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Comicidad y crítica social en el teatro de Arniches («Del Madrid castizo» y «La heroica villa»)

Mariano de Paco


Universidad de Murcia


Introducción

Carlos Arniches señala en su «Autorretrato», escrito en 1943, año de su muerte, que dos cualidades magníficas lo adornaban; la segunda de ellas era el no haberse movido de su localidad en el teatro del mundo, dejando que, «cuando el espectáculo de la vida termine», sea el Tiempo, «que no tiene amigos, y que ha de colocar a cada uno, sin apelación, en el sitio que merezca», quien lo acomode en el recuerdo o en el olvido1. ¿Ha tenido Carlos Arniches el lugar que le correspondía en nuestro teatro? No parece que las apreciaciones críticas hayan sido del todo justas. Así, en la que durante tiempo fue la única Historia del teatro español se le tenía por un representante más del «teatro de pura comicidad» y se juzgaba su madrileñismo «una posición semejante a la del andalucismo de los Quintero»2. La extraordinaria valoración que Pérez de Ayala hizo del creador de la tragedia grotesca3 y las penetrantes apreciaciones de Pedro Salinas respecto a la «esencia misma» de la segunda etapa del arte arnichesco4 no gozaron de una continuidad en los estudios sobre el autor y tampoco en los escenarios tuvo nuestro comediógrafo el puesto que parecía pertenecerle. Aunque no ha dejado de aparecer en escena, apenas pueden recordarse otras representaciones que las del Teatro María Guerrero Fantasía 1900, sobre algunos sainetes de Del Madrid castizo (1952), y la muy notable de Los caciques, con dirección de José Luis Alonso y decorados de Mingote (1962-1963), que tuvo varias reposiciones y extraordinario éxito.

El año de la celebración del centenario de su nacimiento propició meritorias aproximaciones a un escritor que seguía sin recibir la consideración a la que su obra era acreedora. De los tres estudios publicados en el número que la revista Segismundo le dedicó, dos comenzaban con una referencia expresa a la «muy escasa atención por parte de la crítica» [SENABRE, 1967:247 y ROMERO TOBAR, 1967:301]. Desde entonces ha tenido lugar la brillante representación de La señorita de Trevélez, dirigida por John Strasberg, por el Centro Dramático de la Generalitat Valenciana, y han aparecido distintos apreciables estudios acerca de su vida y de su obra, que han recibido un tratamiento más equilibrado en las historias del teatro. Creo que este Seminario Internacional es un excelente modo de contribuir a que Arniches sea objeto de la dedicación que merece y a «valorar la aportación histórica que supone toda una concepción del teatro» [RÍOS, 1990:18].

Una muestra nada desdeñable del interés que el teatro de Arniches puede suscitar es la atracción que ha ejercido en notables dramaturgos de la posguerra. Lauro Olmo afirmaba en las palabras pronunciadas en el Homenaje que constituyó la representación de Los caciques que «una de las figuras, no ya más importantes sino clave de nuestro teatro último, es don Carlos Arniches. Esto es necesario repetirlo...»5; otros dramaturgos lo han dicho también sin ambages. En Olmo se encuentra sin duda su huella, rastreable igualmente en Martín Recuerda, en Muñiz, en la tragedia compleja de Alfonso Sastre o en los nuevos sainetes de Alonso de Santos, de Pilar Pombo o de Paloma Pedrero. Uno de los últimos ejemplos explícitos es el «sainete actual» Las niñas de San Ildefonso, de Carmen Resino, «dedicado a Madrid, al pueblo de Madrid y a don Carlos Arniches». No olvidemos que «muchas de las causas que dieron y dan vigencia a lo más incisivo del teatro de don Carlos Arniches perviven»6.

En esa misma intervención Lauro Olmo destacaba la predilección del escritor alicantino «por los seres débiles, por las situaciones en las que el ser humano es implacablemente vapuleado», lo que «supone, en definitiva, un afán de solidaridad, de bondad...». Estos rasgos de su teatro, el de reflejar la sociedad en la que vivía y el de manifestar una declarada simpatía personal por los menos favorecidos, han sido siempre vistos en sus textos y, de modo especial, a partir de la creación de la tragedia grotesca. El «corolario ético» que se insinúa en sus obras, en palabras de Pérez de Ayala7; esa «pequeña lección moral que rara vez falta», según Nicolás González Ruiz8, es esencial en la propia configuración de las piezas arnichescas porque es producto de su visión del mundo llevada directamente a ellos. Es lo que Ruiz Ramón ha llamado «testimonio reflejo» de la sociedad, basado en una actitud crítica que «pertenece mucho más a la esfera de la moral individual que a la de la moral social»9; o lo que Ruiz Lagos denominó «creencia absoluta en los viejos valores que movieron a los hombres desde el principio de los siglos: la fe, la voluntad, la inteligencia y el amor» [1967:299-300].

No ha sido infrecuente la constatación de un sentido de crítica social inseparable de la comicidad de la obra arnichesca. José Luis Alonso, por ejemplo, afirmaba que no quería poner en escena Los caciques como una «estampa de la época»; así se podía presentar a los Quintero, que «no tuvieron ninguna preocupación de crítica social», pero no a Arniches10. Se ha llegado a hablar del suyo como de un «teatro político»11 y de un «Arniches, autor casi comprometido». En el artículo titulado de ese modo Francisco García Pavón ve como una de las tres virtudes del teatro arnichesco (junto a la del «acierto para crear tipos» y a «la gracia verbal de sus criaturas») la de «su compromiso social, verdadera excentricidad en la minerva de los humoristas españoles». Y concluye de este modo:

Él no era hombre de armas tomar, pero jamás renunció a decir lo que sentía [..] Por eso ha sido tal vez el único humorista importante de nuestra historia dramática, el único «sainetero», que además de documentar el pálpito inasible del pueblo que le fue contemporáneo, hizo decir a la luz de las candilejas el decálogo revisionista y verazmente patriótico que en libros más empinados y en prosas minoritarias predicaban los primeros grandes purgadores de nuestro siglo, sus coetáneos de la generación del 9812.



Volvemos con ello a la afirmación que antes adelanté. Arniches traslada su manera de ver la realidad y sus valores a los escritos y, por lo tanto, a los escenarios sin una reflexión definida que los organice y les dé coherencia, sino como conjunto aislable de actitudes éticas. Esa simple presentación molestó, no obstante, a veces a quienes percibían la injusticia de los hechos retratados. ¿Puede decirse que Los milagros del jornal critica la parvedad de los salarios? Sin embargo, el comentarista de El Sol decía tras su estreno:

En lo que discrepamos del señor Arniches es en el detalle de que asigne a ambos maridos un jornal de once pesetas, les haga habitar en buhardillas y al matrimonio honrado lo vista de harapos y casi lo mate de hambre, por considerar escasa la paga que percibe. No, señor Arniches...13



Arniches expresa en su teatro lo que siente ante la sociedad española, señala lo que le parecen graves defectos de acuerdo con lo que sus creencias y sus hábitos le muestran. Esto sucede a lo largo de su producción dramática completa; los valores elementales (en el sentido más radical del término) permanecen, aunque la «potencialidad de dramaturgo», constreñida en las obras menores del género chico, dé lugar a formas nuevas más fecundas14. Veamos un ejemplo concreto. En su juventud, Arniches «atravesó la durísima, aunque breve experiencia de la pobreza» [RAMOS, 1966:29]. No tardó en salir de ella porque una de sus grandes virtudes, la otra «condición magnífica» que mencionaba en su «Autorretrato» es precisamente la de ser «un trabajador de perseverancia heroica»15. Esa virtud, que a él le acompañó siempre, la ofrece reiteradamente como proyecto de vida frente a la tentación de otras soluciones más lucidas y menos esforzadas. Este es el mensaje transmitido en Las estrellas, un excelente «sainete lírico de costumbres populares» (1904), y esta es la enseñanza moral proyectada con constancia total. No olvidemos, por ejemplo, que los más negativos personajes de obras como La señorita de Trevélez o La heroica villa son aquellos que consumen su vida en una indolencia que se llena con la murmuración o las chanzas crueles.






Del Madrid castizo

Tomemos ahora el conjunto de los «sainetes rápidos» que publica en Blanco y Negro en 1915-1916 y se editan el año siguiente con el título Del Madrid castizo16. El autor escribe a estos breves cuadros un Prólogo en el cual indica que «todo en él debe ser como el medio social que refleja: pobre, sencillo, oscuro». Constituyen, pues, un testimonio en el que, por el medio al que se destinan, se acentúa el didactismo y la dimensión social. Advertimos, sin embargo, que las ideas sociales se reducen a las actitudes vitales de su autor; la principal de ellas, la defensa del trabajo como medio de resolver los problemas. En Los culpables, localizado como el cuadro primero de Las estrellas en una barbería, se insiste igual que en éste en la precisión de la laboriosidad frente a las cosas «que le suban a uno de pronto» como la lotería, el toreo o el teatro. La ruina nacional «está en el publiquito» y la solución en que «durante diez años trabajase tóo el mundo y no hablase nadie». Nada, pues, de uniones ni de lecturas políticas, porque «en cuestiones de unión trabajadora» la única que no falla es «la del obrero con la herramienta». En una entrevista de 1931 afirmaba el autor, con palabras casi idénticas, que «si en España habláramos todos un poco menos y trabajáramos un poco más, sería éste un país grande y único»17.

La intención moral es constante, pero siempre vista desde la perspectiva individual. De ahí que aunque las ideas están muy claras, también lo está el pesimismo que engendra su continuada falta de aplicación. «Denuncia escéptica y resignada» dice Nieva que es la suya18; es en este sentido ejemplar el parlamento del Señor Sidonio en El zapatero filósofo, cargado de sentido común y de falta de un ideal superior que conforme lo que ha de ser la realidad:

Pero ¿qué hago yo con cambiar, Melanio?... Si cambiase to lo demás, bueno. Pero ¿qué adelanto con cambiar yo solo? Mira: mañana. mi mujer será tan vieja, tan chata y tan derrengá como de costumbre. La taberna estará en el mismo sitio: el vino será mejor, si cabe. [..] El pueblo seguirá creyendo que aquí lo que faltan son políticos y los políticos, que lo que falta es pueblo... Y lo peor es que los dos tendrán razón. [..] Cambio yo, ¿y qué?... Si yo cambio y no cambia to lo que me gusta y lo que me disgusta, seguiré siendo unos días malo y otros bueno, según me arrime a unas cosas u a otras. ¿Me explico, Melanio?


(T. C., IV, pp. 1.042-3)                


Regeneracionismo evidente y un pesimismo no menos palmario ofrece La risa del pueblo, en algún aspecto relacionable con La señorita de Trevélez, pero localizado dentro de un medio social bajo. Las palabras del señor Bonifacio no pueden ser más atinadas:

Hasta que los hijos del pueblo madrileño no dejen de tomar a diversión todo lo que sea el mal del otro..., hasta que la gente no se divierta con el dolor de los demás, sino con la alegría suya..., la risa del pueblo será una cosa repugnante y despreciable.


No duda, sin embargo, después en salir a divertirse «con unos desgraciaos» (T. C., IV, pp. 1.056-7).

En el sentido que venimos señalando el sainete más interesante en Del Madrid castizo es La pareja científica. No quiero dejar de indicar que en este texto (como en los demás del autor) la comicidad, lograda con sus procedimientos habituales, es fin fundamental, al igual que lo es el testimonio sentido de la injusticia desde una vertiente sentimental; primero en las reflexiones del guardia Requena:

REQUENA.-    (A MÍNGUEZ.) ¿Estás viendo cómo no hay tal creminalidad nativa, so buche?

MÍNGUEZ.-  Entonces, ¿por qué roba este golfo, por qué es reincidente, vamos a ver?

REQUENA.-  Pues porque el que no puede ganarlo, o no le han enseñao a que se lo gane, cuando tiene gazuza y ve un panecillo tira con él..., tenga las narices como las tenga;


y más tarde en las del propio escritor:

¡Los golfos!... ¿No sentís dolor, inquietud, remordimiento, ante estas míseras criaturas hambrientas, ante esta simiente de criminalidad que puede fructificar en el abandono?


(T. C., IV, pp. 1.064 y 1.066)                


La pareja científica marca, en mi opinión, el alcance y las limitaciones de la crítica social en la producción de Arniches. Quizá constituya también Del Madrid castizo una apretada síntesis de esa obra en cuanto al enfoque de los temas, la superficialidad del tratamiento y la fina y chispeante comicidad.




La heroica villa

Indicaba Monleón, en la conferencia que pronunció en Alicante con motivo del centenario de Arniches, que, respecto a la crítica social de éste, convenía separar

Las obras que transcurren en el Madrid que va del Cascorro al Lavapiés y las que sitúa en la «provincia». En las primeras encontramos una serie de personajes desarraigados de la vida española, metidos en su particularísimo mundo. En las segundas, el autor articula una verdadera crítica moral de la burguesía de su tiempo19.


Es cierto que hay una neta distinción de ambientes entre ambos grupos de piezas y no lo es menos que en las segundas se intensifican las críticas que, como en las primeras, van dirigidas a individuos concretos y proyectan otras a grupos constituidos que hacen más visibles la hipocresía, la intolerancia, la crueldad y la calumnia que se enseñorean de esas ciudades pequeñas.

La tradición de la Vetusta clariniana o de la Orbajosa de Galdós con su ambiente opresivo, su maledicencia y su torcida moral está en Villanea (La señorita de Trevélez), Villalgancio (Los caciques) y en esta heroica villa, que cuenta también con antecedentes en el mismo Arniches, así la primera obra que escribe tras su separación de García Álvarez, La pobre niña (1912), o incluso La sobrina del cura (1914) o El padre Pitillo (1937). Estos grupos, que suelen reunirse en torno al Casino y formar nefastas sociedades, no son sólo patrimonio de la sociedad burguesa y si en La señorita de Trevélez está el «Guasa-Club», en El solar de Mediacapa (1928) se nos presenta el no menos ridículo «Gratis et Amore Club». También critica Arniches a aquellos desheredados madrileños hacia los que, sin duda, tiene más simpatía, como hemos podido ver; y no son muchas las ocasiones en las que esta sociedad castiza y humilde que el autor prefiere se contrapone positivamente a la hipócrita burguesía, como sucede en La gentuza (1913) o en La flor del barrio (1919). En uno y otro caso los principios que defiende son idénticos: honradez, trabajo, bondad, amor; la enseñanza moral explícita, que se ha señalado como característica de la tragedia grotesca [McKAY, 1972:100] y que a Díez Canedo le parecía uno de sus más graves defectos20, es en realidad elemento permanente de casi todo el teatro arnichesco.

La heroica villa21, recuerdo de la que al comienzo de La Regenta «dormía la siesta»22, como «la ilustre ciudad» de Villanea, encierra en su misma denominación la irónica mentira de su realidad. El comienzo de la obra (una de las que con mayor nitidez representa la perspectiva social del teatro de Arniches) nos sitúa en un ambiente costumbrista y distintos signos escénicos remiten a la ciudad provinciana que se conmociona con la llegada de la «forastera», desencadenante de la acción, al igual que en Los caciques la de los supuestos delegados investigadores. Los vicios y las carencias de esta colectividad se manifiestan de inmediato en la doble reacción que la presencia de doña Isabel de Reinoso produce: preparación de los varones para el asedio y rechazo y murmuración en las damas locales.

Las escenas cuarta y quinta del primer acto sirven como presentación del donjuán Tono Mínguez, «figurín de una capital de tercer orden» y del no menos grotesco don Abilio, su suegro. Las mujeres, «con libros de misa y rosarios» (lo que introduce desde el comienzo el oscurantismo que representan), fabulan historias que expliquen el pasado de la «aventurera» o «trapisondista» recién venida. No les falta, sin embargo, razón en sus negativas apreciaciones acerca de los hombres.

La ambigüedad en cuanto a la verdadera historia de Isabel se potencia con las dos versiones que cuenta don Fabio, presentado en la acotación como «un señor de porte aristocrático, naturalmente elegante y de una gran distinción en su indumento y en sus modales». Es el gobernador civil y ofrece en todo momento el punto de vista de la sensatez y de la cordura, como don Marcelino en La señorita de Trevélez. No importa para ello el origen de su cargo, explicado con abierta crítica política, que poco tiene que ver con el recto comportamiento personal de don Fabio23. Lo social y lo individual se presentan cual realidades distintas y sin relación:

ISABEL.-  ¡Pero tú aquí, Fabio!... ¡Cómo iba yo a imaginarlo!... Tú aquí, de persona formal.

DON FABIO.-  Ya ves, ironías de la suerte. ¡Que uno no puede luchar contra el destino!... Cuando el destino es de doce mil pesetas. Ya conoces la monomanía de mi hermano de que a los cincuenta y ocho años hay que ser formal... ¡Ridiculeces! Claro, le hicieron ministro, perdí yo por entonces aquellas finquillas que me quedaban, ¡nada!... Y me dijo: «¡Hala, a ganarte un sueldo!». Y me mandaron aquí de gobernador


(T. C., II, p. 779)                


La actitud de don Fabio es paternalista de principio a fin y manifiesta una bondad natural y un deseo de entendimiento y de justicia que muy bien pueden recordarnos a las del propio Arniches. No impide ello, sin embargo, que ante el «elegante, fino, redicho», pero intransigente, padre Lacorza afirme de Isabel:

Esa señora es una señora perfectísima. Viste como se viste en otros mundos y en otros ambientes, donde se cree que la moral no es cuestión de telas. ¿Que enseña un poco las piernas y otro poco el escote?... Pues eso tenemos que agradecerle. [..] En el escaparate de una tienda se exhiben objetos de arte por si hay alguien que quiera adquirirlos. En casa de un señor también se exhiben objetos de arte; pero se exhiben para que se admiren, para que se admiren nada más. No confundamos. [..] Usted me habrá comprendido. Las señoras, no sé; pero es igual.


(T. C., II, pp. 776-7)                


La obra se va desarrollando como un divertido y tenso juego entre los personajes sensatos (Isabel, don Fabio, Jacinto) y las fuerzas vivas de la ciudad, e Isabel resulta vencedora mediante el ingenio y el sentido común. Entre tanto se intercalan frases e ideas que lamentan la incultura, las vicisitudes políticas o la inexistencia de caridad mientras se presume de grandes sentimientos religiosos y humanitarios; no faltan tampoco los momentos o personajes melodramáticos. En el acto final, sin embargo, el acoso a Isabel ha cobrado otra dimensión: su casa apedreada, los cristales rotos, el teléfono cortado, las leñeras incendiadas...; ella padece «un verdadero terror». ¿Cómo responder a estos ataques apoyados desde el púlpito? No es fácil encontrar una situación semejante en el teatro de nuestro autor, sobre todo porque la recomposición del orden inicial pasa por la marcha de la intrusa, vencida como Florita (de la que en algunos aspectos es figura opuesta) en La señorita de Trevélez, y, lo que se entiende menos, con la aquiescencia de don Fabio, que, al oír sonar el claxon, dice: «Se fue. Respiremos tranquilos»; para añadir después esta levísima admonición:

Pero aprovechen la lección y modifíquense de manera que si vuelve por Villanea otra doña Isabel Reinoso no sea una mujer peligrosa, sino una mujer más; tan atractiva y encantadora como yo deseo admirarlas a ustedes por los siglos de los siglos.


(T. C., II, p. 857)                


Antes han tenido lugar, como es habitual, las reflexiones del escritor acerca de los males de España y de su solución. En Los caciques era preciso para ello terminar con la «iniquidad consentida del caciquismo»; en La señorita de Trevélez, difundir la cultura; en La heroica villa, destruir la falsa moral y crear elegancia. Son aquí responsables de cuanto ha ocurrido, según la particular interpretación de don Fabio, las damas locales:

Ustedes; sí, ustedes; que al igual de muchas mujeres de muchos pueblos de España, salvando, claro está, nobles excepciones, en vez de educar su espíritu en un sentido de cultura y de tolerancia, se encastillan en viejos prejuicios, han forzado una falsa moral y creen, ¡todavía!, que no es decente ni buena la mujer que cuida con esmero exquisito de su persona y trata de embellecerse para aumentar sus encantos... ¡Y qué error más grande! [..] ¿Pues por qué no resuelven ustedes este que pudiéramos llamar problema de tolerancia y de refinamiento haciéndose elegantes y amenas? [..] Pero haciéndose elegantes poco a poco, porque la elegancia no es una cosa que se improvisa...


(T. C., II, pp. 854-5)                


Las palabras del gobernador no precisan, creo, más comentarios.

Las actitudes críticas de Carlos Arniches no responden, como hemos venido señalando, a un definido propósito de «compromiso» o de búsqueda de cambio social, sino a su personal visión del mundo. Coincide ésta en algunos aspectos con la de los regeneracionistas y la de los hombres del 98 y se mantiene de una u otra manera, según las formas teatrales cultivadas, en su producción dramática. El «sabio Arniches», como Francisco Nieva lo llamó en su Discurso de ingreso en la Academia24, supo manifestar en todo su teatro, si no una verdadera crítica social, muy probablemente tampoco pretendida, su voluntad didáctica, su inclinación hacia el pueblo y sus valores morales.





 
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