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ArribaAbajo Capítulo XVIII

Un pobre da limosna al Colegio de Cartagena


Dignas son de celebrarse con el retorno del agradecimiento todas las personas ricas que desde sus principios han beneficiado con sus dones al Colegio de Cartagena, y cada semana del año los reconocen celebrando por ellos cada sacerdote una misa y rezando cada uno de los hermanos un rosario; pero el ver que nos haya dado limosna un pobre parece que es cosa más digna de celebrarse y de no echarle en olvido, y por eso hago memoria de ella en este lugar.

Hubo en esta ciudad un hombre anciano que por pasar de ochenta los años de su edad no tenía manos para trabajar, y así estaba toda la mañana oyendo las misas que se decían en nuestra iglesia, y en llegándose la hora del mediodía se iba a recebir de limosna su ración a nuestra portería, y en habiendo comido se acogía a su casita donde empleaba devoto lo más del tiempo encomendándose a Dios. Tres años le conocieron los del colegio ocupado en este ejercicio, y al cabo de ellos se llegó al padre rector significándole que el amor y caridad con que le habían socorrido le habían obligado a acudir por los tres años a nuestra puerta a recebir su limosna, y que en agradecimiento de ella recebiese lo que él le quería dar, que era de unas alhajas que tenía en su poder y en el de otra persona un poco de dinero, que todo vendría a montar mil patacones, y que por remate de las limosnas le pedía la última, que era usar de su misericordia enterrando su cuerpo en nuestra iglesia. Edificado oyó el padre rector todo cuanto el buen viejo le dijo, y con señales de voluntad le ofreció ejecutar cuanto le había pedido. Dentro de muy breves días le acometió un accidente mortal, y luego que el padre rector lo   —276→   supo lo hizo traer a su casa y cuidó de sus curas y regalo; pero viendo que no tenía remedio le hizo dar los Santos Sacramentos y le ayudó a bien morir. Murió bien, según lo que humanamente se podía entender, y como el padre rector había procurado que con alimentos y medicinas viviese su cuerpo, cuidó de que se enterrase después de muerto por cumplir la palabra que le había dado; y por su alma, además de las misas que dijeron los de casa, como por benefactor, orden o que dijesen muchas algunos sacerdotes dándoles por ellas la limosna de dinero que en esta tierra se acostumbra. Así paga la Compañía a sus bienhechores, aunque sea corta la cantidad del beneficio.



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ArribaAbajoCapítulo XIX

Desagravio con que se celebró el Santísimo Sacramento


Sacó el Santo Tribunal de la Inquisición de Cartagena a penitenciar un judío, y parece que irritados algunos de los de su nación manifestaron su sentimiento rabioso con un desacato que sólo su infernal malicia pudiera haberlo intentado, y fue que una noche embistieron con un rótulo que sobre una puerta de la ciudad estaba escrito en alabanza del Santísimo Sacramento, y asquerosamente le infamaron con inmundicias tan indecentes, que aborrece la pluma el nombrarlas. Llegó el caso a noticias de un hermano de la Compañía, y picado su celo con tal agravio halló traza con qué mover al pueblo al desagravio de Nuestro Señor ofendido. Llegose a un padre de los nuestros y le rogó hiciese unas coplas que devotamente tratasen el caso sucedido. Hízolas muy al intento, y luego convocó a los niños de las escuelas, y habiéndoles contado el suceso les pidió las tomasen de memoria y las cantasen por las calles para desagraviar a la Majestad de nuestro Dios ofendido con tan escandaloso desprecio. Los niños lo tomaron tan a pechos, que antes de salir de allí las supieron casi de memoria y como unos ángeles salieron cantándolas por la ciudad que la conmovieron a devoción. No paró aquí el celo de los nuestros sino que pasando adelante dispusieron que aquella noche en el mismo lugar adonde se había injuriado el rótulo santo amaneciese otro más bien grabado que el antecedente sobre una rica colcha, en la cual pusieron coplas que alababan con devoción al Santísimo Sacramento y vituperaban con donaire al agresor del desacato, y agradaron de suerte que iban muchos a pedir traslados a la Compañía, y hubo ocasión en que diez estudiantes que las trasladaban no podían satisfacer la sed de tantos como las pedían y las lograban porque entonces no se oían de noche ni de día otras músicas en las casas y calles que alabanzas del Santísimo Sacramento.

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Esta armonía llegó a los oídos del señor obispo, el cual sabiendo que en el Colegio de la Compañía trataban de hacer fiesta en desagravio de Cristo nuestro bien Sacramentado, dijo que en ninguna parte se había de hacer primero que en su iglesia catedral, y así empezó con una bien lucida fiesta de muchas luces, con sermón y lo demás que conduce a un aparato solemne dispuesto por el mucho celo y grandeza de su ilustrísima. Pusiéronse muchos versos al intento en las paredes de la iglesia y en las puertas y esquinas de las calles rótulos con variedad de letras de oro y plata y otros colores, que decían: Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar. A imitación de la catedral se siguieron todas las demás sagradas religiones que con no menor celo que aparato celebraron este misterio.

Quedose para lo último la Compañía y no fue la mínima en su celebridad porque hizo una de las más solemnes fiestas que Cartagena ha visto. Llenáronse de versos las paredes, ilustráronse con gran número de luces los altares, llevándose la primicia el mayor donde puestos en proporción los bultos de nuestro padre San Ignacio y San Francisco Javier, se formaba del uno al otro santo un arco bien aliñado de pedrería preciosa, donde estaba escrito: Alabado sea el Santísimo Sacramento. Debajo de este rótulo y en medio de los dos santos (como entre los dos serafines) estaba el Santo de los Santos descubierto (aunque sacramentado) en un rico trono y en una custodia curiosamente sembrada de diamantes. A la fama de la fiesta, a las voces de las campanas y a la armonía de las chirimías y clarines concurrió innumerable gente que asistió así a la misa como al sermón que fue excelente. Todos alabaron al Santísimo y a la religión de la Compañía porque con tantos aplausos volvía por el honor de su capitán Jesús.



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ArribaAbajo Capítulo XX

A la invocación del nombre de Jesús huye Satanás


Cosa es muy sabida por leerse en antiguas historias escrito con verdad que la invocación del dulcísimo nombre de Jesús le amarga tanto al demonio, que lo hace huir; y ha querido Dios que haya sucedido en nuestro tiempo para que de nuevo se escriba en esta historia y cada uno se confirme en la devoción de pronunciar este nombre para que acobardado el demonio huya más que de paso y se vaya al infierno.

Salió un vecino de Cartagena una mañana de su casa muy solo (dije mal) muy acompañado, salió con deseos de acabar de una vez con los trabajos que padecía quitándose la vida, y para ejecutarlo trató de entrarse a lo más escondido de un monte, y a pocos pasos que dio se le puso a la vista una persona que como nunca la había visto no la conoció. Díjole: Sígueme. Obedeció el desesperado hasta que reparó que lo guiaba por lo más espeso del monte entre espinas que iban despedazándole los vestidos. Llenose entonces de asombro su corazón y rebosando el miedo por la boca dijo: «¡Jesús! ¿adónde me lleva por esta espesura?» A esta voz desapareció la guía y conociendo la mala compañía que había llevado comenzó el corazón a darle golpes en el pecho, y santiguándose muchas veces salió del monte al camino con la priesa que el pavor le ponía. Volvió a la ciudad, y pasando por un convento y por una parroquia no quiso entrar aunque llevaba determinación de retraerse en sagrado hasta que el sobresalto y susto le dejase libre para poder irse sin miedo a su casa. Entró en la de la Compañía donde viéndole el hermano sacristán que se paseaba por mucho tiempo con muestras de grande tristeza en el rostro, se resolvió a preguntarle qué pena tenía en el pecho que tan a la cara le salía. Respondió mentiroso que ni tenía pena ni tristeza ni ocasión para tenerla. Mas el hermano movido de Dios le hizo instancias   —280→   con amor y agrado para que le descubriese lo que ocultaba su pecho, y aunque pudiera de puro cansado dejar al hombre que siempre negaba la verdad, porfió santamente en sacársela de sus labios que sin duda se los cerraba el demonio para que teniendo oculta su llaga no tuviera medicina su dolencia. Al fin venció el hermano a quien contó todo el caso referido, y que ese era la causa de la pena y tristeza que le había visto en el semblante y conocido en el rostro. Movido con este suceso a compasión el hermano procuró misericordiosamente consolar al triste, y por último le dijo que el remedio único para sanar sería hacer una buena confesión del pecado que le había dicho y de los demás, que se dispusiese para ella y que él le llamaría médico espiritual muy a propósito para la cura de sus llagas, vino el hombre sin dificultad en el buen consejo y quedose aquella noche en un aposento de nuestra casa con licencia del superior y en amaneciendo Dios le puso bien con su Divina Majestad confesándose con mucho dolor y contrición, de que le nació un contento grande y una alegría no pequeña y luego se fue a su casa dando gracias a Dios por haberle dado quien así remediase su enfermedad espiritual en la casa que había elegido por sagrado huyendo del demonio a quien había ahuyentado con la pronunciación (aunque no devota) del dulcísimo nombre de Jesús. Y si de esta suerte pronunciando no lo pudo sufrir el demonio y se vio obligado a huir, bien claramente se manifiesta el efecto que tendrá cuando los cristianos con devoción en cualquiera susto que Satanás ocasionare pronunciaren devotamente el santísimo, suavísimo y dulcísimo nombre de Jesús.



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ArribaAbajo Capítulo XXI

Interceden Nuestra Señora y las once mil Vírgenes por una persona devota suya


Muchos ejemplos hay impresos en las historias en que con claridad se descubre cuán de molde les ha estado a algunas almas el ser especialmente devotas de la Reina del cielo y de sus damas las once mil Vírgenes; y en esta historia también se manifestará por un caso que sucedió en Cartagena. Entre muchos desórdenes con que cierta persona pasaba, solamente tenía un concierto con que vivía. Era afectuosamente devota de la Santísima Virgen, la cual devoción juntaba la de las once mil Vírgenes, que son Santa Úrsula y sus compañeras. Diole una mortal enfermedad, y entre los terribles accidentes de ella le privó de los sentidos un parasismo, y mientras éste duraba vio con el sentido interior que la llevaban a otra región, y habiendo caminado algún espacio de tiempo por las llanuras de un valle se encontró con una horrible boca de fuego que quería tragarla. Asustada con las llamas de la ardiente boca, abrió la suya pidiéndole favor a la Santísima Virgen, y como su piedad no falta a los que invocan su patrocinio, se le apareció piadosa con un rostro muy hermoso pero muy severo, y señalándole con el dedo aquella boca de infierno, la dijo que aquel era el lugar que tenía merecido, y dicho esto con severidad se le desapareció de los ojos. Quedó la persona sola y grandemente afligida, y en medio de su aflicción y soledad tomó por medio el pedir con más veras el socorro a la Santísima Virgen y a Santa Úrsula y sus compañeras a quienes tenía por costumbre el encomendarse. Entonces se le volvió a mostrar esta Señora como un cielo empírico y venía acompañada de Santa Úrsula y sus compañeras que eran como once mil cielos. Con esta aparición vio abierto el cielo la que antes había estado mirando la boca abierta del infierno. A este punto se le apareció Cristo Redentor   —282→   nuestro crucificado y le reprendió gravísimamente sus culpas mostrándole la gravedad que tenían alguna o algunas que a ella le parecían muy ligeras, y últimamente le dijo que agradeciese a su Madre y a las santas once mil Vírgenes la salvación de su alma, pues por sus intercesiones y ruegos benignamente le concedía tiempo suficiente para que arrepentida se confesase. Aquí cesó la visión, y volviendo al uso de los sentidos exteriores mandó que le llamasen a un padre de nuestro Colegio de Cartagena con el cual se confesó generalmente, con tanto dolor y sentimiento de sus pecados, y especialmente de aquellos de que fue reprendida, que dio a entender que había sido verdadera la revelación que tuvo en su parasismo. Recebió después el sagrado Viático y la Extremaunción, y en muriendo quedó su confesor con muchas esperanzas de que su alma habiendo pasado por las penas del purgatorio se había de ir a ver a Dios en el cielo.



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ArribaAbajo Capítulo XXII

De la devoción que para con nuestro padre San Ignacio concibió la ciudad de Cartagena


Desde los principios de la fundación de nuestro colegio concibió Cartagena gran devoción para con el fundador de la universal Compañía, y esta concepción la mostraba en los partos de las obras que hacen en su servicio. En llegándose al año el día de su tránsito (aún antes de estar canonizado) le celebraban con mucha fiesta como si no fuera día de trabajo, y por ser de mucho agrado del santo la solemnizaban muchos con confesiones y comuniones que hacían en nuestra casa. Unos ofrecían votos de cera, a su altar; otros muy de ordinario enviaban cirios que luciesen y velas que ardiesen hasta consumirse delante de su santa imagen. Otros le hacían otros servicios, más que maravilla si milagrosa y maravillosamente le empezaron a experimentar, beneficio desde los principios de la fundación del colegio. De estos beneficios referiré algunos de los que he hallado escritos.

En las Annuas del año de 1605 se escribe que tenía un caballero de esta ciudad a un criado lastimosamente poseído del demonio, pues habiéndosele entrado en el cuerpo le cerró de suerte la boca que en tres días no le permitió hablar una palabra; y habiendo visto el caballero, para dicha de su criado una firma del nombre santo de Ignacio la envió a pedir, y aplicándosela al endemoniado comenzó a invocar el favor de San Ignacio, el cual tuvo su intercesión tan a punto, que alcanzó de Dios que librase al criado del demonio.

Padeciendo una noble mujer la humillación y el dolor de un asqueroso flujo de sangre, tuvo noticias de que otra señora vecina de esta ciudad había padecido el mismo achaque y que había sanado de él milagrosamente por la intercesión de nuestro padre San Ignacio, y así trató de aplicar a su dolencia la misma medicina   —284→   de la devoción con el santo. Púsose al cuello la firma de su nombre con fe y con segura confianza de que recobraría la salud, y alcanzola tan entera como deseaba. Como a esta ha sanado también a otras personas de esta ciudad de Cartagena de que las Annuas del año de doce hacen mención por mayor diciendo que diez enfermos confesaron haber recebido la salud por méritos de San Ignacio, y que los médicos que atendían a sus curas testificaron que no habían podido conseguir naturalmente la salud, y que la habían alcanzado de milagro. Y añaden que cobraron tanta devoción a un rosario que tenía pendiente de la mano el santo, que ordinariamente lo andaban llevando a los enfermos, en cuyas manos lo ponían para que sanasen con su contacto; y hacía tales maravillas que tal vez hubo persona que no sabiendo hablar de Ignacio por su nombre le llamó el santo de los milagros.

Muchos ha obrado aquí como en todas partes con mujeres que estaban para morir en sus partos. Tres días estuvo en el suyo muy apretada una mujer, y al cabo de ellos le dieron una imagen suya y besándola con reverencia le pidió con ansias su favor, y se lo concedió tan presentáneo, que luego parió dos niñas vivas. Otra mujer a causa de estar pasmada y tener todo el medio lado del cuerpo como muerto, malparió muchas veces arrojando muertas las criaturas, y estando con esta experiencia muy temerosa de que sucedería lo mesmo en un parto en que estuvo padeciendo dolores como un mártir por espacio de dos días que para ella fueron muchos años. Pusiéronle por último remedio una medalla de nuestro padre San Ignacio al cuello, y luego parió un niño no muerto como las otras veces, sino vivo y se le conservó la vida hasta que viniendo el cura le baptizó poniéndole el nombre de Ignacio, y muriendo inmediatamente después del baptismo se fue a ver a Dios en compañía de sus santos.



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ArribaAbajo Capítulo XXIII

Quítale Dios a una madre el hijo que no quiso dar a San Ignacio


Un santo que tan milagrosamente ayuda a las mujeres en sus partos, bien merecido tiene que las madres le ofrecían sus hijos para religiosos si a ellos les sale del corazón el hacerse hijos de Ignacio. No lo hizo así una señora de Cartagena. El caso fue que un mancebo que estudiaba en nuestras aulas pretendía el año de mil seiscientos y cincuenta y siete que el superior le concediese la dicha de recebirlo en la Compañía. No fue tan secreta la pretensión que no llegase a noticias de la madre, y ella procediendo como madrastra trató de estorbarle la virtud de dejar el mundo como si fuera vicio de solicitar algún pecado, y con este intento le quitó del estudio y lo despachó al retiro de una estancia de campo. Entonces Dios quiso quitarle a su pesar el hijo que no le había querido ofrecer de grado en las aras de la religión, y para este efecto lo llenó de postemas asquerosas y lo apretó con calenturas malignas. Ya fue forzoso el volverlo de la estancia a su casa, donde viendo la madre a su hijo tan gravemente enfermo y tan peligrosamente postrado con el mal cayó en la cuenta de lo mal que había hecho en estorbarle los intentos de ser religioso, y arrepentida envió a llamar a los padres de la Compañía a quienes pidió perdón del estorbo que había puesto a su hijo para que entrase en ella, prometiendo que si el Señor le daba vida y salud a su hijo lo ofrecería a nuestro padre San Ignacio para que lo tuviese por suyo. Ella pretendía que su castigo no pasase adelante en el enfermo; pero su achaque no volvió atrás, antes bien fue creciendo y agravándose de suerte que fue necesario darle el Viático y Extremaunción con que se fue a la otra vida, conque la madre quedó sin el hijo que no quiso dar a Dios. Por ventura hubiera vivido más este mancebo si hubiera hecho lo que algunos años antes hizo en esta ciudad otro estudiante compatriota suyo, y fue, que estorbándole sus padres la entrada en la Compañía, y encerrándole el sombrero y la capa para que no pudiese ir a nuestro colegio, procedió con tanto fervor que huyendo de su casa y del mundo se fue por las calles en cuerpo para ser recebido en la religión de la Compañía de Jesús.



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ArribaAbajo Capítulo XXIV

Sana el venerable hermano Alonso Rodríguez al padre rector Antonio Agustín


Al padre Antonio Agustín (cuya vida escrebiré después) siendo rector del Colegio de Cartagena le acometió una enfermedad tan gravemente maligna, que a juicio de los médicos era mortal y así lo declararon un día de la Ascensión del Señor, en que saliendo de su celda afirmaron que tenía pocas horas de vida. Salió la noticia del peligro a la ciudad y mostró gran sentimiento porque le tenía mucho amor y no se pierde sin pena lo que se posee con buena voluntad. Como la del padre era de muy siervo de Dios se conformó con el divino querer y disponiéndose con una confesión general, recebió el Viático soberano para partirse a la otra vida cuando Dios quisiese, pero lo que Su Majestad quiso fue que el doliente padre se acordase que de Mallorca le habían enviado unas reliquias del venerable hermano Alonso Rodríguez; mandó que se les trajesen y reverenciándolas con afecto le pidió con indiferencia que le alcanzase de Dios lo que fuese para mayor gloria suya y bien de los prójimos, porque determinadamente ni quería la vida ni deseaba la muerte; pero que si siendo conveniente y necesario le alcanzaba de Dios la salud para los fines dichos de gloria de Dios y bien de los prójimos, celebraría en honor suyo cierta cantidad de misas pidiendo a Nuestro Señor que le pusiese el Sumo Pontífice en el catálogo de los canonizados. Después de esta operación y oferta fue cosa de maravilla que viniéndole inmediatamente a visitar el médico le halló con admirable mejoría, la cual pasó adelante hasta recuperar enteramente la salud. Y esto sin duda fue de mayor gloria de Dios y de más crecido bien de las almas porque en estas dos cosas empleaba siempre el padre Antonio Agustín su vida3.

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Añado a este caso milagroso el que después aconteció en la misma ciudad a un regidor de ella. Estaba éste muy malo con una ética declarada que le tenía a los umbrales de la muerte, y temiéndola naturalmente pidió por escaparse de ella que le trajesen un retrato que había en nuestra casa del venerable hermano Alonso Rodríguez, y juntamente rogó que le llevasen algunos de sus cabellos y un retacillo de su vestido, que eran las reliquias que tenía el padre Antonio Agustín, y por cuyo medio había cobrado la salud, confiando el regidor que él conseguiría la misma dicha por haber tenido las noticias que le habían dado de sus virtudes y de los milagros que Dios obraba por su medio, así en Mallorca como en otras partes. Reverenció con gran afecto de devoción el retrato del siervo de Dios encomendándose a su piedad para que le sanase; aplicó sus reliquias al pecho y al instante cesó un molesto corrimiento que padecía en él y dentro de poco tiempo se halló tan sano y robusto que se fue a España con negocios de su conveniencia que le llamaban a la corte.



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ArribaAbajo Capítulo XXV

Cómo han acudido los nuestros a los enfermos en varias pestes


Varias son las pestes que han talado a la ciudad de Cartagena desde que la Compañía de Jesús fundó colegio en ella, y por eso incluiré en este capítulo el modo un informe caritativo con que se han portado en los tiempos de contagios los obreros de Jesús. Así como en esta tierra y en otras semejantes en lo caluroso suelen los criados cuando pica mal el sol, llevarles a sus amos los quitasoles con que andan con más desahogo por las plazas y calles, así el Criador de las almas cuando más ha picado lo ardiente del temor de morir en ocasiones de contagios, les ha llevado a sus operarios los quita-temores para que anden con fervor y aliento ayudando a los apestados. Estos quita-temores han sido varias consideraciones que les ha puesto Dios en las cabezas. Unos meditaban que ejercitando la caridad no se les pegaría el contagio porque los ampararía el Señor con la sombra de sus alas. Otros pensaban que si se les pegaba el contagio por acudir a los enfermos y por esta causa se morían llegaban a conseguir la dicha de cierto género de martirio de caridad. Otros pensaban lo primero y lo segundo, y alentados con estos pensamientos andaban fervorosamente acudiendo en todo lo necesario a los miserables apestados.

Lo primero de que estos necesitan para no morir en pecado ni condenarse a eternas penas es el salir de sus mortales culpas por medio de la confesión sacramental. A este ministerio acudían los confesores que había en nuestro colegio a todas horas del día, y como si al día no le bastara su trabajo, en llegando la noche no dudaban de quitarles el sueño preciso y necesario a la naturaleza, juzgando de su caridad que no se excusarían con decir que estaban durmiendo. Pagaban los padres la satisfacción y confianza de los que venían a llamar no dejándolos ir desconsolados,   —289→   sino yendo con ellos y llevándolos por guías a las casas de los dolientes. Con tal fe y con tan cordial afecto acudían a nuestra portería, que aunque a las veces les respondía el hermano portero que no había padre ninguno en casa porque todos estaban fuera acudiendo a los enfermos más apretados, no les movía esta respuesta a que fuesen a buscar a otros confesores sino que aguardaban a que volviese alguno de la Compañía como si para ellos no hubiera otros sacerdotes en la ciudad.

Muchas veces (y principalmente en el hospital de San Sebastián) estaban tan juntas las camas con la multitud de los enfermos que las ocupaban, que para el secreto de las confesiones era necesario buscar trazas y era muy dificultoso que el más cercano dejase de oír los pecados del que se confesaba. Otras veces era muy forzoso el echarse en el suelo el confesor por estar tendido en él el apestado para haberle de oír más de cerca los pecados con tal secreto que el vecino no los oyese, y así se vía en estas ocasiones que los de la Compañía para resucitar las almas muertas mortalmente con los pecados graves, hacían casi, casi lo que Eliseo para resucitar el cuerpo de la viuda.

Lo segundo de que necesitaban los que contagiados estaban de partida para el otro mundo era del Sagrado Viático, y a petición de los curas hacían los de la Compañía su oficio supliendo su falta y administrando en lugar de ellos la Sagrada Eucaristía a gran número de moribundos. A estos los ungían también con el Óleo Sagrado para que valerosos luchasen con los demonios en el último trance y los ayudaban a luchar con las cosas que les dictaban y con las oraciones que por ellos hacían.

Luego que los enfermos del hospital vían entrar por las salas a los de la Compañía, mostraban con señas los que no podían hablar y con palabras los que las podían pronunciar, el gozo que sentían sus almas en verlos y el desahogo que experimentaban sus corazones en sólo mirarlos. Los que escaparon del contagio, quedando con las memorias de los bienes recebidos, daban agradecimiento a los benefactores de sus almas, disponiendo el Señor que aún en esta vida tuviesen la paga de gratitud los que generosamente la despreciaron por la caridad del prójimo y la sacrificaron por amor de Dios.

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Como los más de los apestados eran pobres necesitaban no poco de los socorros temporales, y por eso los hijos del grande Ignacio les llevaban los regalos que podían, dándoles lo que había en nuestra casa y buscando fuera de ella lo que no había, porque era muy justo que ya que padecían los dolores de la enfermedad no se les añadiesen los pesares que causan las necesidades. Si como en las referidas ocupaciones de misericordia y de caridad hubo en cada uno de los padres y de los hermanos el cuidado de acudir a los prójimos, se hubiera tenido diligencia en hacer memorias y notar las cosas más particulares de edificación que entonces se ofrecieron, no dudo que tuviera mucho que escrebir, porque todos se ocuparon en obrar, y el tiempo de la peste era a propósito para la caridad fraterna, y no era acomodado, para la pluma curiosa.



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ArribaAbajo Capítulo XXVI

Repara el padre rector del colegio el Hospital de San Lázaro


Hay en esta ciudad un hospital que llaman de San Lázaro, en que viven muriendo los enfermos que padecen el mal de este santo, que es el mismo que llaman fuego de San Antón. A esta casa de pobres han acudido siempre los operarios de la Compañía con grande edificación de la ciudad y también con el reparo de su edificio. El año de 1643 viendo el padre rector del colegio que a estos miserables se les estaba cayendo la casa sin que hubiese quien se animase a repararla, dándole ánimo la misericordia se determinó a su reparo y luego al punto dio orden para que un hermano de la Compañía se fuese con oficiales y peones a aderezarla gastando en el edificio y reparo todo el tiempo que fuese necesario para que seguramente quedase habitable para los enfermos lazarinos.

Para el socorro de estos pobres se han hecho mendigos nuestros operarios buscándoles limosnas todo el año, y especialmente cuando después de las cuaresmas hacen correrías por todas las estancias de esta comarca, donde después de haber confesado y dispuesto a los estancieros para que cumplan con el precepto de la iglesia, sacan de ellos para los pobres de San Lázaro limosnas de maíz, plátanos, arroz, miel y cantidad de tamarindos que son de mucho provecho para lo fogoso de su mal. También les daban a cada uno su toldillo para que con él cubran sus camas, se libren de los pasmos, se defiendan de los mosquitos y zancudos y para que con decencia modesta puedan estar escondidos de los ojos de los otros.

Con más diligencia misericordia, como a cosa de más importancia han acudido los nuestros a las miserias de sus almas, limpiando y sanando las llagas de sus conciencias por medio de la confesión y sustentándolas con el Pan consagrado que a muchos da la vida y también en los peligros de la hora de la muerte para que después de enterrados los lleven los ángeles como a Lázaro, no al seno de Abraham, sino al cielo del Padre de las misericordias.



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ArribaAbajoCapítulo XXVII

Apúntase lo que ha sucedido raro en algunas misiones


El celo de los padres del Colegio de Cartagena no se ha contenido solamente en los límites de esta ciudad, sino que ha salido fuera de sus murallas haciendo muchas misiones en las cuales han sucedido casos uniformes y ordinarios de este ministerio, y porque causa fastidio la repetición de unas mismas cosas, las omitiré de propósito haciendo solamente mención de lo que ha sucedido raro en cada lugar.

Una cuaresma se fue el padre rector que era de este colegio a fructificar en el Guamoco a ruegos de la sede vacante, que cuidó de éste porque pertenecía al obispado aquella tierra. Era ésta tan rica de oro como fragosa inculta y enferma, que quiso la naturaleza esconder y dificultar sus tesoros con las inclemencias de suelo y cielo que las guardan. Los vecinos por la mayor parte divertidos en la saca de los ricos metales andaban olvidados de sus almas, y así llegó muy a tiempo para darles con la predicación los recuerdos necesarios el celoso operario. No hubo quien le recebiese en ninguna de las casas de caña en que vivían como de prestado excusándose en que había mucha falta de mantenimientos. Tuvo el padre este trabajo por prenuncio de una colmada cosecha espiritual y así empezó luego a sembrar la divina palabra, y no se engañó en el prenuncio, pues tuvo un muy fértil agosto y también tuvo luego que comenzó a predicar persona que lo acogió en su casa y lo sustentó en medio de mucha carestía; y sabiendo que era rector de Cartagena le dio una buena limosna para socorro de las necesidades en que se hallaba al presente su colegio.

A las Islas de Cuba y de La Habana se partió un padre para hacer misión, y lo particular que hay que decir de este sujeto es que fue tan fervoroso operario que enfermó de puro trabajo, y, habiendo quedado tullido de suerte que no podía ponerse en pie,   —293→   no cesó de su ministerio haciéndose llevar en una silla al púlpito y luego al confesonario conque a la medida de su trabajo fue el provecho, y habiéndolo cogido en otros, mostró que él estaba muy aprovechado, pues se supo que una atrevida mujer lo andaba solicitando con el señuelo de la torpeza, y que armado con la gracia del Señor había triunfado de ella, y como las obras mueven más que las palabras, incitó mucho a la virtud los ánimos de aquellos que tuvieron noticia del caso.

Aunque no es cosa rara sino muy ordinaria el favorecer milagrosamente nuestro padre San Ignacio a las mujeres que están con manifiesto peligro de muerte en partos revesados, fue raro, (porque nunca lo habían visto en el Valle de Upar donde había ido a misión el padre Joan de Cabrera) el favor que hizo a dos mujeres cuyas vidas estaban en grande contingencia de acabarse; pero a consejos del padre invocaron a nuestro padre San Ignacio aplicándoles una imagen que traía por su devoción en su breviario. Como vieron los milagrosos efectos le pidieron que les dejasen algunas imágenes del santo para valerse de su patrocinio en semejantes peligros, y entonces caritativo el padre se privó de su consuelo por darlo a sus prójimos dándoles la imagen que consigo traía.

Entre las cosas del divino servicio que hizo estando en misión en el Río de la Hacha el padre Antonio de Ureña no tiene el ínfimo lugar unas enemistades que deshizo entre un padre y una hija. El gobernador de Santa Marta había tomado la mano para que se diesen las manos de amistad, pero no lo había podido recabar con el padre porque estaba cruelmente terco. Aguardó, a una buena ocasión el padre Antonio y pidiole con humildes y eficaces razones que se amistase con su hija. Respondió que no podía resistir a su eficacia y así el mismo día en casa de la hija afligida que hincándose de rodillas le pidió perdón y él se lo dio, y los brazos con que quedaron en mucha paz y agradecidos así ellos como todos los del pueblo, que deseaban la amistad en una indisoluble paz.

Habiendo fructificado mucho en el Río del Hacha por espacio de diez y ocho días dos padres misioneros, se embarcaron en una canoa para la ciudad de Santa Marta, y al doblar de una punta para entrar en el puerto que se llama la Punta de la Aguja sopló tan recio y tan cruel el viento, que les quebró el trinquete   —294→   de la canoa, de suerte que él juntamente con la vela se iba a caer sobre los pasajeros con grandísimo riesgo y peligro de todos. Supieron entonces orar como quien estaba en el mar invocando a San Ignacio y San Francisco Xavier, los cuales patrocinaron de suerte que la vela y trinquete se detuvieron sin caer sobre los pasajeros que después no cesaban de dar reconocidos las gracias a Dios y a sus dos intercesores.

Estando el padre Antonio de Ureña trabajando apostólicamente en la misión de la ciudad de Santa Marta, le contó un penitente que había muchos años que determinado a no decir verdad en la confesión se daba a todo género de vicios, y que viéndole el padre de la mentira tan suyo, se le solía aparecer diversas veces halagándole unas y espantándole otras. Añadió que cierto día estando recostado en su cama, se le apareció visiblemente en figura de espantosa culebra y que enroscándosele al cuello pretendió ahogarlo para llevar su alma al infierno, apartándola del cuerpo por medio del ahogo. En este trance de tanta aflicción se le apareció una hermosísima matrona, y era la Madre de Dios con quien en algún tiempo había profesado devoción, y llegándose a él le dijo: desventurado, ¿qué fuera de ti si en esta hora no te favoreciera? Ve y confiésate luego. Dichas estas palabras se desenroscó del cuello la infernal serpiente y le dejó libre. Para estarlo del todo obedeció a la voz de su protectora, y haciendo una muy buena confesión general enmendó su vida en tal grado que en adelante procedió como un santo.


Vida del padre Hernando Núñez, fundador del Colegio de Cartagena

Con sentimiento mío ignoraba yo quienes fuesen los fundadores del Colegio de Cartagena, porque el Annua de su fundación no los nombra; pero después revolviendo papeles me encontré con una carta de edificación, la cual me dio noticia de dos fundadores, que fueron el padre Francisco de Perlín y el padre Hernando Núñez. Nada diré del primero porque como habiendo sido el primer rector de Cartagena por espacio de seis años se fue a Lima y no murió en esta provincia del Nuevo Reino, no he hallado cosa escrita que referir en esta Historia, sólo he sabido lo que escribe el padre Alonso de Sandoval, y es que el padre Perlín   —295→   fue en nuestra religión perla de sumo valor por sus grandes partes y talentos y mucho más por su conocida santidad y aventajada virtud. Del segundo referiré lo que hallo escrito en una carta que se despachó a los colegios de la provincia dando noticias de su feliz tránsito, y lo que siento es que se escrebiese tan poco siendo muchísimo lo que había que escrebir de este insigne varón; pero consuélome conque así como por la grandeza de la uña se conoce el tamaño del león, así por lo poco que se dijere de este gran sujeto se rastreará lo excelente y crecido de su perfección.

Nació para gloria de Dios y mucho bien de las almas en Jerez de la Frontera. Diéronle el ser natural padres nobles, y según su calidad honrados, y para perfeccionarlo le dieron estudios en el Colegio de Sevilla donde aprendió la gramática y las artes. Desde el siglo donde anda la sensualidad de pendencia contra la juventud, y la vence innumerables veces, estuvo nuestro Hernando tan del bando de la castidad, que para vencer más valiente a este blando y fuerte vicio, hizo voto de observar la angélica virtud siendo de catorce años por ser esta la edad en que el vicio carnal empieza a hacer guerra a nuestra deleznable naturaleza. Yendo de acá de las Indias a su casa un tío suyo cargado de esclavas, huyó de ellas por no hacerse esclavo de la carne, y en estas y otras ocasiones se puso Dios a su lado, y con su protección le favoreció para que guardase el voto de castidad sin dejarse vencer del vicio contrario.

Para mejor resguardarse de sus asaltos, siendo ya de edad de veinte años, pretendió ser de la Compañía de Jesús y entró en ella muy gustoso ofreciéndose por hijo suyo; y no es esto para extrañar porque la amaba grandemente como a madre, de donde se originó que en todo el tiempo de su vida se regocijaba con las buenas nuevas que le daban de las felicidades que le acontecían, se alborozaba con saber de los varones insignes que en ella florecían en letras y virtud; se gozaba con los dones y mercedes, con que Nuestro Señor la favorecía. Al contrario solía afligirse con los trabajos y persecuciones que contra su querida madre se levantaban, y cuando por estar presentes podía remediarlas aplicaba la mano con todas sus fuerzas al remedio; y cuando por estar ausentes o ser insuperables no podía remediarlos, buscaba con sus oraciones el remedio en Dios.

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Acabó su noviciado y estudios en Sevilla, pero no llegó más que al grado de profeso de tres votos solemnes, y en este estado, menos bajo sobrepujó a muchos que tienen grado superior. Para experimentar su talento de gobierno le dieron el oficio de ministro en la casa profesa de Sevilla, y viendo cuán bien hacía el oficio le conservaron en él muchos años los que entonces fueron prepósitos, y no es pequeña loa suya que los fuesen el padre Antonio de Cordeses y el padre Esteban de Ojeda, personas de primera magnitud. En esta casa andaba el padre Hernando a vueltas de su ministerio atendiendo a las virtudes de sus dos prepósitos, del padre Francisco Arias y de otros semejantes sujetos, porque como solícita abeja no podía dejar de mirar las flores para labrar su panal. Y así solía saborearse en él contando en Cartagena los ejemplos de perfección que había reparado en ellos.

Ejercitose también en la casa profesa incansablemente en confesar a los pecadores con mucho fruto de sus almas. Íbase a los tiempos convenientes a las cárceles y quitaba las prisiones del espíritu a los que no podía soltar de los grillos y cadenas del cuerpo. El padre Hernando fue el que celoso y diligente estableció en esta casa profesa la congregación ilustre de los sacerdotes en que sin duda adquirió muchos méritos, y para que tuviese el último complemento en ellos, quiso Dios (como veremos después) mortificarlo en el principal ministerio del sacerdocio, que es el decir misa.

En el tiempo que se enfureció una peste en Sevilla contra los moradores y vecinos de ella, cuando a los otros los hace huir el temor, al padre Hernando le dio valor y brío su caridad, y así fortalecido con ella pidió licencia a los superiores para irse a vivir en el hospital de los apestados donde había mucho riesgo de morir. Allí se estuvo muchos meses haciendo y padeciendo lo que Dios sabe. Qué espectáculo sería tan de agrado de su Divina Majestad y de sus ángeles ver a este fervoroso padre ya ocupado en los oficios de sacerdote confesando a los enfermos dándoles el Viático, ungiéndolos con el Santo Óleo y ayudándolos a bien morir. Qué espectáculo sería ver a un sacerdote cuando se desocupaba de estos ministerios espirituales ocupado en actos de humillación barriendo las salas, aderezando las camas, limpiando los vasos inmundos, aseando los platos y sirviendo la comida y bebida a los contagiosos, instándoles amorosamente a que comiesen   —297→   cuando más desganados estaban de comer. Sólo una dicha le faltó en estos ministerios, y fue que se le pegase la peste y perdiese por su caridad la vida; pero dicha que se la conservase Dios para otros empleos de su servicio en que acrecentó los méritos su siervo.

También constituyeron los superiores al padre Hernando por rector del Colegio de Cádiz, y lo gobernó con el espíritu y prudencia con que había ejercitado el oficio de ministro en Sevilla. Y en estas y en las otras ocupaciones llegó a la edad de cincuenta años, que parece que pedían el descanso; pero no se permitía a descansos su espíritu fervoroso que siempre fue trabajar y más trabajar por amor de Dios.

En el puerto de Cádiz se embarcó en compañía del padre Diego de Torres y de otros sujetos, y navegando impelido en lo interior con el viento del Espíritu Santo, y en lo exterior con los aires competentes para tomar puerto, llegó felizmente al de Cartagena que era el último término y el paradero a que Dios tenía destinado todo el resto de su vida, que era veinte y un años. El de mil seiscientos y cuatro fue su llegada, y entre otros fue elegido para que se quedase allí por fundador del nuevo colegio. Fue muy acertada la elección, lo uno porque quien era tan amante de la universal Compañía, era muy a propósito para echar los cimientos y fundar bien un colegio de ella. Lo otro, porque siendo tan necesario el edificar a los prójimos, fue conveniente dejar al que con el ejemplo de sus virtudes sabía excelentemente edificar. Y así lo hizo en lo material de la casa y en lo espiritual del bien de las almas.

El que había sido muy buen rector en el colegio del puerto de Cádiz fue también el segundo rector y muy bueno del colegio del puerto de Cartagena. Gobernolo cuidadoso de la observancia religiosa en sus súbditos y no descuidado en el ejercicio de nuestros ministerios yendo en lo uno y en lo otro con su buen ejemplo delante de sus ovejas a imitación del Buen Pastor. Para apacentarlas pidió como pobre a los principios algunas limosnas y unos piadosamente se las mandaron para cada semana, otros para cada mes, y era tan amoroso el afecto que los limosneros tenían al padre, que aun después de muerto no cesaban de dar limosnas que le habían mandado cuando vivo.

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Los oficios de rectorado y superioridad túvolos a los tiempos en que se los mandaron, pero el oficio que tomó para sí por perpetuo fue el de operario, no volviendo jamás atrás en su ejercicio sino llevando adelante con perseverancia sus fervorosos principios, de suerte que en veinte y un años que vivió en esta ciudad primero le faltó la salud y fuerzas corporales que el fervor y ánimo para trabajar. Para este efecto fundó la congregación de los españoles y fructificó tanto en ella, que decían que si en Cartagena había temor de Dios, devoción y frecuencia de sacramentos, eran efectos de los fervorosos trabajos del padre Hernando Núñez. Predicaba unos sermones y hacía unas pláticas con tanto espíritu que encaminaba las almas a la perfección y las llevaba derechas a Dios que las crió. Lo que causaba admiración era que penetraba los corazones de los oyentes, más que con las palabras, con unos ademanes afectuosos del rostro y de las manos que parece había puesto Dios en ellos una admirable eficacia, y así movía más haciendo acciones y callando a ratos que pronunciando palabras.

De esta suerte fue causa de que se convirtiesen muchos corrigiendo los vicios de sus vidas y entregándose al ejercicio de las virtudes; movía a que sirviesen en los hospitales, a que diesen limosna a los necesitados, a que socorriesen a los presos, a que frecuentasen sacramentos, tuviesen oración, hiciesen penitencias y se ejercitasen en otras virtudes. Y aunque esto era muy común en muchos obligó a hacer particular reparo a toda la república al ver a una persona casada, rica y noble que vivía con tanta perfección como si fuera religiosa, teniendo cada día sus horas de oración mental y vocal juntándola con mortificaciones exteriores, y lo que es más, con las interiores de sus pasiones dando muchas limosnas, haciendo oficios humildes y siendo el ejemplo de toda la ciudad, la cual sabía que todo este ejemplar fruto se originaba de los consejos y dirección del padre Hernando Núñez.

Si algunos por encopetados que fuesen faltaban a alguna de las pláticas de la congregación, los reprendía con gran señorío y con una severidad a la verdad admirable (era donde Dios) que no se daban por sentidos de sus reprensiones sino que se compungían, y compungidos se encomendaban, pareciéndoseles que los tenía a todos en su corazón y que las reprensiones nacían del deseo de salvarlos y así le correspondían con grande respeto y amor   —299→   y tenían miedo de faltar a las pláticas que solía hacer a los de la congregación.

No se daba por satisfecho con salir afuera a todas las confesiones que le llamaban, sino que también en casa todos los domingos y fiestas en amaneciendo se ponía hasta bien tarde a confesar a cuantos llegaban a sus pies; pero con las mujeres tenía, aún siendo ya de muchos años el mismo recato que había observado cuando mozo porque tenía muy entrañada en su corazón la virtud de los ángeles y procuraba ser más ángel que hombre.

En el trato de su propria persona fue muy desapropriado y muy pobre. Nada tenía suyo y cuando le daban algo lo repartía entre los de casa, y cuando lo buscaba era para que no les faltase lo precisamente necesario. Era un pobre voluntario que sabía compadecerse de los necesariamente pobres. Dolíanle mucho sus necesidades, y como aquel que tiene algún dolor busca el remedio y se lo aplica, así el padre Hernando buscaba limosna dándolas a los pobres, ponía remedio al dolor y sentimiento que le causaban sus necesidades. Muchas veces se iba a la portería y en ella daba a los mendigos que acudían limosna de comida para sus cuerpos, y no satisfecho con ésta les hacía otra limosna espiritual enseñándoles cosas pertenecientes a la salvación de sus almas.

Fue un hombre que no podía ver la ociosidad porque en ella no se gana nada. A todas las horas del día estaba ocupado en cosas del servicio de Nuestro Señor. Atendía en primer lugar a las medras de su espíritu y en el lugar segundo a las de sus prójimos. Gastaba mucho tiempo en la oración con Dios y estos gastos le eran de mucho provecho y de tanto que le enriquecían el alma. Unos ratos tomaba para la lición espiritual y otros daba al estudio de casos de conciencia. Y lo bueno es que no siendo como aquellos siervos, que todo el día se estaban en la plaza ociosos, era tan humilde que le parecía nada todo cuanto hacía en servicio de nuestro gran Señor, a que se llegaba un muy bajo concepto que tenía de sí mismo.

A la verdad el hombre era un varón de Dios y no sólo mostraban esto sus obras, sino también sus palabras. De la abundancia de Dios que tenía en el corazón salían sus vocablos a la lengua. Con los de dentro y fuera de casa no sabía conversar sino de cosas de Dios, y como el hablar mal de otros no es cosa de Dios, hablaba bien de todos alabando sus virtudes y de ninguno decía   —300→   mal, porque aunque hubiese faltas que ocasionaban a decir mal, él excusaba caritativamente a los que caían en ellas.

Por ventura le faltaba algo al padre Hernando para acabar de labrar la corona de méritos que había fabricado con la congregación de sacerdotes que fundó y fomentó en Sevilla, pues le dio Nuestro Señor martilladas al último año de su vida en los mismos ministerios del sacerdocio, las horas canónicas que rezaba con mucho trabajo por tener poca vista hasta que del todo le vino a faltar. Este año se vio obligado a carecer del consuelo de decir misa porque no interviniese (por falta de los ojos) alguna indecencia en decirla, pero desquitábase recebiendo a Cristo Sacramentado cada día. Fuera de la enfermedad de la senectud padeció muchos achaques dando ejemplo de paciencia como los había dado de otras virtudes. Dos meses antes de su muerte le hirió una perlesía tan maligna que le torció la boca y lengua y todo el lado izquierdo se lo dejó como muerto de suerte que no podía menearse de la cama. Diéronle al punto los Santos Sacramentos que no sólo le fortalecieron el alma sino que también dieron vigor al cuerpo mejorándolo por algunos días, pero no estuvo del todo sin amargos dolores, los cuales el devoto padre endulzaba con los de Cristo Crucificado, cuya imagen tuvo siempre delante de sí y en cuyas manos entregó su espíritu a los diez y seis de enero de 1625. Hicieron mucho sentimiento, y quizás tan grande como el de hijos los vecinos de la ciudad porque le miraban y le respetaban como a padre, a quien comunicaban sus cosas con particular consuelo de sus corazones y aprovechamiento de sus almas, no sólo los plebeyos sino también los gobernadores, inquisidores y prelados. Acudió al entierro de su cuerpo por su propria voluntad, el cabildo eclesiástico, todas las religiones y la gente más granada de la república.




Vida del padre Antonio Agustín

Mucho debe el Colegio de Cartagena al padre Antonio Agustín, pues lo honró con su nobleza, lo ilustró con su sabiduría, lo edificó con su virtud y es justicia que después de su muerte le haga las honras escrebiendo su insigne vida, lo cual me toca a mí por título de santa obediencia que me lo ordena y procuraré desempeñarme según lo que de sus cosas supiere, aunque siempre el efecto quedará inferior al afecto con que obra mi voluntad.

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Fue el padre Antonio Agustín natural del Reino de Aragón y nacido en la nobilísima ciudad de Zaragoza, de padres tan calificados y de abuelos tan ilustres que pocas o ningunas familias se aventajaron en calidad a la suya. Su casa ha tenido siempre el lustre de muchos hábitos y títulos y el resplandor de muchos oficios honrosos; y aunque el padre Antonio pudiera aspirar y obtener alguno de ellos, echó por mejor vereda menospreciándolos y eligiendo más el ser despreciado en la Compañía de Jesús que ser sublimado en los tabernáculos del mundo. Entró en el noviciado de diez y nueve años, y con fervoroso estudio labró en sí mismo un religioso muy del estilo de la Compañía, y tan constante en la virtud que en cincuenta y cinco años que vivió en la religión no se diferenciaron los fines de los principios, y sus postreros años fueron de novicio en el fervor y los primeros de muy anciano en la religión. Tenía en su alma tan entrañado el espíritu de la virtud que en él más parecía natural que adquisita.

Pasado el tiempo de noviciado le metieron en la ocupación de estudiante y como la naturaleza le había dotado de grande entendimiento junto con memoria rara y singular, salió eminente discípulo en lo escolástico, y tanto que luego le hizo la Compañía maestro de artes, y sacó discípulos tan insignes que han gobernado muchas provincias y las han ilustrado con sus escritos. No tuvo menor talento para el gobierno que había mostrado para la cátedra, y por eso le sacó de ella nuestro padre general Claudio Aquaviva y le constituyó rector de Tarazona, y lo fuera de las más principales casas de su provincia, pero considerando los superiores que hacía mucha falta a las cátedras de teología le pusieron en ellas y leyó con admirable satisfacción muchos años valiéndose de su enseñanza muchos y muy eminentes discípulos en la teología iguales a los que había primero sacado de la cátedra de filosofía.

Su ingeniosa capacidad no se embarazaba con una cosa sola; para muchas cosas era y así jugaba de entrambas manos, ya leyendo, ya predicando, ya resolviendo casos de conciencia, haciéndolo todo con notable desembarazo y facilidad. Conociéndole nuestro padre Claudio le llamó a Roma donde le dio el gravísimo oficio de revisor de libros en que fue eminente y tuvo de ellos extraordinaria comprensión; allí puso en orden los tomos del señor don Antonio Agustín, su tío, arzobispo de Tarragona,   —302→   diolos a la estampa y han sido de admiración y provecho a los que los han leído.

En estas ocupaciones provechosas sobre lucidas gastó buenos años el padre Antonio Agustín sin que le hiciesen descaecer un punto de la entereza y fervor de su espíritu. El que gobernaba su corazón era tan del desengaño, que le metió en pensamientos de pasar a estas Indias, lo uno por evitar sus aplausos y hacerse desconocido; lo otro por ayudar a la salvación de los que en estas partes habitan. Consiguió la ejecución de sus deseos y vino en compañía del padre Luis de Santillán, procurador que fue a Roma por parte de esta provincia. Algún tiempo después de su llegada a Cartagena le detuvieron en aquel colegio y después le ordenaron que pasase al de Santa Fe, así para entablar como para autorizar los estudios. Fue señalado a la cátedra de prima de teología que leyó algunos años dando a este Reino doctores que grandemente lo ilustraron.

Necesitando el Santo Tribunal de la Inquisición que hay en Cartagena de un sujeto tan eminente como lo era el padre Antonio Agustín en la virtud teologal de la fe, en la sabiduría de las cosas que pertenecen a ella y son contra ella lo pidieron a los superiores y estos le ordenaron que dejase el oficio de maestro y hajase a Cartagena a ejercer el de calificador y consultor del Santo Oficio.

Ejercitole por más de veinte años con la mayor asistencia, vigilancia, celo, rectitud y secreto que jamás se ha visto, de donde se originó que decían los señores inquisidores que sin el padre Antonio Agustín estuviera manco el Santo Tribunal, pero no lo estaba porque le servía incansablemente teniéndose por muy pagado de sus trabajos sólo con saber que se exaltaba nuestra santa fe y que se le seguía gloria a Dios, la cual miraba de hito en hito en sus calificaciones, en las consultas de proposiciones y demás que en este oficio se ofrecen.

En medio de tan continuas e inexcusables asistencias al Santo Tribunal, en medio de tantos despachos que hacía como juez ordinario de los más obispados del distrito, y finalmente en medio de tantas ocupaciones que para ellas eran necesarios muchos hombres, nos dio este religiosísimo varón un ejemplo muy digno de imitarse y fue que de tal suerte distribuía el tiempo que las más principales horas las daba a su espíritu y las otras a los otros   —303→   ejercicios. Jamás le vieron faltar a ejercicio espiritual de la religión ni de examen ni de otro acto de comunidad.

En este tiempo y en el mismo Colegio de Cartagena se le volvió a encargar el oficio de rector en que dio tan buena cuenta como en las demás ocupaciones procediendo en su gobierno tan sin queja, que nadie la pudo formar del padre con razón. Estaba muy actuado en nuestro instituto y en el estilo de la Compañía. De nuestras constituciones y derechos no se habrá visto hombre que sepa más que el padre Antonio Agustín, con que llegó a tener tanto del espíritu de nuestros primeros padres, que todos los que le vían le juzgaban por uno de ellos.

Rara fue la virtud que en él no se reconociese con extremada perfección, y entre las otras fue muy grande la de su humildad. Vino a buscar en la religión las humillaciones que no hubiera tenido en el siglo. Parece la humildad en los pequeños grande, pero en los grandes, como lo fue el padre Antonio, parecía gigante y así la notaban los que atendían a sus humillaciones. El señor don Joan de Borja, conociendo la calidad del padre y viendo la llaneza y humildad con que se trataba, dijo en una ocasión: «El padre Antonio Agustín no sabe estimar lo que es». Y aquí cualquiera dirá con acierto que el no saber estimar lo que era fue su mejor saber. En el trato interior de casa fue tan sin excepción, que muchos para aprender esta tan amable virtud de la humildad le miraban a la cara y a las acciones y juzgaban que sería mal contada cualquier presunción en otros a la vista de tanta humildad en aqueste gran varón. Nunca reparó en si le daban bueno o mal lugar, esta o aquella ocupación, este o aquel oficio contentándose con ser el ínfimo de todos. Tal vez aconteció que reprendiéndole sin culpa del padre un sujeto que en todo le era inferior, respondió quitándose el bonete no más palabra que esta y esa con mucha paciencia: «Sea en amor de Dios». Jamás se vieron en él humos de presunción ni relámpago de altivez, y al paso que todos veneraban su nobleza y letras se solía humillar y abatir. Muchas veces se sentaba a conversación con los niños y esclavos más bozales y le notaron que tenía particular afición a la gente menos estimada de otros para aprovecharla como lo hacía confesando gran número de negros, de quienes tenía tan individual y exacta cuenta que les sabía los nombres y les reñía cuando no venían   —304→   a confesarse, que para esto todos hallaban en su celo (con ser hombre tan ocupado), tiempo, lugar y coyuntura.

El que allá fuera en el siglo, siempre se ocupara en mandar como señor, acá en la religión se empleó en obedecer como súbdito y de suerte que para cualquiera ocupación le hallaban fácilmente los superiores. Con ser en todas las materias tan docto, en las de obediencia era muy ciego ejecutando sin disputas ni argumentos lo que los superiores mandaban, juzgándolo todo por justo y santo, dando soluciones a cualquiera objeción con que se pudiera replicar. Nunca excusó el acudir, aún en su mayor edad, ni aún en sus continuos achaques a la voz de la campanilla, ora llamase a oración, ora a exámenes, misa, mesa o letanías, y queriendo muchas veces los superiores jubilarle de estas acciones de comunidad no lo permitió su fervor ni lo consintió su deseo de obedecer. Los que le conocieron afirman que sin encarecimiento ninguno, fue uno de los hombres más regulares que se han visto en la Compañía, de donde se originó que su ejemplo fue estímulo para que ninguno pudiese con razón dejar de seguir la vida común, aun cuando tenía necesidad porque luego le sacaban el ejemplo del padre Antonio Agustín. Y es cierto que cualquiera se podía confundir de poner excusa cuando teniendo tantos y tan legítimos impedimentos nunca se excusaba el padre Antonio Agustín.

Muy rico pudo ser en el mundo, pero dejó las riquezas que tenía y las que en adelante pudo acaudalar, tratando de ser muy pobre en la religión. Si estuviera en el mundo vistiera de gala como podía su calidad, pero acá era necesario andar con mucha cuenta mirando qué le faltaba del vestido porque él jamás cuidaba de él, ni le supo pedir; sólo pedía licencia para dar las cosas más mínimas porque era tan pobre que de ninguna se juzgaba dueño y todo lo miraba como ajeno. Si estuviera en el mundo tuviera su casa ricamente adornada y poseyera una gran librería, especialmente si hubiera tirado por la iglesia consiguiendo dignidad eclesiástica; pero acá en la religión tenía una celda pobre sin querer adornarla con más alhajas que unas imágenes de papel y una de Cristo Nuestro Señor pintado en una cruz de madera. Tenía tan pocos libros como el que menos los ha menester, y teniendo tanto que estudiar se iba a la librería y trayendo de ella el libro de que necesitaba, visto el punto lo volvía luego. Si estuviera en   —305→   el mundo tuviera todos los regalos de comidas, pero acá en la religión nunca quiso tenerlos ni supo pedirlos contentándose siempre con los manjares que le daban aunque no armasen tanto a su salud. Esto más particularmente se vio en su última enfermedad que siendo como fue la más grave y más molesta no se oyó pedir ninguna cosa y sólo se vio tomar lo que le daban porque hasta las postreras horas de su vida quiso conservar la pobreza como quien la había voluntariamente abrazado desde el primer día de su vocación.

Fue virgen de setenta y cuatro años; antes de entrar en la Compañía fue virgen de diez y nueve. Después de haber entrado fue virgen de cincuenta y cinco hasta el día de su muerte. Tentaciones de carne le acometieron como a hombre, pero diole Nuestro Señor una facilidad angélica para vencer este vicio. Para declarar esta facilidad a una persona a quien convino declararla, le dijo cuando se le ofrecía algún pensamiento menos puro con sólo ponerse los anteojos se le quitaba. Y a mi ver quiso decir que para vencer la tentación de torpeza basta abrir los ojos, mirar lo que desagrada a un Dios tan puro su fealdad, ver los tormentos con que el divino juez la castiga. Así lo hacía el padre Antonio Agustín y por eso le hizo Dios este favor de que tuviese el alma tan pura como los anteojos de cristal por donde solía mirar a causa de ser falto de vista. A la virginidad de su alma y cuerpo atribuyeron algunos lo tratable que estuvo el cuerpo y las manos después que murió. El medio de que usó entre otros para conservar la inestimable joya de su castidad fue ser siempre recatadísimo y sobremanera prevenido excusando todos los lances y ocasiones de peligro.

Ayudó a esto la continua mortificación con que maceraba su cuerpo siendo puntualísimo en sus penitencias, y tan constante, que en tantos años y tan prolijos achaques que le afligieron nunca quiso templar las penitencias con que se afligía. Y los tiempos en que Dios lo mortificó cubriéndole el cuerpo con el áspero cilicio de muchos empeines los toleró con una sufridísima paciencia. Las mortificaciones que el padre de ordinario hacía y las que Dios le enviaba tenían su cuerpo apto para que conservase la flor de la virginidad.

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Otro medio le aprovechó para este fin y fue la oración mental y vocal. Era hombre que tenía familiarísimo trato con Dios, y en tantos años de religión nunca le faltó este recurso santo a la Divina Majestad cumpliendo con la oración mental aún en los más apretados achaques que la suelen impedir. Presente tenía de continuo a Dios, lo cual engendró en su ánimo la paz y serenidad con que vivía; y es cierto que la mucha regularidad de sus acciones no se pudo tejer tan entera y excelente sino con las idas y venidas que hacía a Dios. En la oración vocal de las horas canónicas en que se dan alabanzas a Dios procuró ser un ángel y tan atento y observante que pasó a ser escrupuloso repitiendo muchas veces las horas por actuarse a más atención. También le valió para guardar su virginidad, el no dejar de beber cada día el vino consagrado que engendra vírgenes. Rarísima fue la ocasión en que dejó de decir misa y por ninguna la supo apresurar y luego daba cumplidas gracias y largas sin acortarlas jamás por respeto alguno humano porque respetaba más al Dios hombre que tenía en su pecho.

El último medio para custodia de la perla preciosa de su virginidad fue no admitir jamás el ocio que es la puerta por donde suele el ladrón (entrar) a robarla. A todas las horas estaba bien ocupado, ya rezando, ya estudiando, ya escrebiendo con tanta constancia que aun los más mozos no sólo le admiraban viéndole trabajar tanto en una tierra tan calurosa como la de Cartagena, sino que también le envidiaban y a las veces con respeto le reñían porque tanto tesón en el trabajo no ofendiese a su salud; pero el padre Antonio Agustín siempre ocupado, sin dar un cuarto de hora a la ociosidad y siendo como era hombre tan para todos, jamás se vio tomar para sí tiempo extraordinario de descanso, con sólo el inexcusable y precisamente necesario para conservar la vida se contentaba.

Ni las muchas ocupaciones que le llamaban fuera de casa ni los muchos oficios que tuvo dentro de ella de rector, de confesor, de consultor, de resolutor de casos no le embarazaban el tiempo para el ministerio de confesar a que se entregó con tan celosa aplicación que se llevaba mañanas y tardes enteras en el confesonario. Tal vez le sucedió caminar presuroso algunas leguas de distancia por no hacer falta a sus penitencias. Era diestrísimo en este oficio y por sus canas, gravedad y santidad se confesaba con él lo   —307→   más granado de Cartagena, pero no por eso se excusaba de acudir a los más pobres, los cuales hallaban en él no sólo el consuelo para sus almas, sino también socorro para sus cuerpos, porque solicitaba por muchos caminos el darles limosnas.

Apacibilísimo fue sobre cuanto se puede decir, y su apacibilidad enamoraba a su trató; chicos y grandes le quisieron bien y él a todos sin excepción de personas. Ocasiones tuvo muchas en que mostró el señorío que tuvo de sus pasiones sujetándolas a la razón y triunfando de ellas con insigne victoria y aun quizás por eso le concedió Dios que no mostrase su furor contra el padre una fiera bestia. El caso fue que yendo el padre Antonio Agustín por una calle se encontró con un ferocísimo toro de quien iba huyendo la gente; pero el padre se halló tan cerca, que casi lo podía tocar con las manos, y con un desdén que le hizo con una de ellas sin mostrar turbación alguna se fue la bestia furiosa sin hacerle mal ninguno. Caso fue este por el cual los que lo vieron le calificaron por santo, y así unos decían que era un santo, otros clamaban que era un alma de Dios.

Llegose el tiempo en que por estar el fruto ya maduro y sazonado quiso Dios como dueño cogerlo para sí. Diole un achaque de relajamiento de estómago con que abrazaba mal la comida, y habiendo mejorado por algunos días, aún mal convalecido de su dolencia pidió licencia al padre rector para irse a una hacienda nuestra que está legua y media, o dos por mar distante de la ciudad a hacer los ejercicios de nuestro padre Ignacio, y túvolos con tan buenos alientos, que escrebió al padre rector que no había perdido punto de su oración ni sus achaques se la habían estorbado. A pocos días después de vuelto a casa revivió la enfermedad, y luchando con ella se tuvo en pie por no hacer falta a sus ocupaciones hasta que pudo más el mal y lo derribó dejándole casi sin sentido, y turbada el habla a medio pronunciar las razones, dijo que tenía un libro prestado del señor obispo y que se lo volviesen y encomendó a otro padre otra diligencia bien menuda. Restituida después por entero el habla dijo que no tenía otra cosa que le diese cuidado. ¡Gran dicha en setenta y cuatro años de vida! Dio excelentes ejemplos de su virtud en la enfermedad. Lastimándole mucho la cama en que estaba no se atrevió a pedir que se la aliñasen o le mudasen otra. No salía punto de lo que le ordenaba el enfermero. Todo su trato era con Nuestro Señor   —308→   ahorrando de conversaciones aun con sus mayores amigos. La noche que le sacramentaron se llegó cierto padre que le amaba mucho a preguntarle cómo se hallaba y le respondió mostrando compasión de sus hijos espirituales: «padre, ¿qué será de mis penitentes?» Al fin murió lleno de Dios y de merecimientos a los 3 de febrero de 1636 con singular serenidad y quietud de su alma. Apenas supieron su muerte cuando mostraron los de la ciudad mucha pena por ella y hubo muchas personas que pidieron por reliquias algunas cosas suyas, y hubo muchos hombres cuerdos que dijeron que si de algún hombre se podían esperar milagros después de su muerte, era del padre Antonio porque era un santo. Dijeron lo que sentían, pero es cierto que no quiere Dios que todos los que son santos hagan milagros. Hízosele un solemne entierro con mucho acompañamiento, así de los señores inquisidores como de los demás del Santo Tribunal y de la nobleza de la ciudad.




Vida del padre Miguel Jerónimo de Tolosa

La ciudad de Barcelona fue la patria del padre Miguel Jerónimo de Tolosa. Sus padres fueron temerosos de Dios, y por eso a su hijo le enseñaron el santo temor de Dios, y para que lo conservase cuidaron mucho de apartarle de malas compañías. Toda la semilla de la paternal doctrina fructificaba porque caía en buena tierra y el niño tenía muy buena inclinación a todo lo que era virtud, y así visitaba iglesias, oía misas y sermones, rezaba el rosario y se encomendaba a los santos. Gustaba de tratar de cosas de Dios con religiosos y de ir a la doctrina que los padres de la Compañía enseñaban en la plaza. Solía ir a visitar los enfermos del hospital, y este con los demás ejercicios ya dichos los empezó a hacer de edad de seis años, y como iba creciendo en edad iba creciendo en virtud y especialmente en el temor de pecar.

Muy a los principios de su edad hizo voto de ser religioso, y para cumplirle a Dios lo que le había prometido, pretendió entrar en la Compañía a lo cual le animó mucho su buena madre echándole su bendición y dándole grata licencia. Tomósela gustoso y entró en la Compañía a los diez y siete años de edad en veinte y ocho del año de mil seiscientos y uno, y en los veinte y cuatro meses de noviciado logró veinte y cuatro agostos en muchas cosechas espirituales. El padre Gaspar, sobrino provincial que fue de   —309→   este Nuevo Reino y connovicio suyo, testificó que fue un dechado de perfecto novicio en la devoción, en el silencio, en la mortificación, en una simplicidad de paloma. Entre las otras misericordias que de Dios recebió en el tiempo del noviciado fue una la cordial devoción con la Virgen Santísima y con nuestro padre san Ignacio tan constante así la una como la otra que le duró hasta la muerte.

Salió del noviciado haciendo los votos que constituyen religioso y comenzó a estudiar el curso de artes en Cartagena de Levante. Fue forzoso por los empeños de aquel colegio mudarle al de Valencia que dista cincuenta leguas, las cuales caminó a pie con otros dos condiscípulos pidiendo limosna y alojándose en los hospitales con gran consuelo de su alma por tratarse como pobre. Estudió sus artes y teología ajeno de toda presunción y vanidad observando exactamente las reglas de los estudiantes de la Compañía.

Desde niño le dio Nuestro Señor deseos de pasar a las Indias para emplearse en el ejercicio de los ministerios con indios. Cumpliole Dios los deseos por medio del padre provincial Hernando Ponce de León que le envió a estas Indias y llegó a ellas a los once de abril de mil seiscientos y nueve y vivió y trabajó en ellas treinta y un años, seis meses y ocho días con universal aprobación de su gran virtud y religión.

Habiéndole levantado Dios a la altísima dignidad del sacerdocio, y siendo su principal oficio el ofrecer el Cordero Inmaculado en el altar, quiso su Divina Providencia darle un grande mar tirio en esta dignidad y fue que padeciese unas grandes congojas con pensamientos de si acaso decía las misas en desgracia de Dios. Lo que hacía en este conflicto era nunca dejar de decir misa, previniéndose primero para ella con la confesión, con muchos actos de contrición y dolor de sus culpas. Nunca la dijo sin haber rezado primero las oraciones que pone el misal romano para preparación de la misa, que añadía otras muchas oraciones vocales. Después de haber celebrado con muchas tribulaciones de escrúpulos asistía devoto a otra misa, y si no la había, gastaba media hora en dar gracias reconocido a tan soberano beneficio; y porque todo agradecimiento es corto, proseguía en su aposento con otras muchas devociones las gracias que debía dar.

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En la oración, que es el arcaduz por donde la divina liberalidad comunica sus dones al alma puso especialísimo cuidado. Un cuarto de hora muy cumplido gastaba en prevenir la materia de que había de tener oración. Lo menos que ocupaba cada día en ella era más de una hora por la mañana y otra por la tarde a que añadía otros muy largos ratos cuando la santa obediencia y las otras ocupaciones forzosas le daban lugar. Cuidadosísimo examinaba siempre el modo con que había tenido su oración. Para hallarse en ella con la devoción que deseaba, solía valerse solícitamente de sus medios que conducen a ese fin. El primero guardaba el recogimiento de su celda y el silencio con tanta exacción que jamás perdió tiempo por la casa ni se puso a hablar con ninguno si no era en lo necesario. El segundo, en la celda tenía distribuido el tiempo, ya en el estudio de casos morales, ya en otros ejercicios espirituales de suerte que jamás le hallaban ocioso sino bien ocupado y santamente entretenido.

Quiso Dios que el padre Miguel Jerónimo fuese un mártir en el oficio de confesor, pues siempre que se ponía a administrar el sacramento de la penitencia le congojaba el corazón y atormentaba el alma un pensamiento de si acaso había incurrido en alguna censura por la cual estaba inepto para confesar, pero para vencer esta diabólica sugestión le concedía el Señor mucha fortaleza, y con ella atropellaba estos escrúpulos y no sólo acudía a las confesiones que le llamaban sin rehusarlas sino que también se convidaba a hacerlas. Esmerose en ser excelente confesor, especialmente de los indios cuya lengua sabía con eminencia y fuera lástima que por los escrúpulos dejara de aprovechar con ella a los miserables indios, y así el padre no se dejó llevar de los escrúpulos sino de su fervoroso celo en aprovecharlos.

No contento con andar siempre hecho un mártir de congojas trató de hacerse un mártir con penitencias. Con tres disciplinas en sus días señalados y con tres cilicios atormentaba cada semana su cuerpo y también con ayunos que le causaban molestia. Y por no ser solamente mártir en el cuerpo procuraba ser mártir en el alma con un martirio voluntario (además del involuntario de los escrúpulos) que era mortificar las interiores pasiones del alma, sus quereres, sus apetitos sujetándolos a la razón y a la voluntad de Dios. En esto empleó todo el conato y la mayor fuerza de su espíritu fervoroso.

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Para esto se valió con destreza de las armas singulares que nos dio nuestro padre San Ignacio cuales son los exámenes particulares. De este ejercicio o juego de armas provechosísimo, se le hallaron después de muerto tres cartapacios en octavo que tenían más de mano y media de papel. Daba principio al particular certamen apuntando el día en que comenzaba; luego ponía por escrito la virtud que deseaba alcanzar o el vicio contra quien valerosamente había de pelear ayudado del divino socorro. Establecía cuantos actos de virtud había de hacer hasta el mediodía y cuantos por la tarde hasta el tiempo de dormir. Era menudísimo y puntualísimo también en apuntar los descuidos que en la falta de sus propósitos había tenido, y era muy justiciero en darse penitencias por ellos. Demás de esta cotidiana solicitud tenía señalado un día de cada semana, que era el sábado, en el cual gastaba dos horas por la tarde en conferir unos días con otros para ver si había medra o desmedra en ellos. Cada mes tomaba también un día entero para hacer el mismo cotejo con el mes pasado advirtiendo las mejoras o daños de su espíritu, reparando cómo habían sido sus propósitos, examinando cómo había sido la ejecución de ellos. De esta suerte reconocía el paraje y estado en que se hallaba su alma en el camino de la virtud y trataba de ir adelante para no volver atrás.

En los tres cartapacios de sus exámenes particulares pone muchos y muy diferentes en que con diligente vigilancia se solía ejercitar, pero en lo que más se esmeró su solicitud (según lo que por ellos parece) fue en estas cuatro cosas. La primera la exacta ejecución y cuidadosa observancia de la regla undécima de nuestra sagrada religión. La segunda la humildad tan contraria a la altivez de nuestra naturaleza. La tercera la obediencia perfecta porque como hijo tan queredor de nuestro padre San Ignacio quería esmerarse en la virtud en que él quiere que sus hijos se esmeren más. La cuarta la conformidad total con la voluntad de Dios. Este examen y cuidado particular estableció en los postreros años de su vida, porque como soldado más experimentado que había alcanzado muchas victorias de sus enemigos, quiso encaminar su particular estudio a lo más acendrado de la perfección que consiste en la entera conformidad y unión con Dios; y así poniéndose delante este divino blanco adonde había de tirar su mayor cuidado, escribe unas palabras que quiero poner aquí formadas   —312→   de sus proprio estilo para que se vea el que tenía en las otras materias. Examen particular (dice) comenzado día de San Joan Crisóstomo de la entera conformidad con la voluntad de Dios, la cual he de procurar en todas las cosas, así interiores como exteriores de gusto o de pesar, recebiéndolas y abrazándolas con mucha voluntad como venidas o permitidas de su santísima voluntad.

También ponía por escrito los ejercicios espirituales de nuestro padre San Ignacio que cada año hacía con grande espíritu, y para que pueda imitarlo el lector lo pondré aquí. Lo primero ponía ante los ojos cómo a objeto principal el fruto y provecho que pretendía sacar de aquellos ejercicios y a este fin los encaminaba todos. Apuntaba cada día las horas de oración y el fruto y propósito que de cada una de ellas sacaba. Al fin de los ejercicios notaba con mucha especialidad la resolución con que de ellos salía para observarla todo el año siguiente. Cuando se llegaba en el año que se seguía el tiempo diputado para volver a tener ejercicios, lo primero que cuidadoso examinaba era si había cumplido fielmente los propósitos que había hecho en los pasados, y era tal el cuidado que tenía en cumplirlos, que en muchos de los apuntamientos que escrebió les da las gracias y la gloria a Dios de haber cumplido lo que había propuesto.

Después de haber tenido unos fervorosos ejercicios de nuestro padre San Ignacio, cumplió a los diez y seis años de religión el voto que hizo a los dos años de recebido en la Compañía, de entrar en ella al grado en que le admitiesen y fue admitido al de profeso de cuatro votos que hizo con grande devoción y observó exactamente por tiempo de treinta y nueve años como quien tan perfectamente se había ensayado observando los tres votos simples por espacio de diez y seis años. Y no contento con estos votos proprios de su estado religioso, tenía otros de supererogación cuales eran los de ayunar los viernes y sábados, las vigilias de la Santísima Virgen, y de tomar disciplina en el refitorio en las vísperas de sus festividades. Votos que hicieron singularmente más meritorias las acciones dichas que han sido comunes entre otros siervos de Dios.

Ejercitose mucho su celo en enseñar la doctrina cristiana a los ignorantes. Y es mucho de ponderar que habiéndole traído Dios a las Indias a fin de que propagase la fe en los indios, le permitiese   —313→   padecer muchas tentaciones contra la fe. Son altísimos sus juicios. El modo que tenía el padre en resistir a esas tentaciones era no atender a ellas ni meterse en dar razón al demonio sino sujetar enteramente su entendimiento a lo que Dios mandaba creer por ser infalible verdad que no puede engañarse y suma bondad que no puede engañarnos.

Cosa es sobre admirable rara, que tolerando el padre Miguel Jerónimo terribles tormentos de aflicciones y congojas, innumerables borrascas de escrúpulos y temores en lo interior de su alma, no saliesen afuera en el trato exterior con los otros. Todos le hallaban siempre con un rostro apacible. A todos hablaba con benignidad y mansedumbre, deteniendo con fortaleza de espíritu los efectos de aspereza, desabrimiento y enfado que pudieran salir afuera causados de su alma congojada. Quien no advierte que esto no pudo hallarse en el corazón flaco de un hombre si no era con grande esfuerzo de virtud y santidad.

Ésta resplandeció tanto a los ojos del ilustrísimo señor don Fernando Arias de Ugarte, arzobispo que fue de Santa Fe, patria suya, que habiendo de visitar su arzobispado eligió prudentemente por compañero suyo al padre Miguel Jerónimo, y lo pidió al superior que se lo concedió gustosa y le mandó al padre que partiese en tan buena compañía. Obedeció ofreciéndose a Dios con grande ánimo a todas las incomodidades de los caminos. Cinco años duró la visita del señor arzobispo y en todos ellos le acompañó el padre Miguel Jerónimo y no hay duda de que su santo celo obró muchas cosas del agrado de Dios en los pueblos por donde anduvo. ¡Oh!, qué de buena gana lo refiriera yo si lo supiera, pero escrebiré lo que sé con toda certidumbre, y es que el señor don Fernando Arias afirmó que muchas veces se solía levantar y llegar sin ser sentido a la puerta del aposento donde estaba el padre Miguel Jerónimo para ver lo que hacía, y le hallaba de ordinario levantadas las manos en oración ocupado en dulce comunicación con Dios. Muchas veces hablando en Lima (donde después fue arzobispo) del padre Miguel Jerónimo, al nombrarle decía siempre: Mi santo compañero. Tanta estimación y tan buen concepto había cobrado con la experiencia de las obras que le había visto ejercitar en los cinco años que le tuvo en su compañía.

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En estos y otros caminos anduvo tan pobre como lo era voluntariamente dentro de casa. Iba vestido de una sotana y manteo raído porque jamás supo ni quiso pedir cosa nueva para sí. Al cuello no llevaba más relicario que una medalla de nuestro padre San Ignacio a quien traía hacia el corazón, porque era grande el amor que le tenía. El breviario y diurno en que iba cumpliendo con la obligación del rezo, no parece que podía servir ya según estaba de viejo y maltratado, pero estando así gustaba de servirse de él la virtud de su pobreza. Llevaba sus papeles de casos morales, de sermones y pláticas sin haber cuidado de encuadernarlos con curiosidad por el afecto que tuvo a la pobreza contra la cual es certísimo que ni aún venialmente pecó en todo el tiempo de su vida.

En todas las partes donde vivió tuvo grande esmero en conservarse puro y casto. Desde sus tiernos años le previno Dios el resguardo inspirándole que leyese algunos libros buenos para que supiese y conociese algunas cosas que pudieran manchar su pureza y huyese de ellas como en efecto lo hizo, porque en combates de carne el huir es vencer. Cosa es admirable y que indica bastantemente el favor que hizo Dios en esta materia a su siervo (debió de hacérselo porque desde niño fue tan hijo de María Purísima Virgen) que siendo tan escrupuloso en muchas materias nunca tuvo en la de castidad cosa que le remordiese la conciencia; dicha que alcanzó observando puntual unas leyes que a sí se impuso y las tenía por escrito, y yo quiero que las tenga aquí escritas el lector para su imitación y las pongo con sus mismas palabras.

La primera (dice en su más casto que blanco papel) no alojarme ni vivir en los caminos dentro de una casa con mujer alguna por evitar cualquier tropiezo en la castidad y honestidad, y esto no lo he de hacer por ningún título. La segunda, no visitar mujer sospechosa ni dejarme visitar de ella en cuanto fuere posible, porque casi tan dañoso es visitarlas como vivir con ellas. La tercera, por ningún pretexto, ocasión ni negocio estar con mujer alguna a solas ni hablar con ella sino delante de testigos. La cuarta no tocar ni dejarme tocar de mujer alguna aunque sea con título de piedad. La quinta, velar con suma diligencia en reprimir y mortificar cualquiera aficioncilla que se levante en el corazón a cualquiera persona, porque con cualquiera puede peligrar,   —315→   la castidad, aunque sea muy parienta y parezca muy santa y aunque esté muy necesitada de nuestra ayuda o nosotros de la suya. La sexta, todo lo dicho de afición, trato, cautela y recelo con mujeres, se entiende también con gente de poca edad porque es muy verdadera aquella sentencia común que dice: Quod in mulieribus facit sexus in pueris facit etas. Y luego dice el siervo de Dios: Estas leyes y advertencias tengo de leer cada semana para ver si las guardo y tomar alguna penitencia si en algo faltare.



A estas leyes añade otras que especialmente guardaba con los indios y con las indias cuando las comunicaba y se hallaba en sus pueblos. «La primera (dice el varón de Dios) no hablar con india alguna si no es en público, en la iglesia o en la plaza y delante de testigos. La segunda no hablar con ellas si no es con conocida necesidad, y el modo de ser grave y breve ni me reiré con ellas ni les diré palabra alguna amorosa, verbigracia: os quiero mucho, sois mis hijas. La tercera, no ir a sus casas sino a confesarlas, estando enfermas y acompañado de algún buen indio al cual haré que esté siempre a la vista sin falta. La cuarta no tocar jamás, por modo de halago a los niños, ni las manos ni el rostro ni la cabeza, y cuando merecieren ser castigados lo ha de hacer otra persona. La quinta no consentir que muchacho alguno entre en mi aposento para hacerme la cama sino que la haré yo mismo, y en los caminos la podrá hacer un indio grande de confianza». De quien con ese cuidado y vigilancia vivía en la guarda de la preciosa joya de la castidad, seguramente podemos decir que nunca la perdió, y podemos también sin recelo afirmar que observó con mucha perfección la Ley de Dios, quien por no quebrantar un sólo mandamiento de ella a tantas leyes se sujetó.

Cuidadoso cerraba las puertas de sus sentidos porque no entrase vicio o culpa alguna a inquietarle el alma. Los ojos traía bajos y muy recatados, pasando por los objetos de la vista con tanta sencillez y pureza como si no los viera. Sus oídos los cerraba con espinas y se manifestaba ésta cerca en que cuando delante del padre Jerónimo se hablaba de otras personas cosa que tocase en murmuración, aunque muy liviana, se mesuraba su rostro y se recogía a su interior sin meter prenda ni responder palabra. Cosa fue esta que advirtió en algunas ocasiones un personaje grave que dijo saladamente: «El padre Miguel Jerónimo niega todo lo que está oyendo y nos dice con el rostro que no consiente en   —316→   lo que se dice». A la lengua supo cerrarle las dos puertas que le puso la naturaleza, y así guardaba silencio en los tiempos convenientes. Absteníase de palabras ociosas y de murmuraciones aunque fuesen leves.

Con el alma y con el cuerpo y con todos sus sentidos ejercitaba su devoción con la Virgen Santísima. El entendimiento ocupaba meditando sus sagrados misterios, sus excelencias y privilegios; la memoria acordándose a menudo de ella; la voluntad amándola como hijo a madre y así muchas veces la llamaba Madre mía y solía decir que era hijo suyo. Servíala de ojos leyendo sus grandezas y ejemplos milagrosos para moverse a sí y a otros a su mayor devoción cumpliendo el propósito que tenía hecho de saber muchos ejemplos suyos y contarlos. Servíala con el sentido del gusto amargándolo con el ayuno los sábados y las vigilias de sus fiestas. Servíala con el tacto afligiéndolo en reverencia suya con disciplinas públicas, de lo cual tenía hecho voto como apunté arriba. La lengua era el más continuo instrumento que ejercitaba en su devoción; decíala muchas veces: «Virgen Santísima, alcanzadme gracia de mi Dios para que os ame con aquel afecto porque vos queréis, ser amada». Pedíale que con su intercesión le alcanzase las virtudes y el ser verdadero hijo de San Ignacio. Representábale de palabras sus necesidades con grandísima y fervorosa confianza como lo suele hacer un hijo con su madre y como a tal la servía con solicitud, la honraba con respeto, la reverenciaba con adoración. Rezábale cada día su rosario de rodillas y también su oficio menor.

Después de la devoción con la Virgen su Madre, la tuvo muy substancial y tierna también con su padre San Ignacio. En todas las resoluciones que tomaba y en las inspiraciones que le daba Dios ponía después de la Virgen por patrón suyo a San Ignacio, para que como tan buen intercesor le alcanzase auxilio eficaz para la ejecución, y así le favorecía el santo, pues el padre Miguel Jerónimo hallaba por su cuenta que había ejecutado todo lo que en servicio de Dios había propuesto. Al principio de cada uno de los exámenes particulares que emprendía, solía escrebir estas palabras: «Patroni huius examinis sunt Puer Jesus, beata Virgo et Sanctus Pater Ignatius». Preparaba para el día de su fiesta con varias devociones, con recogimiento más que el ordinario, con algunos ratos de más oración y lición espiritual, con más penitencia corporal y   —317→   con una total mortificación en cuanto se le ofrecía y podía mortificarse. Cordialísimamente amaba a San Ignacio y acudía a él en todas sus cosas como suele un hijo acudir a su padre. Para prueba de esto se podrían escrebir aquí muchas cosas; pero contentareme en poder de intento una oración suya del tenor siguiente: Padre mío San Ignacio, yo bien veo que por ser mal hijo no merezco vuestro favor; pero pues los padres suelen favorecer a los hijos ruines para hacerlos buenos, os suplico que me amparéis para que con vuestra intercesión me haga Dios bueno y fiel hijo vuestro y de la Compañía.

Habiendo vivido el padre Miguel Jerónimo en la ciudad de Mérida diez años, y habiendo gobernado los siete como rector aquel colegio, le escrebió el padre provincial Gaspar Sobrino llamándole para que tuviese el oficio de compañero suyo que como había sido su connovicio y tenía conocimiento de su grande virtud apeteció santamente el tenerlo en su compañía. Trató el padre Miguel como puntual obediente de hacer su viaje, y luego que lo supo la ciudad, así los eclesiásticos como los seculares escrebieron al padre provincial una carta con más de cuarenta firmas pidiéndole con grande instancia que no les quitase el amparo y consuelo de aquella tierra, diciéndole tantos y tan singulares elogios de su ejemplar vida que manifestaban el tenerlo por santo. Al punto que el padre Miguel Jerónimo tuvo noticias de esta carta, escrebió otra al padre provincial haciéndole saber las diligencias que la ciudad hacía, en las cuales dijo que él no tenía voluntad sino de sólo obedecer, y que no reparase en la petición y gusto de los seglares porque él facilitaría cualquiera dificultad, pues nunca la había tenido para hacer la voluntad de la obediencia. Esto escrebió no obstante que en la ciudad de Mérida estaba con mucho gusto.

Salió en fin como obediente religioso que ponía especial esmero en la obediencia a título de ser hijo tan queredor de San Ignacio. Hizo el oficio de compañero del padre provincial Gaspar Sobrino sólo siete meses y algunos días en que certifica que reparó en el padre Miguel Jerónimo muchos resplandores de santidad, muchos ejemplos de virtud de los cuales pondré algunos por haberlos certificado una persona de señalada virtud.

En la comida (dice) fue grande su templanza y advertí en el padre Miguel Jerónimo tres cosas muy particulares. La primera   —318→   que al punto que se asentaba a la mesa componía su cuerpo y rostro de manera que más parecía que se sentaba a orar que a comer; la segunda, que en los caminos que anduvo conmigo rara o ninguna vez habló en la mesa (como si estuviera en un colegio) si no es que yo le preguntase algo y muchas veces le dije: «¿Es posible padre Miguel que yo lo he de hablar todo?» La tercera, que siendo así que caminando se permite más licencia en la mesa que en el refitorio jamás pidió cosa alguna sino que tomaba con humildad y agradecimiento lo que le daban. En esto reparé con grande advertencia y colijo de aquí que sus propósitos no eran a lo hablado porque entre ellos hallé este de nunca pedir cosa alguna para su comodidad y regalo, contentándose con lo que le diesen. Hasta aquí el padre Gaspar Sobrino.



Después de haber celebrado en el año de mil y seiscientos y cuarenta la fiesta de nuestro padre San Ignacio con la preparación arriba dicha, se puso a considerar que a veinte y ocho de agosto del año dicho cumplía treinta y nueve años de Compañía, y dice de sí mismo las palabras siguientes llenas de un espíritu humilde: «Confundime mucho de ver tanto tiempo tan mal empleado sin haber alcanzado alguna virtud ni algún grado de perfección. Humilleme a mi Dios y me hallé digno de cualquier penitencia que fuese servido darme, y yo la aceptaría de muy buena gana. Yo ofrecí hacer algunas y con su gracia las cumplí. Examinando las causas de mi desmedro espiritual hallé que eran dos: la una el dejarme llevar de escrúpulos que me traen inquieto y me quitan la paz y tranquilidad del alma. La otra, la inquietud que siento en la administración de los Sacramentos con la congoja y aflicción de si estoy en gracia de Dios». En todo esto que apuntó este siervo de Dios se descubre con claridad el cuidado que tenía con su alma la excelencia de sus virtudes, pues quien no halló otras causas para su desmedro espiritual sino las que refiere, muy vencidas tenía sus pasiones y muy adquiridos tenía otros grados de perfección.

No me parece lícito dejar en blanco sin trasladar unas palabras de oro que el padre Miguel Jerónimo tenía escritas acerca de la excelentísima virtud de la obediencia. «Tengo de obedecer (dice) en todo sin excepción de cosas altas o bajas de tal manera que en mandándome alguna cosa la he de ejecutar sin hacer más discursos, ahora sea ponerme en una cocina, ahora sea mandarme   —319→   algo con lo cual quedé arrinconado de suerte que no tengan los hombres memoria de mí. Esto tengo de hacer con sumo gusto pues con esto lo daré a mi buen Dios cuyo gusto he venido a hacer en la Compañía. Daré gusto a la Virgen Santísima Madre, Reina y Señora mía, cuyo gusto tengo de buscar en todas. Daré gusto a mi glorioso padre san Ignacio que tan encarecidamente y con tan paternales entrañas y con palabras tan amorosas me exhorta a obedecer. Lo cual como hijo que debe dar gusto a su padre y a tan buen padre, tengo de cumplir a mayor gloria divina». Esto fue lo que escrebió y esto lo que perfectísimamente ponía en ejecución.

Ocupado estaba en obedecer ejercitando el oficio de compañero del padre provincial en la ciudad de Cartagena, cuando le tocó Dios con un mortal achaque a que le obedeciese en el morir conformándose con su santísima voluntad. Así lo hizo y las postreras palabras que le dijo al padre provincial hallándose cuidadoso de su salvación fueron estas: «Dios es mi Padre y yo soy su hijo, arrojareme en sus brazos y confiaré mucho en su amorosa Providencia». Él que toda su vida la había pasado en continuas aflicciones, congojas y escrúpulos, se halló en catorce días de enfermedad tan favorecido del Señor que le dio tan gran sosiego y tranquilidad de espíritu que ni un sólo pensamiento se le atravesó para inquietarle el alma, y así murió con singular paz a diez y nueve de octubre de mil y seiscientos y cuarenta a los cincuenta y cinco años de su edad. Murió teniendo al cuello la medalla de San Ignacio nuestro padre, que en lugar de relicario había traído siempre en su vida. Murió con Cristo Sacramentado en el pecho habiéndole recebido dos veces en su enfermedad. Murió con la Unción extrema en los cinco sentidos de su cuerpo. Murió (como juzgamos) con la divina gracia en el alma.




Vida del padre Sebastián de Murillo

En el Reino de Extremadura hay un pueblo que se nombra Benalcázar. En él nació el padre Sebastián de Murillo de padres bien nacidos que le enviaron a la ciudad de Córdoba para que se criase en virtud y letras en casa de un tío suyo deán de aquella santa iglesia. Estudió la gramática en nuestro colegio, y como en él no sólo se enseñaba ésta sino con mayor cuidado las virtudes, tuvo muy buenos logros su estudio en éstas y en aquélla.

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Tuvo desde niño ternísimo amor a la castidad, de tal suerte que el deseo grande de conservarla le avivó y apresuró la pretensión de entrar en la Compañía por un caso que le sucedió en esta materia, y es el siguiente: Fue a visitar a una tía suya y pasando por un aposento vio a una criada que estaba en él con cuya vista tocó el arma el enemigo con el inocente y virtuoso mancebo con un escuadrón de pensamientos e imaginaciones tan nuevas en él que como dijo él mismo, las extrañó tanto más cuanto menos había sentido movimientos semejantes. Opúsose al contraste fiado en la divina gracia, y saliendo con ella victorioso de este combate se hizo luego un discreto discurso. Éste es el mundo. Esto es vivir en continuado peligro y más siendo la pureza un cristal tan delicado y fino que una respiración sola basta, sino para ennegrecerlo, por lo menos para empañarlo. Menester es huir a puerto seguro para asegurar más el remedio contra tan peligroso enemigo, y de hecho trató luego de entrarse en la Compañía. Propuso sus fervorosos deseos, los cuales acompañados de su buena inclinación y prendas naturales motivaron a los superiores a recebirle, como lo hicieron y luego le enviaron a tener su noviciado al Colegio de Montilla.

Para ponderar bien cuán bien procedió en su noviciado no es necesario decir más sino que logró la enseñanza del magisterio del venerable padre Alonso Rodríguez, cuyo espíritu fervoroso y tierno parece que le bebió desde sus principios y conservó hasta sus fines. Tan ansiada fue su virtud aún en este tiempo, que en él y lo demás que estuvo en Europa fue muy amado y estimado de los padres más graves y santos de su provincia y del señor don Francisco de Reinoso, de buena memoria, sólo por la gran fama que tenía de virtuoso.

Acabado su noviciado, o por mejor decir cumplidos sus dos años (que el noviciado parece que no le acabó jamás) hizo los votos y volvió al Colegio de Córdoba en donde leyó gramática y oyó el curso de artes, éste con grande aprovechamiento suyo, y aquella con lucido logro de sus discípulos a quienes no sólo sacó entendidos, sino virtuosos. Dábanse las manos la ciencia y la virtud con que vino su celo a enseñar no menos que al entendimiento a la voluntad enamorando a los estudiantes a la virtud más que ordinariamente como se vía en la frecuencia de sacramentos y buenas costumbres de casi todos.

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Habiendo acabado de oír artes envió nuestro padre general Claudio Aquaviva, de santa memoria, algunos sujetos de Europa a esta provincia para fundarla. Solicitó con ansias el padre Sebastián de Murillo ser asignado para esta empresa a que fervorosamente convidaba su espíritu y le daba voces interiores el deseo de ganar almas. Cumpliole Dios sus deseos, pues consiguió su pretensión, y arrojándose a las aguas su ardiente caridad desahogó sus ansias algún tanto en el navío donde no perdía las ocasiones de hacer fruto en los marineros y en los demás navegantes con tal agrado y modo que hacían gustosas las cosas que les aconsejaba en orden al bien de sus almas.

Tomó feliz puerto en Cartagena y de allí le mandaron pasar a la ciudad de Lima para que acabase lo que le faltaba de estudios. En ejecución de la obediencia se partió a Portobelo y en el camino que hay por tierra desde allí a Panamá le sucedió un caso notable, y fue que un día de los del viaje se le descaminó la mula y lo metió en un paraje muy montuoso donde estando solo y afligido, lo que halló por alivio fue un ferocísimo toro que le salió al encuentro y se le encaró con braveza demostrando que le quería embestir. Entonces el padre, que estaba acostumbrado a recurrir en todas sus necesidades y trabajos por medio de la oración a Dios, hizo lo mismo en este peligro de perder la vida, y hablando como quien tenía la muerte prorrumpió en estas palabras: «¿Qué es esto, Señor? ¿Habéisme librado de tantos peligros del mar y ahora he de morir en las astas de un toro? No permitáis tal muerte; mas si es vuestra voluntad, aquí estoy». Así imitó en el monte la oración que Cristo hizo en el huerto y se la premió el Padre Celestial disponiendo que el toro que con ferocidad se le había encarado volviese el cuerpo por otra parte y se fuese dejando libre al padre que agradecido dio muchas gracias al Conservador de su vida. Luego empezó a dar voces para ver si lo oían compañeros y le buscaban; oyéronlas, y acudiendo por los ecos al lugar donde estaba le pusieron en el camino y prosiguieron juntos el viaje dando repetidos agradecimientos a Dios.

Llegó al Colegio de Lima donde prosiguió y acabó felizmente lo que le faltaba de estudios de teología; quien después de ellos le vio sacerdote juzgaría que había nacido para el sacerdocio según hacía de bien el oficio. Preparábase para decir misa con   —322→   oración y de ella salía muy fervoroso para ofrecer este santo sacrificio. Derramaba copiosas lágrimas doliéndose compasivo de las penas de Nuestro Redentor representadas en el santo sacrificio de la misa, y como gustaba las delicias que tan abundantemente suele comunicar el Señor en la mesa del altar, deseaba que las gozasen todos y que a este fin sacudiesen de sí el descuido y la pereza previniendo sus almas con diligencia y cuidado para recebir este sacramento.

El padre Gonzalo de Lira, habiendo de obedecer a la patente en que nuestro padre general le señalaba por provincial del Nuevo Reino de Granada, donde lo fue por espacio de nueve años, sacó de Lima al padre Sebastián de Murillo para que fuese su compañero ejercitando su oficio con la fidelidad, prudencia y demás virtudes que en él había reconocido, y verdaderamente acertó porque vio a la ocupación el padre Murillo el lleno que el padre provincial había deseado.

Experimentadas ya sus excelentes prendas y más conocidos sus buenos talentos le enviaron al Colegio de Tunja con el oficio de rector y maestro de novicios. Allí tuvo dos géneros de fábricas y dos suertes de edificios en que por algunos años felizmente se ocupó. El uno espiritual de los novicios procurando fabricar en ellos unos templos para Dios según la prudencia y discreción que había experimentado y aprendido del venerable padre Alonso Rodríguez; maestro de su espíritu en el noviciado. El otro edificio el material de nuestra iglesia de Tunja en que sacó los cimientos y levantó las paredes de la capilla mayor.

La buena cuenta que dio en este oficio obligó a los superiores a que le diesen el de rector de Santa Fe y lo ejercitó por tiempo de cuatro años, y también fue viceprovincial por haber hecho ausencia de esta provincia a España el padre provincial Baltasar Mas. Gobernó en uno y otro oficio como amante verdadero de la religión, diligenciando que no descaeciese el espíritu primitivo de sus fundadores santos. Desvelábase en que se observasen las reglas. Ponía los medios convenientes para que se conservase en sus súbditos el fervor de los padres antiguos. Si reconocía alguna falta en algún sujeto, se la advertía con discreción y prudencia y con tan amable dulzura que sólo su buen modo cautivaba para la enmienda. Solía decirles a sus súbditos: «Dejemos las cosas como las hallamos; no se pierda por nosotros   —323→   aquel primer resplandor de nuestra sagrada religión». Cuando se cometían algunas faltas tiraba a enmendarlas como padre y no castigarlas como juez; pero si era necesario el castigo lo aplicaba con clemencia. En la corrección de culpas secretas procedía con sumo secreto, de suerte que parecía un mudo en esas materias mirando siempre por el crédito ajeno. Cualquiera cosa que había de hacer la consultaba primero con Dios en la oración para acertarla, y así en sus resoluciones solía decir: «Esto se ha de hacer porque es a gloria de Dios».

Trabajaba en los ministerios de las almas todo el tiempo que le permitían sus oficios y cuidaba de que los padres súbditos suyos se ocupasen celosamente en salvar las almas, y cuando vía a los operarios empleados fervorosamente en los ministerios, se lo agradecía afectuosísimamente, y eran las que se siguen palabras suyas: «Dios se lo pague, Padre mío, que acude a estos pobres. Ayudemos a las almas, pues Dios se quiere servir de nosotros en tan gloriosos empleos».

Siendo el padre Sebastián de Murillo rector en el Colegio de Santa Fe, se representaron en un templo finas comedias menos decentes, y carcomiéndole al padre el celo de la casa de Dios como a David, reprendió la irreverencia que se había tenido contra el Señor. Retornáronle palabras afrentosas y vejaciones muy de marca y de mucho peso. Llevolas con gran paciencia, conociendo como humilde que merecían más sus culpas, y a este conocimiento añadió una grande serenidad. Regocijándose de tener a Dios en estas tribulaciones y gloriándose de padecer por haber celado el honor de Dios. Con un corazón verdaderamente ajustado muy a los moldes del espíritu de los de la Compañía solía decir en los lances penosos que en esta materia se le ofrecieron: «Hágase la causa de Dios y más que padezcamos». Otras veces solía decir: «No nos quiten a Dios y venga lo que viniere».

Del Colegio de Santa Fe pasó al de Cartagena donde santamente vivió el resto de su vida, ocupada unas veces con el cargo de rector, otras con la conveniencia segura de súbdito y siempre con el loabilísimo y santísimo ministerio del Santo Tribunal de la Inquisición siendo su calificador, consultor ordinario de dos arzobispos y de dos obispos, y haciendo algunas veces oficio de inquisidor por haber faltado los señores inquisidores del Santo Tribunal de Cartagena.

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En estas ocupaciones tiró siempre su rectísima intención al blanco excelentísimo de la mayor gloria de Dios y exaltación de la fe católica revistiéndose de un celo sagrado para enderezar todas las cosas y causas a su servicio. Era amante verdadero de Dios y este amor le obligaba a abrasarse en volcanes celosos de su honra y gloria deseando con veras que se empleasen en servirle todos. Era proprio para ministro de la Santa Inquisición, porque además de ser muy católico y muy deseoso de la propagación de la fe católica era hombre de muy gran secreto. Muchas veces preguntándole algunos al padre casos y cosas sucedidas en varios tiempos, aún de sujetos que estaban ya despedidos de la Compañía, respondía con un mudo silencio. Supo hermanar su ardiente celo de la honra de Dios con una caritativa piedad para con los reos. En las hondas materias del Santo Tribunal testificó en su muerte un señor inquisidor el bueno y piadoso juicio del padre Sebastián y dijo que siempre se inclinaba a buscar razones favorables a los reos, y era su ordinario decir en estas ocasiones: «Somos hombres, no hay que espantarnos que si Dios no nos tuviera de su mano fuéramos peores».

En las consultas decía su parecer, su sentimiento y resoluciones con entereza grande y con fortaleza tanta que no le torcieran de la justificación (que entendía haber en la causa propuesta) los respetos o dependencias de las mayores altezas o soberanías de los hombres. Pero no por esto le faltaba el venerar los pareceres de los otros hombres doctos (aunque fuesen contrarios al suyo) diciendo humilde que no sería mucho que él errase y diesen los demás en el punto de acierto. Este dicho era originado de una verdadera humildad, porque habiendo ahondado mucho en su proprio conocimiento se tenía por inferior a todos en todo.

Fue gran menospreciador de las cosas de esta vida, que tanto apetece el mundo. Tenía bien profundo el conocimiento de su engaño, lo aparente de su ser y hablaba de este punto con sublimidad de espíritu, aunque más bien lo obraba que lo hablaba. Nada le agradaba de la tierra porque juzgaba que era sólo de iluminación su hermosura y era que como la cotejaba a la luz del espíritu con los bienes verdaderos del cielo, le parecía, y bien acertadamente, que era todo basura. Algunas veces que oía hablar de algunas tierras, de sus calidades y frutos que unos alababan   —325→   más y otros apetecían otras, decía: «No daría yo un bledo ni haría diligencia alguna por una ni otra tierra, que al fin, toda es tierra»; por el cielo sí que son bien logradas cualesquiera diligencias porque son sus bienes de tan noble calidad que ni se acaban ni envejecen. Todo lo terreno estimaba por estiércol como otro San Pablo, viviendo sólo aficionado de veras de Jesús, y así no estimaba nada fuera de Jesús. Como era tan menospreciador de las cosas del mundo tomaba sólo para sí las precisas, para pasar la vida y celaba siendo rector lo mismo en los otros. En una ocasión hizo que a un padre de mucha gravedad y ancianidad le quitasen algunas halajillas porque juzgó que eran superfluas.

También menospreciaba de que tanta estimación hacen los mundanos que cuando se las quitan lo sienten a par de muerte, y apetecía las afrentas que ellos no pueden sufrir. De esto puede ser prueba un caso que le sucedió en el religiosísimo convento de monjas descalzas de Santa Teresa. Habían convidado a la comunidad de la Compañía para las vísperas y fiesta de la Santa. Acudió a las vísperas algo temprano el padre Sebastián de Murillo, y como quien apetecía lo humilde y lo inferior se asentó abajo en un escaño. Entró después el arcediano que había de cantar las vísperas y misa de la fiesta, y extrañando el ver tan abajo a un hombre tan grave, anciano y benemérito, le hizo cortésmente fuerza para que subiese arriba a las sillas que estaban prevenidas para semejantes sujetos y para los prelados de las religiones, y le hizo sentar junto a sí. Fueron entrando las demás comunidades convidadas, y en una de ellas venía un religioso y que no había mucho tiempo que le habían enseñado la gramática en nuestro colegio y era en su religión muy moderno; éste llegándose hacia la silla en que estaba el padre Murillo, sin hablarle nada, casi se iba a sentar encima del padre, el cual viendo esta demostración no hizo caso del género de desprecio que le hacía, y enmudeciendo dejó la silla y se fue al lugar más bajo como a su centro. Reparó el arcediano y los demás que allí estaban la acción y empezaron a engrandecer con elogios la serenidad humilde y la modestia serena del padre Murillo en una tan irreverente desatención y en una descortesía tan manifiesta. Quizás por este heroico acto de humildad que ejercitó un varón tan venerable como el padre Murillo en el convento del Carmen,   —326→   quiso Dios honrarle tomando por instrumento fidedigno a una religiosa del mismo convento, la cual era tenida por sus esclarecidas virtudes en opinión de santa, y hablando de cosas de espíritu con uno de la Compañía le afirmó que el padre Sebastián de Murillo gozaba de muchos regalos del cielo cuando celebraba el santo sacrificio de la misa. Preguntole el religioso que cómo lo sabía. Y que si acaso le había descubierto y comunicado algo de esto el mismo padre Murillo. Respondió ella: «No; pero yo lo sé con toda certidumbre y de muy buen original». Replicole el religioso pidiéndole encarecidamente que le dijese para su consuelo y edificación ¿cuál era el original? Ella respondió: «No lo puedo decir, pero es muy cierto lo que he dicho».

Jamás se le oyó al humilde padre hablar de esta ni de otras materias que pudiesen mover los labios de otros en alabanzas suyas. Estando en una religiosa recreación algunos de los nuestros, trataban de las almas del purgatorio que solían pedir sufragios a los vivos, y con esta ocasión contó el padre Sebastián de Murillo que estando en oración una mañana sintió que le daban golpes y conoció que una voz interior y un soberano impulso más que ordinario le inducían a que luego al punto dijese misa para socorro de un alma, y así lo ejecutó. Entonces algunos de los circunstantes, que sería el ángel custodio de aquella alma; oyendo esto el padre se recobró y haciendo reparo en lo que había contado le procuró desvanecer con una profunda humildad diciendo: «Sería imaginación mía porque soy un simple». Tenía el padre Sebastián un vivo conocimiento de que la oración mental es necesaria especialmente en la Compañía, asá para el aumento como para el resguardo de la perfección que profesa, y así este conocimiento le hacía gastar en este santo ejercicio no sólo el tiempo que señala la regla sino muchas más horas. En los últimos años de su vida le sucedía un engaño muy sabroso a su espíritu; y era, que como se le había acrecentado el achaque de la sordera no oía el reloj y solía despertar a media noche o algo después, y pareciéndole que era ya hora de levantar vestíase y poníase en oración hasta la mañana. Comunicábale en la oración nuestro liberalísimo Dios muy regaladas ternuras, y así le servía este ejercicio de consuelo en sus males, de alivio en sus aflicciones y de armería en los asaltos del demonio.

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Fue devotísimo de la pasión de Cristo nuestro Redentor, y como en la Semana Santa se representan con demostraciones exteriores las memorias de lo que por nosotros padeció, así crecían, más en aquel tiempo sus ternuras (dando al tiempo lo que era suyo) y se agrandaban sus cristianas compasiones. Deshacíase en lágrimas cuando hacía los oficios el Jueves y Viernes Santo, y era esto con tal extremo que iban de propósito algunos seglares a verlo celebrar edificándose de tal devoción y afervorizándose con tal ejemplo. Ardía el fuego en su pecho y así no dejaba de encender a los que se ponían cerca de su fuego.

Con el mismo espíritu y ternuras acostumbraba hacer entre días sus visitas a aquel Señor Sacramentado que quiso tener por nuestro amor casa de vivienda en las iglesias. Tenía grande estimación de este soberano beneficio. Exclamaba engrandeciendo el prodigo y finezas del amor de Cristo que se quiso quedar disfrazado sólo porque le gozase el hombre. Dolíase del ingrato desconocimiento, del dejamiento perezoso y del descuido intolerable de los hombres en aprovecharse de esta dicha y en gozar de este soberano bien.

Para gozar las dulzuras de este soberano Pan usaba de lo amargo de la mortificación interior de sus pasiones, y también de las penitencias exteriores y de la abnegación de los sentidos corporales. Y ya que me dejó algunas mortificaciones de estos, no dejaré una de los ojos significada en una respuesta que dio en una ocasión con espiritual donaire. Había llegado a Cartagena una señora de título muy espiritual y fuele forzoso al padre Sebastián por su oficio el irla a visitar, y volviendo a casa después de la visita le preguntaron algunos qué traza tenía la señora. Respondió el padre con sazonada llaneza: «En verdad que no le vi la cara porque como soy corcovado no puedo alzar los ojos y no me pesa de este embarazo». Para ver las cosas necesarias usaba de unos anteojos porque sin ellos no vía, y con todo eso le pesaba tan poco de no ver que se hallaba su espíritu tan mortificado que en una ocasión que fue muy a propósito dijo dando a entender que no era bueno tener cosas superfluas: «Yo solamente tengo unos anteojos y si me los quieren quitar de ninguna manera lo resistiré».

La propria voluntad y el proprio juicio los tenía sujetos y rendidos a los órdenes y mandatos de los superiores mayores que   —328→   fiando de su obediencia y celo, discreción y extremada virtud le remitían las disposiciones graves y de importancia para que su obediencia las ejecutase y su prudencia las hiciese ejecutar. Así lo hacía, aunque se atravesasen contradicciones y repugnancias de pareceres contrarios. Siempre deseaba que resplandeciese la obediencia en los de la Compañía. Hablaba de ella con fervor y tanta estimación, que enamoraba los corazones de los que le oían. En la observancia de las reglas fue muy puntual; en la inteligencia de las constituciones muy sabio; en la aceptación de cánones, decretos y ordenaciones muy observante; en las disposiciones de nuestros padres generales muy obediente.

Su voluntad era de sus prójimos porque por amor de Dios ejercitaba la caridad con ellos. Fue muy caritativo en volver por el crédito y buena opinión de los otros. En una ocasión le dio una persona grave muchas quejas de uno de la Compañía; y oyéndole el padre le satisfizo co[mo] si él mismo fuera el capitulado, y volvió por el sujeto más bien y con más veras que pudiera él mismo contra quien se daban las quejas. Fue muy caritativo con los afligidos revistiéndose de sus aflicciones por consolarlos. Tuvo noticia en cierta ocasión de que un padre padecía algunas congojas de corazón con recias melancolías. Fuese a su celda el padre Murillo y díjole al enfermo: «Padre, muy afligido estoy y tengo el corazón muy desconsolado». Preguntole el padre achacoso, «¿pues qué tiene vuestra reverencia?» Respondió él: «No tengo más que haber sabido que vuestra reverencia está melancólico y desconsolado». ¡Oh! espíritu imitador de un religioso de la primitiva Compañía de Jesús que decía con verdadera caridad: «Quis infirmatur et ego non infirmor?». La misma caridad ejercitaba con los otros afligidos y enfermos, sintiendo sus achaques, compadeciéndose de sus penas, solicitándoles ansioso los consuelos, buscándoles alivios, consolándolos frecuentemente con visitas. Fue caritativo en los castigos. Había en su tiempo algunos esclavos cuyas acciones forzosamente pedían ser corregidas, corregidas con rigor por no ser de provecho la blandura, y en estos casos el corazón compasivo del padre Sebastián procuraba que no fuese demasiado el castigo sino que se templase con misericordia. Bien conocían esto los pobres esclavos, y así en sus afliciones recurrían al padre que caritativo los consolaba.

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Habiendo llegado el padre Sebastián de Murillo con el ejercicio de estas y otras virtudes a los ochenta y cuatro años de su edad, se le cumplió el último plazo y se le llegó el último día de su vida; pero no le cogió descuidado ni desprevenido la hora de la muerte porque su buena vida era prevención cuidadosa para morir bien. No le encontró la muerte cuando estaba olvidado de ella, pues solía decir muchas veces, ya yo me voy acercando a la muerte, ya me llaman a las puertas, poco puede ya durar mi vida, no puede tardar la muerte. Ocasionáronsela unas calenturas malignas que parece tuvieron su origen de la asistencia que tuvo el día en que adoleció (que fue viernes once de mayo) en el Santo Tribunal de la Inquisición para los despachos y dependencias de aquel santo oficio. Salió de allí y fuese al colegio muy dolorido, y a la noche le salteó una gran calentura de que le resultó una erisipela en una pierna. Agravósele la enfermedad con unos dolores cólicos que le afligían mucho. Reconociose el peligro, y tratando de acudirle con los Santos Sacramentos se lo manifestó un religioso de la sagrada orden de San Benito que juntamente con un médico le curaba. Oyole el padre con agradecimiento y ternura gozándose en el alma de que le diesen los sacramentos. Recebiolos, y el de la Eucaristía repetidas veces con gran devoción, con muchas lágrimas, con edificación y ternura de los circunstantes. Asistíanle los de casa sin interrupción, y diciéndole repetidas veces cosas espirituales proprias de aquella hora, decía el venerable padre ya casi falto del habla: «Díganme de eso, díganme de eso». Oía y repetía con mucho espíritu, con lágrimas y con ansias aquellas palabras dulcísimas de invocación a la Santísima Virgen: «Et mortis hora suscipe», en que daba bien entender que deseaba ser recebido en brazos de la Santísima Virgen María, a quien toda su vida había amado con filial ternura. Oyole su petición y pagó su filial amor alcanzando su intercesión que muriese felizmente a veinte y seis de mayo del año de 1657, en día de sábado y víspera de la Santísima Trinidad. En sábado, en señal de que la Virgen Santísima recebía su alma: «Et hora mortis suscipe», en premio de la devoción con que en su vida la había celebrado. En víspera de la Santísima Trinidad, en galardón de haber celado su católica fe en el Tribunal Santo de la Inquisición, en cuyo ejercicio le cogió también el último achaque que le ocasionó la dichosa muerte.

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Lo que se le halló después de muerto al padre Sebastián, fueron las riquezas de su pobreza de espíritu, como se verá por el inventario siguiente: Una sotana vieja, un manteo de la misma calidad, un bonete y sombrero maltratados. Los vestidos interiores muy proprios de un religioso pobre. Las alhajas de su aposento muy ordinarias y ningunas superfluas. No dejó láminas ni rosario de precio ni otras cosas que por devotas suelen estimarse y pueden permitirse; solamente se le hallaron unas estampas de papel y algunos pedazos de agnus; y es cosa muy digna de reparo, que pudiendo tener muchas cosas curiosas de España y de Roma, jamás las quiso poseer su grandioso espíritu despegado de todas las cosas de este mundo.

Enterraron su cuerpo en nuestra iglesia de Cartagena con grande solemnidad funeral, con asistencia de los ministros del Santo Tribunal, con grande concurso de gente noble y plebeya. Logrósele bien al difunto venerable el intento santo de guardar castidad con que entró en la Compañía de Jesús, porque entró en el sepulcro de edad de ochenta y cuatro años tan virgen como había salido del vientre de su madre; pero con esta diferencia, que del vientre de su dichosa madre (por haberlo sido de tal hijo) salió sin méritos, pero entró con abundancia de méritos en el sepulcro cumpliéndose lo que dice el Santo Job en el capítulo 5: «Ingredieris in abundancia sepulcrum».



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