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Alfonso Reyes y Mariano Picón-Salas: vidas paralelas del humanismo errante en América

Adolfo Castañón





Más de diez mil días, treinta y dos años, cubre la correspondencia sostenida entre el mexicano Alfonso Reyes (1889-1959) y el venezolano Mariano Picón-Salas (1901-1965). Un conjunto de documentos arreglados, preparados y anotados por Gregory Zambrano: 36 cartas de Mariano Picón-Salas y 50 de Alfonso Reyes: en un total de 86 misivas se despliega la afinidad y la amistad recíproca. Reyes era 12 años mayor que Picón-Salas. El venezolano le confiesa que «desde que en un día remoto de mi adolescencia, siendo estudiante de Liceo en Mérida, Venezuela, leí por primera vez su prosa en aquella edición de Quevedo de la casa Calleja (publicada en Madrid, en 1917), me puse a seguirle...». Es decir, a practicar el no fácil deporte de conseguir las ediciones que Alfonso Reyes iba publicando por el mundo, en Buenos Aires, Madrid, Río de Janeiro. Además hay que tener en cuenta que en aquellos años de principio del siglo XX, la Mérida venezolana era una ciudad aislada de los Andes y que maravilla que la ciudad se las hubiese arreglado. Reyes representaba para Picón-Salas un avatar de Erasmo de Rotterdam, es decir, una inteligencia acostumbrada a cruzar las fronteras materiales, políticas y religiosas y a vivir plenamente en el mundo. Reyes aparecía ante los ojos de Picón-Salas como un «arquetipo de diplomático difícil de imitar» (p. 160). Pero se dibujaba ante todo como un emblema ético y estético: alguien que «siempre nos está aseando el camino». A su vez, Reyes reconoce en su amigo venezolano un interlocutor, un oído atento y afín, capaz de zambullirse junto con él, en persona o por carta en prolongadas conversaciones memorables en su «piscina intelectual» (p. 112), es decir, en la Capilla Alfonsina. Los une la firmeza de espíritu y la voluntad de poner en práctica una «lección apolínea de contención y buen epicureísmo clásico» (p. 95), como la que Reyes practicaba en Romances y afines y que Picón sabe reconocer. Los une el hecho de saberse distintos de «esta gente díscola, desorbitada, movida por tantos demonios, que somos los hispanoamericanos» (p. 95), se sienten ajenos a esa «política criolla que es tan picante como el más amarillo chile mexicano» (89). El desorden, la falta de constancia, la inconsistencia, «la confusión latinoamericana» (72), «la creciente hinchazón y vaguedad criolla» (78), el «rencor inútil», «los odios callejeros» (92), el camaleonismo orillan a estos amigos de la forma y de la contención armónica a reconocerse. Hay, además, otro plano de afinidades: el nomadismo, la suerte de llevar «una vida de judío errante» y ser como unos pequeños Ahasverus de la literatura, unos condenados del camino de las letras que deben «trabajar con libros prestados» (92). Picón-Salas, le escribe a Reyes desde Chile, lo encuentra en Buenos Aires, lo visita en México, lo recuerda en Río de Janeiro, le escribe desde París, Puerto Rico y desde Estados Unidos, como una suerte de Ulises de tierra firme, en una infatigable Odisea que va siguiendo los pasos del Ulises mexicano que ha estado 25 años fuera de México y se encuentra demasiado fatigado para viajar nuevamente. Monterrey en México y Mérida en Venezuela -las querencias nativas de ambos- son ciudades pareadas que están rodeadas de imponentes montañas. Juntos, a lo largo de los años, van afianzando su amistad al socaire de proyectos comunes: a veces realizados, a veces no, pero inevitablemente movidos por el entusiasmo intelectual y por la conciencia de que Europa está en crisis, y de que hay que salvar a Europa de los europeos. La reticencia ante los reduccionismos ideológicos de izquierda y de derecha y la conciencia de que es preciso practicar una política vertebrada por las jerarquías de la cultura: «la claridad, gracia, rigor que no excluye el mágico granito de la poesía» (92), «vértebra de esa responsabilidad de la inteligencia» que diría el sociólogo español, traductor de Max Weber, José Medina Echavarría.

Uno de los proyectos que los afina es el de aquella «Historia morfológica, aquella especie de geología de la Historia con sus perfiles y estratificaciones» (108). A la que se refiere Picón-Salas, ¿alude una variedad de historia de las formas de la cultura y de la civilización hispanoamericanas? ¿A una suerte de «constelación en movimiento» de la historia cultural latinoamericana?

Esta búsqueda de las formas propias en que se encauza y vierte la historia de la cultura en las Américas, no podría prescindir de la búsqueda de un idioma propio y ambos se afirman en el cincel de una prosa que se depura en certeras filigranas. Para el que sepa leerla, la correspondencia entre Reyes y Picón arroja luz sobre los ritmos y los impulsos a la escritura de cada uno.

Alfonso Reyes le confiesa a Mariano Picón-Salas que cuando no se deja atrapar por un proyecto mayor, su vocación hacia la escritura se manifiesta en brevedades y páginas aunque redondas, concisas. A Picón-Salas lo zarandea un ritmo que lo lleva de una «madrastra» que es la enseñanza en liceos y escuelas secundarias a otra: los servicios en la burocracia o en la diplomacia. El hilo conductor de ambas vidas es la escritura y la lectura.

Reyes, entre tanto, no se queja, soporta un ritmo intenso de vida y no-vida administrativa en El Colegio de México y en los trabajos forzados que se ha impuesto para sacar adelante, libro a libro, sus obras. Hay un momento en la correspondencia, cuando Picón-Salas dirige la plana cultural de El papel literario de El Nacional en que vemos a Reyes como un joven eufórico enviándole artículos a su corresponsal para que se publiquen en Caracas: comprobamos que en esos años de 1953-1954 Reyes se entrega a una actividad prodigiosa, casi inverosímil: Picón, más joven y circunspecto, no le va a la zaga.

En el trasfondo de este comercio literario y editorial, se va dibujando al filo y al ras de la conversación escrita una cierta idea de América. Desde lo que José Lezama Lima llamaría el ceremonial de la conversación, estos hermanos de tinta y papel van dibujando el paisaje de una América recíproca y responsable. Vuelven, bajo la pluma de Picón-Salas, las imágenes y las referencias medievales y renacentistas, Alfonso Reyes viene a representar, en ese horizonte de dificultades e inestabilidades, una suerte de autoridad superior, ya no sólo Erasmo, sino algo más: «tiene usted que aceptar esa responsabilidad de ser el primer hombre de letras de nuestro continente, lo que significa que, para muchas cosas, tengamos que pedirle el Nihil obstat que otros solicitarían del superior eclesiástico».

Se viven como en un monacato primitivo, a veces errante, a veces amenazado o asediado. Los vemos cumplir el santo deber de la correspondencia como quien acude a pedir la comunión y a compartir, a través de las misteriosas letras, el pan del pensamiento y de la contemplación: ¿Quién le diría a Reyes que hacia 1918 o 1919 -Picón-Salas no lo recuerda bien-, una página de su prosa iba a impresionar poderosamente a un joven que vivía en los Andes venezolanos, y un amigo suyo, dispuesto a toda devoción y a todo servicio, que sería luego antes de conocerle? (p. 156-157).

La frase recuerda incluso mucho a un poeta aquel pensamiento a quien se consideraba salvado por el hecho de que un joven, en una remota ciudad de provincia, se supiese sus poemas de memoria. En la «profesión de la palabra» y de la solidaridad intelectual que se desprende de las páginas de esta correspondencia, parece cifrarse, como en un espejo enigmático, la luz de nuestro americano porvenir.

Mariano Picón-Salas es un historiador de la cultura de peso completo: historiador de las letras, historiador de la sensibilidad, historiador de la arquitectura y del urbanismo, historiador de las ideas, historiador sin más. Aspira Picón-Salas a figurar una armadura teórica, una conceptualización apta para dar cuenta del proceso de formación, desarrollo y crisis de la herencia obstinada, de la herencia híbrida y por lo mismo huérfana de esta América nuestra, que a cada paso, se pone frente al espejo y se pregunta por su identidad, por su constitución, en las diversas acepciones de la palabra. Un ejemplo de este oficio del historiador de la cultura es: Gusto de México (México, 1952), un librito hospitalario de menos de 100 páginas que se presenta con la apariencia inofensiva de una recopilación periodística. En realidad, los 25 textos que lo componen presentan ante el lector un calidoscopio temático que abarca letras, pintura, vida cotidiana, paisajes, cocina, cementerios y un poco de política, una nuez que se compendia en lo que podríamos llamar el «método Picón-Salas». Un método que le viene de sus lecturas europeas: Jacob Burckhardt, Arnold Weber, Georg Simmel, Edward Gibbon, Gobinau, Taine, pero también -y eso es lo trascendente- los autores modernos y por supuesto clásicos de la lengua española como Quevedo, Gracián, Unamuno, Cajal, Ganivet, Ortega y para volver al tema, José Martí, José Enrique Rodó, Justo Sierra, Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes.

Vagamente preocupado por encontrar en las letras un camino de fundación para la ciudad criolla e hispanoamericana, Picón encuentra desde muy joven en la prosa y la poesía de Alfonso Reyes, un espacio de cortesía inteligente y de amenos ceremoniales espirituales que le resultará permanente lección de vida y arte intelectual.





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