se le parece en nada, ni le es igual en las dotes o los defectos de un historiador; ¿por qué, pues, se le pone junto a él sino porque se desconoce el carácter y el mérito de estos dos escritores?

Hemos observado en el Prólogo de la nueva Historia de España lo que hemos notado casi siempre en todos los escritos extranjeros, cuando hablan de nuestras cosas, sumo desdén, suma ignorancia y suma osadía en las decisiones. ¡Plegue a Dios que el defecto del Prólogo no se le pegue a la obra!

Nosotros hemos llevado muy a mal que se haya procurado aprender nuestra elocución poética en las composiciones de los actuales poetas franceses, introduciendo en la lengua de Rioja frases y giros propios enteramente de aquel idioma. Lo único que nos quedaba que ver es que se estudiase la historia de España, no en Mariana ni en ninguno de nuestros historiadores, sino en una obra escrita en París.




ArribaAbajoRespuesta a los editores de la Historia de España por Romey

El Sr. Romey en el Prólogo de su Historia de España insultó a Mariana. Nosotros le defendimos, y los editores de Romey en español han llevado a mal nuestra defensa.

Hicimos un examen bastante detenido de las prendas y de los defectos del padre de la historia española. Admiramos, como todos los hombres algo versados en la literatura histórica, el grande mérito de su obra, comparado con el siglo en que se escribió: notamos sus errores, y los disculpamos como era justo hacerlo, con la falta de crítica, de filosofía, de recursos históricos y libertad que había en su época. ¿Quién se atrevería a exigir de Arquímedes lo que hoy debe exigirse de un mediano profesor de matemáticas?

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Pero le libertamos de la nota de falsificador que con tanta osadía le impone Romey: afirmamos que en los razonamientos que pone en boca de sus personajes, jamás faltó al espíritu ni a las ideas del interlocutor: dijimos que Romey no conocía nuestra historia literaria cuando colocaba a Ferreras al lado de Mariana, y cuando celebraba a Solís historiador más moderno; pero al cual se pueden hacer los mismos cargos que él hace al objeto de su aversión.

Estas reflexiones no admitían respuesta alguna; así es que los editores del Romey no la dan en su remitido inserto en el Tiempo del 12 de Enero. Ni se hacen cargo de la diferencia que nosotros establecimos entre el principio del siglo XVII y el del XIX, ni responden al desafío que hicimos al Sr. Romey de señalar un solo hecho falsificado a sabiendas por Mariana, ni un solo razonamiento en que no estén bien conservadas las ideas y el carácter del que habla. En esta parte se contentan con repetir las acusaciones del Prólogo, como si a ellos o a Romey se les hubiese de creer sobre su palabra.

A falta de razones traen en su artículo muchas lindezas que no vienen al caso. Nos dicen que «hemos dado muestras de sobrada precipitación arrojándonos a tildar la obra de Romey antes de haberla leído». Esto es falso. Nada dijimos en nuestra defensa contra la nueva historia de España, ni una palabra, ni una coma, ni un tilde. Lo que censuramos fue el Prólogo, la petulancia con que está escrito y el espíritu ridículo de presunción con que se quiere el Sr. Romey engrandecer a costa de un nombre respetable y de una obra que en su tiempo fue un verdadero progreso. Que nos citen los editores una sola expresión nuestra contra la obra: todas fueron contra el autor. Antes bien, dijimos que no sería de extrañar que ahora se escribiese mejor la historia de España que en tiempo de Mariana. Así esa acusación de los editores contra nuestro artículo es infundada, y no sabemos de dónde proceda; porque nosotros nos expresamos con bastante claridad.

Dicen que «ignoramos los adelantos que ha hecho la escuela histórica en estos tiempos, y los principios que ha sentado diametralmente opuestos a los de Mariana...». ¿Qué principios históricos son esos, señores editores? ¿Pueden ser otros que los de la veracidad, la verosimilitud, la unidad y la dignidad y corrección del estilo? Pues estas máximas son conocidas desde el tiempo de Cicerón. Lo que se ha perfeccionado mucho es el arte crítico y la filosofía política. No se debe culpar a Mariana de que en su tiempo estuviesen ambas ciencias en la infancia. Él fue uno de los que más contribuyeron entonces a que adelantasen; y así su obra fue recibida con universal aplauso de toda Europa.

Dicen que Mariana embrolló a sabiendas las relaciones de la iglesia visigoda con el obispo de Roma9 y otros puntos importantísimos. Nosotros negamos redondamente esta aserción. A Romey o a sus editores toca probar no solo que Mariana fue un mal historiador, sino también un mal hombre.

Nos causa a un mismo tiempo lástima y risa el que para denigrar a Mariana le llamen teólogo y jesuita. No faltan, a la verdad, algunos pedantes para quienes el nombre de teólogo es un título de proscripción no más de porque así lo declaró la escuela del siglo XVIII. Pero es muy difícil de probar que la instrucción en la filosofía cristiana pueda ser un obstáculo para escribir bien la historia, y mucho más la de una nación como la española, que ha debido su existencia y su engrandecimiento al cristianismo. Mariana fue jesuita. ¡Terrible delito! pero para expiarlo citaremos la persecución que sufrió en que estuvo a pique de perecer: los honores de la prohibición que obtuvo su obra De rege et regis institutione, y la nota general en que incurrió su historia de España por la excesiva acritud y entereza con que habló de ciertos hombres y de ciertas cosas, muy delicadas de tocar en su tiempo. Era imposible entonces ser más liberal e independiente, y dudamos mucho que Romey haya hecho tantos sacrificios personales a la verdad y a la justicia.

Lo más ridículo de todo es la gran prueba de los tres mil suscritores que dicen que tiene la traducción. Eso se dice a los niños, no a quien sabe que el Zurriago tuvo más   —100→   de seis mil. Esta comparación no es nuestra: la sugiere naturalmente el argumento de que se valen los editores.

Hablando con formalidad: será, si se quiere, muy buena y recomendable la Historia de España de Romey. Nada dijimos contra ella en nuestro artículo a que aparentan responder y no responden. Nada decimos tampoco contra ella en la presente contestación. Cuando la hayamos leído, podremos hacer juicio de su mérito. Pero desde ahora podemos suponer, sin contradecir lo que antes dijimos, que es superior a la de Mariana: que es la mejor, la más perfecta posible: que no es dado a las fuerzas de la inteligencia humana producir sobre la materia un libro más excelente. Después de estas concesiones, después de otras muchas más que acerca del mérito de la susodicha historia haremos si es menester clamaremos todavía y levantaremos un grito de indignación contra los que digan, sean franceses o españoles, que Mariana falsificó a sabiendas la historia y atribuyó sus propias ideas, o las de su estado, o las de su siglo, a los personajes históricos que introduce hablando; y estén seguros los editores que este grito no se acallará hasta que se nos citen los pasajes de que constan la falsificación a sabiendas y la impropiedad de los razonamientos.

Defender un nombre respetable y celebrado en toda Europa contra los insultos de un rival poco generoso no es preocupación, ni añeja ni reciente, señores editores. La verdadera preocupación es creer que en llamando a un sabio teólogo y jesuita, se le ha condenado ya al desprecio.

El artículo a que respondemos acaba por uno de aquellos truenos, tan comunes en la literatura actual. Dícese que «la historia de Romey representa una idea grande, filosófica, humana, que andando el tiempo producirá su efecto». ¡Una historia que representa una idea! ¡qué castellano, Dios mío! No parece sino que la idea es un drama, y la historia el actor. Querrá decir que de la obra se deduce una idea etc.; a que en toda la obra domina una idea etc. Pero nos quedamos sin saber qué idea es esa. Mas al fin, andando el tiempo producirá su efecto. Esperemos, pues, y entre tanto contentémonos con el sublime pensamiento que resulta del libro de Mariana, a saber: que una nación, cuando defiende su independencia y su culto, es invencible.