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- VIII -


Del Pastaza abajo


A fray Domingo le desagradó bastante el proyecto de Carlos de concurrir a la fiesta de las canoas, pues a más de ser una solemnidad enteramente pagana, indigna, a su juicio, de que un cristiano la presenciara, temía, con razón, los peligros de la ferocidad de los jívaros excitada por la embriaguez a que en tales ocasiones se daban. Sin embargo, conoció el vivísimo interés que el joven ponía en llevar a término su designio, y hubo de ceder, mal su grado. Bendíjole con ternura, diciéndole:

-¡Dios vaya contigo, amado hijo, como va el pensamiento de tu padre! ¡Que vuelvas a mis brazos con el corazón inmaculado y el cuerpo ileso!

Varios indios de Andoas, so pretexto de hacer algún comercio en los días de la fiesta, habían solicitado también la venia del padre Domingo para bajar al Chimano, y estaban mohínos de no haberla conseguido; pero la partida de Carlos cambió la oposición del misionero en beneplácito, porque su hijo tuviese buenos compañeros.

Los záparos, ya contentos, se pusieron de acuerdo con su hermano el extranjero, y sus familias se agitaban con los preparativos del viaje. Carlos aceptó a sus compañeros de partida los servicios que le ofrecían; mas les dijo que le permitiesen ir solo en su canoa y obrar en todo con entera voluntad.

-Hermano -replicaron ellos-, tú serás nuestro jefe.

-No, hermanos -les contestó-, porque el mando me quitaría la independencia que deseo; así, pues, servidme cuando podáis y gobernaos como gustéis.

El día de la partida, desde muy temprano, se hallaban listas las canoas de los indios, y entre ellas la de Carlos. Todas amarradas a los troncos y arbustos de la orilla se movían inquietas como belicosos corceles detenidos por las bridas en los momentos en que tiemblan, patean y saltan al oír el clarín que los llama al combate.

El sol había asomado espléndido y hacía tender las espesas sombras de los árboles sobre el río hasta tocar la margen opuesta; por manera que sólo al Occidente reverberaban las ondas de trecho en trecho con vivísimo claror, como pedazos de espejo roto adheridos a una moldura de esmeralda. Las masas de follaje de que ésta se componían, bañadas de lleno por la luz, dilataban a su vez la sombra sobre otras masas que tenían detrás, y sólo por tal cual resquicio daban paso a algunos rayos solares que, como largas y relucientes espadas de cristal, penetraban hasta lo profundo de la espesura. Sorprendidas por ellos, las mariposas se despertaban en las hojas de las flores, y alegres y en fantástica danza batían las alas cubiertas de oro, diamantes y rubíes. Las pintadas avecillas gozaban, asimismo, de las delicias de la mañana, y se sacudían, arreglaban las plumas, o tendían el cuello para alcanzar la gota de rocío que temblaba en la hoja vecina, o cantaban sus amores en aquella hora en que la naturaleza es toda puro amor, y en aquel lenguaje que lo entiende sólo la Divinidad que lo ha enseñado.

A poco empezaron a llegar y detenerse, frente a Andoas, canoas y balsas henchidas de familias záparas, que moraban a las márgenes del Copataza y del Pindo o a las faldas del Abitahua. Hasta los salvajes del Rotuno, el Curaray y el Veleno, por no atravesar lo intrincado de las selvas por largo trecho, habían preferido trasmontar la cordillera de Conambo para abandonarse a la suave corriente del Bobonaza, y unidos luego a sus aliados los habitantes de Canelos, Pacayacu y Zarayacu, descender al lago de la cita. Muchos de aquellos eran cristianos, mas habían obtenido licencia de sus misioneros para acceder a la invitación de los jívaros paloras. A tal condescendencia contribuyó mucho la terrible idea que, así los religiosos como los indios conversos, tenían de aquellos bárbaros. Por acatamiento al curaca de éstos, habían convenido todos en esperarlos en el puerto de Andoas. Era digna de verse la ancha desembocadura del Bobonaza cuando vomitaba sobre el Pastaza la multitud de barquillas rústicamente empavesadas.

Tras no corto aguardar, durante el cual el sol había ascendido casi a la mitad del cielo, y faltaba poco para que la sombra de los árboles cayese a plomo en torno de sus troncos, comenzó a escucharse a lo lejos el bronco y sordo toque del caracol de los jívaros. Un murmullo de satisfacción salió de cada barca, y esto cuando ya en todas se notaba el silencio del disgusto. Presto el murmullo se convirtió en gritos de alegría, pues asomaron las canoas de la tribu Palora, y como bandadas de patos perseguidos por el cazador, se apresuraban a arribar, entre confuso clamoreo, a las mansas aguas del lugar convenido.

Lo extraño de la rústica escuadra que se juntó en Andoas es difícil imaginar para quien sólo ha visto las de los pueblos cultos. La figura de las canoas y balsas era bastante uniforme; pero estaban cargadas de adornos que sorprendían por lo variado y pintoresco. Muchas llevaban unas como velas latinas de corteza de jauchama22, fuerte como la lona, y orladas de plumas de papagayos y gallos de la peña; no pocas tenían cubiertas abovedadas de hojas de yarina23; a sus puertas iban tejidas luengas sartas de flores, de simientes y frutas; de los bordes de las barcas pendían espesos festones de yerbas olorosas, que a veces se deshojaban al movimiento del remo, y en medio de ellos lindas aves disecadas de plumas aterciopeladas y brillantes. Rodeados de estos jardines que nadaban y se movían a merced de las aguas y de los remos, se mostraban los indios casi desnudos, ostentando hercúlea talla y fornidos músculos, de caprichosos dibujos pintada la piel, ceñida la frente del tendema de conchas y plumas, y la cintura de cordones de hilo purpúreo o de cabellos humanos, con adornos también de hermosas plumas, lujo común del tocado y vestuario de los hijos de las selvas. Las esposas e hijas cuidaban las provisiones de las tribus viajeras, y a las espaldas de las madres, en una red de pita o en un ligero paño cruzado a manera de tahalí, saltaban alegres o dormían descuidados y con las cabezas y brazos caídos para afuera, los niños de jívaros y záparos. La canoa de Yahuarmaqui se distinguía entre todas, así por el mayor tamaño, como por la profusión de adornos, trofeos y armas que rodeaban su toldadura.

Detúvose la peregrina escuadra en el puerto, mientras todos de barca a barca se saludaban, y en tanto algunos las desatracaban de la orilla.

Pero ¿cuál era la canoa de la familia Tongana? ¿En cuál iba Cumandá? ¿Qué importaba a Carlos tan magnífico aparato, si no parecía la virgen de la fiesta? Buscábala con ávidas miradas y corazón agitado; y la buscaba en vano. Temió que no hubiese venido, se puso desazonado, y aun le vino el pensamiento de que, tal vez, no concurriría a la fiesta. Pero el záparo, a quien hizo algunas preguntas disimuladas, le aseguró que era imposible que la familia del viejo de la cabeza de nieve se hubiese quedado en su casa; que sin duda estaba allí presente, pero que era difícil dar con su canoa en ese moverse, y cruzarse y chocar de más de doscientas como a la sazón se hallaban en aquel punto reunidas.

El bronco y prolongado son del caracol tocado en la barca de Yahuarmaqui, y contestado por un grito general que estremeció la selva, y tuvo algo de terrible sublimidad, fue la señal de la partida. Los remos rasgan la superficie de las olas sólo para enfilar las ligeras naves, que viran entre cándidos vellones de espuma, y enderezadas las proas hacia abajo, son llevadas de la suave corriente en compasado movimiento. Hecha esa maniobra, poco cuidado emplean los salvajes en la prosecución del fácil camino, y arrellanados o tendidos en el fondo de sus embarcaciones, reciben indolentes los rayos del sol abrasador, y beben licor de yuca y cantan coplas sin medida artística, pero rebosantes de vivas imágenes y de pensamientos enérgicos y audaces como la naturaleza de que son nacidos.

La sombra de los árboles de la orilla derecha cubre ya toda la faz del río, brevemente rizada por el viento del Sur, y comienza a trepar por los enhiestos troncos de la orilla izquierda; el sol en partes ya no hiere sino las copas de las palmeras, y se aproxima la tristeza del crepúsculo precursora de la tristeza de la noche, como lo es de la muerte la vejez. Vuelve a sonar el caracol, y vuelve también a contestarle el grito de los salvajes, que en razón de la hora parece más solemne y lúgubre que la anterior: es la salutación que el desierto envía al día agonizante. Luego se ponen todos en movimiento activos para atracar las canoas y desembarcar.

La mitad del viaje estaba terminada, se hallaban a las márgenes del Airocumo, casi frente al pueblecito Pinches, a orillas del río del mismo nombre. Sus habitantes eran cristianos, y como carecían de misionero, hacía algún tiempo, el padre Domingo les prestaba los auxilios que podía. Los indios pinches eran jívaros de origen, y por lo mismo tenían simpatías por los paloras.

Vino la noche señoreada por una hermosísima luna que derramaba abundante copia de pálida luz sobre la selva, que la impedía descender hasta sus oscuros y misteriosos senos. Derramábala también sobre el río que la reflejaba y devolvía mágica y multiplicada en su incesante e infinito vareteo.

Parte de las familias viajeras se habían quedado en sus canoas, que parecían mecerse entre dos abismos de luz, o jugar silenciosas entre las crespas olas ribeteadas de brillante espuma, cual si fuesen magníficos encajes de cristal. Parte habían saltado a tierra y hospedádose en los anchos aposentos que forman las salientes raíces de algunos árboles, y que los indios llaman bambas; otros habían improvisado barracas atando guadúas a los troncos de árboles desconocidos y cubriéndolas de ramas; muchos habían suspendido sus hamacas bajo los floridos doseles de las enredaderas, y a su blando vaivén invocaban al sueño tranquilo y ligero a un tiempo en el salvaje; cuál tenía una tolda de corteza de huamaga24, cuál, en fin, se había tendido a cielo raso y dormía junto a su pica de chonta hincada en tierra, y a su arco y aljaba cuidadosamente colocados a su cabecera. A la puerta de cada barraca ardía una hoguera en que se cocían las viandas que llevaban las diligentes mujeres; y la claridad de las llamas, mezclada con la de la luna, se tendía sobre las aguas y reverberaba en las tupidas masas de verdura de ambas orillas. Por todas partes se oía en aquel campamento del desierto conversaciones animadas, cantos, risas, lloro de niños y el traqueteo y chirriar de los troncos verdes forzados a arder en las fogatas.

El joven Orozco se había resuelto a pernoctar en su canoa, que amarró bajo un coposo lechero, algo retirada de las demás, y a la parte superior del campamento. De allí pudo contemplar el bello cuadro de la naturaleza animada desde el cielo por la luna y las estrellas, y en la tierra por las sencillas, aunque bárbaras costumbres de los hijos de las selvas. Completa satisfacción habría gozado; quizás habría sido visitado en esos lugares y a esas horas por alguna de las divinidades amigas de los poetas, y, por tanto, de él amigas; pero Cumandá, la única divinidad que entonces le llenaba el corazón e iluminaba el alma, no parecía, no había podido verla, ni aun noticia tenía de ella, y esto le entristecía y angustiaba sobremanera.

Ya la luna volteaba al Occidente su encantadora faz de perla, pero el sueño no había tocado los párpados del joven extranjero. El rumor de la gente había cesado del todo en la tierra y en el agua, y tan sólo se escuchaba el chirrido de los grillos, el monótono cro cro de las ranas, el canto no menos desapacible de la lechuza y el gemido sordo, vago y trémulo del viento nocturno entre las ramas y las hojas. En esas avanzadas horas de la noche y con tan discordes sonidos, el aspecto del cuadro había cambiado: poca poesía, en verdad, quedaba en la tierra: habíase recogido al fondo del cielo, y por él andaba en compañía de los astros y de las cándidas nubes; había también descendido a encerrarse en lo íntimo del corazón de Carlos, a juntarse y armonizar con sus desazones y dolores. Por eso, ya que su amada no parecía, e iba perdiendo la esperanza de verla, se puso, si se nos consiente decirlo, a cruzarse pensamientos con la luna y las estrellas, cuya luz rieló en lágrimas que mojaron sus mejillas.

Las hogueras estaban casi apagadas; sólo de rato en rato el soplo del viento limpiaba las cenizas de algún tronco encendido y hacía brillar la brasa; alguna vez se alzaba una corta llama, que al punto volvía a desaparecer como aplastada por mano invisible; otras veces estallaba entre las cenizas, cual si fuese grano de pólvora, algún desgraciado insecto que, fascinado, caía en ellas; o bien era una hoja marchita que se encendía un segundo como un rubí.

Repentinamente observa Carlos a su izquierda, a pesar de las densas sombras que dominan en la espesura, un bulto que se le acerca, haciendo crujir, sin embargo del tiento con que pisa, las hojas secas del camino que trae. Detiénese junto al lechero, cuyas ramas cubren la canoa del joven.

-Hermano mío -murmura dulcemente.

Salta en seguida con la presteza de una ardilla, y cae de pies en la barca.

No hay que decir quién es. Carlos no puede contenerse y estrecha a Cumandá en sus brazos y le besa la frente, sin que ella oponga resistencia ninguna, ni observe, como el otro día, que es la virgen de la fiesta. Luego la hace sentar a su lado y le dice:

-Amada mía, lleno de tristeza he estado, porque mis ojos han vagado inútilmente buscándote entre la multitud. ¿Qué ha sido de ti? ¿dónde te has ocultado, lucero mío?

-¡Oh blanco, hermano mío! -contesta ella en lenguaje apasionado y trémulo-, la amargura de los pesares ha llovido en mi corazón. Mi padre tiene ahora para mí la cara de un tigre y las palabras punzantes como la ortiga; mi madre me contempla y llora en silencio; mis hermanos no me hablan. Hanme obligado a venir oculta bajo la ramada, y sólo consintieron que me asomase un momento cuando pasábamos delante de nuestras palmeras; pero ¡qué vi! ¡ay blanco! Vi una cosa terrible, que yo hubiera tenido por obra del malvado mungía, a no ser porque después he sospechado que lo hizo alguno de mis hermanos, mis espías...

-¡Cumandá, tus palabras me sorprenden y afligen!, ¿qué han hecho de nuestras palmeras?

-Al pie de ellas hay un montón de cenizas...

-¿Las han quemado?

-Las han quemado, sí, y la mía ha sido derribada por el fuego; la tuya no ha caído, mas está negra y sin vida. De las lianas que las enlazaban y unían no ha quedado rastro ninguno.

-Cálmate y no llores, hermana; ¿qué importa que un enemigo oculto haya destruido el símbolo de nuestra unión si nosotros vivimos y nos amamos?

-¡Oh hermano extranjero! ese destrozo es la imagen de nuestra desdicha futura; es la muestra del destrozo que ya ha comenzado en mi pecho. Óyeme: las indias que amamos con más ternura y vehemencia que las mujeres de tu raza, sabemos también penetrar mejor el motivo de nuestra tristeza; en el silencio del bosque escuchamos unas voces que no sé si serán de los genios buenos o malos, pero que siempre anuncian al alma lo que sucederá después. De nuestras palmeras abrasadas me pareció que salía un acento que oyó mi espíritu y se atribuló, y por eso sé que nos aguardan infortunios y dolores. Mas tú, aunque padezcas, quedarás en pie; yo... ¡ah, extranjero querido; yo... acabas de oírme: tu palmera no ha caído, y la mía está por tierra y destrozada!

-Cumandá, tu imaginación de fuego te hace prever cosas que no sucederán; desecha esos temores, amada de mi alma, y piensa que, a pesar de los obstáculos que quiera oponernos el anciano de la cabeza de nieve, llegaremos a unirnos y seremos felices. El buen Dios, a quien tu puro corazón sabe invocar, velará por nosotros; pues nuestro amor es casto y nuestras intenciones rectas, y Él es el Dios que protege a los que andan por el camino de sus santas leyes. ¡Ánimo, hija del desierto! Además, sabe que la bendición que echará sobre nuestras cabezas el sacerdote cristiano, será también segura prenda de felicidad para entrambos.

Carlos se esforzaba en dirigir a Cumandá palabras que la consolasen y animasen; pero sentía como ella que se agrupaban en su interior las nubes de una tormenta que no acertaba a conjurar. La anhelada presencia de la joven salvaje, ¡oh misterios del pobre corazón humano! le trajo el recargo de la oculta pena que le había roído todo el día: creía que estaba a su lado el frío cadáver de su dicha soñada, y quien a su lado estaba era, sin embargo, la única mujer que le había inspirado verdadero amor y traídole esa dicha que ya imaginaba muerta.

Cumandá guardó silencio, mirando como embebecida y con indecible ternura la faz de su amante bañada por un pálido rayo de la luna. Habíale tomado la diestra con ambas manos y la ajustaba suavemente. Carlos enmudeció también, y buscaba algún pensamiento capaz de que pudiese engañar su propia pena y la de su amada; pero estaba el infeliz en aquella situación de ánimo en que los pensamientos oportunos se ocultan a toda diligencia, y en que la mente del hombre es como un pedernal que no da chispas por más que el acero le golpee. No es raro que, cuando se siente mucho se piense poco o nada; los afectos vehementes o avivan o absorben las ideas: no hay término medio.

Cumandá rompió al fin el silencio y dijo con infantil sencillez:

-¿En qué piensas, hermano?

-En buscar la manera de hacerte feliz -contestó con prontitud el joven.

-Piensas en una cosa difícil -replicó ella.

-Creo -añadió Carlos- que es deber mío buscar de todos modos tu dicha.

-Y yo creo, joven blanco, que tengo por deber sacrificarme por ti. Esto sucederá primero antes que tú puedas conseguir tu buen deseo. Cumplir ese deber, morir por ti, será mi única dicha.

-Hermana, ¿por qué tienes esas ideas tan tristes? ¿por qué te anuncias cosas tan funestas?

-Yo no lo sé; lo sabrá el buen Dios que mueve mi lengua en este momento.

Cumandá exhaló un hondo suspiro, y sin dar a Carlos tiempo para contestarle, prosiguió:

-¿No sabes que mientras más tristeza tengo, te amo más, y que se aumenta mi tristeza a medida que crece el amor? Y tú, amado blanco mío, ¿dejarás de amarme algún día?

-¡Nunca! ¡nunca jamás! -contestó Orozco en tono apasionado.

-¡Ah! bueno; te creo, hermano: tienes el corazón hermoso como el semblante, y es imposible que digas lo que no sientes. Aunque yo quede hecha tierra aquí, y mi alma se vaya al lugar donde viven el buen Dios y la Madre santa y los buenos genios que los cristianos llaman ángeles, no dejarás de amarme. En cuanto a mí, guárdate de hacerme la pregunta que yo te he dirigido, pues sabe que, como te amo con el alma, en el país de las almas seguiré amándote. ¿Acaso amar como nos amamos es cosa mala, para que el buen Dios me impida amarte aun en el cielo?

Carlos iba a contestar a la hija del desierto; pero ella, como tenía de costumbre, agregó al punto:

-Te dejo: he venido venciendo grandes dificultades, y es imprudencia estarme más tiempo contigo, cuando tal vez nos atisban.

Y poniéndose de pies y dando al joven un pequeño lío de hojas:

-Ésta ha sido hoy -continuó- mi ración de frutas, y no he podido tomarlas, porque he pensado que tú no las tendrías. Son dátiles, camaironas y madroños. Amado extranjero, adiós.

-Adiós -contestó Carlos dominado por una viva emoción, en tanto que la encantadora india saltó a la orilla con ligereza y desapareció en las sombras como una aérea visión.

El joven cayó abatido en el fondo de su canoa, y se entregó al huracán de sus pensamientos que al fin se desencadenó violento, y le arrastró a mil abismos sin salida y harto desesperantes. ¡Cuántas cosas tristísimas le ha dicho Cumandá!




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- IX -


En el lago Chimano


Mucho antes del alba estuvo el campo alzado, y las tribus moviéndose en sus ligeros vehículos sobre las majestuosas olas del Pastaza. Era toda una población blandamente transportada en las palmas de unas cuantas divinidades acuátiles, en premio de lo piadoso del objeto de la peregrinación.

A poco la luna, avergonzada de ser sorprendida por el día, según la poética expresión de los indios, se ocultó bajo los velos de cándidas nubes que para recibirla desplegaba el occidente. El sol, antes de levantarse, tendió por los etéreos espacios y por la superficie de las selvas su inmensa aureola de luz vaporosa y suave, que ensanchándose en magníficos radios la abarcaba en casi toda su extensión. Brilló el astro en el horizonte; la aureola se convirtió en ondas de luz deslumbradora que inundaron toda la creación; y el azul de los cielos, y la verdura de los bosques, y la candidez de las nubes que sobre ellos se arrastraban, y el limpio cristal de los dormidos ríos, y el perfil de las remotas montañas, parecían estremecerse de gozo al contacto de los vivificantes rayos solares.

La navegación fue rápida como en el día anterior. Las hermosas islas, esas ninfas abrazadas y acariciadas eternamente por los dioses de las ondas, iban apareciendo más frecuentes. En el seno de una de ellas asomó un amarun que, huyendo de la multitud de canoas, se escondió en la espesura arrastrándose como una enorme viga de color ceniciento. Las mujeres y los niños dieron gritos de espanto, y los indios dispararon algunos inútiles flechazos. Luego dejaron a la izquierda el río Huarumo y a la derecha el Huasaga, y a poco, cuando la tarde estaba apenas mediada, llegaron a la desembocadura de un angosto canal que encadena el Pastaza con el lago Chimano, sin que pueda saberse si éste da sus aguas al río, o el río conserva el depósito de las del lago: tan dormidas permanecen las ondas que los juntan.

Sin embargo, el canal no es navegable sino cuando las crecidas del Pastaza le hinchan y dan hondura. En los días en que lo estamos visitando con la memoria, la escasez de aguas no consentía surcar fácilmente ni la más ligera canoa, tanto que las destinadas a la fiesta hubieron de ser llevadas a remolque, no sin bastante trabajo, quedando las muy pesadas y de gran magnitud atadas a la ribera del río. Los indios pinches, más vecinos al Chimano, habían recibido anticipadamente la comisión de desembarazar una buena extensión de su orilla meridional de la alta y espesa enea25, y de otros matorrales y aun árboles en que abunda, de preparar muchos materiales para las barracas que debían construirse, y de ayudar en el remolque de las naves. Sin embargo de este auxilio, la operación de transportar tantas familias y tanta abundancia de útiles como todos llevaban para la vida y para la fiesta, se prolongó hasta muy avanzada la noche.

Con la aurora siguiente se despertó el afán de todas esas tribus, que no obstante formar por entonces un solo pueblo, no se mezclaban ni confundían. No cabe inquietud mayor, pues si se dice que semeja a ese ir, venir y agitarse de un hormiguero que quiere aprovechar los últimos días del buen tiempo para hacer sus provisiones de invierno, es poco decir al compararla con la de aquella multitud de salvajes ocupados en disponerse para los festejos y ceremonias que deben comenzar a mediodía en punto. Los primeros rayos del Sol hallaron levantada, como por obra de magos, una pintoresca al par que extraña población, en el punto en que la víspera, a esas horas, no había sino malezas donde las aves acuátiles ocultaban sus nidos, y donde se arrastraban monstruosos reptiles que ahuyentaban la presencia del hombre. Las aves huyeron también de los inesperados huéspedes, y los peces descendieron asustados a lo más recóndito de sus cavernas; pero ni a las primeras la fuga ni a los otros su escondite los libraron de los cazadores y pescadores: las flechas y el barbasco los destrozaron; de ellas atravesadas rodaban las aves desde las más encumbradas copas de los árboles, y narcotizados los peces con el zumo de la venenosa yerba, surgían a la superficie del lago, vueltos al sol los plateados vientres, y lasas y caídas las aletas. Las tardas tortugas sufrieron mayor estrago de manos de los salvajes, y les dieron mayor provecho, pues su carne es por ellos apetecida.

Ábrese el Chimano en elíptica figura, y, tendido de Este a Oeste, cuando el viento agita sus ondas, las desarrolla sobre hermosas playas, o bien, por algunos costados, van a chocar con trozos de rocas o árboles seculares, y se rompen sonantes y espumosas. En algunas partes se puede saltar fácilmente a una canoa, o de ésta a tierra, pues la naturaleza ha puesto cómodos muelles en las salientes raíces o en los árboles que el peso de los siglos o la furia del huracán han obligado a inclinarse sobre las aguas.

Las cabañas, ramadas y toldaduras piramidales, cubiertas las primeras de variedad de hojas y ramas y de la enea cortada en la misma orilla, y las otras de diversas telas debidas a la industria del hombre, o bien tejidas por la naturaleza, formaban una línea curva, cuyos extremos se avecinaban al lago. La parte central tocaba a los límites de la playa, al principio de la selva, dejando despejado un gran espacio a la manera de una ancha plaza destinada para las ceremonias, danzas y juegos de la fiesta.

Grande número de canoas atracadas a la ribera y adornadas de ramos olorosos, flores y plumas que competían en la riqueza y variedad de los matices, estaban listas a obedecer al remo y romper los cristales del Chimano que las retrataba. Una balsa de mayores dimensiones que las comunes y atada a un robusto poste, se movía en grave compás en medio de las otras barquillas. Al centro de ella se elevaba un asiento forrado de piel de tigre y con espaldar de entrelazados arcos y picas. Los bordes de la rústica barca eran verdes festones, airosos penachos y chapas de infinidad de lindas conchas de tortuga y gayas pellejas de culebra; de ellos se desprendían enhiestas veinte lanzas de chonta con cabos barnizados de rojo, y de cada lanza pendiente una cabeza de enemigo disecada, que parecía ceñuda al presenciar el festín del terrible guerrero que a tal ignominia la trajo. De una asta a otra y engarzados en hilo de chambira columpiaban blancas azucenas, frutas en sazón, pintadas aves y relucientes pececillos. Tal era el trono flotante del rey de la fiesta; algo de miedosa grandeza había en él, y era digno sin duda del anciano curaca que iba a ocuparlo.

Todo el mundo sabía que éste era Yahuarmaqui; y no obstante, había que sujetarse a una antigua y respetada costumbre, cual era la de la elección del jefe de los jefes de todas las tribus. El sol no solamente se había encumbrado a lo más alto del cielo, sino que comenzaba a inclinarse a la parte donde cada mes se hace visible, al fin de la tarde, su hermana la luna, cual breve ceja luminosa, y la sombra de todos los objetos iba tendiéndose al Oriente. El son del tamboril y el pito anunció el momento de la elección. Pusiéronse de pies y formando círculo todos los curacas y los guerreros más notables, vestidos de gala: llevaban el pecho, los brazos y piernas desnudos, y desde el rostro todos pintarrajados de caprichosas figuras hechas con la roja tintura del achiote y el jugo de zula color de cielo; la cabeza empenachada o ceñida del lujoso tendema; el cinto y el delantal recamados de lustrosas simientes de copal y de huesecillos de tayo26, semejantes a cañutillos de porcelana; gargantillas de dientes de micos; brazaletes de finísimos mimbres; a la espalda el carcaj henchido de cien muertes, en la siniestra la rodela forrada de piel de danta, larga pica en la diestra, en la frente la expresión del valor temerario y del orgullo salvaje en que rebosa su férreo corazón.

Una segunda señal del tamboril, y comienza la votación: uno a uno van los concurrentes hacia Yahuarmaqui que se halla entre ellos; le dirigen alguna palabra o frase que motiva el voto, como: «Eres valiente»; «Eres como el rayo»; «Has vencido a muchos enemigos». Clava cada uno en tierra la pica y vuelve a su puesto. Al fin una selva de esas armas, de las que penden cordones y cabelleras humanas, rodea al anciano de las manos sangrientas. El guerrero más benemérito cuenta los votos y proclama al elegido, quien entre mil gritos de entusiasmo y al son de rústicos instrumentos, que repercuten las selvas en eco prolongado, salta a la balsa y ocupa su asiento.

Acude y apíñase a la orilla del lago la multitud radiante de gozo y sedienta de curiosidad. No hay quien no ostente lo mejor de sus galas; todo brillo; los más vivos y gayos colores se hallan caprichosamente mezclados; aquello es un jardín en que todas las flores han abierto a un tiempo sus corolas a recibir el vivificante calor del sol en medio día. Algunos jóvenes guerreros tienen en alto sus lanzas con penachos volantes y borlas purpúreas. Las doncellas forman grupos entre las de su edad, y parecen lindos cisnes que han salido de las aguas a secarse sobre el mullido césped. Las madres alzan en brazos a sus hermosos niños y les enseñan al jefe de la fiesta, tendiendo ellas mismas el cuello cargado de gargantillas para alcanzar a verle mejor; los chicos sueltan el redondo pecho que queda goteando dulce néctar, y dirigen con asombro las miradas al punto señalado; o bien muchos se encogen asustados y hunden las cabecitas entre el cuello y hombro de las madres, como el pichón que quiere ocultarse entre las plumas de la paloma.

Unos cuantos indios, para contemplar de mejor punto las ceremonias, se han embarcado y están en larga hilera delante del trono del anciano jefe. Hállase, entre ellos, Carlos buscando con inquietos ojos lo que le interesa más que el rey de la fiesta y que la fiesta misma.

Las canoas en que los mancebos y las vírgenes deben desempeñar su importante papel, están ocupadas por sus dueños. Los primeros se hallan solos y se bastan para el manejo del remo; las vírgenes, menos una sola, llevan consigo un remero, y en su porte y semblante muestran vergüenza y cobardía. La excepción es Cumandá: como sabe dominar las olas, así hendiéndolas con el remo como rompiéndolas a nado, irá sola: irá; pero aún está vacía su canoa. Todos lo notan y nadie sabe a qué atribuirlo. ¿Por qué esa tardanza en concurrir a su puesto? El carácter exigente de los salvajes comienza a manifestarse en una sorda murmuración.

Pero al fin asoma la joven y salta con gallardía a su nave, que tiembla como una hoja. Todas las miradas se vuelven a la hija de Tongana. ¡Qué belleza y qué gracias las suyas! Es no solamente la virgen de las flores, sino la reina de todas las vírgenes de la fiesta, cuyo encogimiento crece en su presencia. Lleva el ondeado cabello suelto al desgaire y ceñida la cabeza de una ancha faja recamada de alas de moscardones, que brillan como esmeraldas, amatistas y rubíes; igual adorno le cruza el blanquísimo pecho, y sujeta a la flexible y breve cintura una ligera túnica blanca; penden del cuello y rodean brazos y piernas, graciosas cadenillas y sartas de jaboncillos partidos, negros y lustrosos como el azabache, y de otras simientes de colores que, entre los libres hijos del desierto, se aprecian más que las preciosas joyas de oro y diamantes entre los esclavos de la moda civilizada. Pálida está la virgen; en sus ojos y mejillas hay muestras de haber llorado; en toda su expresión hay claras señales de oculta pena. Sin embargo, se esfuerza por cobrar ánimo, y se reviste de cierta dignidad que aumenta quilates a sus gracias. De pies en la barquilla y ligeramente apoyada en el remo, ve a la deshilada con desdén el trono del viejo curaca, a cuyas plantas debe arrojar luego las frescas y lindas flores que la cercan.

En tanto, en la ribera el padre de la encantadora joven hablaba a media voz con uno de sus hermanos:

-El aborrecido blanco está allí en su canoa-le decía-; ya no cabe duda que es él quien ha engañado el corazón de tu hermana, y que ella le ama.

-¿Qué duda cabe? -contestaba el mancebo-: ya te he dicho cómo sorprendí a entrambos hablando cual si fuesen antiguos amigos allá junto a las palmas del Palora, en la corteza de las cuales hallé grabadas, probablemente por el blanco extranjero, unas líneas mágicas que Cumandá besó al retirarse. Amontoné ramas secas al pie de las palmas y las quemé.

-Tu hermana es una indigna y tú obraste muy bien. ¿Qué otra cosa has observado?

-¿Pues no lo viste tú también? Cuando al venirnos vio Cumandá el montón de cenizas, palideció, suspiró y lloró.

-¡Hija loca y mala! ¡luego llorará mucho más!...

-Después, cuando dormíamos a la orilla del Airocumo, a la hora en que la madre luna comenzaba a descender y todos parecían difuntos de puro inmóviles por el cansancio y el sueño, Cumandá salió de nuestra ramada y se dirigió a tientas a la canoa donde yacía el blanco, y habló con él. La seguí, y tuve el arco tendido largo tiempo aguardando, para dispararlo, ver en qué paraba esa conversación; pero sólo parecía que lloraban ambos y me contuve.

-Hiciste mal.

-¿Qué? ¿y no habría sido malo, además, manchar estos días sagrados con sangre de gente?

-No, porque matar a un enemigo odiado nunca es mal visto ni por los genios buenos -observó el anciano con sequedad.

-En tal caso ¿no llevarías a mal que en cualquiera de estos días enviase yo al blanco extranjero al país de las almas?

-Hijo, sabe que he jurado odio eterno a la raza blanca, y nada me importan los días sagrados con tal que pueda hacerla algún daño. Ese extranjero debe morir a nuestras manos, y morirá. Si para conseguirlo es preciso que perezca Cumandá; perezca también. Mi hija tiene la desgracia de parecerse a las mujeres de aquella maldita raza.

-¡Padre! -dijo sorprendido el joven indio-, en cuanto al extranjero, te ofrezco que... ¡Ah, padre!... pero en cuanto a mi hermana...

-Tu hermana, sí, no podría morir a tus manos; pero... En fin, ¿matarás al blanco?

-¡Mungía me trague, si no lo mato!

-Bien, hijo, bien; persuádete que harás una buena acción. Pero en vez de temer que los genios de las selvas se enojen de ver manchados con sangre los días de la fiesta de las canoas, es preciso evitar la cólera del jefe de los jefes; pues además de ser dueño de la fiesta, los andoas son sus aliados, y el extranjero vive querido entre ellos, por donde vendría sin duda el enojo de Yahuarmaqui contra el matador de aquél.

-Emplearé toda prudencia.

-Sí, hijo: que no se vea la mano que le hiera o que el hecho parezca tan casual, que nadie se atreva a acusarte. ¿Sabes ya el nombre del extranjero?

-Se llama Carlos; pero ignoro su apellido.

-Carlos -murmuró el viejo inclinando la cabeza en actitud pensativa.

El son de los agrestes instrumentos interrumpió la conversación. Comenzaron a moverse las canoas y empezó la fiesta, y por todas partes sonaban voces de alegría. El hijo de Tongana saltó a su barquilla y se internó y mezcló entre los demás salvajes que formaban el semicírculo delante de la balsa de Yahuarmaqui. En seguida un hermoso y robusto mancebo se apartó del grupo de las canoas, y en la suya, cargada de ricas armas, y en airoso caracoleo, en que se ostentó muy diestro remero, se acercó al jefe de los jefes y le dijo:

-Padre y maestro de la guerra, ¡oh Yahuarmaqui! dueño de la lanza que atraviesa al tigre y de la flecha certera; dueño de veinte cabezas y veinte cabelleras arrancadas a los enemigos; ilustre curaca de la temida tribu de los paloras, óyeme: vengo a nombre de los guerreros de las selvas y los ríos a presentarte en este día solemne el tributo de las armas, para que a tu vez lo entregues al gran genio bueno que en otro tiempo salvó a nuestros abuelos de las grandes lluvias y avenidas. Entre ellos hubo un guerrero. ¡Allá van las armas de la guerra!

Y tomándolas en haces las arrojó a los pies del anciano y se retiró.

Luego se presentó el mancebo que representaba a los cazadores; dirigió poco más o menos las mismas alabanzas a Yahuarmaqui, expresó el motivo de la ofrenda y concluyó añadiendo:

-De aquellas grandes aguas se salvó un cazador. ¡Allá van las armas de la caza!

Otros jóvenes desempeñaron igual papel a nombre de los pescadores, de los artesanos, de los que buscan granos de oro entre la arena y el légamo de los ríos, de los que extraen la cera de la palma y el laurel, de los ancianos que desean morir en los combates y evitar la ignominia de acabar la vida en un lecho, y, en fin, de la juventud (plantel en todas partes de esperanzas y aun de ilusiones), de la juventud que anhela imitar el valor y las hazañas de los viejos.

Tócales el turno de las ceremonias a las vírgenes. Una de ellas, bella y engalanada, pero encogida y temblando como una tórtola a la vista del milano, es conducida por el remero a la presencia del anciano jefe. Lleva el tributo de objetos mujeriles: gargantillas de varias simientes y de colmillos de animales, huimbiacas27 y pendientes de huesecillos de pejes, y fajas con recamos de tornasoladas alas y cabezas de moscardones.

-Gran curaca- dice haciendo un esfuerzo para sobreponerse al susto y la vergüenza-: gran curaca, a cuya mirada tiemblan los enemigos más valientes como tímidos polluelos, obedecen los súbditos sin replicar, y caen las cabezas enemigas como las frutas de los árboles sacudidos por el viento; ¡oh Yahuarmaqui! amor de tus numerosas mujeres y respeto de las doncellas de todas las tribus, recibe estas ofrendas, estas labores de nuestras manos, en nombre del genio bueno de las selvas y las aguas, a quien las consagramos.

Preséntase a continuación la virgen de las frutas, no menos tímida y pudorosa:

-Curaca poderoso -dice-, gran jefe protegido de los genios benéficos; estos plátanos; estas granadillas que se han pintado del color del oro en la cima de los más altos árboles; estas uvas camaironas que son la delicia de todos los paladares; estos madroños y huabas y badeas: todas estas frutas en sazón te envían por mi mano los árboles, matas y enredaderas que se crían en las riberas de los ríos y en el silencio del desierto. Preséntalas al dios de las aguas y de los bosques, para que sea propicio a todas nuestras familias y tribus.

Viene después la virgen de los granos; síguenla las de las raíces y legumbres, y presentan sus ofrendas, precedidas de breves y expresivos discursos. Así a los mancebos como a las vírgenes contesta el viejo Yahuarmaqui, semejante en verdad a un genio silvestre que recibe culto de un pueblo de guerreros, cazadores y labriegos, alzando pausadamente ambas manos a la altura de la cabeza y juntándolas luego sobre el corazón en señal de aceptación y de agradecimiento, mas sin desplegar los labios, ni sonreírse, ni dirigir, ni aun a las tiernas doncellas, siquiera una mirada suave y halagadora; siempre grave y sombrío como cielo borrascoso, no desmiente en lo más mínimo ni su carácter ni su historia. Rebosando de gozo está; pero su gozo, oculto bajo la corteza de bronce de las pasiones materiales y bárbaras, no puede manifestarse. ¿Puede acaso brillar el diamante envuelto en una capa de arcilla? ¿puede un rayo de sol atravesar el muro de piedra de un calabozo?

La muchedumbre busca con ansia, entre las canoas, la de la virgen de las flores, que otra vez tarda en presentarse; no gusta a los salvajes que las huellas de espuma que deja una barca al retirarse del escenario, se desvanezcan antes que asome en él la que debe sucederla. Entre esa gente el cumplimiento de un deseo sigue al punto al deseo; para ella querer es obrar, pedir es tener derecho incontestable de recibir. El disgusto comienza a pintarse en todos los semblantes, y el de Yahuarmaqui se pone más en claro que el de costumbre.

Pero al cabo, como un quinde que ha estado entre el follaje y sale de súbito y se lanza al espacio, y con indecible rapidez hace idas y venidas, giros, espiras, zetas y cien figuras donairosas, batiendo como una exhalación las tornasoladas alas, y abriendo y cerrando las flexibles cintas de la bifurcada cola; así se presenta Cumandá, sola en su ligera barquilla de forma de lanzadera y cubierta de bellísimas flores. Cosa más linda, más fantástica, más encantadora, no han visto jamás las selvas del Oriente, ni las vieron las antiguas mitológicas ciudades de Europa y Asia, ni las modernas cultas sociedades. Esa joven es más que la virgen de las flores, más que la reina de la fiesta, más que un genio del lago; es un pedazo de sol caído en las ondas y convertido en ser mágico y divino que atrae todas las miradas, enciende todos los corazones y despierta todos los espíritus a una como adoración de que ninguno puede prescindir. La multitud da un grito de sorpresa y entusiasmo, y enmudece enseguida para disfrutar más de la maravilla que se mueve en las ondas. Yahuarmaqui queda como una estatua, y hasta en su frente de granito se dibuja al cabo el sacudimiento que sufre en su interior a la presencia y movimientos magnéticos de la virgen de las flores. Ésta se acerca al anciano; se detiene, guarda silencio algunos minutos a causa de la fatiga que le ha ocasionado el manejo del remo, en el cual se apoya con la siniestra mano en ademán altivo y desdeñoso, mientras con la derecha acaricia y sujeta la sedeña cabellera con que juegan las brisas del Chimano, o bien se ajusta el levantado pecho, como para contener y calmar el corazón que le salta inquieto.

-Gran jefe de los paloras -dice al fin en voz melodiosa pero firme-; anciano venerable a quien el Dios bueno ha colocado en ese brillante asiento para que le represente en la fiesta de este día, escucha a la hija del desierto que se atreve a desplegar sus labios ante ti; las flores de los altos árboles; las de las plantas que viven adheridas a sus troncos; las de las enredaderas que forman columpios o suben a coronar las más erguidas palmas, o que las enlazan y unen con anillos y nudos amorosos, símbolo del destino de los amantes corazones; las flores que apenas alzan las cabezas del polvo de la tierra; las flores que se nutren de aire y las que navegan en las dormidas aguas; todas las flores de las selvas, ríos, lagunas y montañas, me han elegido para que te las presente. Míralas, ¡oh curaca!, lindas son como la niñez, frescas como el aliento de los buenos genios. Recíbelas, Yahuarmaqui, recíbelas grato; allá van todas a tus plantas.

Y Cumandá echa en la balsa del viejo guerrero una lluvia de amancayes y norbos, aromos y rosas, tajos, palomillas y otra infinidad de flores exquisitas y sin nombre que atesoran las selvas trasandinas.

Suenan por todos lados voces de aplauso; los tamboriles y pífanos expresan el entusiasmo público, y las canoas de los curiosos, como si fuesen impelidas por súbito viento, se aproximan a la canoa de la hechicera virgen. Todos quieren verla y oírla de cerca; todos ansían percibir la fragancia que despide, gozar de la luz que brilla en esos divinos ojos, en esa frente, en toda ella... Apresúranse muchos a coger las hojas y los botones de las flores que, escapados de las manos de Cumandá, flotan en las ondas, y se disputan con tenaz porfía tan codiciadas reliquias, que las llevan a los labios o las ocultan en el pecho.

Carlos es uno de los más entusiastas, y más de diez veces se pone en peligro de zozobrar, porque en el frenesí de apoderarse de algunos pétalos que huyen revueltos entre la espuma que levanta su propia barquilla, olvida el remo, saca brazos y pecho fuera, y pierde el equilibrio. Al cabo llega a chocar con la suya la canoa de un indio, quien al manejarla obra en apariencia casualmente, de modo que al bornear el remo para enderezarla y traerla a movimiento seguro, da con la pala tan fiero golpe en la cabeza al joven Orozco, que le echa al agua y hunde cual si fuera un pedernal. Muchos no advierten el suceso; pero el viejo Tongana suelta una carcajada diabólica. Otros aguardan que surja el extranjero, y los de Andoas se arrojan a nado desde la orilla para salvarlo. Sus diligencias habrían sido quizá inútiles; pero Cumandá, que todo lo ha visto, parte como una flecha en su canoa al punto en que la agitación de las aguas indica el hundimiento de su amante y, sin vacilar, se arroja de cabeza en ellas y desaparece. Un grito de asombro y espanto se escapa de todos los corazones; todos los rostros palidecen y las mujeres retroceden o caen en tierra horrorizadas. Nadie sabe que la joven tiene por su elemento las ondas, y la dan por muerta, o miran, cuando menos, como inminente su riesgo de perecer. Menos conocen sus amores, y por tanto el pasmo es mayor al ver que su acción temeraria es por el extranjero. Un minuto después torna a agitarse el agua y burbujea; las crespas y circulares olas se suceden con rapidez como naciendo de un centro común y van a morir chocando lánguidas contra las canoas y la arena de la orilla. Ábrense, y surgen a la superficie Cumandá y Carlos por ella sostenido. El joven respira; su primera mirada es para quien le ha salvado, y al ver que es la virgen de las flores, se reanima y cobra fuerzas para nadar hacia la orilla. Entrambos salen a ella cual dos patos que, burlando el tiro del cazador, se zambulleron en un punto y asomaron en otro inesperado, triunfantes y contentos.

Otro golpe de sorpresa. Pero si unos aplauden, no falta quienes murmuren, y muchos guardan silencio que indica indecisión o disgusto. Tongana, inmutado de ira, exclama:

-¡Por los genios del lago!, la virgen de las flores se ha mancillado con el contacto de un hombre, y merece castigo. Gran tribu del Palora; valerosas tribus del Capataza, el Conambi y el Lliquino; todas las nobles tribus hermanas y aliadas que celebráis la fiesta de las canoas en este bendito lago, no reparéis en que la delincuente sea mi hija; os la entrego. Tomadla; sacrificadla junto con ese blanco que se ha atrevido a mezclarse con nosotros en este día consagrado a nuestras divinidades. Desagraviad al buen Dios y a los genios benéficos; no dejéis que triunfe el malvado mungía a causa de una imprudente y loca doncella y de un blanco advenedizo. ¡Hijos del desierto, cumplid vuestro deber!

Diversa impresión causa en los ánimos el arranque de enojo del anciano de la cabeza de nieve: unos lo juzgan obra del celo piadoso y, justificándole, fulminan terribles miradas sobre los dos jóvenes; otros vacilan entre lo que piensan ser un deber sagrado, esto es, que deben solicitar el castigo de los culpables, y la simpatía que por ellos sienten; no pocos los tienen por inocentes y culpan al hijo de Tongana que echó al agua al extranjero. Las mujeres, a quienes ni el salvajismo ha vuelto insensibles, tiemblan por el castigo que espera a la virgen y al hermoso blanco y derraman silenciosas lágrimas. Cumandá, entretanto, con la vista baja, los brazos cruzados y de pie en medio de sus compañeras en las ceremonias que aterradas y llorosas la miran presintiendo su próxima desgracia, guarda silencio, muestra indiferencia por cuanto pasa en su torno, y sólo ve con ojos rebosantes de ternura a su amado blanco. Este, rodeado de sus amigos, los záparos de Andoas, teme por Cumandá y se olvida de sí mismo:

-Venerable anciano -dice dirigiéndose al irritado Tongana-, escucha al extranjero cuyo castigo solicitas junto con el de tu hija inocente. Es cosa extraña que reputes delito una buena acción, cual la que ha practicado Cumandá salvándome de la muerte; y ¿no temes que el buen Dios y los genios benéficos, a quienes has invocado, lleven a mal que se la recompense quitándole la vida? Pero si tus hermanos los de las bravas y nobles tribus aquí presentes quieren una víctima para calmar su venganza, heme aquí; sí, yo sólo debo perecer, porque soy la causa única de la acción de la virgen de las flores: si no me hubiese hundido en el lago, claro es que ella no habría tenido por qué ponerse en contacto conmigo.

Cumandá iba también a hablar, y ya puede colegirse lo que habría dicho: que ella sola era la culpable, y que sola debía ser sacrificada; que el joven blanco era inocente; pero sus primeras palabras: «Óyeme, anciano padre mío; oídme tribus», fueron ahogadas por multitud de voces, palmadas, golpes de rodelas y picas y hasta de los tamboriles que sonaban sacudidos con ímpetu, y la virgen hubo de continuar silenciosa.

-¡Muera el blanco! -gritaban por una parte.

-¡Viva el blanco! -respondían por otra.

-¡La sangre de ambos a los genios del lago!

-¡No, no! ¡de ninguno de ellos!

-¡Sí, sí! ¡justicia, castigo!

-¡Silencio! ¡Que el jefe de los jefes lo decida!

-¡Bien!

-¡Que venga el gran curaca!

-¡Que venga y lo resuelva!

Yahuarmaqui, en efecto, había saltado de su balsa; se acerca al lugar de la disputa, levanta su pica en señal de autoridad, y reina súbito silencio. Todas las miradas convergen hacia él; todos aguardan con los pechos agitados la decisión de sus labios que será inapelable. ¿Si será de vida? ¿si será de muerte? El llanto de las mujeres se ha suspendido en sus párpados, como las primeras gotas de la lluvia entre las menudas hojas del espárrago; la queja de sus corazones o el suspiro del dulce desahogo están prontos a escaparse por los entreabiertos labios. Cumandá y Carlos se cruzan una mirada de dolor y de indecible angustia.

Habla al fin el anciano jefe:

-Valientes hijos del desierto, hermanos míos, y tú noble Tongana, vuestro celo por el deber os lleva a juzgar con sumo escrúpulo de un suceso en el cual conviene antes meditar. Yo, por cuya boca hablan en este día sagrado los genios del lago y de las selvas, os digo que conviene continuar la fiesta antes de decidir cosa alguna acerca de la suerte de estos jóvenes, que durante ella no se riegue ni una gota de sangre, ni se viertan lágrimas, ni se oigan quejas ni gemidos. Que los jóvenes, todos sin excepción, dancen, canten y rían, y que los viejos, en lo posible, imiten a los jóvenes. ¿Acaso nadie ha venido a la fiesta de los genios para entristecerse y llorar?

Un grito de aplauso hizo resonar los senos de las aguas y los bosques; los mismos que pocos minutos antes pedían el castigo de Carlos y Cumandá, batieron palmas: ¡tal es siempre el influjo de las palabras del poderoso! El mundo no deja de ser mundo ni entre los salvajes. Sólo Tongana obedece mal su grado, inclina la cabeza y se retira mohíno, como el furioso perro a quien se impide morder.

Jívaros y záparos, en tanto, ya no piensan sino en prepararse para las ceremonias de la noche que se aproxima.




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La noche de la fiesta


La reina de las estrellas, a quien si ya no adoran los indios cristianizados, la ven todavía los salvajes con filial cariño, anunció su aparición tendiendo sobre los lejanos montes y las copas de los más gigantes árboles un velo de suavísima luz, y haciendo brillar en el horizonte su aureola de plata entre nubecillas esparcidas en torno como retales de un vellón despedazado. Todos la esperaban como si debiese presidir la fiesta nocturna, partiendo la honra de ella con el anciano jefe de los paloras. ¡Qué contraste el de la luna que brillará luego en la inmensidad del firmamento rodeada de millones de luceros, y un pobre salvaje envanecido entre los bárbaros en un rincón del desierto! ¡Y así van todas las cosas de la tierra comparadas con las del cielo, excepto la inteligencia humana que, como puede elevarse hasta Dios, es también cosa grande, magnífica, divina!

Un numeroso coro de doncellas debe saludar al astro de belleza melancólica, tan agradable a las almas sensibles y apasionadas, con un cántico sagrado; grata reminiscencia, quizás, del tiempo de los shiris y los incas. Crece la luz en el horizonte; reverbera una línea de esplendor inefable entre el cielo y la masa de sombras de las selvas; asoma un breve fragmento del globo luminoso y suena un concierto de voces suaves, dulces y divinamente triste. Parecen las melodías combinadas de las canoras aves, del murmurador arroyo, del aura gemidora, para expresar los más tiernos e inocentes afectos de esos corazones virginales conmovidos por los recuerdos de una dicha perdida, resignados por la fuerza a su destino presente y temerosos del porvenir. El solo que alterna con el coro es de Cumandá; las argentinas vibraciones de su voz revelan la tempestad que en esos momentos descarga en lo íntimo de su pecho y lo despedaza. ¡Desdichada virgen! ¡quizás el canto de salutación a la luna sea su propio canto fúnebre! ¡Quién sabe lo que después de la fiesta decida el adusto viejo de las manos sangrientas! ¡quién sabe lo que será de ella y de su amante el joven extranjero! Pues, ¿acaso Yahuarmaqui ha dicho que quedaban definitivamente absueltos?...



CORO

Ven, querida madre luna,
Ven, que tenemos dispuesta
La gran lumbre de la fiesta
Orillas de la laguna.

CUMANDÁ

¡Oh luna! el temido arquero,
Y el de la terrible lanza,
Y el bravo cuya venganza
Sabe como el rayo herir;
Viéndote tan hechicera,
De ti prendados suspiran,
Y al placer de verte aspiran
A su fiesta concurrir.

CORO

Ven, querida madre luna,
Ven, que tenemos dispuesta
La gran lumbre de la fiesta
Orillas de la laguna.

CUMANDÁ

¡Oh luna! la madre anciana,
Que hijos a la guerra ha dado,
Y la esposa que ha encantado
Del guerrero el corazón;
Como eres tan linda y buena
Y las amas, ellas te aman;
Y única reina te aclaman
De esta sagrada función.

CORO

Ven, querida madre luna,
Ven, que tenemos dispuesta
La gran lumbre de la fiesta
Orillas de la laguna.

CUMANDÁ

¡Oh luna! la tierra virgen
La del solitario lecho,
Mas que ya siente su pecho
Arder en brasas de amor,
Al ver tu dulce tristeza,
Como a su numen te adora,
Y en aqueste canto implora
Tu poderoso favor.

CORO

Ven, querida madre luna,
Ven, que tenemos dispuesta
La gran lumbre de la fiesta
Orillas de la laguna.

CUMANDÁ

¡Oh luna! el niño que ignora
De la vida los enojos,
Alza a ti los bellos ojos
Entre el reír y el saltar.
Tú le miras amorosa,
Con tu blanda luz le halagas
Y así la inocencia pagas
Con que te sabe adorar.

CORO

Ven, querida madre luna,
Ven, que tenemos dispuesta
La gran lumbre de la fiesta
Orillas de la laguna.

No se habían apagado todavía las voces del coro, cuando el astro, desprendido completamente de la línea del horizonte, lucía la plenitud de sus apacibles rayos en los espacios infinitos, sirviéndole de caprichoso pedestal las nubes que pocos minutos antes fueron su argentada corona.

Entonces el lago presentó de súbito el espectáculo más pasmoso: habíase puesto en las canoas numerosos mechones de estopa de palma impregnada de aceite de andirova o de resina de copal, los cuales daban grandes y vivas llamas; y todas a un tiempo manejadas por diestros remeros, después de haber dado en ordenada procesión una pausada vuelta al lago, cantando un himno guerrero, comenzaron a cruzarse, primero en regular movimiento y luego con la rapidez del relámpago y en distintas direcciones, formando las más fantásticas figuras que se puede imaginar. Con la velocidad de la carrera se inflamaban más y más las teas y semejando ondeadas sierpes de fuego, silbaban y chisporroteaban y sus reflejos multiplicados en las infinitas ondas de las agitadas aguas y confundidos con los millones de fragmentos de luna que en ellas parecían moverse, sacudirse, saltar, chocar, hundirse, reaparecer, formaban un abismo de llamas y centellas cubierto por el abismo del estrellado cielo. ¡Peregrino, magnífico, sublime, cuadro no contemplado jamás en las fiestas de los pueblos civilizados! Era una escaramuza de estrellas en el lago; era una aurora boreal en la superficie de las aguas.

Fatigados y cubiertos de sudor los remeros, arrimaron al fin las canoas a la orilla. Ya en tierra las mujeres se apresuraron a salirles al encuentro; les enjugaron cariñosas las frentes; les dirigieron frases lisonjeras, y les dieron a beber, en cortezas de coco talladas, chicha de yuca condimentada con jugo de piña y olorosa naranjilla28.

Habíase levantado, entretanto, en la mitad del campamento una inmensa pirámide de troncos, ramas secas y enea. Yahuarmaqui tomó una tea y la encendió: siguiéronle los curacas de las demás tribus según su preeminencia y, encendida por varias partes, la mole combustible fue muy pronto una sola masa de fuego, un solo conjunto de llamas que iluminó todo el lago y la selva a gran distancia. Gemían los troncos al abrasarse, y las ígneas ondas batidas por el viento se tendían mugiendo furiosas, o agudas lenguas de ellas arrancadas iban en rápido vuelo a morir cual exhalaciones lejos del incendio; un diluvio de partículas brillantes se movía en la obscuridad, o entre la enorme columna de humo que remataba en una ancha copa compuesta de innumerables vellones que, ensanchándose lentamente en el espacio quebraban los rayos de la luna y le ocultaban por completo la divina faz.

En esa pira se iban echando gradualmente las ofrendas que, durante las ceremonias del día, se habían depositado a los pies del anciano jefe de los jefes. Las esposas, las doncellas y los mancebos añadían de cuando en cuando resina de chaquino, cortezas de estoraque y otras sustancias olorosas que, consumidas en pocos segundos por las brasas, enriquecían el ambiente de exquisito perfume.

Mientras se hacían estos inocentes sacrificios, invocando al Dios bueno y a los genios benéficos, sus siervos, todos los guerreros engarzados por las manos y al son de los tamboriles y pífanos, danzaban dando vueltas en torno de la hoguera, y entonando coplas nacionales en alabanza de las tribus del desierto.



Libres hijos de las selvas.
¿Quién os supera en valor?
Nunca el miedo vuestra frente
Con vil huella mancilló.

La palmera hiergue airosa
Sobre el bosque su pendón,
Y el penacho del salvaje
Más airoso luce al sol.

Tras su presa raudo cruza
Por los cielos el candor;
Mas le vence en ligereza
Del desierto el guerreador.

El bramar del tigre hambriento
Llena el bosque de pavor;
Mas la fiera tiembla y huye
De los indios a la voz.

La montaña tiene rocas
Que no mella el rayo atroz,
Y en la guerra tiene el bravo
Como roca el corazón.

¡Oh guerreros del Oriente,
Cuán temidos siempre sois!
¿Quién jamás al rudo golpe
De vuestra ira resistió?

Furibundo en vuestro arrojo
Cual del monte el aluvión
Que derriba añosos troncos
Con su oleaje atronador;

Mas si el cráneo os hiende el hacha
Si la flecha os traspasó,
Si el ticuna en vuestra sangre
Muerte cierta derramó...

No ruin queja os abre el labio,
Sino frases de baldón,
Dardos últimos que el alma
Desgarran del vencedor.

Libres hijos de las selvas,
¿Quién os supera en valor?
Nunca el miedo vuestra frente
Con vil huella mancilló.

Al baile y canto se siguió la comida común, con el ir y venir, y cruzarse, y dar y pedir de los que servían las humeantes viandas. El animado desorden es característico del festín de los salvajes. La algazara crecía como el ruido de un río que aumenta su caudal con las aguas de la tempestad y los arroyos y torrentes que bajan de los collados vecinos. El fermentado licor de yuca y de palma, al que todos los indios se daban con frenesí, surtía su debido efecto; en esas diversiones la amable eutrapelia, termina siempre ahogada en brazos de la torpe embriaguez.

En lo interior de su barraca Tongana y su hijo, el mozo que derribó a Carlos en el lago, hablan con sigilo. Sólo la hechicera Pona los escucha sin ser vista. El viejo desprende de una de sus orejas un cañuto de pluma de cóndor, de los que, a guisa de adorno, llevan casi todos los salvajes; lo destapa con cuidado, toma una corta dosis del sutil polvo que contiene y, humedeciéndolo con saliva lo pone bajo la uña del pulgar derecho de su hijo.

-Al ofrecer el licor -le dice en voz sumamente baja-, ten cuidado que esta uña se lave en él. Se escapó del agua; mas no podrá librarse de este polvo. ¡Ah, blanco, tú caerás!...

El joven Orozco, acompañado de algunos indios de Andoas que no se mezclaban en la fiesta, y llevando como un fardo sobre sí el disgusto, la pena y el cuidado por Cumandá, andaba entre la multitud. Repentinamente le tocan por detrás el hombro.

-¿Quién es? -pregunta, volviéndose con viveza. Es el hijo de Tongana que le contesta:

-Un hermano tuyo. Blanco, ¿por qué no te diviertes? -añade en tono amable.

-La fiesta no es mía.

-Hermano, la fiesta es de todos; pero ya conozco que estás triste por lo que sucedió ahora tarde. ¡Oh extranjero!, óyeme: mi corazón siente pesar, pues sin quererlo te causé daño y puse en peligro tu vida y la de mi hermana. Ninguno de los dos es culpable, y no quiero que en vuestros pechos haya enojo contra mí. Voy a ser tu amigo, y en seguida mi hermana me perdonará. Ven, déjate llevar de mí.

No poco sorprendido Carlos se dejó llevar por la mano a la puerta de la choza del viejo de la cabeza de nieve. El joven indio llenó un coco de chicha de yuca, hasta que se mojara el pulgar en ella, y se diluyera el terrible veneno escondido bajo la uña.

-Hermano extranjero -dijo estrechando con la mano siniestra una mano de Carlos contra el corazón en señal de afecto-, óyeme: delante de la hoguera sagrada que acaba de devorar nuestras ofrendas, te ofrezco mi amistad, seremos como el bejuco y el tronco que se abrazan y forman un solo árbol; y el que te hiera a ti a mí me herirá, y el que a mí me hiera, te herirá también; mi aljaba y arco serán tuyos, y yo usaré tus armas como mías; comeremos en un mismo plato y beberemos en un mismo coco. Después, si tú, como sospecho, has sembrado amor en el alma de Cumandá, seremos verdaderamente hermanos. ¡Ea, blanco! a ti me entrego; éste es el licor del juramento de la amistad; bebe hasta su última gota.

Creció el pasmo de Carlos, y como en su corazón de poeta jamás el vil engaño había labrado su nido, y no podía sospechar que, bajo afectuosas apariencias, se escondiese la más refinada maldad, sintió descender sobre él una ráfaga de esperanza y felicidad. Hasta alcanzó a entrever allanadas las dificultades para su enlace con Cumandá.

-Generoso mancebo -contestó al indio-, tus palabras me han hecho gran bien: ¡oh!, ¡vive el cielo, que nunca ha descendido rocío más delicioso a refrescar y dar vida a una flor quemada por el sol en la arena del desierto! Mira, el juramento es para el cristiano blanco mucho más sagrado que para el indio infiel, y yo te juro que no tendrás jamás que romper, arrepentido y despechado, el vaso de coco en que vamos a apurar el licor de la amistad eterna. ¡Ea, joven amable, seamos amigos y hermanos!

Carlos alza el coco y lo acerca a los labios: la muerte se cierne sobre él, y el salvaje hipócrita sonríe con malicia; pero en este instante le arrebatan el vaso de las manos, y quien lo hace es Cumandá que acaba de presentarse.

-Este licor -dice la joven- debe penetrar en mis entrañas, antes que en las del blanco extranjero.

Y dirigiendo una mirada de águila irritada al hijo de Tongana, añade:

-Hermano, dime poniendo por testigos a los genios benéficos del bosque y del lago, ¿no es cierto que conviene que beba yo este licor en que se ha lavado la uña de tu mano?

El joven salvaje ve con espanto a Cumandá, se pone cadavérico, abre los labios a par de los ojos, pero no acierta a proferir ni una palabra.

-Yo también -prosigue la india con terrible ironía-, yo también quiero ser amiga y hermana de este hermoso y amable extranjero, y voy a partir con él y contigo esta dulce y saludable bebida; así los tres nos uniremos en paz y buena armonía para siempre.

En el semblante y las palabras de Cumandá y en la inmutación de su hermano, descubre Carlos la perfidia y maldad de éste, y a tiempo que ella acerca también el licor a sus labios, exclama: ¡no bebas!, y lo echa al suelo al punto-. ¡No bebas! ¡Allí hay veneno!

-Sí -contesta Cumandá-, lo sé: mi hermano ha traído debajo de su larga uña la muerte para ti, y yo he llegado a tiempo para librarte de ella. ¡Oh blanco! veo que soy la causa de que te persigan, y a mí me toca apurar ese licor fatal. Tú ¿por qué has de sufrir pena ninguna? ¿por qué te has de ir por causa mía a la tierra de los muertos? Yo velaré por ti y por ti moriré.

Algunos curiosos iban aproximándose al lugar de la escena. El envenenador había desaparecido. La prudencia obligó a separarse a los dos amantes, y Carlos apenas pudo decir a media voz, lleno de asombro y de pasión:

-¡Oh Cumandá! ¡Cumandá! ¡tu corazón tiene algo sobrenatural! ¡Virgen admirable! ¿quién eres?

El joven Orozco penetró toda la gravedad del peligro que corría entre los bárbaros, y se acordó del temor y repugnancia que su padre había mostrado de que concurriese a la fiesta de las canoas. Quería regresar inmediatamente a la Reducción, acompañado de sus amigos los cristianos de Andoas, y ellos le persuadían también de la necesidad de volverse; pero la suerte de Cumandá le interesaba mucho más que antes; pues, una vez descubiertos sus amores, en su mismo padre y hermanos tenía la infeliz temibles enemigos. Además, ¡con qué actos de valor y generosidad se había presentado ella a salvarle de la muerte! ¡cuán negra ingratitud sería alejarse de quien le amaba hasta exponer su vida por él! ¡y alejarse para no saber más de ella, a lo menos en esos días de la fiesta en que probablemente corría mayor peligro!

Apurada era la situación de Carlos, y no cabía que se resolviese a ciegas a cosa alguna. Andoas le atraía con el respeto y amor filiales, más que con la necesidad de evitar las asechanzas de los bárbaros; las orillas del Chimano le contenían con el amor apasionado de Cumandá y con el deber que el honor y la gratitud le imponían de no abandonarla. A nada se resolvía, y la indecisión llegó a enojarle contra sí mismo. Pidió a los andoanos que le dejasen solo; y solo, triste y aburrido se puso a vagar por las afueras del campamento, cuyo ruido y desorden le emponzoñaban más el ánimo. A la luz de la hoguera, ya bastante disminuida, y de las teas de resina que ardían en las chozas, veía el ir y venir, el formar corros, y hasta el reñir de hombres y mujeres en el afán del rústico festín y distinguía la cabaña del viejo Tongana; mas no daban sus miradas con la bella joven, tras la cual andaban ansiosas; como que era el único objeto capaz de llevar, siquiera con una breve aparición, algún alivio al alma enferma del cuitado extranjero.




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- XI -


Fatal arbitrio


La ira del viejo de la cabeza de nieve estalló de nuevo contra Cumandá por haber mostrado, de nuevo, también, su afecto al extranjero que él detestaba. Hallábase excitado por el licor, y los denuestos y amenazas contra la joven fueron mayores: tres veces alzó la maza para descargarla sobre ella, tres veces le enderezó al pecho la aguda pica. Furioso como un saíno herido:

-Mira -le decía-, te has hecho aborrecible como los blancos, y regaré tus sesos y no dejaré gota de sangre en tus venas. ¡Necia y loca! amas a ese vil extranjero, y no sabes que con tu amor le preparas la muerte. Él caerá, y tú caerás con él; sí, yo os echaré a tierra, como corta y derriba el árbol el leñador. Te has vuelto como el blanco objeto de la venganza del terrible Tongana, y esa venganza será infalible. Sí, sí: ama al extranjero, y mátale; júntate con él, y con él muere. ¡Ah, pobre moza demente! ¡pobre Cumandá! ¿No sabes que tu muerte será sabrosa para mí? ¿no sabes que delante de tu cadáver he de beber chicha de yuca en el cráneo de tu amante? Sí, ¡morirás también!... ¿Por qué no te he matado antes de ahora? ¿por qué no lo hago hoy?... ¡Ah! estamos en una fiesta... y Yahuarmaqui... y los paloras... Mas...

Tras esta reticencia de amenaza se siguió en el corazón del viejo furioso un juramento que confirmaba para sí cuanto acababa de expresar, y que lo manifestó a su hija alzando una mano y mostrándole la palma, como quien dice: ¡aguarda, y ya verás!

Pona lloraba; sus hijos temblaban; los niños se habían ocultado llenos de terror entre los trastos volcados en el aposento. Sólo Cumandá, noble y altiva en medio de su pena y cuidado, tenía enjutos los ojos y de cuando en cuando dirigía a su padre miradas de glacial indiferencia.

-Padre mío -dijo al fin por toda respuesta a las increpaciones y amenazas de Tongana-, tus canas son el respeto de tus hijos, y tus palabras son sagradas órdenes para ellos; tu hija soy; puedes quitarme la vida que me diste; pero con ello no creas que me harás mal ninguno: ¿acaso matar a un desdichado es castigarle?

Iba a retirarse; pero el viejo la detuvo de un brazo con rudeza, diciéndole: ¡Espera!

Oblígala a permanecer en pie, mientras hondamente pensativo, la diestra apoyada en su maza de cocobolo claveteada de colmillos de saíno, y la siniestra cerrada en los labios apretados, parecía un victimario indeciso entre descargar o no el golpe sobre la víctima.

Al cabo de algunos minutos de cavilación, tira a un lado la maza, se golpea la frente con la mano y murmura:

-Está bien.

En seguida apura una buena porción de licor, y dice a todos:

-Venid, seguidme.

Y asiendo de la mano a Cumandá se la lleva a la cabaña del jefe de la fiesta.

Yahuarmaqui, bastante ebrio también, yace rodeado de los principales guerreros de las diversas tribus. Todos conversan a un tiempo, pues donde escasea el juicio abundan las palabras: quién ensalza las hazañas del anciano curaca, quién habla de su propio valor, quién recuerda el heroísmo de los jefes muertos, quién, en fin, somete a discusión algún problema bélico; ni faltan salvajes que sólo sueltan algunos monosílabos, porque el estado de su cabeza no lo consiente más, y aun algunos hay que, derribados de sus bancos o arrimadas las cabezas en sus aljabas y en forzadas posturas, duermen el pesado y torpe sueño de la beodez. Por fuera no cesa el monótono son de los tamboriles y pífanos, y se oyen de cuando en cuando ruidosas carcajadas, entre blasfemias y juramentos, voces de pendencias, clamores de mujeres y agudos lloros de niños que compiten con los desacordes pitos. Todo anuncia que el rústico festín ha llegado a su colmo.

Tongana es recibido con agasajo, pero sin ninguna ceremonia de parte del jefe y sus compañeros. Preséntanle licor de yuca; pero rechazándolo suavemente, dice a Yahuarmaqui:

-Hermano y amigo, no me exijas que beba antes de haberme oído.

-Nunca me opongo, contesta el jefe, al querer de mis hermanos, los que me enviaron mensajeros con tendemas amarillos: ¿qué me quieres Tongana?, háblame con libertad.

-Tú eres gran curaca, gran jefe de la fiesta de las canoas y querido del dios bueno y de los benéficos genios; los amigos te respetan y los enemigos te temen. Entre tus amigos me cuento también yo, que te envié mi hijo ceñido del tendema de la paz y la fraternidad: le recibiste con bondad, y desde entonces me llamas tu hermano, y yo te doy el mismo título, y mi familia te llama su padre. ¡Oh, hermano Yahuarmaqui!, ha llegado el momento en que necesito de tu protección; tú eres la palma grande y yo la palma chica, como te dijo muy bien el mancebo del tendema de plumas doradas, cuando te habló a nombre de la familia Tongana. Escúchame, pues, benigno. Cumandá es hija mía; tú has visto brillar hoy su hermosura, y has admirado la destreza con que bate el remo y juega con la canoa y las olas. Mas la pobre joven, aconsejada tal vez por el malvado mungía se ha hecho hoy digna de castigo, y sólo por tu bondad ha podido salvarse y vive todavía. Un blanco, un extranjero aborrecible, de esos que allá tras los montes han esclavizado a nuestros hermanos, y que, so pretexto de religión, pretenden hacer otro tanto con los libres hijos del desierto, ha hechizado el corazón de mi hija, y ha sembrado en él la semilla de un loco amor: y este mal, este oprobio de mi familia y de todas las tribus del Oriente, ha de evitarse con el castigo de entrambos.

-Hermano, el de la cabeza de nieve y el corazón valeroso -interrumpe Yahuarmaqui a Tongana-, los días de la gran fiesta no son días de castigo, ya lo sabes: ¿queréis, por ventura, que los genios benéficos se enojen con nosotros? Cumandá obró mal, si bien es de los jóvenes amar y ser amados, y el amor no es malo en ningún corazón; pero nosotros, castigando de muerte a una virgen consagrada a las ceremonias del lago, y a un extranjero, cualquiera que sea, que nos ha acompañado como amigo, nos haríamos mucho más criminales.

-¡Oh, hermano Yahuarmaqui, jefe de los jefes!, tus palabras son las de un sabio hechicero, y tus razones vencen como tu maza y tu pica. No castigues, pues, ni a mi hija ni al extranjero, mas sepáralos. Soy dueño de la suerte de Cumandá, y quiero ponerla en tus manos. Tú, Padre de los bravos paloras, me dijiste que nada tema y que lo espere todo...

Mungía me mate si he olvidado mi promesa! ¿Qué deseas, Tongana, hermano mío?

-Que te dignes ceñir a Cumandá los brazaletes de la culebra verde y el cinto de esposa, y sea la última de las tuyas.

-¡Tongana! ¡Tongana amigo! -exclama el anciano curaca rebosando de gozo-; ahora sí es tiempo de que bebas las últimas gotas del licor de yuca que te ofrecí cuando viniste a mi presencia. ¡Apúrale, apúrale!

El viejo Tongana bebe, y luego dice:

-El gran jefe me ha escuchado, y yo he obedecido.

-Curaca de la cabeza de nieve, hermano y amigo -añade Yahuarmaqui-: sabe que, sin embargo de haber perdido con los años bastantes fuerzas, y de que no puedo andar con los montes a caza de la culebra verde y del precioso tayo para labrar los brazaletes y collares de una novia, en mi pensamiento estaba ya hacer de Cumandá mi séptima esposa. Sólo aguardaba que transcurriesen los días sagrados para hablarte de ello y presentarla las prendas de la unión; mas parece que has metido la mano en mi pecho y me has sacado cuanto en él tenía oculto. O, ¿acaso te ha descubierto mi secreto la insigne hechicera de tu esposa? Sea como fuere, tu pensamiento me es grato; respetaré a la virgen de las flores hasta que la noche se trague el último pedacillo de la madre luna; mas al día siguiente de esto, Cumandá será mi mujer, y el buen dios y los buenos genios no se enojarán, ni el mungía triunfará.

-¡Oh, grande hermano!, ¿quién podrá agradecer bastante el beneficio que nos ofreces? Pero que mi hija viva desde hoy a tu sombra, y que el extranjero no vuelva a tentarla: los odiosos blancos emplean con las jóvenes inexpertas la miel de la lisonja y las engañan fácilmente.

-Nada temas en adelante, Tongana hermano mío: al oír el nombre del guerrero de las manos sangrientas, el blanco temblará.

-Venga Cumandá -dice entonces Tongana-, y conozca a su dueño y protector.

La joven se hallaba cabizbaja y silenciosa tras su padre, escuchando indignada cómo se disponía de su futura suerte. El viejo de la cabeza de nieve la toma de la mano y la obliga a ponerse delante diciéndole:

-Hija, el gran jefe de todas las tribus, Yahuarmaqui, se ha dignado acoger mis palabras y guardarlas en su pecho; vas, pues, a ser su esposa; y desde hoy, aun antes que te ciña la faja del matrimonio y los brazaletes de la culebra verde, vivirás a su sombra y formarás parte de su familia, y junto con sus otras mujeres le prepararás la bebida de yuca, asarás la carne para su alimento y tenderás las pieles de su lecho.

El licor ha hecho locuaz al anciano jefe, y por esto y porque es irresistible el atractivo de la joven, deja escapar de sus labios, quizá por la primera vez en su vida, una frase de cariño, y dice:

-Linda virgen de las flores, ¡oh, Cumandá!, tu padre me ha dicho palabras tan dulces acerca de ti, que las he guardado en mi corazón, y vas a ser, el primer día después de muerta la madre luna, la séptima esposa del jefe de los jefes y curaca de los paloras. Aunque ya no soy joven, me esforzaré en agradarte, y te daré un bello adorno de huesos de tayo. Si no puedo presentarte uno nuevo, te daré dos arrancándolos de mis enemigos; pues si es difícil cazar el tayo de los huesos preciosos, es muy fácil para mí derribar un par de enemigos y arrebatarles con la vida sus pendientes y sus armas. Te daré también, a más de los adornos dichos, muchas y lindas sartas de jaboncillos partidos, simientes de copal y dientes de micos; dos cintos de paja con labores de alas de moscardones, dos vestidos hechos a mano, dos de la segunda corteza de llanchama. Serás feliz, ¡oh Cumandá! Yahuarmaqui el poderoso te lo asegura.

Todos los circunstantes, admirados de la generosidad del jefe, esperan que la joven desprenda uno de sus adornos y se lo entregue en señal de aceptación y gratitud; pero ella, aunque algo trémula por la impresión de un suceso que no había temido, y pálida más de enojo que de susto, contesta sin vacilar:

-Noble anciano, jefe de los paloras y guerrero temido en todos los ríos y en todas las selvas, abre, si quieres, mi pecho, y verás en él cuanta gratitud me has infundido con tus dulces palabras y ricas promesas; pero verás también que en mi corazón no cabe sino un amor, y que, antes que tú, un joven ha encendido en él la lumbre de la pasión. ¡Oh bondadoso Yahuarmaqui! No me des las riquezas que me ofreces, y déjame sólo en libertad de seguir amando a ese joven hermoso y bueno como un genio, y de unirme a él.

Tongana muge como un toro herido y aprieta un brazo de Cumandá murmurando:

-¡Acepta o morirás!

La joven, a quien, según parece, la excitación moral ha hecho insensible al dolor físico, prosigue:

-Ya no me pertenezco ni a mí misma: he jurado ante el Dios bueno y ante los genios de las selvas, que mi carne y mis huesos, mi corazón y mi alma, mi pensamiento y todo mi amor, nunca jamás pertenecerán a otro que al blanco extranjero que me ha recibido por su esposa. ¡Gran curaca! no quiero engañarte: he dicho la verdad en tu presencia, y espero que tendrás lástima de mí. ¿Ni para qué ha de querer el jefe más poderoso del Oriente una mujer que tiene el corazón enajenado, cuando puede hallar muchas mujeres libres?

Bufa de nuevo el viejo de la cabeza de nieve, y estrujando frenético otra vez el brazo de su hija, dice a Yahuarmaqui:

-Amigo y grande hermano, sabe que en mi familia nadie hace sino mi voluntad, y Cumandá no ha obtenido mi consentimiento para que pueda ser esposa de aquel extranjero. No, no lo es, ni lo será nunca, y antes que consentirlo, mis flechas rasgarán las entrañas de entrambos.

-Esto, replica la joven dirigiéndose siempre al jefe, esto podrá suceder más bien, que no el dejar de amarnos ni faltar a nuestras promesas de unirnos para siempre. ¡Oh, Yahuarmaqui!, cúmplase el deseo de mi padre: que sus flechas me atraviesen; o bien, ordena tú que me saquen los paloras los huesos y los quemen, que mi carne sea dada a los peces del lago, y de mi cabellera haz tejer un cinto para ti. Pero advierte, ¡oh, jefe!, que si la punta de la flecha toca sólo el corazón del blanco y no el mío, o si una gota de ponzoña cae en sus entrañas, yo, que sin él no quiero estar en la tierra ni puedo acostarme en otro lecho que en el suyo, me iré voluntariamente a la región de los espíritus, y tú sólo poseerás mi cuerpo sin vida, que presto se pudrirá y acabará. ¡Curaca poderoso! sabes muy bien lo que es el corazón de una salvaje: impetuoso como el torrente de la montaña, no hay quien pueda contenerle. No temo la muerte; mas sí temo la separación del amado extranjero, y que a esta causa se me obligue a morir.

Todos aguardaban que estallase la ira del anciano guerrero, cuyo orgullo tentaba Cumandá con su franco lenguaje; pero él, bien porque no quiere mostrarse áspero con la belleza cuyo corazón le conviene ablandar, bien porque le parece conveniente aparentar generosidad y grandeza de ánimo en presencia de los demás jefes, pues su larga experiencia le ha enseñado algunos toques de política, echa un velo al enojo y con cierta dulce gravedad, exclama:

-Doncella incauta, veo que tienes el corazón embriagado de amor del extranjero, cuando así te opones a la voluntad del jefe de los jefes y a la de tu padre. Piensas por demás en ese blanco, a quien me pospones, y no ves el peligro a que le arrastras. Trae tu corazón a su lugar y arregla tu juicio. ¡Hija Cumandá! cuando se echa una hoja a la hoguera, es imposible que no se abrase: yo soy una hoguera, tu amante una hoja. ¡Imprudente!, ¿quieres que el blanco se haga ceniza?

Estrepitosos aplausos arrancan estas palabras a los concurrentes. Las mujeres tan sólo guardan silencio, porque simpatizan con la bella y tierna Cumandá, la cual sin inmutarse, toma del suelo una rama, y arrancando dos hojas unidas por los pedículos, dice:

-Curaca de los paloras, con respeto escucho tus palabras pero, mira, el extranjero y yo somos esas dos hojas: al caer la una en las brasas, no podrá escapar la otra y ambas se harán ceniza

-No sucederá esto a ninguna -replica el anciano tomando las hojas-. Sólo las separaré; la más fina y delicada quedará presa en mis manos, y a la otra la entregaré al viento de su destino.

La acción acompaña a las palabras: divide Yahuarmaqui las hojas; encierra la una en la mano, y tira la otra con desprecio al suelo. Cumandá se apresura a levantarla, la lleva a los labios con ademán apasionado, la ajusta con ambas manos al corazón, y alza sus negros ojos anegados en lágrimas hacia el cielo.

-Veo -dice el anciano guerrero, dirigiéndose con calma al viejo de la cabeza de nieve-, veo que tu hija no está en este momento para promesas ni para convencerse de lo que la conviene: el genio malo ha soplado sobre ella y le ha extraviado el juicio y el corazón. Pero tu voluntad y la mía están conformes. ¿Importa algo que Cumandá no quiera pertenecerme? Ya es mía, resista o no resista. En cuanto al extranjero, que mañana, antes que cante ave ninguna, se ponga en camino para Andoas, y no vuelva a interrumpir nuestras ceremonias. Hoy el temido jefe de los jefes le perdona y deja ir en paz, porque los záparos andoanos son sus amigos y el blanco vive con ellos; mas continúe profanando nuestra fiesta, y su carne será sin remedio manjar de los peces del Chimano. Tú, hermano Tongana, cuida de la virgen de las flores: que ningún aliento ni contacto la manchen; en la próxima luna nueva le pondré con mis manos los brazaletes de piel de culebra y el cinto de la esposa, y ella misma preparará nuestro lecho de pieles.

Cumandá no replicó, pues era del todo inútil replicar; las lágrimas suspendidas en sus largas pestañas rodaron y cayeron en las manos que ocultaban la hoja simbólica, la prenda del mudo juramento que acababa de hacer a presencia del terrible curaca.

Entre airado y satisfecho quedó Tongana, apurando uno tras otro los cocos rebosantes de chicha en compañía de su futuro yerno. Cumandá, confiada a su madre y hermanos, fue llevada a la cabaña de su familia, donde todos se encerraron para darse al sueño.

Pero no, no todos dormían; la joven velaba y lloraba en silencio, y sus dos hermanos, que se quedaron junto a la puerta, conversaban en voz baja; preparando uno de ellos al disimulo un arco y una flecha.

Cumandá contuvo el lloro por atender y observar.




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- XII -


La fuga


Era media noche. La hoguera presentaba un gran conjunto de brasas ceñido de un marco de cenizas y ramas a medio quemar, y sólo tal cual llamarada, presta a desaparecer al menor soplo del viento, se movía trémula, asida al tronco que la produjo, como el último aliento de la vida en cuerpo agonizante.

El fervor de la fiesta había ido apagándose a par del fuego de la hoguera. Casi todas las hachas de viento se habían extinguido, consumida la resina, y sólo arrojaban revueltas columnillas de humo hediondo, que cuando las tendía el viento penetraban en las cabañas. La luna derramaba sin rival su luz sobre el campo silencioso y triste que dos horas antes animaban las danzas, los cantares y las exclamaciones de gozo de veinte alegres tribus. Unos pocos salvajes vagan, tambaleándose y buscando sus chozas, como el ciervo herido y moribundo que quiere abrigarse en su guarida de musgo; o bien se diría que son los manes de los que yacían en ese campo misterioso y fúnebre, donde al parecer había cesado la vida agotada por el abuso de los groseros placeres. Las fuerzas que éstos consumen, aun en la sociedad civilizada, son más difícilmente restauradas por el sueño, que las gastadas por el trabajo. El sueño que más se parece a la muerte es el de la embriaguez, y poco faltaba a esos salvajes para estar verdaderamente muertos. Pero es necesario hacer una excepción: los andoanos, bien por no olvidar las advertencias del padre Domingo, bien porque en razón de sus creencias cristianas no tomaban parte activa en la fiesta, habían bebido muy poco licor y dormían tranquilos en sus ranchos alejados de los demás.

Uno de los hijos de Tongana salió de la choza con mucho tiento, dio una vuelta por las inmediaciones y volvió, y en voz baja dijo a su hermano que le aguardaba:

-No se ha movido del pie del tronco: ahí está como un fantasma blanco; se le distingue bastante bien para que la flecha vaya segura. Caerá, y no se podrá saber mañana quién le ha muerto.

-No, no podrá saberse: he puesto algunas plumas en la flecha que se parecen a las que usan los záparos de Andoas.

-Bien, hermano: la astucia es excelente; ahora vete a la obra. Para ello tienes que dar la vuelta a la izquierda, ocultándote entre las matas; cuando estés en el punto conveniente, tiende el arco y dispara, invocando tres veces al mungía, a fin de que dirija tu mano y luego cargue con el alma del extranjero. Pero, dime, hermano, ¿duerme Cumandá?

El interrogado se metió en la cabaña y volvió a salir a poco.

-Duerme profundamente -dijo-, y yo me voy. Tú acecha aquí cuanto pasa.

Carlos, combatido por el insomnio, hijo de la tristeza y del dolor, había salido de su cabaña por refrescar con las brisas del Chimano su pecho y cabeza abrasados por la fiebre de la pasión y los pensamientos. Vagó una hora por las inmediaciones de las chozas, por si pudiera divisar siquiera la sombra de su adorada Cumandá. Un záparo le comunicó la orden de partir dada por Yahuarmaqui, y aumentado con esto el malestar de su espíritu, y cansado al fin, más por el enorme peso de la angustia que a causa del largo andar, se había arrimado al tronco de un árbol, algo distante de la cabaña de los andoanos, y cuyas tendidas ramas le impedían ser iluminado por la luna. Allí le vio el hijo de Tongana...

Cumandá lo había escuchado todo y el corazón le temblaba de terror como el ala de una ave herida y agonizante. Pero sabía que con acobardarse y permanecer quieta en esos momentos, exponía la vida de su amante. Mientras la creyeron dormida, se ocupó en abrir un horado al frágil tabique de la cabaña, ocultándole con su propio cuerpo cuando convenía a fin de que no la traicionara la claridad de la luna.

Después que su hermano le palpó la cabeza y el pecho, y dijo: «duerme profundamente», ella se escurrió por la abertura como una culebra.

Ya está fuera; pero ¿y Carlos? ¿dónde está el tronco en que se halla apoyado y contra el cual va a ser clavado por la aguda flecha?... Se pone en pie un instante y dirige por todas partes rápidas e inquietas miradas. Eso es peligrosísimo; puede ser descubierta; mas no hay remedio, porque es preciso saber dónde está el joven y cuál es la dirección que debe seguir para llegar a él y salvarle del golpe traidor. Látele a la infeliz el corazón con rara violencia, y quiere romperle el pecho; apriétale con ambas manos; le falta la respiración, y abre los labios para absorber la mayor cantidad posible del aura de la selva. Pero allá, bajo un árbol copado, alcanza a divisar entre la sombra un bulto blanco. ¿Quién puede ser sino Carlos? Hacia la izquierda ve un indio que, formando un ancho semicírculo, camina en traza de cazador que acecha y se acerca a la descuidada presa. ¡Ay! ¡es la muerte que va en busca del extranjero!

Lo que siente Cumandá en ese instante no es decible: cree que la flecha le ha roto las entrañas y que la caliente sangre le baña los convulsos miembros; el frío soplo de la muerte la envuelve como una ráfaga de viento escapada de las breñas del Chimborazo; flaquean sus piernas; va a caer; va a exhalar quejido. Pero ilumínale de nuevo la idea de que su pusilanimidad es para Carlos infalible sentencia de muerte; su ánimo se rehace; torna a su corazón la audacia del amor y a su cuerpo la rigidez del salvaje; encórvase y corre a gatas por entre grupos de enea y otros matorrales que la ocultan.

La muerte corre por un lado, la vida por otro, y Carlos lo ignora. He ahí la eterna suerte del hombre en la tierra. El hombre es la meta; la vida y la muerte las que corren a él; y al cabo, tarde o temprano, al repetirse la prueba, llega la hora en que vence la segunda, y derriba al hombre, y le barre del suelo, y queda en su lugar sólo un poco de polvo, donde otros y otros infelices van sucediéndose, y cayendo y desapareciendo.

Cumandá -la vida- vuela, lleva camino recto y llega primero. Orozco da un grito de sorpresa:

-¡Calla! -dice la joven ahogándose de fatiga; tírale violentamente de un brazo y le dobla a tierra, ocultándose ambos entre unas matas que rodean el tronco. Y al punto Cumandá arrebata un blanco paño que cubre su pecho, lo cuelga del bastón de Carlos, pone su sombrero en un extremo, y lo alza todo al mismo lugar que ocupaba su amante. No se pasan dos segundos cuando silba, rasgando el aire, una como negra sierpe que atraviesa el paño y queda vibrando clavada al tronco.

-¡¡Ay!! -gritó la joven y dejó caer la improvisada fantasma; ella misma cayó en brazos de Carlos, presa de un síncope que, gracias a su robusta naturaleza, fue corto.

Volvió, pues, en sí y abrazó trémula y sin poder articular palabra a su amante, que, confuso y casi aterrado, tampoco podía hablar ni comprender bien lo que pasaba.

La constitución vigorosa de la virgen del desierto se restituyó luego a su ser, y su carácter se levantó como convenía en aquellas apuradas circunstancias; se desprendió de los brazos de Carlos, le llevó tras el árbol de manera que no pudiesen ser descubiertos por el lado del campamento, y le dijo:

-¡Oh amado blanco! la muerte nos persigue, y a ti especialmente por causa mía... Todavía tiemblo... El corazón espantado no se me aquieta...

-¿Qué pasa Cumandá? ¡Explícate, explícate, por Dios! Yo sólo sé que acabas de salvarme por tercera vez, pues una flecha se ha clavado en el tronco en que me apoyaba. Sin duda tu hermano...

-Sí, mis hermanos, mandados por mi padre, quieren tu muerte; y ahora a estos enemigos se agrega otro más formidable, que es el viejo curaca de los paloras.

-Lo sé -dijo Carlos con tristeza y despecho-, y has venido en los momentos en que yo meditaba el partido que debería tomar. El viejo cruel quiere separarnos.

-Lo sabes, hermano blanco; y meditabas... ¿Qué has resuelto, pues?

-Nada.

-¿Nada has resuelto? Luego vacilas y flaqueas.

-Sí, acertaste, hermana: no sé qué hacer.

-Esa irresolución indica que también flaquea tu amor.

-¡Cumandá!

-Yo, sábelo, extranjero, yo que sé amar, no medito ni vacilo: me resuelvo y obro.

-¿A qué estás resuelta?

-A fugar contigo.

-¡Ah, Cumandá, Cumandá!

-Óyeme, hermano blanco: una voz que sólo yo escucho, que no sé de quién es, pero que tal vez viene del mundo de Dios y de los ángeles amigos de los cristianos, me dice continuamente que nuestras almas son una, que nuestros corazones son hermanos, que nuestra sangre es la misma, y que no debemos separarnos jamás. Tú sin mí vivirás vida de tormentos; yo sin ti, no viviría. Es preciso obedecer a esa voz, y para obedecerla es indispensable alejarnos de la gente que nos aborrece y persigue. Extranjero, llama todo tu valor e hinche de él tu pecho. Todavía no seré tu esposa: al fin, temo el castigo de los genios del lago; pero ya no me separaré más de ti... ¿No piensas como yo? ¿Todavía vacilas?

-No, amada mía, no vacilo ya: eso fuera rechazar bárbaramente la ventura que me ofreces y que yo he soñado tanto tiempo. Fuguemos.

-Bien, amado blanco; ya piensas como yo. Dime, ¿no sientes que es el amor mismo quien pone este pensamiento en tu cabeza y da bríos poderosos a tu corazón? Yo sí lo siento. ¡Ah! ¡de otro modo sería imposible que la virgen de las flores se expusiera a enojar a los genios dueños de la fiesta!

Cumandá inclinó la frente que envolvió en ese acto una nube de tristeza, como envuelve la faz de la luna el humo que el Cotopaxi arroja repentinamente a los espacios celestes.

Pero luego sacudió la cabeza cual si quisiese despedir de ella un peso importuno, reprimió un suspiro que quiso escapársele, y dijo en tono enérgico:

-No perdamos tiempo: ¡vamos!

-Vamos -repitió Carlos-; y como para él no pasó desadvertido el nublado de tristeza que empañó un instante la faz de su amada, añadió:

-Te has afligido, hermana mía: tu frente y tus ojos me lo acaban de decir. Temes enojar a los genios de las aguas. Pero, ¿te acuerdas que una vez me dijiste que eres cristiana y que habías ahuyentado al mungía con sólo hacer la cruz? Pues bien, esos genios no existen: son vanos hijos de la fantasía de los indios. Si existieran, la cruz los espantara así como al mungía, y tú saldrías siempre triunfante de ellos; porque, instrumento bendito del buen Dios para que los cristianos hagan prodigios con él, torna poderoso a quien lo emplea. ¡Oh, hija de Tongana! sólo es de temer el castigo del buen Dios, que es el Dios de la cruz; pero él no castiga nunca el amor casto ni la inocencia ni las buenas intenciones; es el Dios amigo de los desgraciados, y por tanto tenemos derecho de esperar su protección: jamás abandona al que pena y llora, ni cierra los oídos a las súplicas de los menesterosos de consuelo. Fiemos en sus manos nuestra suerte, y vamos, vamos, Cumandá.

-Sí, vamos. Por mi amor te juro, extranjero, ser en adelante toda cristiana; tú me enseñarás cómo he de serlo. El asesino ha invocado tres veces al mungía, y ha errado el tiro; nosotros invocaremos al buen Dios, al Dios de los cristianos, y acertaremos el camino. Espero que no nos perseguirán hasta adelantar buen trecho. Los hijos de Tongana te tienen por muerto y tendido al pie del árbol; para evitar toda sospecha, no buscarán tu cadáver, ni aun se aproximarán a estos lugares, aguardando que venga la luz del día a descubrirlo todo. Entretanto, nos queda tiempo de fugar y ponernos muy lejos de nuestros enemigos.

Ambos amantes, ocultos primero entre los matorrales, y después en el alto bosque, caminaban con dirección al canal que une al Chimano con el Pastaza. Los indios poseen un conocimiento instintivo de todas las vueltas, encrucijadas y enredos de esas desiertas y misteriosas ciudades de troncos y hojas que se llaman selvas, y jamás se pierden en ellas, aunque las recorran en medio de las sombras de la noche, y caen, de seguro, guiados por no sé qué brújula mágica, en el punto a donde dirigen sus pasos. Cumandá tenía confianza absoluta en sí misma y se puso delante de Carlos, andando con paso firme y resuelto. Parecíales que los árboles se movían hacia atrás mientras ellos avanzaban adelante, o que se inclinaban a su paso, que daban vueltas, que se estremecían haciendo crujir sus ramas, y que murmuraban palabras que los fugitivos no entendían. Unas veces se aproximaban al canal, que brillaba tranquilo como un prolongado trozo del cielo caído en medio del bosque con su luna, estrellas y nubecillas; otras veces se internaban en la espesura, y los cercaba sombra tan densa, que la india servía de lazarillo a su amante y le guiaba de la mano para que no cayese o no se extraviase. De rato en rato daban con ráfagas de luz viva que, atravesando por entre la red de ramas, bajaban hasta el suelo y dibujaban mil extrañas figuras sobre el pavimento de hojas secas de aquellas lúgubres galerías; o bien les parecía que se adelantaba a su encuentro, en ademán altivo y majestuoso, un colosal fantasma. Cumandá sentía un breve estremecimiento, se paraba e inadvertidamente oprimía la mano de Carlos: pero fijaba con detención la vista en el objeto que le había asustado, conocía que era un añoso tronco envuelto en su pesado manto de parásitas y musgos, y continuaba andando. Una vez se le enredó a los pies una culebra negra e inofensiva, y otra dio con un raposo nocturno que se le atravesó en el camino, dando un chillido sordo, semejante al sonido que da una hoja de papel soplado sobre los dientes de un peine. Ambos incidentes son de mal agüero para los crédulos orientales; mas el joven Orozco despreocupó a la hija de Tongana, la animó y siguieron adelante.

Más de una hora hacía que caminaban, el sudor les empapaba frentes y cuerpos, pero las fuerzas físicas permanecían en su ser y el vigor moral crecía. Ya lanzados en la ardua empresa de la fuga, de este elemento del alma necesitaban para coronarla, antes que de la constante agilidad de los pies y de la resistencia de los pulmones. Mil veces el cuerpo sostenido por la energía del espíritu obra prodigios estupendos.

Hablaban poco y en voz muy baja. Cumandá concertaba el plan de la continuación de la fuga; Carlos a todo asentía: quería pensar con la cabeza de su amante y obrar con su voluntad, reservándose únicamente el derecho de amarla hasta el delirio, y de forjar proyectos para hacerla feliz lejos de esas tierras bárbaras y llenas de peligros. Además, cuanto ella proponía era juicioso y no admitía contradicción razonable.

-Corremos mayor riesgo del Pastaza arriba -observaba-; allá se volverán Yahuarmaqui y su tribu con todos sus aliados; mientras bajándole, ni ellos nos seguirán por miedo de las tribus que están en guerra, ni éstas nos odiarán ni tendrán interés en hacernos mal. Luego quizás en las orillas del mismo Pastaza o del gran río donde muere, y en el cual tocaremos al fin, daremos con alguna población cristiana que nos acoja. De allí, cuando ya no tengamos que temer, comunicaremos nuestro paradero a tu padre, el buen jefe de los záparos de Andoas, por quien con justicia te inquietas.

-¡Ay! ¡esto será difícil, a lo menos por largo tiempo -observó con tristeza Carlos-; mi padre, mi infeliz padre, va a sentir, con mi separación, ahondársele la terrible llaga que conserva en su alma! Por lo demás, hermana mía, tus juicios son rectos y tus planes excelentes. Dilatada y no escasa de inconvenientes es la navegación del Pastaza; pero una vez en el Amazonas, o bajaremos hasta la misión de Urarinas, o subiremos a la de Barrancas; en ambas hay muchos cristianos, y aun no pocos blancos, y seremos acogidos por ellos con bondad.

-Sí, blanco, por ti hasta los de tu raza me recibirán con amor, y entonces agradeceremos al buen Dios y a los genios del río... ¡Ah! ya recuerdo: tú me harás dar gracias como cristiana...

Cumandá se interrumpió a sí misma, con aquel modo inocente y salvaje que le era peculiar; enmudeció por algunos minutos y acortó los pasos, inclinando la cabeza y poniendo el dedo índice en los labios, en actitud pensativa. En ese momento se verificaba una revolución rápida en sus ideas, cosa en ella, asimismo, bastante común. Luego se volvió con presteza a Carlos, parándose de súbito, y le dijo:

-Extranjero, ¿qué hicieras tú en caso que nos separaran?

No sorprendió al joven la pregunta, pues estaba acostumbrado a tales inesperados arranques de Cumandá; mas no halló qué contestar por lo pronto, y titubeando dijo:

-Las circunstancias me aconsejarían sin duda lo que fuese más conveniente.

-¡Ah, blanco -repuso la joven en tono de reconvención-, bien he creído siempre que tu amor es menos valiente y generoso que el mío!, ¡ni sabes lo que harías!... Pues yo sí sé desde ahora cómo procedería: primero, astuta y diligente, me ingeniara el modo de huir de manos de mis enemigos, y te buscara día y noche en todos los rincones de las selvas y en todas las vueltas de los ríos; después, si Yahuarmaqui, o cualquier otro jívaro o záparo, quisiera ponerme los brazaletes de la culebra verde y llevarme a su lecho; ¡oh! entonces...

-¿Entonces?...

-¿No sabes, hermano blanco, que llevo siempre conmigo el polvo del sueño eterno?

-Y ¿lo tomarás?

-De seguro, y el bárbaro tuviera por mujer una fría difunta.

-Y ¿no sabes, Cumandá, que yo no te agradecería ese sacrificio?

-¡Ah, extranjero cruel!...

-Oye, amada mía: el buen Dios, el Dios de los cristianos que veda a sus hijos, los hombres, quitarse a sí propios la vida, te castigaría, y nuestras almas que no habrían podido juntarse en la tierra, tampoco se juntarían en la eternidad. ¡Oh, Cumandá! eso sí sería muy cruel. Y después de saber esto que te anuncian mis labios, mis labios que sólo saben dirigirte palabras de amor verdadero, ¿tomarías los polvos del sueño eterno?

La joven desprendió de una de sus gargantillas un canuto de mimbre y lo arrojó al canal; luego, volviéndose a Carlos le dijo:

-Hermano, ya no tengo polvo ninguno. Pero dime ahora, ¿qué haría yo si me viese en aquellos apuros? ¿Es también malo dejarse matar?

Cada palabra, cada interrogante, cada acción de Cumandá revelaban más y más a Orozco la vehemencia de un amor heroico, y lo heroico de un corazón de mujer verdaderamente apasionada. Vencido por ella se sentó el joven, no obstante que tenía conciencia de que también la amaba con amor profundísimo, con amor antes desconocido por su corazón.

-Ser mártir no es malo, hermana mía -contestó en voz trémula-; pero, por Dios, ¿merezco tanto?...

Cumandá respondió a esta pregunta con sonrisa melancólica y mirada tiernísima, y al punto hubo otro cambio de ideas; mas este fue sin duda intencional.

-Atiende, blanco -dijo-: suena sordo y vago rumor que viene de la derecha, y se siente el aire un poco frío; son señales de que el Pastaza está cerca. El viento de la noche habla con las ondas del río y forma ese rumor, y las ondas le comunican la frescura con que viene a dar alivio a nuestros cuerpos.

En efecto, el Pastaza estaba muy cerca, y a poco se presentaron sus mansas aguas bajando con movimiento uniforme y mesurado, como los siglos que en incontrastable sucesión descienden a la eternidad; en tanto que los astros reflejados en ellas parecían ascender por el fondo del cauce, como la inteligencia humana que, luchando con el poder de los siglos, viene elevándose de generación en generación, y así continuará, si es esta acaso su ley o su destino, si no es vano sueño de orgullo el decir de la moderna filosofía.

Las canoas que los indios dejaron amarradas a la boca del canal se mecían silenciosas como grandes hojas caídas de los árboles de la orilla, los cuales, por el contraste del claror de la luna con las sombras de la selva y con su propia imagen hundida en los cristales del río, aparecían doblemente gigantescos.

Sabían muy bien Carlos y Cumandá que ningún indio cuidaba de esas embarcaciones, seguras en el desierto, y se acercaron a ellas sin recelo. Sin embargo, la joven se detuvo y dijo a su amante:

-Hermano blanco, si no estuviera yo contigo, no me atrevería a venir a estas canoas por la noche, como ahora vengo.

-¿Tuvieras miedo?

-Pues, ¿no sabes que las almas de los guerreros que han muerto en sus camas, vagan tristemente por los bosques y se meten en las canoas y chozas abandonadas?

-Una cristiana no cree en tales cosas -observó Carlos.

-Hoy por ti -replicó la india-, ni creo en eso ni temo nada.

Temían que las canoas, descubierta la fuga, sirvieran para que los persiguiesen, y tomaron la precaución de desamarrarlas y dejarlas a merced de la corriente. Embarcáronse los dos en la más ligera, después de haberse provisto de algunas armas y otros objetos que por innecesarios para la fiesta, no habían sido llevados al Chimano, y se dejaron también guiar por el movimiento de las olas, suave y acompasado.

La canoa de los amantes iba al principio confundida entre las demás, las cuales, faltas de lastre y de quienes las gobernasen, se deslizaban a la ventura chocando entre sí, cruzándose y dando viradas y giros violentos que las ponían a punto de zozobrar. Carlos, en el anormal estado de su ánimo, puesta la abierta mano en la mejilla, la ardiente mirada en ellas, pero la consideración sólo en su suerte actual, no sacaba de ese espectáculo ningún pensamiento moral o filosófico. En otras circunstancias tal vez lo habría tenido por viva imagen de los pueblos que, mal avenidos con el benéfico peso de la autoridad y delirando por una libertad fantástica y sin límites, corren desbocados entre las olas de los errores de la inteligencia y de los vicios del corazón, hasta perecer miserablemente en brazos de la tiranía, o devorados por sus propios crímenes.

La turba de canoas y balsas sin dueño se adelantó al fin en desordenado remolino, y la barquilla de los prófugos la seguía de cerca, ligera también, buscando siempre la sombra de la orilla, porque ambos, no conceptuándose todavía seguros, recelaban y temían hasta de las miradas de la luna.




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- XIII -


Combate inesperado


Faltaba una hora para que rayase el alba. Uno de los záparos de Andoas, que la víspera había tratado de convencer a Carlos de la necesidad de volver a su Reducción, obedeciendo al mandato de Yahuarmaqui, se levantó y se fue a ver al joven, de quien esperaba que la reflexión le hubiese resuelto a obrar con prudencia y emprender la marcha; la cual debía hacerla en compañía de aquellos buenos salvajes, sus amigos, que iban a partir esa madrugada. Pero al salir de la ramada creyó percibir hacia el lado del canal y en el fondo de la selva un brevísimo rumor. Los sentidos de los salvajes son de una perfección maravillosa; con todo, aquel záparo juzgó que el ruido provenía sólo de algunos saínos que vagaban a lo lejos, buscando las frutas de los árboles derribadas por el viento de la noche, y quiso cerciorarse por medio de una observación muy común entre los habitantes de las soledades de Oriente: hizo un hoyo en la tierra, metió en él la cabeza, poniendo las manos abiertas tras las orejas, y permaneció inmóvil un par de minutos. Luego se alzó lleno de sobresalto y dijo a media voz:

-¡Gente viene!

En el acto comunicó a sus compañeros tan alarmante noticia, y todos se apresuraron a ponerse en pie y armarse. Buscaron enseguida a Carlos, y no hallándole se inquietaron sobremanera. Pero no había que perder tiempo en indagar por él, que acaso asomaría al notar la agitación en que iban a ponerse todas las tribus. Los záparos ni siquiera tenían sospecha de la fuga de los dos amantes.

La guerra se hace entre los indios frecuentemente por medio de sorpresas, y sus ataques nocturnos son terribles. Caminan largas leguas por tierra o por agua con tales precauciones que no se los siente, y muchas veces se arrastran como culebras considerables trechos, o van sepultados en las ondas hasta el cuello para aproximarse, sin ser vistos, a la población que se proponen asaltar. La muerte y el exterminio que llevan consigo son infalibles; el silencio profundo de que van rodeados, es el espantoso precursor del que reinará después en el lugar que talarán y cubrirán de cenizas. Una invasión de aquellas fieras en traza de hombres es más temida en el Oriente que la inundación de sus ríos, que el huracán y el terremoto. Familias y aun tribus enteras han desaparecido al furor de esas nocturnas tempestades de bárbaros que hallan su deleite en el incendio, la sangre y las contorsiones de los moribundos.

Cuando todos los andoanos estuvieron armados y listos, uno de ellos voló al tunduli suspendido de un gran poste en medio del campamento, e hizo resonar con ímpetu el toque de alarma, en tanto que el descubridor de la aproximación del desconocido enemigo fue a despertar personalmente a Yahuarmaqui e indicarle por qué punto venía la amenaza para que acudiese a prevenir el peligro.

La selva se estremeció con el ronco y retumbante son del bélico instrumento; despertaron sobresaltadas las tribus, y un sordo rumor salido de todas las cabañas, semejante al de un río que, roto el dique, se despeña raudo y terrible, respondió al inesperado llamamiento de la guerra. Muchos guerreros tomaron al instante sus armas y se apercibieron para la defensa; pero no pocos, cuya beodez subsistía en su ser con los párpados caídos, revuelta la áspera melena, las piernas combadas y trémulas, tendían las crispadas manos en busca de la lanza o el arco que tenían junto a sí, y no podían dar con ellos; ni faltaban quienes, alzándose trabajosamente apoyados en los codos, y murmurando blasfemias, tornaban a caer de espaldas, vencidos por el peso de torpe sueño. Mujeres animosas había que ayudaban a ponerse en pie a esposos e hijos, y les daban a la mano las armas, animándolos al combate; otras lloraban asustadas y eran reprendidas por los que no querían que el invasor notase entre ellos ninguna muestra de pusilanimidad; y las más buscaban la manera de poner en salvo a sus niños o de acallar a los que, espantados del aparato de guerra, lloraban desesperadamente. Horrible era la confusión a causa de lo inopinado del suceso y de la desprevención de todos: hombres y mujeres, viejos y niños, guerreros ajuiciados y desatentados ebrios, chocaban entre sí, se enredaban, caían, rodaban, se alzaban, tiraba el uno, empellaba el otro; éste pedía orden, y sus voces eran inútiles; aquél reclamaba su rodela, y hallaba un tendema; esotro requería una raja de leña juzgándola su maza; y los trastos se rompían a puntillazos, y se volcaban los cántaros, y corrían en arroyos el licor preparado para la continuación de la fiesta... Si en estos momentos hubiese cargado el invasor, de seguro que su triunfo habría sido sangriento y completo, y acaso sin ejemplar entre aquellos salvajes.

Pero tardó. El toque del tunduli le advirtió que estaba descubierto, y se detuvo. Era ya de todo punto imposible llevar a término el plan de sorpresa meditado. Lanzó un alarido feroz, uno como conjunto de bramidos de tigres, penetrante y prolongado, y se puso de pies. Asomaron entonces, sobresaliendo de los matorrales o confundidos entre los grupos de hojas y los troncos de la selva, infinidad de cabezas e infinidad de picas de chontas y remates de arcos. Era aquello semejante a un bosque de troncos y ramas yertas, ennegrecidos por un incendio, y que descuellan en medio de la verdura que se ha reproducido en su torno; pero en los extremos de muchos de esos fantásticos bultos alcanzaba a verse brillar chispas de fuego: eran los ojos iracundos de los salvajes.

Al cabo, cual inmensa piara de saínos que, azuzada por el hambre, corre a disputarse las bellotas que el viento ha regado al pie del roble, así se lanza la desordenada tropa de los jívaros sobre las tribus aliadas a quienes desea exterminar. Al romper la sábana de enea y los espesos matorrales que resguardan el campamento, suena como un torrente de llamas que fuera devorándolos. Ya está muy cerca de las cabañas; ya escucha las voces de los agredidos que se preparan a repelerla. De entre éstos sale súbitamente un grito que dice:

-¡Son moronas y logroños! ¡Ahí está Mayariaga!

Este es el famoso y temido curaca que se mostró enojado con Yahuarmaqui porque se negó a tomar parte con él en la guerra en que se hallaba empeñado con varias tribus de las riberas del Morona y del Amazonas. Llegó a saber que iba a celebrarse la fiesta de las canoas en el lago Chimano, y que el viejo de las manos sangrientas la había promovido. Bebió entonces la infusión del ayahuasca, enloqueció por tres días, y cuando volvió a su juicio, aseguró que los genios, sus protectores, le habían revelado la necesidad y justicia de buscar al jefe de las paloras para vengarse de él, por no haberle ayudado en sus combates. Reunió en seguida los más aguerridos salvajes de su propia tribu, llamó en su auxilio a varios aliados, que le obedecieron sin replicar juzgándole inspirado, y se puso en camino hacia el Nordeste con el fin de caer en las márgenes del Chimano la noche de la luna llena de diciembre. Anduvo unos cuantos días, unas veces abatiendo las malezas de los bosques, otras rompiendo las ondas del Pastaza, y siempre huyendo con suma cautela del encuentro con las tribus desparramadas en el tránsito, para no ser descubierto ni errar el golpe. Es imposible que un guerrero salvaje pueda equivocarse en el cómputo a que sujeta sus movimientos estratégicos, y así Mayariaga estuvo la noche prefijada en el campamento del enemigo a quien buscaba.

Lo desprevenido de éste no estorbó para que el invasor diese con multitud de combatientes que le recibieran y rechazaran con valor. El primer choque fue recio y terrible. Los agredidos se defendían y ofendían resguardados por sus propias cabañas, desde las cuales hacía salidas rápidas y diestras que dejaban mal parado al enemigo. Silbaban las flechas y venablos; crujían las rodelas golpeadas por las fuertes mazas: traqueaba el frágil maderamen de las chozas que los moronas quisieran derribar, cual habidas por las olas de un aluvión; y el tunduli no dejaba de sonar ni un instante; y había gritos de rabia infernal, denuestos y blasfemias, y quejidos de los que caían, crujidos de dientes, palabras inconexas de moribundos, ayes angustiosos, suspiros postrimeros... La luna, que parecía huir al ocaso por no presenciar tan espantoso cuadro, reflejaba su luz en arroyos de sangre, en lágrimas de despecho y en ojos que se torcían de ira y dolor antes de cerrarse para siempre.

Yahuarmaqui, a la voz del fiel záparo y al son del tunduli, se despertó con trabajo, e hizo esfuerzos para sacudir el entorpecimiento de sus miembros y recuperar su conocido valor.

-Hermano -dijo al de Andoas-, sabes muy bien ser amigo y aliado del viejo de las manos sangrientas, y este no te olvidará nunca. El miserable que nos ataca, quien quiera que sea, perecerá a mis golpes, y tú tendrás el merecido premio. ¿Qué deseas? Pídeme ya lo que te plazca. ¿Quieres cuatro cabezas de los principales enemigos? ¿quieres todas sus armas? ¿quieres dos de las doncellas más guapas de mi tribu?

-Yo no quiero -contestó el záparo-, sino pelear junto a ti y probarte que soy digno de tu amistad.

Y ambos están ya en la pelea. La presencia del anciano anima a los suyos y amilana al enemigo. Yahuarmaqui es un genio silvestre, bronco y rudo, de aspecto y de mirar espantosos delante de su adversario; su voz, aunque balbuciente, supera a la del tunduli, y se hace oír en todo el campo; cada una de sus frases es sentencia de muerte: a nadie se perdonará la vida: el que tuviere piedad de un invasor será reo digno de pena capital, y sobre él caerá la maza vengadora de un fiel aliado de Yahuarmaqui. Las órdenes de éste llevan la sanción del ejemplo: hele allí al anciano jívaro que, semejante al témpano desprendido de la cresta del monte, abate y aniquila cuanto halla al paso. Su maza es un rayo que voltea sin cesar sobre las cabezas enemigas, y a cuyo golpe nada resiste: las rodelas más fuertes saltan en astillas, las pesadas lanzas vuelan desprendidas de las manos que las empuñan, cual si fuesen ligeros bastoncillos de mimbre, y los calientes sesos mezclados con fragmentos del cráneo y del tendema son esparcidos a distancia, sin que el guerrero que se desploma sin cabeza hubiese tenido tiempo de exhalar ni una queja. Nunca fue más terrible el jefe de las manos sangrientas; su corazón rebosa en ira; su rostro pintarrajado, en el cual saltan dos granos de candela en vez de ojos, es el del mungía, terror de los salvajes; la áspera y enmarañada melena, mojada en sudor y sangre, le azota las espaldas y los hombros, como para excitarle más y más al furor; su agitado aliento es el de un corcel herido en la batalla; sus brazos llueven muerte y exterminio en cada movimiento.

Los mismos aliados de Yahuarmaqui, que no habían tenido cabal idea de él, ni del motivo al cual debía su nombre y fama, estaban pasmados de verle. Y los invasores comenzaban a flaquear y retroceder; pero su retaguardia, si tal puede llamarse en ese pelear sin orden un grueso pelotón de bárbaros que esperaba el momento oportuno para lanzarse al socorro de sus amigos, disparó una nube de flechas con colas de fuego que se clavaron en las cabañas. A poco las llamas y el humo que se alzaban de la mayor parte del campamento y los gritos de las mujeres y niños que huían del incendio, causando gran desorden entre los aliados, avivó el coraje de la gente de Mayariaga. La lucha se volvió más espantosa: era una brega a muerte de cuadrillas de demonios a la siniestra luz de las hogueras del infierno. A veces se veían saltar, chocar y enredarse entre las llamas los desnudos cuerpos, o caer en las brasas los heridos, donde chirriaban sus carnes acompañando los últimos gemidos o las blasfemias con que se despedían de la vida.

Yahuarmaqui, en tanto, busca y llama a grandes voces a Mayariaga: éste busca asimismo al viejo curaca: la furia llama a la furia, la muerte a la muerte. El joven jefe de los moronas es un hermoso salvaje, de atlética y gallarda talla, fornidos miembros y abundante cabellera. La ferocidad de sus instintos compite con la de su adversario. Hállanse al fin. Ambos se detienen un momento y se lanzan miradas abrasadoras como las llamas que los rodean. Parecen dos tigres que, erizados los lomos, alzadas las esponjosas colas y abiertas las bocas que chorrean sanguinosa baba, se disponen a despedazarse.

Yahuarmaqui habla primero.

-Curaca ruin -dice a Mayariaga-, me alejé de las orillas del Morona por ser justo y leal contigo y mis demás aliados; pero tú has buscado las sombras de la noche y has venido en los días sagrados a sorprenderme y matarme, juzgándome desprevenido. Está bien: no hay duda que tu cabeza me hacía falta, y vienes a dármela.

-Viejo indigno -contesta Mayariaga-, te has vuelto cobarde como un raposo y charlas como una mujer, en vez de combatir. No te acuerdes de lo pasado; piensa que vas a morir a mis manos, y si te queda algún puntillo de valor, mueve las armas y no la lengua, porque no me gusta matar a quien no se defiende y sólo derrama inútiles palabras.

-Salvaje de la lengua fácil y las manos torpes -replica el anciano tirando a un lado la maza y empuñando una poderosa pica-, voy a mostrarte cómo sé castigar la insolencia. -Y en tono irónico añade-: Esa maza magullaría tu cabeza, y yo la quiero intacta: ¡es tan bella!

-Pica o maza -repone el otro-, allá se va a dar, porque ninguna arma ha de librarte de caer hoy tendido a mis pies como una pobre liebre. Acércate y tira, viejo; si yerras el golpe...

Yahuarmaqui le interrumpe lanzándose como un relámpago al combate singular, al cual con tan rudas provocaciones se le incita. Ligereza y maestría como las suyas apenas son para imaginadas: naturaleza no menoscabada por los años se muestra con todo el vigor y pujanza de la juventud; sus movimientos son una serie de exhalaciones que compiten con el pensamiento; su pica gira rápida sobre la cabeza del enemigo, o se mueve en instantáneas espiras a la derecha, a la izquierda, por el rostro, por el pecho, por el vientre, por las piernas; o hace triángulos y cotas, o cae de filo, o hiere de punta... Mayariaga, con no menos sorprendente destreza, se defiende y ataca alternativamente; pero está fatigado y la rapidez del arma contraria le fascina, y se le turba la vista. Las rodelas de entrambos, destrozadas ya, no bastan a cubrirlos. El sudor chorrea de sus cuerpos. Yahuarmaqui estrecha sin cesar a su adversario, quien no se deja herir, pero retrocede. Al cabo se le traba en las piernas un jívaro herido que batalla revolcándose en las últimas angustias y cae. Los paloras arrojan un grito de triunfo; los moronas un ¡ay! lastimero. Mas el anciano jefe se detiene y dice:

-Álzate, Mayariaga; yo no sé herir al caído.

Reina un instante de silencio. Levántase el curaca de los moronas con la vergüenza y la cólera pintadas en el semblante, que ha medio ocultado la negra y desordenada melena, y el duelo se restablece con el mismo furor con que empezó. Pero el viejo de las manos sangrientas es herido en un muslo, con lo cual, doblaba su furia, se dobla asimismo la violencia del ataque, y su enemigo apenas puede contrarrestar los golpes que le asesta con inaudita rapidez. Alcánzale uno, aunque leve, al costado derecho, y el fragmento de rodela que aún embraza acude tarde a este lado, dejando visible el izquierdo; Yahuarmaqui lo advierte, y mirada y golpe dan a un tiempo en el indefenso pecho. Mayariaga, atravesado el corazón, cae a plomo y espira como herido por un rayo. El anciano le pone la planta casi sobre la abertura que mana un arroyo de hirviente sangre; le desata los collares y adornos de huesos de tayo; arranca del cinto un ancho cuchillo, y separa del tronco la cabeza que, suspendida por los cabellos, la alza y enseña a los combatientes gritando en voz espantosa:

-¡Ea, éste fue Mayariaga, mi enemigo!

Aterrados los invasores al verse sin jefe, y al contemplar la sangrienta cabeza de éste, retrocedieron hasta la selva vecina, tras cuyos árboles y matas hallaron abrigo. Pudieron ser perseguidos; mas pudieron también defenderse disparando millares de flechas enherboladas desde los naturales parapetos que los ocultaban. Esto y la necesidad de los otros de acudir a salvar sus familias del incendio que continuaba, hicieron que cesase del todo la pelea.




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- XIV -


El canje


Hacía una hora que brillaban las suaves luces de la mañana contrastando con las del incendio. Las llamas habían devorado la mayor parte de las cabañas e invadido los matorrales y las masas de enea de las inmediaciones. Todos los salvajes aliados se ocuparon en matar el fuego y reparar en lo posible sus estragos.

¡Qué contraste tan espantoso! el campo de la fiesta de ayer es hoy campo de desolación: pocas horas antes donde hoy se llora, se reía; donde hoy se retuercen los agonizantes, se danzaba; los cantares se han trocado en gritos de dolor, las alabanzas en maldiciones, la expansión del júbilo en votos de venganza, y el licor en sangre.

Más de cien cadáveres yacían tendidos, y de entre los escombros se sacaban otros de mujeres y niños, y de guerreros, a quienes el sueño de la beodez impidió salvarse del de la muerte. Esposas y madres lloraban a grito herido junto a sus hijos y esposos difuntos, los niños daban alaridos de terror, y los demás salvajes bufaban de ira.

Los hermanos de Cumandá sucumbieron en la lucha, y el viejo Tongana fue hallado entre las ruinas de la cabaña de Yahuarmaqui, medio quemado, pero vivo. Pona y las viudas de sus hijos lloraban con angustia y esperaban que el amuleto de la primera hiciese resucitar a los muertos queridos, a cuyos yertos miembros los aplicaban, y que curase instantáneamente al anciano de la cabeza de nieve, ya cabeza de tizón apagado. Luego se ocuparon en buscar el cadáver de la virgen de las flores, a quien suponían quemada, y examinaban los cuerpos carbonizados de unas cuantas infelices jóvenes.

Los andoas, que se distinguieron por su calmado valor en la pelea, y que por lo mismo de ser calmado fue más funesto al enemigo, buscaban también a Carlos, cuya desaparición los confundía y llenaba de pena.

Yahuarmaqui, sentado en un tronco de matapalo y rodeado de los principales jefes, se hacía curar la herida y al mismo tiempo daba órdenes para las ceremonias del enterramiento de los difuntos, según la costumbre de cada tribu, y para emprender inmediatamente después la vuelta a sus moradas, ya que no era dable continuar la fiesta, cuyo remate en el primer día mostraba que no había sido aceptada por los genios del Chimano.

-Sí, hermanos -continuó-, no cabe duda que ellos han visto con ojos de disgusto y rechazado con airadas manos nuestras ofrendas, pues nos han enviado tribus enemigas que nos exterminasen. Contra ellas, sin embargo, hemos peleado y las hemos vencido; mas como no podemos combatir igualmente con el buen Dios y los genios invisibles, debemos retirarnos. Hermanos y amigos, que cada uno de vosotros se apresure a llorar por sus muertos, y los ponga sobre la tierra o bajo la tierra, con armas o sin armas, solos o acompañados.

A poco, un mensajero de los moronas con tendema de plumas amarillas y adornos del mismo color en rodela y pica, cruzó el campamento y vino a la presencia de Yahuarmaqui. Dio dos golpes con la pica en el rústico escudo, llevó luego la mano abierta al corazón y la frente y dijo:

-Óyeme: traigo paz. Curaca del brazo vencedor y el pecho generoso, dueño de veinte cabezas enemigas y aliado de las más aguerridas tribus del desierto, ¡oh Yahuarmaqui!, abre tus oídos a mis palabras, y tu alma reciba mis razones. Las tribus del gran río y del gran lago te han buscado para matarte, y tú las has vencido: has caído sobre ellas como el matapalo de mil años sobre los arbustos, y las has destrozado; en adelante nadie dirá que en nuestras selvas hay otro guerrero comparable a ti: has quitado la vida al famoso Mayariaga, y quedas sin rival. Tu corazón debe estar satisfecho, y nosotros, aunque lloramos la pérdida de nuestro jefe, veneramos la mano que ha enviado su alma al país de los espíritus. La suerte de la guerra está, pues, contigo: tuya es la victoria y el luto es nuestro. Pero, grande y temido curaca, sabemos que eres tan generoso, que nunca añades al vencimiento el vilipendio del enemigo: ahí tienes a tus pies el cuerpo del infeliz guerrero que has derribado con tu destreza y pujanza, y su cabeza, suspendida de los cabellos en tu propia lanza, gotea negra sangre. Para ti este espectáculo es agradable; para nosotros es vergonzoso y horrible: ¡los despojos de nuestro jefe en tal estado!... ¡Oh! devuélvenos, Yahuarmaqui, el cuerpo y la cabeza de Mayariaga; no destines a que te sirvan de nuevos trofeos la piel y los cabellos del que un tiempo fue tu amigo; consiente que honremos sus despojos llevándolos a nuestra tierra, y enterrándolos en su cabaña fúnebre junto con sus mejores armas y la más querida de sus mujeres.

El curaca de los paloras plegó el entrecejo más de lo que solía, y tardó en contestar: diestro y astuto en el trato con los demás salvajes, nunca soltaba la palabra, sino cuando estaba persuadido de la conveniencia del pensamiento.

-Mensajero de las plumas de color de oro -dijo al fin-, el imprudente jefe de los moronas buscó la cólera del jefe de las manos sangrientas, y ha perecido, como era seguro que sucediese. Ahí está para escarmiento de los demás salvajes que quieran provocarle. El ciervo que cae en las garras del tigre es imposible que escape de ellas con vida.

El anciano volvió a enmudecer por unos instantes; todas las miradas, llenas de miedo y curiosidad a un tiempo, estaban fijas en él. Luego señalando el cadáver de Mayariaga y dirigiéndose con frialdad al mensajero añadió:

-Puedes llevártele.

-Noble y generoso anciano -replicó el solicitante-, el cuerpo y la cabeza te pido, porque nuestro curaca debe ser enterrado entero en su última morada; de lo contrario, tú lo sabes, su nombre viviría deshonrado, y su alma vagaría sin descanso alarmando y haciendo mal a todas nuestras tribus.

-Jívaro, el de las palabras de paz -repuso Yahuarmaqui-, a la cabaña del vencedor no va jamás el alma del vencido: así, pues, yo no tengo nada que temer, y debo cumplir mi ambición de multiplicar las cabezas disecadas que dan testimonio de mi valor y honra. La de Mayariaga me hacía falta.

-Si no te mueve la generosidad para con tu desgraciado enemigo -insistió el mensajero-, muévate el interés...

-¡El interés! ¿puede haberlo para mí superior al de poseer esa hermosa cabeza?

-Sin duda: te propongo un canje precioso y digno del vencedor de los moronas.

-¡Un canje!

-Hemos tomado una prisionera y...

-¡Una prisionera!

-Y un prisionero con ella. Mayariaga había destinado para sí la joven, y es justo que sirva a lo menos para rescatar su cabeza.

Una idea súbita chispeó en todas las frentes: comprendieron que la prisionera podía ser Cumandá. Yahuarmaqui ordenó que se la presentasen, jurando que si el canje era con ella, sería aceptado y concluido al punto.

Y con ella era, en efecto, y Carlos la acompañaba...

Poco había caminado en las aguas del Pastaza, cuando al voltear un pequeño recodo de la orilla a la cual iban arrimados, se tiraron a nado diez jívaros y rodearon la canoa. Resistir era inútil, inútil rogar, inútil argüir: estaban en manos de Mayariaga. Todos los planes de la fuga fueron trastornados en un instante, todas las esperanzas fueron desvanecidas como el perfume del incienso por una ráfaga de viento, y los dos amantes... ¡ay! ¡helos allí de nuevo en el teatro de las amarguras y los peligros, del cual se juzgaban alejados para siempre!

Cabizbajos, enrojecida la frente por la vergüenza, trémulos de ansiedad, destrozado el pecho por el dolor actual y el presentimiento de mayores desgracias que sobrevendrán en seguida, Cumandá y Carlos, rodeados de multitud de salvajes que se agolpaban a verlos, fueron traídos a la presencia de Yahuarmaqui. Forjábanse mil diversos comentarios; mil opiniones volaban de boca en boca acerca del destino que cabría a los dos prisioneros; mil votos en contra de ellos, mil en favor, especialmente de parte de las mujeres, siempre inclinadas a la misericordia, se elevaban a un tiempo, y todas las miradas convergían hacia el anciano curaca, quien, como la víspera en la escena del lago, debía fallar y su fallo ser inapelable y ejecutarse incontinenti. Pero ¡qué diversas son las circunstancias! ayer había gozo en el corazón del anciano, hoy dominan en él la indignación y la ira; ayer se hallaba rodeado de las galas de la fiesta, hoy tiene delante un campo sembrado de cadáveres y escombros; ayer escuchaba cantos y exclamaciones de alegría, hoy hieren sus oídos quejas y ayes dolorosos. Todo ayer contribuía a inclinar su ánimo a la bondad y la beneficencia, hoy todo conspira a encruelecerle.

El jefe de los jefes indaga cómo y dónde han sido apresados la virgen india y el joven blanco, y el mensajero que propuso y arregló el canje le impone de lo que sabe.

-¡Luego fugaban! -exclama Yahuarmaqui-; ¡luego no han sido tomados durante el asalto! Mensajero, el de los colores de paz, el cambio está aceptado: llévate el cuerpo y la cabeza de tu curaca; que su alma no vague por las orillas de los ríos y las sombras de los bosques. Los moronas están satisfechos, y puedes retirarte; ahora reclaman mi atención los que han profanado los días sagrados. Su castigo desagraviará a los genios benéficos del lago y de las selvas.

Uno como tronco negro, deforme y medroso, que arrastrándose como un caimán por entre las piernas de los concurrentes había conseguido introducirse al centro del lugar en que pasaba la escena, dijo entonces en voz lánguida y cavernosa:

-Sí, sí, hermano ¡justicia! que el malvado mungía no triunfe, y que la sangre de esos dos criminales odiosos vengue el ultraje de los genios del lago, enojados por causa de ellos contra nosotros.

Era Tongana quien hablaba, era el viejo cruel e inexorable que, con tal de saciar su odio contra un blanco, no reparaba en pedir el sacrificio de su propia hija. Pona que le acompañaba tristísima de ver que su amuleto había sido ineficaz contra el hado que le arrebató sus hijos, decía a Tongana juntando las manos en actitud suplicante:

-¡Esposo mío! ¡esposo mío! ¿qué atrocidad pretendes? si muere Cumandá ¿quién nos queda? ¡Ah esposo mío! ¡pide gracia para ella!

El viejo por toda respuesta volvió a su mujer los ojos de fuego, inquietos en sus órbitas desguarnecidas de pestañas.

Cumandá, entretanto, reunía toda su fuerza moral y explicaba con la franqueza de la inocencia al anciano jefe el motivo de su fuga, abogando con vehemencia por el extranjero.

-Los culpados -añadía-, los únicos culpados son los que han perseguido de muerte al blanco, al blanco que no por serlo deja de ser hermano nuestro. Noble jefe de los jefes, acuérdate, pues tú lo viste, cómo se le echó al fondo del Chimano. Después se trató de hacerle beber licor emponzoñado: y por último, mira este paño rasgado por la flecha que se disparó contra el extranjero; el arma debe estar todavía clavada en el tronco. De todas tres muertes le he salvado; ¿habré hecho mal? ¡No, curaca! por mí no ha habido un cadáver durante las más brillantes ceremonias de la fiesta; he evitado una profanación, he evitado un crimen. Al cabo, para salvarle del todo y salvarme, huí con el blanco; ya no nos quedaba otro arbitrio. Mi alma, ¡oh, Yahuarmaqui! está encariñada con su alma; las dos se han reconocido por hermanas: las une un lazo de amor superior a la muerte misma; aunque quisiéramos, no podríamos desatarlo. Es como la vieja liana agarrada al guayacán, como el brazo pegado al hombro, como la piel adherida a la carne y la carne a los huesos. Pero si tu voluntad es castigarnos, caiga tu justicia sólo sobre mí; sí, curaca; manda despedazarme; que mis miembros cortados en pedazos sean echados a los saínos del bosque y a los caimanes del Chimano. Pero al blanco... ¡ah no, no toques al blanco!... ¿No le ves, curaca? ¿no le ves? No se parece a ninguno de los hijos del desierto, y ¿quién nos asegura que no es hermano de nuestros genios benéficos? ¡Ah! si ordenas su muerte... ¡quién sabe!... ¡Oh jefe! ¡no te expongas a hacer con él una injusticia...

La fiebre del amor, excitada por el peligro del objeto amado, enardecía el lenguaje de la virgen, que casi deliraba. Pero Carlos, al oírla pedir la muerte para sí sola se apresuraba a decir al curaca temblando de emoción:

-¡Anciano jefe! ¡oh, noble anciano! ¡óyeme! ¡no, no pronuncies fallo ninguno antes de oírme! En tus manos está nuestra suerte, como la de la paloma presa en las garras del cóndor. Yo no defiendo mi vida: dispón de ella; ni aun creo que me hicieras daño ninguno con arrebatármela... ¡Qué! ¿podría el cautivo tomar a mal el que le quebrantasen las pesadas cadenas?... Pero respeta a la virgen de las flores: es inocente, mi contacto no la ha mancillado, y está pura: sí purísima como la luz de la mañana que nos alumbra, más que los genios de vuestro lago, más que el corazón de vuestros tiernos niños: lo está como un ángel, como uno de los espíritus que sirven al buen Dios. ¡Curaca! ¡jefes! ¡nobles tribus del desierto! ¡Respetadla! ¡no la toquéis! ¡No apaguéis este lucero de vuestras selvas! ¡no esparzáis al viento este perfume de vida y virtud que la Providencia ha puesto entre vosotros! ¿Qué queréis por la vida de Cumandá? Tengo mucho que daros: allá, al otro lado de las montañas, poseo riquezas; todas serán vuestras. ¿De qué os servirá la venganza? ¡Venganza estéril! ¡venganza fatal para vosotros mismos! La sangre de la virgen clamaría contra sus vertedores, y la ira del cielo descendería sobre vuestras cabezas. Pero mi sangre no gritará pidiendo justicia: podéis regarla sin temor. ¡Guerreros, mirad el blanco donde debéis clavar vuestras flechas! ¡Ea, al punto: no vaciléis!

Carlos rasgaba, al decir esto, sus vestidos, mostrando descubierto el pecho, donde se notaba el violento latir del corazón. También para él en esos momentos la pasión rayaba en frenesí. Parecía que la vida material había cedido todo su lugar a la sola acción del sentimiento: a matarlo en ese acto, se habría matado la pasión, no al hombre porque ya no existía.

Yahuarmaqui fluctúa en la indecisión: su venganza pide entrambas víctimas; pero su corazón excluye a una: Cumandá le encanta: ¿será posible ordenar la muerte de esa belleza que está ahí temblando, pálida, atrayéndose todas las miradas y cautivándole a él mismo? Mas, por otra parte, un acto de debilidad en la presente ocasión puede exponer su autoridad para con las tribus aliadas, y para con los guerreros de su propia tribu. Recorre con inquietas miradas la multitud; fíjase en todos los semblantes: quiere descubrir en ellos la decisión de otros pechos, ya que el suyo está desnudo de ella, y en este rostro halla señales de ira, en aquél de compasión, en esotro de angustia; y su vacilación se aumenta. Va a decir algo, y cierra los labios de miedo que se le escape alguna palabra de la cual pueda luego arrepentirse. Desea pedir consejo a los curacas de las demás tribus; pero esto menguaría también su autoridad: ¿cuándo ha obrado sino conforme a su despótico albedrío? Su ánimo atraviesa un momento de alteración terrible: ese estado es completamente anormal: ¡Yahuarmaqui vacilante, cual si le hubiesen robado la voluntad! ¡Yahuarmaqui, el inexorable jefe, suspenso entre los atractivos de la belleza y la necesidad de un castigo! ¿Desde cuándo el torrente no arrebata, la llama no abrasa, el rayo tarda en herir?... Suspensos le contemplan todos, y nadie habla ni chista durante muchos minutos: es un conjunto de estatuas del terror y del pasmo que rodean las imágenes de la venganza que se resuelve y reprime a un tiempo y de la angustia y la agonía que esperan el golpe final. Cumandá dirige a Carlos miradas rebosantes de dolorosa ternura; Carlos envía a Cumandá en las suyas toda su alma apasionada. Cada instante que transcurre es para los infelices un paso al fin trágico que tienen por inevitable: ambos sienten que la helada mano de la muerte les palpa el corazón, y que su convulso labio les susurra al oído frases que no comprenden; pero en vez de apagarse el inefable afecto que los domina, se aviva más y más: la muerte es para el verdadero amor un poderoso incentivo... Yahuarmaqui, con los ojos abiertos y sin ver, caídas sobre ellos las canas y esponjadas cejas, desplegados los labios, pálidos como hojas tostadas por el estío, y las manos en convulsión nerviosa sobre el mango de su temida maza, se abandona un breve espacio a sus desconcertados pensamientos. La lucha interior es más reñida. Sin embargo, parece al fin decidirse: el anciano alza la cabeza y la sacude como para esperezarla; su expresión es la del tigre al lanzarse sobre su presa; llama a dos diestros arqueros a su lado, señala con el dedo a la virgen de las flores y al extranjero, y con voz de mar agitado por la tormenta, grita:

-¡A entrambos!

Los arcos se tienden; nadie respira; las mujeres se cubren los rostros con las manos o las hunden en tierra. Todos los ojos se han vuelto a los dos jóvenes que semejan estatuas de cera. Pero en este acto el viejo curaca se pone en pie, y desvía las armas con su clava exclamando:

-¡Deteneos!

La respiración contenida de tantos pechos se escapa y suena como la repentina bocanada de viento que azota la pradera y hace inclinar las flores sobre los delgados tallos.

-¡Deteneos! -repite Yahuarmaqui-; no conviene que ambos mueran: he jurado poner a Cumandá en el número de mis mujeres; he jurado protegerla, y no se dirá nunca que una promesa hecha con juramento por el jefe de los jefes, ha sido como el polvo que un viento deposita en las hojas de los árboles, y otro viento lo barre. Muera sólo el blanco que ha maleado el corazón de la virgen: ¡arqueros, a él!

Los arcos se tienden con dirección a Carlos; vuelve el silencio de los espectadores, mas Cumandá da un rápido salto, se coloca delante de su amado, abriendo los brazos para cubrirle mejor, y exclama:

-¡Esas flechas no herirán al blanco, sin traspasar primero mis entrañas!

Vuelve la maza de Yahuarmaqui a desviar los arcos, y las saetas pasan silbando y como una exhalación, rasando la cabeza de la heroína y llevándose algunas hebras de cabello enredadas entre las plumas. El anciano tiembla de cólera, y ordena separar a los amantes para quitar todo estorbo a la ejecución. Dos esforzados jívaros van a cumplir lo mandado por el jefe; pero la joven les dice en tono enérgico y amenazante:

-No me toquéis, porque invocaré contra vosotros a los genios del lago, y si ellos no acuden, al mungía.

Los dos guerreros se detienen y retroceden con supersticioso respeto, echando oblicuas miradas ora a Yahuarmaqui, ora a la virgen. Aquél insiste en su orden, y con ojos satánicos, y con el brazo tendido hacia los jóvenes, amenaza y repite:

-¡Separadlos! ¡separadlos!...

Mas desde el principio de esta angustiosa y conmovedora escena, se notaba en el más retirado extremo del inmenso grupo apretado en torno de Yahuarmaqui y los dos prisioneros, que un záparo trataba de abrirse paso, y pugnaba con la multitud y daba voces -voces que nadie atendía, porque era otro el objeto que cautivaba la general atención-. Al fin, se valió del arbitrio de hacer dar con un compañero unos golpes de tunduli, mientras él levantaba en la punta de una lanza un penacho de plumas amarillas. El toque del instrumento bélico que asorda el campo, y el signo de paz alzado al mismo tiempo, distrajeron un momento a la muchedumbre, que se apresuró a dar paso entre sus oleadas al guerrero záparo.

-Traigo paz -dijo, según la costumbre, al presentarse al curaca y en voz entrecortada por la fatiga y la emoción-; traigo paz: escúchame, ¡oh grande hermano de los andoas! y dígnate no mover tus labios ni tus manos antes de atenderme, para que evites un acto de injusticia.

-Hable el hermano záparo -contestó Yahuarmaqui con visibles muestras de disgusto-: el jefe de los jefes presta oído a las palabras de paz.

-Yo fui -continuó el de Andoas-, quien esta madrugada metió la cabeza entre la tierra y descubrió la proximidad del enemigo; yo fui quien hizo tocar el tunduli y alarmar el campamento; yo quien voló a tu cabaña a espantar el sueño de tus ojos para que te apercibieses a la pelea; yo quien a tu lado combatió hasta que de cansancio se adormeció su brazo, y este fue el único premio que escogió, rehusando los que le ofreciste generoso. He obrado, pues, como amigo tuyo, e igual porte han observado mis hermanos, los záparos cristianos, que han derribado gran número de enemigos; ahora reclamo de ti el respeto a nuestro pacto de amistad...

-¡Los genios del lago me preserven -interrumpió Yahuarmaqui con ardor-, de olvidar que cambié mi collar de dientes de mico con el collar del mensajero de los andoas, y que con él bebí el licor de la fraternidad! El curaca de las manos sangrientas no tiene ni tendrá nunca la mancha de la infidelidad.

-Bien creo -repuso el otro-, que no eres infiel a tu juramento, y que no haces beber a la tierra del olvido el licor de la fraternidad, ni echas al río el collar de la alianza; pero el enojo que ha derramado hoy su veneno en tu corazón, va llevándote, sin que lo notes, a un acto malo, por el cual, tú, jefe de los jefes, que alabas la firmeza de tus juramentos, vas a obligar a los andoas a echar al Pastaza el collar de dientes de mico, y a verter en la arena el licor de la amistad.

-Guerrero, has traído insignias de paz a mi presencia, ¡y me acusas! -dijo el anciano con extraordinaria gravedad-; ya penetro que quieres abogar por ese blanco que ha profanado los días sagrados y fugado robándose una virgen de la fiesta.

-Gran curaca, rompe mis entrañas y diseca mi cabeza, si he querido ofenderte con una acusación. Es cierto que reclamo la vida del hermano extranjero; no es seguro que sea culpado ni creo que de su parte haya habido profanación de la fiesta, y tú quitándole la vida, ultrajarías a los andoas, que le aman cual si fuese de su sangre. ¡Oh Yahuarmaqui! no quieras que la de un amigo derramada en la arena del Chimano, llame contra ti la venganza: si la derramares, fuerza es decirlo, yo mismo ceñiría mi cabeza con el tendema de plumas negras, de negro forraría mi rodela, negro penacho flotaría en mi lanza, y con el cabo de ésta tocaría las puertas de todas las tribus cristianas, y las levantaría contra ti y los tuyos... Mas no; no llegará nunca este caso; porque en tu pecho se asientan la generosidad y la justicia; los ojos de tu espíritu saben descubrir la razón, y te la presentan para que la acates. Si jamás se ha dicho que el jefe de los jefes, que acaba de tronchar la cabeza del bravo Mayariaga, es cobarde; menos podrá decirse que es capaz de faltar a la fe de la alianza ni de cometer una iniquidad. Además, ¿no soy acreedor al premio que me ofreciste? Yo no quiero cabezas de enemigos, ni armas, ni mujeres: quiero el extranjero; le quiero vivo; dámele, que ese es mi premio.

Infinitas voces de aprobación suenan por lo bajo, pues nadie se atreve a mostrar su opinión favorable a Carlos y al záparo de un modo claro; porque ignoran a qué lado se inclinará la del terrible curaca; pero no pocos labios susurran palabras de enojo a causa de la solicitud del cristiano de Andoas, e interiormente hacen votos porque Yahuarmaqui no ceje y se lleve a término la sentencia contra el blanco. Una voz que parece de alguien que habla dentro de un tonel, repite: «¡Entrambos! ¡entrambos! ¡sus almas al mungía y sus carnes a los peces del lago!».

Es Tongana quien así se expresa.

En tanto, el curaca de los paloras guarda silencio y reúne todas las fuerzas de su raciocinio para juzgar y resolver tan delicado asunto. Poderosa es la tribu de los paloras; mas perdida su alianza con las del Occidente y el Norte, y enemistada con ellas, su situación llegaría a ser de lo más tirante y peligrosa. Y que esa enemistad sobrevendría al romper con los andoas, era indudable; porque estos cristianos podían atraer a su partido a unos por la comunidad de creencias, y a otros por la de los intereses materiales, y hacer la guerra a los que, en cierta manera, son advenedizos en las márgenes del Palora. Nada común es la penetración del jefe de las manos sangrientas, y grande su experiencia; así, pues, no tarda en resolverse por lo que juzga más prudente.

-Guerrero hermano, el de las palabras de paz -dice al cabo mostrando suma dignidad en el semblante y con voz pausada y grave-, el premio que has elegido no se te disputará: vete a tu pueblo con el extranjero, a quien los záparos de Andoas habéis adoptado por hermano. Yahuarmaqui no derramará jamás el licor de la alianza y la paz con vosotros; no sembrará semillas de disgusto en vuestro pecho; no llegará día en que por su causa un aliado suyo se ciña el tendema negro. Vete, amigo y hermano.

Como rotos los bordes de un gran estanque, se derraman sonando sus ondas en todas direcciones, así se desparramó la muchedumbre que rodeaba al viejo curaca, diversamente impresionada y gritando y murmurando y hablando sin concierto. El bufido de ira de Tongana se distinguió entre aquel rudo concurso de ruidos y voces.

Los andoas arrebataron a Carlos de los brazos de Cumandá casi a viva fuerza. Ella, poco menos que difunta, fue llevada por la familia del jefe de los jefes, a quien pertenecía por el derecho de la fuerza, resumen de toda la legislación de los salvajes en todas partes.




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- XV -


A orillas del Palora


El Chimano ha quedado desierto y silencioso como antes de la fiesta. Los peces, reptiles y aves, que se escondieron o huyeron asustados del concurso de las veinte tribus, han ido asomando poco a poco, recelosos todavía, a recuperar su imperio. La culebra ondula lentamente por entre la hierba hollada y marchita; se detiene de cuando en cuando, alza la cabeza y la vuelve inquieta a todas partes. La pesada y tarda tortuga se acerca a la orilla, y busca en vano la nidada que despedazaron los pies del salvaje o que sirvió en su festín. Los fragmentos de madera, las hojas, flores y frutas, reliquias de la pasada fiesta, que vagan mansamente en la superficie de las aguas, sobresaltan a veces a los peces y patos y los obligan a huir; pero al verlas inofensivas, les pierden al fin el miedo y terminan por familiarizarse con ellas: peces hay que persiguen las flores, jugueteando alegres, o que adentellan las frutas y las sumergen hasta el fondo, donde desaparecen en un instante devoradas por un enjambre de chicuelos. No faltan patillos que llegan a tanta audacia que se posan en los trozos de tablas y de ramas, y se mecen sobre ellas en acompasado vaivén sobre las olas que levanta la suave brisa de la selva. Hase retirado el hombre, y han vuelto a imperar en grata armonía las leyes de la naturaleza.

Sólo ha quedado en la ribera un corto pueblo de difuntos. Cada tribu ha dado a sus muertos el último descanso conforme a sus creencias y costumbres: los moronas han hecho fuertes estacadas con cubiertas de ramas y de hojas de chambira, y han puesto los suyos dentro de ellas, rodeados de armas, vestidos y manjares; sólo el cadáver de Mayariaga se han llevado consigo, porque deben honrarle de una manera especial, allá en su tierra, y darle por compañero el de la más hermosa y querida de sus mujeres, sofocada en el conocimiento de ciertas yerbas y flores aromáticas, que tiene la virtud de no deteriorar la belleza. Algunas tribus han sepultado los despojos de sus guerreros y puesto encima enormes troncos. Los indios cristianos se han limitado a cubrir sus sepulturas con tierra y césped, y han clavado sobre ellas el signo de la redención humana, hecho de toscos palos amarrados con corteza de palma y coronados de amancayes. Algunas bestias carnívoras que husmearon aquella necrópolis del desierto, iban por la noche a dar vueltas por las estacadas y escarbar el suelo; sus lúgubres aullidos parecían los lamentos que consagraban al trágico fin de los guerreros salvajes, de cuyos restos ansiaban henchir sus hambreados vientres. Unas cuantas cruces fueron derribadas, y no pocos difuntos sirvieron de manjar a fieras y alimañas. ¿Qué hay de admirar en esta obra de las bestias feroces? Nada, porque también los hombres echan a tierra y despedazan la cruz, por devorar lo que a su sombra se resguarda... ¡Ah! ¡cuánta analogía se halla a veces entre las pasiones del ser racional y los instintos de las fieras!

Las tribus del sudeste partieron primero, abrumadas por el dolor y la vergüenza, cuando esperaban volverse entonando cantos de victoria. Después, los paloras y sus aliados, parte por tierra, a falta de las canoas que los prófugos echaron en el Pastaza, y parte remando por éste con gran trabajo, se volvieron a sus respectivas moradas. Los andoas les llevaron una delantera de dos días, y vieron desde su playa desfilar tristemente las barquillas de sus compañeros y amigos, despojadas de todo adorno, como estaban los corazones de sus dueños despojados de toda alegría, que había barrido el despiadado soplo del infortunio. Con lento bogar ascendían todas, y unas allá en la margen opuesta se perdían al doblar el ángulo inferior de la boca del Bobonaza, y otras subían en derechura buscando las aguas del Palora, el Llucin y el Pindo.

Carlos, cadáver animado por la pasión, se había puesto en el punto más adecuado para verlas pasar, y en vano buscó en cada una de ellas a Cumandá. Unas cuantas iban arrimadas a la margen del frente, y tuvo tentaciones de tomar su canoa e ir a observarlas de cerca, y aun de echarse a nado; pero tales pensamientos le vinieron cuando casi todas las embarcaciones jívaras se habían alejado mucho y era imposible alcanzarlas. Hubo, pues, de no ver el joven a su amada, y tras largas horas de yacer cual estatua, mirando con ojos tristísimos el río que ya había quedado desierto, se retiró a su casa, sin querer escuchar las palabras de consuelo que le dirigía su bondadoso padre. Éste supo de boca de un záparo cuanto ocurriera en el Chimano, y aunque Carlos anduvo parcísimo en palabras, lo poco que habló y, sobre todo, su abatimiento y las señales del secreto lloro grabadas en sus mejillas, le delataron, confirmando lo referido por el indio.

-Hijo mío -le dijo el padre Domingo que no excusaba tentativa ninguna para reanimarle-, el amor de que estás penetrado es de aquellos que no se curan con razonamientos ni con vanas promesas: conozco el estado de tu corazón, y voy a obrar de acuerdo contigo: te casarás con la bella Cumandá, la poseerás, serás feliz. Personalmente iré a ver al curaca de los paloras y conseguiré que te ceda su novia. En los indios, dominados por los instintos materiales, no se arraiga la pasión del amor con la tenacidad que en los de nuestra raza, y las conveniencias tangibles y efectivas llegan a domarlos; así, pues, los agasajos, los ricos presentes, la esperanza de mayores regalos que le haré entrever...

Carlos interrumpió al misionero con una de aquellas sonrisas medrosamente expresivas, que suben a los labios desde el fondo de los corazones gangrenados por una desgracia sin remedio, y que son una protesta inquebrantable contra toda idea de consuelo: sonrisas de duda y despecho, sonrisas de hiel, sonrisas ponzoñosas. El padre se estremeció y enmudeció, y miró con angustia al hijo: acababa de romperse entre sus dedos el vaso que contenía la pócima saludable, a un golpe dado por el mismo enfermo.

El joven comprendió el efecto que su terrible sonrisa había causado en el buen religioso, y como dando por explicada con ella la imposibilidad del buen éxito de las proyectadas tentativas, dijo tras un suspiro que parecía la voz del corazón que estallaba:

-Padre mío, en verdad que sólo el amor de Cumandá puede labrar mi dicha: ¡ah! ¿qué duda cabe? pero cuando me dices: «te casarás con ella, la poseerás», veo que no comprendes mi pasión, que me confundes con el vulgo de los amantes, que haces descender mi pensamiento de la región de los ángeles al fango de la materia. No, yo no amo a Cumandá por arrastrarla a las inmundas aras de la concupiscencia, por beber en sus labios las últimas gotas de un deleite precursor de la desazón y el tedio, por reducir a cenizas en sus brazos las más queridas ilusiones del alma. No, no, padre mío, no amo por nada de eso a la purísima virgen del desierto. La amo... la amo... No puedo explicarlo. Tienes razón de no comprender a qué género de pasión pertenece este sentimiento misterioso que me domina, esta llama que devora todo mi ser, ni el dolor que me consume sin remedio. ¡Cumandá! ¿Qué es Cumandá para mí? ¿qué es su sangre para mi sangre? ¿qué su alma para mi alma, su vida para mi vida? No sé qué fuerza irresistible me impele a ella; no sé qué voz secreta me habla siempre de ella; no sé qué sentimiento extraño, pero vivo y dominante, me hace comprender que todo es común entre nosotros dos, y que debemos estar eternamente juntos, que debemos propender, a fuerza de amarnos y de identificar nuestros dos seres, a nuestra mutua felicidad... ¡Felicidad! ¡Ay! ¡nos la arrebatan! ¡nos la roban!

Carlos después de este desahogo de su pasión y su dolor, cayó en profundo abatimiento.

Cumandá había pasado invisible delante de Andoas, como el sol que pasa invisible para la tierra en los nebulosos días de invierno. Llevábasela oculta bajo la ramada de la canoa de Yahuarmaqui, y junto con él y sus mujeres. Y Yahuarmaqui iba enfermo de resultas de la herida que recibió en el combate, y quería que la joven, con su encantadora presencia, le aliviase del malestar que le consumía las fuerzas del cuerpo y del alma.

Los demás de la familia Tongana se habían incorporado a los paloras, y el viejo de la cabeza de nieve iba tan enfermo como el de las manos sangrientas.

Cumandá se había enflaquecido, y las mejillas se le pusieron pálidas como hojas de amancay; el dolor del alma estaba asomado día y noche a sus ojos, amortiguados como el lucero vespertino tras nube tormentosa, y su frente, inclinada al suelo, cual si a ello la obligase el enorme peso de sus tumultuosos pensamientos; sus mustios labios se desplegaban sólo para dar salida a los suspiros que ahogaban su corazón.

Habíala abandonado el sueño completamente y pasaba las lentas y pesadas horas de la noche contemplando con indecible congoja el menguar de la luna, vivo símil del desfallecimiento de su esperanza y de la agonía de su ventura. La imagen de su amante que hallaba en todos los objetos, en todas partes y a todas horas, iba concentrándose en sólo su alma, para llevársela consigo cuando partiese de la tierra al cielo.

La desaparición de aquel astro era la señal del día más terrible de su vida: ya entonces, el anciano jefe no tendría obstáculo en hacerla su esposa. Esto era algo peor que aguardar la muerte en el patíbulo: era como ser arrebatada por el mungía. Se habría resuelto a morir antes que pertenecer a Yahuarmaqui: nada era para ella más hacedero... pero no lo hará, no, porque su amado blanco la ha dicho que se guarde muy bien de tomar los polvos del sueño eterno, cosa reprobada por su Dios, que es el Dios bueno. Vale, pues, más morir en el sacrificio, pero amando y obedeciendo al extranjero, que morir disgustándole. ¡Disgustarle! ¡ah! eso sería comenzar a desamarle. Y luego ¿qué duda cabe que en el instante de la ceremonia dejará de latir para siempre el pecho de la cuitada, y se helarán su sangre y entrañas? Ninguna duda. Por seguro tiene ella que el matrimonio a que se la fuerza, será más eficaz que los terribles polvos: apenas se crucen las prendas y las frases del salvaje ritual, caerá muerta, porque sus fuerzas vitales, ya por extremo debilitadas, no podrán soportar esta última ruda prueba sin agotarse.

Al fin, una mañana la luna mostraba apenas un brevísimo hilo curvo luminoso: estaba en sus postreras agonías. El corazón de Cumandá agonizaba también; pero el astro resucitaría, mientras que el ocaso para la dicha de la virgen iba a ser eterno.

Yahuarmaqui amaneció ese día tan mal, que su vida se apagaba a par de la luna y del corazón de Cumandá. Con todo, hizo los mayores esfuerzos para disimular su estado de muerte, y ordenó a su familia que preparase lo necesario para sus nupcias por la tarde, hora en que la luna habrá desaparecido toda, y concluido, por tanto, el tiempo sagrado y la misteriosa inmunidad de las sacerdotisas de la fiesta.

El sol iba a ponerse y el reflejo de sus postreros lampos temblaba en las ondas del Palora como cintas de fuego tendidas a merced de su blanda corriente. La casa de Yahuarmaqui se hallaba llena de gente; los principales guerreros de la tribu estaban allí, y el anciano curaca, sentado en una tarima y medio apoyado en su hijo Sinchirigra, conversaba con ellos, sin acordarse de su grave dolencia: le parecía bien difícil morir el día de sus nuevas bodas, y, sobre todo, morir en su lecho como una mujer, lo cual era entonces asaz repugnante, y lo es todavía para un guerrero del desierto; pues según su creencia, el principio de la felicidad en el mundo de las almas está en haber sucumbido en el combate y con las armas en la mano; por eso a un salvaje no se le arrebata la pica o la maza antes de haberle arrebatado la vida.

Las mujeres se ocupaban diligentes en preparar las viandas y el licor de yuca y de palma para el festín; mas no faltó entre ellas quien hiciese la terrible, aunque verosímil observación, de que tal vez muy pronto tendrían que preparar, en vez del licor que alegra los ánimos, la infusión de yerbas aromáticas para ahogar a la más querida de las esposas del jefe.

¿Quién podría ser la víctima de cruel amor? ¡Ay! nadie puede vacilar en la respuesta; pues ¿quién puede ser más querida del anciano que la tierna, linda y desventurada Cumandá?

Esta se dejó engalanar sin oponer ninguna resistencia, como niña a quien se obliga a todo, después de haberla atemorizado y héchola comprender que carece de voluntad propia delante de una fuerza superior a la suya. La joven no carecía de valor: no la habían atemorizado; pero no ignoraba que en sus circunstancias le era forzoso resignarse a todo sacrificio. Además ¿no era seguro, en su sentir, que iba a caer exánime al punto de verse unida por el matrimonio al viejo de las manos sangrientas?

El tocado de las mujeres del desierto es fácil y sencillo, y el de la hija de Tongana se termina muy pronto; es, con bien corta diferencia, el mismo que lució en la fiesta de las canoas.

Según la costumbre de la tribu, la madre de la novia la presentará al futuro esposo, y después del cambio de algunas prendas, que consisten en adornos para ella y en armas de lujo para él, única ceremonia nupcial de los jívaros, se seguirá el festín, donde se servirán exquisitos pescados, lomos de ciervos y pechugas de pavas, y se vaciarán muchos cántaros de aromática chicha. Cuando se encierre a los recién casados en su cabaña, deber de aquella madre es también entornar la puerta y velar junto a ella hasta la aurora, a fin de evitar que el envidioso mungía vaya a causarles algún mal durante el sueño, y que esparza sobre ellos el veneno de la esterilidad.

Llega la hora de la ceremonia esperada. Yahuarmaqui ordena que Cumandá sea traída a su presencia. La madre, temblando y con la vista baja, conduce a la hija, que tiembla más, y cuya mano, que lleva asida suavemente, le parece un trozo de nieve.

-Esta es, grande hermano y amigo -dice Pona-, la nueva mujer que has escogido para que te dé hijos robustos y valerosos, arregle todas las noches las pieles de tu lecho, cueza la carne para tu alimento y te sirva la chicha de yuca. Te trae un arco hermoso y una aljaba de mimbres, y espera que tú le des, en prenda de que la tomas por esposa, una faja bordada con que sujete la ropa a la cintura, un pendiente de tayo y tres huimbiacas de colores para adorno de su cuello y pecho. En seguida puedes ceñirle los brazos con la piel de la culebra verde, y contarla por tuya.

Yahuarmaqui se pone en pie con bastante dificultad, y entregando a Cumandá las prendas que su madre le ha exigido, la dice:

-Toma, joven hermosa, la faja, el tayo y los huimbiacas, que son la prueba de que te admito entre mis esposas.

La hija de Tongana tiende en silencio las trémulas manos, cual si otro contra la voluntad de ella las moviese; toma esas prendas con la siniestra y las aplica al corazón, mientras con la derecha entrega al viejo el arco y la aljaba. Luego Yahuarmaqui rodea la parte superior de cada brazo de la esposa, con la simbólica piel de la culebra verde, y dice:

-Que el Dios bueno y los genios benéficos, nuestros protectores, soplen sobre ti, te den la virtud de la fecundidad, y seas madre de muchos guerreros.

Los concurrentes celebran con voces de aplauso el sencillo rito que acaba de unir al más valiente y benemérito de los jefes del desierto con la más linda de las vírgenes del Pastaza. Los tamboriles y pífanos asordan la selva, y Cumandá se asombra de cómo puede sobrevivir a un acto que debía traerle al punto el término de la vida. En medio de su sorpresa y dolor de verse viva y en pie después de haber faltado a las promesas de fidelidad hechas a Carlos, se acusa a sí misma por este crimen que arguye contra su amor, y se dice interiormente, bañándose en lágrimas: ¡Ay! ¡no he amado bastante al joven extranjero! ¡no le he amado cual lo merece! ¡no le he amado de la manera que él me ama! ¡Qué ingratitud la mía! ¡qué infamia! ¡Jurarle fidelidad hasta la muerte, y no morir! ¿No era ésta la única prueba que yo podía darle de que mis palabras no eran mentiras y de que mi afecto era semejante al suyo? Vivo ¡ay de mí!... Pero ¿es verdad que este cuerpo que estoy palpando no es un cadáver?... Me siento helada, helada como un cuerpo sin alma... Sin embargo, respiro... ¿Cómo puede estar mi espíritu amarrado a esta carne que ya va a devorar la tierra?... ¡Ah! no hay duda, ¡vivo! ¡y esta desgracia viene a coronar todas las que abruman mi desdichado corazón! ¡Oh blanco! ¡Oh Carlos! si tú no me hubieses prohibido en nombre del buen Dios... ¿No era el único remedio al mal de tu separación y de mi infidelidad el polvo del sueño eterno que llevaba conmigo?... Pero ¡buen Dios! tú hablaste por boca del extranjero... Ahora, ¿qué debo hacer? Quisiera huir. Y ¿cómo huiré? ¡Si fuera posible buscar al blanco! ¡a ese genio hermoso, venido detrás de las montañas para arrebatarse mi voluntad como el aluvión la hoja de él caída! ¡oh! ¡cómo le abrazara las rodillas, postrándome ante él, y le pidiera perdón de mi delito!... Viva, de él sólo debo ser; muerta, bien pudiera Yahuarmaqui disponer de mi carne y de mis huesos.

Avanzada estaba la noche. La lumbre de los hogares y la llama de las teas se apagaban; los tamboriles daban escasos sonidos; las voces de los indios se disminuían: la embriaguez y el sueño iban rindiendo todas las fuerzas y matando la alegría del festín. La embriaguez es la asesina del contento y el gozo, almas del festín, ¡y éste, sin embargo, la busca, la llama, la trae por fuerza a su seno! ¡Cosa de los hombres!

El viejo Tongana, derribado en un rincón, dormía inmóvil como una momia.

La mayor parte de los guerreros se habían retirado a sus cabañas, y Yahuarmaqui, casi sin sentidos fue puesto en su lecho. Muchos juzgaron que su estado de marasmo provenía del exceso de licor que había bebido, y que al amanecer se hallaría con sus facultades intelectuales cobradas y expeditas; pero no faltó quien se alarmase, en atención a lo enfermo y débil que estuvo los últimos días, y hasta en los momentos mismos del matrimonio.

Cumandá fue encerrada con él, y le pareció que la ponían en la huesa junto con el cadáver del curaca. Su madre se sentó a la puerta, hacia fuera, para velar por el sueño de los novios. El miedo al mungía hacía temblar a la anciana, que se puso a murmurar algunas truncadas frases de olvidadas oraciones cristianas. Si se duerme un solo momento, aquel genio malo en forma de lechuza agitará las alas sobre la cabaña, y el seno de la esposa no concebirá jamás, o si llega a tener un hijo, morirá niño tierno. Si, al contrario, la aurora la halla incontrastable en la vigilia, los felices cónyuges tendrán el primogénito varón, y tras él nacerán otros y otros hijos, altos, inteligentes, robustos y fuertes como el ahuano y el simbillo.

La joven, arrimada a la tarima de su esposo y con la faz oculta entre las abiertas manos, se puso a meditar en los arbitrios de que pudiera valerse para librarse de la desgracia que pesaba sobre ella. No le quedaba otro que la fuga; mas ¿cómo verificarla? Este era el punto para cuyo arreglo llamaba todas las fuerzas de la inteligencia y todo el vigor del ánimo. ¿A dónde iría? Aquí no había que vacilar; adonde clamaba por ella la voz del amor. El silencio y la oscuridad suelen ser a las veces los maestros de la prudencia y la astucia, y Cumandá, que de ellas tanto había menester, cavilaba y cavilaba.

De repente el anciano curaca se mueve y murmura palabras que la joven no comprende; luego se queja, suspira, anhela y le crujen los dientes. Cumandá se sorprende y endereza en actitud de huir; mas se reanima, se aproxima al viejo y le palpa el corazón y la frente; observa que el primero da pulsaciones lentas y desiguales, y que la faz está empapada de frío y meloso sudor. Los cabellos se le erizan cual si hubiese tocado un cadáver, retira la mano con presteza y retrocede. ¿Está, en verdad, encerrada en un sepulcro? ¿qué pasa con Yahuarmaqui? Este se estremece de nuevo y con tanta fuerza, que hace traquear el rústico lecho, y comienza a hacer sonar alternativamente los remordidos dientes y un áspero y miedoso ronquido. Cumandá se acuerda que en un ángulo del aposento hay un fogón, halla entre las cenizas una brasa; la toma, sopla y aviva, acercándola a la faz del anciano, a quien halla en las agonías de la muerte, y ve sus últimas bascas, las últimas contorsiones de los ojos lacrimosos, los últimos convulsos movimientos de los labios que dejan escapar el angustioso aliento en que sale envuelta el alma.

Aterrada la joven, deja caer la brasa y contiene apenas el grito que iba a lanzar desde lo íntimo del pecho, herido por tan inesperado suceso. En el movimiento que hace al retroceder de la tarima, se golpea contra la puerta de guadúas partidas, que suena y asusta a Pona. Álzase ésta y llama a su hija en voz baja.

-¡Madre! -contesta Cumandá en acento congojoso.

-¡Hija! -replica la anciana-, te siento asustada; ¿qué sucede? ¿ha venido a perturbar tu sueño el malvado mungía, no obstante que no he pegado los ojos?

-¡No, madre!

-Pues, ¿qué hay, corazón mío?

-¡El jefe ha muerto!

-¡El jefe ha muerto! -repite pasmada la madre.

-Sí, y es preciso que me saques de este aposento, porque no quiero estar con un hombre sin alma y helado como la nieve.

-¡Ay! ¡Cumandá, Cumandá de mi vida! te amenaza un terrible mal y es preciso que te salves.

En medio de sus cuitas y angustias, no había pensado la joven que podían sacrificarla para que su cadáver acompañase al del curaca de los paloras, y las palabras de Pona la conturbaron a pesar de su ánimo valeroso que tantas veces se mostró sereno delante de la muerte, y que aun la había deseado. En cuanto vio finado al jívaro, cuya unión la horripilaba, hubo en ella una como reacción a la vida. Desligada para siempre del bárbaro y no ignorando que Carlos vivía, se abrió su corazón a la esperanza, como se abre la rosa a recibir las perlas del alma y las primeras luces del Cielo. La perfumada brisa del consuelo rodeó a la joven, y penetró en su organismo cierto elemento vital, que la hizo juzgarse con vigor para cualquiera tentativa audaz que la restituyese a los brazos del amado extranjero.

-Quiero vivir -se decía-, ¡oh! ahora sí quiero vivir, para buscar al blanco y juntarme con él y amarle más, si es posible, de cuanto hoy le amo; sí, doblaré el ardor de mi pasión, y repararé el delito de no haber caído sin vida en el momento en que estreché a mi corazón las prendas de Yahuarmaqui y éste me ceñía los brazaletes del matrimonio. No quiero que me ahoguen en el agua olorosa ni que me pongan junto a los huesos del viejo curaca, a quien siempre temí y nunca amé. Moriré, cuando sea preciso, por el amado extranjero: ¡oh! ¡entonces no temeré ni vacilaré! Viva, muerta, de cualquiera manera junto al blanco: a su contacto se rebullirían de gozo hasta mis cenizas. ¡Extranjero! ¡hermoso extranjero, amado y hermano mío! ¿dónde estás? ¿dónde podré hallarte, para vivir o morir dichosa a tus pies?

Estos tiernos y apasionados pensamientos de la hija de Tongana fueron expresados en dos palabras:

-¡Madre, sálvame!

Lo que sintió la pobre anciana al oírlas, no es decible.

-Hija de mi alma -contestó-, ¡ojalá pudiera convertirme en una ave grande y tú fueras una avecilla, para llevarte sobre mis alas adonde los paloras no supiesen de ti! Pero ahora tú misma, con mis consejos y mi ayuda, tienes que hacer lo posible para evitar la terrible agua de las flores olorosas, que mañana prepararán las mujeres de la tribu. Es preciso que fugues; pero si sales por esta puerta, ¡ay de tu infeliz madre, que tampoco quisiera morir! Oye, pues: horada la tierra hacia la parte de atrás de la cabaña, y vete por ahí. Camina toda la noche; haz de modo que tus huellas no se puedan seguir fácilmente: ¡ojalá pudieras pisar como los genios o los ángeles, que ni hacen ruido ni ajan la yerba! Mañana no malogres la luz del sol, y sigue andando; acércate unas veces a la orilla del Palora, otras aléjate de ella, otras pasa a nado a la opuesta margen; y andando sin descansar puedes caer en Andoas en cuatro soles y cuatro noches, o quizás antes. Una vez allí, los cristianos de ese pueblo te sabrán defender, y especialmente el joven blanco mirará por ti.

Los consejos de Pona eran prudentes; Cumandá los escuchó con atención y luego hizo sin ninguna dificultad un horado y salió fuera. Su madre, que la esperaba, la dijo:

-Hija mía, un momento malogrado te traería grave riesgo de perecer; todos duermen; la madre luna está por ahora muerta; pero hay numerosas estrellas, y su luz te es favorable: vete y no olvides mis advertencias.

En seguida le quitó entrambos brazaletes de piel de culebra y los tiró lejos de sí, y sacándose del cuello la bolsita de piel de ardilla en que tenía encerrado el misterioso amuleto, añadió:

-Llévate esto, y nada temas; tú sabes que aquí hay oculta una prenda de virtud maravillosa: por ella ni aun el malvado mungía se atreverá a llegarse a ti.

La joven la tomó con veneración, la besó y se la suspendió al cuello.

-Los cristianos -agregó la madre-, usan también el signo de la cruz: sabes, hija mía, que no he olvidado esta práctica que aprendí, en otros tiempos. ¡Que nada te falte para que lleves camino acertado y salves tu preciosa vida!

Y bendijo a Cumandá, que dobló la frente sobre el materno pecho, como la tierna rama azotada por el viento se dobla sobre el viejo tronco; abrazándose estrechamente, y derramando abundantes lágrimas se separaron.

La una se internó en la selva; y las sombras la envolvieron y absorbieron al punto. La otra fue a sentarse a la puerta de la cabaña, a esperar, temblando, lo que acontecería a la mañana siguiente, cuando se descubriese por los paloras la muerte del curaca y la desaparición.



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